O R Í G E N E S

 

La vida cristiana.

Las fiestas de los cristianos.

Como dice muy bien uno de los sabios griegos: «No hay otra fiesta que la de hacer lo que conviene» (Tucíd. I, 70). Verdaderamente está de fiesta el que hace lo que conviene, orando siempre y ofreciendo continuamente sacrificios incruentos en sus oraciones ante Dios. Por esto me parecen muy exactas las palabras de Pablo: «¿Guardáis los días, y los meses, y los tiempos y los años? Temo por vosotros que habiéndome fatigado en favor vuestro haya sido en vano» (Gál 4, 10).

Si alguien opone a esto nuestras celebraciones del día del Señor, de la preparación, de la Pascua o de Pentecostés, diremos que el hombre perfecto que vive siempre en las palabras y las obras y los pensamientos del que es por naturaleza su Señor, el Logos de Dios, siempre está viviendo sus días y celebrando el día del Señor. Asimismo, puesto que siempre se está preparando para la vida verdadera y apartándose de los placeres de esta vida que engañan a la mayoria, no alimentando «los pensamientos de la carne» (Rm 8, 6-7), sino abofeteando y reduciendo a servidumbre su cuerpo, está continuamente celebrando la preparación (la cuaresma). Igualmente, el que piensa que «Cristo, nuestra Pascua, ha sido sacrificado» (1 Cor 5, 7), y que hay que celebrar las fiestas comiendo la carne del Logos, está continuamente celebrando la Pascua, que significa «tránsito», pasando constantemente con su razón y con todas sus palabras y obras de los negocios de esta vida a Dios, apresurándose por llegar a su ciudad. Además, el que puede decir con verdad «Hemos resucitado con Cristo» (Col 2, 12), y también «Hizo que nos levantáramos y nos sentáramos en los lugares celestes en Cristo» (Ef 2, 6), está siempre en los días de Pentecostés, particularmente curtido subiendo al cenáculo como los apóstoles de Jesús puede vacar a la petición y a la oración, para hacerse digno del «viento que soplaba vehemente» (Act 2, 2) que con su fuerza hacía desaparecer la maldad de los hombres y sus consecuencias, y hacerse digno también de alguna parte de aquella divina lengua de fuego.

Pero la masa de los que parecen creer y no han llegado a esta perfección necesita de ejemplos sensibles a modo de recordatorio para impedir que pierda enteramente la conciencia, pues no tiene voluntad y capacidad para guadar todos aquellos dias. Me parece que Pablo tenía esto en su mente cuando llamaba «parte de una fiesta» (Col 2, 6) la que se celebraba en días determinados distintos de los otros; con estas palabras insinuaba que la vida vivida constantemente según el Logos de Dios no es «parte de una fiesta», sino una fiesta completa e ininterrumpida. .

...Podría hablarse largamente acerca de la razón por la que las fiestas instituidas según la ley de Dios enseñan que hay que comer «el pan de la aflicción» (Dt 16, 3), o «los panes ázimos con hierbas amargas» (Ex 2, 8); o aquella por la que dicen «humillad vuestras almas» (Lev 16, 29), y otras cosas semejantes. Porque no es posible que el compuesto humano, mientras «la carne tiene deseos contrarios al espíritu, y el espíritu contrarios a la carne» (Gál 5, 17), celebre fiesta en su totalidad. Pues el que celebra fiesta en el espíritu aflige su cuerpo, el cual a causa del «pensamiento de la carne» (Rm 8, 6) no puede estar de fiesta con el espíritu. Y el que celebra fiesta según la carne queda excluido de la fiesta según el espíritu 87.

Los sentidos espirituales

Quien examine esto más profundamente dirá que se da, como lo llama la Escritura, cierto sentido divino general, que únicamente el bienaventurado encuentra ya en la tierra, como se dice en Salomón: «Encontrarás un sentido divino» (Prov 2, 5). Este sentido tiene varias formas: una vista capaz de ver cosas que están por encima de lo corporal, de las que son ejemplo obvio los querubines y los serafines; un oído que capta los sonidos que no tienen realidad en el aire; un gusto que sirve para comer el pan vivo que viene del cielo y da la vida al mundo; asimismo un olfato con tal capacidad de oler que Pablo dice que hay un «buen olor de Cristo para Dios» (2 Cor 2, 15), y un tacto por el que Juan dice que ha tocado con sus manos «lo referente al Verbo de la vida» (1 Jn 1, 1). Los bienaventurados profetas encontraron este sentido divino, y vieron y oyeron sobrenaturalmente, y gustaron y olieron de la misma manera, por así decirlo, con un sentido no sensible; y tocaron el Logos con la fe, de tal forma que salió de él un efluvio que les curó. Fue así como vieron lo que escribieron haber visto, y oyeron lo que dicen haber oído, y tuvieron otras experiencias del mismo género, que nos dejaron escritas, como cuando comieron el rollo del libro que les habían entregado (Ez 2,9 - 3,3). De esta manera Isaac «olió el olor de los vestidos» sobrenaturales de su hijo y añadió a la bendición sobrenatural: «He ahí que el olor de mi hijo es como el perfume de un campo exuberante bendecido por el Señor» (Gén 27, 27). De manera parecida, más espiritual que sensiblemente, Jesús tocó al leproso para limpiarlo, a mi parecer, por dos razones: para librarlo, no sólo como entienden muchos de la lepra sensible con el tacto sensible, sino también de la otra lepra, con un tacto verdaderamente divino 88.

El testimonio de vida cristiana está en imitar la mansedumbre de Cristo. 

Nuestro salvador y Señor Jesucristo callaba cuando se proferían contra él falsos testimonios, y no respondía a sus acusadores, pues tenía la persuasión de que toda su vida y las obras que había hecho entre los judíos eran más poderosas para refutar los falsos tastimonios que las palabras y que los discursos de defensa contra las acusaciones... Los que no tengan una particular penetración podrán quizás admirarse de que un hombre sometido a acusación y objeto de falsos testimonios, pudiendo defenderse y presentarse como libre de toda culpa con sólo explicar su vida digna y sus milagros obrados por el poder de Dios—con lo que hubiera dado al juez una oportunidad para que pudiera fácilmente absolverlo— no hiciera nada de esto, sino que con gran fortaleza de ánimo despreció a los acusadores y no les hizo caso alguno. Que el juez habría absuelto sin vacilar a Jesús si éste se hubiese defendido, está claro por lo que dice la Escritura... que «sabia que lo entregaban por envidia». Ahora bien, Jesús sigue siempre siendo objeto de falsos testimonios, y mientras exista el mal entre los hombres no deja de ser acusado, Y también ahora calla él ante todas estas cosas, y no quiere responder palabra. Su única defensa son sus discípulos auténticos, la vida de los cuales proclama a gritos que la realidad es distinta y tiene más fuerza que cualquier falso testimonio. Esto es lo que refuta y destruye las calumnias y las acusaciones... 89

La circuncisión espiritual.

Ahora, como hemos prometido, pasemos a examinar cómo ha de entenderse la circuncisión de la carne. Todo el mundo sabe que este miembro en el que se encuentra el prepucio sirve para la función natural del coito y de la generación. Así pues, el que no es intemperante en lo que se refiere a estos movimientos, ni traspasa los limites establecidos por la ley, ni tiene relaciones con otra mujer que no sea su legitima esposa. y aun con ésta lo hace sólo con vistas a la procreación y en los tiempos determinados y legitimos, éste hay que entender que está circuncidado en su carne. Pero el que se arroja a todo género de lascivia y continuamente anda en todo género de abrazos culpables y es arrastrado sin freno por cualquier torbellino de lujuria, éste no está circuncidado en su carne. Ahora bien, la Iglesia de Cristo, vigorizada por la gracia de aquel que por ella murió en la cruz, no sólo se contiene en lo que se refiere a los amores ilícitos y nefandos, sino aun en los licitos y permitidos, de suerte que, como virgen prometida a Cristo, florece con vírgenes castas y puras, en las cuales se ha realizado la verdadera circuncisión de la carne, y en su carne son fieles a la alianza de Dios que es una alianza eterna.

Nos queda hablar de la circuncisión del corazón. El que anda enardecido con deseos obscenos y bajas concupiscencias, y, para decirlo brevemente, «fornica en su corazón» (Mt 5, 28), éste tiene incircunciso el corazón. Pero también el que guarda en su corazón opiniones heréticas y elabora en él afirmaciones blasfemas contra la doctrina de Cristo, también éste tiene incircunciso el corazón. Al contrario, el que en lo intimo de su conciencia conserva limpia la fe, éste tiene el corazón circuncidado, y puede decirse de él: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5, 8). Y aún me atrevo a añadir a estas expresiones de los profetas otras semejantes. Porque así como hay que circuncidar los oídos, y los labios, y el corazón, y la carne, como hemos dicho, así tal vez es también necesario que circuncidemos nuestras manos y nuestros pies y nuestra vista y nuestro olfato y nuestro tacto. Porque, para que el varón de Dios sea en todo perfecto, ha de circuncidar todos sus miembros: ha de circuncidar sus manos de robos, rapacerias y crimines para ponerlas sólo en las obras de Dios. Ha de circuncidar sus pies, para que «no sean veloces para derramar sangre» (Sal 14, 3) ni «entren en complicidad con los malvados» (Sal 1, 1), sino que caminen sólo dentro de los mandamientos de Dios. Ha de circuncidar sus ojos, para que no apetezcan lo ajeno, ni miren a la mujer para desearla (Mt 5, 28): porque el que deja vagar su mirada lasciva y curiosamente hacia las formas femeninas, éste tiene sus ojos incircuncisos. El que cuando come y cuando bebe, «come y bebe a gloria de Dios» (1 Cor 10, 31), como dice el Apóstol, éste ha circuncidado su gusto; pero «aquel cuyo Dios es su vientre» (Flp 3, 19) y es esclavo de los placeres de la gula, éste diría yo que no ha circuncidado su gusto. El que capta «el buen olor de Cristo» (2 Cor 2, 15), y busca con obras de misericordia el «olor de suavidad» (Ex 29, 4), éste tiene el olfato circuncidado; pero el que se pasea «perfumado con perfumes exquisitos» (Am 6, 6) hay que declarar que tiene incircunciso el olfato. Todos los miembros, cuando se ocupan en cumplir los mandamientos de Dios, hay que decir que están circuncidados; pero cuando se derraman más allá de lo que la ley de Dios les ha prescrito, entonces hay que considerarlos como incircuncisos.

Esto es en mi opinión lo que quiso significar el Apóstol diciendo: «Así como mostrasteis vuestros miembros para servir a la iniquidad para el mal, así también ahora mostrad vuestros miembros para servir a la justicia para santificación» (Rm 6, 19). Porque, cuando nuestros miembros servían a la iniquidad, no estaban circuncidados, ni estaba en ellos la alianza de Dios; pero cuando comenzaron a servir «a la justicia para santificación», empezó a cumplirse en ellos la promesa hecha a Abraham. Entonces queda sellada en ellos la ley de Dios y su alianza. Éste es el auténtico «sello de la fe» (Gén 17, 11) que cierra el pacto de la alianza eterna entre Dios y el hombre. Ésta es la circuncisión que Josué dio al pueblo de Dios «con cuchillos de piedra» (Jos 5, 2). Porque, ¿cuál es el acuchillo de piedra», cuál es la espada con la que fue circuncidado el pueblo de Dios? Oye las palabras del Apóstol: «Viva es la palabra de Dios, y eficaz, y más afilada que espada alguna de dos filos, pues alcanza hasta la división del alma y del espíritu, de las articulaciones y la médula: ella separa las ideas y los sentimientos del corazón» (Heb 4, 12). ¿No te parece más elevada esta circuncisión en la que ha de ponerse la alianza de Dios? Compara, si quieres, esta nuestra circuncisión con vuestras fábulas judías y vuestras desagradables narraciones, y considera si está en vosotros o en lo que predica la Iglesia de Cristo la guarda de la circuncisión querida por Dios. Por lo menos tú mismo sentirás y comprenderás que esta circuncisión de la Iglesia es honesta, santa, digna de Dios, mientras que la vuestra es vergonzosa, repugnante, deforme, hasta el punto de que no se puede ni aun hablar de su naturaleza y su aspecto. «Llevarás sobre tu carne—dice Dios a Abraham—la circuncisión de mi alianza» (Gén 17, 13). Así pues, si nuestra vida fuere de tal manera perfecta y ordenada en todos nuestros miembros de suerte que todos nuestros movimientos sean según las leyes de Dios, entonces verdaderamente la «alianza de Dios estará sobre nuestra carne». Con esto hemos recorrido brevemente estos pasajes del Antiguo Testamento, con el ánimo de refutar a aquellos que ponen su confianza en la circuncisión de la carne, y con el de contribuir a la edificación de la Iglesia de Dios 90.

Las etapas del desierto y los grados de la vida espiritual.

Estas sucesivas acampadas en el desierto son las etapas por las que se lleva a término el viaje de la tierra al cielo. ¿Quién podrá ser hallado suficientemente capaz, suficientemente enterado de los secretos divinos, para poder describir las etapas de este viaje, de esta ascensión del alma, explicando los trabajos o los descansos que son propios de cada una de estas paradas? Si hay alguien que se atreva a explicar el sentido de cada una de las etapas y a sacar de la inteligencia de sus nombres las características de cada una de las acampadas, no sé si su espíritu será capaz de soportar el peso de tan grandes misterios, o si el de sus oyentes será capaz de comprenderlo... Por lo que a ti se refiere, si no quieres caer en el desierto, sino llegar al país que fue prometido a tus padres, no aceptes quedarte en parte alguna de esta tierra, no tengas nada en común con ella. Que el Señor sea tu único lote, y tú no caerás jamás. Se trata de la subida desde Egipto a la tierra de las promesas: las descripciones místicas que nos han sido hechas nos enseñan, como he dicho, la acensión del alma hasta el cielo y la resurrección de los muertos 91.

La esclavitud del temor y la libertad del amor.

Dos son, pues, los hijos de Abraham, «uno de la esclava y otro de la libre» (Gál 4, 22): ambos hijos de Abraham, pero sólo uno de la libre. Por ello, el que nace de la esclava no es hecho heredero al igual que el que nace de la libre, pero recibe su legado y no se le despide vacío: recibe la bendición, pero el hijo de la libre recibe la promesa. Aquél se convierte en un gran pueblo, pero éste en el pueblo escogido. Así pues, en sentido espiritual, todos los que por la fe llegan al conocimiento de Dios se pueden llamar hijos de Abraham: pero de ellos, unos se adhieren a Dios por la caridad, mientras que otros lo hacen por el miedo del juicio venidero. Por eso dice el apóstol Juan: «El que teme no es perfecto en la caridad: la perfecta caridad excluye el temor» (1 Jn 4, 18). Por tanto, «el que es perfecto en la caridad» es hijo de Abraham y de la libre; pero el que guarda los mandamientos, no en virtud de la caridad perfecta, sino por el miedo a la pena venidera y por el temor de los tormentos, es ciertamente hijo de Abraham y recibe su legado, es decir, la recompensa de su trabajo—porque es verdad que «el que da aunque sólo sea un vaso de agua fresca en nombre del discípulo no se quedará sin recompensa» (cf. Mt 10, 42)—, pero está por debajo de aquel que es perfecto en virtud, no del temor servil, sino de la libre caridad. Algo semejante declara el Apóstol cuando dice: «Mientras el heredero es un niño, en nada difiere del esclavo, aunque sea el señor de todo, sino que está bajo los tutores y procuradores hasta el momento predeterminado por su padre» (Gál 4, 1). Es pequeño el que se alimenta con leche y el que todavía no posee palabras de justicia (cf. Heb 5, 14) ni puede tomar el alimento sólido de la sabiduría divina y del conocimiento de la ley; el que no puede «distinguir las cosas espirituales con sentido espiritual» (1 Cor 2, 13); el que no puede decir todavía: «Cuando me hice hombre maduro abandoné las cosas de niño» (1 Cor 13, 11). Este tal, «en nada se distingue del esclavo». Pero si, «abandonando la doctrina rudimentaria sobre Cristo» (Heb 6, 1), llega al estado perfecto y «busca lo que es de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios, no lo de la tierra» (Col 3, 1) y «contempla no lo que se ve, sino lo que no se ve» (2 Cor 4, 18), y en las escrituras divinas sigue no «la letra que mata» sino «el espíritu que vivifica» (2 Cor 3, 6), será sin duda de los que «no reciben el espíritu de esclavitud en el temor, sino el espíritu de adopción con el que claman: Abba, Padre» (Rm 8, 15) 92.

Sobre el sacrificio de Isaac. ISAAC/SACRIFICIO

1. Prestad oído a esto, los que os habéis allegado a Dios, los que creéis que sois fieles, y considerad con especial diligencia cómo es probada la fe de los fieles según lo que acabamos de leer. «Sucedió, dice, que después de estas palabras puso a prueba Dios a Abraham diciéndole: Abraham, Abraham. Y él respondió: Heme aquí» (Gn/22/01-08/Origenes). Considera cada una de las cosas que dice la Escritura, porque en cada una de ellas, si uno sabe cavar hondo, encontrará un tesoro; y aun quizás allí donde no se pensaba se hallen ocultas preciosas joyas de misterios. Este varón se llamaba antes Abram, pero en ninguna parte leemos que Dios le llamara por este nombre, o que le dijera: Abram, Abram. En efecto, no podía ser llamado por Dios por este nombre que había de ser suprimido, sino que le llama por aquel nombre que él mismo le había dado; y no sólo le llama por este nombre, sino que lo repite dos veces. Y como respondiera: «Heme aquí», dícele Dios: «Toma a tu hijo amadísimo, al que amas, Isaac, y sacrifícamelo.» «Vete, le dice, a las tierras altas, y allí sacrifícalo en holocausto en uno de los montes que te mostraré.» El mismo Dios explicó por qué le había dado aquel nombre llamándole Abraham, porque «te he destinado para ser padre de muchas gentes» (Gén 17, 5). Esta promesa le había hecho Dios cuando sólo tenía por hijo a Ismael, pero le prometió que en el hijo que había de nacer de Sara se cumpliría esta promesa. Así pues, había inflamado Dios los sentimientos de Abraham en amor de su hijo, no sólo por su deseo de descendencia, sino también por la esperanza del cumplimiento de las promesas. Pero, precisamente a éste, en el que habían sido colocadas estas grandes y maravillosas promesas, a éste hijo, insisto, por el que se le habla dado el nombre de Abraham, se le manda que lo sacrifique al Señor en una montaña. ¿Qué respondes a eso, Abraham? ¿Qué pensamientos se agitan en tu corazón? Se te envía una voz de Dios para examinar y poner a prueba tu fe. ¿Qué dices? ¿Qué piensas? ¿Qué meditas? ¿Le vas dando vueltas en tu corazón, pensando que si la promesa te ha sido hecha en Isaac y ahora lo ofreces en holocausto, ya no queda sino dejar de esperar en la promesa? ¿O piensas más bien lo contrario, y afirmas que es imposible que mienta aquel que hizo la promesa, y que sea lo que sea de aquello la promesa se mantendrá firme?

Realmente, yo, que soy tan poca cosa, no puedo investigar los pensamientos de tan gran patriarca, ni puedo saber los pensamientos que suscitó en él la voz de Dios, ni los sentimientos que le infundió cuando, viniendo para ponerle a prueba, le mandó degollar a su único hijo. Pero, puesto que «el espíritu de los profetas está sometido a los profetas» (1 Cor 14, 32). el apóstol Pablo, habiéndolo conocido, según creo, por el Espíritu, nos indicó cuáles fueron los sentimientos y las razones de Abraham, cuando dice: «No vaciló Abraham en la fe al tener que sacrificar a su único hijo por el cual le había sido hecha la promesa, pues pensó que Dios tenía poder hasta para resucitarlo de entre los muertos» (Hb/11/17-19). Así pues, el Apóstol nos descubre los pensamientos de aquel varón creyente, a saber, que ya entonces comenzó a darse la fe en la resurrección de los muertos con referencia a Isaac. Según esto, Abraham esperaba que Isaac tenía que resucitar, y creía que tenía que suceder lo que todavía no había sucedido. ¿Cómo, pues, son «hijos de Abraham» los que no creen que ha sucedido con Cristo lo que aquél creyó que había de suceder con Isaac? Más aún, hablando con menos rodeos, sabía Abraham que en él se prefiguraba una imagen de la verdad futura; sabía que de su linaje había de nacer Cristo, el cual tenía que ser sacrificado como holocausto auténtico por todo el mundo, y tenía que resucitar de los muertos.

2. Pero por ahora, «ponía a prueba, dice, Dios a Abraham, diciéndole: Toma a tu hijo amadísiimo, al que amas». No bastaba con llamarle «hijo»: le añade «amadísimo». Con esto habría bastante: ¿por qué le añade todavía «al que amas»? Considera la fuerza de la prueba. Con estas denominaciones caras y dulces, repetidas una y otra vez, quiere suscitar sus sentimientos paternos, a fin de que teniendo el recuerdo del amor muy despierto, la diestra del padre se resistiese a la inmolación del hijo, y todo el ejército de la carne se pusiera en guerra contra la fe del espíritu. Dice, pues: «Toma a tu hijo amadísimo, al que amas, Isaac.» Pase, Señor, que recuerdes al padre que se trata del hijo; añades «amadísimo», tratándose de aquel que mandas degollar. Basta esto para tormento del padre; pero añadió todavía: «al que amas». Con esto ya se han triplicado los tormentos del padre. ¿Qué falta hacía traer todavía a la memoria el nombre de «Isaac»? ¿Acaso no sabía Abraham que aquel hijo suyo amadísimo, aquel a quien amaba, se llamaba Isaac? ¿Por qué se añade esto en este momento? Para que se acuerde Abraham de que le habías dicho: «Por Isaac se te suscitará descendencia, y por Isaac se te cumplirán las promesas» (Gén 21, 12). Se hace mención del nombre, a fin de que tenga entrada la desconfianza acerca de las promesas que se habían hecho por este nombre. Todo esto, porque ponía a prueba Dios a Abraham.

3. ¿Y qué más? «Vete, le dice, a un lugar alto, a uno de los montes que te mostraré, y allí me lo sacrificarás en holocausto» (Gn 22, 2). Considerad todos los detalles, para ver cómo se va haciendo más grande la prueba. «Vete a un lugar alto.» ¿Es que no podía ser llevado desde un principio Abraham con su hijo a aquel lugar alto, y no podía haber sido puesto desde un principio en el monte que hubiere elegido el Señor, declarándosele allí que sacrificase a su hijo? No: primero se le dice que ha de sacrificar a su hijo, y luego se le manda que vaya a un lugar alto y suba al monte. ¿Para qué? Para que mientras va andando, mientras hace el viaje, a lo largo de todo el camino vaya sintiendo el desgarrón de sus pensamientos, atormentado por un lado por el precepto que le oprime, y por otro por el amor de su único hijo que se rebela. Se le impone aquel camino y aquella subida al monte a fin de que con esto haya tiempo para la lucha entre el afecto y la fe, el amor de Dios y el amor de la carne, el gozo de lo presente y la esperanza de lo futuro. Se le envía, pues, a un lugar alto; y no le basta a aquel patriarca que tenía que llevar a cabo tan grande obra para el Señor un lugar alto, sino que se le manda subir a un monte, a saber, para que levantado por la fe deje abajo las cosas terrenas y se eleve a las de arriba.

4. «Levantóse, pues, Abraham, de madrugada, y preparó su asna, y cortó leña para el holocausto. Y tomó a su hijo Isaac y a dos esclavos, y al cabo de tres días llegó al lugar que Dios le señaló.» Levantóse Abraham de mañana, especificando «de madrugada» quizás para significar que la luz primera comenzaba a brillar en su corazón. Preparó su asna, arregló la leña, tomó al hijo. No anda en deliberaciones, no le da vueltas, no comunica sus pensamientos con hombre alguno, sino que sin más se pone en camino. «Y llegó, dice, al cabo de tres días al lugar que Dios le señaló.» Paso ahora por alto el misterio que se oculta en los «tres días»: sólo me fijo en la sabiduría y el plan del que le pone a prueba. ¿Es que no había en las cercanías alguna montaña, siendo así que todo ocurría en la región montañosa? Tres días se alarga el camino, y los cuidados repetidos de estos tres dias van atormentando las entrañas paternales: porque en todo este largo tiempo está el padre contemplando al hijo, come con él, cuélgase por las noches el hijo en el abrazo del padre, descansa en su pecho, duerme en su seno. Considera hasta qué punto se acumulan los elementos de la prueba. El tercer día es un día en que suelen ocurrir siempre misterios: al salir el pueblo de Egipto, ofrecen sacrificio a Dios al tercer día, y al tercer día se purifican; la resurrección del Señor tiene lugar al tercer dia, y muchos otros misterios se han realizado en este dia.

5. «Y tendiendo la vista Abraham, dice, vio de lejos el lugar y dijo a sus esclavos: sentaos aquí con el asna, y yo y mi hijo iremos hasta allí, y después de haber hecho adoración volveremos a vosotros.» Deja a los esclavos, porque los esclavos no podían subir con Abraham al lugar del holocausto que Dios le había señalado. «Vosotros, dice, sentaos aquí, y yo y mi hijo seguiremos; y después de haber hecho adoración volveremos a vosotros.» Dime, Abraham: ¿dices la verdad a los esclavos, al decir que harás adoración y volverás con el hijo, o los engañas? Si dices la verdad, es que no ofrecerás el holocausto. Si los engañas, el engaño no es cosa digna de tan gran patriarca. ¿Qué sentimientos revelas con esta manera de hablar? Digo la verdad, es tu respuesta, y al mismo tiempo voy a ofrecer a mi hijo en holocausto, pues por esto llevo la leña conmigo. Pero volveré con él a vosotros, pues tengo fe, y mi fe es «que Dios tiene poder aun para resucitarle de los muertos» (Heb 11, 19).

6. Luego, «tomó Abraham, dice, la leña para el holocausto, y la cargó sobre su hijo Isaac, y él tomó en sus manos el fuego y el cuchillo, y partieron los dos» (Gén 22, 6). Que Isaac lleve él mismo la leña para el holocausto es figura de Cristo, que «llevó él mismo la cruz» (Cf. Jn 19, 17). Pero llevar la leña del holocausto es oficio del sacerdote: por tanto, él es a la vez hostia y sacerdote. Cuando se añade «y partieron los dos juntos» se significa lo siguiente: Abraham, que tenía que hacer el sacrificio, llevaba el fuego y el cuchillo, e Isaac no va detrás de él, sino juntamente con él, para mostrar que con él desempeña un mismo sacerdocio. ¿Qué viene luego? «Dijo Isaac a Abraham su padre: Padre.» En momento oportuno profirió el hijo esta palabra de tentación. Porque, ¿cómo piensas que sacudiría con esta voz las entrañas paternas el hijo que iba a ser inmolado? Y aunque Abraham se mantenía inconmovible en su fe, le devolvió también una palabra de afecto contestando: «¿Qué quieres, hijo?» Dice aquél: «He aquí el fuego y la leña, pero ¿dónde está la oveja para el holocausto?» Responde Abraham: «Hijo, Dios mismo se proveerá una oveja para el holocausto.» A mí me conmueve esta respuesta de Abraham, tan llena de amor y de prudencia. Hubo de tener algo de visión espiritual, ya que al decir «Hijo, Dios mismo se proveerá una oveja para el holocausto» hablaba no de aquel momento, sino del futuro. Porque el mismo Señor se había de proveer una oveja para sí en Cristo, ya que «la sabiduría se edificó una morada para sí» (Prov 9, 1), y él mismo se humilló hasta la muerte (cf. Flp 2, 8), de suerte que todo lo que en la Escritura se refiere de Cristo verás que sucedió no por imposición, sino por propia voluntad.

7. «Siguieron, pues, los dos, y llegaron al lugar que le había indicado el Señor.» Moisés, cuando llegó al lugar que le mostró el Señor, recibe la intimación de no subir, sino que antes se le manda: «Desata la correa del calzado de tus pies» (Ex 3, 5). Pero a Abraham e Isaac no se les dice nada de esto, sino que suben sin quitarse el calzado. La razón de ello está quizá en que Moisés, aunque era «grande» (cf. Ex 11, 3), venía de Egipto, y llevaba adheridos a sus pies algunos vínculos de mortalidad. Pero Abraham e Isaac no tienen nada de esto, y se acercan al lugar: Abraham levanta un altar, pone sobre el altar la leña, ata al hijo y se dispone a degollarle. En esta Iglesia sois muchos los padres que escucháis esta narración: ¿acaso alguno de vosotros al oir narrar esta historia obtendrá tanta fortaleza y tanta valentía, que cuando tal vez pierda a su hijo por la muerte ordinaria que a todos ha de venir, aunque se trate de un hijo único, aunque se trate de un hijo preferido, se aplicará el ejemplo de Abraham poniendo ante sus ojos su grandeza de alma? Y aun a ti no se te exigirá tan gran fortaleza, hasta el punto de que tú mismo hayas de atar a tu hijo, tú mismo hayas de sujetarlo, tú mismo prepares el cuchillo, tú mismo degüelles a tu unigénito. Todos estos oficios a ti no se te pedirán; pero por lo menos mantente firme en tu propósito y en tu voluntad, y agarrado a la fe ofrece con alegría tu hijo a Dios. Sé tú el sacerdote del alma de tu hijo: ahora bien, no es digno que el sacerdote, al ofrecer un sacrificio a Dios, vaya con llanto. ¿Quieres ver cómo se te exige esto? Dice el Señor en el Evangelio: «Si fueseis hijos de Abraham, haríais también las obras de Abraham» (Jn 8, 39). Esta es la obra de Abraham. Haced las obras de Abraham, pero no con tristeza, porque «Dios ama al que ofrece el don con alegría» (2 Cor 9, 7). Pero si vosotros llegáis a tener esta presteza para con Dios, se os dirá también a vosotros: «Sube a la tierra alta y al monte que te mostraré, y sacrifícame allí a tu hijo.» No en las profundidades de la tierra, ni en el «valle de lágrimas» (cf. Sal 83, 7), sino en los montes altos y eminentes has de sacrificar a tu hijo. Da muestras de que tu fe en Dios es más fuerte que el afecto de la carne. Porque, dice, amaba Abraham a su hijo Isaac, pero puso el amor de Dios por delante del amor de la carne, y fue hallado, no en las entrañas de la carne, sino «en las entrañas de Cristo» (cf, Flp 1, 8), es decir, en las entrañas de la palabra de Dios, de su verdad y de su sabiduría.

8. «Y extendió, dice, Abraham su mano para coger el cuchillo y degollar a su hijo. Y le llamó un ángel del Señor desde el cielo, y le dijo: Abraham, Abraham. Y él dijo: Heme aquí. Y le dijo: No pongas tu mano sobre tu hijo, ni le hagas daño alguno, pues ahora he conocido que tú temes a Dios.» Sobre estas palabras se nos suele objetar que diga Dios que ahora conoce que Abraham le teme, como si antes no lo supiera. Lo sabía Dios y no lo ignoraba, ya que «él sabe todas las cosas antes de que sucedan». Esto se escribió por causa tuya, porque tú también creíste en Dios, pero si no cumples las «obras de la fe» (cf. 2 Tes 1, 11), si no estás dispuesto a obedecer en todos los mandamientos, aun los más difíciles, si no ofreces tu sacrificio mostrando que no prefieres a Dios ni tu padre, ni tu madre, ni tus hijos, no se te admitirá que temes a Dios, ni se dirá de ti: «Ahora he conocido que tú temes a Dios»... Por ejemplo, puedo estar resuelto al martirio, pero con esto no podrá decirme el ángel: «Ahora he conocido que tú temes a Dios.» La resolución de la mente sólo Dios la conoce. Pero si me llego a los tormentos, hago una buena confesión de fe, aguanto con fortaleza todo lo que me inflijan, entonces podrá decir el ángel como confirmando y corroborando mi actitud: Ahora he conocido que tú temes a Dios. Está bien, pues, que se le haya dicho esto a Abraham, y que se haya declarado que temía a Dios. ¿Por qué? Porque no perdonó a su propio hijo. Comparemos esto con lo que dice de Dios el Apóstol: «No perdonó a su propio hijo, sino que lo entregó por todos nosotros» (Rm 8, 37). Contempla cómo Dios entra en parangón con el hombre con grandiosa liberalidad: Abraham ofrece a Dios su hijo mortal, que no había de morir; Dios ofrece a la muerte por los hombres a su hijo inmortal. Ante esto, ¿qué diremos? ¿Qué le devolveremos al Señor a cambio de todo lo que nos ha dado? (Sal 105, 3). Dios Padre, por amor nuestro, no perdonó a su propio hijo. ¿Quién de vosotros podrá oir alguna vez la voz de Dios diciendo «Ahora he conocido que tú temes a Dios, porque no has perdonado a tu hijo», o a tu hija, o a tu esposa, o no has perdonado tu dinero, los honores del siglo y las ambiciones del mundo, sino que lo has despreciado todo y lo has tenido por estiércol para ganar a Cristo (cf. Flp 3` 8), lo has vendido todo dándolo a los pobres, y has seguido la Palabra de Dios? 93.

La confesión de Pedro.

«Simón Pedro contestó y dijo: Tú eres Cristo, el hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). Si nosotros proclamamos también con Pedro «Tú eres Cristo...», no porque esto nos sea revelado por la carne y la sangre, sino porque la luz que viene del Padre de los cielos ha iluminado nuestros corazones, entonces nos convertimos en «Pedro», y entonces podremos oir «Tú eres Pedro». Porque cada discípulo de Cristo es una piedra, toda vez que ha bebido de «aquella piedra espiritual» (1 Cor 10, 4). Sobre esta piedra está construido el designio de la Iglesia y la forma de vida que le corresponde. Porque el que es perfecto posee todas las cosas que proporcionan la plena felicidad en palabras, obras y pensamientos. Y en cada uno de ellos está la Iglesia construida por Dios 94.

La experiencia mística y su fugacidad

Acontece a menudo en todo este cántico una cosa que no puede comprenderla más que el que la haya experimentado. A menudo, Dios es testigo, he sentido que el Esposo se me acercaba y que estaba conmigo con la máxima intimidad posible: pero de repente se retiraba, y ya no podia encontrar más al que buscaba. Entonces, he aquí que de nuevo estoy ansiando por su venida, y algunas veces viene de nuevo: y habiéndoseme aparecido y teniéndole ya entre mis manos cogido, de nuevo se me escapa, y en cuanto se me ha escapado, de nuevo ándole yo buscando. Y esto lo hace a menudo, hasta que pueda cogerle y subir a él... 95.

El conocimiento de Dios es siempre perfectible.

El alma anda sin cesar buscando el Logos amado; y cuando lo ha encontrado, de nuevo siente otras dificultades y se pone a buscar: aunque ha contemplado aquello, ansia porque le sea revelado lo otro y cuando esto alcanza, desea que el Esposo pase a nuevas realidades 98.

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87. C. Cels. VIII, 21ss.
88. Ibid. I, 48
89. Ibid., Praef.
90. Hom. in Gen. Ill, 6.
91. Hom. in Num. XXVII, 4.
92. Hom. in Gen. VIl, 4.
93. Hom. in Gen. VIII.
94. Com in Mat. XlI, 10.
95. Com. in Cant. 7, 1.
96. Ibid. 5, 9.
97. De Princ. I, 3, 8.
98. C. Cels. V. 18s.