O R Í G E N E S

 

Cristo redentor.

De qué manera el Verbo encarnado nos lleva al conocimiento de Dios.

Si se nos pregunta cómo podemos llegar a conocer a Dios y cómo podemos ser salvados por él, contestaremos que el Logos de Dios es suficiente para esto; porque él se hace presente a los que le buscan o a los que le reciben cuando se manifiesta para dar a conocer y revelar al Padre que era invisible antes de su venida. ¿Quién, si no, podría salvar y conducir hasta el Dios supremo el alma de los hombres, fuera del Logos divino? El cual, «en el principio estaba en Dios» (Jn 1, 1); pero a causa de los que se habían adherido a la carne y eran como carne, «se hizo carne» (Jn 1, 14), para que pudiera ser recibido por los que no podían verle en cuanto era Logos, o en cuanto estaba en Dios, o en cuanto era Dios. Y así, siendo concebido en forma corporal y anunciado como carne, llama a si a los que son carne, para conseguir que ellos tomen primero la forma del Logos que se hizo carne, y después de esto pueda elevarlos hasta la visión de sí mismo tal como era antes de que se hiciera carne. Asi ayudados y ascendiendo a partir de esta iniciación según la carne, pueden decir: Aunque un tiempo hemos conocido a Cristo según la carne, ahora ya no le conocemos así» (2 Cor 5, 16). Asi pues, «se hizo carne», y al hacerse carne «puso su tienda entre nosotros» (Jn 1, 14): con lo cual no se quedó apartado de nosotros, sino que plantando su tienda entre nosotros y haciéndose presente en medio de nosotros no se quedó en su forma primera; pero nos hizo subir «al monte alto» (Mt 17, 1) del Logos, y nos mostró su propia forma gloriosa y el resplandor de sus vestidos: no sólo de los suyos, sino también de la ley espiritual, la cual es Moisés que se apareció glorioso juntamente con Jesús; nos mostró asimismo toda profecía, la cual no murió después de la encarnación. sino que fue asumida al cielo, de lo cual era símbolo Elías. El que ha contemplado estas cosas puede decir: «Hemos visto su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad» (Jn 1, 14)...

...En nuestra opinión, no sólo el Dios y Padre del universo es grande, sino que hizo participante de su propia grandeza al unigénito y primogénito de toda criatura, para que «siendo imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), conservase también en su grandeza la imagen del Padre; porque no era posible, por así decirlo, que una imagen del Dios invisible fuera bella y proporcionada si no era una imagen que expresara su grandeza.

Asimismo, en nuestra opinión, Dios, no siendo corporal, no es visible. Pero puede ser contemplado por los que son capaces de contemplar con el corazón, es decir, con la mente; aunque no con un corazón cualquiera, sino con un corazón puro. No le está permitido al corazón impuro ver a Dios, sino que el que ha de contemplar dignamente al que es puro, ha de ser él mismo puro. Hay que admitir que es difícil contemplar a Dios. Pero no sólo difícil que cualquiera le contemple a él, sino también a su unigénito. Porque es difícil de contemplar el Logos de Dios, como es difícil de contemplar la Sabiduría con la cual Dios hizo todas las cosas. Porque, ¿quién puede contemplar en cada uno de sus aspectos la Sabiduría por la que Dios hizo cada uno de los seres del universo? Asi pues, no porque fuera Dios difícil de conocer envió a su Hijo como más fácilmente conocible... 58.

La divinidad de Jesucristo.

Aquel a quien tenemos por Dios e Hijo de Dios y en quien creímos como tal desde un principio, él es el Logos mismo, y la Sabiduría misma, y la misma Verdad. Y afirmamos que su cuerpo mortal y el alma humana que había en él recibieron la máxima elevación no sólo por vía de comunicación, sino por unidad y fusión, y así, teniendo parte en su divinidad se convirtieron en Dios. Y si alguno se escandaliza de que digamos esto aun en lo que se refiere a su cuerpo, que tenga en cuenta lo que dicen los griegos acerca de la materia, que propiamente hablando no tiene cualidades, pero que se reviste de aquellas cualidades de que el creador quiere dotarla, de suerte que muchas veces es despojada de las que tenía para recibir otras distintas y mejores. Si esto tiene sentido, ¿por qué ha de maravillarnos que la condición mortal que tenia el cuerpo de Jesús, por la providencia de Dios que así lo quiso, se convirtiera en una condición etérea y divina? 59

Sentido de la encarnación del Verbo.

El que bajó a los hombres se hallaba originariamente «en la forma de Dios» (Flp 2, 7) y por amor a los hombres «se vació a si mismo», para que pudiera ser recibido por los hombres. Pero en manera alguna cambió de algo bueno en algo malo, ya que «no cometió pecado» (1 Pe 2, 22); ni cambió de algo bello en algo vergonzoso, ya que no conoció el pecado (2 Cor 5, 21), ni pasó de la felicidad al infortunio, pues aunque «se humilló a sí mismo» (Flp 2, 8) no por ello dejó de ser feliz, por más que se humillara cuanto era conveniente para bien de nuestro linaje. No hubo en él cambio alguno de mejor en peor, pues ¿cómo podría ser mala la bondad y el amor a los hombres? De lo.contrario tendríamos que decir que el médico, que ve cosas terribles y toca cosas repugnantes para curar a los enfermos, se convierte de bueno en malo, de laudable en vituperable, de objeto de felicidad en infortunio; y aun el médico, que ve cosas terribles y toca cosas repugnantes, no está él mismo absolutamente libre de poder caer en estas mismas cosas. Pero el que cura las heridas de nuestra alma (cf. Lc 10, 34) por estar en él el Verbo de Dios (cf. Jn 1, 1) es en sí mismo incapaz de recibir ningún género de malicia. Y si el Verbo inmortal de Dios, al tomar un cuerpo mortal y una alma humana parece que sufre cambio y deformación, entiéndase que el Verbo permanece Verbo en su esencia, y no es en nada afectado por lo que afecta al cuerpo o al alma. Pero hay momentos en que se abaja hasta un nivel en que no puede contemplar la luminosidad y el res plandor de su divinidad, y se hace como si fuera carne y recibe denominaciones corporales; hasta que el que lo ha recibido en esta forma, va siendo elevado por el mismo Verbo poco a poco hasta ser capaz de contemplar, por así decirlo, su forma suprema.

Se dan, como distintas formas del Verbo; pues el Verbo se manifiesta a cada uno de los que son conducidos hasta su conocimiento de manera proporcionada a la disposición del individuo, ya sea principiante, o haya hecho algún pequeño progreso, o un progreso mayor, o ya se halle cerca de la virtud o en posesión de la misma. Por esto no es verdad lo que pretenden Celso y otros que se le parecen, que nuestro Dios cambió de forma cuando subió al monte elevado (Mt 17, 2; Mc 9, 2), mostrando otra forma de sí mismo muy superior a la que podían ver los que se quedaron abajo y no pudieron seguirle hasta la cumbre. Los de abajo no tenían ojos capaces de contemplar la transformación del Verbo en la gloria de la divinidad, sino que con dificultad llegaban a admitirlo tal como era, hasta el punto de que los que no podían ver su realidad superior podían decir de él: «Le hemos visto, y no tenía forma, ni belleza, sino que su forma era deshonrosa, más pobre que la de los hijos de los hombres» (Is 53, 2) 60.

La Encarnación como misterio. ENC/MIS-INCOMPRENSIBLE

Después de considerar tales y tan grandes cosas sobre la naturaleza del Hijo de Dios, quedamos estupefactos de extrema admiración al ver que esta naturaleza, la más excelsa de todas, se «anonada» y de su situación de majestad pasa a ser hombre y a conversar con los hombres, como lo atestigua «la gracia derramada de sus labios» (cf. Sal 44, 3), como lo proclama el testimonio del Padre celestial y como se confirma por las diversas señales y prodigios obrados por él. Y aun antes de hacerse presente corporalmente, envió a los profetas como precursores y heraldos de su venida; y después de su ascensión a los cielos hizo que los santos apóstoles, hombres sacados de entre los publicanos y los pescadores, sin ciencia ni experiencia, pero llenos de la potencia de su divinidad, recorrieran todo el orbe de la tierra, para congregar de todas las razas y naciones un pueblo de fieles que creyeran en él.

Pero de todos sus maravillosos milagros, el que más sobrepasa la capacidad de admiración de la mente humana, de suerte que la débil inteligencia mortal no puede ni sentirlo ni comprenderlo, es que hayamos de creer que aquella tan gran potencia de la divina majestad, aquel mismo Verbo del Padre y la misma Sabiduría de Dios por la que fueron creadas todas las cosas visibles e invisibles (cf. Col 1, 16), quedase circunscrita en los límites de aquel hombre que apareció en Judea; más aún, que la Sabiduría de Dios se metiera en el vientre de una mujer, y naciera párvulo, y diese vagidos como los niños que lloran; finalmente hasta se dice que en la muerte se turbó, y él mismo lo proclama diciendo: «Triste está mi alma hasta la muerte» (Mt 26, 32); y para colmo, que fuera llevado al género de muerte que los hombres consideran más afrentoso, aunque luego resucitara al tercer dia.

Al ver pues en él ciertas cosas tan humanas que parece que no le distinguen de la común debilidad de los mortales, y ciertas cosas tan divinas que no pueden convenir sino a la suma e inefable naturaleza de la divinidad, el entendimiento humano se queda lleno de angustia y estupefacto con tanta perplejidad que no sabe adónde ha de mirar, qué ha de creer o en qué haya de resolverse. Si lo intuye Dios, lo ve mortal, si lo considera hombre, observa cómo vence al imperio de la muerte y retorna de entre los muertos con su botín. Por esto se le ha de contemplar con todo temor y reverencia, de suerte que se muestre en el mismo individuo la realidad de la doble naturaleza, y ni se conciba nada indigno e inconveniente en aquella divina e inexpresable sustancia, ni tampoco se juzguen los hechos históricos como juego de imágenes engañosas. El hacer comprensibles estas cosas al oído humano y el explicarlas con palabras es cosa que excede con mucho las fuerzas de nuestro esfuerzo, nuestra capacidad y nuestro lenguaje. Pienso incluso que aun sobrepasa las posibilidades de los mismos santos apóstoles, y aun quizás la explicación de este misterio está por encima de todos los poderes celestiales creados 61.

La unión de naturalezas en Cristo.

El alma de Cristo hace como de vínculo de unión entre Dios y la carne, ya que no seria posible que la naturaleza divina se mezclara directamente con la carne: y entonces surge el «Dios-hombre». El alma es como una sustancia intermedia, pues no es contra su naturaleza el asumir un cuerpo, y, por otra parte, siendo una sustancia racional, tampoco es contra su naturaleza el recibir a Dios al que ya tendía toda ella como al Verbo, a la Sabiduría y a la Verdad. Y entonces, con toda razón, estando toda ella en el Hijo de Dios, y conteniendo en sí todo el Hijo de Dios, ella misma, juntamente con la carne que había tomado, se llama Hijo de Dios, y Poder de Dios, Cristo y Sabiduría de Dios; y a su vez, el Hijo de Dios «por el que fueron hechas todas las cosas» (cf. Col 1, 16), se llama Jesucristo e Hijo del hombre. Entonces, se dice que el Hijo de Dios murió, a saber, con respecto a aquella naturaleza que podía padecer la muerte, y se proclama que el Hijo del hombre «vendrá en la gloria de Dios Padre juntamente con los santos ángeles» (Mt 16, 27). De esta forma, en toda la Escritura divina se atribuyen a la divina naturaleza apelaciones humanas, y la naturaleza humana recibe el honor de las apelaciones divinas. Porque aquello que está escrito «Serán dos en una sola carne, y ya no serán dos, sino una única carne» (cf. Gén 2, 24) puede aplicarse a esta unión con más propiedad que a ninguna otra, ya que hay que creer que el Verbo de Dios forma con la carne una unidad más íntima que la que hay entre el marido y la mujer 32.

Para explicar mejor esta unión, puede ser conveniente recurrir a una comparación, aunque en realidad, en una cuestión tan difícil, no hay ninguna comparación adecuada... El hierro puede estar frío o candente, de suerte que si una masa de hierro es puesta al fuego es capaz de recibir el ardor de éste en todos sus poros y venas, convirtiéndose el hierro totalmente en fuego siempre que no se saque de él. ¿Podremos decir que aquella masa, que por naturaleza era hierro, mientras esté en el fuego que arde sin cesar, es algo que puede ser frío? Más bien diremos... que el hierro se ha convertido totalmente en fuego, ya que no podemos observar en ella nada más que fuego. De la misma manera aquel alma (de Jesús) que está incesantemente en el Logos, en la Sabiduría y en Dios de la misma manera como el hierro está en el fuego, es Dios en todo lo que hace, siente o conoce 63.

No se puede dudar de que el alma de Jesús era de naturaleza semejante a la de las demás almas... Pero mientras que todas las almas tienen la facultad de poder escoger el bien o el mal, el alma de Cristo había optado por el amor de la justicia de suerte que, debido a la infinitud de su amor por ella, se adhería a la justicia sin posibilidad alguna de mutación o separación... De esta forma, lo que era efecto de su libre opción se había hecho en él una «segunda naturaleza». Hemos de creer, pues, que había en Cristo una alma racional humana, pero hemos de concebirla en tal forma que era para ella imposible todo pecado 64.

Sentido simbólico de la muerte de Jesús.

Queremos mostrar que no hubiera sido mejor para el sentido total de la encarnación el que Jesús hubiese desaparecido en seguida corporalmente de la cruz. Las cosas que según está escrito acontecieron a Jesús, no pueden ser comprendidas en toda su verdad por el solo sentido literal e histórico. Cada una de ellas, para los que leen la Escritura con mayor penetración, se manifiesta como símbolo de una realidad ulterior. Así por ejemplo, su crucifixión encierra la verdad que es manifestada por las palabras «estoy crucificado con Cristo» (Gál 2, 19), y la que se indica en las palabras «lejos de mí el gloriarme si no es en la cruz de mi Señor Jesucristo, por el cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6, 14). Su muerte fue necesaria porque «el que murió, murió al pecado de una vez» (Ro». 6, 10); porque el justo dice que está «reducido a la misma forma que la de su muerte» (Flp 3, 10), y porque «si morimos con él, resucitaremos con él» (2 Tim 2, 11). De esta suerte, su misma sepultura es un precedente para los que están reducidos a la forma de su muerte, y para los que han sido crucificados y han muerto con él, como lo dijo Pablo con las palabras «hemos sido sepultados con él por el bautismo» (Ro». 6, 4) y con él hemos resucitado 65.

La redención.

Cristo es «rescate para muchos» (Mt 20, 28). ¿A quién se pagó este rescate? Ciertamente no a Dios. Tal vez se hubiera pagado al demonio. Porque éste tenía poder sobre nosotros hasta que le fue dado el rescate en favor nuestro, a saber la vida de Jesús. Y en esto quedó el demonio engañado, pues creía que podría retener el alma de Jesús en su poder, sin darse cuenta de que él no tenía poder suficiente para ello. O también, la muerte creyó que podría retenerle en su poder; pero en realidad no tuvo poder sobre aquél que se hizo libre de entre los muertos, y más poderoso que todo el poder de la muerte, tan poderoso que todos los que quieran seguirle en esto, pueden hacerlo por más que sean atrapados por la muerte, puesto que ahora la muerte ya no tiene poder sobre ellos. Porque, en efecto, nadie que está en Jesus puede ser arrebatado por la muerte 66.

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58, C. Cels. VI, 68-69.
59. Ibid. III, 41.
60. Ibid. IV, 15-16.
61. De Princ. Il, 6, 1.
62. Ibid. I, 2, 1.
63. Ibid. Il, 6, 6.
64. Ibid. Il, 6, 5.
65. C. Cels. Il, 69.
66. Com. in Mat. XVI, 8