IRENEO DE LYON

 

III. Cristo, manifestación del Padre y salvación de los hombres.

La generación del Hijo es estrictamente inefable.

Si alguno nos dijere: ¿Cómo, pues, fue producido el Hijo por el Padre?, le diremos que esta producción, o generación, o pronunciación o eclosión, o cualquiera que sea el nombre con que se quiera llamar a esta generación, que en realidad es inenarrable, no la entiende nadie... sino solamente el Padre que engendró, y el Hijo que fue engendrado. Y supuesto que esta generación es inenarrable, todos los que se afanan por narrar generaciones y producciones no están en su sano juicio, pues prometen explicar lo que es inexplicable. Que la palabra se emite a partir del pensamiento y de la inteligencia, esto evidentemente lo saben todos los hombres. Por tanto, no han logrado un gran hallazgo los que excogitaron como explicación una emisión de esta naturaleza; ni revelaron ningún misterio secreto si no hicieron más que aplicar a la Palabra unigénita de Dios lo que todos comprenden de toda palabra, aunque quieran declarar la producción y generación del primer engendrado como si ellos hubieran ayudado a dar a luz al que llaman inenarrable e innominable, sólo porque lo asimilan a la emisión de la palabra humana 17.

Nada absolutamente de lo que ha sido creado y está bajo el dominio de Dios puede compararse con el Verbo de Dios, por quien todo ha sido hecho (Jn 1, 3), que es nuestro Señor Jesucristo. En efecto, los ángeles y los arcángeles y los tronos y las dominaciones han sido creados por el Dios que está por encima de todos y, como indica Juan, han sido hechos por medio del Verbo. Efectivamente, después de decir del Verbo que «estaba en el Padre», añadió: «Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él nada se hizo» (Jn 1, 3). Asimismo, David, al proclamar su alabanza, enumera en particular cada una de las creaturas que hemos mencionado, y los cielos y todas las potestades, añadiendo: «Porque él lo ordenó, y fueron creadas: lo dijo, y fueron hechas» (Sal 148, 5; 32, 9). ¿A quién lo ordenó? —A su Verbo—. «Por él, —dice—fueron afirmados los cielos: por el aliento de su boca todo el poder de ellos» (Sal 32, 6). Y que todas las cosas las hizo libremente y como quiso, lo dice también David: «Nuestro Dios arriba en los cielos y en la tierra: él hizo todo lo que quiso» (Sal 113, 11). Ahora bien, lo que ha sido creado es distinto del Creador, y lo que ha sido hecho es distinto del que lo hizo. El Creador no ha sido hecho, ni tiene principio, ni fin, ni necesita de nada, sino que se basta a si mismo y aún confiere a los demás seres que sean lo que son. Lo que fue creado por él tuvo un comienzo; y todo lo que tuvo comienzo puede tener destrucción, y no es independiente, sino que depende del que lo hizo.

Así pues, es absolutamente necesario, aun para aquellos que sólo tienen una limitada comprensión de tales distinciones, que usemos palabras diferentes, de suerte que el que todo lo hizo juntamente con su Verbo, con toda propiedad sea el único que se llama «Dios» y «Señor», mientras que las cosas creadas no pueden participar de este nombre, ni deben legítimamente apropiarse esta denominación, que es propia del Creador18.

El Verbo nos revela al Padre.

Nadie puede conocer al Padre sin el Verbo de Dios, es decir, sin que el Hijo se lo revele; y nadie puede conocer al Hijo sin el beneplácito del Padre. Pero el Hijo cumple el beneplácito, ya que el Padre lo envía, y el Hijo es enviado y viene. Y el Padre, aunque para nosotros es invisible e inexpresable, es conocido por su propio Verbo; y aunque es inexplicable, el Verbo nos lo explica para nosotros (cf. Jn 1, 18). Recíprocamente, el Verbo sólo es conocido de su Padre. Esta es la doble verdad que nos manifestó el Señor. Por esta razón, el Hijo, con su manifestación, revela el conocimiento del Padre, ya que la manifestación del Hijo es conocimiento del Padre, puesto que todas las cosas son manifestadas por el Verbo. Y para que supiéramos que el Hijo venido a nosotros es el que da el conocimiento del Padre a los que creen en él, decía a los discípulos: «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, ni al Hijo sino el Padre, y aquellos a quienes el Hijo lo revelare» (Mt 11, 27). Con esto nos enseñaba lo que él mismo es y lo que es el Padre, a fin de que no admitiéramos a otro Padre fuera de aquel que se revela en el Hijo 19.

No hay más que un solo Dios, quien con su Verbo y su Sabiduría ha creado y adornado todas las cosas. Él es el Creador, que ha destinado este mundo para el género humano. En su grandeza es desconocido de todas sus creaturas, ya que nadie ha penetrado su sublimidad ni entre los antiguos ni entre los contemporáneos; sin embargo, en lo que se refiere a su amor es conocido en todo tiempo gracias a aquel por quien creó todas las cosas, es decir, su Verbo, nuestro Señor Jesucristo, el cual, en los últimos tiempos se ha hecho hombre entre los hombres en orden a unir el fin con el principio, esto es, el hombre con Dios. Por esta razón, los profetas, que recibieron el don de la profecía del mismo Verbo, predicaron su venida según la carne, mediante la cual se hizo la mezcla y comunicación de Dios y del hombre, según el beneplácito del Padre.

Ya desde el comienzo había preanunciado el Verbo de Dios que Dios sería visto de los hombres y viviría y conversaría con ellos sobre la tierra, haciéndose presente en la obra de sus manos para salvarla y hacerse asequible a ella, «liberándonos de las manos de todos los que nos odian» (Lc 1, 71), es decir de todo espíritu de transgresión, haciendo «que le sirvamos en santidad y justicia todos los días de nuestra vida» (Lc 1, 74-75), a fin de que el hombre, entrelazado con el Espíritu de Dios, alcance la gloria del Padre.

Esto anunciaban los profetas de manera profética, lo cual no es decir, como pretenden algunos, que siendo el Padre de todas las cosas invisible, era otro el que era visto por los profetas. Esto dicen los que no saben absolutamente nada de lo que es una profecía. Porque una profecía es una predicción de las cosas futuras, esto es, una anunciación anticipada de lo que luego será. Ahora bien, anunciaban de antemano los profetas que Dios sería visto de los hombres, así como también dice el Señor: Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios.» Sin embargo, en su propia grandeza y en su gloria inenarrable, «nadie que vea a Dios, vivirá» (Ex 33, 20), ya que el Padre es incomprensible. Pero en su amor, en su bondad para con los hombres y en su omnipotencia, concede esto a los que le aman, es decir, que vean a Dios: esto es lo que anunciaban los profetas, porque «lo que es imposible a los hombres es posible para Dios» (Lc 18, 27). Porque el hombre por si mismo no verá a Dios; pero si Dios quiere, puede hacerse visible a los hombres, a los que quiera, cuando quiera y como quiera. Dios lo puede todo: y así fue visto entonces proféticamente por medio del Espíritu, y ha sido visto según la adopción por medio del Hijo, y será visto según su paternidad en el reino de los cielos, ya que el Espíritu prepara al hombre para hacerlo hijo de Dios, y el Hijo lo lleva al Padre, y el Padre le da la incorrupción y la vida eterna, cosas todas que resultan a cada uno del hecho de ver a Dios. Porque así como los que ven la luz están dentro de la luz, y participan de su resplandor, así los que ven a Dios están dentro de Dios y participan de su resplandor. El resplandor de Dios da la vida: por tanto los que ven a Dios participan de la vida. Por esta razón, el que es inasequible e incomprensible e invisible, se presenta a los hombres como visible y comprensible y asequible, para dar la vida a los que lo captan y lo ven. Y así como su grandeza es inalcanzable, así también su bondad es inenarrable, y por ella se deja ver y da la vida a los que le ven. En efecto, es imposible vivir sin la vida, y no hay vida sin la participación de Dios, y la participación de Dios es ver a Dios y gozar de su bondad...

Así pues, desde los comienzos es el Hijo el revelador del Padre, ya que desde el principio está con el Padre. Las visiones proféticas, la distribución de los carismas y ministerios y la gloria del Padre, todo lo ha ido manifestando al género humano en tiempo oportuno para su utilidad, de manera armoniosa y concertada: porque donde hay concierto hay consonancia, y donde hay consonancia hay oportunidad, y donde hay oportunidad hay utilidad. Por esto el Verbo se constituyó en dispensador de la gracia del Padre para utilidad de los hombres, en favor de los cuales obró tantos designios: manifestó a Dios a los hombres, y presentó los hombres ante Dios, guardando la invisibilidad del Padre, para que el hombre no llegara a menospreciar a Dios, sino que pudiera progresar hacia él indefinidamente, y al mismo tiempo haciendo a Dios visible a los hombres mediante muchas disposiciones, a fin de que el hombre, privado totalmente de Dios, no dejara de existir. Porque gloria de Dios es el hombre vivo, y vida del hombre es la visión de Dios. Y si la manifestación de Dios que consiste en la creación da la vida a todos los vivientes de la tierra, mucho más la manifestación del Padre que se hace por el Verbo da la vida a los que ven a Dios 20.

Cómo el Verbo cumple los designios de Dios sobre el hombre.

No había manera de que llegáramos a conocer las cosas de Dios, si nuestro Maestro, el Verbo, no se hubiera hecho hombre. Porque nadie más podía explicarnos las cosas del Padre fuera de su propio Verbo. En efecto, fuera de él, «¿quién conoció la mente del Señor?; ¿quién llegó a ser su consejero?» (Ro». 11, 34). Por otra parte, nosotros no podíamos aprender de otra manera si no es viendo con los ojos a nuestro Maestro, y oyendo con nuestros oídos su voz: de esta forma, haciéndonos imitadores de sus obras y cumplidores de sus palabras, podíamos llegar a tener comunión con él. Los que acabábamos de ser hechos, fuimos creciendo, recibiendo incremento de aquel que es perfecto y que existe desde antes de la creación, el único que es bueno y óptimo, el que tiene el don de la incorruptibilidad, a cuya imagen habíamos sido hechos. Habíamos sido predestinados para ser, según la presciencia del Padre, lo que todavía no éramos: pues éramos un comienzo de lo que tenía que ser, para recibir el incremento en los tiempos preestablecidos por el ministerio del Verbo, el cual es perfecto en todo. Y, efectivamente, siendo poderoso como Verbo, y siendo hombre verdadero, con su sangre nos redimió de una manera congrua, dándose a sí mismo como rescate por aquellos que habían sido reducidos a cautividad. Y puesto que el Espíritu de rebelión nos tenía sometidos injustamente—ya que perteneciendo por naturaleza a Dios omnipotente nos había alienado contra nuestra naturaleza y nos había hecho sus seguidores—el Verbo de Dios, que tiene todo poder y no puede fallar en su justicia, justamente se volvió contra el mismo Espíritu de rebelión, rescatando de su poderío lo que era suyo, y esto no de manera violenta—como en un principio el Espíritu de rebelión nos había sometido al arrebatar con su hombre insaciable lo que no era suyo—sino por persuasión, como convenía que Dios, que es persuasivo y no violento, tomase lo que quisiese. De esta suerte, ni la justicia quedaba conculcada, ni lo que Dios había originariamente creado quedaba destruido 21.

113 Cristo, vencedor de la antigua serpiente, según la promesa.

Recapitulando todas las cosas, Cristo fue constituido cabeza: declaró la guerra a nuestro enemigo, y destruyó al que en el comienzo nos había hecho prisioneros en Adán, aplastando su cabeza, como está en el Génesis que Dios dijo a la serpiente: opondrá enemistad entre ti y la mujer, y entre tu descendencia y la suya: él acechará a tu cabeza, y tú acecharás a su calcañar» (Gén 3, 15). Estaba predicho, pues, que aquel que tenía que nacer de una mujer virgen y de naturaleza semejante a la de Adán, tenia que acechar a la cabeza de la serpiente. Esta es la descendencia de la que habla el Apóstol en la epístola a los Gálatas: «La ley de las obras fue puesta hasta que viniera la descendencia al que había recibido la promesa» (Gál 3, 19). Y todavía lo declara más abiertamente en la misma carta cuando dice: «Cuando llegó la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo, hecho de mujer» (Gál 4, 4). El enemigo no hubiese sido vencido de una manera adecuada si no hubiese sido hombre nacido de mujer el que le venció. Porque en aquel comienzo el enemigo esclavizó al hombre valiéndose de la mujer, poniéndose en situación de enemistad con el hombre. Y por esto el Señor se confiesa a sí mismo Hijo del hombre, recapitulando así en sí mismo aquel hombre original del cual había sido modelada la mujer. De esta suerte, así como por un hombre vencido se propagó la muerte en nuestro linaje, así también por un hombre vencedor podamos levantarnos a la vida. Y así como la muerte obtuvo la victoria contra nosotros por culpa de un hombre, así también nosotros obtengamos la victoria contra la muerte gracias a un hombre.

Por otra parte, el Señor no habría podido recapitular en sí mismo la antigua y original hostilidad contra la serpiente, cumpliendo así la promesa del Creador, si hubiese procedido de otro Padre. Pero es uno mismo e idéntico el que nos formó en un principio y el que envió a su Hijo al fin de los tiempos: y el Señor no ha hecho sino cumplir su mandato, tomando carne de mujer, destruyendo a nuestro Enemigo y rehaciendo al hombre a imagen y semejanza de Dios... 22

El Verbo, haciéndose hombre verdadero, liberó a los hombres.

Nuestro Señor es el único maestro verdadero, Hijo de Dios verdaderamente bueno y paciente, Verbo de Dios Padre que se hizo Hijo del hombre. Porque, efectivamente luchó y venció, ya que era un hombre que luchaba por sus padres, pagando con su obediencia la desobediencia. Él encadenó al que era fuerte y libertó a los débiles y dio la salvación a la obra de sus manos, destruyendo el pecado. Porque el Señor es bondadosísimo y misericordioso, y ama al género humano, y así, como hemos dicho, ha realizado la unión del hombre con Dios. Porque si no hubiera sido hombre el que venció al enemigo del hombre, la derrota del enemigo no habría sido justa; y, por otra parte, si no hubiese sido Dios el que nos daba el don de la salvación, no poseeríamos ésta de manera segura. Además, si no hubiese sido unido el hombre con Dios, no habría podido participar de la incorruptibilidad. Así pues, convenía que el mediador entre Dios y los hombres por su parentesco propio con una y otra parte redujese a entrambos a la amistad y concordia, recomendando los hombres a Dios y dando a conocer Dios a los hombres.

¿Cómo podríamos ser hijos de adopción por participación si no hubiésemos recibido por medio del Hijo la comunión que éste tiene con Dios, es decir, si el Verbo no la hubiese comunicado con nosotros haciéndose carne? Por esta razón, atravesó todas las edades, restituyéndolas todas a la comunión con Dios. Por consiguiente, los que dicen que sólo se manifestó aparentemente, y que no nació en la carne ni fue verdaderamente hombre, se encuentran todavía bajo la condenación antigua, y ofrecen argumentos en favor del pasado. Según ellos, no ha sido todavía vencida la muerte que «reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no pecaron a imitación de la transgresión de Adán» (Rm 5, 14). Cuando vino la ley, dada por medio de Moisés, dio testimonio acerca del pecado, declarando que era transgresor (cf. Rom 7, 13), retirando su imperio y descubriendo que no era rey, sino ladrón y declarándolo homicida. Pero la ley puso una carga sobre el hombre, que tenía en sí el pecado, mostrándole que era reo de muerte. Porque la ley, aun siendo espiritual, se limitó a poner de manifiesto el pecado, pero no lo destruyó, porque el dominio del pecado no era sobre el Espíritu, sino sobre el hombre. Era preciso, por tanto, que el que tenía que dar muerte al pecado y rescatar al hombre de su pena de muerte, se hiciera precisamente lo que éste era, es decir, hombre, reducido a esclavitud por el pecado y cautivo de la muerte. Así el pecado recibiría muerte de mano de un hombre, y el hombre escaparía a la muerte. Así como por la desobediencia de un hombre, modelado el primero de la tierra virgen, muchos fueron hechos pecadores y perdieron la vida, así fue preciso que por la obediencia de un hombre, que nació el primero de una virgen, muchos han sido justificados y han alcanzado la salvación.

Así pues, el Verbo de Dios se hizo hombre, como dice Moisés: «Dios: sus obras son verdaderas» (Dt 32, 4). Si hubiese aparecido como carne sin haberse hecho carne, no sería su obra verdadera. Lo que aparecía, eso era: Dios que recapitulaba en si el hombre que él mismo había originariamente modelado, a fin de dar muerte al pecado, aniquilar la muerte y vivificar al hombre. Es así como «sus obras son verdaderas».

Por el contrario, los que dicen que es un puro hombre, engendrado por José, permanecen en la esclavitud de la desobediencia original, y en ella mueren. Todavía no han entrado en comunión con el Verbo de Dios Padre, ni han recibido la libertad por medio del Hijo, como dice él mismo: «Si el Hijo os ha emancipado, verdaderamente sois libres» (Jn 8, 36). Por no reconocer al Emmanuel nacido de la Virgen, se encuentran privados de su don, que es la vida eterna. Al no recibir al Verbo de la incorruptibilidad, permanecen en su carne mortal y en deuda con la muerte, sin apropiarse el antídoto de la vida. A ellos se dirige el Verbo, explicando el don de su gracia: «Yo dije: sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo; en cambio vosotros, siendo hombres, moriréis» (Sal 81, 6-7). Esto último se refiere a los que no aceptan el don de la adopción, sino que al contrario, desprecian la encarnación y la casta generación del Verbo de Dios, robando así al hombre de aquella ascensión hasta el Señor y mostrándose ingratos para con el Verbo de Dios que por ellos se encarnó. Porque esta es la razón por la que el Verbo de Dios se hizo hombre, y el Hijo de Dios Hijo del hombre: para que el hombre, recibiendo en sí al Verbo y adquiriendo la filiación, se hiciese hijo de Dios.

No podíamos adquirir la incorrupción y la inmortalidad de otra forma que uniéndonos a la incorrupción y a la inmortalidad. Y, ¿cómo podíamos unirnos a la incorrupción y a la inmortalidad, si antes la incorrupción y la inmortalidad no se hacia lo que nosotros somos, de suerte que «lo corruptible fuera absorbido por la incorrupción, y lo mortal por la inmortalidad... a fin de que recibiéramos la adopción de hijos?» (cf. 1 Cor 15, 53-54; Rom 8, 15).

En vista de esto, «¿quién explicará su generación?» (Is 53, 8). «Siendo hombre, ¿quién le reconocerá?» (Jer 17, 9). Le reconoce aquél, «a quien lo reveló el Padre que está en los cielos» (Mt 16, 17) haciéndole entender que aquel que nació Hijo del hombre, «no por la voluntad de la carne ni por la voluntad de varón» (Jn 1, 13), ése es Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 13)28.

El Verbo eterno se encarna en el tiempo para redimir al hombre.

Puede mostrarse con evidencia, que el Verbo, que desde el principio estaba en Dios, aquel por medio del cual fueron hechas todas las cosas y que desde siempre estaba presente en el género humano, en los últimos tiempos, en el momento predeterminado por el Padre, se unió a lo que él mismo había modelado y se hizo hombre capaz de padecer. Así se elimina la objeción de los que dicen: «Si nació en aquel momento, Cristo no existía anteriormente.» Porque hemos mostrado, efectivamente, que el Hijo de Dios no empezó a existir en aquel momento, sino que desde siempre existía en el Padre.

Pero en el momento en que se encarnó y se hizo hombre, entonces recapituló en sí mismo la larga serie de los hombres, dándonos de una manera compendiosa la salvación, de suerte que lo que habíamos perdido en Adán, es decir, el ser «a imagen y semejanza de Dios» (Gén 1, 26), esto mismo lo recuperásemos en Cristo Jesús.

Porque no era posible que el hombre una vez vencido y destruido por la desobediencia, pudiese reconstruir y recuperar por sí mismo la palma de la victoria, como tampoco era posible que el que había caído bajo el pecado obtuviese él mismo su salvación. Por esto el Hijo operó lo uno y lo otro: siendo Verbo de Dios, descendió del Padre y se encarnó, descendió hasta la muerte y llevó a su término el designio de nuestra salvación. Pablo nos exhorta a creer sin hesitación en esta salvación, diciendo: «No digas en tu corazón ¿quién subirá al cielo?, esto es, para hacer bajar a Cristo; o ¿quién bajará al abismo?, esto es, para sacar a Cristo de entre los muertos» (Rm 10, 6-7). Y añade: «Porque si confesares con tu boca al Señor Jesús y creyeres en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado» (Rm 10, 9). Y Pablo da la razón por la que el Verbo de Dios obró así, cuando dice: «Para esto vivió Cristo, y murió y resucitó: para ser Señor de los vivos y de los muertos» (Rm 14, 9) 24.

La redención de Cristo se extiende a todos los tiempos.

Por esta razón estaban pesados los ojos de los discípulos cuando Cristo vino a su pasión; y encontrándoles dormidos, el Señor primero les dejó estar, significando con ello la paciencia de Dios ante el sueño de los hombres. Pero cuando vino la segunda vez, los despertó y los hizo levantar, significando que su pasión era el momento de despertar a los discípulos que dormían. Y por ellos descendió a las regiones inferiores de la tierra (Ef 4, 9), para ver con sus ojos lo que había quedado inconcluso en su creación, a saber, aquellos de quienes decía a los discípulos: «Muchos profetas y justos desearon ver y oir lo que vosotros véis y oís» (Mt 13, 17).

Porque Cristo no vino sólo por aquellos que en los tiempos del emperador Tiberio creyeron en él; ni el Padre tuvo sólo providencia de los hombres que ahora existen; sino que vino por todos los hombres sin excepción que desde el principio, según su capacidad, y en sus tiempos, temieron y amaron a Dios, y practicaron la justicia y la piedad para con sus prójimos, y desearon ver a Cristo y oir sus palabras. Y por esta razón, en la segunda venida, a todos los tales los despertará de su sueño y los hará levantar antes que a los demás que habrán de ser juzgados, y los establecerá en su reino.

Porque, en efecto, no hay más que un solo Dios, que en sus designios condujo a los patriarcas, pero también justificó «a los circuncisos a partir de la fe y a los incircuncisos mediante la fe» (Rm 3, 30). Y así como nosotros estábamos prefigurados y anunciados en los que nos precedieron, así también ellos reciben en nosotros su forma cumplida, esto es, en la Iglesia, y reciben la recompensa de su labor. Por esto decía el Señor a los discípulos: «Mirad que os digo: levantad los ojos y contemplad los campos que están blancos para la mies. Porque el segador recibe su salario y recoge el fruto para la vida eterna, para que se alegren juntamente el que siembra y el que siega. Aquí se cumple la palabra de que uno es el que siembra y otro el que siega, ya que yo os he enviado a segar lo que no labrasteis; otros labraron, y vosotros os habéis introducido en su labor» (Jn 4, 35-38). ¿Quiénes son, pues, los que trabajaron, los que sirvieron a los designios de Dios? Está claro que son los patriarcas y los profetas, que fueron figura de nuestra fe y sembraron en la tierra la venida del Hijo de Dios, anunciando quién y cómo sería, a fin de que los hombres que habían de venir, teniendo temor de Dios, recibieran fácilmente, enseñados por los profetas, la venida de Cristo...

Por esta razón, el que recibió el apostolado para con los gentiles hubo de trabajar más que los que predicaban al Hijo de Dios entre los circuncisos. Porque éstos tenían la ayuda de las Escrituras, que el Señor había confirmado y cumplido al venir tal como había sido anunciado. Pero allí se enfrentaban con una enseñanza extraña y una doctrina nueva: los dioses de los gentiles lejos de ser dioses son ídolos de los demonios; existe un solo Dios, que está sobre todo principado y potestad y dominación, y sobre todo nombre que pueda nombrarse (Ef 1, 21); que su Verbo, por naturaleza invisible, se ha hecho palpable y visible, humillándose hasta la muerte y muerte de cruz; que los que creen en él serán incorruptibles e impasibles, y recibirán el reino de los cielos. Todo esto tenía que predicarse a los gentiles por la sola palabra, sin Escrituras, y por eso tenían que trabajar más los que se dedicaban a predicar entre los gentiles.

Pero, a su vez, aparece más generosa la fe de los gentiles al aceptar la palabra de Dios sin haber sido enseñados por las Escrituras. De esta forma suscitó Dios de las piedras hijos de Abraham, llevándolos al cortejo del iniciador y heraldo de nuestra fe, el cual aceptó la alianza de la circuncisión después de la justificación por la fe que precedió a la circuncisión, para que así quedasen prefigurados los dos testamentos, y fuese hecho padre de todos los que siguen al Verbo de Dios y admiten vivir como extranjeros en este mundo. Éstos son los que tienen fe, tanto si vienen de la circuncisión como de la incircuncisión, representados por Cristo, piedra angular en el vértice, que todo lo mantiene en cohesión, y que hace converger en un única fe de Abraham a los que, de uno y otro testamento, son aptos para el edificio de Dios 25.

Cristo, tesoro escondido en el campo de las Escrituras.

Si uno lee con atención las Escrituras, encontrará que hablan de Cristo y que prefiguran la nueva vocación. Porque él es el «tesoro escondido en el campo» (Mt 13, 44), es decir, en el mundo, ya que «el campo es el mundo» (Mt 13, 38); tesoro escondido en las Escrituras, ya que era indicado por medio de figuras y parábolas, que no podían entenderse según la capacidad humana antes de que llegara el cumplimiento de lo que estaba profetizado, que es el advenimiento de Cristo. Por esto se dijo al profeta Daniel: «Cierra estas palabras y sella el libro hasta el tiempo del cumplimiento, hasta que muchos lleguen a comprender y abunde el conocimiento. Porque cuando la dispersión habrá llegado a su término, todo esto será comprendido» (/Dn/12/04-07). Y también Jeremías dice: «En los últimos tiempos entenderán estas cosas» (/Jr/23/20). Porque toda profecía antes de su cumplimiento presenta enigmas y ambigüedades a los hombres. Pero cuando llega el tiempo y se realiza lo que está profetizado, entonces se puede dar una explicación clara y segura de las profecías. Por esta razón, cuando los judíos leen la ley en nuestros tiempos, se parece a una fábula, pues no pueden explicar todas las cosas que se refieren al advenimiento del Hijo de Dios como hombre. En cambio, cuando la leen los cristianos, es para ellos un tesoro escondido en el campo, que la cruz de Cristo ha revelado y explanado: con ella la inteligencia humana se enriquece y se muestra la sabiduría de Dios, manifestándose sus designios sobre los hombres, prefigurándose el reino de Cristo y anunciándose de antemano la herencia de la Jerusalén santa. En ella se prenuncia que el hombre progresará tanto en el amor de Dios, que podrá incluso ver a Dios y oir su palabra, y que con el oído de su voz recibirá tal gloria que los demás hombres no podrán poner sus ojos en su rostro glorificado, como se dice en Daniel: «Los que hayan entendido brillarán como el resplandor del firmamento, y entre muchos justos como las estrellas en el firmamento por los siglos y aún más» (Dan 12, 3). Así pues, si uno lee las Escrituras de la manera dicha—que es la manera que enseñó a los discípulos el Señor después de su resurrección de entre los muertos, mostrándoles con las mismas Escrituras que convenía que el Cristo padeciese y así entrara en su gloria, predicándose la remisión de los pecados en todo el mundo—será un discípulo perfecto, semejante a un padre de familia que saca de su tesoro cosas viejas y nuevas 28.

Las dos naturalezas de Cristo.

Hemos mostrado a partir de las Escrituras, que absolutamente ninguno de los hijos de Adán puede ser llamado Dios o Señor en sentido propio, pero que Cristo, al contrario de todos los hombres que jamás existieron, es anunciado por todos los profetas y los apóstoles y por el mismo Espíritu como Dios en sentido propio, y Señor, y Rey eterno, Hijo Único y Verbo encarnado: lo cual puede comprobar cualquiera capaz de alcanzar aún una pequeña parte de la verdad. Las Escrituras no darían acerca de él este testimonio si él fuera un simple hombre como los demás. Pero, porque él por encima de todos tuvo aquella generación gloriosa que le viene del Padre altísimo, y al mismo tiempo gozó de aquella otra generación gloriosa a partir de una Virgen, las Escrituras dan acerca de él este doble testimonio. Por ser hombre, no tiene honor, y es pasible, y se sienta sobre un pollino, y le dan a beber hiel y vinagre, y el pueblo le desprecia y se abaja hasta la muerte. Pero por ser Señor, es Santo, Admirable, Consejero, Hermoso en su figura y Dios fuerte que viene sobre las nubes para ser Juez del universo, Todo esto han profetizado de él las Escrituras. De la misma manera que era hombre, a fin de ser tentado, así también era Verbo, para ser glorificado. El Verbo no intervenía cuando era tentado, deshonrado, crucificado y puesto a morir; pero en cambio, estaba unido a la humanidad cuando obtenía la victoria, y aguardaba el sufrimiento, y resucitaba y era llevado a los cielos.

Así pues, este Señor nuestro es Hijo de Dios y Verbo del Padre, y también Hijo del hombre. ya que tuvo una generación humana, hecho Hijo del hombre a partir de María, la cual pertenecía al linaje humano, siendo ella misma plenamente humana. Por esta razón, «el mismo Señor nos dio una señal... en las profundidades y arriba en las alturas» (Is 7, 14.11) sin que nadie la hubiese pedido. Nadie podía esperar que una virgen pudiese quedar encinta, y parir a un hijo y que el fruto de este parto fuese Dios con nosotros, que descendía a las profundidades de la tierra para buscar a la oveja que había perecido, que era la obra que él mismo había modelado, y que subía luego a las alturas para presentar y recomendar al Padre al hombre que había sido reencontrado, obrando en sí mismo las primicias de la resurrección del hombre. Porque, así como la cabeza resucitó de entre los muertos, así también todo el cuerpo restante, es decir, todo hombre que se encuentre en vida una vez cumplido el tiempo de su condena debida por la desobediencia, ha de resucitar...

Así pues, Dios ha sido magnánimo ante la derrota del hombre, preparando la victoria que tenía que conseguirse por el Verbo. Porque «al desplegarse el poder en la debilidad» (2 Cor 12, 9) se manifestaba la benignidad de Dios y la gloria magnifica de su poder.

Dios toleró con paciencia que Jonás fuese engullido por el cetáceo, no para que fuese absorbido y destruido definitivamente, sino para que, una vez arrojado de nuevo, fuera más sumiso a Dios y diese mayor gloria a aquel que le había otorgado una salvación tan inesperada, induciendo a los ninivitas a una firme penitencia y convirtiéndolos al Señor que los había de librar de la muerte con el estupor que les causó aquel milagro de Jonás. Porque así dice de ellos la Escritura: «Todos se retractaron de sus malos caminos y de la injusticia de sus manos, diciendo: ¿Quién sabe si Dios se arrepentirá, y apartará de nosotros su ira y así no pereceremos?» De manera semejante, Dios toleró pacientemente en los comienzos que el hombre fuese engullido por aquel gran cetáceo que era el autor de la prevaricación, no para que fuese absorbido y pereciese definitivamente, sino estableciendo y preparando de antemano un medio de salvación que fue llevado a la práctica por el Verbo mediante el «signo de Jonás» (Le ll, 29-30) para aquellos que tienen con respecto al Señor los mismos sentimientos que Jonás, confesándolo con sus mismas palabras: «Siervo del Señor soy yo, y adoro al Dios Señor del cielo, que hizo el mar y la tierra» (Jon 1, 9). De esta forma, el hombre, recibiendo de Dios una salvación inesperada, resucita de entre los muertos y glorifica a Dios y pronuncia las palabras proféticas de Jonás: «Grité al Señor mi Dios en mi tribulación, y me oyó desde el seno del infierno» (Ion 2, 2). Así el hombre permanece para siempre glorificando a Dios, y le da gracias sin interrupción por la salvación que obtuvo de él, «a fin de que ninguna carne se gloríe delante del Señor» (1 Cor 1, 29), ni admita jamás el hombre pensamiento alguno contra Dios, imaginando que su propia incorruptibilidad es algo natural suyo y engreyéndose con vana soberbia pensando fuera de la verdad que es por su propia naturaleza semejante a Dios. Porque esto era lo que hacía al hombre particularmente ingrato para con aquel que lo había creado, velándole el amor que Dios tenía para con el hombre y cegando sus potencias para que no pudiera sentir de Dios como conviene: el compararse con Dios y juzgarse igual a él 27.

Valor redentor de la pasión de Cristo.

Nuestro Señor Jesucristo sufrió una pasión extraordinariamente violenta; pero no sólo no tuvo él ningún peligro de sucumbir, sino que con su fuerza fortaleció al hombre que había sucumbido y lo restableció a la incorruptibilidad... El Señor padeció para devolver el conocimiento a los que se habían separado del Padre, dándoles acceso a él... Dándonos el conocimiento del Padre nos dio la salvación... El fruto de su pasión fue la fortaleza y el vigor. Porque el Señor con su pasión «subiendo a las alturas se llevó consigo una hueste de cautivos y derramó sus dones sobre los hombres» (Sal 67, 19; cf. Ef 4, 8). A los que tienen fe en él les concedió que pudieran «andar sobre serpientes y escorpiones y sobre todo el poder de su enemigo» (Lc 10, 19), es decir, del príncipe de la apostasía. Así, con su pasión, destruyó el Señor la muerte, disolvió el error, desterró la corrupción, aniquiló la ignorancia; y en cambio, nos manifestó la vida, nos mostró la verdad, nos hizo el don de la incorrupción... 28.

Para destruir la desobediencia original del hombre en el árbol del paraíso, el Señor se hizo obediente hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8). Así curaba la desobediencia que había tenido lugar en un árbol, con la obediencia que tenía lugar en otro árbol (el de la cruz)... Por aquello por lo que desobedecimos a Dios y no creímos su palabra, por ello mismo introdujo la obediencia y la sumisión a su palabra. Con ello muestra abiertamente que uno mismo es el Dios a quien ofendimos en el primer Adán al transgredir el mandato, y con quien nos reconciliamos en el segundo Adán por la obediencia hasta la muerte, Con nadie más teníamos deuda, sino con aquel cuyo precepto originariamente habíamos violado; y este es el creador, del cual si miramos su amor es Padre; si miramos su poder es Señor; si miramos su sabiduría es nuestro hacedor y modelador. Pero al violar su precepto, pasamos a ser enemigos suyos; y por esto, en estos últimos tiempos, el Señor, por medio de su encarnación, ha tenido que restituirnos su amistad, haciéndose «mediador entre Dios y los hombres» (I Tim 2, 5). Él hizo que el Padre, contra el cual habíamos pecado, nos fuera benévolo, pues con su obediencia le consoló de nuestra propia desobediencia, haciendo que nosotros tuviéramos familiaridad con nuestro creador y le obedeciéramos 29.

La ley de la esclavitud, educación para la ley de la libertad.

La ley, estando impuesta a los esclavos, educaba al alma por medio de cosas exteriores y corporales, arrastrándola, como con una cadena, a someterse a los preceptos, a fin de que el hombre aprendiera así a obedecer a Dios. Pero el Verbo, liberando al alma, le enseñó también a purificar por ella al cuerpo de una manera voluntaria. Con esto, se hizo necesario que se quitaran las cadenas de la esclavitud a las que el hombre se había ya acostumbrado, y que siguiera a Dios sin cadenas; y al mismo tiempo tenían que extenderse los preceptos de la libertad y debía crecer la sumisión al Rey, a fin de que ninguno volviera atrás y se manifestara indigno de aquel que le liberó. Porque el respeto y la obediencia para con el padre de familia son iguales en los esclavos y en los libres; pero los libres tienen una mayor confianza, puesto que el servicio libre es mayor y más glorioso que la sumisión del esclavo.

Por esta razón, el Señor en vez de «no cometerás adulterio» nos mandó ni siquiera desearlo (Mt 5, 27-28); y en vez de «no matarás», ni siquiera encolerizarse (Mt 5, 21); y en vez de pagar los diezmos, dar todos nuestros bienes a los pobres (cf. Mt 19, 21); y amar no sólo a los prójimos, sino también a los enemigos (cf. Mt 5, 43- 44); y no sólo ser generosos y dispuestos a comunicar lo propio, sino aun dispuestos a regalar de grado a aquellos que nos roban, pues dice: «Al que te quita la túnica dale también el manto, y al que te quita tus bienes no se los reclames, y haced con los hombres lo que queréis que hagan con vosotros» (Mt 5, 40; Lc 6, 30-31). De suerte que no nos hemos de entristecer como hombres que no quieren ser timados contra su voluntad. sino que nos alegremos como quien regala de grado, más dispuestos a hacer un regalo al prójimo que a someternos a una necesidad. «Si uno, dice, te contrata para mil pasos, anda con él otros dos mil» (Mt 5, 41), de suerte que no le sigas corno un esclavo, sino que vayas delante de él como un hombre libre, mostrándote dispuesto y útil al prójimo en todo, sin considerar su malicia, sino atendiendo a perfeccionar tu propia bondad haciéndote semejante al Padre «que hace salir el sol sobre los malos y sobre los buenos, y hace llover sobre los justos y los injustos» (Mt 5, 45). Todo esto, como decíamos, no destruía la ley, sino que la cumplía y la ampliaba entre nosotros. Es como si uno dijera que el servicio del hombre libre es mayor, y que se ha arraigado en nosotros una sumisión y un efecto más plenos para con nuestro liberador, ya que no nos ha liberado para que nos apartemos de él—pues nadie puede por sí mismo conseguir los alimentos buenos de la salvación estableciéndose por su cuenta fuera de los bienes del Señor—sino para que, habiendo recibido de él un favor más grande, le amemos más. Pues cuanto mayor fuere nuestro amor para con él, tanto recibiremos de él una gloria mayor cuando estemos para siempre en la presencia del Padre.

Así, pues, todos los preceptos naturales nos afectan por igual a nosotros y a los judíos: en éstos tuvieron comienzo y origen, mientras que en nosotros han llegado a su madurez y a su cumplimiento. En efecto, obedecer a Dios, y seguir a su Verbo, y amarle sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo—siendo cualquier hombre prójimo de cualquier otro—, y abstenerse de toda mala acción, y otras cosas semejantes, son comunes a unos y a otros, y muestran que uno y el mismo es el Señor de todos. Éste es nuestro Señor, el Verbo de Dios, quien primero indujo a los esclavos a servir a Dios, y luego liberó a los que se sometieron a él, como dice a los discípulos: «Ya no os llamo esclavos, pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor; a vosotros os he llamado amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he oído del Padre» (Jn 15, 15). Al decir «ya no os llamo esclavos» muestra clarísimamente que él era el que en un principio había establecido por la ley aquella esclavitud de los hombres para con Dios; pero luego les concedió la libertad. Y al decir «pues el esclavo no sabe lo que hace su Señor», muestra la ignorancia servil de aquel pueblo en su venida. Y al llamar amigos de Dios a sus discípulos, muestra claramente que él es el Verbo de Dios, al cual Abraham había obedecido voluntariamente y sin cadenas con su fe generosa, consiguiendo con ello hacerse «amigo de Dios» (Sant 2, 23) 30.

Gratuidad de la vocación y necesidad de las buenas obras.

El Señor nos manifestó que, además de la vocación, convenía que nos adornásemos con obras de justicia, a fin de que el Espíritu de Dios encuentre descanso en nosotros. Porque esto significa el vestido nupcial, del que dice el Apóstol: «No queremos ser despojados, sino vestidos, para que lo mortal sea absorbido por la inmortalidad» (2 Cor 5, 4). Porque aun aquellos que han sido ciertamente llamados a la cena de Dios, si por su mala vida no dieron acogida al Espíritu Santo, serán arrojados, dice, a las tinieblas exteriores (Mt 22, 13). Con esto muestra claramente que el mismo rey que llamó a sus fieles de todas partes a las bodas de su Hijo y les dio el banquete de la incorruptibilidad, manda que sea arrojado a las tinieblas exteriores aquel que no tiene el vestido nupcial, es decir, el insolente. Así como en el Antiguo Testamento «muchos de ellos no le agradaron» (1 Cor 10, 5), así también en éste «muchos son llamados, pero pocos escogidos» (Mt 22, 14). Así pues, no es uno el Dios que juzga, y otro el Padre que llama a la salvación; ni es uno el que da la luz eterna y otro el que manda arrojar a las tinieblas exteriores a los que no tienen el vestido nupcial, sino que uno e idéntico es el Padre de nuestro Señor, por quien fueron enviados los profetas. Él es quien llama a los indignos por su inmensa benignidad, y él es el que examina si los llamados tienen el vestido apropiado y conveniente para las nupcias de su Hijo, ya que no puede agradarse en nada inconveniente y malo... Porque el que es bueno y justo y puro y sin mancha, no puede tolerar en su tálamo nupcial nada malo, injusto o abominable. Este es el Padre de nuestro Señor, por cuya providencia todas las cosas existen, y por cuyo mandato todas son administradas. Él da sus dones gratuitamente a quien conviene, pero justísimamente da su merecido a los ingratos y a los que son insensibles a su benignidad, siendo remunerador justísimo... 31.

Los que somos hijos de Dios por naturaleza, hemos de serlo también por obediencia.

La denominación de hijo puede entenderse de dos maneras: del hijo natural, realmente engendrado como hijo, y del que eventualmente es constituido como hijo, al ser reconocido como tal. En realidad hay diferencia entre el hijo natural y el reconocido. El primero es simplemente el nacido de otro, pero el segundo es el constituido hijo por otro, del que recibe una determinada condición o un magisterio doctrinal, ya que el que es enseñado por la palabra de otro es llamado hijo de su maestro, y éste, a su vez, es llamado su padre. Así pues, según la condición natural, podemos decir que todos somos hijos de Dios, ya que todos hemos sido creados por él. Pero según la obediencia y la enseñanza seguida, no todos son hijos de Dios, sino sólo los que se confían a él y hacen su voluntad. Los que no se le confían ni hacen su voluntad son hijos del diablo, puesto que hacen las obras del diablo. Que esto sea así se declara en Isaías: «Engendré hijos y los crié: pero ellos me despreciaron» (Is 1, 2). Y en otro lugar los llama hijos extraños: «Los hijos extraños me han defraudado» (Sal 17, 46). Estos son hijos naturales por cuanto han sido creados por él: pero no son hijos según sus obras. Porque así como entre los hombres los hijos repudiados que se han revelado contra sus padres, aunque sean realmente sus hijos naturales son considerados por la ley como extraños y no heredan de sus padres naturales, así también en lo que se refiere a Dios: los que no le obedecen son repudiados por él y dejan de ser sus hijos, sin que puedan recibir su herencia... 32.

Realidad de la encarnación, según el designio de Dios.

El Verbo, hijo único de Dios, que está siempre presente en el género humano, se unió a la obra de su creación impregnándola toda según el beneplácito del Padre y haciéndose carne. Éste es Jesucristo, nuestro Señor, el mismo que padeció por nosotros, y resucitó por nosotros, y que vendrá de nuevo con la gloria del Padre para resucitar a toda carne y para hacer patente la salvación y mostrar la norma del justo juicio en todo el universo a él sometido. Así pues, uno es Dios Padre, como hemos mostrado; y uno es Jesucristo, nuestro Señor, que viene a través de toda la «economía» y recapitula en sí mismo todas las cosas (cf. Ef 1, 10). Entre «todas las cosas» queda también comprendido el hombre, que ha sido modelado por Dios. Y así también recapitula al hombre en sí mismo, y de invisible se hace visible, de inasequible se hace asequible, de impasible se hace pasible; de Verbo se hace hombre, recapitulando en si mismo todas las cosas, de suerte que así como el Verbo de Dios es cabeza del mundo supraceleste e invisible y espiritual, así también tenga el principado en el mundo de lo visible y de lo corporal, asumiendo en sí mismo la primacía y constituyéndose a sí mismo en cabeza de la Iglesia, atrayendo a sí todas las cosas en el tiempo conveniente (cf. Col 1, 18; Ef 1, 22; Jn 12, 32) 32a.

En él no hay nada fuera de orden o intempestivo, así como en su Padre tampoco hay nada incoherente. Todas las cosas han sido conocidas de antemano por el Padre, y son llevadas a cabo por el Hijo cuando sea conveniente y según su orden en el tiempo oportuno. Por esta razón, cuando María quería acelerar aquel maravilloso milagro del vino, queriendo tener parte antes de tiempo en aquel cáliz que todo lo compendia, el Señor rechaza su intempestiva premura diciendo: «Mujer, ¿qué nos importa a ti y a mi? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Es que esperaba aquella hora que era conocida de antemano por el Padre. Por esta razón también, cuando en muchas ocasiones los hombres querían prenderle, se dice: «Nadie puso las manos en él: porque no había llegado su hora» (Jn 7, 30); es decir la hora de su prendimiento y el tiempo de su pasión, que era conocido de antemano por el Padre, como dice el profeta Habacuc: «Es cuando se acerquen los años cuando serás conocido, y te mostrarás cuando llegue su tiempo; cuando mi alma se encuentre turbada por tu ira, entonces te acordarás de tu misericordia» (Hab 3, 2). Y asimismo dice Pablo: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo» (Gál 4, 4). Esto manifiesta que todo lo que el Padre había conocido de antemano, lo llevó a cabo nuestro Señor en el orden, el tiempo y la hora previstos y convenientes, siendo él uno e inmutable, pero a la vez rico y múltiple. Porque él sirve a la rica y múltiple voluntad del Padre, siendo Salvador de los que se salvan, Señor de los que le están sometidos, Dios de todo lo creado, Hijo único del Padre, Cristo que había sido anunciado y Verbo de Dios hecho carne cuando, al llegar la plenitud de los tiempos, fue preciso que el hijo de Dios se convirtiera en Hijo del hombre 33.

La formación de Adán y la formación de Cristo.

M/VIRGINIDAD: Así como la sustancia del primer hombre, Adán, fue tomada de la tierra intacta y todavía virgen—pues todavía Dios no había hecho llover, ni el hombre había trabajado la tierra (Gén 2, 5)— y fue modelado por la mano de Dios, es decir, por el Verbo de Dios, «por el cual han sido hechas todas las cosas», de suerte que el Señor «tomó limo de la tierra y modeló al hombre» (Gén 2, 7), así el Verbo, al recapitular en si mismo al mismo Adán tomó sustancia de María, siendo ésta todavía virgen, con una generación que reproduce debidamente la de Adán. Efectivamente. si el primer Adán hubiese tenido por padre a un hombre y hubiese nacido de semen de varón, podrían decir con razón que el segundo Adán había sido engendrado por José. Pero si el primer Adán fue tomado de la tierra y modelado por el Verbo de Dios, era congruente que el mismo Verbo, al obrar en sí mismo una recapitulación de Adán, tuviera una generación semejante a la de éste. Ahora bien, ¿por qué no tomó Dios por segunda vez el limo de la tierra, sino que modeló su nueva obra tomando sustancia de María? A fin de que su obra no fuese «otra», y así fuese «otra» la obra que se salvase, sino que fuese la misma obra la que se reasumiese, guardándose la semejanza.

Andan errados, por tanto, los que dicen que Cristo no tomó nada de la Virgen: queriendo rechazar la herencia de la carne, rechazan también la afinidad. Porque si aquél fue modelado y recibió su existencia de la tierra por obra de la mano artista de Dios, y en cambio éste ya no por obra de esta mano artista, ya no se guarda la semejanza de éste con aquel hombre 34.

Eva y María. M/EVA

Como fin de aquella seducción con la que Eva, desposada ya con su marido, fue perversamente seducida, la virgen María recibió maravillosamente del ángel su anuncio según la verdad, estando ya bajo el dominio de su marido. Porque así como Eva fue seducida por las palabras de un ángel para escapar al dominio de Dios y despreciar su palabra, así María recibió el anuncio de las palabras de un ángel a fin de que llevara a Dios haciéndose obediente a su palabra. Y si aquélla desobedeció a Dios, ésta aceptó obedecer a Dios, a fin de que la virgen María se convirtiera en abogada de la virgen Eva. Y así como el genero humano fue sometido a la muerte por obra de aquella virgen, así recibe la salvación por obra de esta Virgen. En el plato equilibrado de la balanza están la desobediencia de una virgen y la obediencia de otra Virgen. El pecado del primer padre queda borrado con el castigo del primogénito, y la astucia de la serpiente con la simplicidad de la paloma, quedando rotas aquellas cadenas con las que estábamos atados a la muerte 35.

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17. Ibid. II, 28, 6.
18. Ibid. III, 8, 2-3.
19. Ibid. IV, 6, 3.
20. Ibid. IV, 20, 4ss.
21. Ibid. V. 1, 1.
22. Ibid. V, 21, 1-2.
23. Ibid. III, 18, 6ss.
24. Ibid. III, 18, 1.
25. Ibid. IV, 22, 1; 24, 2.
26. Ibid. IV, 26, 1.
27. Ibid. III, 19, 3ss.
28. Ibid. II, 20, 1.
29. Ibid. V. 16, 2.
30. Ibid. IV, 13, 2ss.
31. Ibid. IV, 36, 6ss
32. Ibid. IV, 41, 2.
32a. Ibid. III, 16, 6.
33. Ibid. III, 16, 6ss.
34. Ibid. III, 21, 10.
35. Ibid. V. 19, 1.