LA EPÍCLESIS EUCARÍSTICA
 
EN EL LIBRO SOBRE EL ESPÍRITU SANTO

DE YVES CONGAR

 

FRAY EDULGERIO FERNÁNDEZ DÍAZ, OP

 
 
ÍNDICE
 
Introducción

 

EPICLESIS EUCARÍSTICA Significado del término…

 

CAPÍTULO I LA EPICLESIS EUCARÍSTICA Y SU RELACIÓN CON OTROS MISTERIOS DE LA SALVACIÓN
A.     Epíclesis y Encarnación
B.     Epíclesis y anámnesis
C.     Epíclesis que consagra los dones y santifica los fieles
 
 CAPITULO II EL ESPÍRITU EN NUESTRA COMUNIÓN DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
A.     Los Doctores Alejandrinos
B.     La Tradición Occidental
C.     La Tradición Siríaca
D.     Mirada contemporánea de la Tradición Occidental
 
CAPITULO III LAS EPICLESIS DEL SIGLO IV ¿SON ELLAS CONSECRATORIAS O LAS PALABRAS DE LA INSTITUCIÓN?
A. Catequesis Mistagógica de San Cirilo de Jerusalén
B.     Liturgia de San Basilio
C.     Liturgia de San Juan Crisóstomo
 
CAPITULO IV EL SENTIDO OCCIDENTAL DE LA CELEBRACIÓN
A.     Celebración in persona Christi
B.     Función del Espíritu Santo según la Tradición occidental
 
La expresión litúrgica de las dos Tradiciones
La epíclesis en las nuevas plegarias eucarísticas
Conclusiones
Bibliografía
 
INTRODUCCIÓN
 
   Presentación de la obra
   Yves M. J. Congar escribe la obra sobre “el Espíritu Santo” en 1980 con el título “Je Crois en l’Esprit Saint”, publicada por la Editorial Du Cerf, París. La versión castellana ha sido traducida por Abelardo Martínez De Lapera en 1983, publicada por la Editorial Herder S. A., Barcelona. La obra que tenemos en nuestras manos está compuesta por tres libros. En el primer libro aborda los temas sobre el Espíritu Santo en la “Economía”, Revelación y experiencia del Espíritu Santo. En el segundo libro trabaja el tema del Espíritu Santo como Señor y dador de vida. En el tercer libro, teniendo como fuente inspiradora el libro del Apocalipsis, se concentra en el tema “Un río de agua de vida (Ap 22,1) fluye a Oriente y a Occidente”. El trabajo que hemos realizado pertenece a la segunda parte del tercer libro, Fr. Y. Congar lo denomina “El Espíritu Santo y los sacramentos”.
   Lo que nosotros hemos hecho en este trabajo es seguir el hilo conductor que Y. Congar nos ofrece en la parte señalada de la obra. Para ello hemos tenido en cuenta todas las referencias bibliográficas que nos presenta, algunas de ellas las hemos vuelto a citar porque nos parecía de vital importancia y porque no queríamos violentar la estructura de la obra, otras las hemos dejado de lado. Algunas citas las hemos ampliado, acudiendo para ello a las mismas fuentes que nos remitía y otras son nuevas, trabajadas por nosotros mismos, teniendo en cuenta los nuevos aportes de autores especializados en el tema.
   Nuestro trabajo consta de cuatro capítulos y tres temas sueltos. En el primer tema hemos trabajado el significado del término, en el que hemos descubierto que el concepto “epíclesis” con su significado de suplica o de invocación para pedir el envío del Espíritu Santo para que consagrara los dones del pan y del vino no aparece en el ámbito de la Biblia. La epíclesis como tal recién es acuñada a la terminología teológica de la Iglesia a partir de la reflexión teológica de san Ireneo. Las epíclesis más antiguas con su significado de consagración aparece en las anáforas de Addai y Mari y en la plegaria eucarística de los XII Apóstoles (s. III-IV).
   En el capítulo primero hemos relacionado la epíclesis con otras ramas del misterio de la salvación, concretamente con la encarnación, la anámnesis y con la santificación de los fieles. Tomada la epíclesis desde esta perspectiva, lo podemos englobar con todo el misterio de la salvación, por que la acción salvadora de Dios es Trinitaria. Este Espíritu que Dios ha enviado a través de Cristo para que sea el alma de la Iglesia, es el que continúa la obra de Cristo en la Iglesia.
   En el capítulo II abordamos el tema de la comunión del cuerpo y sangre de Cristo y la acción del Espíritu Santo en nuestra comunión. Nuestra participación del cuerpo y sangre de Cristo nos hace miembros de su cuerpo, de igual manera, el Espíritu que habita en nosotros nos conduce a la unidad espiritual. Es una constante en la reflexión eclesiológica de san Agustín pensar que Cristo está sobre el altar, pero no sin su cuerpo, la Iglesia y que es imprescindible vivir en el cuerpo para vivir del Espíritu. En las anáforas vemos que se pide el envío del Espíritu para que consagre los dones de la Iglesia y para que a los participantes los haga dignos de esa comunión y los conduzca a la unidad. Cristo antes de ascender al Padre prometió a su Iglesia en envío del Espíritu Santo a fin de que continuase su misión de realizar universalmente la obra de Él, es decir, de integrar el mundo y la historia en Cristo. La presencia real de Cristo en la eucaristía para que tenga su eficacia en los fieles, el fruto al que apunta, necesita la intervención del Espíritu Santo, autor de la caridad y de la unidad en nosotros.
   Las epíclesis del siglo IV para algunos no son consecratorias sino las palabras de la institución (en particular para los latinos cuando los orientales tendieron a concebir la consagración de las especies por la sola epíclesis). Sin embargo los testimonios de las liturgias de los Santos Padres, en particular la de san Juan Crisóstomo y la san Basilio, nos revelan que el sujeto de la transformación del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Cristo es el Espíritu Santo y las palabras de la institución. Los latinos conocían esta cuestión, pero decían que Cristo concedió a su Iglesia hacer esto en memoria de él, pronunciando sus palabras. Ahora es común la aceptación, fundándose en la herencia que nos han dejado los Padres de La Iglesia, de que la consagración es el acto de Cristo que obra por medio de su ministro a través del Espíritu Santo. Esto es lo que veremos en el capítulo III.
   La concepción de la celebración de los sacramentos, en particular la de la eucaristía, in persona Christi, ha llevado a diversas discusiones entre las dos tradiciones, muchas de ellas generadas por un malentendido de la terminología utilizada. El in persona Christi tiene que entenderse en un sentido funcional y espiritual y no en un sentido ontológico jurídico, como si la eficacia de la consagración dependiera de la virtud del sacerdote. La reflexión teológica del in persona Christi no pertenece a la reflexión de la escolástica, sino que encontramos hermosos testimonio ya en los primeros siglos de la Iglesia, sobre todo, en la teología de Clemente de Roma y de san Igancio de Antioquía. Es sabido que a partir del siglo XII, momento en que la primera escolástica fijó la teología de los sacramentos y en concreto, la del orden definido como poder de consagrar la eucaristía, se ha llegado a una materialización de la idea del sacerdote como representante de Cristo y desempeñando su papel. Ahora se concibe que EL sacerdote está allí, cumpliendo una función de figura, representa a Cristo y a la Iglesia y que pronuncia las palabras de la institución, pero el poder y la acción para transformar los dones es de Dios. Esta idea que hemos señalado lo encontramos especialmente en la reflexión de san Juan Crisóstomo, quien dice que “no es un hombre el que hace que los dones ofrecidos se conviertan en el cuerpo y sangre de Cristo, sino Cristo mismo”. No es el sacerdote el que hace tal al sacramento, sino la gracia del Espíritu Santo que sobre viene y cubre con su poder las ofrendas de la Iglesia. Esta manera de pensar el sacerdocio y su función en la eucaristía lo hemos trabajado en el capítulo IV.
   Las discusiones sobre la epíclesis de las dos tradiciones no es una cuestión de orden trinitario, en el que esté implicado el misterio de la salvación, es más bien un problema sacramentario. Se ha discutido sobre la forma del sacramento. Es sabido que ahora ningún ortodoxo pensaría que se consagra por la sola epíclesis. El problema suscitado sobre la forma del sacramento se ha ido solucionado a partir de la concepción de la plegaria eucarística como un todo, algo común en la Tradición Oriental. En occidente por la atención prestada a las palabras de Cristo, desde la alta Edad Media, se ha desvalorizado el resto de la plegaria y casi se ha perdido la unidad de la plegaria. Sin embargo se ha conservado en los monasterios de contemplativos durante los siglos XII y XIII. En la actualidad se ha vuelto a tomar el conjunto de la anáfora como un todo y que una oración, como dice Bosseut, sea recitada antes o después del relato no significa necesariamente que la consagración haya sido realizada después. La consagración es instantánea.
   La Tradición Occidental, a pasar de haber privilegiado las palabras de la institución, no ha descuidado la referencia al Espíritu Santo en la liturgia eucarística, encontramos varios testimonios, especialmente en san Agustín y en el mismo santo Tomás de Aquino. Si no hay referencias explícitas de la epíclesis para la consagración, ha habido la conciencia de la acción del Espíritu en la liturgia, sobre todo lo encontramos en varias oraciones.
   En la parte final de este estudio hemos querido rescatar la riqueza aportada por el Vaticano II al querer retomar la tradición de los Padres de la Iglesia en materia de liturgia. Esta riqueza lo encontramos reflejada en las nuevas plegarias eucarísticas, con dos epíclesis muy claras, en las que se pide el envió del Espíritu Santo sobre los dones para que los convierta en el cuerpo y sangre de Cristo y una sobre la comunidad de los fieles.
 
LA EPICLESIS EUCARÍSTICA
 

 

SIGNIFICADO DEL TÉRMINO

 

 
   El término “epíclesis” proviene del griego: Epi = sobre, Kaleo = llamar. La reflexión teológica de la Tradición de la Iglesia ha acuñado este concepto a su terminología teológica con la finalidad de designar la invocación del Espíritu Santo sobre los dones del pan y del vino para que los transforme en el cuerpo y sangre de Cristo. El sustantivo epíclesis no aparece en el Nuevo Testamento, donde sí se encuentra la forma verbal es en algunos pasajes de Hechos de los Apóstoles y en algunas epístolas de san Pablo. Allí se habla de invocar el nombre de Dios o de Cristo: “A los santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos, con cuantos en cualquier lugar invoquen el nombre de Jesucristo, Señor nuestro, de nosotros y de ellos” (1Cor 1, 2). “Todo el que invoque el nombre de Dios se salvará” (Act 2, 21), “Y ahora, ¿qué esperas? Levántate, recibe el bautismo y lava tus pecados invocando su nombre” (Act 22, 17).
   Tampoco lo encontramos en los Padres Apostólicos. Aparece por primera vez en san Ireneo: “Porque así como el pan, que es de la tierra, recibiendo la invocación (epíclesis) de Dios, ya no es pan ordinario, sino eucaristía. Así también nuestros cuerpos, al recibir la eucaristía, ya no son corruptibles, sino que participan de la resurrección”[1]. Epíclesis, entonces, viene a designar aquella invocación del Espíritu Santo que encontramos en numerosas liturgias eucarísticas de la antigüedad.
   Estudios recientes sobre la epíclesis, ha llevado a concluir que la epíclesis más antigua pertenecería a la liturgia Siríaca de los XII Apóstoles, a mitad del siglo IV, situada después del relato de la institución. El texto de esta liturgia es el siguiente:
 
 
    “Te rogamos ahora, Señor omnipotente y Dios de todas las santas potencias, postrados ante tu presencia, que envíes el Espíritu Santo sobre las ofrendas que te presentamos: pon de manifiesto que este pan es el verdadero cuerpo de nuestro Señor Jesucristo y que este cáliz es la sangre de nuestro Señor Jesucristo, para que todos los que lo reciban obtengan la vida y la resurrección, la remisión de los pecados y la salvación del alma y del cuerpo…”[2]
 
 
   Notemos que en esta epíclesis no se hace mención alguna de ofrenda o de sacrificio; se pide el descenso del Espíritu, no para que convierta el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo, sino para que ponga de manifiesto que ese pan y vino son ya el cuerpo y la sangre de Cristo, produciendo en los participantes todos los efectos del sacramento.
   Según la opinión de Congar, el término “epíclesis”, ha adquirido una significación técnica y restringida. Designa la invocación para que sea enviado el Espíritu después del relato de la institución, “Pero es ésta una acepción demasiado particularizada, impuesta por las discusiones sobre este tema”[3].. Las epíclesis, en los padres de la Siria occidental, designa la totalidad de la acción de la anáfora. Ellas tienen un sentido de conjunto: “Realizar el misterio cristiano, extender al cuerpo eclesial la salvación y la filiación – divinización que Cristo adquirió para nosotros por medio de su encarnación y glorificación por el Espíritu; y, finalmente por el don de pentecostés”[4]. Por lo tanto la epíclesis es elemento integral de todo el misterio cristiano, conlleva a ver la eucaristía como la síntesis de lo que Dios ha hecho por nosotros en Jesucristo y por Jesucristo.
   Teniendo como base esta amplitud que se quiere dar a la epíclesis, Congar lo relaciona con los otros misterios de la salvación.

 

[1] San Ireneo, Adv. Haer., 4, 18, 5.
[2] Sánchez Caro, J.M. – Pindado, M., La Gran Oración Eucarística. Textos de ayer y de hoy. Madrid, La Muralla, 1969, p. 243.  Según Ch Kannengiesser la aparición más antigua de una epíclesis en los documentos litúrgicos se encuentra en la Anáfora de Addai Mari y en la Traditio Apostolica de Hipólito. Epíclesis, en AAVV Diccionario Patrístico y de la Antigüedad Cristiana I. Dir. Angelo Di Berardino. Salamanca, Sígueme, 1991, p. 716.
[3] Congar, Y. M., El Espíritu Santo. Barcelona, Herder, 1991, p. 659.
[4] Ibid., p. 660. Autores como O. Casel, citado por Pablo M. Pagano Fernández, prefieren tomar el término epíclesis en sentido más amplio, de tal modo que se pueda afirmar que la epíclesis es por esencia, “el nombre de Dios”, con lo cual, según el sentido antiguo, acontece la misma presencia divina y consecuentemente es Epifanía o parusía y operación. De esta manera será una epíclesis la invocación trinitaria sobre el bautizado en la celebración de la iniciación; todo el canon eucarístico ha de entenderse, por lo tanto, como una epíclesis trinitaria. Pagano Fernández, Pablo M., El Espíritu Santo – Epíclesis – Iglesia. Aportes a la Eclesiología Eucarística. Salamanca, Secretariado Trinitario,1994, p. 99-100.
 
CAPITULO I    LA EPICLESIS Y SU RELACIÓN CON OTROS MISTERIOS
 
DE LA SALVACIÓN
 
A.     Epíclesis y Encarnación
   La relación entre la epíclesis y la encarnación aparece con claridad en el testimonio que nos ha dejado san Justino. En una de sus apologías nos dice que el cuerpo y sangre que comulgamos en la eucaristía es la carne y la sangre del Verbo encarnado. Tras decir que, orando el presidente de los hermanos ha eucaristizado el pan y el vino con agua, añade:
 
 
    “Porque no tomamos este alimento como un pan común y una bebida común. Así como por la virtud del Verbo de Dios, Jesucristo nuestro Salvador tomó carne y sangre para nuestra salvación, así el alimento consagrado por la oración compuesta por las palabras de Cristo, este alimento que debe nutrir, por asimilación, nuestra sangre y nuestras carnes, es la carne y sangre de Jesús encarnado” [1].
 
 
   En este mismo sentido Ireneo dice que la eucaristía es la unidad de la carne y del espíritu, en la que se mezcla lo terreno y lo celeste[2]. También Germán I de Constantinopla, después de evocar la anamnesis- encarnación, pasión, resurrección, retorno glorioso- escribe, hablando de la encarnación:
 
 
    “Del seno, antes de la aurora, te engendré (Sal 110, 2). Y de nuevo (el sacerdote) implora que sea consumado el misterio de su Hijo y que sea engendrado y convertido el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Cristo, y se realice el ‘hoy te he engendrado’ (Sal 2, 7). Así, el Espíritu Santo, invisiblemente presente por el beneplácito del Padre y la voluntad del Hijo, pone de manifiesto la energía divina, y por la mano del sacerdote, consagra y convierte los santos dones presentados en el cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo que dijo: “yo me consagro a mí mismo por ellos, para que ellos sean santificados también” (Jn 17, 19). ¿Cómo? “El que como mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él” (Jn 5, 57)[3].
 
 
   La eucaristía, vista desde esta analogía, es como un engendramiento diario de Cristo, carne y sangre. Así como la encarnación fue realizada bajo la acción del Espíritu santo, de igual manera la consagración y santificación de los dones que deben santificar a los fieles, incorporándolos a Cristo.
   El interés de los padres en querer asociar la transformación de los dones con la encarnación ha quedado claro en sus múltiples testimonios, pero se tiene que aclara que no se trata de confundir los órdenes y pensar en una asimilación heterodoxa (“consubstanciación” o “empanación”), o de pensar en un nuevo tipo de “unión hipostática”. La cuestión se tiene que abordar desde el punto de vista del símbolo, como era la convicción de los padres. La recuperación de la comprensión bíblica del sacramento como “memorial” de la única encarnación- muerte- resurrección de Cristo manifiesta cómo la eucaristía revela la profundidad de la única unión hipostática que ha acaecido.
  El documento Dominum et vivificantem nos dice que la obra más grande de quien llamamos “Señor y dador de vida” es precisamente la encarnación del Hijo consubstancial del Padre en el seno de María, como culmen de la autocomunicación divina  (Cf. DeV 50). En este sentido se puede decir también que el Espíritu es el autor principal, el artesano de la eucaristía. Por ella la Iglesia tiene el más excelso acceso a la humanidad del Hijo de Dios: los dones son, por obra del Espíritu, el “Tabernáculo”, como María fue por obra del Espíritu el tabernáculo del Verbo (Cf. LG 53). La oración del Misal Romano lo confirma: “El mismo Espíritu, que cubrió con su sombra y fecundó con su poder las entrañas de María, la Virgen Madre, santifique, Señor, estos dones que hemos colocado sobre tu altar. PJNS”[4]
 
B.     Epíclesis y Anámnesis
 
   Para fundamentar esta afirmación, Congar, se remite a la plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo[5], quien después de recordar la pasión, muerte y resurrección de Cristo introduce la epíclesis pidiendo el envío del Espíritu sobre los dones y los participantes:
 
 
   “Después que hubo venido y que realizó toda la economía de la salvación que era para nosotros, la noche en que él se entregó” (…) viene entonces el relato, después la anámnesis: ‘Así pues al celebrar el memorial del mandato salvador y de cuanto acaeció por nosotros: de la cruz y la sepultura, de la resurrección al tercer día, de la ascensión a los cielos(…) te ofrecemos lo que es tuyo de lo que es tuyo, en todo y por todo’. A continuación, después de una breve aclamación del pueblo, comienza le epíclesis repitiendo: ‘Te ofrecemos también este sacrificio espiritual e incruento y te invocamos, te imploramos y suplicamos que envíes tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre los dones que te hemos presentado…’”[6].
 
 
   De esta manera queda insertada la eucaristía en la anámnesis.
   Manuel Gesteia por su parte, al relacionar la epíclesis con la anámnesis, dice que
 
 
  “La Iglesia no puede forzar la presencia de Cristo, sólo cabe, como María, esperar confiadamente que esa presencia singular acaezca en su seno en beneficio de todo los hombres, sus miembros. De aquí que descubre la íntima relación entre epíclesis y anámnesis. Dice al respecto: “Solo a partir del recuerdo vivo y agradecido de la proeza salvadora de Dios en Jesucristo (…) la Iglesia puede interpretar, una y otra vez, siempre de nuevo la presencia y la acción salvadora del resucitado y la reactualización de la actuación salvadora ejercida un día por Dios en Jesucristo”[7].
 
 
   La invocación al Espíritu asegura a la anámnesis la eficacia del memorial y la seguridad de la fe confesante del misterio pascual. Pablo Pagano dice que la epíclesis se “cristifica” en la medida en que la presencia del resucitado viene a los dones y a la Iglesia invocante; y a la vez que la anámnesis se “pneumatiza” en tanto la presencia es del Cristo pascual con toda la potencia salvífica de la cruz y regeneradora de la resurrección[8]. También advierte que el Canon Romano expresa en un movimiento único el memorial de la persona de Cristo, de su pasión, de su emergencia desde los infiernos hacia la resurrección y hacia los cielos en su ascensión. En definitiva, es el misterio de la resurrección en la fuerza del Espíritu lo que garantiza la expansión de la anchura y de la longitud, la altura y la profundidad del amor de Cristo[9].
   En otra parte de su obra, Pagano Fernández, dice que la epíclesis sobre los dones es la explicitación pneumatológica de la anámnesis pascual, de la presencia, no como obra humana, sino como operación del Espíritu. Por eso la presencia real del resucitado, con su carne vivificada por el Espíritu, debe definirse no sólo como presencia anamnética o conmemorativa sino también como presencia pneumática, epicléptica y en tensión escatológica[10].
  Verdaderamente la plegaria eucarística constituye un todo orgánico. Lo que debe realizarse en los fieles por la acción del Espíritu Santo viene del sacramento- sacrificio, que es el memorial de las acciones y dones de la salvación por los que se da gracias.
 
C.     Epíclesis que Consagra los dones y Santifica a los fieles
 
   Congar señala que numerosas fórmulas unen las dos epíclesis, así por ejemplo la de las Constituciones Apostólicas[11]. Esta plegaria eucarística reza así: “Te suplicamos que envíes tu Santo Espíritu sobre la oblación de la santa Iglesia, para que reuniéndolos en la unidad, des a cuantos participan de tus santos misterios que sean llenos del espíritu Santo para confirmación de su fe en la verdad”[12]. En esta anáfora se pide a Dios Padre que envíe al Espíritu Santo sobre la oblación de la Iglesia. No se dice formalmente que el Espíritu es el que transforma los dones santos, pero se afirma que por la participación de los dones se participa del Espíritu. En consecuencia, esta epíclesis tiene un carácter de comunión.
   La plegaria, en la que se une la santificación de los dones y la de los fieles en un sentido más amplio y a la vez diferente de la traducción que hace Guembe, reza así:
 
 
    “Y te suplicamos que mires con ojos benignos sobre estos dones presentados ante ti, ¡oh Dios que nada necesitas! Y los encuentres agradables en honor de tu Cristo; y envía sobre este sacrificio a tu Espíritu Santo, el testigo de los sufrimientos del Señor Jesús, para que ponga de manifiesto que este pan es el cuerpo de tu Cristo y este cáliz, la sangre de tu Cristo, a fin de cuantos participen sean consolidados en la piedad, obtengan el perdón de los pecados, sean liberados del diablo y su seducción, ya reconciliados con ellos, soberano Señor universal”[13].
 
 
   En pocas anáforas como en ésta aparece tan claro el paso de la conmemoración de los hechos acaecidos a la presencia actuante de esos hechos en la comunidad celebrante. La formulación “envío del Espíritu Santo sobre la oblación de la iglesia” aparece también en las anáforas Sirio- orientales de Addai Mari[14] y de Teodoro el intérprete. La formulación de la anáfora de Teodoro es esta: “Y venga sobre nosotros y sobre esta oblación la gracia del Espíritu Santo, y habite y descienda sobre este pan y sobre este cáliz y los bendiga y santifique y los signe en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo..”[15]. En las anáforas de san Juan Crisóstomo, de Basilio y de Santiago se pide el envío del Espíritu sobre nosotros y sobre los dones ofrecidos. Seguidamente se concreta el envío del Espíritu: primero como acción consecratoria de los dones por parte del Espíritu y en segundo lugar como acción santificadora de los participantes en el cuerpo y sangre de Cristo, acción ésta que incluye la comunicación del perdón[16].
   Hablando de la consagración de los dones y de la comunidad, M. Gesteira nos recuerda que la epíclesis no sólo está para consagrar los dones, sino también a la comunidad y a las personas que la constituyen. De este modo, la consagración coincide con la conversión de la Iglesia, y no sólo de los elementos, en el cuerpo de Cristo; pues es el Espíritu el que hace de la Iglesia un misterio de comunión con Cristo, convirtiéndola en cuerpo de esa cabeza[17].

 

[1] San Justino, Apología I, 66, 2, en J. Solano, Textos Eucarísticos Primitivos, t. I. Madrid, BAC, 1952, p. 62.
[2] Cf. San Ireneo, o. c., IV, 18, 5; V, 2, 2. En Solano. J., Textos Eucarísticos Primitivos I. Madrid, BAC, 1952, p. 70-71.
[3]  Historia ekklesiastike kay Mustagogike: PG 98, 436-37. Citado por Congar o, c., p. 660-61.
[4] Oración super oblata (de origen ambrosiano) del IV. Domingo  de adviento en el actual misal romano (MRom (E), p. 149. Citado por Pagano Fernández P. O. c., p. 170.
[5] La liturgia de san Juan Crisóstomo es sin duda la más extendida en el oriente cristiano. La anáfora que se atribuye a este santo es anterior a san Juan Crisóstomo. Su origen parece estar en   la anáfora siríaca de los XII Apóstoles y por tanto debe ponerse en Antioquía, donde es posible que el mismo santo la haya conocido y quizá revisado cuando ejerció allí su ministerio, primero como sacerdote, después como obispo (386-398). Como fecha  tope de su composición hemos de poner el siglo IV-V, aunque posteriormente haya tenido modificación. Sánchez Caro J.M.- Pindado M., o. c., p 620.
[6] Congar Y., o. c., p. 169-172.  La anáfora que hemos citado está más completa en Manuel Sánchez Caro ya que lo presenta en su estructura completa (Cf. Sánchez Caro M.- Pindado, o. c., p. 262-263.
[7] M. Gesteira Garza, La Eucaristía Misterio de Comunión. Salamanca, Sígueme, 1995, p.638.
[8] Cf. Pagano Fernández, p., o. c., p. 171-172.
[9] Cf. Ibid., p. 172.
[10] Ibid., p. 173.  El Decreto Presbyterorum Ordinis dice que la Eucaristía contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, a Cristo mismo, que es para nosotros nuestra pascua y pan vivo que por su carne, que da vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo (cf. PO 5).
[11] Las Constituciones Apostólicas son una recopilación hecha en siria hacia el año 380 y representan la más exacta colección litúrgica canónica que ha llegado hasta nosotros de la antigüedad cristiana. Cf. Manuel Sánchez Caro, Eucaristía e Historia de la Salvación. Madrid, BAC, 1983, p. 232-233.
[12] Garijo Guembe, M. M., Epíclesis y Eucaristía. En Semanas de Estudios Trinitarios, XXIV Eucaristía y Trinidad. Salamanca, Secretariado Trinitario, 1990, p, 123.
[13] La Eucaristía de Las Constituciones de los Apóstoles en Manuel Sánchez Caro, o. c., p. 257.
[14] Sus orígenes se remontan, al menos en su estructura primitiva, al siglo III; es decir, sería contemporánea de la eucaristía de Hipólito. La tradición atribuye esta anáfora a los “Apóstoles Santos” Addai y Mari. Según esta tradición, que está llena de leyendas, ellos habrían sido los evangelizadores de la Siria Oriental. Adday o Adeo sería equivalente a Tadeo, pero no el apóstol del Evangelio, sino uno de los setenta discípulos de que en él se habla; éste habría sido enviado por el Apóstol Tomás, el evangelizador de toda esta región, a evangelizar Siria. Mari o Maris,a su vez, sería discípulo de Addai. Amos según la tradición, serían los fundadores de la iglesia de Mesopotamia y los autores de la liturgia que lleva su nombre. La epíclesis, en la que une la santificación de los dones y a los participantes, dice: “Venga, Señor, tu Espíritu Santo y descienda sobre esta oblación de tus siervos, y la bendiga y la santifique, a fin que sea para la remisión de las deudas y el perdón de los pecados, para la gran esperanza de la resurrección de los muertos y para la vida nueva en el Reino de los cielos” Sánchez Caro- Pindado, o, c., p. 210 y 214.
[15] Sánchez Caro, M- Pindado, M., o. c., p. 222.  La fecha de composición de la anáfora, según el autor citado, se debe situar aproximadamente  antes del siglo VII, probablemente entre los siglos V y VI, cuando la eucaristía sirio- antioquena había alcanzado su madurez. En autor, según la tradición, es Teodoro “el intérprete”, que los nestorianos han querido identificar con Teodoro de Mopsuestia, al que se habría llamado “intérprete” por sus comentarios a la Sagrada Escritura. La atribución no es segura, sobre todo porque la anáfora está escrita en siríaco, pero se puede admitir cierta influencia de su doctrina.
[16] Garijo Guembe, M., o. c., p. 122-123. Es convicción de san Basilio que el Espíritu Santo es principio y santificación. Nos dice, al respecto: “No hay santidad sin el Espíritu Santo, nada viene a la criatura sin el Espíritu Santo. Pues no se puede pronunciar una palabra para defender a Cristo si no es ayudado por el Espíritu Santo. El Espíritu actuaba en Cristo y sigue actuando en el testimonio de los cristianos” (Tratado sobre el Espíritu Santo, citado por Garijo, p. 136).
[17] Cf. M. Gesteira, o, c., p. 641.
 
CAPITULO II EL ESPÍRITU SANTO EN NUESTRA COMUNIÓN DEL
 
CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
 
B.     Los doctores alejandrinos
 
   Al reflexionar sobre la tradición alejandrina, hay que tomar en cuenta lo que es específico de esta tradición, es decir, la epíclesis primera. Esta tradición coloca la primera epíclesis antes de las palabras de la institución. Las palabras de la institución justifican la petición de la Iglesia, de que Dios llena la ofrenda de ésta con su bendición. 
   Es sabido que los Padres de la Iglesia, por razones de salvar la pureza de la doctrina cristiana amenazada por las herejías, dieron mucha importancia, sobe todo en los primeros siglos, a la cristología, pero esto no significa que hayan dejado de lado la pneumatología con respecto a la eucaristía. San Cirilo escribe así: “Así como la virtud de la santa carne hace miembros de un mismo cuerpo a aquellos que la reciben, de igual manera, creo yo, el Espíritu único que habita en todos les conduce a la unidad espiritual”[1]. Se ha citado también con mucha frecuencia la frase célebre de san Atanasio, que tiene como contexto a 1Cor 10, 3-4: “Imbuidos del Espíritu, bebemos a Cristo”[2].
 
B. Tradición Occidental
 
   Para Congar, cuando san Agustín habla de Cristo como nuestra cabeza, está haciendo referencia al “Cristo total”, cabeza y miembros, cuerpo completo, cuyo principio de animación es el Espíritu Santo. En su forma de relacionar el pan eucarístico con el cuerpo eclesial, encontramos una secuencia interesante:
 
 
   “Pan vivo, cuerpo de Cristo (cabeza y miembros), sacramento del cuerpo, que está sobre el altar. Por eso: sobre el altar está lo que vosotros sois, el cuerpo somos nosotros; Cristo es lo que está sobre el altar, pero un Cristo que no existe sin su cuerpo, la ciudad de los santos. Es imprescindible ser de ese cuerpo para vivir del Espíritu que es para este cuerpo lo que el alma es para nuestro cuerpo: ese Espíritu que, común al Padre y al Hijo, es su mutuo amor”[3].
 
 
   De acuerdo con lo que hemos visto, hay un constante pasar del cuerpo sacramental al cuerpo eclesial. Es idea fija de san Agustín: si queremos vivir del Espíritu tenemos que ser del cuerpo (eclesial). Somos del cuerpo eclesial si tenemos, en primer lugar, el espíritu de comunión, de unidad; además si, al comer el sacramento del cuerpo, superamos el signo sensible del pan para llegar hasta la realidad que significa y esto a través de una manera espiritual de comer el pan[4]. Más adelante dice que no sólo comamos el pan de vida de manera sacramental, como hacen los paganos, sino que “comamos y bebamos de tal modo que participemos de su Espíritu, con el fin de permanecer como miembros en el cuerpo del Señor y vivir de su Espíritu (…)”[5].
   Posteriormente a san Agustín, Próspero de Aquitania y Fulgencio de Ruspe (s. VI), atribuyen a la acción del Espíritu el don de la caridad que nos permite guardar la unidad y estar crucificados para el mundo: “Decimos que el Espíritu opera la caridad pascual en aquel que comulga”[6].
   En la primera escolástica, Pedro de Lombardo (1150) modifica o mejor dicho precisa el vocabulario heredado de San Agustín, llegando a distinguir dos realidades en la eucaristía. Se entiende por realidad, no como en san Agustín a Cristo mismo, sino un aspecto del sacramento. Estas dos realidades son la realidad apuntada y contenida, que viene a ser cuerpo personal de Jesucristo y la realidad apuntada, pero no contenida, que es la unidad de la Iglesia en los santos[7]. De este modo se llega a dos modos de participar en el cuerpo de Cristo: la manducación sacramental y la manducación espiritual, que se realiza por la fe y permite permanecer en la unidad de Cristo y de la Iglesia. Santo Tomás a su vez, que sigue la línea de Pedro de Lombardo, traza la distinción desde la estructura del sacramento, esto en contraposición de san Buenaventura que consideraba la distinción desde la perspectiva del fiel. Santo Tomás distingue la manducación espiritual, que alcanza la realidad espiritual apuntada (res tantum), y la manducación sacramental, que alcanza lo que nosotros llamamos la presencia real (res et sacramentum). Pero, en el fondo, esta manducación no es otra que la del sacramento. Por el contrario, la manducación espiritual, que supone generalmente la sacramental, tiene una fuerza tal que es capaz de producir el efecto del sacramento sin que exista recepción de éste. Santo Tomás dice al respecto: “…Se puede recibir el efecto del sacramento si se desea recibir el sacramento, aunque no se reciba de hecho” y más adelante, añade: “Con todo, no es inútil la comunión sacramental, porque la recepción del sacramento produce más plenamente el efecto del mismo que el solo deseo…”[8]. El desarrollo de este tipo de participación en la eucaristía ha dado lugar a la llamada “comunión espiritual”.
   Esta manera de ir pensando la eucaristía, especialmente en la Edad Media, le lleva a Congar a distinguir tres maneras de manducación:
v     La puramente externa: el sacramento sólo
v     La puramente espiritual: el sacramento recibido
v     La puramente espiritual: sin la recepción real del sacramento.
   Para Congar, estas tres maneras de concebir la participación en la eucaristía, han llevado al manejo de un nuevo vocabulario: “En la actualidad, quien no recibe la hostia no comulga realmente, sólo espiritualmente. En otro tiempo, la comunión real, de la realidad última de la eucaristía, su res, suponía que se comía espiritualmente”[9].
   Para Santo Tomás, todos los sacramentos realizan su finalidad de manera eficaz por la acción del Espíritu Santo[10]. También señala que la manducación espiritual del sacramento es una participación en el Espíritu Santo:
 
 
    “El que come y bebe espiritualmente participa del Espíritu Santo por el que somos unidos a Cristo con una unión de fe y caridad y nos convertimos en miembros de la Iglesia. Pero el Espíritu hace que alcancemos la resurrección, según Rom 8, 1 (cita). Si la frase el que come mi carne, etc., se refiere místicamente a la carne y a la sangre, su significación es clara: porque, como se ha dicho, come espiritualmente en cuanto a la res sólo significada el que es incorporado al cuerpo místico por la unión de fe y de caridad. Pero la caridad hace que Dios esté en nosotros y viceversa, 1Jn 4, 16, “Quien permanece en el amor, permanece en Dios y Dios en él. Y esto es lo que hace el Espíritu Santo, ibid., v. 13: En esto conocemos que permanecemos en él y él en nosotros: en que nos ha dado su Espíritu”[11].
 
 
   De todo esto que ha señalado Santo Tomás, queda claro que el Espíritu Santo da en la comunión el don de la fe y de la caridad por el que los creyentes son unidos, como miembros a Cristo y a la Iglesia.
 
C. La Tradición Siríaca
 
   Esta tradición en sus anáforas pide al Señor que venga su Espíritu sobre la oblación de los fieles. Así lo presentan el texto de la epíclesis:
 
 
    “…Y envía sobre este sacrificio a tu Espíritu Santo, el testigo de los sufrimientos del Señor Jesús, para que ponga de manifiesto que este pan es el cuerpo de tu Cristo, y este cáliz, la sangre de tu Cristo; a fin de que cuantos participen sean consolidados en la piedad, se vean libres del diablo y su seducción, sean llenados del Espíritu Santo…”[12].
 
 
   Vemos que se pide el envío del Espíritu sobre el sacrificio. Este envío tiene una doble misión: poner de manifiesto que el pan y el vino son el cuerpo y la sangre de Cristo y, mediante la participación en este cuerpo y en esta sangre, lograr los beneficios correspondientes. La sección última de la epíclesis tiene un objeto claro: que a través de la participación en el pan y en el cáliz eucaristizados, el Espíritu transforme los corazones de los fieles y haga en ellos operante la salvación manifestada como presente en la celebración eucarística. Manuel Sánchez Caro opina que en ningún otro pasaje como éste aparece tan claro la acción salvífica en los fieles como efecto de la acción conjunta de toda la trinidad de una manera inseparable[13].
   Uno de los exponentes de la tradición Siríaca es san Efrén, quien emplea de manera abundante la imagen del fuego referido al Espíritu Santo: Fuego y Espíritu en el seno de tu madre, en el río en que fuiste bautizado, en nuestro bautismo, en el pan y en la copa. En tu pan está oculto el Espíritu que no comemos, en tu vino habita el fuego que no podemos beber. Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino, maravilla singular que nuestros labios han recibido[14].
   La nota peculiar de la tradición siria, según nuestro autor, está en que emplea la acción del Espíritu Santo en la eucaristía haciendo extensiva esta acción en la economía cristológica de la salvación: concepción, bautismo, cena y resurrección. El Espíritu vino primero sobre Jesús, lo llenó. De esta manera, Jesús mismo llenó el pan y la copa eucarística del Espíritu Santo[15].
   Otro testimonio de mucho valor sobre la liturgia oriental está la anáfora de Santiago[16], en ella se nos dice:
 
 
   “… y envía sobre nosotros y sobre estos dones, que ante ti presentamos, tu Espíritu Santísimo, Señor y dado de vida, que condivide el trono contigo, Dios y Padre, y con tu unigénito Hijo (…). Envía, Señor, este mismo Espíritu sobre nosotros y sobre estos sagrados dones que te presentamos (…), para que viniendo (…) haga de este pan el cuerpo santo de Cristo y de este cáliz la preciosa sangre de Cristo, para que sean de todos quienes participan para la remisión de los pecados y para la vida eterna, para la santificación de las almas y de los cuerpos, para la justificación de las obras buenas”[17].
 
 
   Pero antes de la epíclesis, en la narración eucarística, encontramos la mención del Espíritu Santo, allí dice que “levantando los ojos al cielo dio gracias, bendiciendo, te santificó, lo llenó del Espíritu Santo”[18].
    Otros dos testimonios de la acción del Espíritu santo en nuestra comunión del cuerpo de Cristo es el de San Efrén: “En adelante habéis de comer una pascua limpia y pura, esto es, el pan, el perfecto fermento, que amasó y coció el Espíritu Santo. Tengo para vosotros un vino, que he de dar de beber, mezclado con fuego y espíritu (Cf. Mt 3,11), es decir, el cuerpo y la sangre de Dios, que se hace víctima por todos”[19]. El otro texto que nos ofrece san Efrén es el siguiente:
 
 
   “Jesús tomó en sus manos al principio pan ordinario, y lo bendijo, lo signo y lo consagró en el nombre de Padre y en el nombre del Espíritu Santo, y lo partió y lo distribuyó a sus discípulos uno a uno en su bondad acogedora; al pan llamó cuerpo suyo vivo y lo llenó de Sí mismo y del Espíritu Santo (…). Tomad de él, comed todos y comed en él Espíritu Santo; porque es verdaderamente cuerpo mío”[20].
 
 
   Según El testamento de Nuestro Señor (hacia 475 o antes, en Siria), el que daba la comunión decía: “El cuerpo de Jesucristo, el Espíritu Santo, para la curación del alma y del cuerpo”[21]. Por su parte los autores sirios dicen con mucha frecuencia que al recibir el cuerpo y la sangre, se recibe al Espíritu Santo, su gracia, su don de inmortalidad.
   Después de haber ofrecido una visión panorámica de la acción del Espíritu santo en los dones y en la comunión de los fieles, teniendo como referencia la tradición oriental y occidental, Congar nos ofrece un balance, tratando de rescatar aquellos aportes positivos y peligrosos. La tradición occidental al tratar de insistir de manera excesiva en la presencia real de Cristo en la eucaristía, puede caer en la tentación de tomar la eucaristía como algo material, como una cosa. Pero los más bellos himnos de la tradición Siríaca al fuego, las más bellas palabras sobre el Espíritu, pueden conducir también a caer en un mero ritualismo.
   Por eso para alcanzar lo que pretende la comunión sacramental, exige de parte del creyente un acto de fe viva y de amor, acto que procede del Espíritu Santo, como de su causa primera. [22].
 
D. Mirada contemporánea de la Tradición Occidental
 
   H. De Lubac en su libro “La Eucaristía en la Edad Media”, ha denunciado los inconvenientes, de pasar “del símbolo a la dialéctica”. Uno de esos inconvenientes que ha denunciado es la distinción entre la presencia real (res contenta) y la unidad del cuerpo místico (res non contenta). Esta distinción excesivamente planteada en la edad media, ha llevado a romper la unidad antigua. Para san Agustín por ejemplo, el pan y el vino, el cuerpo y la sangre de Cristo sobre el altar, representan y contienen su cuerpo místico de una manera real y física, porque la cabeza, sin cuerpo, dejaría de ser cabeza[23]. La escolástica por su lado, dice Congar, ha mantenido un lazo entre el Cristo presente, contenido en el sacramento, y su cuerpo místico; pero con la diferencia de que es un lazo con una realidad extrínseca a lo que se halla sobre el altar y que nosotros comulgamos.
   A pesar de esta diferencia, para Congar, en Santo Tomás se puede rescatar la relación entre la eucaristía y la unidad del cuerpo místico[24]. Tomás sabe que un sacramento es “el signo de una realidad sagrada en cuanto es santificante para los hombres”[25].
   La unidad, en cierta medida opacada por la exagerada distinción entre la presencia real de Cristo en la eucaristía y la unidad de la Iglesia, está siendo revalorizada por diferentes teólogos, así por ejemplo W. Kasper piensa que la misión del Espíritu Santo es la de realizar universalmente la obra de Cristo y la de integrar el mundo y la historia en Cristo. Y en cuanto a la acción del Espíritu en la eucaristía, dice que tiene por objetivo la Koinonia (comunión) en Cristo y con Cristo. Esta comunión se tiene que entenderse como participación de Cristo y como comunión personal con él y como comunión eclesial en él. En este sentido, la comunión en la fe personal y eclesial, es el objetivo y la finalidad de la eucaristía[26].
   Queda claro que el sacramento para que tenga su eficacia en los fieles, su realidad, el fruto al que apunta, se requiere una intervención del Espíritu, autor de la caridad y de la unidad en nosotros. Esta caridad, nos dice Tillard, es pascual; está orientada a la realización de la obra de Dios en el mundo, orientada hacia su reino. Jesús está en nosotros, pero será necesario que Espíritu Santo añada su soplo, su fuego, su dinamismo, para que la presencia sacramental de Jesús logre su efecto[27].
   En el final de este estudio, Congar, hace una relación entre la eucaristía y la economía salvífica. Con esto quiere dar a entender que fue necesario que el Espíritu Santo santificara, ungiera, condujera a Jesús, Verbo hecho carne. Interpretando a san Pablo (Cf. 1Cor 15,45), opina Congar, que fue necesario que el Espíritu lo pneumatizara. Dice al respecto: “En la comunión sacramental, recibimos a este Cristo pascual, pero pneumatizado, penetrado por el Espíritu”[28]. Este es el sentido que da el Vaticano II en el Decreto “Presbyterorum Ordinis” a, decir que “… en la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo que por su carne, da la vida a los hombres, vivificada y vivificante por el Espíritu Santo” (PO 5). Para hacernos miembros de Cristo, para consumar y santificar su cuerpo, el Espíritu tiene que realizar en nosotros lo que hizo en Cristo para convertirlo en cabeza.

 

[1] San Cirilo, In Ioam, Lib. XI, c 11 (PG 74, 561), Citado por Y. Congar, o, c., p. 688.
[2] San Atanasio, Primera carta a Serapión: PG 26, 576, citado por Y. Congar, o. c., p. 688.
[3] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, XXVI, 13, t. XIII. Madrid, BAC, 1955.
[4] Cf. Ibid., XXVI, 13.  En el número 14 agrega algo importante: los que comemos del pan de vida no discutimos entre sí, (esto en referencia a los judíos que discutían sobre la imposibilidad de que Cristo les diera de comer su carne), sino que, y aquí viene lo importante, al comer el pan de vida los muchos somos un solo pan y un mismo cuerpo. Por este pan dios nos hace vivir en su casa de una misma y pacífica manera.
[5] Ibid., XXVII, 11.
[6] Congar, Y., o. c., p. 690-
[7] Pedro de Lombardo, Sentencias IV, d. 8, citado por Congar, p. 690.
[8] Santo Tomás, Suma Teológica III, q. 80, a. 1 ad. 3, t. V. Madrid, BAC, 1994. En el artículo. 2, añade algo más sobre este punto que venimos señalando: “Es posible alimentarse espiritualmente de Cristo, en cuanto está presente bajo las especies de este sacramento, creyendo en él y desando recibirlo sacramentalmente. Y esto no es sólo alimentarse de Cristo espiritualmente, sino también recibir espiritualmente este sacramento”. 
[9] Congar, Y., o. c., p. 691.
[10] Cf. ST. I-II, q. 112, a. 1 ad 2.
[11] Santo Tomás, In Ioam., c. 6, lect. 7 &3-5 (ed Cay, N° 972-976), citado por Congar, Y., o. c., p. 691-692.
[12] Sánchez Caro, M., o. c., p. 257.
[13] Cf. Ibid., p. 260-261.
[14] Himno de Fide, VI, str. 17, X, 8. Citado por Congar, o. c., p. 692.
[15] Congar Y., o. c., p. 962.
[16] Esta anáfora, ubicada más o menos a finales del siglo IV o principio del V, es una de  las de unidad más lograda. Esta anáfora se nos presenta como la más acabada por la economía y equilibrio de su redacción.
[17] Sánchez Caro- Pindado, M., o. c., p. 250. La unión de ambas epíclesis, típica de la tradición oriental, expresa que una manera quizá más clara que la tradición latina el sentido teológico fundamental de la Eucaristía: la unidad de todos en Cristo, lograda por la recepción del Espíritu Santo a través de la eucaristía comida y bebida de salvación.
[18] Ibid., p. 248.
[19] San Efrén, Sermones de semana Santa, 2 n°. 8.10 (LAMY, 1,384-136.390, En Jesús Solano, Texto eucarísticos Primitivos, t. I Madrid, BAC, 1952, p. 262.
[20] Ibid., Semón 4 n°. 3-7 (LAMY, 414-428), p. 263-264.
[21] E.P. Siman, L’expérience…, p. 106. Citado por Congar, o. c., p. 693. En el rito bizantino, el sacerdote o el diácono derrama sobre el cáliz, antes de la comunión, un poco de agua hirviendo mientras dice: El fervor del Espíritu Santo. Amen; y el sacerdote introduciendo un fragmento del pan: Cordero en el cáliz: “Plenitud del Espíritu Santo” (sobre este tema Cf. Congar Y., o. c., p. 676 y 693).
[22] Cf. Congar, Y., o. c., p. 693-694.
[23] San Agustín, Sobre el evangelio de san Juan XXVI, 13. Es hermoso el paralelo que hace entre el cuerpo de Cristo y, la cabeza y la Iglesia, el cuerpo místico de Cristo, entre ellos hay una unidad inseparable: ¿Quieres, pues, tú  recibir la vida del Espíritu de Cristo? Incorpórate al cuerpo de Cristo. Esta declaración de san Agustín a ejercido históricamente una larga influencia en los documentos de la Iglesia, se puede ver por ejemplo DH 802, 1635. En la Constitución sobre la liturgia del Vaticano II se nos dice: “Sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad” (SC 47).
[24] Cf. ST, III, q. 73, a. 1 ad 3
[25] ST, III, q. 60, a. 2.
[26] Cf. Kasper, W., L’unité de L’ Eucharistie. En .Revue Catholique internationale Communio t. X, n° 3 (Paris 1985) 56.
[27] Cf. J. M. R. Tillard, La Eucaristía pascua de la Iglesia, París, 1964, p. 60, citado por Congar, p. 695.
[28] Congar, o. c., p. 695.
 
CAPITULO III    LA EPICLESIS DEL SIGLO IV. ¿SON ELLAS
 
CONSECRATORIAS O LAS PALABRAS DE LA INSTITUCIÓN?
 
   Para introducirnos en este tema de vital importancia, es necesario tener en cuenta tres testimonios de los Padres de la Iglesia:
 
A.     Catequesis Mistagógica de san Cirilo de Jerusalén
 
   San Cirilo nos presente este hermoso testimonio, en el que descubrimos su convicción de que la plegaria para que Dios envíe su Espíritu es para haga del pan y del vino en cuerpo y la sangre del Jesús. Veamos lo que nos dice:
 
 
   “Después que nos hemos santificado a nosotros mismos por medio de estos himnos espirituales, invocamos al Dios que ama a los hombres para que envíe al Espíritu Santo sobre las ofrendas a fin de que haga al pan cuerpo de Cristo y al vino sangre de Cristo. Todo lo que toque el Espíritu será santificado y cambiado”. Y en otro lugar se nos dice: “Después de la oración del padre nuestro, el sacerdote dice: ‘las cosas santas son para los santos’. Las ofrendas son santas porque han recibido la venida del Espíritu Santo, y también ustedes son santos porque han sido declarados dignos del Espíritu Santo”[1].
 
 
   En san Cirilo está clara la idea de la consagración es realizada por medio del envío del Espíritu, sin embargo encontramos otros testimonios de él mismo en el que dice que nuestro Señor Jesucristo
 
 
    “Habiendo tomado el pan y dado gracias, lo partió y dio a sus discípulos, diciendo: Tomad, comed, éste es mi cuerpo. Y habiendo tomado el cáliz y dado gracias, dijo: Tomad, bebed, ésta es mi sangre. Habiendo, pues, pronunciado Él y dicho del pan: Éste es mi cuerpo, ¿quién se atreverá a dudar en adelante? Y habiendo Él aseverado y dicho: Ésta es mi sangre, ¿quién podrá dudar jamás y decir que no es la sangre de Él? En otra ocasión convirtió con una señal suya el agua en vino en Caná de Galilea [Cf. Jn 2, 1.11], y ¿no hemos de creerle que cuando convierte el vino en sangre?..”[2].
 
 
   Con este testimonio podemos decir que también existe la posibilidad de ver en Cirilo la convicción de que la en la Eucaristía se hace presente Cristo por medio de las palabras de la institución.
 
B.     Liturgia de san Basilio
 
   Sobre la forma auténticamente primitiva no se ha llegado todavía a un acuerdo. Ciertamente en opinión de los expertos en esta materia, no puede ser Basilio el autor de esta liturgia, más bien se trata de una plegaria eucarística, de tipo claramente sirio- occidental, que se usaría en la gran Diócesis del Ponto y por tanto de Cesárea de Capadocia en tiempos de san Basilio. Este santo Padre habría conocido esta liturgia y sobre ella habría trabajado, siendo el resultado final de este trabajo recensional la anáfora bizantina que lleva su nombre. Nos encontramos, por tanto, ante un texto que se puede remontar hasta los años finales del siglo III o principios del IV[3]. La anáfora de san Basilio es la siguiente:
 
 
   “Te suplicamos y te pedimos, amigo de los hombres, Dios bueno, Señor, nosotros pecadores e indignos siervos tuyos, y te adoramos: Con el beneplácito de tu bondad, venga tu Espíritu Santo sobre nosotros, tus siervos, y sobre estos dones presentados; los santifiques y los hagas santos entre nosotros (…) y haga que este pan se convierta en el cuerpo santo del mismo Señor, Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, para el perdón de los pecados y para la vida eterna de todos cuantos de él participamos. Y que este cáliz (se convierta) en la sangre preciosa de la Nueva Alianza…”[4].
 
 
   Esta epíclesis de san Basilio no parece pedir, al menos en su parte primitiva, la consagración de los dones. Sin embargo, la pide. El verbo que se traduce por “haga” es el griego “anadéixia”, que en esta liturgia y en la bizantina de san Basilio tiene el significado preciso de hacer. Por otra parte la fórmula santo entre los santos es una fórmula superlativa, y se refiere directamente al cuerpo y sangre de Cristo, que es lo más santo de todo lo santo, se trata pues de una epíclesis de consagración[5].
   El verbo anadéixia, que nosotros lo hemos traducido con el significado de hacer, L.Bouyer lo traduce con el término “preséntenos”: “La epíclesis, bajo su forma elemental, introduce al Espíritu como el que “presenta” el cuerpo y la sangre de Cristo bajo los “antetipos” del pan y del vino, nos unirá los unos a los otros en un solo Espíritu (el texto egipcio precisa: en un solo cuerpo y en un solo Espíritu)”[6]. En cambio Salaville lo traduce como “haga de este pan”; asegura, además que el pan y el vino reciben su eficacia de las palabras de la institución, reflejadas en los evangelios sinópticos y en san Pablo:
 
 
   “No se puede afirmar, según nosotros, más claramente, que la anáfora (…), fórmula eucarística transmitida en su conjunto por la enseñanza oral, tiene su centro natural en el relato evangélico de la institución, y en las palabras mismas del Salvador transmitidas por los sinópticos y por san Pablo (…). Nosotros podemos ver como san Basilio en las palabras divinas la forma esencial y única de la consagración”[7].
 
 
   En consecuencia para San Basilio, no habría problema aceptar que la consagración de los dones del pan y del vino se realiza por las palabras de la institución en el Espíritu Santo.
 
C.     Liturgia de San Juan Crisóstomo
 
   Esta liturgia, en palabras de Sánchez Caro, es sin duda la más extendida en el oriente cristiano. Esta anáfora, atribuida a san Juan Crisóstomo, es anterior a él. Su origen parece estar en la plegaria litúrgica de los XII Apóstoles y por lo tanto debe situarse en Antioquía, donde es posible que el mismo santo la haya conocido y quizá revisado cuando ejerció allí su ministerio (386-398). Se calcula que la fecha de su composición debe situarse más o menos en los siglos IV-V, aunque posteriormente se la haya modificado[8]. He aquí el texto de la liturgia de san Juan Crisóstomo:
 
 
   “Te invocamos, te rogamos que envíes tu Espíritu Santo sobre nosotros y sobre estos dones presentados y hagas de este pan el precioso cuerpo de tu Cristo, cambiándolo por tu Espíritu Santo [Amen], y de lo que hay en esta copa, la preciosa sangre de tu Cristo, cambiándola por tu Espíritu Santo [Amen], de manera que, para los que participan de ellos, sean para la sobriedad (Salaville: “purificación”) del alma, la remisión de los pecados, la comunicación de tu Espíritu Santo, la plenitud del reino, el libre acceso cerca de ti, y no para el juicio o condenación”[9].
 
 
   Estudios realizados sobre esta forma litúrgica encuentran en ella la primera fórmula teológica técnica introducida en la liturgia: haz de este pan- el cuerpo- cáliz- sangre- de tu Cristo, transformándolo por el Espíritu Santo. Se pide, pues, no sólo que el Espíritu Santo manifieste que este pan y este vino son el cuerpo y la sangre de Cristo, sino que los haga, los transforme en su cuerpo y sangre. Trata, pues, de una auténtica epíclesis consecratoria[10]. Hablando del sacerdote, San Juan Crisóstomo dice que no está para atraer el fuego, sino al Espíritu Santo; suplica largamente no para que una llama encendida desde arriba consuma las ofrendas, sino para que la gracia baje sobre el sacrificio y encienda por medio de él las almas de todos[11]. Salaville dice que este Padre de la Iglesia, es el más explícito de los orientales para hacer ver que el sujeto de la transformación de la eucaristía es el Espíritu Santo, pero al mismo tiempo está consciente que la eficacia consecratoria de viene de las palabras de Cristo, cita a san Juan Crisóstomo:
 
 
   “No es el hombre quien hace que las oblaciones devengan en el cuerpo y sangre de Cristo, sino Cristo mismo, crucificado por nosotros. El sacerdote es aquel que representa y pronuncia las palabras, pero el poder y la gracia son de Dios. Esto es mi cuerpo dice, él (…). Esta palabra transforma las oblaciones”[12].
 
 
   En una especie de resumen, podemos decir que todas las eucaristías más antiguas tienen el relato de la institución, o hacen alusión a las palabras pronunciadas por el mismo Jesús. Así por ejemplo el Apóstol san Pablo dice:
 
 
   “…El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y después de dar gracias, lo partió y dijo: ‘Este es mi cuerpo que se da por vosotros; haced esto en recuerdo mío’. Así mismo también la copa después de cenar diciendo: ‘Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en recuerdo mío’” (1Cor, 11, 23b-25). San Justino también hace mención a las “palabras de Cristo”[13].
 
 
   Lo mismo hacen Ireneo (Cf. Ad. Haer. V, 2,3) y Tertuliano[14]. Existe por tanto la convicción de que las palabras de Cristo hace la eucaristía, sin menoscabar la acción del Espíritu Santo en los dones eucarísticos.
   En occidente, la afirmación explícita de una consagración de los dones por las palabras de la institución aparece ya en San Ambrosio (+397), según el cual es Cristo quien, por boca del sacerdote, consagra los dones; consagración que acaece en el momento en que las palabras han sido pronunciadas.
   Los escolásticos latinos, para Congar, conocían esta cuestión, pero decían que Cristo concedió a su Iglesia “hacer esto” en memoria de él, pronunciando sus palabras. La institución está unida a la repetición del relato y de las palabras. Esto lo hemos visto ya en San Pablo. Pero los ortodoxos responden que esto no es más que un relato y que es preciso añadir la oración de la epíclesis. Los escolásticos estaban de acuerdo en aceptar que no era más que un relato, pero con la condición de que el celebrante tenga la intención de hablar en nombre y como en persona de Cristo[15].
   Esta discusión tomó cuerpo recién a partir del siglo XVII cuando la teología oriental empezó a defender que la consagración se realiza únicamente por la epíclesis y no por las palabras de la institución. Esta afirmación surgió como consecuencia de las disputas en torno a la figura de Cirilo Lukaris (1638), quien negaba la presencia real del Cristo en la eucaristía. Esta controversia llevó a los orientales a replantear el asunto de la consagración y el momento que ésta tenía lugar.
   En el fondo, por encima de las discusiones, no existe más que una eucaristía, la que Jesús realizó la víspera del día en que fue entregado y nuestras eucaristías siguen teniendo vigencia y vitalidad por la virtud y actualización de esta eucaristía.
   San Juan Crisóstomo nos aporta una luz en esta cuestión y al mismo tiempo clarifica las discusiones entre las dos cristiandades, al decirnos que la palabra del Génesis “creced y multiplicaos” fue pronunciada una sola vez, pero continúa ejerciendo su poder en la procreación de los hijos (Gén 1, 28). Lo mismo sucede con la frase: “este es mi cuerpo”. Pronunciada una sola vez, da, hasta el fin del mundo, su existencia y virtud a todos los sacrificios[16]. Por consiguiente es adecuado hablar de las palabras de la institución.
   El problema no radica en las palabras de la institución, sino en saber por qué medio, por qué mediación es aplicada hoy eficazmente la palabra instituyente al pan y al vino de esta celebración. Nicolás Cabasilas, razona a favor de la epíclesis, fundándose para ello en el testimonio de san Juan Crisóstomo. Pero para san Juan Crisóstomo, como ya lo hemos señalado, no habría problema aceptar la eficacia de las palabras de la institución.
   La conclusión de la cuestión a la que se ha llegado es esta: Cabasilas está de acuerdo que se hace por las palabras del sacerdote (epíclesis), los latinos, por su parte, concluyen: por las palabras de la institución pronunciadas por el sacerdote con la intención de hacer lo que Cristo instituyó y la Iglesia celebra.[17].
   Como conclusión de toda esta discusión se puede decir: “La verdad, de la que son testigos las liturgias y muchos autores, rechaza que sostengamos una sola excluyendo la otra. La consagración de los santos dones es el acto de Cristo, sumo sacerdote, obrando por medio de su ministro y a través de su Espíritu”[18].
  Finalmente es necesario relacionar la obra de Dios en este sacramento con la economía salvífica obrada por él en el Hijo por medio del Espíritu Santo. Por un lado tenemos que destacar la unidad entre la palabra y el Espíritu (Cf. Sal 33, 6; Is 59,21). También está el hecho de que Jesús dispusiera, para actualizar su obra después de él, la misión conjunta del ministerio de los apóstoles y del Espíritu Santo. Este testimonio lo encontramos, especialmente en el Evangelio de san Juan y en los Hechos de los Apóstoles. A este respecto también es digno de mención la estructura trinitaria de la economía salvífica, reflejada claramente en la liturgia de Santiago:
 
 
   “Ten piedad de nosotros, Dios y Salvador nuestro. Ten piedad de nosotros, oh Dios, según tu gran misericordia, y envía sobre nosotros y sobre estos dones santos, que ante Ti te presentamos, tu Espíritu Santísimo, Señor y Dador de vida, que condivide el trono contigo, Dios y Padre, y con tu unigénito Hijo, que reina con vosotros, consustancial y coeterno, que habló por la Ley y los Profetas y descendió en el tiempo de la Nueva Alianza en forma de paloma sobre nuestro Señor Jesucristo en el río Jordán, y reposó sobre él…”[19].
 
 
   Y san Gregorio de Nisa y san Cirilo de Alejandría, nos dicen que “toda gracia y todo don perfecto nos vienen del Padre por el Hijo y son comunicados en el Espíritu Santo”[20].
 

[1] Can Cirilo de Jerusalén, Catequesis XXIII, V, 7, XXIII, V, 19. Buenos Aires, Paulinas, 1985.
[2] Ibid., IV, 1 y 2.
[3] Cf. Sánchez Caro- Pindado, o. c., p. 176.
[4] Ibid., p. 180-181.
[5] Sobre la explicación de esta anáfora en su sentido de consagración se puede ver la nota de Sánchez Caro- Pindado, p. 293.
[6] L. Bouyer, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la priére eucharistique. Paris, Desclée, 1966, p, 288.
[7] S. Salaville, art. Épiclése Eucharintique, en Dictionnaire de Thélogie Catholique, V. Paris, 1913, colonne 235.
[8] Cf. Sánchez Caro- Pindado, o. c., p. 260. Esta misma ideal la encontramos en Salaville en DTC, col. 236-237.
[9] Congar, o. c., p. 665. Cita que corresponde a Bouyer, p. 286; Salaville, col. 195-196. Verificando la referencia a la que remite Congar, comprobamos que la cita está en la columna 236 del DTC.
[10] Cf. Sánchez Caro- Pindado, o. c., p. 318
[11] Cf. San Juan Crisóstomo, El Sacerdote, III, 4. Buenos Aires, Paulinas, 1985.
[12] San Juan Crisóstomo, De prod. Judae, Homil. I, II, n. 6, PG., t. XLIX, col. 360, 389,  citado por Salaville, en DTC, col. 236-237.
[13] Cf. Plegaria eucarística de san Justino, en Sánchez Caro- Pindado, o, c., p. 132.
[14] “…Habiendo tomado el pan y distribuido a sus discípulos, lo hizo su cuerpo diciendo: Este es mi cuerpo, es decir, “figura de mi cuerpo”. Pero no hubiera sido figura, si no fuera cuerpo verdadero. Por lo demás, una cosa vana como es un fantasma no podría la figura” San Ireneo Contra Marción L4 c. 40, en J. Solano o. c., p. 97.
[15] Cf. Congar, o. c., p. 665. Con relación al pedido de parte de los ortodoxos de añadir además la epíclesis cita en esta misma página a Nocolás Cabasilas, Explicación de la divina liturgia, c. XXIX. Y la insistencia de que el celebrante lo hace en nombre de Cristo viene de Duns Escoto, IV Sent., d. 8, q. 2.
[16] Cf, San Juan Crisóstomo, sobre la Traición de Judas, homilía 1, n° 6 (PG 49, 380); Cf. Homilía 2, (589-590), citado por Congar, p. 665.
[17] Cf. Congar, o. c., p. 666.
[18] Ibid., p. 666.
[19] Sánchez Caro- Pndado, o. c., p. 250.
[20] San Gregorio de Nisa, Epístola a Fabliano (PG 45, 125); san Cirilo, En Lucas XXII, 19 (PG 72, 908 y Salaville, col. 236), citado por Congar, p. 666.
 
CAPITULO IV    EL SENTIDO OCCIDENTAL DE LA CELEBRACIÓN

 

 

 
A. Celebración in persona Christi
 
   En la Iglesia Católica es doctrina común y oficial que la consagración del pan y del vino es realizada por las palabras del relato de la institución pronunciadas por un sacerdote con la intención de hacer lo que hizo Jesús y que la Iglesia celebre desde su origen. El sacerdote actúa no por su cualidad o energías personales, sino in persona Christi o nomine Christi, ocupando el lugar o desempeñando el papel de Cristo. La expresión mencionada la podemos encontrar en el término bíblico de “Saliah”, es decir, el mensajero enviado por una autoridad a la que hace presente. Otro antecedente en el que se fundamenta la Tradición Occidental estaría en la idea de que el obispo, especialmente en los primeros siglos de la Iglesia, es la imagen del Padre o la imagen de Cristo en medio de la comunidad y frente a ella.
   En los testimonios más antiguos de la Iglesia, por ejemplo en Clemente de Roma, encontramos la idea de que “Los obispos han sido establecidos por los Apóstoles y que por ello nadie tiene derecho a destituirles de su lugar. Tienen autoridad para ofrecer los dones”[1]. También encontramos otros testimonios en Ignacio de Antioquía, del cual se desprende la idea que el obispo es el modelo, una especie de ícono, pero mezclado con un valor de autoridad y de poder. Dice al respecto:
 
 
   “Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de Ancianos (presbyteroi) como a los apóstoles (…). Que nadie sin el obispo haga nada de lo que atañe a la Iglesia. Sólo aquella eucaristía ha de ser tenida por válida que se hace por el obispo o por quien tiene autorización de él. Dondequiera que aparece el obispo, acuda allí el pueblo, así como dondequiera que esté Cristo, allí está la Iglesia universal (Katholiké). No es lícito celebrar el bautismo o la eucaristía sin el obispo. Lo que el apruebe, eso es también agradable a Dios a fin de todo cuanto hagáis sea firme y válido”[2].
 
 
   San Clemente IV en su carta “Quanto Sincerius” al arzobispo Maurino de Narbona, refiriéndose a las palabras pronunciadas por el sacerdote en la consagración de las especies del pan y de vino, dice: “Guarda con firmeza lo que guarda en común la Iglesia, (…), que ciertamente, bajo las especies del pan y del vino, después de las santas palabras referidas por la boca del sacerdote según el rito de la Iglesia, hay en verdad, realmente y esencialmente el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesucristo” (DH 849).
   A partir del siglo XII, momento en que la primera escolástica estableció su teología de los sacramentos y en concreto la del orden definido como poder de consagrar la eucaristía, se llegó a adoptar la idea de causalidad instrumental de las palabras pronunciadas por el sacerdote. Esta concepción ha conducido a una materialización de la idea del sacerdocio, concibiéndolo como representación de Cristo, desempeñando su papel[3].
   Santo Tomás de Aquino había sostenido que un sacerdote que pronuncia solamente las palabras “esto es mi cuerpo” consagraría el pan a condición de tener la intención de realizar el sacramento. Esta idea de santo Tomás la tenemos que enmarcar en un contexto más amplio para poder entenderla correctamente. Tomás en esta reflexión está respondiendo a aquellos que opinaban que la forma del sacramento no era suficiente para realizar el sacramento. A esta cuestión responde, Tomás:
 
 
   “Es necesario afirmar que si el sacerdote profiriese solamente las palabras referidas con intención de realizar el sacramento, lo realizaría, porque la intención haría que se entendieran como dichas por la persona misma de Cristo, aunque no se dijesen las palabras que preceden. Sin embargo, pecaría gravemente el sacerdote que realizase el sacramento de este modo, por no atenerse al rito de la Iglesia”[4].
 
 
   En consecuencia, la afirmación de Congar de que Tomás pensaba que se podría consagrar con la sola intención, hay que entenderla en su contexto más amplio, de lo contrario se hace decir a Tomás cosas que no estaban pensadas de esa forma.
   Frente a la postura materializada del in persona Christi, Congar piensa que la Iglesia no puede expresarse de ese modo. Para él el in persona Christi es sacramental. Con esto quiere decir “que el sacerdote que celebra el culto de la Iglesia es ya una realidad sacramental, representativa de una realidad espiritual”[5]. En este sentido, el sacerdote es representativo en dos dimensiones: “es representativo de Cristo, Sacerdote soberano, y actúa in persona Christi; es representativo de la Iglesia, de la comunidad de los cristianos y actúa in persona Ecclesiae. Estos dos aspectos no pueden aislarse”[6].
   La Mediator Dei viene a aportarnos algo importante al respecto al decirnos que el sacerdote solamente representa al pueblo porque representa la persona de nuestro Señor Jesucristo en cuanto es cabeza de todos los miembros y por ellos se ofrece a sí mismo, y que se acerca, por ende, al altar como ministro de Cristo[7]. Más aún, esta Encíclica, respondiendo a aquella equivocada concepción del sacerdocio los fieles, dice que
 
 
   “El sacrificio se ofrece principalmente en la persona de Cristo; así, pues, esta oblación que sigue a la consagración es como una testificación de que toda la Iglesia consiente en la oblación hecha por Cristo y que juntamente con él la ofrece (…). La oblación de la víctima es hecha por los sacerdotes juntamente con el pueblo”[8].
 
 
   De esta manera queda testificado la doble representatividad del sacerdote, es decir, de Cristo y de la Iglesia.
   Congar dice que las dos tradiciones (oriental y latina) no niegan que el sacerdote haya recibido en su ordenación un poder, el poder de celebrar la eucaristía y, por consiguiente el de consagrar. Pero esto no significa que pueda hacerlo (permaneciendo) solo[9]. Consagra, no tanto en virtud de un poder inherente a él y del que sería dueño, sino en virtud de la gracia que implora y que es hecha, incluso asegurada, a la Iglesia a través de él[10]. Respecto de lo que nos ha dicho Congar, podemos decir que es verdad que no es dueño de un poder inherente a él, pero también habrá que decir que tiene un poder recibido de Cristo que le hace representante de él y del pueblo fiel. Así por ejemplo nos dice la Mediator Dei: “Pronunciando las palabras de la consagración, Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, se realiza por sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto representante de los fieles”[11]. Es incuestionable el intento que hace Congar de rescatar el sacerdocio común de los fieles, especialmente en la celebración de los sacramentos, pero se tiene que entender bien este sacerdocio, de lo contrario el sacerdocio ministerial pierde su valor.
   Esto que acabamos de mencionar lo mencionaba ya la Mediator Dei años atrás refiriéndose a aquellos que oponían el sacerdocio común al ministerial, así lo dice: “De ahí que opinen que el pueblo goza de verdadera potestad sacerdotal y que el sacerdote obra por función delegada de la comunidad” (DH 1850).
   Algunos teólogos ortodoxos, especialmente Paul Evodokimov, han criticado severamente el in persona Christi, dice al respecto:
 
 
   “Para los latinos, la verba substantialia de la consagración, las palabras de la institución de Cristo, es pronunciada por el sacerdote in persona Christi y ello les confiere el valor inmediatamente consecratorio. Para los griegos, resulta absolutamente desconocido, incluso impensable, semejante definición de la acción sacerdotal- in persona Christi- identificando el sacerdote con Cristo. Para ellos el sacerdote invoca al Espíritu Santo precisamente para que las palabras de Cristo, reproducida, citada por el sacerdote, adquieran toda la eficacia de la palabra- acto de Dios”[12].
 
 
   La vinculación exclusiva de la consagración a las palabras de la institución, algunos teólogos actuales la sitúan en la falta de una epíclesis en la liturgia occidental y según la opinión de otros, se debe a una especie de regresión progresiva de una epíclesis inicial en la liturgia romana en siglo III hasta su total desaparición en los comienzos del siglo IV.
   Haciendo una especie de evaluación de esta discusión, piensa Congar, que ha habido un malentendido, favorecido, a veces, por la tradición latina. Para favorecer una cercanía entre las dos tradiciones piensa que se debe entender de manera correcta el in persona Christi, es decir, que se debe entender en su sentido funcional y espiritual y no en un sentido ontológico- jurídico. Piensa, además, que tenemos que volver a las fuentes antiguas de los Padres de la Iglesia para poder dialogar como hermanos. Para ello es necesario tener en cuenta lo que nos dice San Juan Crisóstomo:
 
 
    “Cristo está allí (…). En efecto, no es un hombre el que hace que los dones ofrecidos se conviertan en el cuerpo y sangre de Cristo; es Cristo mismo, que fue crucificado por nosotros. El sacerdote está allí (realizando una función de figura) y pronunciando estas palabras, pero el poder y la acción son de Dios”[13]. Y en otro texto nos dice: “El sacerdote no extiende las manos sobre los dones hasta después de haber invocado la gracia de Dios (…), no es el sacerdote el que obra lo que sea, es la gracia del Espíritu, que sobreviene y cubre con sus alas, la que realiza este sacrificio”[14].
 
 
   El problema que se presenta, no es doctrinal, sino más bien de terminología. Por ejemplo P. Evdokimov decía que tiene un problema al decir que, a diferencia de la Iglesia católica, el sacerdote ortodoxo no actúa en la persona de Cristo, sino en nombre de Cristo. En el fondo esta discusión es de lenguaje. Pues san Pablo y la totalidad de la tradición están allí para decirnos que el in persona Christi y el in nomine Christi son expresiones equivalentes. El que actúa en la persona de Cristo actúa por el poder del Espíritu conferido en el sacramento del orden; actúa efectivamente in persona Christi para la consumación de la economía del misterio[15].
 
B. Función del Espíritu según la Tradición Occidental
 
   Existen testimonios en los que se menciona que la consagración de las especies es realizada por el Espíritu, aunque haya prevalecido la convicción de que los dones son consagrados por las palabras de Cristo. Así por ejemplo san Ambrosio justifica la divinidad del Espíritu por dos razones: por el hecho de que es nombrado junto con el Padre y el Hijo en el Bautismo y por la invocación en la oblación eucarística[16]. A su vez san Agustín en De Trinitate nos dice: “La consagración que hace de él un sacramento tan grande, le viene de la acción invisible del Espíritu de Dios”[17]. Para Congar, es más que seguro que san Agustín conocía una epíclesis, pero su objetivo apuntaba a hacer de los dones, dones según Cristo, capaces de ser recibidos por él, no de consagrarlos para su conversión en el cuerpo y sangre de Cristo.
    Otro testimonio de gran importancia lo tenemos en la persona de Isidoro de Sevilla (+636). También resalta el testimonio del Sacramentario Leoniano, al decir: “Señor, mira con benevolencia la ofrenda de tu pueblo. Sobre tus altares no es derramado un fuego extraño, ni sangre de animales inmolada. Por la virtud de tu espíritu Santo, nuestro sacrificio es el cuerpo y la sangre del sacerdote mismo, Cristo[18]. El papa Gelasio I (+496) escribiendo a Elpidio de Volterra, se expresaba: “De manera que el Espíritu celeste que invocamos debe venir a consagrar el divino misterio”[19].
   La Liturgia Romana, configurada desde san Gregorio hasta nuestros días, no tiene una epíclesis explícita, a pesar de que el Quam oblacionem, antes de la consagración, y el supplices, posterior a ésta, tengan un valor epiclésico real. Según la opinión de M. Righetti en la misa se invoca al Espíritu ya sea en relación con la consagración o en relación con los frutos de la comunión. Para él la epíclesis del canon romano está implícita. En cambio para J.A. Jungmann la suposición de que se invocó también en la misa romana por algún tiempo el Espíritu Santo para que baje a realizar la transformación de los sagrados dones, no tiene ningún apoyo en los documentos de dicha liturgia[20]. La ausencia de una epíclesis explícita da la liturgia romana, ha sido suplida por un gran número de oraciones, cuya difusión pone d manifiesto que eran usadas de manera común. Por ejemplo la oración del Misal de Pío V, dice: “Señor, te rogamos que tu Espíritu Santo descienda sobre este altar; que bendiga y santifique estos dones ofrecidos a tu majestad y se digne purificar a todos los que lo reciban”[21]. Muchos misales ofrecen la siguiente repuesta al orate fratres: “El Espíritu Santo vendrá sobre vosotros”.
   El testimonio de Pacasio Radberto es digno de mencionar, al decirnos que la consagración se realiza “per sacerdotem super altare in Vero Christi per Spiritum Sanctum”[22]. Estos testimonios, nos explica Congar, se han visto disminuidos, en alguna medida, a causa de la insistencia de las palabras de la institución, insistencia que ha sido provocada por la herejía de Berengario de Tours. Contra el espiritualismo de Berengario, se insistió en la presencia real (Cf. DH 700). A parte de la herejía de Berengario, está también el espíritu jurídico y el trabajo de las escuelas, que han dado un realce privilegiado al momento preciso de la consagración por las palabras de la institución pronunciadas por el sacerdote. Para Tomás de Aquino por ejemplo la consagración se hace por las palabras de la Institución y que el resto no pertenece a la esencia del sacramento, sino que han sido añadidas por otras personas (Cf. ST. III, q. 78, a. 1 ad 4). A parte de esto, Tomás sabe también que el agua del bautismo y todos los demás sacramentos reciben su eficacia del Espíritu Santo como de su causa primera (Cf. III, q. 66, a. 6 ad 1).
   Por este tiempo sobre sale un testimonio hermoso de la profesión de fe prescrita por papa Inocencio III a los Valdenses en 1208, el testimonio es el siguiente:
 
 
    “En nada tampoco reprobamos los sacramentos que en ella celebran (Iglesia), por cooperación de la inestimable e invisible virtud del Espíritu Santo (…), con puro corazón creemos y sencillamente con fieles palabras afirmamos que el sacrificio, es decir, el pan y el vino, después de la consagración son el verdadero cuerpo y sangre de nuestro Señor Jesucristo, y en ese sacrificio creemos que ni el buen sacerdote hace más, ni el malo menos, pues no se realiza por el mérito del consagrante, sino por las palabras del Creador y la virtud del Espíritu Santo”[23].
 
 
   A partir de comienzos del siglo XIV, los latinos encuentran en oriente la posición ortodoxa sobre la función de la epíclesis, esto trajo consigo toda una larga secuencia de promulgaciones de los papas. Benedicto XII en “Cum Dudum” (1341) dirigido a los armenios, dice que para los armenios, según está escrito en las palabras tomad y comed todos de él, esto es mi cuerpo (…), y del mismo modo tomad el cáliz, esta es mi sangre en remisión de los pecados, no se consagra, sino con las palabras: “te adoramos, te suplicamos y te pedimos oh Dios benigno, mandes a nosotros y en esta ofrenda el don que te es consubstancial, el Espíritu Santo, en virtud del cual haz de este pan bendito verdaderamente el cuerpo de nuestro Señor y Salvador Jesucristo…” (DH 1017). También están las declaraciones de Clemente VI [1351] (Cf. DH); Pío VII en el Breve “Adorabile Eucharistiae” (1822), dirigido al Patriarca de Antioquía y a los obispos de Melquitas, les prohibe que en el futuro sigan recitando, además de las palabras de Cristo, aquellas fórmulas eclesiásticas de plegarias (Cf. DH 2718).
   Todos estos llamamientos no han podido impedir que se siga admitiendo la función del Espíritu Santo en la confección del sacramento y consagración de los dones. Así por ejemplo Cornelius a Lapide (1637) exalta el sacrificio de la eucaristía por encima de los levitas en cuanto a su modo de ofrenda “consagrado y transubstanciado por una sublime y misteriosa operación del Espíritu Santo”[24].
   Para Congar la erudición de los franceses del siglo XVII y comienzos del siglo XVIII, volvió a poner en circulación muchos textos de los padres griegos y de las liturgias orientales, esta influencia se puede percibir en numerosos autores que sin prejuicio de las palabras de la institución reservaron al Espíritu Santo un papel en la conversión de los dones.

 

[1] Clemente Romano, en Vives, J., Los Padres de la Iglesia. Barcelona, Herder, 1971, p. 5.
[2] Iganacio de Antioquía, Carta los de Esmirna, 8-9, en José Vives, o, c., p. 33. San Ireneo de Lyon también reflexiona en este mismo sentido al decir que “hay que obedecer a los presbíteros que están en la iglesia, a saber, a los que son sucesores de los apóstoles y que juntamente con su sucesión en el episcopado han recibido por voluntad del Padre el carisma seguro de la verdad (…). Hay que ir a aprender la verdad, es decir, de los que tienen la sucesión eclesial que viene de los Apóstoles…” Ireneo de Lyon, La Iglesia, VII, 164, en Vives, o. c., p. 192-193. 
[3] Cf. Congar, o. c., p. 667.
[4] Santo Tomás, ST, III, q. 78, a. 1 ad 4.
[5] Congar, o. c., p. 668.
[6] Ibid., p. 668. Es interesante mencionar al respecto de la doble representatividad lo que la Comisión doctrinal mixta anglicano- ortodoxa llega a decir: “En la eucaristía se manifiesta continuamente en el tiempo el sacerdocio eterno de Cristo. El celebrante, en su acción litúrgica, tiene un doble ministerio: como icono de Cristo, actuando en nombre de Cristo, para la comunidad y también como representante de la comunidad expresando el sacerdocio de los fieles” (Conferencia de Moscú, 26-7_2-8-1976), n° 27, en “Istina” 24 (1979) 73, ciado por Congar, p. 670.
[7] Cf. Pío XII, Mediator Dei, en DH, 3850.
[8] Ibid, 3851.
[9] La M respondía a aquellos que opinaban que no se podía celebrar sin la asistencia del pueblo: Se deplora después como exageraciones las opiniones de los que reprueban absolutamente los sacrificios  que se ofrecen sin la asistencia del pueblo (…). En estos casos se alega erróneamente el carácter social del sacrificio eucarístico” (DH 1853).
[10] Cf. Congar, o. c., p. 668.
[11] Pío XII, MD, en DH 3952.
[12] L’Ortodoxia (Bibl. Theol.), Neuchatel y París 1959, p. 250. Citado por Congar, p. 669.
[13] Este texto ya lo hemos citado anteriormente en la pág. (….)
[14] San Juan Crisóstomo, De Penitec. Hom. 1, 4; PG 50, 458-59), citado por Congar, p. 670.
[15] Esta cita la toma Congar de Hiéromoine André Scrima, en L’Esprit Sainte et l’Église, p. 115. Congar, p. 670.
[16] Cf. San Ambrosio, Sobre el Espíritu Santo III, 16, 112, Citado por M. M. Garijo, o. c., p. 134.
[17] San Agustín, Sobre la Trinidad III, 4, 10. Madrid, BAC, 1956, p. 280.
[18] Sacramentario Leoniano ed. Foltae, p. 61. Citado Por Congar, o. c., p. 680.
[19] Citado por Congar, o. c., p. 682.
[20] Cf. Righetti, M., Historia de la Liturgia, II. Madird, BAC, 1956, p. 394; Jungmann, J.A., El Sacrificio de la Misa. Madrid, BAC, 1953, p. 749.
[21] Cita del Misal de Pío V. Congar, o. c., p. 680.
[22] De Corpore et Sanguine Domini c. 12, col. 1310-12. Citado por Congar, o, c., p. 682.
[23] Inocencio III, Carta “Eius exemplo” al arzobispo de Terragona, 18-12-1208, en DH 793 y 794.
[24] Comm. In 1Petr., II, 5-9, en Congar, o, c., p. 686.
 
LA EXPRESIÓN LITÚRGICA SEGÚN LAS DOS TRADICIONES
 
   La cuestión de la epíclesis no es un problema de orden trinitario o en donde esté implicado el misterio de la economía salvífica, sino que es una cuestión sacramentaria. El problema está en saber ¿Cuál es la forma del sacramento de la eucaristía? En este sentido, los ortodoxos tienen razón al decirnos que la anáfora eucarística forma un todo del que no se puede aislar y tratar aparte ningún elemento del relato de la institución o de la epíclesis. Ningún ortodoxo pensaría que se consagra por la sola epíclesis. Manuel Gesteira Opina al respecto: “Las discusiones sobre el lugar más conveniente de la epíclesis quedarían zanjada si se admite que toda la plegaria eucarística tiene un sentido consecratorio”[1].
   En occidente por la atención prestada casi exclusivamente a las palabras de Cristo, desde la alta Edad Media, se ha devaluado el resto de la plegaria y casi se ha perdido la unidad  de la plegaria eucarística. Sin embargo, saliendo del contexto de las escuelas, este sentimiento de unidad se ha mantenido vivo en los monasterios de contemplativos durante los siglos XII y XIII. Congar dice que hasta muy avanzada la edad media no hubo interés por precisar el momento de la consagración y ha habido teólogos que han valorado otros momentos del relato; es el caso de Pedro de Lombardo, quien pensaba que un sacerdote excomulgado no podía consagrar porque, colocado fuera de la Iglesia, no podía decir “nosotros te ofrecemos” y el ángel del supplices- epíclesis- no tomaría su ofrenda para trasladarla sobre el altar celeste[2].
   En la actualidad se ha vuelto a tomar el conjunto de la anáfora como un todo. El que una oración sea pronunciado después del relato no significa necesariamente que la consagración haya sido realizada después. Respecto a lo que hemos señalado, Busseut nos viene a dar una luz importante:
 
 
   “Las cosas que celebramos en estas ocasiones son tan grandes, tienen tantos efectos diferentes y relaciones tan diversas, que la Iglesia es incapaz de decirlo todo en un solo momento y divide su operación aunque es una en sí misma (…). Todo esto es fruto y consecuencia del lenguaje humano que sólo puede explicarse por partes. Si aplicamos esta doctrina a la oración de los griegos, desaparecerá la dificultad. Después de las palabras de nuestro Señor, se ora a Dios pidiéndole que cambie los dones en su cuerpo y en su sangre. (…) En este lenguaje místico que reina en las liturgias, y, en general, en los sacramentos, se expresa, frecuentemente, después lo que podría ser hecho antes. O más bien, para decirlo todo, se explica de manera sucesiva lo que se realiza de una sola vez sin indagar los momentos precisos: y, en este caso, hemos visto que puede expresarse lo que ha sido realizado ya, como si sucediera cuando se lo enuncia, a fin de que todas las palabras del santo misterio se relacionen entre ellas y sea sensible toda la operación del Espíritu Santo”[3].
   A partir del principio según el cual la conversión debe ser instantánea se comenzó a precisar el momento de la consagración. No se concibe, como hemos visto en Bosseut, una conversión progresiva, dinámica, de manera que el cuerpo y la sangre de Cristo estarían al principio un poco, después más y, finalmente en su totalidad.
    Santo Tomás se hace el siguiente planteamiento: si se dan mucho celebrantes, se darán también muchas consagraciones. Tomás responde:
 
 
    “Si cada uno de los sacerdotes actuase con una virtud propia, serían superfluos los demás concelebrantes, puesto que la celebración de uno sería suficiente. Pero como el sacerdote no consagra más que in persona Christi, y hay muchos que son uno en Cristo (Gál 3,28), por eso no importa que este sacramento sea consagrado por uno o por varios, con tal que respete el rito de la Iglesia”[4].
 
 
   En comparación con el oriente, piensa Congar que estamos muy lejos, porque allí se da concelebración incluso cuando un celebrante concreto sólo interviene en un solo momento de la celebración o incluso cuando el celebrante no diga nada. En occidente, en cambio, se ha dado mucha importancia a la intención del celebrante. Así por ejemplo Santo Tomás decía que los sacerdotes que concelebran (el día de su ordenación) deben referir su intención de consagrar al momento en que el obispo pronuncia las palabras. Por consiguiente, para santo Tomás es determinante la intención del sacerdote[5]. Y no sólo para santo Tomás, sino para toda la escolástica. En el rito oriental, en cambio, el sacerdote ha ligado la conversión de los dones y su intención a la pronunciación de la epíclesis por la que pide al Espíritu que dé eficacia a las palabras del relato. Esto significa que las palabras sólo tienen eficacia por la venida del Espíritu invocado en la epíclesis. Nicolás Cabasilas dice respecto de lo que venimos señalando: “Creemos que la palabra del Salvador es la misma que realiza el misterio, pero por medio del sacerdote, por su invocación y su oración”[6]. A su vez, P. Evdokimov opinaba:
 
 
    “Para que las palabras de Cristo recordadas por el sacerdote adquieran eficacia divina, el sacerdote invoca al Espíritu Santo en la epíclesis. De las palabras de la anamnesis, toma el pan (…) lo da a sus discípulos (…) diciendo (…) Esto mismo es mi cuerpo, el Espíritu Santo hace la anamnesis epifánica, manifiesta la intervención de Cristo mismo al identificar la eucaristía celebrada con su santa cena, y éste es el milagro de la conversión de los dones”[7].
 
 
   Congar aclara que esta forma de pensar no significa que la conversión de los santos dones no se realice hasta después de haber pronunciado la epíclesis, algo que sostenía el príncipe Max, el cual fue condenado por Pío X[8]. La intención del príncipe Max era reconocer la existencia y la legitimidad de dos genios litúrgicos diferentes en torno a la misma realidad, es decir, la celebración de la eucaristía, recibida del Señor[9].
   De todo lo que hemos venidos señalando, de las opiniones de las dos tradiciones, sacamos la conclusión de que el agente de la conversión eucarística no es ni sólo el ministro ni sólo la palabra de Cristo pronunciada por el sacerdote ni sólo el Espíritu disociado de Cristo o en contraposición a él, sino el Espíritu que ratifica y pone en vigor las palabras y los gestos de Cristo, de modo semejante a como en pentecostés puso en vigor lo realizado en la pascua.
   M. Gesteira, quien sigue la opinión de J.H. Makenna, piensa que el lugar más adecuado para la epíclesis es después de las palabras de la institución, para ello aduce las siguientes razones: 1° Es una tradición muy antigua de las iglesias orientales; 2° Porque esta disposición refleja mejor el esquema de toda la historia de la salvación: la obra del Padre que envía al Hijo y luego al Espíritu Santo para llevar a su plenitud en pentecostés el misterio pascual de Cristo; 3° Se destaca así la insuficiencia de la comunidad y del ministro para realizar por sí solo la presencia de Cristo, aun cuando se utilicen las palabras del Señor: sólo cuando la Iglesia actúa impulsada por el Espíritu de Cristo e imbuida de él acaece la presencia eucarística en su forma normal y no en forma mágica; 4° Aparece más clara la vinculación entre la consagración y la comunión, es decir, entre el proceso de santificación y consagración de los dones y el proceso de transfiguración y consagración de la asamblea creyente, que debe quedar también como los dones, convertida en cuerpo de Cristo. Es ahí donde tiene lugar la edificación del cuerpo de Cristo (Cf. Ef 4, 4-6.12-13.15; 1Cor 12,11-14) y la construcción del templo con piedras vivas que somos nosotros (Cf. 1Pe 2,4-6)[10].

[1] M. Gesterira, o. c., p. 642. Bosseut, escribe al respecto ya hacia 1689: “El Espíritu de las liturgias, y en general, todas las consagraciones, no pretende atarnos a determinados momentos precisos, sino hacernos considerar la totalidad de la acción para ver en ella también en efecto entero” Explication de quelques difficultés sur les priéres de la Messe, á un nouveau Catholoque (1689) n.° XLVI y XLVII. Citado por Congar, o. c., p. 673.
[2] Cf. Pedro de Lombardo, IV Sent., d. 13. Congar dice que santo Tomás de Aquino abandona al maestro en esta parte. Citado por Congar, o. c., p. 671.
[3] Bossuet, o. c., Cita que corresponde a Congar, o. c., p. 671-2. Antes que Bosseut Tomás de Aquino opinada lo siguiente, hablando de la forma de este sacramento: “Pues bien, la conversión puede ser considerada de dos maneras: una, realizándose; la otra, ya realizada, ya hecha. Pero esta forma no debía significar la conversión realizándose, sino ya realizada. Primero, porque esta conversión no es sucesiva, sino instantánea, y en las mutaciones instantáneas el hacerse se identifica con el estar realizado (…)” ST. q. 78, a. 2. 
[4] Santo Tomás, ST. III, q. 82, a. 2 ad 2.
[5] Ibid., III, q. 82, a. 2
[6] N. Cabasilas, Explicación de la Divina Liturgia XXIX (SChr 4, p. 152. Citado por Congar, o. c., p. 673. Estas palabras a las que hace referencia se tratan de la aplicación  de las palabras pronunciadas por Cristo en la cena y que el sacerdote reproduce en forma de relato para aplicarlas  a las oblaciones.
[7] P. Evdokimov, o. c., (n. 4), p. 103-104), Cita correspondiente a Congar, o. c., p. 673.
[8] El papa pío X respondía de la siguiente manera: Más ni siquiera queda intacta la doctrina católica sobre el santísimo sacramento de la eucaristía, al enseñarse audazmente poderse aceptar la sentencia que defiende que entre los griegos las palabras de la consagración no surten efecto sino después de pronunciada la oración que llaman epíclesis, cuando, por el contrario, es cosa averiguada que a la Iglesia no le compete derecho alguno de innovar nada acerca de la sustancia misma de los sacramentos. La equivocación del Príncipe Max consistía en separar los dos momentos, atribuyendo así una epíclesis de autonomía a la epíclesis, algo extraño a la teología ortodoxa. (DH 3556).
[9] Cf. Congar, o. c., p. 673.
[10] Cf. M. Gesteria, o. c., p. 643-644.
 
LA EPICLESIS EN LAS NUEVAS PLEGARIAS EUCARÍSTICAS
 
   La presencia del Vaticano II y las nuevas corrientes de pensamiento, en el pensamiento de Congar, han devuelto a la Iglesia católica la vida, es decir, que han vuelto la mirada a la fuente patrística con la finalidad de renovar la liturgia eucarística y por ende, liberar asperezas generadas a raíz de malos entendidos. En concreto las nuevas plegarias eucarísticas contienen dos epíclesis o invocaciones al Espíritu Santo. La primera epíclesis, de consagración, invoca la venida del Espíritu Santo sobre los dones del pan y del vino para que sean cambiados en el cuerpo y sangre de Cristo. Esta primera epíclesis es llamada epíclesis sobre los dones o epíclesis de consagración. La segunda epíclesis, llamada de comunión, es aquella oración al Espíritu para que realice la unidad de aquellos que han de comulgar el cuerpo y la sangre del Señor.
   Si la res sacramenti, si el efecto sacramental propio de la gracia de la eucaristía es la unidad del cuerpo eclesial con su cabeza, que es Cristo, esta segunda epíclesis invoca la venida del Espíritu Santo, por medio de la Eucaristía, sobre aquellos que comulgan para que alcancen aquella unidad a la que tiende por entero el misterio de la celebración eucarística. Esta comunión obrada por el Espíritu Santo, no anula al individuo sino que lo personaliza en su identidad más profunda.
   Ambas epíclesis constituyen momentos centrales de la celebración, valorado aún más en la tradición oriental que en la occidental. Veamos por ejemplo la plegaria eucarística IV de la tradición occidental:
   Antes de las palabras de la Cena, y luego de un admirable desarrollo histórico salvífico, el texto afirma:
“Y porque (para que) no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó. Envió, Padre, al Espíritu Santo como primicias para los creyentes a fin de santificar todas las cosas llamando a plenitud su obra en el mundo...”
   A continuación prosigue la epíclesis sobre las ofrendas:
   “Por eso, Padre, te rogamos que este mismo Espíritu santifique estas ofrendas, para que sean cuerpo y sangre de Jesucristo, nuestro Señor, y así celebremos el gran misterio que nos dejó como alianza eterna…”
   Esta epíclesis constituye una invocación al Padre para que envíe el Espíritu santificando los dones del pan y el vino de modo que lleguen a ser cuerpo y sangre del Señor. En esta epíclesis de consagración, el Espíritu aparece como el agente santificador principal que obra la mutación de los dones por medio de la acción celebrativa del sacerdote, que celebra in persona ecclesiae y también in persona Christi.
   En cuanto a la segunda epíclesis, de comunión, tiene lugar, como en todas las plegarias eucarísticas latinas, después de las palabras de la cena y de las palabras de recuerdo del memorial que se celebra. El texto reza de la siguiente manera: “Dirige tu mirada sobre esta Víctima, que Tú mismo has preparado para tu Iglesia, y concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de tu glria”.
   La oración dirigida al Padre comienza pidiendo que contemple las ofrendas consagradas, que son una víctima sacrificial, Cristo allí ofrecido, y a continuación pide que cuantos compartan, es decir, coman y beban el pan y el cáliz consagrados, sean congregados por el Espíritu Santo en un solo cuerpo, con un sentido oblativo y sacrificial subrayado de un modo peculiar.
   Aparece claramente en esta plegaria eucarística el significado de unidad que tiene la eucaristía, junto al momento de co-ofrecimiento de los cristianos con Cristo al Padre en virtud de la acción del Espíritu Santo por medio de la misma eucaristía.
   Reflexiones actuales que pretender ver toda la celebración eucarística como epiclética hay muchas, por ejemplo tenemos la reflexión del documento de Munich sobre el misterio de la Iglesia y la Eucaristía (1982) de la comisión oficial mixta orotodoxo-católica de diálogo ecuménico:
 
 
   “La misión del Espíritu permanece unida a la del Hijo. la celebración de la eucaristía revela las energías divinas manifestadas por el Espíritu, operantes en el cuerpo de Cristo (…) El Espíritu transforma los dones sagrados y la sangre de Cristo a fin de que se realice el incremento del cuerpo que el la Iglesia. En este sentido, toda la celebración es una epíclesis, más explícita en ciertos momentos. La Iglesia se encuentra permanentemente en estado de epíclesis. El Espíritu introduce en la comunión con el cuerpo de Cristo a los que participan de un mismo pan y de un mismo cáliz. A parir de aquí, la Iglesia manifiesta lo que es; el sacramento de la koinonía trinitaria, la “morada de Dios entre los hombres” (Ap 21,4)”[1].
 
 
   Como podemos observar, en este texto se manifiesta claramente la intención de volver a tomar la eucaristía como un todo, en la cual la acción del Espíritu Santo es de vital importancia, es el que introduce a los participantes en la comunión.

[1] A. Espezel, Iglesia, Eucaristía y Espíritu santo, en Communio N° 5 (Buenos Aires 1998), p. 45-46.
 
CONCLUSIONES
 
   Desde la perspectiva bíblica no encontramos una referencia explícita sobre la invocación del Espíritu Santo para que consagre los dones eucarísticos, apenas encontramos el verbo invocar el nombre de Dios o de Jesús. La reflexión de la epíclesis, en la que se pide ya sea al Padre o al Hijo, el envío del Espíritu Santo para que haga santos los dones de la Iglesia, recién aparece a partir del siglo III. Según algunos estudios recientes, la epíclesis más antigua estaría entre la liturgia de Addai y Mari y la liturgia de los XII Apóstoles. En ellas encontramos ya una clara conciencia de la invocación del Espíritu sobre los dones del pan y del vino y sobre los participantes.
   Desde los orígenes de la reflexión teológica sobre la eucaristía ha habido la intención de relacionarlo no sólo con el misterio de la eucaristía sino también con los otros misterios de la salvación. Encontramos por ejemplo en las primeras anáforas la relación entre la epíclesis y la encarnación: ese Espíritu Santo que actúo en la encarnación del Verbo es ese mismo Espíritu que transforma los dones del pan y del vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. También se relaciona la epíclesis con la anámnesis. De este modo, la epíclesis sobre los dones se presenta como la explicitación pneumatológica de anámnesis pascual. Esto permite ver la presencia real del resucitado en la eucaristía, no sólo como presencia anamnética, sino como presencia pneumatológica. Y finalmente, en los Padres de la Iglesia, es común invocar la presencia del Espíritu Santo sobre los dones de la Iglesia y sobre los fieles. De esta forma, la epíclesis nos recuerda que la consagración no sólo es consagración de los dones, sino también de la comunidad y de las personas que la constituyen.
   Los Padres alejandrinos nos recuerdan que así como la comunión hace miembros de un mismo cuerpo a los que participan de ella, así también el Espíritu conduce a todos a la unidad espiritual. En la tradición de la siria occidental era doctrina común pensar que la acción del Espíritu Santo en la eucaristía se hace extensiva a toda la economía cristológica de la salvación: El Espíritu vino primero sobre Jesús y lo llenó. De este manera Jesús mismo llenó el pan y la copa eucarística del Espíritu Santo. Sólo de esta manera, la eucaristía tiene la capacidad de transformar los corazones de los fieles y hacer operante en ellos la salvación manifestada como presente en la celebración de la eucaristía.
   San Agustín por su parte, como representante de la Tradición Latina, nos presenta una hermosa relación entre el cuerpo de Cristo eucaristizado y el cuerpo eclesial. San Agustín piensa que en el altar no está sólo la presencia real del cuerpo de Jesús, sino también su cuerpo, es decir, la Iglesia, porque Cristo, para San Agustín, no puede existir sin su cuerpo. La participación de los fieles en la eucaristía no se reduce al mero comer y beber, sino que tiene que ser una comunión que lleva a participar del Espíritu a fin de permanecer como miembros del cuerpo del Señor y vivir de su Espíritu.
   La unidad lograda por medio del Espíritu Santo entre el cuerpo de Cristo y la Iglesia, a partir de Pedro de Lombardo, con la distinción entre la realidad apuntada, el cuerpo personal de Jesús y la realidad apuntada pero no contenida, la unidad de la Iglesia, ha sido concebida de forma extrínseca y por lo tanto se ha llegado a romper la unidad antigua.
   Tanto en la liturgia de Cirilo de Alejandría como en la de Juan Crisóstomo encontramos la convicción de que la consagración del pan y del vino en el cuerpo y sangre de Jesucristo se hace por la invocación del envío del Espíritu Santo. De manera particular, la liturgia de san Juan Crisóstomo, la más elaborada y con un lenguaje técnico, pide el envío del Espíritu no sólo para que manifieste la presencia de Cristo en los dones, sino para que los haga, los transforme en su cuerpo y en su sangre. Pero al mismo tiempo se puede encontrar en estos santos padres la convicción de que la eficacia consecratoria de las especies viene de las palabras de la institución.
   En occidente por el contrario ha sido doctrina común, ya desde san Ambrosio, considerar que la consagración se realiza por las palabras de la institución, pronunciadas por el sacerdote con la intención de hacer lo que Cristo hizo y la Iglesia celebra. Esta postura ha llevado a malos entendidos entre las dos tradiciones, especialmente a partir del siglo XVII. En este período de la historia, los orientales llegan a decir que la consagración de los dones se realiza únicamente por la epíclesis y que el resto no es más que un relato. El problema generado entre las dos tradiciones no está en las palabras de la institución o en la epíclesis, sino en saber por qué medio o mediación son aplicadas hoy las palabras de la institución al pan y al vino. Hoy en día, superadas las discusiones de las dos tradiciones, se acepta que la consagración de los dones eucarísticos es el acto de Cristo, obrado por medio de su ministro y a través de su Espíritu Santo. Esta manera de presentar la consagración de las especies eucarística está fundada en la misma obra de la salvación, en la cual Dios obra por medio del Hijo en el Espíritu Santo y también está fundada en la misma actitud de Jesús que dispuso para continuar la misión conjunta del ministerio de los apóstoles y del Espíritu Santo.
   El problema generado en torno al in persona Christi o in nomine Christi más que un problema doctrinal es un problema de terminología. Este problema se ha ido solucionando paulatinamente en la medida en que se ha ido explicando que el sacerdote es representante de Cristo no desde el sentido ontológico y jurídico, sino en el sentido de que es representante de una realidad espiritual. Ambas tradiciones están de acuerdo que el sacerdote ha recibido un poder en su ordenación, el de celebrar la eucaristía. En definitiva podemos decir, que el agente de la conversión eucarística no es ni solo el ministro que celebra in persona Christi e in persona ecclesiae, ni solo las palabras de Cristo pronunciadas por el sacerdote ni solo el Espíritu disociado de Cristo, sino el Espíritu que ratifica  y pone en vigor las palabras y los gestos de Cristo por medio del ministro ordenado.
   Es sabido que toda la anáfora para los orientales, más que para los latinos, forma un todo. En la actualidad se ha vuelto a tomar la plegaria eucarística como un todo. El que una oración se haya sido pronunciado antes o después no significa que la consagración haya sido realizada después. Pues, la Iglesia es incapaz de decirlo todo en un solo momento, ella divide sus operaciones, aunque es una en sí misma. Todo es fruto del lenguaje humano que sólo puede expresarse con intervalos de tiempos. Aplicado esta doctrina a la oración de los griegos el problema se soluciona. El intento de retomar la eucaristía como un todo y de volver a las fuentes más antiguas de la liturgia ha sido introducido por el Vaticano II y por las nuevas corrientes de pensamiento, sobre todo en el plano del ecumenismo. Este intento lo tenemos reflejado de una manera palpable en las nuevas plegarias eucarísticas del Misal Romano, en las que encontramos una epíclesis pidiendo la venida del Espíritu Santo para que transforme los dones en el cuerpo y sangre de Cristo y una epíclesis que pide la unidad y consagración de los fieles.
   A modo de observación al aporte de Congar sobre la epíclesis eucarística, podemos concluir que no tiene en cuenta el aporte de las nuevas plegarias eucarísticas. Su espíritu ecuménico, con la finalidad de rescatar la riqueza de la Tradición Oriental, en cierto sentido, le hace inclinar su balanza de manera arbitraria a la Tradición mencionada. Esto lo encontramos sobre todo al momento de hablar de la concelebración. No menciona en ningún momento el aporte de la Constitución sobre la liturgia del Vaticano II. Pues, la Sacrosantum Concilium habla claramente de la concelebración en la eucaristía, sobre todo, recomienda que se concelebre en las comunidades religiosas y en ciertas fechas del calendario litúrgico.
 
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