I

NATURALEZA DE LA PRUDENCIA CRISTIANA


1. «Pero nosotros tenemos la mente de Cristo» (1 Co 2,16)

«El fin de una vida virtuosa —dice san Gregorio de Nisa— es llegar a ser como Dios» 1. Dado que las virtudes típicamente cristianas de fe, esperanza y caridad desempeñan una función preminente en la vida moral del creyente, el teólogo dedica a estas virtudes una consideración de primer orden en cualquier tratado sobre la vida moral. Pero como nos recuerda el libro de los Proverbios, «el cauto medita sus propios pasos» (Pr 14, 15), por eso el cristiano necesita de otras virtudes humanas para llevar una vida buena. Y la tradición señala la prudencia como la primera de estas virtudes. La prudencia abre la mente humana al mundo de los valores y de la verdad moral. En el seno de la comunidad eclesial la prudencia humana alcanza una perfección totalmente nueva. Von Balthasar afirma que la «apertura a los "gentiles" (Ga 3, 14) tiene lugar en la reunificación en torno a Cristo Jesús y en el don del Espíritu Santo que se derrama sobre los creyentes» 2. El mismo tipo de apertura tiene lugar en la vida moral a través de las transformaciones graciosas de las virtudes humanas, eso que llamamos virtudes infusas. Y puesto que Jesús ha prometido la guía del Espíritu Santo a todos aquellos que están reunidos en su nombre, el cristiano es aquel cuya alma está llena del discernimiento gracioso que continúa desarrollándose durante el curso de una vida virtuosa. Por eso, como observa justamente Orígenes, Cristo ama las virtudes.

En la Summa theologiae, santo Tomás de Aquino elabora un esquema, particularmente válido, para establecer un acercamiento a la vida cristiana centrada en la virtud, y perfila su esquema con estas palabras:

Reducida, pues, la materia moral al tratado de las virtudes, todas ellas han de reducirse a siete: las tres teologales, de las que se tratará en primer lugar, y las cuatro cardinales, de las que se tratará después. En cuanto a las virtudes intelectuales, hay una, la de la prudencia, que está contenida y se la enumera entre las cardinales 3.

En el conjunto de la segunda parte (secunda pars), santo Tomás dedica 170 quaestiones a clarificar el tema de las virtudes; en esa misma sección, relaciona específicamente estas virtudes con las vocaciones y carismas especiales que florecen dentro de la comunidad cristiana. Naturalmente, esta parte dedicada a las virtudes morales ocupa sólo la segunda mitad de todo el tratado de cuestiones morales de santo Tomás. En la primera sección de la secunda pars, santo Tomás desarrolla los principios más generales de la moralidad cristiana, entre los que subraya el telos último de la vida intelectual: la santa visión de Dios. El cardenal Ratzinger afirma: «En la tradición cristiana, la moralidad tiene su punto de partida en aquello que el Creador ha puesto en el corazón de cada uno: la necesidad de felicidad y ardor; [y así] el ser humano se parece a Dios por el hecho de que puede amar y es ca-paz de verdad» 4. El cristiano prudente, hombre o mujer, se ha revestido de la mente de Cristo, de modo que el poder de Cristo puede transformar a la persona en su totalidad, su mente y su corazón. Las virtudes infusas no sólo conducen la moralidad cristiana a su perfección, sino que preparan al creyente para la gozosa visión de Dios.


2.
¿Qué es una virtud cristiana?

Sabemos que santo Tomás, en la Summa theologiae, comienza su análisis de la virtud con una definición estándar de virtud, típica de los manuales y común entre los moralistas del siglo XIII: «La virtud es una buena cualidad de la mente por la que se vive rectamente, de la cual nadie usa mal, producida por Dios en nosotros sin intervención nuestra» 5. Siguiendo el procedimiento normal, podemos considerar cada elemento de la definición tal y como lo explica santo Tomás en su visión teológica general de la vida moral. En primer lugar, la causa formal: «la virtud es una buena cualidad de la mente». Para Tomás de Aquino, la virtud pertenece a la categoría general de cualidad, y más específicamente la sitúa entre ese tipo de cualidad que Aristóteles llamó habitus. Como noción filosófica, habitus significa la perfección humana de una capacidad operativa, de modo que una persona no sólo obra, sino que obra bien. Dado que las virtudes cambian realmente las sustancias particulares a las que éstas se adhieren, estos buenos habitus modifican o modelan las capacidades psicológicas de la persona humana. Pero esto sucede de una forma que concierne, sustancialmente, a la capacidad virtuosa de la persona en la expresión de una amplia gama de creatividad y de iniciativa humana. La fe del Nuevo Testamento no produce una molesta uniformidad, sino que más bien el cristiano experimenta una especie de segunda naturaleza, en conformidad con los valores del Evangelio, que hace vivir una vida recta, disponible, alegre y sencilla. Debido a que la virtud es flexible, la persona virtuosa puede decidir y obrar sobre las cuestiones morales que derivan también de las más complejas circunstancias de la vida moral.

En segundo lugar, la causa material: ya que la virtud ejemplifica una realidad moral o espiritual, estrictamente hablando, la virtud no tiene causa material. Para el análisis hablamos más bien de los sujetos en los que las virtudes existen como sustitutivos de su causa material. Estos sujetos incluyen todas las potencias racionales o capacidades del alma humana: intelecto, voluntad (apetito racional), y los apetitos sensitivos. Para poseer la naturaleza humana en sí misma, no es suficiente con causar la virtud, sino que más bien, la virtud adquirida se desarrolla por algún ejercicio deliberado de las capacidades o potencias humanas, es decir, intelecto, voluntad, apetitos sensitivos 6.

En tercer lugar, la causa eficiente: «producida por Dios en nosotros sin intervención nuestra». Mientras las acciones humanas pueden explicar el desarrollo del habitus que llamamos virtud adquirida, la definición considera las virtudes infusas como auténticos dones de la gracia divina. Es decir, estas formas virtuosas proceden directamente del poder del Espíritu Santo, que por sí solo actúa como causa eficiente de su comienzo y de su permanencia en nosotros. Y dado que su origen y su desarrollo dependen de la fuerza divina, las virtudes morales infusas obran sólo dentro del contexto más amplio de la vida teologal, de la fe, de la esperanza y de la caridad.

En cuarto lugar, la causa final: «por la que se vive rectamente, de la cual nadie usa mal». En cuanto habitus operativo, el fin o causa final de la virtud sigue siendo el cumplimiento de la misma acción virtuosa. Por definición, el ejercicio de la virtud se obtiene solamente asumiendo objetos buenos. Cada una de las virtudes morales delimita formalmente un área del esfuerzo humano, aunque sin especificar la forma exacta que asumirá toda opción buena. La bondad moral que las virtudes realizan abraza el entero universo de los objetos morales, del mismo modo que éstos, a su vez, conducen a nuestra posesión del supremo objeto de todo deseo o búsqueda humana. Desde el punto de vista teológico, no existen realmente «bienes de base humanos» universales, en cuanto que toda acción virtuosa que de algún modo es realizada incluye una base buena o fundamental para el crecimiento humano de la persona que actúa.

A pesar de que existen notables excepciones a esta regla general, hoy la teología cristiana no tiene muy en cuenta esta distinción entre virtud infusa y virtud adquirida. Dos factores explican este hecho. El primero emerge de las discusiones en el ámbito general de la antropología teológica, y especialmente del interés popular que una visión totalizante de naturaleza y gracia ha gozado en el período de la teología postconciliar. Algunos censuran el renacimiento de la neoescolástica leonina por su fracaso a la hora de afrontar los desafíos que las filosofías contemporáneas, centradas en la persona, llevan adelante, aunque tomistas del siglo XX como Jacques Maritain, por ejemplo, podrían valorar y desarrollar perfectamente la distinción entre persona y naturaleza, ya sea común o individual. Hoy, sin embargo, la mayoría de los teólogos cristianos están dispuestos a considerar solamente la persona individual, como una persona agraciada, es decir, en cuanto que goza de los beneficios de una relación personal y activa con la Santísima Trinidad. El resultado es que no se ha hablado demasiado sobre la persona como criatura, precisamente en cuanto que posee una naturaleza humana creada. Ni se reivindica que, en la teología cristiana, la creación representa propiamente una noción teológica a la que se da mucha importancia. A mi modo de ver, existe una conexión entre esta visión de la naturaleza y de la gracia y el hecho de que los teólogos moralistas hayan gozado de un amplio espacio para sus especulaciones acerca de lo que es o no perfecto en la naturaleza humana, y el porqué tanto desde el púlpito como desde cualquier otro tipo de tribuna vemos dudar a los moralistas antes de pronunciar cualquier tipo de juicio sobre algunas formas de conducta humana claramente inmorales, o todavía peor, disculpándolas por completo. Dado que los teólogos moralistas son propensos a describir el estado actual del creyente exclusivamente con el uso de las categorías de la gracia y de la gloria, prestan menos atención a la naturaleza humana con sus capacidades específicas y teleologías intrínsecas. Para utilizar la descripción de san Agustín acerca del conocimiento de los ángeles, los teólogos prefieren examinar la vida moral a la luz de la Palabra. Pero ¿puede acaso esta inclinación evitar el riesgo de crear cierta extraña ambigüedad? Por ejemplo, si estas visiones totalizantes de la naturaleza y de la gracia se resuelven en una confusión acerca de la responsabilidad moral de la persona que participa en la vida de Cristo, nosotros mismos nos encontramos frente a antinomias como la de los grupos católicos que sostienen el «derecho al aborto» o admiten la forma de vida homosexual.

En segundo lugar, entre los teólogos moralistas está muy arraigada la costumbre de establecer normas y reglas para la conducta moral. El decálogo, naturalmente, provee una garantía suficiente para la praxis catequética de la Iglesia de utilizar los mandamientos para enseñar la vida cristiana a los fieles. Me refiero más bien a la moda, corriente entre los moralistas, de especular sobre la vida moral en términos de conducta normativa, que es establecida exclusivamente por el recurso a la pura obligación de uno u otro tipo. Tanto los que prefieren la formulación de normas morales absolutas, como los que quieren amortiguar la realidad, proponiendo de nuevo algo equivalente a la casuística moral, por ironía de la fortuna, sostienen el mismo paradigma fundamental que la moral fundada en la norma. Sin embargo, lo verdaderamente importante es que aquellos que desarrollan una teología moral, exclusivamente en términos de normas morales, de forma absoluta o no, prestan una escasa atención a las necesidades de la naturaleza humana y a sus reales potencias activas que operan en la vida moral. Estas producen más bien algo que yo definiría como una moralidad cerebral, en la que la ley natural, si no es enteramente rechazada, es descrita principalmente como producto de la inteligencia del hombre. Y esto es verdad hasta tal punto que los teólogos moralistas revisionistas muestran poco entusiasmo al hablar de las virtudes de la vida moral. Ya que no reconocen que el habitus puede servir como fuente verdadera de la acción en la persona humana, ni que la prudencia puede ponerse a prueba con el más amplio conjunto de circunstancias de la vida real, la mayoría de dichos moralistas acepta solamente que alguna forma de razonamiento proporcional puede verdaderamente ayudar a la persona perpleja que debe realizar una opción moral.

Cuando el teólogo indaga acerca de lo que la gracia santificante infunde en una vida de virtud, la simple afirmación de que las virtudes morales adquiridas pueden desarrollarse en el interior de una vocación sobrenatural a la bienaventuranza y a la praxis sacramental de la caridad divina, no es suficiente. Por eso, esta propuesta ofrece solamente una explicación extrínseca, en la cual la vida cristiana proporciona tan sólo una oportunidad para una enseñanza sobre la virtud. Pero santo Tomás, y la tradición que le sigue, propone una visión integrada de las virtudes infusas. Al contrario de aquellas escuelas teológicas que consideran la fe teologal y la caridad como realidades suficientes para explicar al cristiano virtuoso, la ética tomista se atreve a considerar las virtudes infusas como la verdadera forma que existe en las potencias operativas de la naturaleza que pertenecen al cristiano que ama a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a sí mismo. La clara enseñanza de Trento es que los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas son patrimonio de todo creyente justificado. Estas gracias no constituyen exclusivamente mérito de los santos.

La virtud da forma a la vida del cristiano en el camino de la bienaventuranza. Por eso santo Tomás explica del siguiente modo la necesidad de la acción divina especial en la vida virtuosa:

Entre estos principios naturales que la humanidad posee para su perfección en el orden natural, como hemos dicho anteriormente, hombres y mujeres tienen necesidad de un habitus virtuoso... Así también entre los principios sobrenaturales [de la gracia y de las virtudes teologales], somos dotados por Dios mediante ciertas virtudes infusas que nos perfeccionan ordenando nuestras acciones a su propio fin, que es la vida eterna7.

La vocación universal a la santidad determina el motivo de la existencia de las virtudes infusas. Nuestro comportamiento se debe conformar a todo aquello que orienta hacia la vida eterna, y ni la fe ni la caridad en sí mismas bastan para transformar cualquier aspecto característico de la vida moral, de modo que nuestras opciones estén cada vez más centradas en Dios y sean dirigidas hacia El. La carta a los Filipenses expresa este concepto del siguiente modo: «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (Flp 4, 8).

Las virtudes infusas describen el tipo de vida que es propio de la Ciudad de Dios, la celeste ciudad de la gracia 8. Mientras que es totalmente legítimo hablar de la perfección que existe en la misma naturaleza humana, la perfección definitiva de toda alma, en cambio, simpliciter loquendo, como dicen los escolásticos, procede solamente de la unión con Dios. En un texto del De veritate, santo Tomás explica de nuevo que «no tenemos necesidad de habitus infusos para aquellas actividades que son dictadas por la razón natural, sino precisamente para una mayor capacidad de la misma actividad» 9. Esto significa que las virtudes infusas, en cuanto operantes en la vida de fe, proveen a un más seguro y cierto cumplimiento de las acciones buenas que conducen a la felicidad, si bien en algunos casos producen la misma acción, materialmente considerada, es decir cuando las virtudes infusas y adquiridas de una disciplina personal moderan el espíritu de las emociones y sostienen las emociones que llevan a la disputa.

La escuela de los comentadores tomistas explica las diferencias entre virtudes adquiridas e infusas de modo distinto. El cardenal Cayetano, comentador renacentista del siglo XVI, considera la diferencia a partir de la causa de las virtudes infusas, del objeto formal y de su relación a un fin. Ante todo, el objeto formal: las virtudes infusas tienen un objeto formal distinto respecto de las virtudes adquiridas, porque las virtudes infusas operan según un principio más elevado —secundum regulam divinam 10—, esto es, según la norma divina. La diversidad en el objeto formal es realizada de forma diferente en las virtudes de disciplina personal, la justicia y la prudencia. Para la justicia y las virtudes ligadas a ella, un nuevo objeto formal cambia también la causa material de estas virtudes, lo que equivale a decir el material mismo que la justicia transforma o, como se expresa el concilio Vaticano II, «el material del reino de los cielos» 11. Por otra parte, el elemento material de las virtudes de disciplina personal, es decir los espíritus tempera-dos y firmes, y las energías sostenidas y reforzadas en la fortaleza, son las mismas tanto para las virtudes adquiridas como para las virtudes infusas. En segundo lugar, la diferencia en la causa y en el efecto significa que Dios permanece como origen y objetivo final de las virtudes infusas. San Pablo ora para que todo creyente alcance la «madurez de la plenitud de Cristo» (Ef 4, 13) 12. Las virtudes infusas, como una categoría del orden moral, realizan en el comportamiento humano una unidad de fe y conocimiento de Jesucristo que es prometida a todo aquel que abraza el Evangelio.

En cuanto verdadero habitus de la persona, la virtud moral cristiana nunca conlleva una represión de las pulsiones sensitivas, sino que más bien ordena estas inclinaciones de nuestra naturaleza según la mente de Cristo 13. Las virtudes infusas, ligadas a las cardinales de templanza y fortaleza, difieren de la continencia y de la perseverancia; estas disposiciones, incluso cuando se hallan en el cristiano, explican sencillamente un voluntarioso re-forzamiento de la moderación frente a realidades atrayentes y un fortalecimiento frente a las realidades dañinas. La verdadera virtud realiza más que una simple tregua entre las pasiones desordenadas y los imperativos de la voluntad formada, instruida debidamente; esto marca el límite de la razón sobre las mismas pasiones. Sin embargo, dado que las virtudes infusas o cristianas forman parte de la vida teologal de fe, esperanza y caridad, el cristiano realiza la vida virtuosa solamente en el contexto de una vida de fe en Cristo, del que san Pablo escribe: «el cual no es débil para con vosotros, sino poderoso entre vosotros» (2-Co 13, 3). A quien cree en él, Cristo le otorga la plena medida de la virtud «pues, ciertamente, fue crucificado en razón de su flaqueza, pero está vivo por la fuerza de Dios» (2 Co 13, 4). Y por lo tanto, ni la degeneración del apetito ni la debilidad del intelecto pueden hacer vano el poder de Cristo en nuestra vida. Ya que las virtudes teologales refuerzan las virtudes morales infusas, el amor de Cristo abre el camino a la perfección final de todos los hombres y mujeres creados a imagen de Dios.


3. Naturaleza de la prudencia cristiana

Para explicar la importancia de la prudencia en una doctrina moral característicamente cristiana pero exhaustiva, la tradición cristiana y especialmente santo Tomás, han utilizado abundantemente la noción clásica de phronesis, o razón práctica 14. La prudencia cristiana, sin embargo, no revela ninguna de las restricciones presentes en los sistemas filosóficos de moral que tienden, como dice Von Balthasar, «a hacer del sujeto humano, en fin de cuentas, el legislador de sí mismo; porque él es el sujeto ideal-mente autónomo que se autolimita con el fin de alcanzar la perfección» 15. Por el contrario, la prudencia cristiana ofrece a la persona humana un me-dio de participación en la sabiduría de Dios, «no con palabras aprendidas de sabiduría humana, sino aprendidas del Espíritu» (1 Co 2, 13). Para que esta gracia pueda operar, sin embargo, la prudencia debe cifrar sus esperanzas en algo que está por encima de sí misma. La tradición cristiana llama a este «algo más elevado» ley eterna. En su exposición de la ley eterna, santo Tomás adopta, de forma decidida, la definición de san Agustín: «La ley llamada razón suprema no puede menos de aparecer a cualquier ser inteligente como inmutable y eterna» 16.

Para el teólogo cristiano la ley eterna representa nada menos que la sabiduría divina, que dirige cualquier cosa hacia el propio fin o telos. La prudencia infusa hace esta ley eterna disponible para todo cristiano, cualesquiera que sean sus capacidades intelectuales innatas 17. Dado que el cristiano participa de la sabiduría divina, llega a conocer la verdad sobre la vida moral, en conformidad con la palabra divina de la creación. Concluye el cardenal Ratzinger: «En consecuencia, el corazón de toda moral es el amor y siguiendo siempre esta indicación, nos encontramos, inevitablemente, con Cristo, el amor de Dios hecho hombre» 18.

La concepción cristiana de la prudencia tiene en cuenta, pues, tanto la noción de prudencia de la filosofía clásica, esto es, la razón práctica o phronesis, como la de la realización cristiana que el amor impone, amor meus, pondus meum. Sobre la base de estas dos raíces, la teología moral cristiana es capaz de ofrecer una interesante y amplia relación de la prudencia virtuosa como conexión de conocimiento y amor, y ello adquiere una importancia particular a la luz de las connotaciones comunes que son asociadas a la «prudencia» en el uso moderno. En el lenguaje actual corriente, prudencia significa que una persona ejerce una justa cautela, mientras que para la mejor tradición moral cristiana, prudencia significa el pleno y confiado ejercicio de un verdadero amor y de una sabiduría práctica. Además, ambos elementos siguen siendo esenciales para que la prudencia opere de forma justa. Sin embargo, existe una aproximación unilateral a la prudencia. Por ejemplo, ciertas tradiciones de intelectualismo moral desarrollan la visión de Duns Escoto, para quien la prudencia es un puro conocimiento, capaz tan sólo de mostrar la obligación moral. Teorías como ésta dan una interpretación forzada de la prudencia como una forma de inteligencia práctica. Desde otra perspectiva, el voluntarismo suareciano olvida el importante papel que los apetitos humanos juegan, efectivamente, en la consecución de un comportamiento bueno 19. Las teorías voluntaristas consideran una voluntad amante como realidad suficiente para alcanzar la probidad moral. Pocos moralistas llaman la atención sobre el hecho de que los principios racionales son incapaces, por sí mismos, de garantizar que el obrar humano pueda alcanzar el verdadero bien moral. Y un número todavía menor reconoce que los apetitos humanos, si bien contienen aquello que santo Tomás llama «semillas» de la virtud, no pueden proporcionar, por sí solos, la justa medida moral para el comportamiento humano 20. Dado que la vida virtuosa aspira a crear un comportamiento humano piadoso, religioso, la virtud que dirige toda la vida moral debe plasmar el pensamiento y tocar el corazón del creyente.

Por razones pedagógicas, los moralistas consideran ordinariamente la prudencia en la forma de aquello que la tradición llama prudencia «monástica» o individual. Pero la doctrina moral cristiana recomienda también la necesidad de desarrollar prudencias especializadas, como exigen los requisitos específicos de diferentes grupos sociales. Así, por ejemplo, santo Tomás habla tanto de una prudencia política que oriente de forma especial el desarrollo de las virtudes que se adecuan al bien común, como de una prudencia económica que guíe el desarrollo de aquellas virtudes requeridas en las distintas unidades familiares dentro de la polis. En pocas palabras, la persona prudente debe comprometerse en actividades que miren a distintos fines como el propio bienestar personal, el de la familia, y el de un más amplio ámbito político 21.

La prudencia concierne principalmente al perfeccionamiento del conocimiento práctico. Esta virtud cardinal fortalece la inteligencia humana, la actividad de la mente. Estamos acostumbrados a asociar la vista con la cabeza. Del mismo modo, el teólogo y etimologista del siglo VII, Isidoro de Sevilla, sostiene que la prudencia deriva de porro videns, es decir «mirar hacia adelante». Y, de hecho, la virtud de la prudencia es a menudo representada, en la escultura medieval, como una figura con tres caras que miran, cada una de ellas, en una dirección distinta 22. San Agustín, sin embargo, nos da una definición más satisfactoria desde el punto de vista filosófico cuando dice que la prudencia es el amor que elige con sagacidad y sabiduría entre lo útil y lo nocivo; la prudencia es el amor que sabe discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que puede alejar de El 23. Santo Tomás clarifica la relación entre inteligencia práctica amorosa y amor prudente: «Se dice que la prudencia es amor, no esencialmente, sino en cuanto que el amor mueve el acto de prudencia» 24. La prudencia indica al creyente la justa dirección que le conduce hacia Dios. Y esto explica el porqué Agustín aclara además que «la prudencia es amor que distingue claramente entre lo que promociona la tendencia hacia Dios y lo que puede impedirla» 25. Sin la activa dirección de la prudencia, el comportamiento humano permanece inerte y es propenso a perder su signo; sin una auténtica prudencia, las acciones de una persona inevitablemente manifiestan o un exceso o un defecto respecto a la consecución de las propias finalidades que constituirán después el propio bienestar. Por lo tanto, la prudencia está en condiciones de asegurar que el creyente se encuentra en posesión de una auténtica educación moral y vive una existencia bien ordenada, para alcanzar con facilidad el fin último de la bienaventuranza.

Como afirma la definición estándar de la prudencia, esta virtud puede establecer una recta ratio agibilium, un recto discernimiento de las acciones humanas. Dado que la prudencia guía directamente el juicio de la conciencia acerca del bien que se ha de realizar y el mal que se ha de evitar, ésta busca un fin que se encuentra fuera del orden de un conocimiento puramente teorético. La prudencia forma las acciones humanas en las circunstancias concretas de la vida cristiana. Dice santo Tomás: «Es necesario que el prudente conozca no solamente los principios universales de la razón, sino también los objetos particulares sobre los cuales se va a desarrollar la acción» 26. Pero, en sí mismo, este conocimiento práctico no garantiza nunca la orden de ejecución, el efectivo y auténtico «estar-ahí» de una acción moral. De hecho, ni siquiera la conciencia moral por sí sola puede explicar el paso del orden del conocimiento moral al mundo real de la actividad humana. Es necesario, solamente, tomar en consideración la experiencia común según la cual algunos, de hecho, actúan contra los dictados de su propia conciencia. De este modo, santo Tomás clarifica que «la deliberación mira a lo que debemos hacer en orden a un fin» 27. En este contexto, el fin significa el garante efectivo de las cosas buenas que concretamente forman o constituyen la perfección cristiana. Dado que la prudencia concierne a lo agibile, esto es, a lo que se puede hacer, la teología moral tiene la necesidad de explicar cómo esta virtud desarrolla su función directiva en la consecución de los buenos fines que constituyen la communio cristiana.

En la realización de una buena acción humana, el creyente se ajusta por entero a aquello que el papa León XIII llamó «esa ordenación de la razón que se llama ley» 28. Pero el conocimiento universal, y también los principios morales prácticos que reivindican la universalidad, como las categorías imperativas kantianas, no pueden constituir las premisas inmediatas de la acción humana. En otras palabras, las sentencias o principios generales no son suficientes en el obrar humano. Pero mientras la prudencia depende de la ley eterna, la persona prudente debe dirigirse a lo concreto singular, esto es, al caso individual 29. Naturalmente, afirmar que la prudencia concierne a los particulares, no significa que, en definitiva, la prudencia sea reducida a una forma de casuística. Dado que las incertidumbres de una situación individual imprevista, ponen en peligro la prudencia, los filósofos subestiman a veces la capacidad de la prudencia de estar a la altura del carácter científico del conocimiento cierto a través de las causas. Y de hecho, a causa de la contingencia de eventos singulares, la razón práctica resulta insuficiente frente a la superioridad que pertenece a las ciencias teoréticas según la noción aristotélica de ciencia 30. Desde un punto de vista puramente humano, pues, no se reprocha a la persona prudente equivocarse en aquello que razonablemente no puede ser previsto, ni tampoco el no tener dominio en casos decididamente excepcionales. La prudencia cumple plenamente la definición de virtud en cuanto garantiza que un sujeto prudente actuará bien en la mayoría de los casos. Pero la prudencia cristiana, con el auxilio del don de consejo, compensa las limitaciones de la razón práctica a través de la acción del Espíritu Santo.

La prudencia difiere del arte, que concierne no tanto a las cosas buenas que un sujeto hace, sino más bien a las cosas buenas o las obras que una persona puede fabricar o ejecutar. Dado que la prudencia debe producir un comportamiento humano bueno, sólo una pasión bien temperada puede, en definitiva, asegurar que quien conoce la verdad acerca del comportamiento moral actuará de forma justa para conseguir el fin bueno de las virtudes morales. En otras palabras, solamente los apetitos racionales y sensitivos bien formados pueden garantizar la afirmación verdadera de la premisa menor de un silogismo práctico, por ejemplo, «a esta hora, y en estas circunstancias, no debería tomar ahora esta bebida». También las deontologías morales olvidan por completo este punto. Von Balthasar da esta explicación: «El imperativo categórico de Kant, que no escapa al peligro de una severidad inflexible, en razón de su carácter formal está obligado a oponerse a las tendencias sensibles» 31. La prudencia, además, debe llevar consigo la modelación tanto del intelecto como de la voluntad. En cuanto virtud intelectual, la prudencia trata de establecer objetivamente la verdad en el hic et nunc de la situación moral. Pero en cuanto virtud del intelecto práctico, la prudencia ayuda a establecer la rectitud de los apetitos, con el resultado de que cualquier juicio que la prudencia haga, cumple concretamente las finalidades de la naturaleza humana. Esto tiene lugar porque la prudencia se cualifica como una virtud simpliciter; y ello hace a la persona completamente buena. Las virtudes intelectuales, por sí solas, alcanzan solamente algún aspecto formal de la perfección humana, como la verdad. En términos elementales, la superioridad de la mente y del carácter constituyen diferentes realidades; la prudencia, como una virtud moral o habitus, hace bueno a aquel que la posee y también a quien la pone en práctica. Pero en cuanto recta ratio agibilium, la prudencia concierne específicamente al cumplimiento efectivo de las buenas acciones humanas.

La tradición cristiana asocia la prudencia especialmente con la atenta solicitud. Según la versión latina de la Vulgata, la primera carta de Pedro nos exhorta con las siguientes palabras: Estote prudentes, et vigilate in orationibus, esto es «Sed, pues, sensatos y sobrios para daros a la oración» (1 P 4, 7). La prudencia cristiana requiere que se lleve un gran cuidado con los problemas de la vida y también una justa dosis de inquietud cuando sea oportuno. Aristóteles describe a la persona magnánima como quien mantiene la calma y aprecia la tranquilidad 32. Santo Tomás modifica esta descripción como excesivamente segura de sí. Él describe, por ello, a quien vive según la prudencia cristiana como el que permanece tranquilo, «no porque carezca de inquietud, sino porque no tiene preocupaciones innecesarias sobre muchas cosas, pues confía en lo que debe confiar y no se inquieta inútilmente» 33.


4. La prudencia y las virtudes morales

La prudencia indica una perfección del intelecto humano que se aplica en el obrar. La rectitud de la prudencia reside en el hecho de estar en conexión con la verdad, fin último de la existencia humana. La prudencia pronuncia una «palabra» sobre el obrar humano, un logos moral que constituye un terreno o una condición del obrar. De tal modo, el obrar prudencial conduce siempre a la finalidad del crecimiento y de la perfección humana 34. Pero ¿de qué forma la prudencia dirige efectivamente a las demás virtudes morales?

Ante todo, la prudencia ayuda al creyente a elegir los medios adecuados para alcanzar un bien moral objetivo. Sin embargo, subraya santo Tomás en un texto que «la prudencia dirige las virtudes morales no solamente en la elección de los medios, sino también en la predeterminación del fin» 35. En el hic et nunc de la situación, la prudencia dirige al sujeto hacia la realización de los fines buenos que constituyen el crecimiento humano. La operación propia de la prudencia exige, por lo tanto, que todas las potencias apetitivas de la persona (especialmente los apetitos sensitivos) estén en relación con el conjunto de los fines buenos que constituyen el bienestar de un individuo. Dado que solamente los apetitos humanos pueden llegar al bien, la prudencia pone sus esperanzas en las virtudes morales.

Sin embargo, es necesario hacer una importante distinción acerca de la prudencia y los fines de la vida humana, acerca de cómo la prudencia desarrolla la naturaleza humana con sus capacidades específicas y sus teleologías connaturales. La función directiva de la prudencia no significa que ella realmente establezca o asigne (praestituat) el fin particular o telos que de forma explícita define cada una de las virtudes morales. Más bien, como sugiere santo Tomás, «todas las acciones se ordenan a la prudencia como a su fin propio» 36. En el orden de la intención, los fines hacen de punto de partida, y no meramente de metas que se han de alcanzar. Cualquier persona humana está en posesión de una instintiva comprensión de los principios del obrar práctico; los escolásticos llaman a esta capacidad synderesis 37. En un pasaje especialmente iluminador, santo Tomás explica la relación que existe entre la prudencia, que desarrolla la synderesis, y los fines de las virtudes morales:

A las virtudes morales corresponde el fin, no porque lo impongan ellas, sino por tender al fin señalado por la razón natural. La prudencia les presta en ello su colaboración preparándoles el camino y disponiendo de los medios. De eso resulta que la prudencia es más noble que las virtudes morales y las mueve. La synderesis, por su parte, mueve a la prudencia como los principios especulativos mueven a la ciencia 38.

En este texto, santo Tomás compara la synderesis con la comprensión directa de los primeros principios en cualquier ciencia a través de la potencia del discernimiento (o intuición). La prudencia desarrolla estos principios de forma que las acciones prudentes del sujeto sirven para alcanzar y realizar el fin de las virtudes morales. Una tal estructura de la vida moral refleja una tradición cristiana de larga duración; el mismo santo Tomás no hace sino desarrollar las valiosas sugerencias de un antiguo autor cristiano del siglo V ya avanzado, llamado el Pseudodionisio, según el cual «incluso antes de que apareciese la distinción externa entre el hombre virtuoso y su opuesto, la definitiva distinción entre las virtudes y los vicios ya existía en el alma misma» 39. Santo Tomás formula este pensamiento con mayor concisión, «los fines de las virtudes morales preexisten en la razón» 40.

Pero ¿qué significado puede tener el hecho de que los fines de las virtudes morales estén ya presentes, de alguna manera, en la misma razón humana? El hecho de que una persona pueda descubrir de forma concreta el significado de alguna virtud moral, significa que ésta realmente llega a conseguir los fines o el telos de la virtud. Pero en cualquier acción individual y contingente un resultado tal exige más de cuanto prevea una simple comprensión de los primeros principios. Hay que recordar que la prudencia constituye, principalmente, una forma de razonamiento discursivo que va en busca de la verdad práctica, a través de una recopilación y una valoración de todas las contingencias que marcan una situación dada. El teólogo moralista distingue entre el significado moral en sentido formal y en sentido material. El significado formal de cualquier virtud expresa la real definición del significado, esto es, la justa razón que, de forma universal, define el fin de una virtud moral; el significado material de la virtud significa, en cambio, la misma medida racional como realmente realizada en una circunstancia concreta. Mientras los teóricos de la ética pueden identificar y especificar el significado formal de una virtud moral, solamente el ejercicio propio de la prudencia discursiva alcanza hic et nunc el bien moral como realmente determinado por la recta razón para una situación particular 41. Los críticos de la teoría moral centrada en las virtudes sostienen que, mientras las relaciones o las descripciones de una virtud pueden presentar el carácter moral, la virtud en sí misma puede hacer poco para ayudar al sujeto a realizar una opción moral 42. Críticas como ésta no logran captar cómo la prudencia es capaz de concretar el bien moral.

La prudencia pone la recta razón en los sentimientos humanos. Entre los primeros reflejos de la synderesis y la acción propia de la prudencia que es ordenada, la madurez moral conlleva el que los sujetos desarrollen una estructura bien definida de conocimiento práctico. Los filósofos morales distinguen al menos tres momentos distintos en este desarrollo: primero, un estadio de reflexión moral universal, una comprensión precientífica de los principios morales; en segundo lugar, la aparición de la ciencia moral o ética 43; finalmente, el acto del conocimiento, o un juicio práctico realizado aplicando el conocimiento moral a una acción particular, ya sea que se ha de realizar o realizada. Los teólogos escolásticos, por consiguiente, han interpretado la prudencia como un ejemplo de silogismo demostrativo. La razón especulativa discursiva implica al final dos operaciones del intelecto: a) la toma de posesión de los primeros principios de la razón especulativa a través del quasi-habitus de la comprensión (intellectus); b) los sucesivos actos de juicio o demostración razonada que desarrolla las conclusiones de una ciencia particular. De tal modo, el intelecto humano desarrolla su potencial o capacidad para tener un verdadero conocimiento moral. El silogismo práctico de la prudencia, de modo distinto que el silogismo del intelecto especulativo, implica un dinamismo del orden de la intención (actus signatus) al orden de la ejecución (actus exercitus). En otras palabras, la persona de saber puramente especulativo puede decidir si obrar en conformidad con aquello que conoce o lo contrario; mientras que la persona prudente que opta por actuar, debe actuar siempre de forma prudente, esto es en conformidad con los principios de una ciencia de origen moral. Es importante advertir que incluso si el juicio de conciencia concierne a un caso particular, dicho juicio queda todavía in pura cognitione, es decir, simplemente en el orden de la percepción. Solamente la prudencia garantiza el que los rectos juicios de conciencia muevan a un sujeto a realizar acciones virtuosas.

En cuanto virtud intelectual, la prudencia forma la conciencia moral individual en armonía con los auténticos fines del hombre, y de esta sinergia de recta razón y virtud moral, la conciencia de la persona recibe su fuerza directiva. Como demuestran algunos casos tristes, cualquier persona puede sufrir consecuencias negativas por el hecho de tener una conciencia mal formada. Tomemos el caso de esa reproducción asistida que implica la inseminación artificial. Una mujer puede pensar que una serie de (extraordinarias) circunstancias pueda permitir a un hombre masturbarse para obtener muestras de semen; además hoy, debido al apoyo y el parecer de los médicos, el mismo individuo queda de manera discutible en un estado de ignorancia invencible. Sin embargo, en un análisis moral que tome seriamente en consideración la virtud, el interés casuístico que se refiere a la responsabilidad subjetiva o culpabilidad de hecho ocupa un lugar totalmente marginal. Si bien el marido puede en conciencia considerar que la masturbación realizada con el fin de obtener el líquido seminal constituye una excepción admisible respecto al significado de la castidad, dado que la castidad excluye siempre el autoerotismo, dicha persona cae por desgracia en un error moral. La recta razón práctica, en la medida en que refleja exactamente la ley eterna, nunca puede valorar un juicio de conciencia que admita la masturbación en particulares circunstancias. Además, el magisterio de la Iglesia en la Donum Vitae es bien explícito en sentido contrario. Por consiguiente, incluso cuando por ignorancia invencible el marido se masturba, la acción es mala y conlleva la pena relativa que se aplica a toda actividad desordenada 44. En resumen, una conciencia errónea no puede nunca ser el fundamento de una acción que promueva la perfección de la persona humana. El creyente, que está formado en la prudencia, está preservado de la conciencia errónea por su conocimiento de la verdad moral.

La prudencia aspira a formar el carácter de los creyentes cristianos de forma tal que éstos puedan participar plenamente en la comunión de la caridad que se realiza en la Iglesia. En la vida moral de toda persona, la virtud de la prudencia debe, al mismo tiempo, conformar y ser conformada: la prudencia debe estar conformada según la sabiduría moral, esto es, según aquello que el intelecto humano puede aprender sobre un determinado tema. La prudencia debe aprender también de la verdad divina. A su vez, la prudencia conforma el comportamiento humano, de modo que las acciones humanas tiendan ad finem, esto es, en conformidad con la dirección que los fines o bienes de la naturaleza humana exigen como condición esencial. La prudencia nos conduce a una recta conformidad con la «cosa» o res, con la realidad como Dios la conoce. La persona prudente es incapaz de cometer voluntariamente una imprudencia, al contrario del buen músico que puede «saber» cómo tocar una nota equivocada, aunque, como hemos visto, un error involuntario puede producir una conciencia errónea y un tipo especial de situación moral. Pero también un pequeño error acerca de los fines propios de la existencia humana puede provocar un grave daño a la persona y a la sociedad.

La prudencia impulsa a la persona a la acción; el hombre realmente prudente actúa de forma virtuosa y no reflexiona simplemente sobre cómo obrar. Mientras la decisión imperativa constituye el acto primero de la prudencia, la tradición cristiana, sin embargo, distingue tres momentos en la realización de una acción prudencial: el consejo, el juicio y la orden. El consejo implica una deliberación racional sobre los medios para alcanzar un fin determinado. Este proceso de búsqueda del consejo exige que el sujeto prudente esté ya en posesión de la rectitud del apetito que conduce al fin de las virtudes morales. De forma diferente, los sentimientos desordenados podrían, inevitablemente, trastocar el proceso de deliberación, con el resultado de que dicha persona podría ser propensa a pedir consejo a aquellos que comparten su tendencia desordenada. En el esquema tradicional, el consejo se distingue del consenso (consensus), o disposición afectiva sobre los modos que, de manera eficaz, impulsan a la persona a un segundo acto de prudencia, que es el juicio. El juicio implica una determinación racional o decisión que refuerza la disposición afectiva sobre los medios que el «consenso» alcanza. El juicio de prudencia responde, pues, a la pregunta: «¿Qué debo hacer ahora?» La virtud de la prudencia garantiza que dicho juicio realiza una determinación que cae en el ámbito legítimo de la virtud moral; pero como hemos dicho, una conciencia poco formada puede hacer vana la eficaz realización de este juicio.

Para realizar un juicio bien razonado sobre lo que es necesario hacer aquí y ahora, no se asegura nunca que una persona obedezca al juicio; la acción humana exige un movimiento imperativo que procede del intelecto. La orden o mandato, como principal acción de la virtud de la prudencia, transforma el juicio de la conciencia en un imperativo: la orden explica el comenzar-a-ser de la acción moral. En una visión realista de la acción humana, el acto de la orden (imperium) es un acto intelectual, no un acto asociado de manera primaria a la voluntad45. Pero dado que la orden da a conocer este imperativo, la prudencia debe ser distinguida de una virtud simplemente intelectual. Esta virtud cardinal, en efecto, como ya hemos dicho, es parte del acto formal de una virtud moral, esto es, destinada a elegir el bien simpliciter o completamente. Desde este punto de vista, la recta ratio se sitúa entre las virtudes comportamentales en el momento en que la tendencia del apetito encuentra el acto de opción o elección, que la prudencia lleva a cumplimiento con sus actos de imperio. El verdadero ejercicio de la prudencia cristiana corrige, pues, la falacia socrática que identifica la virtud con el simple conocimiento de lo que es justo hacer. En cambio, la prudencia concede al creyente, con toda la fuerza del Espíritu Santo, poder cumplir «todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio» (F1p 4, 8) 46


5. Elementos de la prudencia

Para cada una de las virtudes cardinales, los teólogos escolásticos han identificado tres clasificaciones de las partes. Dichas clasificaciones ayudan a organizar la variedad de las virtudes que se agrupan en torno a la virtud cardinal. El fundamento de tal distinción reside en los distintos modos en que los filósofos han dividido el todo: un todo integral, un todo subjetivo y un todo potencial. Del mismo modo que existen las partes necesarias de un cuerpo orgánico, están también las partes que componen una virtud; cualquier cosa que pertenezca de forma esencial a la constitución de una virtud es llamada su parte integrante. Como las especies están contenidas en un género, así también existen tipos específicos de una virtud genérica; y éstas son sus partes subjetivas. Y como existen las distintas potencias de una sustancia viviente, así también existen las virtudes accesorias o vinculadas a la virtud principal; y éstas son llamadas sus partes potenciales. Tomemos el alma racional como un ejemplo instructivo de un todo potencial: las distintas capacidades o potentiae del alma humana, esto es, sus funciones vegetativas y sensitivas, participan de la racionalidad del alma humana en el grado en que éstas son capaces. El siguiente esquema resume la enseñanza común sobre las tres diferentes partes o clases de subvirtud en que se dividen las virtudes cardinales.


ESQUEMA DE LAS PARTES

  1. Partes integrantes: estas partes de las virtudes morales representan las actividades características o las disposiciones psicológicas que toda virtud moral exige con el fin de cumplir su propio obrar; en cuanto partes que componen, éstas son peculiaridades o características que no constituyen virtudes distintas.

     

  2. Partes que realizan el mismo tipo formal:

  1. Partes subjetivas: estas virtudes representan las distintas especies de una virtud cardinal; en cuanto virtud (habitus), poseen la plena y unívoca realización de la virtud de que se trata. Lo que cualifica a cualquier virtud como parte subjetiva de una virtud cardinal es el hecho de que la virtud realiza plenamente la definición genérica de virtud cardinal.

  2. Partes potenciales: las partes potenciales de una virtud cardinal, si bien constituyen una verdadera virtud en sí mismas, realizan el tipo formal de la virtud cardinal solamente de un modo análogo, es decir limitado. Mientras que una virtud vinculada representa una disminución de la entera virtud cardinal, puede suceder, como sucede en el caso de la relación de la religión con la justicia, que una parte potencial de una virtud cardinal represente una expresión del comportamiento humano más noble que el de la virtud a la cual está vinculada.

5.1. Partes integrantes y subjetivas de la prudencia

Las partes integrantes de la prudencia constituyen sus elementos de composición. Mientras que la prudencia necesita de las virtudes morales para funcionar de manera apropiada, también la persona prudente tiene necesidad de distintas cualidades o peculiaridades de modo que pueda aceptar el razonamiento particularmente discursivo que caracteriza a la prudencia. La tradición cristiana enumera ocho partes integrantes de la prudencia; a la vez éstas proporcionan un cuadro psicológico del tipo de carácter que puede reconocer así como aprobar la verdad moral. Puede suceder que en una determinada persona estas cualidades sean singularmente desiguales, pero el habitus de la prudencia compensa y corrige toda irregularidad excesiva. Del mismo modo que cualquier otra virtud intelectual, también la prudencia exige: 1) memoria, 2) intuición (discernimiento/inteligencia), 3) docilidad (receptividad), 4) sagacidad (agudeza, perspicacia), 5) razón (juicio razonado) y en cuanto virtud imperativa y prescriptiva, 6) previsión, 7) circunspección, 8) cautela47. Tomemos el ejemplo del conductor que se aproxima a un cruce de calles.

Me aproximo a un cruce que conozco [memoria] y soy puesto en guardia sobre lo que la sabiduría práctica puede establecer que se haga inmediatamente para utilizar el cruce [intuición], algunos de los cuales he aprendido a conocer durante las carísimas lecciones de autoescuela [docilidad]. Observando la situación real del momento [sagacidad], tomo la decisión de cómo proceder a través del cruce [razón]. Sin embargo, en aquel intante, me encuentro todavía en la señal de stop. Ahora, habiendo observado que los automóviles parados al otro lado de la calle no impedirán atravesar el cruce [previsión], y con la debida atención a otros posibles obstáculos para pasar libremente [circunspección], desplazo mi pie sobre el acelerador y procedo hacia adelante, si bien todavía con una cierta cautela por si un coche aparece improvisada y velozmente [cautela].

El ejemplo termina en el momento en que se da la orden, porque en ese momento la virtud alcanza su perfección y la acción humana llega a su término apropiado.

Las subdivisiones o partes subjetivas de la prudencia incluyen no sólo la prudencia necesaria para atender a la propia vida (prudencia monástica), sino también a aquella que requiere un compromiso especial, como la vida militar, o el asumir cargos de gobierno civil, que está orientado a promover el bienestar del bien común. Así, la condición de hombre de estado o de legislador pertenece a aquellos que ejercen la autoridad en las comunidades independientes. La prudencia política difiere de la prudencia individual, y a causa de su función en dirigir o en ordenar el bien común, ésta goza de una superioridad cierta sobre la prudencia individual.

5.2. Partes potenciales de la prudencia

Las partes potenciales de la prudencia favorecen los dos primeros actos de prudencia: el consejo y el juicio. Dado que el principal acto de la prudencia, el imperium, pertenece a la misma virtud cardinal, ninguna parte potencial o vinculada refuerza el acto principal de la virtud. Sin embargo, existe un principio que exige que toda vez que se pone de manifiesto un fin particular, entonces se hace necesaria también la virtud particular. Santo Tomás establece el principio del siguiente modo: «La diferencia de actos que no se reducen a la misma causa debe dar lugar a virtudes también diferentes» 48. Del mismo modo, los otros actos de prudencia requieren un refuerzo de las virtudes potenciales o vinculadas. Un buen consejo (eubulia), refuerza el acto de consejo; mientras la sagacidad (synesis) y la perspicacia (gnome) refuerzan a la vez el acto de juicio.

Santo Tomás conserva el término griego de Aristóteles, eubulia, para indicar la virtud del buen consejo y de la sagacidad en la búsqueda. Tal actividad no concluye en la misma causa como la prudencia. (Esto es evidente en el hecho de que algunos destacan en dar buenos consejos a sí mismos y a los otros, y sin embargo permanecen de forma congénita incapaces de dirigirse a aquel fin). La eubulia, además, promueve un fin bueno particular, esto es, hacer capaz a una persona de desarrollar como praxis la búsqueda y el don de un buen consejo 49. De forma similar, la virtud de la synesis o sagacidad, y de la gnome o perspicacia, constituyen virtudes especiales; éstas, en efecto, están en condiciones de fortalecer a una persona para que lleve a término fines particulares en el amplio ámbito de la vida prudencial. En el caso de dichas virtudes, la actividad particular que requiere la fuerza del habitus particular es el juicio. La synesis es un sano juicio en materia ordinaria. Esto difiere de la prudencia porque, como explica todavía santo Tomás: «Sucede a veces que una acción bien juzgada es diferida o se ejecuta con negligencia o desordenadamente. De ahí que, después de la virtud que juzga bien, es necesaria otra virtud final principal que impere rectamente, es decir, la prudencia» 50. Dado que en algunos casos extraordinarios es necesario apelar a principios seguros unívocos, la inteligencia para juzgar los casos de este tipo es distinta de la synesis ordinaria. Gnome significa perspicacia de juicio frente a circunstancias distintas respecto a lo que constituye la rutina normal. Santo Tomás observa que algunos destacan en esta virtud; además, dado que el juzgar rectamente sobre hechos extraordinarios en cualquier circunstancia revela un signo de la providencia divina, tales personas son llamadas justamente hombres sabios 51.


6. Vicios contrarios a la prudencia

Por definición, una acción virtuosa realiza un auténtico y verdadero bien moral a través de la instrumentalidad de una razón bien ordenada. De tal forma, la virtud perfecciona a la persona haciendo buena, como dice Aristóteles, tanto la acción como a la persona que la realiza. El vicio, en cambio, produce acciones que no están en conformidad con las reglas de la recta razón, de modo que, a través de excesos y defectos, todas las acciones viciosas provocan una determinada forma de mal. En concreto, el medio de una particular virtud se asemeja a menudo a un exceso vicioso más que a otro, o por decirlo de otro modo, algunos vicios se disfrazan de virtud más fácilmente que otros. Por ejemplo, la insensibilidad aparece, a menudo, más como una verdadera templanza que como exceso de libertinaje; o bien para algunos, la precipitación puede parecer fortaleza más que falta de timidez. Hablando de forma general, las virtudes unidas a la templanza asemejan más estrechamente sus formas defectuosas, y aquéllas asociadas a la fortaleza se parecen más a sus formas por exceso. Las formas defectuosas de la prudencia, la imprudencia y la negligencia, hacen degenerar lo uno o lo otro de los actos característicos de la prudencia: el consejo, el juicio y la orden. En contraste con estas formas erróneas de la prudencia, existen distintas especies de falsa prudencia, esto es, una prudencia ordenada a fines deshonestos.

6.1. La imprudencia

Igual que la prudencia juega un papel directivo en toda virtud moral, así también la imprudencia actúa en todo vicio o pecado. En particular, la imprudencia incluye numerosos tipos de acciones pecaminosas que alteran el equilibrio requerido por la prudencia para alcanzar su fin de una opción moral buena. La precipitación o la inoportuna urgencia en la realización de una acción obstaculiza la virtud de la eubulia o buen consejo. La precipitación o desconsideración impide un sano juicio a la virtud. Y los pecados de inconstancia y negligencia afectan al corazón de la prudencia misma, debilitando las decisiones de la persona de seguir enteramente la orden o imperium. A causa de la función estructural que la prudencia desempeña en la vida moral, estas disposiciones y acciones pecaminosas inciden, como hemos dicho, sobre cualquier aspecto de la vida virtuosa.

Consideremos, por ejemplo, la persona que actúa con precipitación, es decir, la auténtica persona desconsiderada. A pesar de que no sea virtuoso deliberar sin fin sobre el curso de una acción, es todavía menos virtuoso el hecho de que una persona no reflexione para nada sobre su comportamiento; puede ser útil recordar el proverbio: «el cauto medita sus propios pasos» (Pr 14, 15). Pero dado que algunos se consideran a sí mismos como sus mejores amigos y muchos otros prefieren una falsa noción de la responsabilidad y autonomía personales, hombres y mujeres son predominantemente reacios a dejarse aconsejar por alguien que no sea uno mismo. La persona desconsiderada experimenta que la vida no sometida a examen, no vale la pena vivirla. El mejor remedio para una disposición a la desconsideración consiste en buscar, de manera concienzuda, el consejo de un hombre o de una mujer maduros, de forma particular en las cuestiones importantes de la vida. Para el cristiano, además, el magisterio de la Iglesia proporciona una auténtica fuente de buen consejo.

La imprudencia, por lo general, se manifiesta cuando un sujeto emite un juicio superficial o cuando alguien juzga según modelos que son totalmente subjetivos. Por otra parte, el hábito asiduo de una reflexión incesante impide, así mismo, emitir juicios válidos; esto se verifica en aquellas personas que fomentan un estado perpetuo de duda acerca de la conducta que se ha de seguir personalmente. Si consideramos la conciencia como un acto de juicio particular, que aplica los principios morales a las circunstancias específicas, la imprudencia aparece como aquella realidad que hace degenerar realmente el juicio de conciencia. Contrariamente a lo que piensa el subjetivismo moral, una conciencia individual no constituye una guía infalible para una vida buena.

Finalmente, los vicios que se oponen a la prudencia incluyen la inconstancia o el bloqueo afectivo de las direcciones prudentes. La inconstancia consiste en abandonar un comportamiento decidido, «parece inconstante quien no persevera en lo que se había propuesto» 52. El vicio de la inconstancia demuestra la unidad de la vida moral, que está fundada sobre la misteriosa relación entre sano juicio y correcto apetito. Y si bien la inconstancia deriva ordinariamente de una fuente apetitiva, ésta representa principalmente un fracaso de la mente para seguir una resolución53. También Aristóteles juzga la potencia del placer capaz de perjudicar el juicio de razón. Gregorio Magno especifica todavía mejor que en la vida cristiana la impudicia o lujuria favorece a menudo la imprudencia 54. «El lujurioso -dice un autor espiritual- tiene un terrible vacío en el centro de su existencia, y se afana por llenarlo sin descanso, por miedo a tener que enfrentarse a ese desierto que ha hecho de sí mismo» 55. En este continuo estado de agitación consiste una de las causas radicales de los pecados contra la prudencia.

Santo Tomás define la negligencia diciendo que «tiene su origen en cierta desidia de la voluntad, la cual impide que la razón sea estimulada a operar lo que debe o como debe» 56. La tradición cristiana considera dicha negligencia como un particular pecado contra la prudencia. Los casuistas, interesados en la responsabilidad subjetiva, dedican mucho espacio a discutir las condiciones para el debido conocimiento y culpabilidad. Sin embargo, si algo se puede deducir de la relativa importancia que santo Tomás da a dicho argumento, parece que la tradición patrística sobre la moralidad, que él interpreta y retransmite, dé una importancia completamente distinta a la negligencia. Un sujeto puede estar privado de la suficiente energía para conseguir el necesario conocimiento requerido para un buen comportamiento o bien, por otra parte, puede fracasar en la realización de un buen propósito ya definido anteriormente. La tendencia pecaminosa que la negligencia representa es más una actitud psicológica, o estado que favorece distintos vicios, que un vicio particular. Dado que la imprudencia nunca se encuentra aislada respecto a las otras culpas morales, el negligente es propenso a ulteriores pecados. Esta propensión a permanecer en una infeliz ignorancia explica su particular carácter vicioso.

6.2. La prudencia falsificada

Las distorsiones de la prudencia derivan a menudo de la impudicia, pero otras culpas morales están en condiciones de producir versiones falsificadas de la prudencia. Esto significa que la prudencia puede manifestarse también en falsas semblanzas. Sucede así cuando un sujeto desarrolla como prudencia algunas cualidades con el objetivo de alcanzar un fin que no conduce a la verdadera felicidad (por ejemplo, cuando se hace del bienestar físico un fin último) o cuando, astutamente, se emplean medios malos para alcanzar un fin bueno. Dado que las personas con una voluntad desenfrenada sustituyen fácilmente la norma que refleja la ley eterna por sus propias disposiciones, la tradición llama avaricia al vicio capital responsable de separar a un sujeto de los proyectos de la providencia divina.

La primera especie de prudencia falsificada es la prudencia carnal o sensual. El sujeto que posee esta imitación de la prudencia virtuosa, persigue tan sólo sus propios intereses desordenados; en cuanto forma de egoísmo exasperado, la persona prudente se interesa en definitiva de forma carnal por los bienes creados. La prudencia carnal es típica, por ejemplo, del avaro que conoce a fondo cualquier modo de obtener algún provecho, o es típica del don Juan, que conoce a fondo todas las formas de seducción que conducen a la gratificación sexual. La verdadera prudencia, naturalmente, se irteresa por las realidades materiales, pero en una jerarquía ordenada de bienes, como cuando se observa una escrupulosa dieta alimenticia con el fin de poder estudiar mejor (el mismo santo Tomás pone este ejemplo) 57. En efecto, la prudencia es capaz de regular el interés de una persona por bienes relativos al desarrollo humano, de forma que éstos permanezcan siempre ordenados en el contexto de una vida buena e íntegra, y en el caso de la prudencia infusa, la virtud garantiza que estos bienes contribuyan a la consecución de la perfecta felicidad de los santos, la beatitudo.

La astucia, la picardía y la deshonestidad realizan estas circunstancias y pueden «aconsejar tanto para un fin bueno como para un fin malo. Pero no debe conseguirse un fin bueno usando de medios simulados o falsos, sino verdaderos» 58. La persona astuta, pícara y deshonesta busca medios ingeniosos para esconder a sí misma y a los demás los malos medios utilizados para alcanzar un objetivo. Los fines pueden también ser respetables en sí mismos, pero a causa del modo de obrar deshonesto que se elige para alcanzarlos, la acción moral se vicia. Si se usan palabras para perpetrar el engaño, entonces podemos llamar a la prudencia falsificada con el nombre de astucia y picardía; y si la mala intención se extiende a las acciones, entonces podemos llamar a esta actitud con el nombre de fraude. Esta forma de prudencia falsificada revela, normalmente, la presencia de un mal espiritual más profundo; Nietzsche ha hablado de la tendencia humana en los tiempos modernos a falsificar y, sobre todo, a falsificarse uno mismo, a hacerse autoejecutores. Aquellos que no son capaces de amarse a sí mismos de forma correcta, son inducidos más que otros a caer víctimas de una fingida prudencia. Los que están privados de espiritualidad no están convencidos del valor que ésta tiene, por esta razón sienten una gran dificultad para ser honestos en el camino que deben seguir para alcanzar también sus objetivos más dignos. La persona astuta trata de vivir una doble vida. Por lo tanto, puede suceder que un astuto quiera complacer a Dios en distintos ámbitos, pero sobre todo, para complacerse a sí mismo de forma desordenada en los demás.

El Nuevo Testamento exhorta repetidamente al creyente a creer que Dios proveerá todas las realidades buenas necesarias para la vida, y precisamente como remedio a la mala intención que caracteriza a la astucia, a la picardía y a la deshonestidad. La prudencia falsificada subordina de forma eficaz una confianza amorosa en la providencia divina a un cuidado egoísta de la vida temporal; este vicio forma a la persona para dar valor a aquellas cosas que son menos importantes para el perfeccionamiento del hombre, y para despreciar o ignorar completamente aquellas realidades que son indispensables, en cambio, para alcanzar una felicidad perfecta. Además, la sabiduría cristiana nos pone en guardia ante el hecho de que la lujuria y la codicia favorecen la imprudencia y la falsa prudencia.

San Gregorio Magno desarrolla un instructivo elenco de los resultados que acompañan a los vicios capitales de la avaricia y de la lujuria:

De la avaricia derivan la traición, el fraude, la falacia, el perjurio, la inquietud, la violencia, y surgen los endurecimientos del corazón contra la misericordia... De la lujuria se generan la ceguera de mente, la desconsideración, la inconstancia, la precipitación, el amor egoísta, el odio hacia Dios, la afección por el mundo presente, el horror o la desesperación del futuro 59.

Dado que quien peca contra la prudencia se burla de los consejos de Dios, tales vicios contrastan completamente con lo que es requerido por la fe bíblica, concebida como una confianza confiada en el cuidado providente del Padre celeste. Aquel que está privado de la virtud de la prudencia es completamente absorbido en un desordenado amor por sí mismo, perdiendo así la capacidad espiritual de tomar conciencia de la realidad de la divina providencia y de apreciar la gratuidad del amor divino. Dicho sujeto no crece en la vida de fe, porque todavía no ha aprendido a pronunciar de forma auténtica la oración que caracteriza a los discípulos de Jesús y los distingue de todos los demás; es decir, porque no ha aprendido a dirigirse a Dios con confianza, como quien se dirige a un Padre.

Dado que esto trasciende los angostos límites del propio interés personal de uno mismo, la prudencia virtuosa representa verdaderamente la más alta conquista de la vida espiritual. Recordemos aquellas palabras del Evangelio «no podéis servir a Dios y al dinero» (Mt 6, 24). La confianza en la providencia del Padre celestial representa un modelo para afrontar la preocupación sobre las realidades de esta vida. La tradición cristiana, en suma, reconoce en la persona prudente a alguien que mira los pájaros del cielo y considera atentamente los lirios del campo (cfr. Mt 6, 25-34). Para aquel que cuenta plenamente con la verdad divina como fundamental medida racional para vivir una vida feliz, no hay más que este comportamiento 60.


7.
El don del consejo

En su introducción general a los dones del Espíritu Santo, santo Tomás hace una curiosa referencia a la intuición de los antiguos filósofos: «Y también dice el Filósofo [Aristóteles], que aquellos que son movidos por instinto divino no les conviene aconsejarse según la razón humana, sino que sigan el instinto interior porque son movidos por un principio mejor que la razón humana» 61. Santo Tomás no piensa que las divinas sugerencias de los dones hayan sido comprendidas de forma adecuada por la filosofía pagana. Más bien es indiscutible que centra en la virtud de la caridad su enseñanza general sobre los dones. «Los dones del Espíritu Santo están conexos en la caridad, de modo que quien tiene la caridad tiene todos los dones del Espíritu Santo; y ninguno de ellos puede tenerse sin la caridad...» 62 Si puede parecer ocasional para santo Tomás introducir una realidad tan característicamente cristiana como los dones del Espíritu Santo refiriéndola a la filosofía clásica, hay que apreciar, sin embargo, el modo en que este texto señala la especial ayuda que el don del consejo proporciona a la prudencia.

La regla general que explica por qué toda virtud exige la asistencia de un don, es también verdad para la virtud de la prudencia. Hay un real defecto de proporción entre lo que toda virtud, incluso una virtud moral infusa, puede alcanzar en una persona, y el fin último de la vida cristiana, que reside en la beatitudo. En su tratado sobre la Fuga del mundo, san Ambrosio subraya esta desproporción en términos específicamente cristianos.

Hemos muerto con Cristo. Llevamos en nuestro cuerpo la muerte de Cristo para que se manifieste en nosotros también la vida de Cristo. Ahora ya no vivimos nuestra vieja vida, sino la vida de Cristo, vida de inocencia, vida de castidad, vida de sencillez y animada por toda virtud 63.

Examinando el lenguaje de san Ambrosio, el don del consejo subordina el imperium o mandato de la prudencia infusa a la nueva vida de Cristo que pertenece a todo creyente. Dado que la prudencia desarrolla la tarea de regla directiva de la vida moral, también el consejo ejerce una cierta prioridad sobre las otras virtudes morales y los dones que las asisten; es decir, para la virtud de la justicia, el don de piedad; para la virtud de la fortaleza, el don del valor; para la virtud de la templanza, el don del temor del Señor.

A causa de este carácter fundamental probativo, también la prudencia infusa exige la ayuda que el don del consejo determina. Dado que la razón práctica opera en un modo discursivo, existen una variedad de modos en los que la razón práctica puede fallar al comprender o discernir el bien moral. El ordinario tomar consejo y la consideración que la prudencia requiere, soportan solamente con mucha dificultad la gran cantidad de factores desordenados, especialmente el revuelo que producen las pasiones desordenadas. Y tales factores pueden transformar la operación efectiva de la prudencia. Además, dado que el consejo virtuoso sigue naturalmente el modelo de la razón humana, el itinerario del alma hacia Dios exige una guía especial por parte del Espíritu Santo. Dicha guía, sin embargo, no tiene el significado de obtener un nuevo conocimiento, como si el don del Espíritu Santo proveyese al creyente con revelaciones personales. Más bien, el consejo actúa conforme a la naturaleza; esto es, amplía en gran manera una familiaridad con las realidades divinas que la gracia concede a la persona. Santo Tomás explica la relación de la prudencia con el don del consejo del siguiente modo:

La prudencia o la eubulia, sea natural, sea infusa, dirige al hombre en la indagación del consejo, según los datos que la razón puede conocer; por eso se convierte el hombre en buen consejero para sí y para los demás mediante la prudencia y la eubulia. Mas dado que la razón humana no puede abarcar todos los casos singulares y contingentes que pueden ocurrir, resulta que «son inseguros los pensamientos de los hombres, y nuestros cálculos muy aventurados» (Sb 9, 14). El hombre, pues, en la indagación del consejo, necesita ser dirigido por Dios, que comprende todas las cosas. Tal es la función propia del consejo, por medio del cual se dirige el hombre como por el consejo recibido de Dios. Algo parecido a lo que ocurre en los asuntos de la vida humana: quienes no se bastan a sí mismos en la búsqueda del consejo, piden consejo a los más sabios 64.

Este texto pone de manifiesto que la luz del Espíritu Santo ayuda a la prudencia infusa a descubrir el medio justo, para que las acciones humanas estén en consonancia con la enseñanza salvífica que encontramos en la Iglesia.

La prudencia incluye un conjunto de virtudes que refuerzan los actos de orden, juicio y consejo. Los actos de juicio y consejo, esto es verdad, hacen hincapié en las virtudes especiales de la synesis, gnome y eubulia. Pero el acto del consejo requiere de modo especial la asistencia divina, porque «expresa mejor la moción que recibe el alma aconsejada de quien la aconseja» 65. En el caso de la prudencia cristiana, Dios desarrolla la función de principal Otro que advierte a aquellos que tratan de conocer la verdad que hace libres (cfr. Jn 8, 31). Según la visión de santo Tomás, dado que «la razón divina es la regla suprema de toda rectitud humana», la verdad que Cristo comunica a sus discípulos revela en términos humanos los misterios escondidos de la ley eterna 66. Dice san Pablo: «Según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia, dándonos a conocer el Misterio de su voluntad según el benévolo designio que en él se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos: hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 8-10). Como prenda de la generosa complacencia divina, el don del consejo ayuda a la prudencia, y hace que el creyente permanezca abierto a la buena enseñanza de los demás y, en definitiva, a Dios mismo.

En la vida cristiana, todo requiere enseñanza. El don del consejo ayuda de manera real al creyente a estar en la Iglesia como un alumno. En el estado de naturaleza caída, en efecto, la persona humana ordinariamente encuentra más fácil poner en movimiento la propia vida antes que soportar ser puesta en movimiento; pero esta propensión a la autonomía moral resulta insuficiente para dejarse marcar por la revelación divina. Mientras la tensión que surge en el creyente, que debe depender continuamente de la obra del Espíritu Santo para mejorar el buen consejo, desaparece en los santos, santo Tomás sostiene que el cristiano peregrino, que vive según el don del consejo, imita de manera especial a los santos en el cielo, cuya condición es la de estar sencillamente vueltos hacia Dios, simplex conversio ad Deum 67.

La vida de las virtudes y de los dones alcanza el máximo de la perfección cristiana, en lugar del mínimo legal que se adquiere con el cumplimiento de la obligación. Así, desde los tiempos de san Agustín, la tradición cristiana en teología moral asocia una de las bienaventuranzas del Nuevo Testamento con cada una de las virtudes cardinales y de los dones. Las bienaventuranzas representan la plenitud de la vida evangélica. San Agustín señala la quinta bienaventuranza —«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7)— como la que mejor demuestra la virtud de la prudencia y del don del consejo. Agustín habla así porque la persona que presta atención sobre todo a los consejos del Espíritu Santo, tiene muy en cuenta el imperativo del Nuevo Testamento de mostrar misericordia a los demás. Pero un buen consejo garantiza que el creyente sabe cómo mostrar misericordia de modo que no sea sentimental ni empalagoso. En otros términos, una misericordia bien considerada nunca está acompañada de una fingida compasión y ni siquiera sigue la presunción del perdón de Dios. La misericordia besa a la verdad y a la justicia, como nos recuerda el salmista. El consejo apoya la misericordia hasta el punto de que convierte a un creyente dócil a la norma eterna para toda la verdad moral. En su comentario al salmo 19, santo Tomás sintetiza la perspectiva cristiana sobre la función del don del consejo en la vida moral.

En primer lugar, «Te otorgue según tu corazón», es interpretado en el sentido de aquello que quieres en cuanto que conduce al cumplimiento, como si el salmista dijese: pueda conducirte al fin que tú mismo esperas. El fin es Dios, como vemos en Proverbios (10, 23): el deseo de los justos encuentra su término tan sólo en Dios. En segundo lugar, «cumpla todos tus proyectos» es interpretado en el sentido de las cosas que están orientadas al fin (his quae sunt ad finem). Dado que somos incapaces de prever algo nuestros proyectos son precarios, como dice Sabiduría (9, 14): Son inseguros los pensamientos de los hombres, y nuestros cálculos muy aventurados. Dios, sin embargo, quiere orientamos hacia el Bien, y esto de dos maneras: 1 dirigiendo nuestros proyectos que podrían concernir a la búsqueda activa de la vida eterna, como en Juan 16, 24: Hasta ahora nada le habéis pedido en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado; y 2 dándonos aquello que necesitamos para realizar nuestros buenos proyectos orientados a la gozosa posesión de él mismo68.

Por su amor gracioso y que a toda persona concierne, Jesús promete de modo especial que el consejo que viene del Espíritu Santo no se eclipsará nunca de la vida de la Iglesia. El evangelio de Juan nos recuerda aquellas palabras de Jesús: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa» (Jn 16, 12.13).
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  1. San Gregorio de Nisa, Orationes de beatitudinibus, 1; PG 44, 1200.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 5, 726.

  1. Summa theologiae, Ila, prólogo.

  2. De la presentación a la prensa del Catecismo de la Iglesia Católica, por J. Ratzinger. Cfr. L'Osservatore Romano, miércoles-jueves 9-10 diciembre 1992, 4.

  3. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 55, a.4.

6. Cfr. De veritate, q. 1, a. 8: «quaelibet virtus, faciens operationem hominis bonam, habet proprium actum in homine, qui sui actione potest ipsam reducere in actum».

  1. De virtutibus in communi, q. 1, a. 10. El texto que precede a esta cita dice así: «Son, por tanto, infusas, por voluntad de Dios para renlirar acciones ordenadas a la vida eterna: en primer lugar la gracia, por la cual el alma recibe un cierto ser espiritual o divino, y después la fe, la esperanza y la caridad, para que a través de la fe el intelecto sea iluminado sobre las verdades sobrenaturales que deben conocerse, las cuales se encuentran en este orden como sucede con los principios conocidos naturalmente en el orden de las acciones naturales; por la esperanza y después por la caridad, se adquiere una cierta inclinación hacia el bien sobrenatural, al que la voluntad humana no parece estar suficientemente ordenada por inclinación natural».

  2. Cfr. La vertu, t. II, P-2e, questions 61-70, en Somme Théologique, ed. R. Bemard, OP (Édition de la Revue des Jeunes), especialmente el Apéndice II: «La vertu acquise et la vertu infuse», 434ss.

  1. De veritate, q. 14, a. 10, ad 3. El contexto más amplio de esta observación es el siguiente: «Aquel que está lejos del fin puede, sin embargo, tener conocimiento y deseo del fin; no puede obrar con vistas al fin, sino que tan sólo puede obrar según aquellas realidades que están directamente vinculadas al fin. Y por lo tanto, para alcanzar un fin sobrenatural en el estado de viatores, tenemos necesidad de la fe con la que llegamos al conocimiento del fin, cosa que no puede hacer el conocimiento natural. Pero la virtud natural puede alcanzar aquellas realidades que son relativas al fin, aunque no en cuanto son ordenadas a dicho fin.

  2. Una especial atención debería dispensarse a Summa theologiae, la-Ilae, q. 91, a. 4, ad 1, en donde se discute la relación entre ley natural y ley divina, como distintas participaciones de la lex aeterno.

  3. Cfr. Gaudium et spes, n. 38.

  1. Las virtudes infusas forman parte del organismo sobrenatural que constituye la vida cristiana. Pero virtud no significa determinismo. Stanley Hauerwas, Character and the Christian Life: A Study in Theological Ethics, San Antonio 1975, por ejemplo, pone el acento en el desarrollo de la virtud, para oponerse a distintas formas de determinismo social. A su juicio, la virtud subraya el papel de la libertad como una cualidad indispensable de la persona humana dentro de la comunidad humana.

  2. Por el contrario, el seguidor del voluntarismo, piensa que la voluntad humana, por sí sola, en definitiva, lleva a término todo comportamiento virtuoso, según las capacidades que están en armonía con la razón y la vida afectiva. Sin embargo, concebir la virtud como ejercicio excepcional de la potencia volitiva, significa ignorar una verdad fundamental concerniente al apetito humano sensitivo, que es como decir que los apetitos inferiores son generados para obedecer a la razón. A este propósito, cfr. Summa theologiae, IIla, q. 15, a. 2, ad 1.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 47, aa.1-16. En una quaestio insólitamente larga, santo Tomás expone una descripción detallada de la prudencia en sí misma. La materia está dividida en cuatro secciones: 1) qué tipo de virtud es la prudencia (aa.1-5); 2) cuál es su actividad característica en la vida moral (aa.6-9); 3) cuáles son sus divisiones específicas (aa. 10-12); y 4) cuáles son los rasgos distintivos de un individuo prudente (aa. 13-16). Para ulteriores clarificaciones sobre este importante tema, cfr. el excelente y detallado comentario de R.A. Gauthier OP, L'Ethique á Nicomaque, vol. 1, Lovaina 19702, 273-283.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 6, 727.

  3. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 91, a. 1, sed contra: «lex quae summa ratio nominatur, non potest cuipiam intelligenti non incommutabilis aeternaque videri». Cfr. San Agustín, De libero arbitrio, I, cap. 6; PL 32, 1229; CCL 29, 220.

  4. En «St. Thomas on law», The Etienne Gilson Series 12, Toronto 1988, 4-5, James P. Reilly, Jr., nos hace una relación resumida del punto de vista de santo Tomás: «La ley Eterna, pues, es ni más ni menos que la sabiduría divina en cuanto directiva de las emociones y de las acciones de todo ser creado. Por consiguiente, todas las criaturas son medidas y reguladas por la ley Eterna, y las inclinaciones naturales o tendencias innatas de todas las criaturas hacia sus propios actos o fines, proceden también éstas de la ley Eterna (Cfr. ST., la-Ilae, q. 93, a.5). Dado que la ley Eterna es la idea dominante en el gobierno del universo del ser, las ideas dominantes en las normas menos elevadas y la fuerza obligante de estas ideas derivan también ellas de la ley Eterna (ST., la-IIae, q. 93, a. 3: "Cum ergo lex aeterna sit ratio gubernationis in supremo gubernante, necesse est quod omnes rationes gubemationis quae sunt in inferioribus gubemantibus, a lege aetema deriventur"). Por lo tanto, la ley Eterna tiene un primado respecto a cualquier otro tipo de ley; y, consecuentemente, cualquier cosa —necesaria, contingente o libre— está sujeta al gobierno divino (ST. la-Ilae, q. 93, aa.4-6)».

  1. J. Ratzinger, en L'Osservatore Romano, miércoles-jueves 9-10 de diciembre de 1992, 4.

  2. Para ulteriores informaciones sobre la importancia del comentador jesuita del siglo XVII, Francisco Suárez, cfr. John F. Treloar, SJ, «Moral Virtue and the Demise of Prudence in the Thought of Francis Suárez», en The American Catholic Philosophical Quarterly, 64 (1991), 387-405. Stephen D. Dumont, «The Necessary Connection of Moral Virtue of Prudence According to John Duns Scotus-Revisited» en Recherches de Théologie ancienne et médiévale, 55 (1988), 184-206, ofrece una interpretación de la postura de Escoto.

  3. Para citar un texto que expresa las relaciones de la prudencia frente a los apetitos humanos, cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 47, a. 6, ad 3: «finis non pertinet ad virtutes morales tamquam ipsae praestituant finem, sed quia tendunt in finem a ratione naturali praestitutum...»

  1. En la Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 11, ad 3, santo Tomás explica la relación que existe entre los diferentes órdenes en los que la prudencia actúa. Thomas Gilby, en Prudence, vol. 36 de la traducción Blaclfriars de la Summa theologiae (IIa-IIae, 47-56), 38, afama que el texto de santo Tomás ex-presa «un pensamiento característico del autor: subordinatio no significa la anulación de principios o fines secundarios, o que sean reducidos a nivel de meros instrumentos o significados para un fm». En la Summa theologiae, IIa-IIae, q. 50, santo Tomás trata de los tipos de prudencia como partes «subjetivas» de la virtud cardinal: prudencia gubernativa o política, prudencia económica, prudencia militar.

  2. Por ejemplo la tumba de san Pedro mártir, en la basílica de San Eustorgio en Milán.

  3. De moribus Ecclesiae Catholicae, I, cap. 15; PL 32, 1322.

  4. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 1, ad 1.

  1. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 1, ad 1.

  2. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 3.

  3. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 2.

  4. León XIII, Libertas praestantissimum, que cita a santo Tomás, Summa theologiae, la-IIae, q. 90, a. 1.

  1. En las perspectivas de una epistemología realista, la especificación depende de la actividad de los sentidos, pero esto concierne a los sentidos internos, especialmente a la vis cogitativa o a la ratio particulares, para formar el compuesto del objeto individual sensible. Para ulteriores clarificaciones sobre estas nociones, cfr. Thomas V. Flynn, OP, «The Cogitative Power», en The Thomist, XVI (1953), 542-563.

  2. Las numerosas y distintas contingencias de la vida humana hacen extremadamente difícil garantizar que la prudencia alcance su fin apropiado: una buena acción humana. Dado que los apetitos humanos no observan la regularidad como hacen, por el contrario, otros cuerpos físicos o entidades matemáticas, la moral, y otras ciencias de la vida en general, no alcanzan el mismo grado de certeza que se puede encontrar en las ciencias físicas o matemáticas. La conciencia aplica meramente el juicio de la razón práctica a las circunstancias particulares, de suerte que tampoco una conciencia bien formada puede garantizar que su «dictado» (dictamen) consiga necesariamente una acción humana buena.

  1. Nove tesi per un'etica cristiana, a.c., tesis n. 7, 729.

  2. Cfr. Etica Nicomaquea, IV, cap. 3 (1124b24).

  3. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 47, a. 9, ad 3.

  1. Para ulteriores clarificaciones sobre esta noción, cfr. Joseph Owens, CSSR, «How Flexible is Aristotelian "Right Reason"?», en The Georgetown Symposium of Ethics. Essays in Honor of Henry Babcock Veatch, Lanham (MD) 1984, 46-65.

  2. Cfr. su estudio sobre la relación de las virtudes intelectuales con las virtudes morales y Summa theologiae, la-Ilae, q. 66, a. 3, ad 3.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 47, a. 6: «Et ideo ad prudentiam non pertinet praestituere finem virtutibus moralibus, sed solum disponere de his quae sunt ad finem».

  4. Para una mayor clarificación, cfr. Summa theologiae, Ia, q. 79, a. 12 y De veritate, q. 16, a. 1.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 47, a. 6, ad 3.

  2. Dionisio Areopagita, De divinibus nominibus, cap. 4; PG 3, 733.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 47, a. 6.

  4. En su comentario a la secunda secundae, q. 47, a. 7, n. II, Cayetano escribe: «...formaliter, pro ipsa medii ratione; materialiter, pro re denominata media... Primo modo est bonitas rationis; secundo modo est res bona bonitate rationis. Primo modo est finis moralis virtutis, seundo autem est id quod estad finem».

  1. Por ejemplo, cfr. la recensión de Raphael Gallagher en la obra de Servais Pinckaers, L'Évangile et la morale, Friburgo/París 1990, en Studia Moralia 29 (1991), 484-488.

  2. Hay que recordar que la contingencia o la incertidumbre de los acontecimientos humanos hace del saber ético más una simple opinión razonada que una ciencia segura, pero la gracia de Cristo estable-ce el propio tipo de certeza en la vida moral que permite a la ética teológica reivindicar una seguridad que nuestros recursos naturales no consiguen ofrecer.

44. Cfr. el artículo del The New York Times, del domingo 15 de marzo de 1992.

45. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 17.

46. La prudencia constituye el fundamento de una buena dirección espiritual. Aunque algunas escuelas clásicas aconsejen obedecer las directivas del director espiritual, esto no está de acuerdo, sin embargo, con el pensamiento de santo Tomás. Más bien se debería buscar como «director espiritual» a un hombre o a una mujer prudente, sobre cuyas virtudes se puedan fundamentar las esperanzas para la formación del consejo. Por este motivo, la obediencia dominicana, mientras exige que se obedezca normalmente al superior que carece de buen consejo (es decir, a una persona incapaz), nunca exige que el sujeto modifique su pensamiento (esto es, la prudencia) para conformarlo con el consejo o el juicio incauto.

47. Los términos latinos son traducidos diversamente en las lenguas modernas; para ulteriores in-formaciones sobre el uso castellano, cfr. el volumen III de la traducción editada por la BAC Maior de la Su,nina theologiae, Ila-Ilae, q. 49, aa. 1-8.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 51, a. 3.

  2. Para una mayor profundización, cfr. Summa theologiae, IIa-llae, q. 51, aa. 1 y 2.

  3. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 51, a. 3, ad 3.

  4. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 51, a. 4.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 53, a. 5.

  2. Cfr. la interesante descripción que santo Tomás ofrece de la continencia y de la perseverancia como formas de constancia en la razón, donde por otro lado se verifica también la inconstancia, en Summa theologiae, IIa-IIae, q. 53, a. 6, ad 3.

  3. Por lo que concierne a Aristóteles, cfr. Etica Nicomaquea, VI, cap. 5 (1140bl3ss); y en lo que respecta a Gregorio Magno, cfr. los Moralia, 31, cap. 45; PL 76, 621.

  4. Henry Fairlie, The Seven Deadly Sins Today, Notre Dame (IN) 1978, 187.

56. Su/lima theologiae, IIa-Ilae, q. 54, a. 3.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 55, a. 2.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 55, a. 3.

  1. Gregorio Magno, Morcilla, 31, cap. 45.

  2. Para un profundo estudio sobre la relación del ascetismo con la vida prudente, cfr. L.B. Geiger, OP, Philosophie et Spiritualité, París 1963, 318-322.

  1. Summa theologiae, la-Ilae, q. 68, a. 1.

  2. Summa theologiae, la-Ilae, q. 68, a. 5. La tradición acentúa de forma correcta que los dones del Espíritu Santo obran sus efectos sobre la vida moral a través de las virtudes teologales, de modo que todas las realidades que el cristiano cree y espera jueguen una función activa en el ejercicio fiel de la virtud cristiana.

  3. San Ambrosio, La fuga del inundo, cap. 6, 36; cap. 7, 44; cap. 8, 45; cap. 9, 52, CSEL 32, 192, 198-199,204.

64. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 52, a. 1, ad 1.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 52, a. 2, ad I.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 52, a.2.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 52, a. 3.

68. /n Psalmos XIX, n. 2, (ed. Vives, vol 18, 336). Santo Tomás compuso la Postilla super P.sabnos hacia el final de su vida, esto es, en 1272 o 1273. Utilizó el Salterio galicano de la Vulgata, que fue el propio en el uso de la liturgia dominicana. El salmo 19, 5 dice: «Te otorgue según tu corazón, cumpla todos tus proyectos» [tribuat tibi secundum cor tuum omne concilium tuum confirmet].