III

CARIDAD TEOLOGAL Y COMMUNIO


1. La
caridad como amistad

La tradición cristiana, en el curso de su desarrollo teológico, ha señalado siempre el don de la amistad entre las personas como la experiencia que mejor puede iluminar el sentido del amor divino. El mismo Nuevo Testamento presenta la elección de la amistad como modelo para el amor-ágape o caridad teologal. Así, en sus tratados, los Padres y los doctores medievales intentaron explicar las importantes palabras dirigidas por Jesús a sus discípulos antes de su Pasión: «No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15). En la vida cristiana, dice santo Tomás, el amor auténtico y perfecto implica que: «Habiendo, [por lo tanto], cierta comunicación del hombre con Dios en cuanto nos comunica su bienaventuranza, sobre tal comunicación es menester cimentar alguna amistad» 1. La literatura teológica, especialmente a partir de la escuela cisterciense, desarrolló la enseñanza sobre el ágape del Nuevo Testamento 2. En este análisis hay dos elementos principales, que necesitan una mayor consideración: en primer lugar, la communio o koinonia de la bienaventuranza; en segundo lugar, la benevolentia, la reciprocidad o amor de benevolencia.

El Nuevo Testamento deja bien claro que la vida cristiana se ordena a la comunión (koinonia): «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo» (1 Jn 1, 3) 3. La posibilidad de este tipo de comunión se encuentra en el corazón de la revelación cristiana. «La caridad», insiste santo Tomás, «no es un amor cualquiera de Dios, sino el amor de Dios con que le amamos como objeto de bienaventuranza (beatitudinis objectum), al cual nos ordenan la fe y la esperanza» 4. Esta breve definición encierra y subraya el carácter único del amor de amistad divino, así como su relación con las otras virtudes de la vida cristiana. La caridad es, antes que nada, un compartir el auténtico amor del mismo Dios.

Aunque la participación en la caridad impulsa más allá del amor interesado de la esperanza, no excluye el amor de deseo. El teólogo británico Thomas Gilby resume así este importante punto de la comprensión católica del amor cristiano:

La caridad es más que amar el bien para-ti-mismo, y más que amar el bien para otro; es un amor compartido por ti y por el otro de tal modo que los términos «egoísmo» y «altruismo» resultan irrelevantes. Es el amar a Dios con todo el corazón, pero ya sin que el sujeto tenga que autonegarse en el nivel más profundo, sin que el objeto en la unión de conocimiento y amor signifique mengua alguna para el sujeto 5.

La caridad teologal, dado que pone al creyente en comunión con el mismo Dios, representa un tipo distinto del amor de benevolencia o de amistad. En consecuencia, el objeto formal terminativo de la caridad teologal es el bien Dios, que debe ser amado por encima de todas las personas y todas la cosas; y el objeto formal mediador, es decir, el que nos impulsa a amar o mediante el que alcanzamos el amor teologal, no es otra cosa que la misma bondad divina. Más aún, este amor a Dios proporciona el contenido de la comunicación que comparten los creyentes.

¿Qué experiencia o relación humana ilustra mejor el compartir de la caridad? Las Escrituras canónicas hablan sobre la realidad de la Iglesia, cuya alma es el amor, con toda una variedad de imágenes: «la naturaleza íntima de la Iglesia se nos manifiesta también mediante diversas imágenes tomadas de la vida pastoril, de la agricultura, de la edificación, como también de la familia y de los esponsales» 6. La revelación cristiana, al emplear metáforas como esta, anuncia un compartir que se da en los niveles más fundamentales de la existencia humana. Por esta razón, el teólogo cristiano debe buscar un conjunto de analogías adecuadas que sirvan, a la luz de la revelación, para iluminar la naturaleza del auténtico amor cristiano. El significado último que asume la caridad en la vida cristiana sugiere que estas analogías deben tomarse de las realidades de la naturaleza y de la vida ordinaria, no de abstracciones.

En la encíclica Familiaris consortio, el papa Juan Pablo II se fija en el carácter fundamental que tiene la familia humana para todas las demás instancias de la sociedad humana: «Dado que el Creador de todas las cosas ha constituido el matrimonio como principio y fundamento de la sociedad humana, la familia se ha convertido en "la célula primera y vital de la sociedad"» 7. Y en virtud de esta inmediatez con el orden de la creación, cierta tradición teológica señala a la familia como la mejor analogía para entender la comunión de la caridad divina. ¿Por qué? En este tipo de amistad encontramos: «una comunión arraigada en la naturaleza; reverencia en la igualdad; una relación proporcionada de justicia y amor; un tipo de excelencia que surge de los que se aman mutuamente —y por estas razones es considerada como la mejor expresión de la caridad divina» 8. Del mismo modo que la familia humana constituye, en el orden de la creación, un tipo de «comunidad de amistad», así incluye también la Iglesia a todos los que están unidos en la amistad del amor divino. La catequesis cristiana llega a hablar incluso de la familia como de «Iglesia doméstica».

La elección de la familia como analogado fundamental, para hablar de la caridad divina, ilustra la convicción cristiana de que la gracia no destruye la naturaleza, sino que la perfecciona; o como dice el concilio Vaticano II sobre la misma verdad: «esta santidad suscita un nivel de vida más humano incluso en la sociedad terrena» 9. Aunque la Familiaris consortio se interesa más por la misión fundamental de la familia en la Iglesia, que del modo en que la familia es imagen natural (y profecía) de la communicatio de la caridad, el Santo Padre señala los paralelismos existentes entre el desarrollo humano en la familia y el crecimiento en la madurez cristiana:

El matrimonio y la familia cristiana construyen la Iglesia: en efecto, en la familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que también, a través de la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, se introduce al niño en la familia de Dios, que es la Iglesia 10..

El Nuevo Testamento recuerda que al mismo Jesús le gusta comparar el sobreabundante amor de su Padre con el amor ordinario que corresponde, propiamente, al pacto de la familia humana. «¿Qué padre hay entre vosotros que, si su hijo le pide un pez, en lugar de un pez le da una culebra; o, si pide un huevo, le da un escorpión? Si, pues, vosotros, siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11, 11-13).

No todo tipo de comunión con la transcendencia produce la comunión de bienaventuranza. Por ejemplo, algunos sostienen que una comunicación indiferenciada de ser, que no distinga entre la actividad divina, por la que Dios crea y mantiene todo el orden del cosmos, y la unión personal de gracia con la Santísima Trinidad, representa adecuadamente lo que el Nuevo Testamento llama amor. Para Aristóteles, el amor de Dios coincide enteramente con la contemplación del Primer Motor, aunque concluye asimismo que no se puede desarrollar ninguna relación personal verdadera entre los mortales y la divinidad. Es importante señalar que, en virtud de la clara enseñanza de las Escrituras, los cristianos disienten inequívocamente de este teísmo agnóstico en cualquiera de sus formas. Por eso enseñaba san Pablo a los romanos: «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre!... Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 14-15.17). Con otras palabras, la tradición cristiana reconoce que la encarnación cambia, definitivamente, los términos que establecen nuestra relación con Dios, de suerte que la única perfección real para la humanidad se encuentra en la comunión beatífica con la Santísima Trinidad 11. Más aún, la Iglesia anuncia continuamente la vocación universal a la santidad en estos términos trinitarios: «Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, y obedientes a la voz del Padre, adorándole en espíritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria» 12.

La koinonia cristiana constituye el fundamento para una fecunda relación de amor mutuo, para la benevolentia. La caridad incorpora una benevolencia recíproca en la comunión de bienaventuranza; dice santo Tomás que un amigo sólo se muestra amigo con su amigo —amicus est amico amicus—. Un comentador teológico nos ayudará a comprender la profunda realidad que encierra la caridad teologal:

Según el divus Tomás, la ratio específica final de la caridad reside en la misma bondad divina, ya que es la bienaventuranza objetiva: pero no en tanto que busquemos esa bondad para nosotros mismos, pues eso pertenece al amor de deseo; ni tampoco, hablando con propiedad, de manera que deseemos ese bien a Dios, pues eso está incluido en el simple amor de benevolencia; sino más bien de manera que deseamos el bien a Dios como a un amigo al que estamos unidos y que se nos comunica a sí mismo en la bienaventuranza. Así, Dios es amado en la caridad, no con una simple benevolencia, sino con una benevolencia recíproca de amistad en el orden sobrenatural 13.

Cristo nos enseña que Dios es una Trinidad de Personas: «¿No crees que yo estoy en el Padre y el Padre está en mí?» (Jn 14, 10); y «el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo» (Jn 14, 26). Por consiguiente, la caridad no implica nunca amor a una realidad última abstracta, a una expresión anónima del misterio transcendente. La caridad cristiana, dado que su naturaleza incluye la noción de relación con otro que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, alcanza su perfección en el nivel más hondo de la personalidad. Consecuentemente, la verdad evangélica excluye toda «amistad» real con criaturas infrapersonales; pues cuando aprecio un buen vino, en realidad me estoy amando a mí mismo al beberlo. Pero en una verdadera amistad, la amicitia honesta, amamos al amigo precisamente deseándole el bien, y en esta benevolencia recíproca se encuentra el modelo de la amistad trinitaria.

Hasta Aristóteles conjeturó que, en el género humano, puede existir algún tipo de amicitia honesta o amistad virtuosa. Sostuvo que en el amor de benevolencia estimamos el «valor honesto» del amigo, en vez de su utilidad o su carácter agradable 14. Ni Aristóteles ni jamás filósofo alguno soñaron que la amistad humana pudiera extenderse a Dios. Cristo, en cambio, nos revela precisamente esto, a saber: que Dios mismo se encuentra entre los amigos que podemos tener. Más aún, nos enseña que Dios quiere ser el Primer Amigo de cada persona, para otorgarle la bienaventuranza que únicamente la participación en el amor divino proporciona. La caridad divina, precisamente en virtud de esta libre iniciativa de Dios, capacita a la persona para amar a Dios como Dios se ama a sí mismo, esto es, tanto por la consideración del mismo ser de Dios (o su «valor honesto»), como a causa de su bondad. Por otra parte, la comunión de los santos, por basarse en la bondad ilimitada de Dios, da la bienvenida a cada nuevo miembro como una ocasión para aumentar su alegría y felicidad, mientras que las amistades útiles o agradables son limitadas por definición. Fra Angélico ha expresado visualmente esta realidad de la communio cristiana en su fresco «Bienvenidos al Paraíso», donde la multitud de los santos de «todo estado y condición» se felicitan mutuamente con caridad sincera. Dado que esto se apoya en la suposición de que la verdadera amistad se fundamenta en algo finito, como si el amor pudiera agotarse si también lo compartieran otras personas, los celos amargos son signo de una falta de auténtica amistad, de una falta de amor de verdadera benevolencia.

Cuando el teólogo afirma que la caridad ama a Dios como Dios se ama a sí mismo, quiere decir que la caridad se basa en la absolutidad de la bondad divina. Dios es perfectamente bueno, y eso significa, ante todo, que ningún ser creado puede provocar a Dios a obrar en dirección alguna y, también, que, puesto que la perfección de la naturaleza divina excluye toda potencialidad, Dios no necesita otra cosa que su propia bondad para disfrutar de la más alta medida de perfección. Santo Tomás expresa de un modo bellamente lapidario esta verdad sobre la soberanía absoluta de la bondad de Dios.

El fin último no es la comunicación de la bondad, sino más bien la bondad divina en sí misma. Y su amor por esta bondad es lo que hace que Dios quiera que sea comunicada. De hecho, cuando Dios actúa movido por su bondad, no es como si persiguiera algo que no posee, sino como si deseara comunicar lo que posee. Pues Dios no actúa por el deseo del fin, sino desde el amor por el fin 15.

Dios se encuentra en el origen de toda verdadera amistad; Él es el Amigo sin amigo que, en Cristo, ofrece su amistad a todos los que están destinados a compartir la gloria de Cristo. Dice san Pablo a los romanos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). El gran don de la santidad, que Cristo comunica a los miembros de su Cuerpo, se justifica únicamente por la bondad que sólo pertenece a Dios.

¿De qué modo se relacionan, pues, las criaturas con la bondad de Dios? Para responder a esta pregunta es preciso distinguir entre amar a Dios en sí mismo y amar a Dios en sus criaturas. En primer lugar, podemos amar a Dios en sí mismo, ih ipso, simplemente dejando a Dios ser Dios, deleitándonos con el hecho de que sea Dios. En segundo lugar, podemos amar a Dios en su criaturas, deseando que estén correctamente ordenadas a él y que trabajen para su gloria. Un comentarista expresa del modo siguiente la razón de esta distinción:

Hay, sin embargo, algunos bienes de los que es más propio decir que pertenecen a Dios que decir que son de Dios, por ejemplo: el honor, la realeza, la obediencia y, en resumen, todo lo que debería ordenarse a su gloria. En la caridad no deseamos únicamente para Dios que estas cosas existan (como con los bienes que son in ipso), sino que más bien anhelamos que sean y florezcan. Hacemos cuanto podemos para asegurar que estos bienes crezcan; estamos contentos cuando prosperan y tristes cuando fracasan; tenemos miedo de que falten y nos mostramos valientes con aquellas cosas que representan un obstáculo para ellos 16.

Esta explicación de la caridad proporciona, efectivamente, un comentario al Padre nuestro, porque cuando pedimos que sea santificado el nombre de Dios y que venga su reino, en realidad estamos pidiendo verdaderamente el crecimiento en la caridad. Cristo ha dado a sus discípulos una nueva conciencia personal de su relación filial con Dios y, como hijos de Dios, nos sentimos irresistiblemente impulsados hacia un nuevo tipo de amor. «La tarea moral del cristiano», explica von Balthasar, «es la realización plena de esta conciencia personal vigorosamente. En este sentido, la Iglesia está abierta al mundo, del mismo modo que Cristo está abierto al Padre y a su Reino universal (1 Co 15, 24)» 17.

En su Summa contra gentiles, nos ofrece santo Tomás algunas indicaciones útiles acerca de lo que constituye esta «conciencia personal del otro entre los miembros» de la Iglesia 18. Subraya las seis características siguientes de la amistad: primera, intercambio del conocimiento personal, apertura: «Es muy propio de la amistad que un hombre revele sus secretos a su amigo: porque la amistad une sus afectos, y de dos corazones hace uno solo; por eso, cuando un hombre revela algo a su amigo, parece que lo hubiera sacado de su corazón». Segunda, compartir verdaderamente los bienes: «Forma parte de la amistad, no sólo que un hombre comparta sus secretos con sus amigos, en virtud de la unión de los corazones, sino que esa misma unión reclama que comparta los bienes que posee; porque si un hombre considera a su amigo como su otro yo, se sigue que lo socorrerá como si se socorriera a sí mismo, compartiendo sus bienes con él». Tercera, perdón de todas las ofensas: «Si un hombre se convierte en amigo de otro, por este mismo hecho le perdona todas las ofensas: porque la amistad se opone a la ofensa». Cuarta, contemplación: «En primer lugar, el trato mutuo parece pertenecer a la amistad de una manera especialísima... Dado que el Espíritu Santo nos hace amar a Dios, de ahí se sigue que somos constituidos por El en contempladores de Dios». Quinta, la alegría interior: «Pertenece también a la amistad el que un hombre se deleite con la presencia de su amigo y se alegre con lo que dice y lo que hace; asimismo, que encuentre en él consuelo para sus dificultades; de ahí que recurramos de manera especial a nuestros amigos en tiempo de tribulación». Sexta, armonía de las voluntades: «Pertenece también a la amistad que un hombre consienta en las cosas que desee su amigo». Estas seis características, tomadas en su conjunto, delimitan el perfil de la caridad por la que nos unimos a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y a aquellos que, junto con nosotros, comparten la communio –los amigos de Dios–.

Hans Urs von Balthasar insiste en el significado trinitario de la communio cristiana y en el origen divino de todo amor auténtico en el mundo; escribe: «el amor al otro, objeto del mandamiento nuevo que nos dio Jesús, es derramado antes en el corazón de los creyentes (Rm 5, 5), de un modo más profundo, mediante la efusión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo como el divino "Nosotros"». Y, de nuevo, volvemos al significado central de la encarnación, pues a través de Cristo es como somos introducidos en esta interacción interminable y pericorética del amor trinitario: «Pues Cristo, el Hijo de Dios, quien con el Padre y el Espíritu Santo es proclamado "el único Santo", amó a la Iglesia como a su esposa, entregándose a Sí mismo por ella para santificarla (cfr. Ef 5, 25-26), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios» 19. Y en la Iglesia, la auténtica unión eucarística con Cristo produce, en cada uno de los miembros de su Cuerpo, las cualidades de vida que representan la perfección de la caridad.


2.
La peculiaridad de la virtud cristiana

La relación de las virtudes teologales con las intelectuales y morales plantea, para la teología moral cristiana, una importante cuestión. Pues así como la Iglesia surge y se desarrolla a partir de la familia humana, el habitus de la gracia fortalece y enriquece el habitus que realiza la naturaleza humana. La tradición tomista, por el hecho de tomar muy en serio la afirmación de que, incluso en la tierra, la plenitud de la vida cristiana conduce a un modo de vida más humano, proporciona los fundamentos para una reflexión que se extiende a la relación entre las virtudes morales adquiridas e infusas. Santo Tomás y la tradición constituida por sus comentadores se ocupan, principalmente, de dos problemas centrales acerca de la virtud cristiana y la excelencia humana. El primero tiene que ver con la universalidad de la caridad: ¿está la caridad tan cerca del corazón de las otras virtudes que, sin la gracia divina, no podría ni siquiera existir la virtud humana? El segundo problema investiga cómo influye la caridad: ¿cómo ejerce la caridad su influjo sobre las virtudes morales e incluso sobre las virtudes teologales? Empleando el lenguaje técnico de la teología, el segundo problema intenta averiguar si la caridad es la «forma» de las otras virtudes.

¿Es necesaria la virtud infusa de la caridad para alcanzar la excelencia en la vida moral? ¿Por qué habría que añadir la caridad para la perfección de las virtudes morales? Para responder a estas preguntas necesitamos tomar posición sobre el tema de la relación entre gracia y naturaleza. Históricamente, el debate teológico entre naturaleza y gracia vacila entre la Escila del completo humanismo y el Caribdis del rechazo positivo. El primer extremo —el humanismo pelagiano– identifica la vida cristiana con lo mejor que la naturaleza puede alcanzar; mientras que el segundo extremo –el ultraagustinismo– concluye que la persona que vive fuera del ámbito de la gracia cae de inmediato en un desorden pecaminoso en todos los frentes. Contra la primera de estas escuelas, la Iglesia define que, sin esa ayuda especial que nosotros llamamos gracia, nada verdaderamente meritorio puede empezar o llevarse a cabo para nuestra salvación. Contra el segundo punto de vista, la Iglesia rechaza la tesis asociada al círculo de Miguel Bayo, a saber: que toda acción de un incrédulo incluye algo de pecaminoso, y que la naturaleza humana no posee capacidad alguna para desplegar sus capacidades innatas y fines. Y la Iglesia reconoce, además, que una persona sin caridad puede profesar las verdades del Credo sin ser por ello hipócrita20.

Entre las tradiciones fiables de la teología escolástica, sobresalen dos tendencias respecto a la valoración del bien que puede llevar a cabo una persona sin la ayuda de la gracia divina. En primer lugar, está la posición optimista, representada por la obra del comentador jesuita Francisco Suárez. Esta posición sostiene que las heridas del pecado original suponen la mera privación de la justicia original, de suerte que, tras la caída, Adán permanece en lo que los seguidores de Suárez califican de estado de «naturaleza íntegra». En muchos casos, la crítica elaborada a mediados del siglo XX por el movimiento teológico europeo conocido como la nouvelle théologie se orienta hacia esta visión del «hombre natural», que ha constituido la base para una enseñanza común en diferentes escuelas durante la época neoescolástica. En segundo lugar, está la posición, fundamentalmente misantrópica, representada por ciertos agustinianos, que dicen que las heridas del pecado original constituyen, verdaderamente, una corrupción de la bondad de la naturaleza, esto es, un desorden real de nuestras capacidades, de suerte que cualquier bien humano que se encuentre fuera de la gracia sería realizado, si fuera posible, únicamente con la mayor dificultad. Los que se adhieren a esta escuela evitan la virtud natural, como la práctica equivalente de la «virtud aparente», y mantienen una visión pesimista sobre cualquier cosa que no esté claramente asociada a las fuentes de la gracia.

Ninguno de estos exagerados puntos de vista representa, de manera adecuada, una perspectiva apropiada sobre la necesidad de la gracia para un auténtico comportamiento humano. De entrada, el concepto de una «pura naturaleza [humanal» es una quimera. Es palmariamente erróneo suponer que una vez que Adán, al pecar, perdió los dones de la gracia para toda la humanidad, quedara un «hombre» puramente natural, por el que entendemos el ser humano listo para perseguir, felizmente, los fines para los que está capacitado por sus dotes naturales. La Biblia, ciertamente, no ofrece apoyos para tal suposición. Es más, una correcta concepción filosófica de la naturaleza está en contra de esta visión. En efecto, por definición, toda naturaleza implica actividad; natura viene de nativitas, e implica nacer para actuar en un determinado sentido. Así, una «naturaleza pura» en el ser humano, a saber: que actuara enteramente en sí misma, no podría permanecer mucho tiempo en una condición ni pura ni real. Pues desde el momento en que los hombres empiezan a ocuparse de los desafíos morales que surgen en el mundo real, los recursos naturales de cada uno encontrarían obstáculos, para los que no dispondría de recursos morales eficaces. La privación de la justicia original significa, de hecho, que la naturaleza humana se ve privada de lo necesario para evitar encontrarse desconectada de la decisión y elección morales en el mundo. Y cuanto más compleja sea la situación moral, más difícil le resultará a la naturaleza mantener, sin ayuda, la virtud. Pero eso no significa que, sin la gracia, la persona no pueda hacer nada bien; los proyectos indispensables para la vida humana, como –y estos ejemplos es el mismo santo Tomás quien los pone– plantar viñas y construir cobertizos son, ciertamente, posibles. El Doctor Angélico, y esto es algo que merece ser observado, elige las actividades elementales del horno faber para ilustrar algunas de las cosas que un ser humano puede conseguir sin la ayuda de la gracia. Sin embargo, no pretende hacernos suponer que exista una versión natural de la única vocación a la que «todos los fieles, de cualquier estado o condición, están llamados»: la plenitud de la vida cristiana y la perfección de la caridad, de suerte que, fuera de la cultura cristiana, un ser humano pueda alcanzar realmente la plena excelencia moral y su felicidad 21.

De hecho, cuando santo Tomás se pregunta si acaso puede existir, sin la caridad, verdadera virtud, su respuesta está bastante matizada. Recordemos que la virtud supone una dispositio perfecti ad optimum, es decir, una disposición de lo que es perfecto hacia su máxima realización. En esto, la virtud se distingue de la mera disposición, pues las virtudes, como habitus realmente operativos, preparan al hombre para mantener una conducta moral virtuosa. Las virtudes morales se distinguen, de hecho, de las virtudes intelectuales, hasta el punto de que estas últimas no tienen capacidad para configurar en su totalidad un carácter moralmente bueno, aunque sí hacen a la persona inteligente e, incluso, prudente. La virtud moral forma el carácter humano. Así, la definición común insiste en que la virtud moral hace buenos tanto al sujeto como sus actos –«bonum facit habentem et opus eius bonum reddit»–. ¿Qué cantidad de esta bondad moral se puede alcanzar sin la caridad?

La tradición cristiana está, generalmente, de acuerdo con que, sin la caridad divina, no se puede desarrollar una vida completa de auténtica virtud. Pero santo Tomás introduce una distinción importante para el teólogo moralista. Dice: «La caridad entra en la definición de toda virtud, no porque sea esencialmente todas las virtudes, sino porque de algún modo todas dependen de ella» 22. ¿Cómo pueden depender las virtudes morales de la caridad y, al mismo tiempo, mantener su carácter individual como verdaderas virtudes humanas? Como modelo de explicación teológica, sugiere santo Tomás el modo en que la virtud intelectual de la prudencia regula e integra las virtudes del comportamiento en la vida humana 23. Las virtudes humanas conservan siempre, en cualquier situación, su identidad y valor moral en la persona que disfruta del favor divino, de suerte que los teólogos están obligados a distinguir entre virtud humana en sí misma y virtud humana en cuanto depende de la caridad teologal 24.

Dado que quien cree en Cristo goza de la ayuda de la gracia para vivir su vida, este hecho nos permite practicar toda una serie de útiles distinciones sobre la caridad en cuanto forma de las virtudes morales. Por ejemplo, sin la caridad es posible actuar siguiendo las solas disposiciones de la naturaleza. (Verbigracia: Roger Milquetoast encuentra fácil la práctica de la castidad porque le resulta difícil saludar a la gente). Mas, en la actual economía de la salvación, únicamente la caridad puede sostener todo el conjunto de las auténticas virtudes, de modo que el hombre alcance la libertad que el Nuevo Testamento promete a los que permanecen unidos a Cristo. Como Aristóteles sólo conoció el poder de la inteligencia humana, pensó que la prudencia era necesaria para llevar una vida ordenada e íntegra. El Evangelio proporciona otro tipo de sabiduría, y lo hace con el poder del Espíritu Santo derramado en las almas de los justos. Von Balthasar insiste en que únicamente los beneficiarios de la revelación cristiana han sido invitados a compartir ese tipo de libertad que procede del Dios absolutamente libre 25. La prudencia humana por sí sola es posible que guarde a la persona de cometer desastres mayores en una vida desordenada, pero sólo la caridad teologal puede sostener una vida de constante felicidad y permite al creyente conseguir el sumo Bien. Con todo, el creyente puede reconocer algún tipo de virtud auténtica también en una persona que carece de la caridad divina.

Naturalmente, no incluimos entre las virtudes auténticas aquellas virtudes falsas que caracterizan al vicioso, como, por ejemplo, la tenacidad del mísero, la docilidad del borracho o la audacia del violador. Pero podemos indagar sobre algún aparente oximoron moral, como la laboriosidad del promiscuo hombre de negocios, o la generosidad que muestra un criminal con su familia. ¿Debe considerar el cristiano esas características como auténticas virtudes? Dicho de otro modo, ¿supone un vicio para el hombre de negocios, en virtud de su vicio extralaboral, aplicarse diligentemente a su profesión? ¿Hace mal la persona que vive perseguida por las autoridades civiles cuando sustenta legítimamente a su familia? Dado que estas posibles «virtudes» no convierten al hombre de negocios ni al mafioso en buenos, parece que no. Sin embargo, en cierto sentido puede decirse que personas como estas manifiestan actos verdaderamente virtuosos, aunque sus vidas, tomadas en su conjunto, excluyan obviamente que podamos calificar estas buenas disposiciones de virtudes verdaderas y completas. Pues así como, sin la prudencia, las virtudes morales pierden su dirección adecuada y su integridad, así también cuando el vicio constituye una parte importante de la vida de un hombre, este se muestra débil en la búsqueda de la perfección. La experiencia ordinaria muestra la verdad de lo que decimos. El hombre de negocios libidinoso puede verse fácilmente alejado de los negocios honrados, para poder financiar sus caprichos sexuales, o el miembro de una banda criminal puede sustituir los abundantes gastos de su familia por otras expresiones más personales de amor filial, que son propias de las relaciones de parentesco.

Todavía nos quedan cosas por decir sobre el papel de la caridad en la vida moral. Y es que la laboriosidad del promiscuo hombre de negocios y la generosidad del ciudadano delincuente no se dan en un «estado de virtud», es decir, no pertenecen al orden de la virtud, que únicamente la caridad puede establecer; estas virtudes aisladas no hacen al que las posee completamente bueno y enteramente feliz. Y lo que es todavía más importante: este sería el caso aunque se acepte la hipótesis de que un individuo pueda apañárselas para desarrollar todo el conjunto de las virtudes morales naturales. ¿Por qué? Porque esa persona «naturalmente» buena carecería aún de la suprema bondad de Dios, para la que toda persona dispone de una capacidad pasiva; en verdad, sólo el amor que Dios otorga con la caridad teologal puede unir a los seres humanos con su verdadera meta final. Santo Tomás sostiene además que esta norma sigue siendo verdadera aun cuando se admita la hipótesis de que una persona, por ejemplo un político qua político —o una sociedad entera—, pudiera llegar, construyendo la ciudad del hombre, a una meta final e incluso a conseguir una comunidad humana bien ordenada. Von Balthasar llega a una conclusión similar. En el orden natural prebíblico, escribe, «los motivos de la acción siguen siendo, en parte, políticos, en la medida en que se sitúan en el interior de una micro o macropolis, y, en parte, individuales e intelectuales, en la medida en que la teoría y el conocimiento de las leyes que regulan el ritmo del universo se presentan como los valores más deseables» 26. Con todo, tal nobleza se queda corta con respecto al bien último. En efecto, los cristianos no son «extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios, edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, siendo la piedra angular Cristo mismo» (Ef 2, 19-20). En suma, sólo Cristo trae consigo la estabilidad de la bondad divina a la fragilidad de la vida humana y hace a la persona humana partícipe de la vida divina.

Si por una vida verdaderamente virtuosa entendemos la vida perfecta y buena para el hombre y para la mujer, entonces sólo la caridad puede hacerla posible en cada persona. Sólo la virtud teologal de la caridad garantiza que todo lo que hace una persona alcanza la perfección óptima de nuestras capacidades humanas. Este punto de vista no supone que establezcamos unas distinciones rígidas e inamovibles entre naturaleza y gracia; más bien reconocemos algo que todo cristiano debe aceptar, a saber: que la justificación del pecador proviene únicamente de la graciosa benevolencia de Dios. El mismo don de la gracia perfecciona a la persona, de suerte que puede esperar, razonablemente, cumplir el mandamiento de Jesús: «Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mt 5, 48). Puesto que la naturaleza humana se relaciona de modo distinto con los fines inmanentes o transcendentes que constituyen su perfección, no se da una «superposición» de la gracia sobre la naturaleza. «Los valores de la realización personal y de la integración social se armonizan únicamente en la resurrección de Cristo», dice von Balthasar, «garantía de la realización del individuo y de la comunidad eclesial y, a través de ella, del mundo. De modo que Dios, sin eliminar la realidad del mundo, puede ser "todo en todos"» 27.


3.
La caridad como forma de las virtudes morales

Queda por discutir cómo afecta la caridad al desarrollo de las virtudes humanas. Según la tradición teológica clásica, la caridad constituye la forma de las virtudes, porque ejerce una influencia sobre las otras virtudes, principalmente en la línea de la causalidad eficiente. Dicho de otro modo, la caridad explica la razón de que las otras virtudes teologales de la fe y la esperanza, y las virtudes morales cardinales actúen plenamente en la vida cristiana. Históricamente, algunos teólogos han optando por describir la relación de la caridad con las otras virtudes principalmente en términos de causalidad formal ejemplar, pero esto sólo consigue que cada virtud parezca un tipo de caridad. Así, aunque la proposición tiene su propio atractivo, en especial a la luz de la insistencia del Nuevo Testamento en la primacía del amor en la vida cristiana, de hecho impide el desarrollo de una ética teológica adecuada. Con otras palabras, el teólogo moralista tiene necesidad de describir la vida moral cristiana teniendo en cuenta toda la variedad de situaciones que se dan en la vida y que requieren una respuesta virtuosa específica. Al mismo tiempo, queda claro que la causalidad final sigue siendo una consideración importante para determinar cómo se relaciona la caridad con las otras virtudes. Si la caridad dirige la moral cristiana al nivel más personal, entonces esta virtud debe influir en el mundo de las intenciones personales y de los significados que dan forma a una acción moral en última instancia.

Cada acción moral recibe una determinación, relativamente completa, de su objeto moral -eso que llaman los teólogos el finis operis–. Pero un significado moral encarnado en un acto particular definido oportunamente, recibe también una segunda determinación moral del acto interno de la voluntad con el que es gobernado o controlado. Por ejemplo, decir una mentira con la intención de angustiar a la persona engañada, hace del acto no sólo una violación de la justicia, sino también de la amabilidad. Sin embargo, el que ayuna con el propósito añadido de orar a Dios convierte su acto no sólo en un acto de templanza, sino también en un acto de la virtud de la religión (latría). La caridad, como causa eficiente que hace obrar a las virtudes de un modo enteramente conforme con las enseñanzas y promesas del Evangelio, transforma la acción virtuosa desde el interior. De este modo, como dice. Orígenes, Cristo se convierte en la substancia misma de las virtudes.

Dado que la caridad puede dirigir cada acción humana hacia el fin último de la bienaventuranza, afecta a este propósito en cada una. Así como cada pecado puede asumir una negatividad añadida, cuando se realiza con un odio malicioso contra Dios o contra el hombre, así también cualquier cosa hecha por amor de Dios alcanza una dimensión diferente a la que tendría si el caso fuera otro. A los Salmanticenses, un grupo de carmelitas descalzos que enseñaron en Salamanca, aproximadamente entre 1600 y 1725, debemos la siguiente consideración acerca de la relación u ordo de la caridad con las otras virtudes.

Aunque este ordenamiento (ordo) [de la caridad] está más allá de la especie de un determinado acto virtuoso, que la recibe de su objeto y fin próximo, sería, no obstante, erróneo considerarlo como algo meramente accidental a la virtud. Más bien cumple decir que la caridad es algo que pertenece al corazón de la virtud (per se) y por lo que, además, suspiran las virtudes 28.

En pocas palabras, la vida cristiana es la única forma real de la vida humana. Los teólogos carmelitas explican el papel de las virtudes infusas en la ética teológica de tal modo que la convierten en norma para la vida humana. Pero nótese que, aun cuando la virtud cristiana convierte a un hombre simplemente en alguien que ama a Dios, la virtud de la caridad es formalmente distinta de las otras virtudes morales y teologales, aunque sin la caridad no pueda haber vida virtuosa en el sentido pleno e incondicional del término. Así, aunque pudiéramos considerar la hipótesis de que la persona es capaz de adquirir todas las virtudes humanas mediante su propio esfuerzo, nadie podría, sin ayuda, realizar la dispositio perfecti ad optimum, lo mejor que la naturaleza humana es capaz de alcanzar por la gracia, pues únicamente se encuentra en la unión beatífica con Dios. Es Cayetano quien nos proporciona la siguiente explicación de cómo da forma la caridad a las otras virtudes.

Así, las virtudes poseen esta ordenación a ser una acción «formada»; la formación (formatio) deriva de la caridad en cuanto que ella sola ordena el acto de toda virtud hacia el fin último de un modo incondicional. Por esa razón se dice que la caridad es forma de las virtudes, es decir, aquello que las constituye en la posesión plena, existencial, en que consiste la verdadera condición virtuosa (tamquam constituens eas in esse virtutis simpliciter) 29.

Para el creyente cristiano, la vida que el Nuevo Testamento describe y propone no constituye una alternativa, entre otras muchas, para alcanzar una vida feliz. Ni tampoco puede ser reducida a un ilusorio paliativo para gente débil, como sugiere Nietzsche, sino el resultado final de la vida y del culto cristianos. La vida cristiana, animada por la caridad teologal, ofrece al hombre el único camino para llegar a la plena perfección de la existencia humana y para evitar los efectos destructores del pecado original 30.


4. Las personas en la
communio

Hemos visto que la caridad teologal ama a Dios sobre todas las cosas y por su propia amabilidad, pero la vida implica a otros además de a nosotros mismos y a Dios. El Nuevo Testamento deja bien claro que el amor cristiano, por su propia naturaleza, abarca y se extiende a todo el orden de la creación: «Y hemos recibido de él este mandamiento: quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Jn 4, 21). En la Summa theologiae IIa-llae, q. 25, aa. 1-12, emprende santo Tomás una reflexión detallada sobre lo que él llama los objetos de la caridad. En esta reflexión, que bien merece todavía un estudio profundo, distingue santo Tomás las distintas clases de gente que componen la Iglesia, para ordenarlas en el interior de la unidad del único vínculo de amor. Dicho de otro modo, señala las distintas clases de gente que forman realmente la communicatio de la caridad. De hecho, el mismo Evangelio requiere tal investigación, pues la Iglesia, imitando a su Señor, debe responder, como un todo, a la pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29).

El Nuevo Testamento habla, de manera inequívoca, del primado de la caridad en la vida del creyente. Eso significa que nadie puede amar de verdad si no es desde la participación en aquella única communicatio que Dios establece dentro de la familia humana mediante la encarnación de su Unigénito. Mas, a fin de que la caridad teologal no se confunda con otros tipos de afectividad humana, ni se confunda a la Iglesia con otra comunidad humana, el teólogo moralista debe examinar con cuidado qué es exactamente la caridad divina. Por esta razón, el método de santo Tomás requiere que establezcamos los miembros de la communicatio estrictamente en términos de ratio formalis objecti de la caridad. San León Magno explica, en una de sus homilías, el elemento definitorio de la caridad en estos términos:

Al hombre que ama a Dios le basta con complacer a aquel a quien ama: porque no se puede buscar mayor recompensa que el amor mismo; pues la caridad viene de Dios por el hecho de que Dios mismo es amor 31.

Sólo el buen Dios es, pues, el Primer Amigo para cada miembro de la communicatio de la caridad; y su bondad ilimitada constituye, consiguientemente, la base para cualquier manifestación de la auténtica amistad. Antes que nada, la caridad incluye una amistad ofrecida. Y puesto que manifiesta la participación limitada de la persona en el amor divino, la virtud de la caridad será siempre una donación creada.

Al mismo tiempo, los evangelios dejan claro que, aunque sólo Dios constituye la única explicación de la caridad, también otras personas, a las que el Nuevo Testamento llama «prójimo», pueden entrar en la communicatio. El mandamiento nuevo habla explícitamente de estas relaciones cuando ordena: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Y en su discurso de despedida, afirma el mismo Jesús: «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que, como yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros» (Jn 13, 34). ¿Quién es el prójimo a quien esta fundamental recomendación evangélica nos invita a amar como a nosotros mismos? Dicho de otro modo, ¿qué personas están incluidas en la communicatio de la caridad teologal?

Mientras que la bienaventuranza divina en sí misma confiere su unidad formal a la caridad, el amor de la caridad divina va más allá de las tres Personas de la Santísima Trinidad. Con otras palabras, el verdadero amor de caridad no se detiene en Dios, sino que abraza también a todas las criaturas. A lo largo de la historia, han aparecido distintas opiniones en torno a esta cuestión. Algunos pensadores afirman que nada divino se infiltra realmente en el orden creado, mientras que otros han sostenido lo contrario, a saber: que «lo divino» no es otra cosa que el epítome de la conciencia humana. Sea como fuere, uno de los rasgos característicos de la doctrina católica es tomar en serio la analogía. Aunque sólo existe una ratio diligendi para la caridad teologal, a saber: Dios como sumo bien, sabemos, por la fe, que esta caridad se abre para incluir a aquellos hombres predestinados por el mismo Dios a la gloria.

El creyente cristiano lo ama todo simplemente por Dios, no como Dios, ni tanto como a Dios, sino por la bondad divina. Eso significa que la caridad divina debe adaptarse a la situación específica de lo que, en lenguaje técnico, se llama objetos materiales secundarios. Pero ¿cómo puede convertirse la amistad de un hombre con Dios en amor a toda la creación? El habitus teologal de la caridad lleva a cabo, instrumentalmente, esta efusión del amor divino en el mundo, dando forma a las mociones afectivas de la persona que ama, en el modo y en la medida en que el «objeto formal» participe en la communicatio beatitudinis. Con otras palabras, la virtud de la caridad hace posible que nosotros amemos a los otros, según la medida en que Dios los ha creado amables. El Doctor Angélico lo explica de este modo:

La caridad ama a Dios por sí mismo, y por él ama a los otros en cuanto que están subordinados a él. De ahí que, en cierto modo, amemos a Dios en nuestro prójimo, pues amar a otro en la caridad es amarle porque está en Dios, o bien para que Dios esté en él. Pero si tuviéramos que amar a nuestro prójimo sólo por sí mismo, y no por Dios, esto sería ya otro tipo de amor, basado en vínculos naturales, o bien en la ciudadanía o en cualquier otra clase de amor tratada por Aristóteles en su Ética (VIII, 3) 32.

En consecuencia, el carácter único de la caridad cristiana radica en que busca, por encima de todo, alcanzar el momento en el que, por citar a von Balthasar, «Dios, sin eliminar la realidad del mundo, pueda serlo "todo en todos"».

La caridad abraza, en su movimiento afectivo, tanto a las personas como las cosas; sin embargo, sólo las personas son amadas como amigos; las cosas son amadas en referencia a las personas, en cuanto bienes deseados para el amigo. El abrazo de la caridad implica, directamente, a todos los que están llamados a participar en la communicatio de la bienaventuranza. Santo Tomás nos proporciona tres motivos para explicar por qué lo que deriva de la caridad teologal se limita a la comunidad humana y a la angélica. En primer lugar, puesto que no se puede desear el bien a un animal salvaje, lo infrahumano no puede abarcar la ratio boni. En segundo lugar, la auténtica fraternidad (fellowship) requiere la inteligencia o la dimensión espiritual de la vida, pero no existe posibilidad de tal intercambio entre los animales. En tercer lugar, no es posible reconocer en la creación infrarracional la necesaria proporción que debe existir entre los miembros en una communicatio que supone benevolencia recíproca.

Puesto que son las personas quienes constituyen los únicos términos verdaderos del amor de benevolencia, sólo ellas constituyen los verdaderos «objetos» de la caridad. Tres son las categorías que debemos considerar: Dios, nosotros mismos y el prójimo. El objeto propio y formal es, naturalmente, Dios, el Amigo Principal al que todo hace referencia; sólo Dios puede constituir la razón de que nos amemos a nosotros mismos y al prójimo. Después, cada creyente constituye un objeto de caridad para sí mismo. Finalmente, la caridad se extiende al prójimo, tanto ángeles como hombres, partícipes o llamados a participar en la fraternidad (fellowship) del amor de Dios (communicatio beatitudinis).

De dos modos diferentes nos relaciona la caridad con los demás: primero, como amigo de Dios y, por ello, como amigo nuestro al compartir el amor de Dios, o, alternativamente, como un objeto, es decir, como cosa de Dios, referida a Dios para gloria y honor suyo. En última instancia, el prójimo no es amado precisamente como persona a la que uno desee el bien de Dios, sino como «cosa» que uno desea para Dios, para honor y gloria suya 33. Esta última categoría incluye al pecador, que de facto no es amigo de Dios. El infierno representa el estado de la persona excluida, de manera permanente, de la incorporación a la amistad divina, reducida a la condición de «cosa», y cuyo castigo es también reflejo de los atributos divinos. Naturalmente, antes del juicio final no podemos asegurar que haya alguien en concreto en el infierno, pues hasta el momento del juicio incluso el pecador endurecido será amado, para que pueda convertirse de nuevo en amigo de Dios.

La caridad cristiana encarna una realidad eminentemente personal, que, por otro lado, existe en cada individuo en proporciones diversas. Además, dado que no todos somos iguales, en razón de nuestra actual participación en la bienaventuranza, debemos distinguir de manera adecuada a la hora de determinar las siguientes cuestiones. Primera, ¿cómo debemos amarnos a nosotros mismos en la caridad? Segunda, ¿cómo debemos amar al prójimo? Y entre el prójimo a amar debemos considerar cómo se abren los creyentes al amor a los pecadores y a sus enemigos, y también a las criaturas espirituales.

En primer lugar, el evangelio nos pide que nos amemos a nosotros mismos: «... así como la unidad es principio de la unión», dice santo Tomás, «así el amor con que uno se ama a sí mismo es forma y raíz de la amistad, pues tenemos amistad con los demás en cuanto que con ellos nos portamos como con nosotros mismos» 34. Aristóteles observa que «los sentimientos de amistad hacia otros fluyen de los sentimientos propios que la persona tiene hacia sí misma» 35. Debemos recordar que la amistad sobrepasa el mero egoísmo; el auténtico amor propio nunca es amor egocéntrico o egoísta. Cuando nos amamos a nosotros mismos en la caridad, nos amamos a nosotros mismos como invitados por Dios a la amistad, pues la caridad nos incluye entre sus verdaderos amigos. Santo Tomás señala la capacidad de amarse a sí mismo como la «raíz» (radix) y el «modelo» (forma) de toda caridad. Santa Teresa de Lisieux, en un episodio especialmente conmovedor de su autobiografía, proyecta una luz diferente sobre este importante elemento de la enseñanza cristiana.

Este año, querida madre, Dios me ha concedido la gracia de entender lo que es la caridad; ya lo entendía antes, es cierto, aunque de un modo imperfecto. Nunca había ahondado en lo que significan estas palabras de Jesús:

«El segundo mandamiento es SEMEJANTE al primero: amarás al prójimo como a ti mismo (Mt 22, 39)... Pero cuando Jesús les dio a sus discípulos un mandamiento nuevo, SU MANDAMIENTO, como lo define más adelante, no habló ya de amar al prójimo como a sí mismo, sino de amarlo como Él, Jesús, lo amó y como lo amará hasta la consumación de los siglos.

¡Oh Señor! Sé que no me mandas nada imposible, conoces mejor que yo mi debilidad, mi imperfección, sabes que nunca podré amar a mis hermanas como tú las amas, a no ser que tú, Jesús mío, las ames en mí. ¡Quisiste darme este nuevo mandamiento para darme la seguridad de que tu voluntad es amar en mí a todos aquellos que me mandas amar!

Sí, estoy convencida de ello; cuando obro con caridad es sólo Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a Él, tanto más amo a mis hermanas 36.

Este testimonio nos ayuda a ver el adecuado ordenamiento del amor de Dios, a saber: que, primero, sabemos por la fe que Dios nos ama porque El es bueno, no porque lo seamos nosotros; a continuación, que nos amamos a nosotros mismos, en la esperanza y en la caridad, como personas amadas aquí y ahora por Dios; y, finalmente, de este lazo de caridad pasamos a un auténtico amor propio, que constituye la base para la expansión de la communicatio.

El amor propio nos impulsa por sí mismo a amar nuestros cuerpos, que pertenecen a la persona; en la teología moral de santo Tomás no hay sitio para un maniqueísmo camuflado. San Francisco de Asís, reconociendo, a su muerte, que había impuesto duros trabajos a su carne mortal, pidió perdón a su cuerpo, su «hermano asno». El verdadero amor a nuestros cuerpos no excluye las prácticas penitenciales de la vida cristiana, donde siempre hay un sitio para la ascesis. La caridad nos impulsa, ciertamente, al ascetismo; nos hace desear alejarnos de la mancha del pecado y de la corrupción del castigo que lleva consigo.

Como nos recuerda el mandato evangélico, se nos pide amar no sólo a Dios y a nosotros mismos, sino también a nuestro prójimo. Este mandamiento, cuando se aplica a aquellos que están con nosotros en la communicatio, resulta relativamente sencillo. Pero ¿cómo pueden entrar, en esta concepción de la caridad, los pecadores, que, por definición, son aquellos que han cambiado el bien de la bienaventuranza por los bienes aparentes marcados por la finitud? Pues, por definición, el pecador no es amigo de Dios. Santo Tomás introduce aquí una distinción de gran ayuda: si bien es cierto que los pecadores no participan ahora de la communio beatitudinis, a pesar de ello, mientras viven, siguen siendo partícipes, en potencia, de la misma. La caridad nos apremia, pues, a promover su retorno a la bondad de Dios. Eso significa que debemos amarlos de tal modo, que vengan a participar plenamente en el misterio del amor de Cristo. El ejemplo del mismo Cristo, así como su enseñanza, especialmente en las parábolas de la oveja perdida y del hijo pródigo, ponen ampliamente de manifiesto este tema central cristiano. Más aún, la muerte de Cristo en la cruz, como explica san Agustín, introduce en el mundo un juicio de misericordia. En su comentario al evangelio de Juan, escribe el Doctor de Hipona:

Pero si te fijas, la misma cruz fue un tribunal: el juez colocado en el centro, a los lados el ladrón que creyó y fue absuelto (Lc 23, 43) y el ladrón que insultaba a Jesús y fue condenado. Esto era ya signo de lo que hará con los vivos y los muertos: colocará a los unos a la derecha y a los otros a la izquierda. Uno de los ladrones es figura de aquellos que estarán a la derecha y el otro es figura de los que estarán a la izquierda 37.

Como es natural, el amor de caridad provoca en el creyente cristiano una sed insaciable de que todo pecador pueda volver a apreciar el favor divino y, como el buen ladrón, se vuelva a Jesús en la cruz para decirle: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino» (Lc 23, 42).

Hay un incidente en la vida de santo Domingo —el encuentro con el posadero albigense— que ilustra el correcto acercamiento a los pecadores. La historia dice así: por su diligencia en comer y beber con cierto provenzal caído en la herejía, santo Domingo muestra, primero, su amor al posadero y, después, el santo se queda levantado hasta bien entrada la noche con el descarriado posadero, con el fin de explicarle la verdad del evangelio. Es más, puesto que los sectarios están sumidos con frecuencia en otros tipos de inmoralidad, podemos suponer que el santo rescató de este modo al posadero de errores sobre la vida moral.

Todo pecado lleva consigo una actividad que carece de la justa ordenación a los fines buenos de la prosperidad humana y al fin último de la bienaventuranza divina. Por eso define san Agustín el pecado como «toda palabra, acción o deseo contrario a la ley eterna» 38. Eso significa que, al pecar, el pecador se niega a acoger, de un modo ordenado, los bienes que la sabiduría creadora de Dios ha constituido para la propia felicidad del género humano. La culpabilidad teológica o la responsabilidad del castigo, que se encuentra en el mismo acto desordenado, puede engendrar, consecuentemente, una especie de culpabilidad psicológica. Mas la plena y corruptiva realidad de la culpa implica una alienación de lo que es verdaderamente bueno. Esa alienación, además, no se supera simplemente aprendiendo a sentirse bien o cómodo con el comportamiento, que, por su naturaleza (ex objecto), se muestra insuficiente para incorporar tanto el bien de la prosperidad humana, como la consecución de la plenitud del amor divino. En virtud de la inclinación humana al autoengaño, la caridad obliga, en ocasiones, al creyente a despertar al pecador de su falsa complacencia.

El pecado produce tremendos estragos en la vida de la persona. En efecto, los pecadores, por el hecho de estar excluidos de la communicatio de la bienaventuranza, no pueden amarse a sí mismos 39. Unicamente el evangelio cristiano predica la dignidad que da plenitud al hombre. Los que ponen su confianza en otro dios no pueden descubrir los fundamentos adecuados y completos sobre los que poder construir un verdadero amor a sí mismos. «El trabajo del demonio», escribe von Balthasar, «se muestra, sobre todo, en una gnosis orgullosa carente de amor, que pretende tener la misma importancia que el ágape que es dócil a Dios, pero en realidad "se engríe" (1 Co 8, 1)»40. Por otra parte, la conversión y la experiencia del amor divino, por medio del perdón, otorgan la verdadera paz del espíritu.

El cristiano debe amar asimismo al prójimo, aun cuando sea un enemigo; el análisis de esta afirmación requiere otra serie de distinciones. «Enemigo» puede referirse a enemigos personales o a enemigos de la comunidad a la que se pertenece: la familia, la patria e incluso la Iglesia. Las siguientes conclusiones aclaran algunos puntos principales sobre el amor al enemigo: primero, amar a un enemigo en cuanto tal, es decir, sub ratione inimici, sería lo mismo que amar a un pecador en cuanto pecador. La caridad teologal no nos permite meternos en chanzas morales de este tipo. Con todo, podemos reconocer que es preciso practicar una distinción entre pecador y enemigo; el pecador es alguien que falla en el cumplimiento de la ley de Dios, pero una persona puede convertirse en enemigo sin ninguna culpa personal. Un ejemplo de lo que decimos es el soldado enrolado al servicio de un ejército enemigo. En este caso, la communicatio de la caridad exige que, primero, sea retirada la ofensa –en el ejemplo del soldado, aquello que provocó las hostilidades– por la parte culpable. Esto tiene lugar a través de la restitución o de la satisfacción, de suerte que queden restablecidas las bases para el amor. Al mismo tiempo, la enseñanza del Evangelio nos insta a amar al enemigo personal, incluso con una predilección que muestra la perfección de la caridad (cfr. Mt 5, 43-48). La ética filosófica puede descubrir razones utilitaristas para olvidar las ofensas pasadas, pero únicamente Cristo hace posible amar al enemigo de un modo que transciende el amor de sí mismo.

A veces, el enemigo no es feroz del todo, como podemos ver en este incidente de la vida de santa Teresa de Lisieux. Su experiencia personal, vivida en la fe, ilustra el hondo significado y la importancia de la enseñanza evangélica sobre el amor a los otros.

Hay una hermana en la comunidad que tiene la facultad de ofenderme en todo: sus maneras, sus palabras, su carácter, todo me parece muy desagradable. Y, a pesar de todo, es una santa religiosa, que debe agradar mucho a Dios. Por eso, como no quería ceder a la natural antipatía que experimentaba, me dije que la caridad no debía consistir en sentimientos, sino en obras; así, me propuse hacer por esta hermana lo que haría por la persona más amada. Cada vez que me la encontraba pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos. Sentí que esto agradaba a Jesús, pues no hay artista a quien no le guste recibir felicitaciones por sus obras, y Jesús, el Artista de las almas, está contento cuando no nos detenemos en el exterior, sino que, penetrando en el santuario interior, que ha escogido por morada, admiramos su belleza. No me contenté con rezar mucho por esta hermana, que tanta lucha me ocasionaba, sino que me esforcé por hacerle todos los favores que pude, y cuando me veía tentada a contestarle de mala manera, le presentaba mi mejor sonrisa de amiga, cambiando de tema de conversación, pues dice la Imitación: «Es mejor dejar a cada uno en su propia posición, que entrar en discusiones».

Frecuentemente, cuando no estaba en tiempo de descanso (durante el trabajo, quiero decir) y tenía la ocasión de trabajar con esta hermana, solía escaparme, como un desertor, cuando mis tensiones eran demasiado violentas. Como no tenía ella la menor noticia de mis sentimientos, nunca sospechó los motivos de mi conducta y estuvo siempre convencida de que su carácter me era agradable. Un día, durante el tiempo de descanso, me preguntó con estas o parecidas palabras: «¿Querrías decirme, hermana Teresa del Niño Jesús, qué es lo que tanto te atrae de mí? Pues cada vez que me miras veo que me sonríes. ¡Ah! lo que me atraía era Jesús, escondido en el fondo de su alma; Jesús que hace dulce lo que pueda haber de más amargo... Le respondí que sonreía por que me alegraba de verla (ni que decir tiene que no añadí que era desde el punto de vista espiritual)» 41.

La madurez cristiana exige que desarrollemos el tipo más adecuado de relaciones, pero únicamente la caridad teologal garantiza que la medida colmada del amor de Cristo gobierna nuestros puntos de vista. La enseñanza cristiana sobre el amor al enemigo o a la persona antipática deriva de la vigorosa insistencia de san Pablo en que el creyente busque siempre, en primer lugar, vencer el mal con el bien (Rm 12, 21).

El amor brindado a un enemigo, por el hecho de ser enemigo, no convierte este amor en un bien mejor a conseguir. En efecto, al ser iguales todas las realidades existentes, amar a un amigo es mejor y más meritorio. Cayetano aclara este importante punto en el siguiente texto:

La razón principal estriba en el hecho de que el objeto de ese amor es, a la vez, mejor [objetivamente] y más cercano a nosotros [apreciativamente]. De ahí que, estando más cerca de Dios, sea mejor el amigo; estando más cerca del que ama, esté más unido el amigo. Por eso, el amor a un amigo se adapta mejor al modelo del amor caritativo 42.

Este punto de vista manifiesta una nota extraña para los que sostienen que lo más difícil es siempre lo más meritorio, como sucede en algunas escuelas de teología espiritual, que recomiendan como modo de obrar el agere contra, para ir contra las tendencias de nuestras inclinaciones naturales.

La caridad derriba todas las barreras levantadas por la nacionalidad, la raza, la clase, la cultura, pero transciende también esa barrera ontológica, más profunda, que existe entre los distintos órdenes de la creación. La comunión de la Iglesia va más allá de los límites de este mundo visible. Sabemos que la creación incluye otros seres personales, además de los que encontramos en el mundo visible. Y dado que la perfección de la caridad consigue la realización definitiva de la comunión personal, el cristiano se relaciona con las personas angélicas, que, como sabemos, también habitan la nueva Jerusalén celestial. Por otro lado, los que están excluidos definitivamente de la compañía de los santos, los condenados y los demonios, no pueden ser amados como amigos de Dios. A pesar de todo, en la caridad, pueden seguir siendo considerados como «cosas» de Dios que han cesado de honrar a Dios, el cual, en el caso de los demonios, por lo menos, manifiesta ya la justicia divina.

El comentario de santo Tomás sobre los objetos de la caridad refleja la enseñanza clásica de la tradición teológica occidental, a saber: que Dios, uno mismo, el prójimo y el cuerpo de la persona se incluyen en la communicatio beatitudinis. Escribe san Agustín en el De doctrina christiana: «Cuatro cosas debe amar un hombre. Una está por encima de él, a saber: Dios; otra es él mismo; la tercera está cerca de él, esto es, su prójimo; y la cuarta está por debajo de él: su propio cuerpo» 43. La caridad, como las otras virtudes, sigue siendo formalmente una virtud. Posee sólo un objeto formal: el buen Dios en sí mismo. Sin embargo, esta perfección puede atraer otros fines sin perder nada de la simplicidad divina.

Como ya hemos visto, eso no significa que Dios sea únicamente uno de esos objetos entre otros; Dios es siempre el Primer Amigo, el Objeto eminente y principal de la caridad. Dios existe desde la eternidad como la communicatio beatitudinis fundamental y original. Pues Dios es Trinidad de personas que se conocen y aman en aquella relación pericorética que señala el mutuo «estar en» de una persona en la otra, así como también sus relaciones mutuas. La variedad y la belleza de la creación de Dios refleja su divinidad, aunque para el hombre representa el reto de la renovación de todas las cosas en Cristo. No existe ninguna auténtica amistad que no tenga relación con la communicatio de la caridad. De nuevo es la Pequeña Flor quien resume el papel de la caridad divina en nuestras vida.

Sólo la caridad puede dilatar mi corazón. Oh Jesús, pues esta dulce llama lo consume, corro con alegría por el camino de tu NUEVO mandamiento. Quiero correr por él hasta el bendito día en que, uniéndome a la procesión de las vírgenes, podré seguirte en la corte celestial, cantando tu cántico nuevo (Sal 118, 32) que será AMOR 44.

La realización de la caridad en el mundo es lo que constituye a la Iglesia; donde hay amor, allí está Dios. Dios, mediante la gracia capital de Cristo, da rienda suelta a su amor divino en el mundo. Y en la persona de Cristo es donde encuentra la Iglesia la fuente de su misma vida. Von Balthasar subraya vigorosamente que la Iglesia es quasi una persona: «La Iglesia de Cristo no es otra cosa sino la plenitud de esta única Persona... Puesto que la obra de salvación de Jesús se llevó a cabo "para todos", la vida en comunidad es al mismo tiempo personalizadora y socializadora»45. El amante cristiano, para beneficiarse plenamente de tan gran don, debe observar el orden adecuado de las relaciones que forman la comunidad de la Iglesia.


5. Las prioridades de la caridad

Dice von Balthasar: «El perfecto cumplimiento de la voluntad del Padre en la Persona de Cristo es una síntesis escatológica e insuperable»46. Como meta, el cristiano lucha por conseguir esta síntesis en su vida. Pero, hasta en la comunión de la caridad, pueden surgir reclamaciones conflictivas sobre nuestro amor. La tradición catequética de la Iglesia, como hemos dicho, reconoce cuatro «objetos» que debe abrazar la caridad: Dios, uno mismo, el prójimo y el propio cuerpo47. Es importante tener una idea clara de cómo se relacionan esos objetos entre sí y, en caso de situaciones conflictivas, saber qué tipo de personas tienen prioridad sobre otras. Así como no hay dos estrellas iguales, también la caridad distingue a una persona de otra dentro del único Cuerpo. El amor de caridad, por tanto, debe observar un orden. La tradición cristiana reconoce tanto un descubrimiento dialéctico del bien en el otro, como el desarrollo gradual de nuestra apreciación del amor de Dios en los miembros de la Iglesia.

«Dios es Amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16). La caridad con el prójimo lleva nuestro amor a Dios a su plenitud; nunca lo disminuye. Esto queda muy claro en el Nuevo Testamento: «Si alguno dice: "Amo a Dios", y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4, 20). Los siguientes principios ayudan a ver cuántas y cuán diversas personas caben en la comunión de la caridad, que, puesto que sólo Dios es la causa de su realización, constituye una «síntesis insuperable» de la voluntad de Dios.

El primer criterio, para determinar cómo debe ser amado alguien en la caridad, depende del modo en que una persona determinada participe en la communicatio beatitudinis. Este criterio especifica cómo debe ser amado objetivamente cada uno en la caridad. Existe también un orden de la caridad que viene determinado por el modo en que se desarrollan las relaciones interpersonales entre amigos, entre un yo y un tú. Este tipo de relación afectiva puede darse, desde luego, de distintos modos. Por ejemplo, el afecto aumenta cuando un creyente llega a reconocer y apreciar hasta qué punto el amor divino de benevolencia configura, de hecho, el carácter de un amigo. O también, la amistad afectiva se da asimismo en la naturaleza: entre los miembros de una familia, por ejemplo. Esta intimidad y cercanía establece, en cualquier acontecimiento, las bases para otro tipo de amor, a saber: el amor apreciativo o el amor de intensidad. Este es el segundo criterio para reconocer cómo debe ser amado alguien en la caridad divina. Teniendo, pues, en la mente la distinción entre el amar objetivamente y el amar apreciativamente, es posible aplicar las siguientes pautas de comportamiento, para ejercer la caridad en la comunidad de los fieles.

Puesto que el objeto formal de la caridad es la bondad divina, la caridad reconoce, antes que nada, la prioridad absoluta del amor divino por encima de todas las participaciones humanas en el mismo. Esto sigue siendo verdad aun cuando, como nos recuerda 1 Jn 4, 20, la presencia del prójimo, sensiblemente, nos es mucho más accesible que la de Dios 48. Eso significa asimismo que la caridad otorga prioridad al amor divino en sí sobre cualquier interés y valor particular. ¿Por qué? Veamos. El valor del individuo depende de su participación en la communicatio benevolentiae. Eso no significa que, por preferir el amor divino a nuestros propios intereses, estemos obligados a practicar una continua autodisminución, pues sabemos que la persona que ama a Dios es atraída hacia el amor perfeccionador de la bienaventuranza y se siente, por ello, «realizada» en el sentido más radical del término. En tercer lugar, dado que la persona es un per se unum compuesto de cuerpo y alma, la caridad establece la prioridad del amor a nosotros mismos sobre el amor al prójimo. Dicho de otro modo, el yo incorpora una realidad ontológicamente fuerte, una unidad que sobrepasa la unión de caridad que existe entre los amigos. Este principio, sin embargo, se apoya tanto en el hecho de que las potencias espirituales del alma representan la auténtica dignidad de la persona, como en que las potencias espirituales del conocimiento y del amor comunican a todo el supuesto racional una excelencia especial. Como corolario del principio que afirma la prioridad de que goza el yo sobre el prójimo en la caridad, cada persona debe amar su propio cuerpo en la verdadera caridad.

Cuando santo Tomás dirige su atención a las prioridades existentes entre los distintos miembros del Cuerpo místico, rechaza con firmeza la hipótesis de que este amor sea igualitario 49. El amor cristiano manifiesta, en efecto, preferencias por alguien del prójimo sobre otros. El modo preferente de amar tiene en cuenta tanto a Dios como a la persona que ama y, dice santo Tomás, «el "objeto" más cercano es el más querido» 50. Por consiguiente, Dios ama ante todo a la bienaventurada Virgen María más que a los otros santos, puesto que, en virtud de la gracia que le ha dado, ella es la persona humana más próxima a El. El amor preferente de Dios por María, sin embargo, no es un amor «cerrado», ya que la sitúa en el centro de la Iglesia. Dice Von Balthasar: «María es el arquetipo y la primera célula de la Iglesia y cuando esta última participa de la disposición de María, entonces es el Cuerpo de Cristo con toda verdad» 51. Por poner otro ejemplo, san Pablo nos enseña que, «mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente a nuestros hermanos en la fe» (Ga 6, 10). La razón de este amor de preferencia no es otra que el hecho de que la fe cristiana nos une en lo que Von Balthasar describe como un movimiento continuo hacia el propio centro de la Iglesia, que, en María, contiene ya la realidad plena. El orden de la caridad, sin embargo, no constriñe al amor ni engendra un espíritu sectario, pues la «Iglesia está abierta al mundo, del mismo modo que Cristo está abierto al Padre y a su Reino universal (1 Co 15, 24)» 52.

Así, cuando estemos obligados a elaborar un juicio sobre qué personas deben ser amadas y según qué criterios, debemos tener en cuenta la distinción entre el amor objetivo y el amor intensivo o apreciativo. El amor objetivo de caridad mira la bondad específica del prójimo en cuanto toma parte en la communicatio benevolentiae, mientras que el amor de caridad intensivo o apreciativo fluye de la sensación de proximidad o intimidad que se da entre dos personas, basada en una amistad natural o adquirida. La siguiente tesis general ilustra esta suprema distinción siguiendo las cuatro categorías de la caridad: Dios, uno mismo, el prójimo y el propio cuerpo. En primer lugar, Dios debe ser amado, tanto objetiva como apreciativamente, por encima de nosotros mismos y de nuestro prójimo. En segundo lugar, el cristiano debe amarse apreciativamente más que a su prójimo, aunque objetivamente menos si el prójimo tiene mayor participación en la communicatio benevolentiae. En tercer lugar, el cristiano debe amar al prójimo más que a su propio cuerpo, aunque sólo se nos pide sacrificar la propia vida natural por el bien de la eterna salvación de otro. San Juan Crisóstomo refleja estas prioridades cuando dice a los cristianos que «deben renunciar a todo menos a la fe: dinero, cuerpo, incluso la propia vida. Pues la fe es el principio y la raíz; conservadla y, aunque perdáis todo lo demás, lo recuperaréis con creces» 53.

Entre los diferentes prójimos que la caridad nos pide amar, podemos distinguir entre casos comunes y casos particulares. Primero, como regla común, deberíamos amar, objetivamente, mejor a los extraños que a los que están más cerca de nosotros, aun cuando amemos más intensamente a personas impías amigas nuestras, que a un santo desconocido. También debemos amar más a los miembros de nuestra familia, al menos en aquellas cosas que corresponden a los vínculos naturales, que a los amigos escogidos, verbigracia mediante votos religiosos. Segundo, y de manera especial, debemos amar objetivamente más a un padre y a una madre, aunque a los hijos debemos amarlos más intensiva o apreciativamente que a los padres. Santo Tomás llega a proponer que, en la caridad, deberíamos amar objetivamente más al padre que a la madre o a la esposa, aunque un esposo debe amar a su mujer con mayor intensidad y aprecio que a su padre o hijos. El justo orden de las relaciones en el interior de la familia, como primer analogado de la communicatio beatitudinis, constituye una realidad central de la revelación cristiana. Los teólogos casuistas usaron las clasificaciones arriba expuestas para resolver cuestiones prácticas, que implicaban decisiones excluyentes entre sí, pero esto es suficiente para reconocer que el orden de la caridad en la Iglesia existe en virtud del orden interno de la Santísima Trinidad. La caridad representa la comunicación de la bondad divina a la criatura humana; ni los principios contractuales de la autodeterminación, ni el principio irreal del igualitarismo, pueden coaccionar el don absolutamente libre de Dios, que brinda la salvación en Jesucristo.


6. La realización de la communio
cristiana

La realización plena de la communio cristiana tiene lugar en el interior de las estructuras sacramentales y jurídicas de la Iglesia. Cristo transforma cualquier expresión de amor humano, por lo que, respondiendo a una serie de pequeñas cuestiones sobre el amor, llegaremos a apreciar las extraordinarias consecuencias que la caridad divina tiene en nuestras vidas. El hecho de que la amistad se fundamente en un amor recíproco, suscita de inmediato la cuestión de si la caridad se realiza más en amar activamente o en ser amado. Santo Tomás explica que el habitus, por su propia naturaleza, se ordena principalmente a aquellos tipos de actividad que perfeccionan a quien posee el habitus 54. La caridad, como los otros habitus teologales, se adapta a esta dinámica, de suerte que, primero, dirige nuestro amor, y sólo indirectamente regula nuestro ser amados. Sin embargo, según el texto: «amemos [a Dios], porque él nos amó primero» (1 In 4, 19), es la propia experiencia de este amor divino lo que capacita a todo creyente para empezar a amar.

Guillermo de Saint-Thierry descubre esta verdad en el corazón del Nuevo Testamento: «Oh Señor, como el apóstol de tu amor nos dice, tú "nos amaste primero" (1 Jn 4, 10); y amas primero a todos los que te aman» 55. Más aún, cuando Dios ama a una criatura, sabemos que es la criatura, no Dios, quien queda perfeccionada.

El amor de caridad debe ser distinguido de la simple benevolencia, o de la mera buena voluntad, en dos aspectos. Primero, en la medida en que el amor brota de una pasión sensible, está marcado con una cierta intensidad o deseo. Pero Aristóteles dice que la simple buena voluntad «no implica intensidad o deseo» 56. Asimismo, el amor de caridad difiere de la simple benevolencia, que deriva del apetito racional, pues la virtud de la caridad exige que se establezca una cierta unión afectiva entre el amante y el amado, mientras que la benevolencia nos hace capaces de desear otro bien sin exigir una unión de ese tipo. Desde un punto de vista psicológico, la benevolencia representa un tipo de disposición más general en la persona; que precede, sin duda, a la caridad. Si bien las raíces psicológicas del amor teologal se encuentran en la benevolencia, esta no alcanza nunca la perfección, que sólo corresponde a la caridad. Únicamente la caridad establece un vínculo afectivo entre el amante y el amado; únicamente la caridad representa ese tipo de emoción profundamente arraigada, tan cargada de energía extática, que produce una cierta familiaridad o connaturalidad con el «objeto» amado. En suma, que la simple voluntad nunca puede sustituir a la caridad divina 57.

La caridad ama a Dios únicamente por su bondad; como ya hemos dicho, hasta nuestro amor a Dios cae bajo el objeto formal de la caridad teologal. Para comprender la razón de que debamos a amar a Dios por sí mismo, podemos examinar tres tipos de causalidad. Primero, en la línea de la causalidad final, la persona humana puede descubrir que no existe otro motivo, en última instancia, para amar a Dios que Dios mismo. ¿Por qué? Porque no existe otra bondad que no sea la que Dios mismo posee. Segundo, en el orden de la causalidad formal, reconocemos igualmente que la bondad divina no puede aumentar, de suerte que no existe una bondad mayor que pudiera alegar un motivo más convincente para amar a Dios. Tercero, en el orden de la causalidad eficiente, reconocemos que no existe otra causa de amor auténtico que aquella que Dios hace posible para nosotros en Cristo. Si nos preguntáramos si el cristiano ama a Dios en virtud de otra cosa distinta de Dios, entonces, por lo que respecta a estas tres categorías, el teólogo tendría que responder negativamente. Santo Tomás resume el tema de este modo:

... no amamos a Dios por otra cosa, sino por Él mismo; pues no se ordena a nada como a fin, antes bien Él es fin último de todo. Tampoco es informado por otro alguno para ser bueno, puesto que su substancia es su bondad, por la que todas las cosas ejemplarmente son buenas. Ni la bondad lees dada por otro, sino que todos la reciben de Él 58.

Sin embargo, existe una forma cualificada en la que el amor a Dios está motivado por ciertos bienes, que son menos que Dios mismo, a saber: cuando alguien se acerca a Dios como resultado de esperar los bienes, que él promete, y por temor a las cosas malas, que suceden a los que no hacen de él su completa alegría.

El amor de benevolencia (amor benevolentiae), o amistad, alcanza inmediatamente a Dios. La caridad teologal, incluso en esta vida, nos hace adherirnos inmediata y directamente a Dios, y eso sin necesidad de intermediario alguno. Por otro lado, cabe imaginar algunas razones para pensar que el amor teologal, de hecho, no llega a alcanzar a Dios inmediatamente. Por ejemplo, si argumentamos, analógicamente, a partir del hecho de que la fe teologal alcanza un conocimiento de Dios sólo «en un espejo, en enigma» (1 Co 13, 12), seguro que entonces la voluntad, que depende del entendimiento para su iluminación y dirección, aunque informada por la caridad teologal, no puede sobrepasar lo que el intelecto alcanza o bien por la fe teologal o bien en la gloria. Si consideramos, asimismo, hasta qué punto debilita el pecado nuestra voluntad para hacer el bien a nuestro prójimo, caeremos en la cuenta de que aún nos debilita más para una actividad tan alta como la de amar a Dios. Sin embargo, a pesar de estas aparentes objeciones, sostiene santo Tomás que el amor teologal debe conducirnos inmediatamente a Dios, pues, de otro modo, la caridad no estaría a la altura de su pleno carácter, que es amor, sino que sería una forma elaborada de simple deseo. Y este tipo de movimiento afectivo no llega a ser lo que el Nuevo Testamento promete a la caridad auténtica.

La afirmación de que el creyente es capaz de una plena e inmediata unión con Dios, en la caridad, constituye un elemento importante de la doctrina católica sobre la caridad teologal. Al poner de relieve la inmediatez de la caridad, en modo alguno impugnamos la total autenticidad de aquellos instrumentos creados que nos ayudan a amar a Dios. La sagrada humanidad de Cristo, la bienaventurada Virgen María, el Santísimo Sacramento del altar y los otros sacramentos, el sacerdocio ministerial, todos estos instrumentos contribuyen a la edificación del Cuerpo de Cristo. Pero cuando un creyente llega a amar a Dios, ninguno de estos instrumentos se mantiene como medio entre el amante y el Dios que es amado; o, como afirma con insistencia Von Balthasar, tanto Cristo como la Iglesia «ejercen su mediación únicamente para introducir en esta inmediatez» 59. Este punto resulta especialmente significativo, si tenemos en cuenta que la verdad de la fe católica exige el reconocimiento de que las otras criaturas concurren, legítimamente, como instrumentos necesarios para nuestra salvación.

Consideremos dos ejemplos importantes para la vida cotidiana de la Iglesia: los papeles de la bienaventurada Virgen María y del sacerdote ordenado. Ni María ni el sacerdote «impiden la unión inmediata de los creyentes» con Dios en la caridad; más bien, si analizamos correctamente estas relaciones, Dios mismo sirve como medio para nuestra relación con la Virgen María y con el sacerdote, que actúa in persona Christi. Así, por ejemplo, el concilio Vaticano II enseña que «todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito» 60. A través del poder del Espíritu Santo, Dios constituye tanto a María como al sacerdote, aunque de modos diversos, como instrumentos de la caridad. A María mediante la gracia de la Inmaculada Concepción, y al sacerdote por su configuración sacramental con Cristo en la ordenación sagrada, «que lo capacita y lo obliga a ser un instrumento vivo de Cristo eterno sacerdote y a actuar en el nombre y en la persona del mismo Cristo» 61. En consecuencia, todos los creyentes están ordenados, en cierta manera, a Nuestra Señora y a los sacerdotes de la Iglesia, de modo que, con esta proximidad, los miembros del Cuerpo de Cristo se vuelven más receptivos al crecimiento en el amor divino. Esta disposición no implica que María o el sacerdote sirvan de puente entre Dios y el creyente, puesto que la caridad de esta vida se adhiere directamente a Dios. Es extremadamente urgente que los sacerdotes y confesores comuniquen esta realidad en su predicación y dirección espiritual, ya que todos somos capaces de amar a Dios inmediatamente y ser amados por El de la misma manera; en verdad, no hay otro camino abierto que el de amar a Dios inmediatamente.

La tradición cisterciense ofrece una rica serie de comentarios al pasaje del Cantar de los cantares: «Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado» (Ct 2, 16). Estos sermones monásticos indican que la alegria cristiana está ligada, estrictamente, a la capacidad de la persona para realizar un acto de amor que la conduzca a la unión inmediata con Dios mismo. Sobre esta base, se dice que los creyentes aman a Dios totalmente, es decir, que toda persona que forma parte de la communicatio benevolentiae ama a Dios con todas sus energías humanas. Esto sigue siendo verdad a pesar de que nuestras limitadas capacidades nos impidan amar a Dios de un modo infinito, como merecería su infinita bondad.

Pero ¿no sería posible que, a través del poder de Dios, fuéramos capaces de un amor infinito? A comienzos del siglo XIV, Duns Escoto formuló este argumento, para probar la necesidad de la creación de Cristo. Sobre esta base, Dios debería esperar poseer, en el Hijo encarnado, una criatura al menos que fuera capaz de corresponder al tipo de amor que caracteriza al propio amor divino 62.

Mas no existe criatura alguna capaz de amar totalmente a Dios, pues esa criatura debería ser infinita, lo cual implica una clara contradicción. Aunque ninguna criatura, ni siquiera la voluntad humana del Hijo encamado, puede amar infinitamente a Dios, sigue siendo obligatorio para toda criatura amar a Dios sin medida. Santo Tomás interpreta la dilatada tradición en tomo a la pregunta de cuánto debemos amar a Dios, y concluye que, puesto que la caridad teologal alcanza a Dios inmediatamente, no se puede hablar de «más o menos»; en el amar a Dios nunca ha lugar a exceso. Como pone de relieve san Bernardo, «la causa del amar a Dios es Dios; la medida es que no hay medida alguna» 63. Además, cuanto más prudentemente amemos a Dios, mejor se volverá nuestro amor. Hasta en el caso de las acciones motivadas por virtudes teologales, se requiere la prudencia para asegurar que se observarán, debidamente, las medidas propias que nuestras limitaciones humanas nos imponen. Así, por ejemplo, nadie debería pensar en dar limosna a los pobres, si aún tiene que hacer frente a obligaciones contractuales no cumplidas, o tratar de corregir fraternalmente más allá de las normas establecidas para llevar esto a cabo.

La tradición cristiana no alberga duda alguna de que el amor a Dios es el más meritorio de los amores, y por eso merece una gran recompensa en sí mismo. Todo el movimiento del amor divino tiende hacia el goce de Dios. Esto es cierto, aun cuando el amor a Dios suponga menos dificultad que el amor al prójimo. Es la bondad de lo amado, no la dificultad para amar, lo que determina el mérito y la virtud. Así pues, amar lo más difícil no constituye una forma mejor de amar, a no ser que la mayor dificultad suponga también lo mejor 64. «Pues este amor al que estamos llamados», escribe Von Balthasar, «no es un amor circunscrito o limitado, ni un amor definido, como lo sería con la medida de nuestra debilidad humana» 65. Se trata de un amor que se mide sólo por el inconmensurable deseo de Dios de concerdérnoslo.


7. Los frutos de la caridad

Los escolásticos reservaron específicamente el término latino diligere para designar el acto de la caridad teologal. Así como el acto propio de la fe es creer y el de la esperanza esperar, así también el acto propio de la caridad es amar. Puesto que la caridad cristiana se extiende, en particular, a una serie de objetos especiales materiales, el teólogo está en condiciones de distinguir ciertas actividades, que corresponden especialmente a la práctica concreta de la caridad teologal, dentro la Iglesia de la fe y de los sacramentos. Aunque cada una de las actividades, que constituyen la práctica de la caridad cristiana, representa al mismo tiempo todo un grupo de virtudes, la tradición cristiana señala ciertas actividades como expresiones particulares de la dilectio. En virtud del objeto formal de la caridad —amar a Dios sobre todas las cosas por su misma bondad—, estas buenas acciones forman una sola clase o grupo de actos.

La caridad teologal se ocupa, en particular, de los modos específicos en que se realiza la dilectio en el mundo. Dado que estas actividades representan especialmente el florecimiento de la caridad divina, los teólogos han designado, tradicionalmente, a estas actividades especiales con el nombre de frutos de la caridad 66. Un examen de los frutos de la caridad es distinto de la consideración de la caridad como forma de las virtudes; pues los frutos indican tipos específicos de actividad, que marcan tanto la disposición interna como el comportamiento externo de aquel que busca extender y ampliar la communicatio benevolentiae. En su tratado sobre la caridad, describe santo Tomás tres frutos interiores de la caridad, a saber: alegría, paz y misericordia, y tres frutos exteriores, a saber: bondad o benevolencia (benevolence), dar limosna y corrección fraterna67. Cada una de estas acciones especiales de la caridad teologal posee asimismo su propio tipo de deformación viciosa. El odio, por ejemplo, es lo opuesto al verdadero acto de amor; la acidia y los celos impiden el gozo de amar; la discordia y el cisma frustran la paz que produce la caridad; y, por último, la agresividad y el escándalo impiden el bien que la corrección fraterna intenta promover.

La caridad crea orden y equilibrio en el mundo. San Juan Crisóstomo escribe en una de sus homilías: «El Señor conoce mejor que nadie la verdadera naturaleza de las cosas creadas; sabe que la moderación, y no la defensa encarnizada, repele un ataque feroz» 68. Dado que el amor de benevolencia asegura a la persona en la posesión del bien, la moderación trae consigo un espíritu alegre. La alegría representa el fruto de la caridad en nuestra vida y no una de sus condiciones previas. El Evangelio no garantiza que el pecador experimente el gozo desde el primer momento de su conversión a Cristo y, por consiguiente, sólo un pobre consejo dirige al hombre, débil de comportamiento, a esperar a que cambie su conducta para realizar un acto de caridad. Los juicios basados, predominantemente, en sentimientos o emociones, resultan sospechosos para la tradición cristiana. Una buena formación espiritual animará a todos a empezar a amar a Dios inmediatamente, a fin de que, como resultado de estos actos de caridad, se desarrolle armoniosamente el resto de la vida virtuosa. La alegría resultante procede de amar a Dios mismo. El mismo Jesús dice a sus discípulos: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. También vosotros estáis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón y vuestra alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16, 21-22).

La alegría brota también de la contemplación de la gloria de Dios, que se manifiesta en sus obras, especialmente del amor al prójimo con la caridad teologal, es decir, de amar a alguien que es, a la vez, amigo nuestro y amigo de Dios. Puesto que el creyente ama a Dios en la caridad, ama también todo lo que ha creado. Pero esta alegría puede sufrir mengua, pues las criaturas humanas permanecen siempre sometidas al mal del castigo (malum poenae) y al mal de la culpa (malum culpae). Con todo, el Evangelio nos enseña a mantener la esperanza de que, al final, reinará la caridad; pues Dios «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 21, 4). Aquel día, los santos experimentarán la alegría que procede de ver la misericordia de Dios y su justicia. Pero mientras la Iglesia prosigue su labor en la tierra, hace todo lo que está en su mano para asegurar que los santos gocen cada vez más en virtud de la misericordia de Dios. Así, cuando un amigo, por ejemplo, escoge libremente un modo de actuar, que lo pone fuera de la communicatio benevolentiae, aquel que ejerce la verdadera compasión cristiana buscará el modo de hacer volver a esta persona a la alegría de amar a Dios.

El auténtico amor a sí mismo produce un espíritu gozoso y autocondescendiente. Juan Tauler, místico dominico del siglo XIV, explica cómo pueden los santos considerar a los otros como superiores a ellos mismos y permanecer en la alegría. En uno de sus sermones describe así el éxtasis de san Pablo:

Si amo a Dios, amo más el arrebato en san Pablo que en mí... Y, con todo, a través de la caridad, este éxtasis me pertenece también a mí. La caridad no se entristece por no ser la primera en experimentar algo bueno. Más bien reconoce sólo la exultación que procede de saber simplemente que nos encontramos ante Dios, y que únicamente por su don gracioso y eterno, no sólo soy una persona gloriosa, sin también única, singular y privilegiada 69.

Sólo la profunda tristeza de permanecer en el pecado habitual se opone a este tipo de alegre disposición. Entre los bienaventurados, la alegría corresponde a la posesión cierta de la bondad divina en la gloria; en el cielo cesa todo deseo, pues en sentido estricto, ni siquiera los santos merecen esta alegría. Es la suprema benevolencia de Dios la que los introduce en ella: «entra en la alegría de tu señor» (Mt 25, 21.23). La alegría no es una virtud diferente a las otras, «aunque, en cierto modo, es un acto o efecto de la caridad». Y en virtud de ello, aparece enumerada en primer lugar en la lista de los frutos del Espíritu Santo que nos presenta san Pablo en la carta a los Gálatas: alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí (Ga 5, 22) 70.

La paz, en el sentido estricto del término, no es considerada como una virtud específica; sin embargo, dado que la caridad produce la unión entre Dios y la humanidad, la paz pertenece de un modo eminente a la caridad. Más aún, el fruto de la paz implica dos tipos de unión: el primero conduce el conjunto de los deseos de una persona a una unidad ordenada; el segundo establece una unión entre los propios deseos y los de otra persona. La caridad realiza, lo primero, enfocando nuestros deseos sobre el amor de Dios y, lo segundo, logrando que queramos hacer lo que complace al prójimo como si nosotros mismos lo quisiéramos.

La misericordia pertenece propiamente a la caridad, porque fluye del deseo de satisfacer los deseos de otro. Para santo Tomás, este deseo anida necesariamente en alguien que es noble y bueno. En una frase bellísima, expresa santo Tomás el modo especial en que pertenece la misericordia a Dios: «Dios no tiene misericordia sino por amor, al amarnos como algo suyo» 71. Más aún, cuando la auténtica misericordia cristiana va más allá del sentimiento y expresa la medida de la recta razón que guía la verdad de la vida –veritas vitae–, este fruto, a diferencia de la alegría y de la paz, proporciona el equilibrio emocional que está a la base de toda virtud humana. Santo Tomás organiza su disertación sobre la alegría, la paz y la misericordia bajo el título de los efectos internos de la caridad, pues considera estas cualidades del alma como los rasgos principales que marcan la interioridad del amante cristiano. Obviamente, estos rasgos afectan al comportamiento externo del que ama, pero sólo hasta el punto de adornar, primero, el alma de aquel que pertenece a la communicatio benevolentiae.

La caridad produce también frutos especiales correspondientes a expresiones externas del comportamiento humano, que se manifiesta dentro de la communicatio benevolentiae. Santo Tomás señala tres de tales actos específicos: bondad o beneficencia (beneficence), dar limosna y corrección fraterna. En primer lugar, la bondad representa una expresión general de la caridad. Si bien cualquier virtud exige que seamos bondadosos y nos portemos bien con el prójimo, existe también un sentido más general de beneficencia, la que mostramos a nuestros amigos, que surge especialmente de nuestro amor por ellos. En segundo lugar, este tipo general de bondad incluye los actos caritativos que forman parte, tradicionalmente, de la vida cristiana. Para los teólogos medievales, la limosna incluye un amplio abanico de socorros espirituales y materiales, no sólo dar dinero al necesitado o al indigente 72. En tercer lugar, existe una forma específica de asistencia espiritual o limosna, que la tradición relaciona con la corrección fraterna.

El mismo Nuevo Testamento habla de la corrección fraterna como un servicio de la caridad (cfr. Mt 18, 15-17). San Jerónimo puntualiza que «debemos tomar aparte a un hermano para reprenderle, por miedo a que, por haber perdido todo sentimiento de vergüenza o modestia, pueda permanecer en sus pecados» 73. La corrección fraterna dirige al cristiano equivocado hacia la verdad de la sabia providencia de Dios, para que comprenda cómo conoce Dios la realidad del mundo. La práctica virtuosa de la corrección fraterna anima a la esperanza y al temor filial a aquellos que, habitualmente, obran al margen de la conformidad con la verdad moral. Dado que la corrección fraterna implica a menudo exhortar al pecador a que deje un bien aparente, al que está ligado de modo vicioso, la tarea de proponer con delicadeza el conocimiento de la verdad mediante la corrección es tan urgente como dificultosa.

Puesto que pecamos a diario, necesitamos la corrección de aquellos que aman la verdad. Mas al corregir a un hermano o una hermana, el creyente cristiano debe tener muy en cuenta las sugerencias del Espíritu Santo. Esto lo realiza el cristiano mediante la virtud de la prudencia infusa, especialmente asistida por el don de consejo. La tradición teológica mantiene que la corrección fraterna expresa la caridad auténtica, aunque con la mediación de la misericordia; constituye, en efecto, una especie de limosna. Santo Tomás explica la relación de este modo:

En consecuencia, tanto la caridad como la misericordia dictan la corrección fraterna; la caridad, para que el corregido pueda entrar en posesión del bien mayor; la misericordia, para que la miseria [del desorden del pecado] pueda ser removida lo antes posible. La caridad dirige la corrección fraterna de modo principal, y la misericordia lo hace de modo secundario. Sin embargo, es la prudencia la que dirige y configura el acto mismo de la amonestación, para que pueda alcanzar el fin deseado de cambiar el corazón del corregido 74.

De esto queda claro que la corrección fraterna supone una acción especialmente eclesial, pues combina las cualidades específicamente evangélicas de la misericordia, la caridad y la prudencia en el ejercicio de una atención profunda y dirigida al prójimo. Así como el Evangelio exige que ayudemos a nuestros hermanos y hermanas que están necesitados, también la ley evangélica impone a los que participan del amor de benevolencia confortar a los miembros del Cuerpo de Cristo que sufren la angustia espiritual del pecado. Mas esta labor de transformación del amor sólo puede tener lugar en unión con los sufrimientos de Cristo. Escribe Von Balthasar: «Aun cuando sea cierto que la finalidad de las leyes de la Iglesia es liberar al creyente de la alienación del pecado y dirigirle a su verdadera identidad y libertad, es posible no obstante, y con frecuencia necesario, que estas se presenten al hombre imperfecto bajo una apariencia de dureza y de obligación legal, del mismo modo que la voluntad del Padre se manifestó severa con Cristo en la Cruz» 75. La persona que deba corregir virtuosamente a otra, debe convertirse, primero, a Cristo, de suerte que su amor y compasión resplandezcan a través de las palabras y los gestos de la amonestación.
_______________________

  1. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 23, a. 1 inc.

  2. Para un estudio de la noción neotestamentaria de caridad, cfr. Ceslaus Spicq, O.P., Agape dans le Nouveau Testament, París, 1958, 11-71 (edición española: Ágape en el Nuevo Testamento, Cares, Madrid, 1977). Santo Tomás nos ofrece su comentario a esta enseñanza en la Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 23, aa. 1-8, donde se pregunta, primero, sobre la naturaleza de la caridad como tipo de amistad (a. 1), como realidad creada (a. 2) y como virtud específica (aa. 3-5); luego dirige su atención a la relación de la caridad con las otras virtudes, primero valora su importancia entre las mismas (a. 6) y, en segundo lugar, considera su papel e influencia (aa. 7-8).

  1. Cfr. asimismo Rm 12, 13; 1 Co 1, 9; 2 Co 13, 13; Flp 2, 1. Textos como estos han ocasionado, por otra parte, interpretaciones diferentes y enfrentadas entre protestantes y católicos.

  2. Summa theologiae, la-Ilae, q. 65, a. 5, ad 1.

  3. Thomas Gilby, O.P., Introducción al volumen 34 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae, XVIII-XVIII.

  1. Lumen gentium, n. 6 § 1.

  2. Familiaris consortio, 3, n. 42.

  3. Cayetano, In secundam secundae, q. 24, a. 1, n. 1.

  4. Lumen gentium, n. 40 § 2.

  1. Familiares consortio, n. 15.

  2. Resulta significativo observar que santo Tomás, en este punto de la Summa theologiae, no di-vaga sobre un propósito o fin para la persona que no sea la unión beatífica con Dios.

  1. Lumen gentium, cap. V, n. 41 § 1.

  2. Cayetano, /n secundam secundae, q. 23, a. 5.

  3. Cfr. Ética a Nicómaco, 1. 8, cap. 3 (1156a-1156b32).

15. Quaestiones disputatae de potencia, q. 2, a. 15 ad 14.

  1. Cayetano, In secundara secundae, q. 23, a. 1, n. II.

  2. Han Urs von Balthasar, Nove tesi per un'etica cristiana, 724-725.

  3. Libro IV, caps. 21-22.

19. Lumen gentium, n. 39 § 1.

20. Cfr. el esclarecedor comentario de santo Tomás sobre la fe informe o muerta en Summa theologiae, Iia-Ilae, q. 1, a. 9, ad 3: «La confesión de la fe se hace en el símbolo en persona de toda la Iglesia, que se halla unida por la fe. Y la fe de la Iglesia es una fe formada, la que se halla en todos los que en número y mérito pertenecen a la Iglesia. Por eso la confesión de la fe viene expresada en el símbolo conforme conviene a la fe formada, y a la vez para que, si algunos fieles carecen de fe formada, se esfuercen en conseguirla».

  1. Lumen gentium, n. 40 § 2.

  2. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 23, a. 4 ad 1.

  3. Dice santo Tomás: «También la prudencia entra en la definición de las virtudes morales por de-pender todas de ella, como dice el Filósofo» (Summa theologiae, IIa-IIae, q. 23, a. 4 ad 1). En la explicación que da santo Tomás de la vida moral, cualquier habitus vicioso puede amenazar el equilibrio de la prudencia. P.T. Geach, The virtues, Cambridge 1977, p. XXXI, resume la argumentación clásica sobre la dependencia de las virtudes morales de la prudencia del siguiente modo: «El habitus corrupto de obrar en cualquier ámbito destruye el habitus de la prudencia; aunque sin la prudencia que lo regula ningún habitus del comportamiento es verdaderamente virtuoso; así la pérdida o la carencia de cualquier virtud del comportamiento resulta fatal tanto para la prudencia como para cualquier otra virtud del comportamiento».

  1. En su intento de tratar la cuestión, Cayetano, teólogo italiano del siglo XVI, distingue entre la «esencia de la virtud», por la que entiende que alguien posee la forma del habitus, y «el estado de virtud», es decir, cuando una persona pone en acto la forma. Sobre la base de esta distinción, sugiere que, sin la caridad, es posible que alguien posea una serie inconexa de «esencias» virtuosas, pero no vivir de hecho el «estado de virtud». De este modo, según Cayetano, alguien que careciera de la caridad podría disfrutar de la «esencia» radical de una virtud, pero no incorporar esta forma a una vida de conducta plenamente virtuosa. Y lo que es más importante, con el tiempo y bajo la presión de la vida cotidiana, incluso esta «esencia de la virtud» residual se fragmentaría en pedazos inconexos de comportamiento humano. Ya que la «esencia de la virtud» sucumbe con tanta facilidad a las tentaciones de la existencia en el mundo, otro comentarista, Juan de Santo Tomás, no deja espacio a la posición humanista de que la naturaleza humana puede cuidar de sí misma y, por consiguiente, sostiene una visión más pesimista sobre lo que la naturaleza humana puede conseguir sin la caridad. Para Juan de Santo Tomás, hasta para alcanzar la esencia de la virtud, se requiere que el sujeto esté en posesión del conjunto de las virtudes y, por eso, de la caridad.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 8, p. 729-730.

  1. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit. tesis n. 8, p. 730.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 9, p. 730.

28. Cfr. Salmanticenses, Cursus Theologicus, IIa-Ilae, q. 23, a. 8, n. 45.

  1. In secundam secundae, q. 23, a. 6 ad 2. Cfr. también ad 1 para la explicación de santo Tomás de por qué es mejor amar las cosas que son superiores —por ejemplo, el amor del hombre a los ángeles—, aunque, en el conocer las cosas, la realidad intencional del conocer corresponde en dignidad al ser del sujeto cognoscente. Así, cualquier cosa que se reciba, se recibe según el modo del que la recibe (cfr. Summa theologiae, la, q. 84, a. 1).

  2. Henri de Lubac, teólogo francés de nuestro siglo, en su Petite Catéchése sur nature et gráce, acusa a la teología corriente del período neoescolástico de interpretar el lenguaje de Cayetano sobre la esencia de la virtud como si una vida humana natural pudiera ser suficiente para algunas personas. Así, de Lubac y sus seguidores reaccionaron contra todo intento de sobreponer lo sobrenatural a lo natural. El que gratia perficit naturam no implica que la naturaleza humana en sí misma dé forma a un clon desobrenaturalizado del santo cristiano. Si tomamos la teología moral de santo Tomás en su contexto, ser plenamente moral significa estar en el camino hacia Dios, en el camino hacia la amistad beatífica con Dios. Una acción humana sobrenatural es un oximoron, pero una acción humana ordenada por la caridad teologal hacia el fin de la amistad beatífica es completamente distinta. Estos tipos caritativos de acciones virtuosas conducen al cielo y, al mismo tiempo, edifican la unidad de la Iglesia en la tierra. Existe por ello una continuidad entre el proceso activado por la gracia en la tierra y el amor que, como nos dice san Pablo, dura por siempre: «Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad» (1 Co 13, 13). Para Cayetano, sólo este tipo de vida está en condiciones de producir el «esse virtutis simpliciter», el ser completo de la virtud vivida en el contexto de una vida plena y feliz.

31. Sermo 92, cap. 1. PL 54, 454.

32. Quaestio disputata de caritate, a. 4.

  1. Cayetano desarrolla estos puntos en su comentario a la Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 25, a. 1.

  2. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 25, a. 4.

  3. Ética a Nicómaco, I.9, cap. 4 (1166a1); cfr. también cap. 8 (1168b5).

36. Santa Teresa de Lisieux, The Storv of a Soul, Washington, DC, 1976, 220-221 (existe edición española de sus Obras completas en Monte Carmelo, 19907).

  1. San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, 31, c. 7 (existe edición bilingüe en la BAC).

  2. San Agustín, Contra Faustum Manichaeum, 1. 22, cap. 27, PL 42, 418-419 (existe edición bilingüe en la BAC).

  1. Mas esta verdad ha de ser entendida no sólo en referencia a los pecadores impenitentes y, de he-cho, Cayetano utiliza este texto como base para un examen de conciencia dominicano. «Guarda en tu corazón las conclusiones de este artículo [q. 25, a. 7]: primero, el mal es una especie de realidad que hace imposible amarse a sí mismos a los pecadores; y, en segundo lugar, que hay cinco señales del auténtico amor a sí mismo que sólo pueden fundamentarse en el bien, a saber: querer vivir una vida espiritual en conformidad con una recta ratio; querer desarrollar en esta vida el bien de la virtud; querer actuar de suerte que lo llevemos a la práctica; estar libre de la ansiedad; y, por último, querer mantener relaciones pacíficas con los otros. Examina tu conciencia en estos puntos, si quieres saber si eres bueno o no, si verdaderamente te amas a ti mismo, si verdaderamente eres amigo de ti mismo. Y haz esto con frecuencia, al menos una vez al día».

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 4, p. 725-726.

  1. Santa Teresa de Lisieux, The Storv of a Soul, Washington, DC, 1976, 222-223 (existe edición española en Monte Carmelo, 19907).

  2. Cayetano, In secundam secundae, q. 27, a. 7.

  1. Libro I, cap. 23, PL 34, 27 (existe edición bilingüe en la BAC).

  2. The Story of a Soul, o.c., p. 226 (edición española en Monte Carmelo, 19907).

  1. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 2, p. 724.

  2. /bid.

  3. Santo Tomás trata este tema en Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 26, aa. 1-13.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 26, a. 2, ad 1.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 26, a. 6: «Sed hoc irrationabiliter dicitur!»

  3. /bid.

  1. Von Balthasar, The Treefold Garland, San Francisco 1982, 33.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 2, 724-725.

  3. San Juan Crisóstomo, Homilías sobre san Mateo, 33, 1, 2, PG 57, 390 (existe edición bilingüe preparada por D. Ruiz Bueno en la BAC).

54. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 49, a. 3.

  1. Guillermo de Saint-Thierry, De contemplando Deo, PL 184, 373.

  2. Ética a Nicómaco,1. 9, cap. 5 (1166633).

  3. Para una interesante aplicación de este principio, cfr. Dietrich von Hildebrand, Man and Woman, Chicago 1966.

58. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 27, a. 3 inc.

  1. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 2, p. 725.

  2. Lumen gentium, n. 60, citado también por Juan Pablo II en la Redemptoris Mater, n. 38.

  3. Juan Pablo II, Pastores dabo vobis, n. 20.

  1. Para ulteriores discusiones sobre la argumentación de Escoto, cfr. «Duns Scotus, John», en New Catholic Encyclopedia, IV, New York 1967, 1102-1106.

  2. San Bernardo, De diligendo Deo, cap. 1, PL 182, 974 (existe edición de sus Obras completas en la BAC).

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 27, a. 8 ad 3.

  2. Von Balthasar, Gli stati di vita del cristiano, Jaca Book, Milano, 1985, p. 23 (edición española: Estados de vida del cristiano, Encuentro, 1994).

  3. Para un estudio histórico sobre los frutos de la caridad, cfr. Odo Lottin, Psychologie et morale aux Xlle et Xllle siécles, t. I: Problémes de psychologie, Paris 1942.

  4. Summa theologiae, IIa-Ilae, qq. 28-33.

68. Homilía 33,1. 2, PG 57, 389-390 (existe edición bilingüe en la BAC).

  1. Juan Tauler, Obras, trad. del latín por T. Martín, Fund. Univ. Esp., 1984.

  2. Para el modo como trata santo Tomás los frutos del Espíritu Santo, cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 70, a. 1.

  1. Summa theologiae, Ita-Itae, q. 30, a. 2, ad 1.

  2. En Summa theologiae, Ita-Ilae, q. 32, aa. 1-10, tiene santo Tomás la oportunidad de examinar la cuestiones específicas relacionadas con las limosnas.

  3. In Matthaeum III, cap. 18, v. 15, PL 26, 136.

  1. Cayetano, lo secundara secundae, q. 33.

  2. Nove tesi per un'etica cristiana, art. cit., tesis n. 1, p. 724.