II

LA ESPERANZA TEOLOGAL Y LA EXPECTACIÓN CRISTIANA


1. La dimensión virtuosa de la esperanza teologal

Los teólogos católicos distinguen, generalmente, entre esperar y creer. Guillermo de Saint-Thierry, autor espiritual cisterciense del siglo XII, confiesa en sus Meditaciones: «Debo reconocer claramente que no sé verdaderamente si espero algo distinto de lo que creo. Tú, Señor, eres mi fe, Tú eres mi esperanza» 1. El creyente se apoya sólidamente en las verdades divinas necesarias para la salvación. La fe teologal, como virtud específica de la vida cristiana, perfecciona la inteligencia humana; adaptando las palabras del cuarto Evangelio, podemos decir que la fe consagra la mente humana en la verdad (in 17, 17). Aunque, hablando con propiedad, la fe es una virtud del intelecto, el acto de fe requiere más que el simple ejercicio de la inteligencia humana. La fe cristiana se basa en las energías del apetito humano. Dado que los misterios de la fe sobrepasan las capacidades innatas de la inteligencia humana, la voluntad humana debe proporcionar el impulso necesario para llevar a cabo el acto de asentimiento fiducial. Y puesto que creer requiere confiar en la palabra de otro, la virtud de la fe implica, necesariamente, compromiso con una persona, con el Dios que ama y revela su verdad en el mundo. Un compromiso de fe de este tipo se realiza únicamente bajo el influjo de la gracia divina, pues cada persona se ve conducida a abrazar la bondad definitiva que anuncia la Iglesia mediante la predicación del Evangelio.

Mientras que el intelecto encuentra su perfección al conocer la verdad, la voluntad humana, por su particular estructura psicológica, alcanza su propia perfección al abrazar el bien. Para el teólogo cristiano, «bien» denota siempre una cualidad real, una categoría del ser que existe como consecuencia de la causalidad divina. Eso significa que la semejanza con la bondad divina, que nos permite llamar a algo bueno, es inherente a la cosa en sí misma, es parte de ella en cuanto forma, y, por ello, le da identidad. Puesto que su amor es la causa de la bondad de las cosas, se dice que Dios ama las realidades creadas. «... el de Dios», dice santo Tomás, «es un amor que crea e infunde la bondad en las criaturas» 2. Y así, toda verdadera y distinta bondad del mundo participa siempre de modo distinto de la absoluta bondad que pertenece, idénticamente, a las personas de la Santísima Trinidad. Más aún, Cristo nos enseña que hasta la bondad creada de su humanidad apunta a Dios; pues cuando alguien le preguntó a Jesús: «"Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia vida eterna?" Le dijo Jesús: "¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios"» (Lc 18, 18-19). Para el creyente cristiano, la esperanza teologal representa una tensión hacia la definitiva bondad que Dios es en sí mismo, y de este modo perfecciona inicialmente la capacidad pasiva en el ser humano para encontrar la plenitud sólo en Dios, una capacidad que Dios mismo ha puesto en el ser humano 3.

Antes de entrar en el examen de la dimensión virtuosa de la esperanza teologal, nos será de utilidad recordar algunos de los presupuestos antropológicos que sostienen el tratamiento clásico de la virtud teologal de la esperanza. Usando el lenguaje de la realización personal, el filósofo alemán Josef Pieper resume las principales características del esperar:

La esperanza, como el amor, es una de las más sencillas, primordiales disposiciones de la persona. En la esperanza alcanza el hombre «con corazón inquieto», con confianza y paciente expectación hacia... el arduo «todavía no» de la plena realización, ya sea natural o sobrenatural4.

El esperar, como empeño característicamente humano, representa una búsqueda de aquello que se percibe como bueno, y también de la plena realización anticipada que la posesión de algo bueno conlleva.

Cuatro características del esperar en general merecen una atención especial. En primer lugar, la esperanza se refiere sólo al movimiento hacia aquello que perfecciona a la persona, hacia aquellos objetos o fines buenos que incrementan la dignidad personal de alguien dotado de poderes espirituales. Mas si la persona encontrara algo destructivo, la reacción podría adoptar una forma distinta, porque cuando nos acecha algo malo experimentamos repugnancia o miedo. En segundo lugar, la esperanza mira al futuro, pues nadie espera algo que ya posee. La esperanza busca un objeto bueno todavía futuro; la persona que alcanza realmente en el presente lo deseado, reacciona con alegría. En tercer lugar, hablamos de esperar únicamente cuando la consecución del bien, del objeto futuro, implica alguna dificultad o algún elemento de carácter penoso. De otro modo, cuando se trata del caso de alguien que busca un bien fácilmente alcanzable, esa persona experimenta la simple emoción del deseo, que pertenece propiamente al apetito concupiscible. De hecho, la nota característica de la dificultad de su obtención constituye el objeto formal de la esperanza y explica la razón de que encontremos la esperanza entre los sentimientos irascibles o de contienda, en vez de figurar entre los concupiscibles o de impulso. Y es que si no hubiera dificultad alguna a remontar para la obtención de un bien particular, los sentimientos concupiscibles o de impulso serían suficientes por sí solos para garantizar que la persona aspire a tales bienes. Por último, en cuarto lugar, sólo es objeto de esperanza lo que es posible obtener; la persona debe juzgar si la realidad esperada es una opción posible. Cuando no es este el caso, el sujeto, que se ve impedido de obtener el bien requerido para la perfección humana, se ve abocado a la desesperación.

El sentimiento de la esperanza comparte la dinámica general del anhelo humano. La esperanza, como parte de la estructura psicológica de la persona, se manifiesta de dos modos. En primer lugar, la esperanza se sitúa en el nivel de los apetitos sensitivos básicos, es decir, como uno de los cinco sentimientos irascibles o de contienda, que sirven para fortalecer a la persona ante las situaciones difíciles que presenta la vida. La esperanza, en cuanto sentimiento humano, nace de manera espontánea cuando alguien encuentra un bien que es posible alcanzar, aun cuando su consecución pueda presentar dificultades considerables. Esta expectación incluye el simple y primordial movimiento de la persona hacia un bien esperado. Escribe san Agustín: «Sólo tienes que enseñar una rama con hojas a una oveja para que se dirija a ella. Si muestras unas nueces a un niño, va hacia ellas. Lo hace porque se siente atraído, atraído por el amor, atraído sin coacción física, atraído por una cadena atada a su corazón» 5. Sea como fuere, el sentimiento natural de la esperanza, como la simple disposición del amor, carece de la cualidad distintiva de la virtud. Por definición, la virtud sitúa a la persona en la búsqueda estable del bien. La persona virtuosa se ordena de tal manera a la consecución del bien, que sólo puede cometer grave maldad con plena conciencia y esfuerzo deliberado 6. La espontaneidad asociada a cualquier reacción puramente emotiva excluye el tipo de estabilidad que la definición del carácter virtuoso requiere.

En otro nivel, la esperanza designa una virtud moral o humana. Como ocurre con todas las virtudes humanas, las virtudes morales que se asemejan a la esperanza, como es el caso de la magnanimidad y de la munificencia, implican una opción razonada por una correcta realización de la acción. Pero en forma de virtud moral, la esperanza se refiere específicamente al apetito humano; incluso refuerza los apetitos irascibles o de contienda. Dicho de otro modo, la esperanza moral engendra la fortaleza. Dado que la esperanza natural implica sobresalir en actividades excepcionales o emprender grandes proyectos, estas virtudes, como habíamos dicho, incluyen cualidades del alma como la magnanimidad y la munificencia. Dice santo Tomás: «Se hace, pues, patente que la magnanimidad coincide con la fortaleza en cuanto que afirma el ánimo respecto a un bien arduo» 7. Y a partir de esta conexión, el teólogo moralista reconoce la excelencia que alcanza la esperanza en otras virtudes ligadas a la fortaleza cardinal, como es el caso de la resignación y la constancia.

La tradición cristiana trata la esperanza como un concepto analógico. Esperar, en cuanto actividad específica, significa tanto un sentimiento simple, que surge como respuesta a la percepción sensible de un objeto, como las acciones específicas de ciertas virtudes morales. Estas últimas tienen el objetivo común de garantizar que la persona se mantenga firme en la búsqueda de un bien difícil, en conformidad con el orden de la recta razón. «La confianza...», dice santo Tomás, «implica cierto modo de esperanza, pues es la esperanza robustecida con una opinión firme» 8. En este marco de comprensión analógica, emerge la exacta naturaleza de la esperanza teologal. En efecto, la virtud teologal de la esperanza asume estos temas comunes y los incorpora a una vida con dimensiones específicamente cristianas.

Las virtudes teologales ponen al creyente directamente en relación con Dios; estos dones de la gracia establecen a la persona en una relación activa y plena con las personas de la Santísima Trinidad, una relación posible para nosotros gracias a la actividad salvífica de Jesús. La función particular de la esperanza, en cuanto virtud teologal, es unir al creyente con Dios como su Bien supremo y definitivo. La esperanza teologal concentra nuestra atención y nuestras energías emocionales en la «Luz que nos visita de lo alto» (Lc 1, 78). Por esta razón nos invita san Pablo a que «seamos sobrios; revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1 Ts 5, 8).

Puede parecer que un bien todavía futuro, aunque sea tan grande como el de la misma bondad divina, no puede servir como objeto adecuado para la virtud, dado que esta, por definición, hace a su poseedor bueno aquí y ahora. De hecho, algunos teólogos han argüido que la esperanza no debería figurar entre las virtudes teologales, ya que por esperar no alcanzamos a Dios, sino que más bien se establece un estado de cosas que permanece en el ámbito de la condición humana, a saber: el autoimpulso hacia la posesión de Dios. No obstante, santo Tomás establece una única e importante vía para justificar el carácter virtuoso de la esperanza. Explica que «en todo lo regulado y medido, el bien se atiende en cuanto que algo se ajusta a la propia regla» 9. La virtud introduce a la recta razón en el campo del sentimiento y, como toda virtud, la esperanza intenta establecer la medida adecuada para una determinada actividad humana. Más específicamente, las virtudes asociadas a la esperanza configuran la respuesta emocional adecuada que debe dar una persona cuando se encuentra ante un bien futuro difícil, aunque alcanzable. Así, mientras que la esperanza, por definición, permanece insatisfecha respecto al objeto que pretende alcanzar, el mismo acto de esperar posee una perfección adecuada en sí mismo y, por ello, constituye una verdadera actividad virtuosa. Así pues, por su propia naturaleza, esperar es una actividad tendencial.

Aristóteles distingue entre la magnanimidad y la esperanza basándose, precisamente, en si las personas son capaces de alcanzar un bien difícil por su propio esfuerzo, como ocurre en el caso de los hombres y mujeres magnánimos, o bien sólo son capaces de llegar a una meta con la ayuda de otros. Esta misma distinción abre un camino a santo Tomás para clarificar la cualidad virtuosa de la esperanza teologal. Dice:

Así pues, en cuanto esperamos algo posible por el auxilio divino, nuestra esperanza alcanza al mismo Dios, por apoyarse en su auxilio. En consecuencia, es evidente que la esperanza es virtud, ya que hace buena la acción del hombre y se amolda a la debida regla 10.

Dicho de otro modo, la perfección del esperar se encuentra en el modo virtuoso en que el creyente confía en Dios. Esta confianza constituye, además, la base para establecer aquella medida o regla adecuada que la definición de virtud exige en orden a que, tanto el sujeto agente como la acción, manifiesten una cierta perfección.

Dentro de esta confianza en la ayuda divina, podemos distinguir, nuevamente, entre la esperanza teologal y el simple sentimiento del deseo. Mientras que el deseo implica un cierto movimiento hacia el bien futuro, no constituye la base para una virtud teologal. ¿Por qué? Responde santo Tomás: «ninguna virtud ha de ser llamada deseo, porque el deseo no implica ninguna cercanía o contacto espiritual con Dios mismo en ese preciso momento» 11. En otro texto, profundiza santo Tomás en el tema:

El que espera es imperfecto en cuanto a lo que espera tener y que todavía no tiene; mas es perfecto por alcanzar ya la propia regla, Dios, en cuyo auxilio se apoya 12.

Esperar corresponde al caminante, aunque también perfecciona al cristiano en el camino de la vida, asegurando la confianza en Dios; fortalece al creyente para que pueda hacer frente a las dificultades y pruebas espirituales que forman parte de la vida cristiana 13.


2.
Esperanza y promesa de la felicidad

Para comprender con claridad el objeto formal de la esperanza teologal, debemos considerar la importante verdad de que sólo Dios constituye el sumo Bien para la persona humana. Cuando santo Tomás se pregunta si la felicidad humana consiste en la visión de la esencia misma de Dios, concluye que la relación personal con Dios, que llamamos bienaventuranza, constituye, sin duda, la felicidad suprema para cada miembro de la especie humana 14. Hablar de la bienaventuranza definitiva del género humano, como si consistiera en una «visión directa de la esencia divina», implica que el alma racional sea capaz de una intuición inmediata del ser mismo de Dios, a la que sigue un gozo elícito 15 espontáneo: la plena beatificación de la persona 16. Los escolásticos se refieren a la participación de la criatura humana en la bienaventuranza de Dios como «bienaventuranza formal», distinguiéndola de la suprema vida bienaventurada de Dios mismo o «bienaventuranza objetiva».

La virtud teologal de la esperanza relaciona al creyente con la bienaventuranza objetiva, es decir, con la misma bienaventuranza de Dios que connota la bienaventuranza formal, o con la bendita visión de Dios, de la que goza actualmente la comunión de los santos y que colma todos sus deseos. El cristiano que espera, busca a Dios por sí mismo. Empleando un lenguaje técnico: el objeto formal de la esperanza teologal es Dios-en-cuanto-poseído.

En el colmo del idealismo francés del siglo XVII, hablaban algunos del amour pur, un amor tan desprendido de sí mismo que cabría pensar en su continuidad incluso entre los condenados 17. Esta concepción no tiene nada que ver, por supuesto, con la esperanza cristiana. Asimismo, cuando se dice en teología que la esperanza busca a Dios para el que lo espera, es decir, busca el abrazo amoroso de la bondad de Dios para mí, no por ello es subordinado Dios a la criatura humana o a toda la creación. El creyente no espera a Dios como quien usa instrumentalmente de algo creado para alcanzar alguna perfección personal. Se trata más bien de que el cristiano desea a Dios para sí, porque sólo Dios se presenta como el verdadero y definitivo fin o meta de la existencia personal de cada ser humano. Como claramente se desprende de las reglas universales del amor cristiano, nunca podemos subordinar a otra persona para alcanzar nuestra autorrealización. Si esto es verdad para el amor que dirigimos a las personas humanas, más lo es aún para el amor que dirigimos a Dios. Como bien observa el cardenal Cayetano, en la esperanza teologal «esperamos a Dios para nosotros, pero ciertamente no por nosotros —speramus Deum nobis non vero propter nos» 18.

San Jerónimo nos pone en guardia contra los pelagianos: «No os fiéis de vuestra sabiduría, virtud o talento, sino sólo de Dios; pues él es quien dirige vuestros pasos en vuestro peregrinar hacia la casa del cielo» 19. Esta fundamental creencia cristiana apunta a otro aspecto específico de la esperanza teologal. ¿Cuál es la motivación que mueve al cristiano a creer que poseerá a Dios eternamente? ¿Qué es lo que fundamenta nuestra espera de que recibiremos tan grandes beneficios de él? ¿Cómo podemos mantener esta esperanza a lo largo de la vida, si caemos tantas veces y contemplamos muchos otros signos de nuestra indignidad? Santo Tomás responde directamente a estas preguntas en un breve ensayo sobre la esperanza.

Para empezar, santo Tomás resume la enseñanza fundamental de que la dimensión virtuosa de la esperanza radica, precisamente, en su propia confianza en la ayuda divina.

La fe sólo se considera una virtud en la medida en que asiente al testimonio de la Primera Verdad... del mismo modo, la esperanza obtiene el estatuto de virtud del hecho de que el hombre se aferra a la ayuda del poder divino mientras se mueve hacia la vida eterna. Sin embargo, si se buscara un apoyo humano, en nosotros mismos o en otro, para hallar este bien perfecto sin la ayuda divina, se cometería un pecado grave 20.

El uso teológico distingue entre el objeto formal terminativo de una virtud —en el caso de la virtud teologal, la bienaventuranza objetiva que connota la bienaventuranza formal— y el objeto formal mediador. Los teólogos escolásticos describen este último como el medio por el que la persona virtuosa alcanza el objeto formal de la virtud. Esto equivale a explicar qué es lo que motiva exactamente a una persona a adherirse a Dios a través de la esperanza teologal.

Por consiguiente, dado que el objeto formal (mediador) de la fe es la Primera Verdad (que habla), por el cual, como a través de cierto medio, asiente el creyente a las cosas que cree —el objeto material de la fe—, también el objeto formal (mediador) de la esperanza es la ayuda del poder y la misericordia divinos (auxilium divinae potestatis et pietatis), mediante los cuales aspira el movimiento de la esperanza a los bienes que espera, esto es, al objeto material de la esperanza21.

El evangelio cristiano sitúa la experiencia de la misericordia de Dios en el corazón mismo de la vida teologal. «Cristo no fue separado de los pecadores», dice san Agustín, «sino que fue juzgado con ellos. El ladrón fue liberado y Cristo condenado. El criminal obtuvo indulgencia, y el que perdonó los pecados de todos los creyentes fue condenado» 22. Santo Tomás, cuando destaca la experiencia de la misericordia y compasión divinas como parte indispensable de la vida cristiana, da expresión teológica a una importante enseñanza sobre la salvación cristiana.

En el marco de las amplias perspectivas de la discusión teológica, la tradición de los comentaristas, que siguió a santo Tomás, investigaba la razón por la que el cristiano espera alcanzar la plena posesión de Dios. Mientras que algunos comentaristas sostenían que la omnipotencia misericordiosa de Dios representa, de hecho, la causa eficiente de nuestra consecución efectiva de la visión de Dios, rechazaban la opinión según la cual el poder divino puede servir como causa formal de nuestro esperar. Con otras palabras, no hay nada en la omnipotencia divina que otorgue una razón especial para la esperanza teologal como tal, y, por eso, la omnipotencia de Dios no sirve de objeto formal mediador de la esperanza. Más bien, como sostuvo Francisco Suárez, comentarista jesuita del siglo XVII, la misma bondad de Dios basta para explicar la razón de que alguien esté motivado para esperar en Dios.

Pero a esta explicación le falta algo. La posición de Suárez no tiene en cuenta el hecho de que el poder divino debe contar no sólo para el logro de la felicidad eterna, sino también para nuestra pretensión de la misma, para nuestro asimiento a Dios, en la esperanza, a través de la dificultades y los obstáculos de la vida presente. Y sólo la misericordia todopoderosa de Dios expresa adecuadamente la razón por la que el creyente, en la presente economía de la salvación, marcada por el pecado, puede esperar conseguir la bienaventuranza. La esperanza conforma al cristiano para que busque la visión de Dios, no simplemente como un bien, sino como un bien posible. Esto sucede sólo en virtud de la ayuda misericordiosa de Dios, expresión efectiva de su designio salvífico sobre nosotros. Así, la omnipotencia y la misericordia divinas especifican el esperar en el campo de la motivación 23. La posición de santo Tomás sostiene que la Iglesia peregrinante necesita, constantemente, socorro en su viaje a la casa o patria celestial. La criatura humana es incapaz de alcanzar por sí sola la meta de la comunión beatífica con los santos y, por otra parte, experimenta la frustración en su esfuerzo a causa de la experiencia del pecado personal y comunitario. El objeto formal mediador de la esperanza teologal nos recuerda que la omnipotente misericordia de Dios, su cuidado paternal, puede remover y removerá estos obstáculos que se encuentran en el camino de nuestro bienestar.

Por último, puesto que Dios comunica su misericordia redentora a través del sacrificio de Cristo, el misterio de la encarnación constituye el fundamento de la esperanza cristiana. San Pablo señala, explícitamente, a Cristo como único garante de la validez de la esperanza cristiana: «pero no me avergüenzo, porque yo sé bien en quién tengo puesta mi fe, y estoy convencido de que es poderoso para guardar mi depósito hasta aquel Día» (2 Tm 1, 12). Así pues, la esperanza cristiana es única en el orden actual de la historia de la salvación. Con todo, mediante la virtud de la esperanza, cada cristiano participa ya de la salvación escatológica prometida. Santo Tomás tiene muy en cuenta estas palabras dirigidas por san Pablo a los romanos: «la esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). En este contexto, es importante señalar que el comentarista jesuita Suárez no señalaba la confianza en la misericordia de Dios como una parte constitutiva del objeto formal motivador de la esperanza. Mas la insistencia de santo Tomás en la omnipotencia misericordiosa de Dios nos recuerda que, a causa del pecado personal, el creyente no deja nunca de tener necesidad de la confianza amorosa en la misericordia de Dios. «Y puesto que "todos pecamos de muchos modos" (St 3, 2)», nos advierte el concilio de Trento, «cada uno de nosotros debe tener ante su mirada la severidad del juicio tanto como la misericordia y la bondad... pues toda nuestra vida será examinada y juzgada, no según nuestro juicio, sino según el juicio de Dios» 24,

La esperanza teologal relaciona al cristiano directamente con Dios, incluyendo así entre sus objetos materiales todas las cosas buenas que el creyente ansía amorosamente recibir: la visión de Dios, la bienaventuranza, la resurrección de la carne y su glorificación, y la comunión con los bienaventurados 25. La esperanza teologal autoriza también al cristiano a esperar objetos materiales secundarios, a saber: aquellos instrumentos creados de la esperanza, que forman parte de la dispensación cristiana de la salvación. Esto significa, sobre todo, la causalidad instrumental de la humanidad de Cristo, aunque incluye también bienes espirituales como la gracia, las virtudes infusas, los dones del Espíritu Santo, la mediación maternal de la Santísima Virgen María, la intercesión de los santos y el perdón de los pecados, especialmente mediante los sacramentos de la reconciliación y de la unción de los enfermos. Pero también podemos esperar legítimamente bienes temporales, en la medida en que nos conduzcan a la bienaventuranza: amigos santos, buena salud, equilibrio psicológico, etc. Santo Tomás compara, de nuevo, estos objetos materiales de la esperanza con los objetos materiales de la fe teologal, es decir, con los artículos del Credo:

Igual que esas cosas creídas como objetos materiales de la fe son referidas a Dios, aunque algunas de ellas son creadas, como, por ejemplo, el dogma de que Dios creó todas las criaturas y el de que la persona del Verbo tomó el cuerpo de Cristo en unión hipostática, así también todas las cosas que se esperan como objetos materiales de la esperanza se ordenan al único fin esperado, que es el de gozar de Dios. Para alcanzar este tipo de bienaventuranza formal esperamos ser ayudados por Dios, no sólo espiritualmente, sino también con beneficios materiales 26.

Este modo de tratar el asunto nos da una idea de cómo supera santo Tomás las aparentes contradicciones entre la escatología futura y la realizada, y la moderna dicotomía entre lo material y lo espiritual. San Agustín expresa el mismo tema de una manera sintética: «Sólo las bendiciones incluidas en el Padre nuestro constituyen el objeto de la virtud teologal de la esperanza» 27.


3.
La esperanza y el amor de deseo

Amar, en su sentido original, significa desear un bien a alguien 28. Sobre la base de este significado, la tradición cristiana distingue entre dos tipos de amor, a saber: el amor de benevolencia (amor benevolentiae) y el amor de deseo o concupiscencia (amor concupiscentiae). Benevolencia significa querer bien al otro, o el afecto desinteresado, que caracteriza propiamente al amor de amistad (amor amicitiae). Y dado que aquel a quien, con benevolencia, deseamos un bien se liga por ello a nosotros con un lazo de amistad, sólo los otros deben convertirse en los auténticos receptores de la verdadera benevolencia. En conformidad con el designio de la misericordia de Dios, el cristiano, a través de este tipo de amor, no sólo se acoge a sí mismo y a otras personas, como los vecinos, y a los ángeles, sino también al mismo Dios.

Concupiscencia significa desear un bien para uno mismo, el deseo de algo bueno para el propio sujeto; un deseo que no es necesariamente desordenado, pues ha sido introducido en nosotros por el autor de la naturaleza, y continúa bajo el reino de la gracia. Amando de este modo buscamos para nosotros mismos algún bien auténtico, incluidas aquellas cosas que son eminentemente útiles o bienes placenteros. La esperanza teologal está arraigada en este tipo de amor. Se puede afirmar, naturalmente, que una persona espera a Dios como su bienaventuranza formal, sin que eso implique que Dios quede subordinado por ello a su propio interés. Santo Tomás nos proporciona un buen análisis filosófico de la interrelación entre los dos tipos de amor.

El amor tiene dos formas: una es perfecta; la otra es imperfecta. El amor de algo es imperfecto, cuando alguien ama una cosa, no de modo que desee el bien en sí mismo a la «cosa», sino deseando el bien de la cosa para sí mismo. Algunos llaman a esto «concupiscencia», como cuando amamos el vino, deseando gozar de su dulzura, o cuando amamos a alguna persona para nuestros propósitos o placeres. El otro tipo de amor es perfecto; en él, se ama el bien de cualquier cosa en sí mismo, como cuando, amando a alguien, le deseo todo el bien, aun cuando a mí nada me corresponda. Este, se dice, es el amor de amistad, y en él cada uno es amado por sí mismo (secundum seipsum). Esta es la perfecta amistad, como se dice en VIII Ethicorum 29.

Con otras palabras, considerar el amor de deseo (amor concupiscentiae) como expresión imperfecta del amor, no implica imperfección moral. El amor de deseo es imperfecto más bien en el sentido en que se puede considerar imperfecta una moción, es decir, como acto de un ser que no ha llegado a su término.

Cuando el objeto del amor de deseo incluya algo no personal, la referencia última (el fin «al cual» o finis cui) debe ser siempre aquel que ama, por ejemplo: amo el dinero porque con él puedo poner comida en la mesa para mi familia; o el placer sexual, porque implica una unión gozosa con mi cónyuge. De otro modo, tal amor sería desordenado, como cuando el avaro ama el dinero sólo por el dinero, o el libertino la gratificación sexual únicamente por sí misma. Sin embargo, cuando amamos a Dios con deseo, como ocurre en la esperanza teologal, podemos desear aún la bondad de Dios por sí misma, sin suponer una subordinación desordenada de Dios a nuestros propios objetivos personales. En este caso, Dios e incluso las personas creadas difieren de cosas como el vino, el dinero o la gratificación sexual. Porque mientras que, en determinadas circunstancias y dándose las condiciones adecuadas, podemos buscar cosas buenas sólo por sí mismas, el cristiano nunca puede considerar a Dios de esa manera. Intentar utilizar a cualquier persona sólo como medio para la propia satisfacción constituye, verdaderamente, la esencia del egoísmo.

La esperanza virtuosa no deja al que espera en un frío aislamiento; existe una relación recíproca entre la esperanza de deseo y el amor de amistad. Más aún, esta interconexión de amores refleja una interacción más fundamental, que tiene lugar dentro de la persona. Aristóteles habla de «una especie de círculo formado por las acciones del alma: algo fuera del alma mueve al intelecto, y la cosa conocida mueve el apetito, que tiende a alcanzar aquellas cosas desde las cuales se origina la moción» 30. Como la esperanza busca y mueve hacia la consecución del bien esperado, brota de un amor de deseo. Pero como el que espera busca la ayuda necesaria para obtener este fin, el esperar lo dispone hacia un amor de benevolencia o amistad. Pues el que espera llega a amar a aquel que le proporciona los medios necesarios para obtener el bien buscado 31. La esperanza lleva a la caridad, escribe santo Tomás, «pues cuando alguien espera recibir algo bueno de Dios, se ve conducido a ver que Dios debe ser amado por sí mismo» 32.

Puesto que las virtudes teologales siempre apuntan a Dios como su objeto propio e inmediato, son radicalmente distintas de cualquier tipo ordinario de creencia, esperanza o amor humanos. Con todo, en la experiencia de la amistad humana podemos descubrir un modelo para conocer el modo como la fe lleva a la esperanza, y la esperanza conduce a la caridad. Santo Tomás nos presenta una buena ilustración de esto en la Summa contra gentiles:

El amor a los otros deriva en el hombre del amor que se tiene a sí mismo, pues se trata al amigo igual que uno se trata a sí mismo. Ahora bien, uno se ama a sí mismo en cuanto se desea el bien a sí mismo; y ama a otro en cuanto le desea el bien. Por eso, el hombre deberá llegar a interesarse por el bien del otro por el hecho de estar interesado en su propio bien. Y en el hecho de que alguien espere el bien de otro, ese tal encuentra un camino que le conduce a amar por sí mismo a aquel cuyo bien espera: puesto que uno es amado por sí mismo cuando el que le ama le desea el bien, aun cuando de él no reciba nada a cambio. Ahora bien, dado que por la gracia santificante se produce en nosotros un acto de amor a Dios por sí mismo, el resultado es que obtenemos la esperanza de Dios en virtud de la gracia. Con todo, a pesar de que no es para el propio beneficio, la amistad por la que alguien ama a otro por sí mismo, produce, por supuesto, muchos beneficios como resultado, en el sentido de que un amigo ayuda al otro como se ayuda a sí mismo. Así, cuando una persona ama a otra y sabe que es amada por ella, debe esperar en ella. La gracia nos convierte en amadores de Dios, mediante el amor de caridad, y también la fe nos enseña que hemos sido amados antes por Dios, según el pasaje de 1 Jn 4, 10: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó». De ahí se sigue, por tanto, que el don de la gracia nos obtiene de Dios la esperanza. También queda claro que, así como la esperanza es una preparación del hombre para el verdadero amor de Dios, también el hombre queda, a su vez, fortalecido en la esperanza por la caridad 33.

Este texto nos recuerda la conexión orgánica que existe entre la fe, la esperanza y la caridad. Como virtudes de la vida cristiana, cada una de esas cualidades infusas del alma une a la persona con Dios de modos que afectan a las principales potencias humanas.

La esperanza, sin embargo, constituye una virtud distinta. Los teólogos distinguen la esperanza de la caridad, apoyándose en la distinción entre el amor de deseo y el amor de amistad. Por medio de la caridad teologal amamos a Dios por su mismo amor, esto es, con un amor de benevolencia o de amistad. Tanto la fe como la esperanza comparten esta característica: por estas virtudes teologales gozamos de la unión personal e inmediata con Dios. La fe nos proporciona el conocimiento de la verdad; la esperanza nos proporciona la confianza en la ayuda de Dios para llevarnos a la bienaventuranza. La esperanza se vuelve a Dios como a la fuente desde donde manan los otros bienes que recibimos. A partir de este ordenamiento intrínseco de las virtudes teologales, resulta fácil descubrir que existe una conexión entre la verdad que el creyente acepta al escuchar, ex auditu, y la esperanza que este mensaje enciende en su corazón. Jesús comenzó su ministerio público «proclamando la Buena Nueva de Dios: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva"» (Mc 1, 14-15).


4. El carácter provisional de la esperanza

Puesto que toda virtud afecta a la totalidad de la persona, es importante saber qué capacidades humanas proporciona una determinada virtud. Sabemos que la fe implica un perfeccionamiento del intelecto; nos hace conocer la verdad. La virtud teologal del amor perfecciona las potencias del apetito humano, es decir, el apetito racional o voluntad del creyente. Dado que el apetito racional constituye la materia de la esperanza teologal, esta virtud trabaja con los deseos del corazón, pues, como explica santo Tomás, «a los movimientos que en el apetito inferior se dan con pasión, son equivalentes otros movimientos semejantes sin pasión en el apetito superior» 34. Importa recordar que santo Tomás, al describir la esperanza como virtud del apetito racional, se aparta de la tradición agustiniana, que clasificaba la esperanza entre las virtudes de la memoria. Aunque es cierto que la esperanza puede purificar la memoria humana del recuerdo de los pecados pasados, sólo lo consigue ayudándonos a hacer frente al futuro con una confianza renovada en la omnipotencia misericordiosa de Dios. En este sentido, ya no puede atemorizarnos nada de nuestro pasado que pueda impedir nuestra confianza aquí y ahora en la misericordia de Dios. «El ladrón escapa», nos recuerda san Agustín, «y Cristo es sentenciado».

Santo Tomás define la esperanza como movimiento confiado hacia el futuro, y por eso la clasifica como virtud perteneciente al provisional status viatoris, al estado del caminante. Sabemos que ni los bienaventurados ni los condenados pueden tener esperanza. Los primeros ya poseen la bienaventuranza que la esperanza anhela; en ellos, la esperanza cede el paso al gozo que acompaña a la visión beatífica. Y, para los segundos, ya no hay esperanza ni posibilidad de reforma. De hecho, lo que caracteriza a la angustia que sufren los condenados es la consideración de que nunca podrán alcanzar la bienaventuranza. Por eso explica santo Tomas que «por ahí se ve que [los condenados] no pueden aprehender la bienaventuranza como un bien posible, como tampoco los bienaventurados como un bien futuro. En consecuencia, ni en unos ni en otros hay esperanza» 35. Pero los caminantes, cuyo destino está abierto, se encuentran en una condición diferente, y así la esperanza teologal los impulsa hacia adelante.

A decir verdad, una comprensión adecuada de la esperanza teologal requiere una consideración adecuada de la condición del caminante —una consideración adecuada de la temporalidad—. Dado que el tiempo señala el movimiento del cambio, las distintas formas filosóficas del idealismo, que desarrollan la idea de la división entre mente y cuerpo, se ocupan de la temporalidad sólo de una manera indirecta. Por eso les resulta fácil a los pensadores influidos por los sistemas idealistas de pensamiento encerrar a la persona en un mundo abstracto de conceptos humanos, y constreñirla a sufrir la tiranía del racionalismo. Por otra parte, las filosofías existencialistas, que se niegan a poner límites a la temporalidad humana, rechazan la condición provisional del caminante, suponiendo algún tipo de significado último a este mundo pasajero. Por buscar la ciudad celestial en la tierra, los humanistas convierten la esperanza teologal en una especie de expectación de una vida mejor. Como estas tendencias influyen todavía en la investigación teológica, el teólogo debe proteger la condición virtuosa de la esperanza frente a aquellas ideologías que amenazan con vaciarla de su transcendencia.

El status viatoris implica el carácter creado del hombre. En la teología cristiana, la esperanza impulsa a superar todo aquello que impide al espíritu humano alcanzar la perfección 36. Ciertamente, los diferentes sustitutos de la esperanza cristiana propuestos por las diferentes ideologías (y, a veces, aceptados acríticamente por los teólogos) presuponen, inevitablemente, que el pecado y sus efectos son rasgos permanentes de la condición humana. O bien nos negamos a aceptar que el estado pecador de la criatura puede superarse, o bien concedemos que las penas del pecado forman parte de la auténtica existencia humana, y que, en virtud de ello, la argumentación moral debería reducirse a la medida de estas deficiencias ineludibles. Sea como fuere, las teologías morales que ponen en peligro la verdad moral, por lo general, no son capaces de apreciar el pleno alcance de la omnipotencia misericordiosa de Dios, que podemos alcanzar en Cristo. Estas teologías, en efecto, más que a «hacer ligero el yugo» de la vida moral, instan a la gente a vivir sin el alivio del amor de Dios, prometido y proporcionado, a la vez, por la esperanza teologal. Dado que la esperanza teologal sirve al estado del caminante, proporciona todo aquello de que tiene necesidad la Iglesia peregrina para alcanzar su meta, y con una certeza única que verifica la absoluta transitoriedad de la vida terrena.

La reforma católica del siglo XVI se negó, de manera resuelta, a aceptar el argumento propuesto por los teólogos protestantes, donde se afirmaba que el conocimiento de la propia salvación debía incluirse entre los objetos materiales de la fe, es decir, como algo revelado positivamente por Dios. En este punto, el intento de Lutero encaminado a descubrir la fe fiducial condujo a una confusión entre lo que la mente puede conocer por fe y lo que la voluntad puede alcanzar mediante la esperanza. Debemos respetar los límites correspondientes a ambos tipos de actividad humana. Qui star, caveat ne cadat! «El que crea estar en pie», nos dice san Pablo, «mire no caiga» (1 Co 10, 12). Más aún, el concilio de Trento afirma que todo creyente debe mantener una esperanza firme en que Dios proveerá lo necesario para la salvación: «que nadie se prometa a sí mismo cosa alguna con absoluta certeza, aunque todos deben alimentar y poner una esperanza firmísima (firmissimam spem) en la ayuda de Dios» 37.

Para comprender adecuadamente el pleno significado de esta discusión, el teólogo distingue la certeza en su forma cognitiva, es decir, cuando el intelecto se fija en una verdad, de la certeza no cognitiva o afectiva. Esta última es una modalidad del conocimiento práctico, que dirige cualquier operación a su propio fin, esto es, o bien como realizado, o bien como tendencia hacia un fin. De acuerdo con la explicación de santo Tomás, este particular tipo de certeza se compara con la seguridad que las virtudes morales muestran con respecto a sus objetos, una tendencia que puede ser descrita como connaturalidad. Dice santo Tomás: «Y así también tiende la esperanza con certeza a su fin, como participando de la certeza de la fe, que está en la potencia cognoscitiva» 38. Mas, dado que la certeza de la esperanza reside en la voluntad, predomina el carácter del apetito racional en sus operaciones; y, en este sentido, difiere, tanto en el género como en el grado, de la certeza que únicamente el entendimiento puede alcanzar.

La esperanza, en cuanto virtud del caminante, desarrolla en nosotros una adhesión natural a Dios, una expectación segura de que Dios proveerá lo necesario para alcanzar la felicidad, aun cuando la consideración de nuestros propios recursos y la debilidad de nuestros propios esfuerzos pueda inclinarnos a pensar de otro modo. La infalibilidad de las virtudes morales sirve de modelo a la certeza de la esperanza. Las virtudes morales dotan a la persona de «segundas naturalezas», que sirven como verdaderos principios de la acción humana, de suerte que nuestros apetitos sigan, infaliblemente, el orden de la recta razón. De modo semejante, la esperanza teologal nos da una «nueva naturaleza», una naturaleza que establece, firmemente, nuestro deseo de Dios en la atmósfera de su omnipotencia misericordiosa. En suma, el creyente justificado está en posesión de la certeza cognitiva, proporcionada por la fe, según la cual el Dios omnipotente ofrece, misericordiosamente, el don de la salvación a todos los hombres y a todas las mujeres; y, desde el momento en que la persona se apropia de esta verdad por medio de la fe, la certeza afectiva de la esperanza le capacita para llevar una vida de madura confianza en el poder de Dios. Entre los bienaventurados, la certeza de la esperanza deja paso a la gozosa realización de la bondad divina, mientras que en los caminantes, entre los miembros de la Iglesia peregrinante, esta certeza se da aún en un estando de tendencia.

La esperanza, por ser una verdadera virtud teologal, conforma al cristiano para que confíe en la omnipotencia misericordiosa de Dios, como medio formal con el que anticipa una plena participación en la bondad divina. Mas, en la economía de la salvación, los cristianos deben recurrir asimismo a los agentes personales establecidos en el mundo por la bondad de Dios. De este modo, el cristiano que espera se apoya confiadamente en los méritos de Cristo, en la mediación maternal de la Virgen María, Mediadora de todas las gracias, en la plegaria de intercesión y en la ayuda de la comunión de los santos, y en cualquier otro medio que ayude a la expectación cristiana 39. San Bernardo se mostraba especialmente inclinado a invocar a la bienaventurada Virgen María como fuente de esperanza: «No perderás la esperanza si la invocas; no errarás si piensas en ella» 40. Esta loable práctica no significa que pongamos nuestra esperanza en criatura alguna, pues sólo Dios puede otorgarla. Lo que significa es que Dios se sirve realmente de causas segundas o instrumentales en la realización de nuestra salvación. La fe en la comunión de los santos representa la conciencia de que cada persona obra en su propia salvación únicamente dentro de la realidad social de la Iglesia. La Santísima Virgen María, como Madre de la Iglesia, es el centro de esta realidad. María es la madre de la buena esperanza: «Ipsam rogans non desperas, ipsam cogitans non erras».


5. La desesperación como anticipación de la no-realización

Las raíces de la desesperación, por apoyarse principalmente en un error del juicio de fe, están, no en el sentimiento o en el ánimo, sino en un acto del entendimiento. La persona tentada de desesperar supone que Dios no proveerá lo necesario para alcanzar la salvación; y esta disposición hacia Dios, por contradecir la promesa explícita de Cristo, es una postura pecaminosa. La tradición teológica describe la desesperación como un ejemplo de cambio de orientación (turning) ofensivo respecto a Dios —conversio offensiva, esto es, un vicio antiteologal—. En el caso del vicio moral, la persona humana se vuelve hacia otra criatura de modo desordenado, y por ello se aleja de Dios. La ilegítima conversio ad creaturam implica siempre una aversio a Deo. Pero el cristiano, al adoptar los vicios antiteologales, «se vuelve» hacia Dios de un modo desordenado, esto es, el creyente toma una actitud equivocada con respecto a la bondad de Dios. La desesperación es un ejemplo de este tipo de vicio antiteologal. Desde un punto de vista teológico, la desesperación surge como resultado de un error en el juicio sobre la existencia y/o naturaleza de la acción salvadora de Dios. Pero el vicio de la desesperación denota la sentida convicción de que Dios no me ofrecerá lo necesario para mi salvación, o que no perdonará mis pecados. Si bien existe toda una variedad de factores culturales y psicológicos, que pueden constituir un terreno favorable para el origen de la desesperación, ésta, en sí misma, es la noción falsa que resulta de esos factores. Y, por eso, la desesperación constituye un «cambio de orientación (turning) ofensivo» respecto a Dios, es decir, no respecto a un Padre misericordioso y omnipotente, sino más bien respecto a un dios que no es capaz de salvarme o no quiere hacerlo.

Sin embargo, ni siquiera cuando se expresa en términos teoréticos, constituye la desesperación un pecado contra la fe. La persona que se desespera se excluye, afectivamente, de las implicaciones universales del juicio de fe que afirma la voluntad salvífica universal de Dios, aunque pueda mantenerse establemente en la verdad basándose en fundamentos intelectuales. Y de ahí que la desesperación de la propia salvación pueda coexistir, de hecho, con el acto de fe por el que se afirma que Dios quiere la salvación de todo el género humano.

Dado que la desesperación se resuelve primordialmente en una contradicción interna de la persona, aquellos que se muestran sensibles a las exigencias de un buen ministerio pastoral reconocen la necesidad de explicar en su totalidad el evangelio de la esperanza a las personas que se desesperan, incluso antes de llevar a cabo un esfuerzo para corregir este u otro vicio moral. Y es que la comisión repetida de pecados graves indica, con frecuencia, que el pecador ha olvidado, o nunca aprendió, la verdad acerca del amor misericordioso de Dios. San Agustín nos recuerda que: «en virtud de haber sido condenado el que perdona los pecados de todos los creyentes, recibe el perdón el criminal» 41. Ciertamente, a la persona que no experimenta la ayuda misericordiosa del Padre celestial, como un bien real y práctico para ella, se le hace difícil mantenerse en la verdad de que Dios es misericordioso, que Cristo ha muerto por los pecados del mundo y que existe realmente el perdón de los pecados en la Iglesia que celebra la fe y los sacramentos. La persona que se encuentra en esa situación necesita, además, el poder del Espíritu Santo, pues la dinámica de la desesperación conduce paulatinamente a pecar contra la fe, esto es, a rechazar o abandonar la realidad de los mismo misterios cristianos.

Los dos vicios que la herencia espiritual clásica asigna a los casos más frecuentes de desesperación son la acidia espiritual –lo que Kierkegaard llama «desesperación de debilidad»– y la impudicia. Según la visión de san Gregorio, el cinismo sobre los bienes espirituales y sobre los compromisos de vida casta asumidos enmascaran, con frecuencia, una vida de desesperación. El confesor, director espiritual o consejero cristiano debería reconocer que existe una relación recíproca entre estos vicios morales y el vicio antiteologal, y recordar constantemente a la persona, que se encuentra atrapada en un pecado habitual, el amor misericordioso y el perdón de Dios. En cierto modo, la desesperación es un pecado especial contra la redención. Nos dice santo Tomás: «Si el pecado no fuera verdaderamente perdonado, entonces no sería pecado dudar del perdón de los pecados» 42. Pero la verdad es que el pecado ha sido perdonado y que la esperanza teologal conduce al cristiano al encuentro con un Dios misericordioso. Sacar a la gente de la desesperación y del chantaje del demonio constituye una de las principales responsabilidades pastorales en la Iglesia actual; todos los cristianos, especialmente los sacerdotes (cuyo carácter sacramental apunta hacia la penitencia y la eucaristía), deben considerar esto como parte constitutiva de la proclamación del evangelio de la paz.

La verdadera gravedad de la desesperación radica en su carácter antiteologal. Una vez separado de la bondad de Dios, el hombre que carece de la esperanza teologal queda indefenso frente a todo tipo de pecados y, a la larga, se vuelve proclive a la muerte espiritual. El suicidio de Judas representa el modelo bíblico de la desesperación. Como ya hemos dicho, la tradición espiritual de la Iglesia señala a la impudicia y la acidia espiritual (por ejemplo: el descuido de la oración, del retiro espiritual, del sacramento de la penitencia) como los pecados que con mayor facilidad nos inducen a caer en la desesperación. Mas el remedio a la desesperación supera en vigor a sus causas. San Bernardo aconseja traer a la mente las heridas sufridas por Cristo como camino seguro para devolver la esperanza al corazón, que, en medio de la tempestad de sentimientos pusilánimes y tímidos, anda a la deriva tras haber roto sus amarras. «He caído en pecado grave», dice el santo, «mi conciencia está alarmada, pero, a pesar de todo, no está turbada; porque quiero traer a mi mente las heridas de mi Señor; que fue herido por nuestras iniquidades. ¿Qué pecado puede ser tan mortal que no pueda ser curado por la muerte de Cristo?» 43


6. La falsa esperanza de la presunción

«Hay dos cosas que matan el alma», dice san Agustín, «la desesperación y la falsa esperanza» 44. La desesperación, dado que actúa directamente contra el objeto formal que motiva la esperanza teologal, se manifiesta inmediatamente como un desorden pecaminoso. La presunción o falsa esperanza, por otra parte, imita la auténtica esperanza teologal, aun cuando este vicio antiteologal constituye asimismo un «cambio de orientación (turning) ofensivo» respecto a Dios. San Bernardo compara, adecuadamente, este pecado engañoso contra la esperanza teologal con la desesperación. «El temor al juicio de Dios, al margen de la esperanza, nos sume en el pozo de la desesperación; al tiempo que la esperanza imprudente, sin un temor razonable, engendra una seguridad dañina» 45. Los que presumen de la omnipotencia misericordiosa de Dios, desean su perdón y su soberana bondad fuera del orden establecido por la justicia y la sabiduría divinas. Santo Tomás cita el ejemplo del que «espera obtener el perdón sin arrepentimiento o la gloria sin méritos». En resumen, la presunción establece una «confianza injustificada en Dios» 46. Dado que este vicio nos impulsa a imaginar, erróneamente, que Dios otorga el perdón a aquellos que persisten en sus pecados, o que conduce a la gloria a los se niegan a llevar una vida recta (cfr. St 1, 22), la presunción constituye una actitud viciosa en el alma cristiana.

Determinados períodos de la historia de la espiritualidad nos proporcionan ejemplos de esta postura ofensiva contra Dios. Los teólogos protestantes, durante el desarrollo de la Reforma del siglo XVI, otorgaron una gran importancia al papel que desempeña la experiencia interior en la vida cristiana. En un esfuerzo encaminado a solucionar la necesidad de «experiencias espirituales interiores», los jesuitas y otros directores espirituales desarrollaron distintos «métodos» para la oración y la meditación. Estos métodos, sin embargo, tuvieron el inesperado e inoportuno resultado de acentuar hasta tal punto la concentración en uno mismo, que surgió una considerable ansiedad entre aquellos que los practicaban. Los promotores del movimiento quietista, especialmente el español Miguel de Molinos (1647-1697), intentaron solucionar la inquietud de estos creyentes sugiriendo que los estados o disposiciones internos contaban poco en la vida espiritual. En conformidad con esto, el quietismo se convirtió en una aberración inconscientemente producida por la Reforma católica en los siglos XVI y XVII. Las líneas rectoras y la mentalidad del quietismo, al hacer creer a la gente que Dios recompensa sin mirar ni los méritos ni la virtud, institucionalizaron la presunción. Por otra parte, los quietistas promovieron una especie de contemplación adquirida, que alejaba a la persona de realizar acciones mandadas por la voluntad e inhibía asimismo al creyente de la práctica efectiva de la virtud. El quietismo llegó a favorecer incluso formas de depravación moral. Molinos, el maestro espiritual español, fue acusado de innumerables cargos de mala conducta sexual, y a raíz de ello sus teorías perdieron atractivo popular. Sin embargo, si las acusaciones dirigidas contra Molinos son ciertas, podemos preguntarnos si los principios quietistas no presagian la distinción, ampliamente sostenida hoy entre ciertos teólogos moralistas, entre el «nivel transcendental» de la intención humana y el «nivel categorial» de los actos humanos. Esta engañosa separación, entre el comportamiento humano y el sentido humano, ha llevado a muchos teólogos moralistas a argüir que todos los tipos de conducta moral son como añadidos neutros a los estados espirituales interiores, que son los únicos que pueden determinar el valor moral de una acción.

La presunción denota un movimiento afectivo de la criatura, producido por un falso juicio sobre cómo la misericordia de Dios le conforma a su justicia y sabiduría. En última instancia, el que presume no entiende que el plan de Dios sobre nuestra salvación incluye nuestra completa transformación interior. Esto lleva consigo tanto el trabajo de restauración de la imagen –restaurando plenamente el carácter del ser humano como imago Dei mediante el perdón de los pecados–, como el perfeccionamiento de la imagen –produciendo la excelencia espiritual en el creyente cristiano mediante las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. El que desespera se olvida de que el perdón de los pecados está disponible en la Iglesia; el que presume niega que la salvación cristiana confiera una capacidad de obrar absolutamente nueva. No es cierto que la fe y la esperanza cristiana dejen al hombre tal como es; la gracia divina cambia y renueva a aquellos que la acogen. En la vida cristiana no podemos «navegar hacia el norte y hacia el sur al mismo tiempo, es decir, no es posible persistir en vivir orientados pecaminosamente hacia las criaturas y creer, al mismo tiempo, que la misericordia de Dios ignora mi alejamiento de él, alejamiento implicado por la misma naturaleza del pecado. Según la tradición, la presunción deriva de la vanagloria y de la soberbia, que son los peores pecados mortales. Enseña santo Tomás: «Esta presunción parece originarse directamente de la soberbia, es decir, de que uno se tiene en tanto, que, aun pecando, cree que Dios no le ha de castigar ni excluirlo de la Iloria» 47.


7. El don del temor de Dios

El modo de tratar santo Tomás el don del temor de Dios manifiesta tanto su comprensión de la tradición espiritual cristiana, como su profunda percepción de las dimensiones psicológicas de la persona humana. En su tratado sobre las virtudes teologales, comenta Reginald Garrigou-Lagrange, dominico neoescolástico: «Quidam dicunt quod S. Thomas non est psychologus, sufficit hic articulus [Summa theologiae IIa-Ilae, q. 19, a. 1] ad probandum contrarium, contra derilamenta protestantium, jansenistarum, et Kantii. S. Thomas optime utitur gladio distinctionis»48. A buen seguro, el tono exasperado que usa el padre Garrigou-Lagrange parece fuera de lugar después de la invitación del concilio Vaticano II a la renovación teológica y a la sensibilidad ecuménica. Aun así, los estudiosos de la teología harían bien en tener en cuenta su sugerencia de que el tratado del temor de Dios de santo Tomás se merece una lectura atenta. En él encontramos un ensayo, representativo del período clásico de la teología moral, que proporciona un análisis adecuado y perspicaz del desarrollo espiritual del alma cristiana.

El temor de Dios, como cualquier otro don del Espíritu Santo, representa el reflorecimiento de una característica propia de la vida virtuosa cristiana.

Pero ¿cómo puede pertenecer a la perfección y a la virtud de la vida cristiana el temor de Dios? El Nuevo Testamento lo dice explícitamente: «No hay temor en el amor; sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor mira el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor» (1 Jn 4, 18-19). Sin embargo, Isaías dice que el «espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé» (Is 11, 2) reposará sobre el Mesías, y la Iglesia enumera el temor de Dios entre las cualidades especiales que corresponden al bautizado en estado de gracia.

Considerado como sentimiento humano, el temor pertenece al orden de los sentimientos irascibles o de contienda. Estos sentimientos se apoderan de la persona que se enfrenta a un mal amenazador (al menos en apariencia) difícil de superar. Dado que el temor representa una respuesta emotiva al mal, el teólogo debe explicar, antes que nada, en qué sentido Dios, que posee perfectamente el bien supremo, puede provocar temor. Para llevar a cabo las oportunas distinciones, santo Tomás sugiere que existe una diferencia fundamental entre temer el mal y temer a la persona que tiene la capacidad de infligir el mal. El don del temor concierne sólo a la persona que tiene la capacidad de infligir el mal. En este sentido, el temor de Dios pone al creyente en sintonía con Dios «que dará a cada uno según sos obras» (Rm 2, 6).

Para entender, de modo correcto, cómo ayuda este don al cristiano a contemplar adecuadamente a un Dios vindicador, y sirve de ayuda a la confianza virtuosa en el amor misericordioso de Dios, que nos proporciona la esperanza, debemos reconocer el poder destructivo que tiene el pecado. Dicho de otro modo, el uso adecuado de la distinción entre temer el mal y temer a Aquel que puede infligir el mal del castigo requiere un análisis teológico preciso de la realidad del pecado. De otro modo, corremos el riesgo de imaginar a Dios simplemente como un juez vindicador, presto a castigar a los que no han cumplido correctamente sus obligaciones morales. Pero la auténtica noción cristiana de don nos impulsa a llevar a cabo un análisis más profundo y menos antropomórfico del juicio divino.

Según la explicación clásica, el pecado personal consta siempre de dos elementos: el malum culpae, el mal de la culpa y el malum poenae, el mal del castigo. En su tratado sobre el temor de Dios nos recuerda santo Tomás esta distinción. Habla, primero, del pecado como culpa:

Mas, como el bien lo es en orden al fin y el mal lleva privación de ese mismo orden, aquello se ha de tener por mal absoluto que excluye el orden al fin último, cual es el mal de (malum culpae)49.

El mal de culpa –culpa– representa la ofensa real que el pecado comete contra la misma bondad de Dios, mientras que la culpa del pecado atenta directamente contra Dios en la forma de un cambio de orientación (turning) ofensivo contra él, como sucede en los pecados contra las virtudes teologales, o contra Dios y el prójimo, como ocurre con los pecados contra las virtudes morales. En el segundo caso, sabemos que el carácter pecaminoso de las acciones inmorales está constituido, precisamente, por un cambio de orientación (turning) desordenado hacia la criatura (conversio ad creaturam), que implica, necesariamente, un alejamiento simultáneo de Dios (aversio a Deo). Explica santo Tomás: «El bien moral consiste principalmente en la conversión a Dios, y el mal en la aversión» 50.

Por otra parte, el castigo –poena–, dado que supone una separación dolorosa de ciertos bienes creados, constituye un tipo diferente de mal. En efecto, en el marco más amplio de la vida moral, el único castigo verdadero y definitivo es el infierno, o el estado que consiste en estar fijado para siempre en una situación de «alejamiento de Dios». Sin embargo, santo Tomás nos explica cómo, en nuestro estado de caminantes, el mal del castigo puede contribuir al bienestar de conjunto.

El mal de pena es, ciertamente, un mal por privar de un bien particular; pero en conjunto es un bien, en cuanto que está dentro del orden al fin último 51.

En cuanto orientados al fin último, los castigos de todo tipo están, aquí y ahora, en cierta relación con nuestro propósito de alcanzar la meta de la eterna bienaventuranza. Por eso aconseja san Pablo a los gálatas: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo» (Ga 6, 2).

Según la fe cristiana, todo lo que la persona humana experimenta como pesado y doloroso procede del castigo por el pecado. Mas la fe cristiana enseña asimismo que el sufrimiento puede ser redentor. Recordemos lo que enseña la teología cristiana sobre la actual economía de la salvación. A causa de la falta original, todo ser humano puede experimentar mociones apetitivas, que le impulsan a un comportamiento desordenado; como ya sabemos, estos sentimientos desordenados continúan incluso después de nuestra incorporación sacramental a Cristo 52. Más aún, otros defectos psicológicos, tales como la propensión a la ansiedad, la lentitud en el aprendizaje y la debilidad a la hora de decidir en cuestiones importantes, conservan el carácter de testigo para la naturaleza humana considerada en sí misma. Mas para la persona que lleva amorosamente estas cargas, esas mismas espinas, que lleva clavadas en su carne, se transforman en ocasión para configurarse a los sufrimientos de Cristo, y para la restauración gradual de la imagen de Dios en la que todos fuimos creados 53. Sólo la santísima Virgen ha recibido su salvación de otro modo, aunque la gracia de la Inmaculada Concepción no la preserva de la participación en los sufrimientos redentores de su Hijo. El don del temor de Dios ayuda a los creyentes a reconocer que, en la actual economía de la salvación, deben tomar en serio la advertencia de san Pablo: «Pues, aunque vivimos, nos vemos continuamente entregados a la muerte por causa de Jesús, a fin de que también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal» (2 Co 4, 11).

La rica tradición espiritual desarrollada en el período patrístico inspiró a santo Tomás la distinción entre cuatro tipos de temor en la vida cristiana: 1) mundano; 2) servil; 3) inicial; 4) filial. El temor mundano representa, obviamente, un espíritu completamente opuesto a los valores del Evangelio, mientras que el desarrollo del temor servil, del inicial y del filial señalan un recorrido de crecimiento en la vida espiritual. Vamos a examinar, uno tras otro, cada uno de estos tipos de temor.

1) El temor mundano. El temor nace del amor, dice san Agustín, pues tememos perder sólo lo que amamos 54. El pecador mundano ama únicamente las cosas de este mundo. Este tipo de temor, como disposición enteramente pecaminosa, no tiene nada en común con el don del Espíritu Santo; más bien caracteriza a aquellos que se mantienen atados por el pecado en el mal uso de los bienes creados. Los que nunca piensan en la justicia de Dios mientras llevan a cabo una conducta pecaminosa son los que encarnan el temor mundano. De este modo, el temor mundano corresponde a la persona que permanece hostil a la vida evangélica. Enseña Jesús a sus discípulos: «Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a Aquel que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna» (Mt 10, 28). Estas palabras van dirigidas a aquellos que se estremecen sólo con pensar en verse privados de un bien creado, aunque permanezcan pecaminosamente ligados a él, es decir, que aman el bien creado más allá de la debida ordenación a Dios.

2) El temor servil. El temor al castigo representa, para muchos, el motivo fundamental para mantener alguna relación con Dios, y así esta actitud psicológica juega, ordinariamente, un papel en el desarrollo de la vida teologal. Distingue santo Tomás dos tipos de temor servil. El primero de ellos es puro servilismo, mientras que el segundo es un temor al castigo, que incluye un particular reconocimiento del mal del pecado. En su comentario, el teólogo americano William Hill resume esta importante distinción: «Se da el servilismo cuando se considera como un bien mayor evitar el castigo que conformarse con la voluntad divina, de tal modo que la motivación misma del acto se encuentra en esa misma preferencia. El servilismo es, en efecto, una inversión de la jerarquía de valores, un rechazo a reconocer que el bien divino es superior al propio bien personal. El servilismo, en cuanto tal, es siempre contrario a la caridad» 55. En el temor servil libre de tal servilismo, o incluso en el temor inicial, puede predominar psicológicamente la evitación del castigo, es decir, retener la atención, aquí y ahora, con mayor intensidad, aunque, de manera implícita, esto sea considerado como subordinado objetivamente al mayor mal del pecado.

Para entender correctamente este importante punto, debemos recordar que el castigo por el pecado se sitúa en el desorden que produce la misma acción pecaminosa en la vida de una persona. El hombre, por medio de la reflexión sobre el significado de la vida humana y, sobre todo, por la experiencia del carácter autodestructivo del comportamiento pecaminoso, llega a comprender que el pecado inflige su castigo. En verdad, cada deseo desordenado, como le gusta a san Agustín recordarnos, lleva consigo su propio castigo. El servilismo caracteriza a las personas desordenadas, cuyos vínculos con algún bien creado, como una gratificación sexual, altos honores o conveniencia personal, evitan su conversión, su acercamiento a Dios. La persona poseída por el temor mundano sencillamente no piensa en Dios, mientras que la persona servil considera a Dios, pero permanece congelada en el pecado, porque se niega a reconocer que el bien divino es superior al bien creado al que está atada.

El temor servil, exento de la marca del servilismo, caracteriza a la persona que experimenta las fuertes pulsiones de los sentidos y se siente atraída por un comportamiento desordenado de un tipo u otro, aunque reconoce, honestamente, que perseguir los bienes creados de este modo podría traer consigo una dolorosa separación de Dios. Con todo, el temor al castigo le reprime por sí solo de pecar. En cuanto tal, esta actitud representa el espíritu de la Ley antigua: «Los que teméis al Señor, aguardad su misericordia, y no os desviéis, para no caer» (Si 2, 7). San Agustín llega a decir que el temor servil puede coexistir con la voluntad de pecar 56. Así, el temor servil impide a la persona participar del amor que caracteriza al temor inicial; y, por este motivo, el creyente que se mantiene en esta rudimentaria condición no llegará a ser nunca como aquel niño que, como nos dice el Evangelio, herederá el reino de los Cielos (cfr. Mc 10, 13-16).

El cristiano justificado puede permanecer durante mucho tiempo en el temor servil. Una persona puede mantener un amor de autoestima por temor al castigo que el pecado trae consigo, y, simultáneamente, desarrollar el amor propio adecuado, que se perfecciona sólo con la caridad teologal. Esto ocurre cuando, por ejemplo, alguien reconoce y acepta con dolor que el «castigo» del pecado tiene menos importancia que la separación pecaminosa de Dios. Dicho de otro modo, el temor servil no es contrario a la caridad, porque, a través del temor servil, el pecador llega a apreciar que sufrir la purificación de las ataduras desordenadas no constituye el mayor mal. Naturalmente, este tipo de crecimiento espiritual requiere que se acepte, hasta cierto punto, la verdad objetiva sobre la vida moral. Enseña santo Tomás: «... pues si corresponde a la sabiduría regular la vida humana por razones (rationes) divinas, se habrá de tomar su principio de aquello que hace al hombre reverenciar a Dios y someterse a El» 57.

Pongamos el ejemplo de aquella persona que consiente algún tipo de conducta que atenta contra la castidad, ya sea de pensamiento, palabra u obra. En la medida en que el temor a verse privado del goce de los placeres venéreos impide a ese hombre o a esa mujer aceptar la verdad divina, en este caso sobre la castidad, esa persona queda fijada en una condición de servilismo. Con otras palabras, ese individuo permanece fuera del orden de la divina sabiduría y del amor. Y eso implica que su vida no está configurada en referencia a Dios. Mas cuando el pecador experimenta la verdadera vaciedad de la actividad impúdica, en cualquiera de sus formas, y empieza a reconocer con ello la verdad sobre la virtud de la castidad, entonces empieza a experimentar el temor servil, es decir, teme volver al estado de esclavitud que este tipo de autogratificación pecaminosa engendra. «El temor servil», dice santo Tomás, «es causado por el amor de sí mismo, porque es temor de la pena que causa detrimento del propio bien» 58.

Con el temor servil reconoce el pecador el carácter autodestructivo del pecado, esto es, su castigo intrínseco, y empieza a buscar el modo de evitarlo. Para santo Tomás, esto ocurre, significativamente, sólo cuando el creyente acepta los «primeros principios de la sabiduría», que el Doctor Angélico identifica con los «artículos de fe» 59. El papel de la Iglesia como maestra de moral resulta especialmente importante en este nivel del desarrollo moral. Cuando este crecimiento tiene lugar, la reverencia y la sumisión al Padre del cielo ocupan el lugar de la errada consideración y el apego servil a la criatura. Como señala la sabiduría del Antiguo Testamento: «El temor de Yahvé es el principio de la sabiduría» (Pr 1, 7).

3. El temor inicial. En substancia, el temor inicial denota temor filial, aunque de una manera mezclada e imperfecta; y es que el motivo que inclina a una persona a evitar la separación de Dios tiene todavía algo del temor al castigo, aunque con una incipiente percepción de que amar a Dios constituye un bien en sí mismo. Santo Tomás lo explica con gran claridad:

El temor inicial no teme la pena como propio objeto, sino porque lleva anejo algo de temor servil. Este permanece en substancia con la caridad, perdido su servilismo; mas su acto perdura con la caridad imperfecta en quien no sólo se mueve a bien obrar por amor de la justicia, sino también por temor de la pena. Este acto cesa en quien tiene caridad perfecta, la cual «echa fuera el temor que tiene pena», como se lee en san Juan (4, 18)» 60.

Existe una relación entre amor y disciplina: el hombre débil rehúye la disciplina hasta el punto de rechazarla; únicamente la persona amada puede aceptar la disciplina como un medio para acercarse cada vez más a la fuente del amor. En cierto sentido, cada uno de nosotros seguimos siendo principiantes en la vida espiritual. Y hasta ese punto el temor inicial caracteriza a la mayoría de los creyentes, porque sólo la mirada del santo permanece tan amorosamente fija en Dios, que posee tanto la sabiduría necesaria para discernir de modo apropiado el bien moral, como la voluntad para apartarse inmediatamente de todo mal.

4. El temor filial. El don del Espíritu Santo lleva a término en el creyente la capacidad de honrar a Dios y de evitar cualquier separación de nosotros mismos respecto a él. Por esta razón, el temor filial crece en la medida en que lo hace nuestra caridad. San Agustín escribe: «Con el nombre de temor casto se significa aquella voluntad que nos lleva, necesariamente, a oponernos al pecado y a huirlo con la tranquilidad de la caridad, no con las inquietudes de la fragilidad por miedo a un posible pecado» 61. Los que honran a Dios como verdadero Padre no temen perder las ataduras desordenadas con los bienes creados, sino que temen únicamente ofender al Padre, a quien aman como fuente de la bondad. La tradición espiritual cristiana sostiene, reiteradamente, que el modelo filial característico de un buen hijo es el rasgo distintivo principal de una vida santa. De hecho, los santos, como modo de identificarse con Jesús, que vino a nosotros como un niño pequeño, cultivaron la devoción a la santa infancia. Guerrico de Igny, cisterciense del siglo XII, nos aclara el don del temor filial y el misterio de la encarnación. Dice en una de sus homilías de Navidad: «Cuando [Cristo] se manifestó a los mortales, apareció como un niño pequeño, más amable que terrible. Puesto que vino a salvar y no a juzgar, prefirió la vía de incitarnos al amor en vez de infundir terror» 62.

El temor filial prosigue incluso en lo santos. «Por eso, así como el mal de la criatura racional está en someterse a otra inferior por amor, también es su mal no someterse a Dios, atentando contra El por presunción o desprecio» 63. Pero aunque esto no sea posible en el cielo, el don del temor permanece en los bienaventurados. El temor de Dios toma la forma de temor reverencial, una contemplación de la maravillosa obra de nuestra salvación –«su total transcendencia e incomprensibilidad»–64. Los cristianos pregustan ese estado de reverencial temor celestial viviendo la bienaventuranza de la pobreza de espíritu. «Siendo la bienaventuranza acto de la virtud perfecta, todas las bienaventuranzas pertenecen a la perfección de la vida espiritual» 65. Quien vive la pobreza de espíritu se somete a Dios y por eso no está inclinado a buscar la glorificación de su propia persona o la de otra, sino únicamente la de Dios. La verdadera experiencia de la dependencia filial, que marca al pobre de espíritu, es la mejor disposición para desarrollar una vida de amor cristiano. Esta debería caracterizar, no sólo a aquel que es perfecto en la caridad, sino también al que empieza a aprender la rectitud moral y el temor casto.
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1. Guillermo de Saint-Thierry, Meditations, n. 10, según la versión inglesa de Sr. Penelope (Spencer, MA, 1971), 147.

  1. Summa theologiae, Ia, q. 20, a. 2. Para el moralista cristiano, esta noción implica que el bien extramental configura el desarrollo de la libertad humana y de la elección. En este sentido, el verdadero bien moral tiene que ser distinguido de lo que algunos filósofos moralistas británicos consideran realismo moral, a saber: un tipo de argumentación moral que supone que las bases de la verdad moral se encuentran sólo en alguna parte exterior al agente moral. El filósofo británico Roger Scuton, por ejemplo, distingue entre un naturalismo fuerte y otro débil, sobre la base de la gran fuerza con que se realiza la inferencia lógica entre el «bien» y cualquier cosa que se juzgue como buena. Cfr. Attitudes, Beliefs and Reasons, in Moralily and Moral Reasoning, ed. John Casey, London 1971, p. 57.

  2. Cfr. Servais Pinckaers, OP, Le désir naturel de voir Dieu, in «Nova et Vetera» 51(1976), 255-273.

  3. Josef Pieper, Hope, San Francisco, 1986, 27 (edición española: Las virtudes fundamentales, Rialp, 1980).

  1. San Agustín, Comentario al Evangelio de san Juan, 26, 5, CCL 36, 261-263 (existe edición bilingüe en la BAC).

  2. Cfr. Quaestio disputata de virtutibus in communi, a. 2.

  3. Sununa theologiae, IIa-Ilae, q. 129, a. 5 inc.

  4. Sununa theologiae, IIa-Ilae, q. 129, a. 6 ad 3.

  1. Swnma theologiae, IIa-Ilae, q. 17, a. 1.

  2. Sumina theologiae, IIa-Ilae, q. 17, a. 1 in c.

  1. Quaestio disputata de spe, a. 1, ad 6.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 17, a. 1 ad 3.

  3. Por ejemplo, E. Schillebeeckx, Christ: The Experience of Jesus as Lord, New York 1980, subraya la indefinible naturaleza de la salvación cristiana cuando, a propósito de Mt 25, 24-40, describe el juicio moral como «ateo» (p. 792).

  4. Cfr. Sumina theologiae la-Ilae, q. 5, a. 8. Santo Tomás considera también si una criatura puede encontrar su plena realización en «ver» la esencia divina (Ia, q. 12, aa. 1-11). Contrapone este tipo de visión-conocimiento con el conocimiento de Dios que el hombre tiene, en esta vida, mediante la razón natural y mediante el don de la gracia divina. En su comentario a la Summa theologiae IIa-Ilae, q. 4, a. 8 observa Cayetano que, en esta vida, el conocimiento de Dios que se obtiene mediante la gracia no es necesariamente un modo más elevado de conocimiento que el de la razón, que proporciona su propio tipo de evidencia. La excelencia de la fe proviene más bien de su objeto formal, es decir, la Primera Verdad-Elocuente. Para profundizar en el tema del conocimiento propio de Dios, que comparte con los bienaventurados en el cielo, como fuente de la fe y de la sacra doctrina, cfr. Summa theologiae, Ia, q. 1, a. 2 y IIa-Ilae, q. 2, a. 3.

  1. Para el concepto de elícito ver, más adelante, p. 218 (Nota del traductor).

  2. Los tomistas distinguen, tradicionalmente, entre la comprensión, que tiene la mente, de la esencia divina, y la euforia gozosa de la voluntad, que resulta de la posesión de aquella. Insisten, además, en que este gozo beatífico está relacionado con la visión de Dios, del mismo modo que una propiedad concreta pertenece a una esencia. Sobre esta cuestión, Escoto sostenía la opinión de que el gozo mismo es lo que constituye formalmente la bienaventuranza. En general, podemos decir que tales especulaciones reflejan posiciones antropológicas distintas. Para santo Tomás, «... la suprema felicidad del hombre consiste en la más elevada de sus operaciones, que es la del entendimiento...» (Summa theologiae, la, q. 12, a. 1 in c.).

  3. Para una ulterior profundización, cfr. Ronald Knox, Enthusiasm, New York 1950.

  4. In secundan secundae, q. 17, a. 5, n. 8.

  1. San Jerónimo, Dialogus contra Pelagianos, I. 3. PL 23, 595ss.

  2. Quaestio disputata de spe, a. 1.

  3. /bid.

  1. San Agustín, Comentario al evangelio de san Juan, 31, cap. 7 (PL 35, 1642) (existe edición bilingüe en la BAC).

  2. Estoy en deuda con William J. Hill, O.P., Hope (2a2ae, 17-22), volumen 33 de la traducción Blackfriars de la Sumnza (New York, 1966), p. 148, nota 11, por este resumen de la posición que defiende Juan de Santo Tomás en su Cursus theologicus, XVII, Disp. IV. a. 1, n. 17.

  1. Concilio de Trento, Decretum de Justiicatione, cap. 16, DS 1545-1550.

  2. La esperanza cristiana cesa con la muerte, cuando el creyente oiga decir a Cristo: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mt 25, 34). La Iglesia enseña, además, oficialmente, que la visión beatífica no debe esperar a la resurrección universal de los muertos (DS 1304-1306). En consecuencia, creemos que las almas de los justos experimentan la bienaventuranza del cielo. Más aún, reconocemos en la fe que estos bienaventurados constituyen la compañía de los santos, con la que la Iglesia de la tierra tiene una especial comunión. Al mismo tiempo, la resurrección del cuerpo pertenece asimismo al compendio de las verdades cristianas que profesamos en el Credo. Aunque la reflexión teológica sobre materias que pertenecen a la escatología supone, necesariamente, un cierto grado de especulación, la enseñanza común de la Iglesia mantiene que el cuerpo resucitado participa también de los efectos de la bienaventuranza. Santo Tomás explica bellamente esta creencia cuando dice que «la participación en la gloria del Cuerpo de Cristo vuelve nuestros cuerpo gloriosos» (Summa theologiae, IIIa, q. 56, a. 2).

  1. Quaestio disputata de spe, a. 1. Cfr. también Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 17, a. 2, ad 2.

  2. Enchiridion de fide, spe et caritate, cap. 114; cfr. San Agustín, Faith, Hope and Charity, en Writings of St. Augustine (= The Fathers of the Church, vol. 2) New York 1947, 369-472.

  3. Cfr. Summa theologiae, Ia, q. 20, a. 2: «Dios quiere algún bien para cada uno de los seres que existen, y como amar es precisamente querer el bien para otro, síguese que Dios ama todo lo que existe».

29. Quaestio disputata de spe, art. 3: «Utrum spes sit priore charitate». La referencia a la Ética a Nicómaco de Aristóteles es la siguiente: «La amistad perfecta es la amistad de los hombres que son buenos, e igualmente virtuosos; pues estos desean un bien semejante para el otro qua bueno, y son buenos en sí mismos».

  1. Cfr. Quaestiones disputatae de veritate, q. 1, a. 2, donde santo Tomás nos presenta esta cita de la doctrina de Aristóteles contenida en el libro 3, cap. 9 del De anima (433a14ff).

  2. J. William Hill, Hope, p. 137, nos presenta esta útil ilustración: «Al desear comida para el hambriento parece que mi amor se dirige tanto al pan como al hombre, aunque no haya comparación posible entre ambos. Hay, de hecho, dos bienes: uno (amado con un amor concupiscentiae) enriquece al hombre hambriento, el otro (amado con amor amicitiae) me enriquece a mí. El acto de enriquecimiento es, en el primer caso, una "apropiación"; en el segundo, sólo una "comunión". El bien que repercute en mí es, precisamente, la plena realización de mi humanidad, el perfecto despliegue de mi libertad bajo la dirección de la inteligencia, el perfeccionamiento de mí mismo a través de la construcción de la comunidad humana. En resumen, no podemos amar verdaderamente a un amigo —y en la caridad sobrenatural es Dios el amigo— sin con ello ennoblecernos».

  1. Quaestio disputata de spe, a. 3. La esperanza, en su sentido propio y formal, afecta sólo al que practica el acto de esperar; y así, formalmente hablando, los teólogos cristianos sostienen que nadie puede esperar por otra persona la bienaventuranza eterna. No obstante, la tradición permite que alguien pueda asociara otras personas a otras personas a su esperanza, con la condición de que exista un verdadero lazo de caridad, de modo que tales personas sean consideradas como «otros sí mismos».

  2. Summa contra gentiles, c. 153, n. 2.

34. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 18, a. 1.

  1. Summa theologiae IIa-IIae, q. 18, a. 3.

  2. Cfr. la Quaestio disputata de spe, aa. 1-4 de santo Tomás.

  1. Concilio de Trento, Decretum de Justificatione, cap. 13 (DS 1540 y 1541): «nemo sibi certa aliquid absoluta certitudine polliceatur, tametsi in Dei auxilio firmissimam spem collocare et reponere omnes debet».

  2. Summa theologiae, q. 18, a. 4.

  1. La gracia capital de Cristo constituye el fundamento de esta doctrina teológica sobre los instrumentos creados; en la Iglesia existe una jerarquía de santos auxiliadores, entre los cuales ocupa el primer lugar la bienaventurada Virgen María. Así, la Iglesia la invoca con toda propiedad como «spes nostra», es decir, como esperanza nuestra.

  2. San Bernardo de Claraval, Homilia, 2, super «Missus est» (existe edición de sus Obras completas en la BAC).

  1. Cfr. nota 2.

  2. Quaestiones disputatae de malo, q. 3. a. 45.

  1. San Bernardo de Claraval, Sermo in Cantica, 61 (existe edición bilingüe de sus Obras completas en la BAC).

  2. Sermo 87, cap. 8, PL 38, 535 (existe edición bilingüe en la BAC).

  3. San Bernardo de Claraval, Sermo in Cantica, 6 (existe edición bilingüe en la BAC).

46. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 1, ad 2.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 21, a. 4 in c.

  2. De virtutibus theologicis, Roma 1948, p. 359.

49. Summa theologiae, IIa-llae, q. 19, a. 1 in c.

  1. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 2, ad 2: «Bonum morale praecipue consistit in conversionem ad Deum, malum autem morale in aversionem a Deo».

  2. Summa theologiae, IIa-llae, q. 19, a. 1 in c.

  3. Si no fuera así, podría considerarse atractivo el bautismo por razones inconvenientes: por ejemplo, como modo de escapar del efecto debilitador de las emociones ingobernables o de otras condiciones pesadas, que constituyen el signo del estado de pecado original. Cfr. Summa theologiae, IIIa, q. 69, a. 3.

  1. Cfr. T. C. O'Brien, Original Sin, vol. 26 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae,

    London 1965, especialmente las qq. 50-55. Aquí nos presenta O'Brien un profundo comentario a la Ia-

    IIae, q. 83, a. 2: «Si el pecado original está más bien en la esencia del alma que en sus potencias».

  2. De diversis quaestionibus LXXXIII, I. I, n. 23, PL 40, 22.

55 Hill W., Hope, p. 56, nota b.

  1. De natura et gratia, 57, PL 40, 22 (existe edición bilingüe en la BAC).

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 19, a. 7.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 19, a. 6 in c.

  1. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 7.

  2. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 8, ad 2.

  3. De Civitate Dei, 1. XIV, cap. 9, PL 41, 416 (BAC, p. 80).

  1. Guerrico de Igny, Liturgical sermons, trad. inglesa de la Mt Saint Bernard Abeey (Spencer, MA, 1970); trad. italiana Guerrico d'Igny e i suoi sermoni, Abazzia di Praglia 1988.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 19, a. 11 in c.

  3. Su mna theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 11.

  4. Sununa theologiae, IIa-IIae, q. 19, a. 12, ad 1.