INTRODUCCIÓN


Al comienzo de los
Ejercicios espirituales, en el «Principio y Fundamento», enseña san Ignacio que todas las criaturas existen para permitir a todos los seres humanos alcanzar nuestra vida sobrenatural de gloria. Esta percepción, no sólo fundamenta el característico optimismo ignaciano, sino que indica asimismo la base de una típica intransigencia jesuítica. A saber: si, en el orden concreto o existencial, pueden las criaturas brindar ayuda o no. Dicho de otro modo, el realismo ignaciano no admite posición intermedia alguna, excepto quizás en las aulas, entre servir de ayuda o de obstáculo.

Hablando, después, de «todas las otras cosas que hay sobre la faz de la tierra», realiza Ignacio esta sobria ilación: «Por eso, el hombre debe usar de ellas, si pueden ayudarle en la consecución de su fin, pero debe liberarse de ellas, si le suponen un obstáculo». La frase incluye, efectivamente, la doble tarea que asigna Ignacio a todos los actos humanos: la salvación personal y la mayor gloria de Dios.

Por otra parte, en el curso de los Ejercicios espirituales, el director está capacitado para dar forma concreta, de una manera cada vez más concisa, a tres motivaciones. A medida que el ejercitante profundiza, interiormente, en las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, lo que llama von Balthasar «la forma de Dios en el mundo» hoy, se conforma cada vez más conscientemente a la voluntad divina. A continuación, encuentra en el ejemplo de Cristo un testimonio completo de la acción de Dios en los acontecimientos humanos. Por último, al contemplar el amor de la Santísima Trinidad, se une a la fuente primigenia de toda bondad. Por consiguiente, en función del nivel de crecimiento de cada uno, los Ejercicios revelan tres motivos principales, que subrayan lo que debe ser un auténtico comportamiento cristiano: la salvación personal, el ejemplo de Cristo y el amor de Dios. Esta divina pedagogía pone al discípulo en condiciones de reconocerse, aunque sea de manera indirecta, como el lenguaje de Dios.

Las motivaciones del obrar, durante la primera semana de los Ejercicios, pueden sorprender por su nivel verdaderamente minimalista: hacer el bien, practicar la virtud, evitar el pecado. Sin embargo, a menos que no reconozcamos estas realidades como mandamientos y no como consejos, corremos el peligro de perder, no sólo nuestras almas, sino hasta nosotros mismos (Mt 16, 25; Lc 21, 19). Eso significa que el ejercitante debe permitir a Dios ser Dios y apropiarse de la voluntad de Dios a través de lo que san Pablo llama «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5; 16, 26). Si esto absorbe todas nuestras energías y nuestra atención, precisamente para obedecer los mandamientos de Dios, entonces Ignacio aconseja «el primer método de oración», que repercute sistemáticamente en los diez mandamientos, los siete pecados capitales, las tres potencias del alma y los cinco sentidos. Este primer estadio, ampliamente motivado por un imperativo escatológico, somete a juicio al ejercitante. Sólo cuando puede reconocer su propio y radical carácter pecaminoso –de pensamiento, palabra, obra y omisión–, está el penitente en condiciones de reconocer también la misericordia divina y la necesidad de libertad personal.

Observa Ignacio, en distintos lugares, que la mortificación interior es bastan-te más difícil de realizar que las penitencias exteriores, aunque es más fructífera. Además, está a punto de reconocer que los actos humanos, motivados por la fe y animados por el temor reverencial, producen efectos muy elementales, que garantizan una cierta santidad personal. En realidad, para muchos –no todos los cristianos anónimos– esto representa lo más a que pueden llegar, personalmente, ante Dios y ante el mundo. Sin embargo, sus débiles esfuerzos no superan nunca del todo la distancia entre la fe y el mundo. Atrapados en su búsqueda y limitados por lo que se refiere a «la carne y a la sangre» (Mt 16, 17), no perciben nunca al Dios vivo como corazón de este mundo.

Si bien la libertad del pecado personal ofrece una base racional suficiente para el comportamiento humano, esto no satisface, ciertamente, ni a Ignacio ni a sus compañeros. Estos consideran, por su parte, la imitación de Cristo «para conocerlo más íntimamente, para amarlo más ardientemente, para seguirlo de más cerca». Cristo Rey, en cuanto designio de Dios, revela el plan de la gracia de Dios para nosotros (DS 3004) y se revela a sí mismo como expresión de toda la creación (Ef 1, 10). Puesto que el seguimiento de Cristo expresa la sabiduría de Dios en el espacio y el tiempo, en la historia y la cultura, este seguimiento nos garantiza las fuentes kerigmáticas asociadas a la dignidad cristiana, que nos recuerdan que somos en verdad «estirpe elegida, nación santa, pueblo que Dios se ha adquirido». Por otra parte, un conocimiento del Cristo total conduce tanto a la ecclesia como a la communio, convirtiéndonos verdaderamente en Emmanuel (Mt 1, 23). En pocas palabras, es precisamente en la Iglesia donde nos apropiamos de la forma de Cristo.

Desde la aparición de la Gaudium et spes (7 de diciembre de 1965), la Iglesia ha descrito la vocación cristiana como una transformación del saeculum. Ha sido especialmente al laicado a quien se ha atribuido la responsabilidad de «impregnar y perfeccionar el orden temporal con el espíritu evangélico» (c. 225, § 2). El papa Juan Pablo II ha renovado este desafío en su exhortación apostólica Christifideles laici (30 de enero de 1989). De este modo, la estrategia cristiana intenta imponer una forma a los elementos —neutrales o intratables de otro modo— a fin de «redimir el tiempo» (Ef 5, 16). Eso significa que cada cristiano debe estar tan unido al Señor que pueda continuar el compromiso radical que discernimos cuando meditamos en la encarnación. El cristiano trabaja asimismo, como instrumentum conjunctum, de manera inmanente, para relacionar el mundo y sus estructuras con la energía de la resurrección. Inevitablemente, el mundo pecador se opone a este tipo de orientación, lo que significa que el seguidor creyente, no sólo se enfrenta a diario con la cruz (Lc 9, 23), sino que vive también con «la marca de los clavos» (Jn 20, 25). Este compromiso con el mundo encuentra, además, el mismo tipo de oposición a la que tuvo que hacer frente el Señor. Mas, a pesar de la interminable lucha contra los principados y las potestades, el discípulo está ya en posesión de la promesa de la victoria (1 Jn 5, 14), porque se mantiene unido a la fuente, a la norma y a la medida de todo humano comportamiento. Al cooperar con el Señor resucitado, cada creyente se convierte en las manos y en el corazón, en los pies y los ojos del Señor. En con-secuencia, cada uno, siguiendo su propio camino, colabora en la extensión del Reino, haciendo el saeculum digno del mismo Señor. Con todo ello, Cristo se convierte, para todos los creyentes, en la figura apropiada que contiene y modela la acción crística.

Con todo, aún podemos percibir en la espiritualidad de Ignacio un nivel más hondo para motivar la acción humana. En la «Contemplación para obtener el amor divino», nos brinda el santo una imagen de la Santísima Trinidad. En ella vemos a Dios conduciéndose «como alguien que trabaja». Es evidente que Ignacio ve a la divinidad trabajando constantemente, sosteniendo sin cansarse nunca y afanada siempre en la realización del plan de la creación. En consecuencia, quisiera que todos colaboráramos con las energías del Dios uno y trino. De esta guisa, la forma de Dios, que empieza con el bautismo, concluye con la visión de Dios. Esto incluye, como mínimo, una visión global. Es posible que podamos señalar aquí el origen del magis ignaciano (cfr Jn 5, 17). Al padre Pedro Arrupe, por ejemplo, le gustaba citar la intuición del santo fundador: «cuanto más universal sea el bien, más divino será». El verdadero seguidor, ardientemente animado por el amor de Dios, entra en las estructuras del mundo y planta en su interior la semilla que nosotros reconocemos como la Palabra de Dios (Mc 4, 4). Verdaderamente, la nueva evangelización recomendada por el papa Juan Pablo II parece presuponer y requerir este tipo de perspectiva cósmica. Esta apreciación incita, a su vez, a proceder a una reflexión sobre el «medio divino».

Si bien el encuentro con el mundo y sus estructuras se presenta inabarcable-mente vasto y complejo, el encuentro con Dios continúa siendo supremamente personal. Como señala von Balthasar, desde el momento en que somos elegidos, nos convertimos en personas. La mayéutica ignaciana nos convence de que el Dios todopoderoso nos llama a cada uno por su nombre. Eso significa que no sólo nos escoge, sino que también nos personaliza. Esta intuición está en consonancia con la enseñanza del Vaticano II, que declara a la persona humana como la «única criatura sobre la tierra que Dios ha querido por sí misma» (GS 24). Cuanto más personales se vuelvan nuestras relaciones con la Santísima Trinidad, más central se volverá en nuestras vidas el medio divino. Al hablar de este punto central, observa Teilhard de Chardin que este manifiesta «la potencia absoluta y final para unir». Aquí, estoy convencido de ello, encontramos el foco contemporáneo para nuestras actuales energías. Lo que lo hace digno de nuestra atención es que puede derivar muy bien de la conciencia de que pertenece igual-mente a Dios.

Estas reflexiones sobre las raíces del comportamiento cristiano resultarán perfectamente obvias a los que están familiarizados con los Ejercicios espirituales. Si bien estos comienzan mostrando preocupación por la salvación personal, el acento se desplaza, a continuación, hacia un encuentro personal con Cristo. En alguna ocasión, a lo largo de la Cuarta semana, la que celebra el misterio del Señor resucitado, revelan los Ejercicios la cadencia trinitaria que unifica y explica el acontecimiento de fe. En muchos aspectos, estas tres raíces corresponden a los tres niveles que ha distinguido el padre Bernard Lonergan: sentido común, teoría e interioridad. En cualquier caso, el desafío con que se enfrenta el director consiste en efectuar un cambio desde la comprensión esencial a la acción existencial.

San Ignacio aprendió mucho y bien de sus maestros dominicos de la Universidad de París. En la calle Saint-Jacques, no lejos de su collége Sainte-Barbe, estudió con Mathieu Ory, Jean Benoit y Thomas Laurent «para el presbiterado y no para obtener grados académicos». Siguiendo la tradición del convento, sus maestros le acompañaron de manera sistemática a través de la Summa Theologiae de santo Tomás, y no a través del más tradicional Comentario a las Sentencias. Esta disciplina capacitó a Ignacio para comprender los frutos de su propia oración y experiencia de la vida. Sin ser él mismo un intelectual o un académico, el fundador de la Compañía respetó las materias de estudio en el aula, hasta el punto de que en sus Constituciones [464] prescribe el estudio de santo Tomás y de la Summa como uno de los textos principales a exponer en teología. En la presentación de este tratado sobre las virtudes, el padre Romanus Cessario constituye un ejemplo de esa fidelidad al carisma dominicano, que los padres conciliares alabaron y alentaron. Parafraseando al padre Lonergan, su método ilustra la via analytica; Ignacio, más impaciente (o ansioso), prefiere la via sinthetica. En cualquier caso, considero un privilegio poder participar en este discurso complementario, puesto que manifiesta la corriente catholica en acción. Posiblemente Ignacio dice esto mismo mejor en su «primera regla» para hacer las cosas: «confiar en Dios como si todo el éxito de la tarea dependiera de uno mismo y en absoluto de Dios, pero disponer el asunto como si todo dependiera de Dios y en absoluto de uno mismo». Con todo su ingenio, la paradoja intenta reunir el autodesprendimiento del hombre dentro del autodesprendimiento de Dios. Por amor al Reino.

Ad Majorem Dei Gloriam!

Festividad de santo Tomás de Aquino

Rvdo. John P. McIntyre, SJ
Facultad de Derecho canónico
Universidad de San Pablo
Ottawa, Ontario, Canadá