9. LA FE
 

 

            La sistematización o conceptualización de los datos acerca de la fe la haremos en la confluencia de los dos modelos, comunicacional y antropológico, que hemos estudiado más atrás (cap. 7).

            En cuanto parte de un proceso de comunicación, la fe es la respuesta de la persona a la revelación de Dios; es el acto mediante el cual la recibe. En lo que respecta al modelo antropológico, la fe es del corazón, pero debe encarnarse -como todo lo que es del corazón- en  los organismos humanos.

            Lo central de la fe es que se trata de un encuentro entre la persona del creyente y Dios, un encuentro hecho de acogida y entrega, como dos caras de una misma moneda: acogida de la entrega del otro, y entrega al otro para ser acogido por él. Un encuentro que se inicia en este mundo y llega a su plenitud en el mundo escatológico del Reinado de Dios; ahora, en este mundo, la persona lo hace como experiencia indirecta de Dios, velada, “en fe”; en el tiempo escatológico, el encuentro será cara a cara, en visión eterna. Por eso, la fe es ya “inchoatio vitae aeternae”, como dice Santo Tomás.[1]

            Hemos visto que para el Nuevo Testamento la fe es entrega a Dios, confianza en sus intermediarios, asentimiento a la verdad que se revela. La entrega es lo común a la fe y a la visión escatológica, ya que la vida eterna -que se inicia en la fe- consiste en estar permanentemente acogiendo el misterio inagotable de Dios y entregándose sin resevas a Él. La confianza y el asentimiento intelectual, en cambio, son características propias del encuentro con Dios en el régimen de la fe, que desaparecerán en la visión, porque ya no habrá intermediarios que no sean el Señor Resucitado, rostro de Dios.

 

            Por ambos lados -en cuanto la fe es del corazón y en cuanto debe impregnar los organismos humanos-, se trata de un proceso, no de un solo acto, hecho de una vez para siempre. Un proceso complejo, en el que podemos distinguir una serie de fases, capas y dimensiones.

            Desde el punto de vista temporal, la fe presenta tres fases claramente diferenciadas: la conversión inicial, la conversión continua y la consumación en la visión (consumación que podríamos llamar también “superación” [aludiendo al sentido de la palabra alemana ‘Aufhebung’]). Estas tres fases describen un cierto tipo ideal de fe, que no necesariamente se da así en cada creyente individual; la conversión inicial, por ejemplo, puede no darse, o no tener la claridad que tuvo en un Pablo: es el caso de los nacidos y criados en la fe cristiana; o puede darse después de mucho tiempo de ser cristiano por inercia: como ocurre en muchos religiosos, religiosas y sacerdotes, para quienes el descubrimiento de la vocación equivale de hecho, existencialmente, a la conversión inicial.

            Desde otro punto de vista, más estático, la fe presenta una serie de “capas”, que la despliegan en el “espacio” de la vida del ser humano en su cultura; se trata de las relaciones que la fe establece con el resto de las realidades de la vida humana: con el conocimiento o la razón, con la voluntad y las obras, con la cultura, la sociedad y la política, para mencionar algunas de las más urgentes de estudiar hoy.

            Por último, en el proceso de la fe podemos reconocer tres dimensiones básicas, que no pueden faltar: las dimensiones personal, teologal y eclesial. Dado que la fe es la apertura personal del ser humano a la revelación de Dios -apertura que transforma toda la vida del creyente, comprometiéndolo entero en su fe-, ésta es personal y teologal. La dimensión teologal viene no sólo del hecho de que la fe es la recepción de un mensaje emitido por Dios -en rigor, esto podría llevar a una comprensión de la fe sobre la base de una “división del trabajo” entre Él y el creyente-; sino también y ante todo porque sólo Dios puede ponernos en sintonía con Él, puede hacernos capaces de lo que, por nosotros mismos, somos incapaces: el encuentro personal pleno con Él. Por último, la fe es eclesial, porque el ser humano es el individuo-miembro-de-un-grupo y porque la revelación fue entregada a la Iglesia, para ser actualizada en cada tiempo, lugar y cultura.

 

            El esquema que seguiré en este capítulo es el de estas tres dimensiones, integrando en ellas el tratamiento de los aspectos procesales de la fe.

 

            9.1. La dimensión personal de la fe

 

            Estudiaremos aquí los dos aspectos involucrados en la dimensión personal de la fe: su raíz en el corazón y su expresión en los organismos humanos.

 

            a) El corazón de la fe: el encuentro personal entre el creyente y Dios

 

            Que la fe es un encuentro personal del creyente con Dios es lo que queda claro al estudiar la Sagrada Escritura. Pero es precisamente este aspecto central el que quedó oscurecido cuando en la teología de la Edad Media el concepto de fe se usó para expresar exclusivamente la respuesta a Dios del intelecto o entendimiento humano; cuando, por lo tanto, la fe se redujo al aspecto cognoscitivo de este encuentro global y totalizante. Esta reducción, por lo demás, fue correlativa a la especialización del concepto de revelación, cuyo contenido se concentró sólo en las verdades de la fe, inalcanzables a la razón natural. A partir de la Escolástica, fueron los místicos los que conservaron en la Iglesia la conciencia de que la fe integra también la esperanza y el amor; ellos se mantuvieron más cerca de la experiencia de la fe, que no se acomoda a las distinciones escolásticas, porque no se la vive como virtud del solo intelecto, sino como algo que engloba toda la persona.[2]

            La fe es encuentro personal, tanto por el lado de Dios, que se encuentra en persona con el creyente, como por el del creyente, que se encuentra con Dios mediante un acto personalísimo.

 

            a1) La fe como encuentro con la persona de Dios, con Dios como un Tú

 

            La fe tiene lugar ahora, en el tiempo de la historia humana, en que conocemos como en un espejo; sin embargo, tiene el mismo objeto que la visión que se nos dará en la consumación escatológica: Dios en persona. La Edad Media expresó esta realidad mediante tres fórmulas complementarias, según las cuales la fe es “credere Deum”, “credere Deo” y “credere in Deum”. La misma fórmula se encuentra con “Christus” en vez de “Deus”.

 

            1.

            “Credere Deum”, expresión intraducible al castellano, pone a Dios como objeto del acto de creer (por eso va en acusativo).

            Dios es objeto de nuestra inteligencia -subraya la Edad Media- en cuanto es Verdad primera; pero no lo alcanzamos con la evidencia de los demás objetos de nuestro entendimiento, sino por la confianza que ponemos en Aquel que se revela, es decir, porque hacemos un acto de creerle a Dios (“credere Deo”), acto de carácter personal también, que refuerza el “credere Deum”.

            Dios es objeto simplicísimo, pero que nuestro entendimiento debe formular complejamente. De ahí los numerosos artículos del Credo, los más numerosos conceptos de la teología, la necesidad de recurrir a parábolas variadas en la predicación, etc. Pero -como subrayó con fuerza Santo Tomás- el acto de fe no termina en el enunciado -inevitablemente múltiple- sino en Dios mismo, todo simplicidad.[3]

            De aquí, entonces, que queden excluidos tanto el aferramiento crispado a las fórmulas de la fe, como si la fe se jugara enteramente en ellas, olvidando la adhesión del corazón; cuanto el pisotear alegremente las fórmulas, como si hubiese otro acceso a Dios que no pasara por ellas: pasa por ellas, pero pasa, llega a Dios. Lo que he dicho de las fórmulas de la fe vale, mutatis mutandis,  también para las personas que son para nosotros testigos de la fe y que pueden haber jugado -y seguir jugando todavía- un papel decisivo en nuestra conversión o en nuestra perseverancia en la fe; porque corremos el riesgo de aferrarnos a ellas, sin trascender de ellas hacia Dios. Es quizá lo que les pasó a esos corintios que eran “de Pablo, de Apolo o de Cefas” (1Co 1,12). En la tarea pastoral tenemos que ser conscientes del riesgo permanente que corremos de vincular a la gente con nosotros, en lugar de hacer de puente para que se encuentren con el Señor. La solución a este problema no pasa, sin embargo, por la simple negación de nuestras cualidades que pueden ser atractivas para la gente, o por la negación de las dimensiones afectivas en la acción pastoral, sino por la permanente vigilancia, para no centrarnos en nosotros mismos sino en Dios.

 

            2.

            “Credere in Deum” expresa el carácter dinámico de la fe. En efecto, la fe es tendencia del creyente a Dios. La preposición “in” seguida de acusativo traduce exactamente el griego eiV (eis) que, como hemos visto en el capítulo 5, acompaña en el Nuevo Testamento a menudo al verbo creer.

            Esto significa que Dios no es sólo objeto de nuestro entendimiento, sino también de todas las potencias apetitivas del ser humano, el amor, el deseo, la voluntad. Aquí Dios aparece como Bien o Bondad supremos para la persona.

            El hecho de que la fe sea esta tendencia del creyente a Dios permite entender que haya en ella grados diversos de adhesión, que pueda crecer y desarrollarse. Que pueda llegar, como a su cumbre -a la que estamos llamados todos los creyentes, cada uno a su manera y medida- a la experiencia mística.

            Por lo dicho aquí, se entiende que la fe no pueda ser ni puro conocimiento intelectual ni una pura adhesión ciega. Lo último, porque sabemos en quién hemos creído, a quién hemos adherido en la fe.

 

            3.

            La persona de Dios se nos ha hecho encontradiza ya en la creación, pero se nos ha presentado en plenitud en la historia de la salvación. Ambos modos de encuentro culminan en Jesús, por quien y para quien todo ha sido creado, y que es en sí mismo la salvación del ser humano. Hay que añadir que en Jesús nos encontramos con la Trinidad: con el Padre, que es el fundamento desde el cual Él vive, y con el Espíritu, que es el que derrama en nuestros corazones el amor de Dios revelado en la Pascua de Cristo.

 

            a2) La fe como acto personal y personalizador del creyente

 

            La fe es un acto personal tanto porque brota del centro personal, del corazón del creyente, cuanto porque es personalizador. Veamos estos dos aspectos.

 

            1.

            La fe, en cuanto respuesta del ser humano a la revelación de Dios, brota de su corazón; lo dice textualmente Pablo.[4] Esto es así, porque en la fe el ser humano se recoge a sí mismo entero, para entregarse por entero a Dios (como veíamos que afirma el Concilio Vaticano II);[5] ahora bien, el recogerse de la persona para entregarse por entero sólo es posible desde el centro personal, que es el que unifica la diversidad del ser humano, haciéndolo, por lo tanto, disponible para esa entrega total.

            Por lo mismo que es un acto personal, en que se recoge toda la persona, la fe es un acto simple. Nos puede servir aquí la analogía del encuentro entre personas. Al otro no lo captamos analizando primero y luego sintetizando sus múltiples características, sino de una vez, entrando en comunión “cordial”, de corazón, con él; se trata de un contacto espiritual, hecho de la apertura al otro y de la decisión de acogerlo. Es decir, el amor al otro precede al conocimiento y lo guía; el amor es el que abre al otro el espacio en el que puede sentirse bien, a sus anchas, y revelarse en profundidad. Sólo al interior de este amor previo encuentra su auténtico lugar el trabajo discursivo de la razón que, de otro modo, puede ser intruso; es lo que experimentamos a veces ante personas que creen saber algo de sicología y usan sus conocimientos para analizarlo a uno desfachatadamente.

            Apliquemos esta analogía al caso de la fe. Es el amor el que abre a Dios la puerta de nuestro corazón; un amor hecho posible, más aun, suscitado por el previo amor de Dios a nosotros: “hemos conocido y creído el amor que Dios nos tiene” (1 Jn 4,16). Pero, al interior de la fe, amor y conocimiento son indisociables; son la proyección sobre nuestro organismo síquico de la entrega del corazón indiviso a Dios.

 

            2.

            La fe, hemos visto, es acto personal del creyente, porque brota de su corazón. Pero también -y éste es el segundo aspecto- porque es acto personalizador, es decir, porque lleva al corazón.

            La fe es un don de Dios. Pero su aceptación trae consigo una tarea, la de vivir enteramente desde la fe. Esta tarea implica un doble movimiento. Por un lado, penetrar cada vez más profundamente en el propio corazón, para entregarlo más totalmente a Dios. Esto equivale a exigir lo mejor de la persona: una purificación de su deseo, para que esté en Dios, y una descentración de sí, para centrarse en Dios.

            El otro movimiento es el de impregnar, desde el centro personal, todos los organismos. Esto equivale a unificarse desde el centro personal, pero un centro ahora puesto en Dios. Se trata de una vida vivida a alta tensión espiritual; pero no es ésta una tensión desgastadora, sino -por el contrario- vivificante. Tenemos que preguntarnos lealmente si vivimos así nuestra fe y nuestra acción pastoral.

            Esta tarea de la fe es altamente personalizadora, tanto en profundidad como en integración de nuestra multiplicidad. Es paralela a la tarea de ser persona, que consiste en penetrar con el corazón todos los organismos. Pero no se trata de un paralelismo por yuxtaposición, como si la fe fuera otra tarea añadida a la de ser persona; se trata de un paralelismo por penetración en el centro mismo de la tarea de ser persona. De ahí el carácter liberador de la fe.

 

            3.

            El riesgo permanente del creyente es comprender y vivir la fe rompiendo esta tensión personalizadora. Esto puede suceder de dos maneras. Sea por un desconocimiento de lo central, es decir, del corazón. Este es un problema propio de la modernidad, pues la cultura moderna tiende a desconocer, pero también a ahogar, incluso a matar, el corazón de la persona.[6]

            Sea por desconocimiento de la necesidad de impregnar de corazón los organismos. Este es el problema de los diversos espiritualismos, que se contentan con la pura fe del corazón; pero es también problema para los materialismos, que pretenden dar los frutos de la fe en algunos de los organismos-por ejemplo una conducta ajustada a una determinada moral social y política-, pero sin que provengan del corazón.

 

            4.

            En Jesús de Nazaret se cumple en plenitud este doble aspecto personal de la fe, que le viene del sujeto. Su relación con Dios, su Padre, brota desde lo más central de su persona, constituido por el mismo Logos de Dios, y, por otro lado, es personalizadora en grado sumo: la persona de Jesús (“persona” en sentido metafísico) es la del Logos. Eso es lo que quiere decir la “unión hipostática” o unión de las dos naturalezas de Cristo en la “hipóstasis” o persona del Logos. A nosotros se nos da, por gracia, una participación en esta filiación divina de Jesús.

 

            b) Los “organismos” de la fe: la fe como vida y proceso

 

            Presento en este párrafo un intento de describir algunos procesos de la vida de la fe, tal como ésta se expresa en los organismos del ser humano. Veremos la fe como un proceso temporal, que se inicia por la conversión y que requiere de un adecuado acompañamiento; mostraré también la dialéctica entre la fe y las obras y terminaré con una consideración del aspecto cognoscitivo de la fe. Pero primero diré una palabra sobre el “sensus fidei” (sentido de la fe), que es como el corazón de estos desarrollos.

 

            b1) El “sensus fidei”

 

            En el Nuevo Testamento se afirma que el Espíritu Santo crea en cada creyente individual una especie de “órgano” de la fe y de su comprensión.[7] El Concilio Vaticano II habla del “sensus fidei” (sentido de la fe).[8]

            Sobre estos datos normativos, la teología ha intentado comprender más a fondo de qué se trata. En primer lugar, como origen y raíz del sentido de la fe hay que reconocer la presencia del Espíritu en los creyentes. El Espíritu aporta sus 7 dones, agrupables en cuatro conjuntos: los dones de inteligencia y ciencia constituyen nuestra “inteligencia” espiritual, hecha de capacidad de penetrar racionalmente los misterios de Dios y de reconocer el valor exacto de las creaturas a los ojos de Dios: tienen que ver con el trascendental “verum” (verdad); el don de sabiduría -entendida como la capacidad de saborear y gustar lo que se ha logrado comprender de Dios y de sus creaturas- aporta una dimensión estética, vinculada al trascendental “pulchrum” (belleza); los dones de consejo y fortaleza capacitan al creyente para la acción consecuente con la fe, porque mediante ellos el Espíritu le inspira la acción oportuna y le da la fuerza para llevarla a cabo: se sitúan en la línea del trascendental “bonum” (bien); finalmente, los dones de reverencia[9] y piedad, que radican en el corazón del creyente, definen nuestra actitud fundamental ante Dios (creaturas, pero a la vez hijos), situándose en el meollo del ser.

            En el “sensus fidei” se trata de un “sentido” análogo a los corporales, sólo que brota de la fe y su objeto propio es todo lo que tiene que ver con la fe. Podríamos decir que es una especie de instinto certero que permite aceptar, sin reflexión y sin discurso racional previos, lo que está en la línea de la fe y rechazar lo que la contradice o no va con ella. Santo Tomás lo llama una capacidad de juicio “connatural”.[10] Dos analogías que pueden ayudar a entender de qué se trata son la intuición del artista y la capacidad diagnóstica del médico. Es fundamentalmente un principio de discernimiento de lo que tiene que ver con la fe.

            Por lo dicho hasta aquí, se comprende que el sentido de la fe tiene que ver con lo que Pascal llamó “esprit de finesse” (espíritu fino) -una capacidad que es prerracional y suprarracional-, por contraposición al espíritu de geometría, que es puramente racional.

 

            b2) La conversión inicial

 

            Mirada como proceso humano que se despliega en el tiempo, la fe está marcada por un inicio -la conversión- y un término: la consumación escatológica de la fe en la visión, en la que la fe se supera (es decir, desaparece en aquello a lo cual tendía). Entre ambos extremos, la fe crece, debe ser alimentada y, por la presencia permanente del pecado, debe ser renovada en continua conversión.

 

            Si recurrimos al Nuevo Testamento, podremos descubrir los rasgos principales de la conversión, inicial y continua. Estos rasgos que presento aquí son los que se desprenden de los textos neotestamentarios en que aparecen las dos familias principales que expresan la idea de conversión: metanoia [‘metánoia’] (y el verbo metanoun [‘metanún’]) -familia que subraya el aspecto intelectual o de cambio de mentalidad, de modo de mirar el mundo- y epistrofh [‘epistrofé’] (y los verbos strefein [‘stréfein’] y epistrefein [‘epistréfein’]), familia que subraya el aspecto de cambio de rumbo o de orientación de la vida entera. Un tercer verbo, metameletan [metameletãn], que expresa el arrepentimiento respecto de la vida pasada, no añade nada sustancialmente nuevo.

            En primer lugar, la conversión aparece como fruto de una iniciativa que es siempre de Dios.[11] Por ello, la fe no es más que la respuesta adecuada de la persona a la bondad de Dios,[12] a la inminencia de la irrupción de su Reinado,[13] a la proclamación del Evangelio.[14]

            A pesar de esta iniciativa de Dios, necesariamente interviene en la fe la libertad del ser humano; más precisamente, nuestra libertad se ve exigida, porque la iniciativa es de Dios, quien nos respeta infinitamente. De hecho, la persona puede colaborar en su conversión, acogiendo el llamado que viene de la iniciativa de Dios;[15] puede incluso colaborar en la conversión de otros.[16] Pero la persona puede también endurecerse y negarse a la conversión.[17]

            La conversión es el paso del mundo del pecado al mundo de Dios. Convertirse significa salir del pecado[18] o de los ídolos.[19] Pero esta salida se hace sólo gracias al perdón de Dios.[20] Se sale del pecado y de los ídolos para volverse a Dios[21] y darle gloria;[22] se sale del pecado y se entra en la fe,[23] en el conocimiento de la verdad,[24] en la salvación,[25] en la vida,[26] en la infancia.[27]

            El Nuevo Testamento llama a convertirse de nuevo, cada vez que se ha decaído de la fe primera.[28]

            Por último, la conversión trae consecuencias más allá del creyente: a Dios le produce gozo[29] y a los hermanos los confirma en su fe.[30]

 

            b3) El acompañamiento de la fe a lo largo de su desarrollo

 

            1.

            La fe debe irse alimentando a lo largo de su desarrollo. Pero esta alimentación debe ser adecuada a la etapa de que se trata. Esto vale tanto para el nivel personal de la vida de la fe -la alimentación de la propia fe es responsabilidad de cada uno, y de la mayor importancia- como para la actividad pastoral: hay que saber dar a cada persona y a cada grupo lo que necesita y puede recibir en la etapa en que está. No hay receta única, válida para todos, ni se puede exigir de todos una misma respuesta uniforme. La paciencia histórica de Dios, hecha carne en la paciencia de Jesús, tienen mucho que enseñarnos.

            Pero también podemos aprender de las ciencias humanas. Pienso que es particularmente iluminador lo que Erik Erikson ha estudiado con el nombre de “ciclo epigenético de la personalidad”.[31] Según Erikson, toda persona humana se desarrolla debiendo enfrentar a lo largo de su vida ocho “crisis”. Las cuatro primeras se dan en la infancia; están marcadas por la disyuntiva entre confianza y desconfianza, autonomía y vergüenza, iniciativa y culpa, laboriosidad e inferioridad; la quinta se da en la adolescencia y consiste en la crisis entre la identidad y la confusión (es la que más ha desarrollado el propio Erikson); en la juventud se vive la sexta crisis, entre intimidad y distanciamiento; la sétima es la del adulto: generatividad o estancamiento; la última es la de la vejez: integridad (serenidad) o desesperación. Estas crisis se dan fundamentalmente cada una en su tiempo preciso; pero a cada nueva crisis se renuevan las crisis anteriores, de modo que es posible compensar una mala solución anterior. Tener presente esto puede ayudar a presentar la fe a cada persona según la crisis que está viviendo, lo que la hace más alcanzable; sobre todo hay que procurar no exigir a las personas conductas que están fuera de sus reales posibilidades de acción.

 

            2.

            Un teólogo protestante norteamericano, James W. Fowler, ha desarrollado una teoría de las etapas del desarrollo de la fe, que ha probado en más de 300 entrevistas.[32] Dos son las fuentes sicológicas principales de la teoría de Fowler. Por un lado, la teoría sicosocial del desarrollo de la personalidad de Erik Erikson que acabo de recordar (y las prolongaciones de Levinson); por otro, las teorías del desarrollo de la inteligencia de Jean Piaget y de la capacidad de juicio moral de Lawrence Kohlberg.

            Daniel J. Levinson, prolongando a Erikson, ha mostrado en Seasons of a Man’s Life  (Estaciones del ciclo vital, un libro de 1978), que el ciclo vital se puede dividir en 4 grandes etapas, cada una de unos 20 años. Su aporte ha consistido en la investigación de los períodos de transición, que son de unos cinco años cada vez, entre estas etapas, y que son decisivos para la vida del ser humano: en esas transiciones culmina el desarrollo de la etapa anterior y se inaugura lo que ha de desarrollarse en la siguiente. Se trata de las transiciones de la primera infancia (desde el nacimiento hasta el tercer año de vida), de la primera adultez (de los 17 a los 22), de la mitad de la vida (entre 40 y 45) y de la adultez tardía (60 a 65).

            Piaget ha estudiado experimentalmente el desarrollo de la inteligencia, desde el niño recién nacido hasta el adolescente; lo que ha descubierto es que la inteligencia va pasando por diversas etapas de desarrollo hasta adquirir, al final de la adolescencia, su forma definitiva, que integra los logros alcanzados en las etapas anteriores.

            Ha sido prolongado por Kohlberg para un aspecto particular que es la formación de la capacidad de juicio moral. La idea de fondo a la que ha llegado Kohlberg coincide con la de Piaget, por cuanto al término de su desarrollo el ser humano adquiere la forma plena de juicio moral, en función de la cual las etapas anteriores del desarrollo son formas preparatorias, deficientes.

            Sobre estas bases, Fowler ha desarrollado una teoría de la fe -que luego ha comprobado y afinado experimentalmente- según la cual ésta se va desarrollando al compás de las crisis del ciclo epigenético que ha estudiado Erikson, y en ese desarrollo va llegando a su forma final plena, a la manera de la inteligencia o el juicio moral, tal como lo han estudiado evolutivamente Piaget y Kohlberg respectivamente.

 

            3.

            Es bueno detenerse en la idea de fe que está en la base del trabajo de Fowler. Basado en Paul Tillich y H. Richard Niebuhr (teólogos protestantes alemanes avencidados en EE.UU.), entiende la fe como una realidad humana general, que no se identifica necesariamente con creencias o religión.

            Para Tillich, la fe son los “god values” (valores Dios), es decir, “aquellas cosas que nos conciernen en último [decisivo] término”.[33] Para Niebuhr, la fe es “la búsqueda de una confianza -englobante, integradora y fundante- en un centro de valor y de poder capaz de dar unidad y sentido a nuestra vida”.[34]

            La fe no es asunto individual sino relacional o de alianza. La fe está constituida por tres vértices: el yo, los demás y un centro de valor y de poder compartido por el grupo.

            Según cómo sea ese centro de valor y de poder, Niebuhr distingue tres posibilidades de fe:

-politeísta: la persona está interesada en muchos centros de valor y de poder, a los que adhiere sucesivamente, según el grupo en que a cada momento está;

-henoteísta: la persona adhiere a un solo centro de valor y de poder, pero éste no es un centro absoluto; no es Dios sino un ídolo;

-monoteísta radical: la persona adhiere lealmente al Principio único del Ser, a la Fuente y Centro de todo valor y de todo poder; esta adhesión no niega la existencia de otros centros, pero los relativiza y subordina al único Dios.

 

            4.

            Fowler reconoce 6 etapas en el desarrollo de la fe, precedidas por la etapa de la primera infancia, en la que ni es posible hablar todavía propiamente de fe, ni se la puede investigar experimentalmente.

 

            -Primera infancia y fe indiferenciada

            Aunque esta pre-etapa de la fe es inaccesible al estudio empírico, es claro que “la cualidad de la reciprocidad y la fortaleza de la confianza, la autonomía, la esperanza y el valor (y sus opuestos) desarrollados en esta fase subyacen (o amenazan con minar) todo lo que viene después en el desarrollo de la fe”.[35]

            El riesgo de falla va aquí en dos direcciones: excesivo narcisismo (que perpetúa la experiencia de la guagua de ser el centro de la familia) o aislamiento e incapacidad de reciprocidad (sea por la experiencia de haber sido descuidado, sea por las incoherencias de los padres, que los hacen indignos de confianza).

 

            -Primera etapa: fe intuitivo-proyectiva

            Esta etapa abarca normalmente de los 3 a los 7 años de edad. Es época de imaginación no inhibida aún por el pensamiento lógico, que produce imágenes y sentimientos duraderos, que en las etapas posteriores habrá que ordenar e integrar. Aquí el niño alcanza una primera conciencia de sí, pero de tipo egocéntrico, es decir, incapaz de ponerse en la perspectiva de los demás. Se da también una primera conciencia del sexo y de la muerte y de los tabúes mediante los cuales la sociedad aísla estas zonas de la experiencia.

            La fortaleza o virtud de esta etapa de la fe es la imaginación como capacidad de unificar el mundo de la experiencia y de contarlo en historias en que cristaliza la comprensión intuitiva de las condiciones últimas de la existencia. El peligro es que la imaginación sea poseída por fuerzas destructivas o que sea instrumentalizada al servicio del refuerzo de los tabúes y de la sana doctrina imperantes en la sociedad. Se trata, en suma, de una fe imaginativa y de imitación de la de los adultos con quienes el niño se relaciona más estrechamente.

            El paso a la segunda etapa es precipitado por la emergencia del pensamiento operacional concreto y por la entrada del complejo de Edipo en estado de latencia.

 

            -Segunda etapa: fe mítico-literal

            Entre los 7 años y la pubertad (alrededor de los 12 ó 14) el niño va haciendo suyas las historias, las creencias, las costumbres y los símbolos de la comunidad a la que pertenece; pero las creencias, los símbolos, las reglas morales, etc. las interpreta literalmente, como si su sentido fuera unívoco, unidimensional. El niño en esta etapa construye, mediante narraciones seguidas, no ya episódicas, sentidos globales coherentes. Puede, además, ponerse en la perspectiva de los demás, lo que le permite construir una imagen del mundo basada en la reciprocidad de las relaciones interpersonales; de aquí que su idea de la justicia sea de retribución inmanente.

            La fortaleza o virtud de esta etapa es la capacidad de entender la narración como un modo de descubrir y dar coherencia a la experiencia. El peligro está en que el exceso de confianza en la reciprocidad y las limitaciones del literalismo pueden llevar al niño a dos extremos opuestos: a concebir la justicia como fruto de las obras, o a hundirse en la conciencia de la propia maldad radical.

            El paso a la tercera etapa se ve precipitado por tres factores. Por un lado, las contradicciones implícitas en las diversas historias (que expresan el sentido del mundo para el niño) lo obligan a reflexionar sobre su significado conceptual. En segundo lugar, al final de este período del desarrollo de la inteligencia emerge el pensamiento operacional formal, con lo que la inteligencia alcanza su madurez. Por último, se hace posible también la toma de perspectiva recíproca, expresada en la fórmula “I see you seeing me seeing you” (veo que ves que te veo).

 

            -Tercera etapa: fe sintético-convencional

            Es la etapa propia de los adolescentes, aunque muchos adultos detienen su fe en esta etapa (algo que puede pasar con cualquiera de las etapas que siguen). Ahora el mundo de la experiencia se abre y va mucho más allá de la familia; se integra la escuela, la pandilla de amigos, el barrio, los medios de comunicación social, el trabajo. La fe debe orientar al adolescente en la toma de compromisos cada vez más complejos. Pero la estructura del entorno último se sigue dando en términos interpersonales. La fe será fundamentalmente conformista, en el sentido de que el adolescente tiende a responder, por falta de seguridad en su propia identidad, a las expectativas de los demás; pero se trata sólo de aquellos que pertenecen a los grupos en los que él se siente bien. El adolescente habita en creencias y valores sostenidos tácitamente, no reflexionados aún crítica ni personalmente; de modo que al que vive otros valores se lo siente como de otra especie, otra clase. La autoridad está para el adolescente en los que detentan roles tradicionales de autoridad o en los consensos de su grupo de pertenencia.

            La virtud de esta etapa es la formación de un “mito” personal de identidad, que incluye el pasado y anticipa el futuro. El peligro es ahora doble: la interiorización compulsiva de las expectativas y valoraciones de los demás respecto de uno, que puede incapacitarlo para su posterior autonomía; y la desesperación nihilista o la búsqueda de intimidad compensatoria con Dios (sin presencia del mundo), cuando se ha tenido la experiencia de haber sido traicionado.

            El paso a la cuarta etapa se ve favorecido por las contradicciones entre las diversas autoridades que el adolescente acepta, por los cambios en lo que hasta ahora había sido intocable (por ejemplo, para muchos en esta etapa de fe, los cambios del Vaticano II en la Iglesia católica), por ciertas experiencias que llevan a una reflexión crítica de lo vivido hasta ahora, que es visto como relativo al propio grupo y al propio ‘background’, y por la salida de la propia familia.

 

            -Cuarta etapa: fe individual-reflexiva

            Es la etapa propia de los jóvenes que ya empiezan a tomar responsabilidades adultas en la vida. Esto los hace enfrentar inevitablemente ciertos conflictos; por ejemplo, entre su individualidad y el ser definidos por el grupo, entre la subjetividad de los sentimientos y la objetividad de la reflexión crítica, entre la realización personal y el servicio, entre lo relativo y el absoluto. Esta etapa está marcada por dos desarrollos. Por un lado, se busca tener una identidad que no sea definida por los demás, que no esté compuesta exclusivamente por los papeles significativos que cada uno desempeña en la vida. Por otro lado, se construye una cosmovisión claramente diferenciada de la de los demás, capaz de sostener coherentemente la propia identidad; aquí los símbolos se vuelven conceptos: se trata de una etapa desmitologizadora, gracias a una lógica de distinciones claras y de conceptos abstractos muy bien definidos.

            La virtud o fortaleza de esta etapa es la capacidad de reflexión crítica, tanto respecto de la propia identidad como de las ideologías y cosmovisiones. El peligro es el exceso de confianza en esta capacidad crítica, una especie de narcisismo “segundo”, que sobreidentifica la realidad con la cosmovisión que uno tiene.

            El paso a la quinta etapa es preparado por la escucha de las voces interiores, que son enérgicas y capaces de perturbar las seguridades adquiridas; por la presencia de historias, símbolos y mitos, tanto en la propia tradición como en las ajenas, que chocan con la claridad y tajancia de la propia fe; y por las desilusiones personales, que ayudan a reconocer que la vida es bastante más compleja que lo que cabe en la cosmovisión propia.

 

            -Quinta etapa: fe de conjunción

            Es la etapa más difícil de describir. No suele surgir antes de la mitad de la vida. En esta etapa, la persona incorpora en su visión de sí y del mundo lo que en la etapa anterior dejaba de lado; desarrolla una especie de “segunda ingenuidad” (el término es de Paul Ricœur), que vuelve a unir el símbolo con sus significados conceptualizables; se abre a las voces profundas del propio yo, reelaborando el pasado, reconociendo todo lo inconsciente que le dio el grupo en el que se formó. La persona, que se ha hecho sensible a lo paradójico de la realidad, trata de unir los opuestos, haciéndose vulnerable a la verdad de los otros. Al mismo tiempo, su compromiso con la justicia se libera de los límites tribales, nacionales, de clase y de religión.

            La fortaleza o virtud de esta etapa es el surgimiento de la imaginación irónica, es decir, la capacidad de estar en los significados de los símbolos, pero reconociéndolos como relativos a la realidad trascendente, porque son sus aprehensiones parciales, inevitablemente distorsionadoras, en alguna medida. El peligro es la pasividad paralizadora, que puede llevar al retraimiento cínico.

            Lo que prepara el paso a la sexta y definitiva etapa es la división entre el mundo no transformado en el que se vive y una visión transformadora.

 

            -Sexta etapa: fe universalizadora

            Muy poca gente alcanza esta etapa final. Por ejemplo, de los 359 entrevistados de Fowler sólo uno pudo ser catalogado en ella. Se trata de personas que encarnan contagiosamente el espíritu de una comunidad humana inclusiva y plenificada; personas que crean en torno a sí zonas liberadoras, porque viven en la participación de un poder que unifica al mundo y lo transforma; por eso, se las siente como gente subversiva de las estructuras e instituciones dadas (lo que hace que normalmente se las honre más una vez muertas que en vida); son gente que ama la vida, pero sin apegarse a ella. Se puede pensar en Gandhi, Martin Luther King, la Madre Teresa de Calcuta, Dietrich Bonhoeffer, Thomas Merton; podríamos añadir a esta lista de Fowler muchos otros, por ejemplo el Padre Damián de Molokai, beatificado en 1995.

            Detrás de esta descripción de la sexta etapa está la imagen judeocristiana del Reinado de Dios, la idea del monoteísmo radical de la Biblia y de la correspondiente fe, que nunca se detiene en las creencias, prácticas e imágenes que encarnan la relación con Dios, sino que las trasciende permanentemente en dirección a la Realidad que tratan de expresar. Este monoteísmo bíblico radical tiene un correlato ético en la lucha contra toda idolatría, es decir, contra todo centro de valor y de poder que pretenda suplantar al único Dios (la tribu, la nación, la clase, el yo, la familia, las instituciones, el éxito, el dinero, el sexo, o lo que sea); lucha que no pretende destruir su realidad, sino sólo relativizarla en referencia a Dios, a cuya luz estos centros de valor y de poder aparecen como lo que realmente son, bienes, pero parciales.

 

            5.

            Fowler hace una última aplicación de su teoría a las comunidades de fe como tales. Constata que, de hecho, cada comunidad religiosa tiene su propio “nivel de desarrollo modal” (el concepto es de Kenneth Keniston), es decir, impulsa a sus miembros a desarrollar su fe hasta un determinado nivel (una de las etapas que hemos señalado), de modo que el promedio de los adultos de esa comunidad alcanza ese nivel. Se da así en toda comunidad una imagen (consciente o no, pero igualmente efectiva y eficaz) de lo que debe ser la fe madura; a ella se encamina todo lo que se hace en esa comunidad, la educación en la fe, la celebración y el gobierno. De no coincidir esta imagen con la etapa final del desarrollo de la fe, esa comunidad está poniendo una limitación al posible desarrollo de la fe de sus miembros.

            La fe cristiana invita a un desarrollo pleno de la fe de los adultos, hasta llegar, si es posible, a su plenitud tal como queda descrita por la sexta etapa. Una adecuada comunidad cristiana debe ayudar a sus miembros a alcanzar esta plenitud, pero sin pretender acelerar las transiciones de una etapa a otra.

 

            6.

            Puede ser útil insertar aquí un gráfico que muestra las correspondencias de las diversas teorías que Fowler ha sintetizado; en la columna de Erikson va entre paréntesis, a continuación de la descripción de cada crisis, la virtud que se logra en cada etapa:

 

Epoca

Edad

Erikson

Piaget

Kohlberg

Fowler

Párvulo

hasta un año y medio

Confianza/

Desconfianza

(Esperanza)

Etapa senso-motriz

----

Fe indiferenciada

Primera infancia

2 a 6

-Autonomía/Duda y Vergüenza

(Voluntad)

-Iniciativa/Culpa

(Propósito)

Inteligencia preoperacional o intuitiva

Moralidad convencional heterónoma

Fe intuitivo-proyectiva

Infancia

7 a 12

Laboriosidad/

Inferioridad

(Competencia)

Inteligencia operacional concreta

Moralidad convencional de intercambio instrumental

Fe mítico-literal

Adolescencia

13 a 20

Identidad/

Confusión de roles

(Fidelidad)

Inteligencia operacional formal

Moralidad convencional de relaciones interpersonales recíprocas

Fe sintético-convencional

Adultez joven

21 a 35

Intimidad/

Aislamiento

(Amor)

----

Moralidad convencional de sistema social y conciencia

Fe individual-reflexiva

Adultez

36 a 60

Generatividad/

Estancamiento

(Preocupación)

----

Moralidad pos-convencional de contrato social y derechos individuales

Fe conjuntiva

Madurez 

sobre 60

Integridad/

Desesperación

(Sabiduría)

----

Moralidad pos-convencional de principios éticos universales

Fe universalizadora

 

 

 

 

            b4) La dialéctica fe/obras

 

            Hemos visto que la fe, que es radicalmente del corazón, debe expresarse en todos los organismos del ser humano. En particular, la fe se vuelve en el creyente principio de una vida nueva, de un nuevo modo de comportarse; es decir, la fe es principio de obras nuevas.[36]

            Este tema es propio de toda la teología moral, personal y social; porque toda la realidad humana, individual y colectiva, queda sometida a la fe. No podemos tratarlo aquí ‘in extenso’.

 

            Que entre fe y obras hay una tensión dialéctica que no es fácil de “resolver”, es decir, de vivir de tal manera que se la mantenga y sin desgastarse, se ve por la polémica entre Pablo y Santiago en el Nuevo Testamento, cada uno de los cuales parece acentuar uno de los dos polos de la tensión, en detrimento del otro.[37] Una lectura atenta de los textos muestra que “obras” no significa lo mismo en Pablo que en Santiago; en Pablo, en efecto, se refiere muy precisa y exclusivamente a las obras de la Ley, mientras que en Santiago adquiere el sentido amplio que le estoy dando aquí: la conducta que brota de la fe. Pero es probable que seguidores menos atentos, o polemistas que endurecen las posiciones, hayan encontrado entre ambos apóstoles una contradicción.

 

            b5) El conocimiento de la fe

 

            En este párrafo intento hacer una “epistemología” de la fe. En general, se entiende por “epistemología” un discurso racional sobre el conocimiento. Sin embargo, en el ámbito de la filosofía moderna, suele restringirse su sentido: se usa como sinónimo de teoría de la ciencia moderna. Aquí lo entiendo, obviamente, en su sentido amplio.

            La fe, que es del corazón, debe impregnar todos los organismos humanos, también el sector intelectual del organismo síquico. Por eso, la fe incluye también un momento cognoscitivo (o “cognitivo”, como se dice en los ambientes influidos por las obras sicológicas y sociológicas leídas en inglés). Lo hemos encontrado ya, al hablar de la fe en la Sagrada Escritura, donde le dimos el nombre latino, de uso habitual en teología: “fides quae” (reducción de “fides quae creditur”, la fe que se cree).

            Veamos dos aspectos importantes de la epistemología de la fe: la relación entre entendimiento y voluntad en el acto de fe, y la certeza del conocimiento de fe.

 

            1.

            La fe es una iniciativa de Dios, aunque sólo se da en la medida en que la persona acepta esa iniciativa y la asume, la hace suya. Por eso, también para el conocimiento de fe lo primero es la gracia de Dios.

            Esto explica que la fe sea “obediencia”[38] o, según dice la Carta a los Hebreos, “como ver lo invisible”.[39] Pero se trata de una obediencia que no es puramente sacrificial -como puede serlo la entrega ciega en manos de otro-, porque la fe lleva a un conocimiento, como hemos visto en el capítulo sobre el Nuevo Testamento.[40] De ahí que el creyente sea llamado “aprendiz” (actualmente traducimos más bien “discípulo”; pero “aprendiz” tiene la virtud de conservar la raíz del verbo “aprender” que es el que usamos en castellano para traducir el latín ‘discere’: y se aprenden conocimientos, entre otras cosas); el creyente es así el que quiere recibir la enseñanza de su maestro. Lo que nos lleva, de nuevo, a Jesús -el Maestro por excelencia y único- como modelo de la fe: Él modela como maestro nuestra fe.

 

            El acto de fe, movido por la gracia, es un acto simple, pues es del corazón y tiende a totalizar a la persona. Es lo que en la teología medieval se quería decir cuando se decía que la fe es una “virtud”: una fuerza que unifica en determinada dirección las potencias del ser humano.

            Sin embargo, la persona es compleja debido a sus organismos. Por eso, la virtud de la fe es una totalidad concreta: reúne, organiza y jerarquiza, como en una gavilla, diversas fuerzas espirituales del ser humano, sobre todo de su entendimiento y su voluntad. Pero el acto de fe no es una construcción hecha de actos de entendimiento y de voluntad unidos como desde fuera, como los ladrillos que componen una casa; la unidad es previa, porque es interior: está dada en la entrega a Dios desde el corazón. Estos actos de las diversas potencias humanas son la expresión, a nivel orgánico, de esa unidad antecedente.

            La escolástica medieval decía que el acto de fe, entendido como el asentimiento del entendimiento a la revelación de Dios (comprensión unilateralmente intelectualista de la fe), se hace bajo la guía de la voluntad. La explicación es la siguiente. Dios no se presenta al creyente como una evidencia intelectual; por eso, la voluntad, imantada por el Dios que es amor, que la ha tocado con su gracia, debe orientar al entendimiento hacia Dios. Así, el asentimiento intelectual de la fe a Dios se hace bajo la moción de la voluntad, movida a su vez por la gracia.

 

            2.

            En cuanto a la certeza del conocimiento de fe, me detengo en la Quaestio 14 del De Veritate de Santo Tomás.

            Con San Agustín, Santo Tomás piensa que en todo acto de conocimiento hay un doble movimiento. Por un lado, la “cogitatio” o proceso de búsqueda de la verdad, el esfuerzo que exige el pensar. Por otro, el “assensus” o asentimiento a la verdad encontrada en esa búsqueda. Este asentimiento es el que puede ser más o menos firme, según la mayor o menor certeza que el buscador encuentre.

            Santo Tomás sitúa la certeza del conocimiento de fe entre la duda y la opinión, por un lado, y la ciencia y la evidencia, por otro. Un cuadro facilita la comprensión de su postura:

 

 

duda

opinión

fe

ciencia

evidencia

búsqueda antecedente

sí: es pura búsqueda

sí: búsqueda de Dios antes de cada conocimiento particular

sí, hasta lograr la demostración

no: la evidencia es inmediata

asentimiento

no: nunca llega a él

sí, pero con duda

sí, firmísimo, pero hecho bajo moción de la voluntad, porque no hay evidencia objetiva de Dios

sí, firme, pero la evidencia está mediada por el raciocinio

sí, sin mediaciones

búsqueda consecuente

--

sí, hasta resolver la duda

sí: Dios es inagotable

no

no

 

            Vemos, pues, que el conocimiento de fe es de menor evidencia que el de la ciencia, pero de mayor firmeza, pues se trata de un encuentro personal con Cristo que provoca la adhesión total a Él. Pero, por lo mismo que no hay evidencia, el conocimiento de la fe es oscuro. Tres cosas influyen en su oscuridad.

            Por un lado, el misterio propio de lo personal. El corazón humano es misterio, siempre opaco para la razón. Pascal decía: “El corazón tiene razones, y la razón no las conoce”.[41]

            Luego está el misterio de Dios, que supera los signos históricos en los que se nos hace encontradizo, porque los trasciende. Esto vale incluso para el signo de Dios por excelencia que es Jesús. Hay una inadecuación radical entre el Creador y su creatura, mayor que la que hay entre el corazón y sus organismos.

            Por último, el pecado de los destinatarios de la revelación oscurece definitivamente la relación del ser humano con Dios, pues el pecado no es otra cosa que el darle vuelta la espalda a Dios, no querer ver su revelación.

            Por esta oscuridad que existe en la fe, Agustín decía que no sólo tenemos ojos de la fe sino también manos, que palpan en la oscuridad de la noche y agarran a Alguien.[42]

 

            9.2. La dimensión eclesial de la fe

 

            Veremos aquí sólo dos aspectos. Primero, la mutua suposición entre fe e Iglesia; luego, la idea del “sensus fidelium”, que recoge la experiencia eclesial de la fe.

 

            a) Fe e Iglesia se suponen y necesitan mutuamente

 

            1.

            Veamos esto primero en su aspecto negativo.

            La Iglesia necesita de la fe, la supone, porque sin fe pierde todo su sentido; es como sal sin sabor. Sin embargo, siempre se corre el peligro de que lo institucional en la Iglesia se autonomice, se independice de su raíz de fe; que el organismo eclesial se desvincule del corazón de la Iglesia que es la fe, si podemos usar para la Iglesia, metafóricamente, nuestro modelo antropológico. De hecho, toda institución humana -y la Iglesia es también institución humana- tiene una tendencia a perpetuarse, a sobrevivir, independientemente de lo que le dio sentido en su origen; esto ha sido estudiado a fondo por la Sociología contemporánea.

            Este peligro se enfrenta tanto en la acción “ad intra” de la Iglesia, la destinada a constituirla como Iglesia, cuanto en la acción “ad extra”, la que realiza su misión para el mundo. El novelista ruso Dostoievski expresó con la fuerza de las grandes imágenes del arte este peligro en la “Leyenda del Gran Inquisidor”, insertada en su novela “Los hermanos Karamázov”.[43]

 

            2.

            Veamos ahora la vinculación positiva entre la Iglesia y la fe.

            La fe es, en su entraña misma, eclesial, porque es encuentro con Dios, el Padre común, un Dios que ha engendrado al Hijo y, con Él, ha espirado el Espíritu; es decir, un Dios Trino que es, en sí mismo, comunión de Personas. Un tema fundamental de la Eclesiología del Nuevo Testamento es el de la comunión (koinwnia [‘koinonía’], que puede traducirse hoy también como solidaridad).[44] Se trata, indisolublemente, de comunión con Dios, el Padre, y con los hermanos, sus hijos; una comunión que es reflejo y representación de la comunión que es Dios mismo.

            Esta comunión se hace real al ser cada creyente incorporado en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. En efecto, en ella estamos con Cristo y en Él, y somos suyos. Estamos con Cristo, como la mujer con el marido; la representación sacramental es precisamente el sacramento del Matrimonio. Estamos en Cristo, como el miembro (individuo humano) en la comunidad de la que forma parte; la representación sacramental es la Eucaristía. Somos de Cristo, como el miembro (órgano) es del cuerpo del que es parte; la representación sacramental es el Bautismo.

            La comunión, en cuanto es el “corazón” de la Iglesia, se encarna necesariamente en “organismos”, es decir, en estructuras colectivas, institucionales, como son los ritos, los dogmas, la moral, la distribución y ejercicio del poder, etc. Dado que hoy vivimos un ambiente cultural individualista, muchos se escandalizan de este aspecto “orgánico” de la Iglesia y se refugian en un espiritualismo individualista, que se suele expresar en la fórmula: “Yo me entiendo solo con Dios”; sin caer en la cuenta de que ese “dios” no es probablemente más que la proyección de los deseos individuales.

 

            b) La experiencia eclesial de la fe: el “sensus fidelium”

 

            1.

            La fe cristiana se vive al interior de la Iglesia, en la comunidad de los hermanos. Se constituye, así, una experiencia eclesial de la fe. Se trata de una experiencia espiritual, porque va siendo guiada por el Espíritu de Dios. Esta experiencia, por un lado, regula la experiencia individual de la fe, le sirve de marco de confrontación normativa, para evitar las desviaciones; por otro lado, sin embargo, la experiencia eclesial es como el océano al que confluyen las experiencias individuales de fe auténtica, de modo que la experiencia eclesial se nutre de la fe de los creyentes individuales.

 

            Cuando decimos “experiencia”, hay que evitar la comprensión empirista, que hace de la experiencia sólo la presencia sentida, la impresión directa de algo en nuestros sentidos. De hecho, la fe es, en su raíz, un don de la gracia de Dios, la obra de su Espíritu en el corazón del creyente; don y obra inexperimentables (excepto en el caso de la experiencia de los místicos), porque la gracia no es objeto de nuestra percepción, sino fuerza que nos capacita para una nueva manera de percibir la totalidad de la realidad, descubriendo en ella la presencia de Dios, como Pedro, cuando reconoce a Jesús como Mesías de Dios.[45]

            Pero la fe, que radica en el corazón, impregna los organismos del ser humano, en ese lento proceso de hacerse creyente; en su proyección en nuestros organismos, la fe se hace experimentable, sólo que nunca con la evidencia de una experiencia directa, in-mediata (es decir, sin la mediación del paso por las expresiones de nuestros organismos).

 

            2.

            Como toda experiencia humana, la experiencia eclesial de la fe se desarrolla a lo largo de la historia, crece (y corre el riesgo de decrecer). Esto plantea el problema de la identidad de la fe a lo largo de esta evolución histórica.

            Este problema lo hemos visto con algún detalle para un caso especial, el del dogma, que recoge la repercusión de la fe del corazón en la inteligencia de los creyentes. Pero se plantea para todas las diversas formas de la encarnación de la fe: moral, liturgia, piedad, espiritualidad, costumbres, transformación del mundo, evangelización de la cultura, servicio a la política, etc.

            La solución está dada por la mutua referencia entre la Jerarquía de la Iglesia, que goza del carisma de infalibilidad, como hemos visto, y la experiencia eclesial de la fe, expresada como el “sensus fidelium” (el sentido de los fieles) que brota del “sensus fidei” (el sentido de la fe), en que “sentido” hay que entenderlo en analogía con los sentidos corporales, como aquello que hace al creyente capaz de captar, con certeza, la fe y el mundo de la fe.

            Así, gracias al carisma de infalibilidad y al sentido de fe de los fieles, la Iglesia se desarrolla y crece en la historia teniendo como “corazón” su identidad de Iglesia del Señor Jesús. Corazón que se da siempre encarnado en los “organismos”, a partir de los cuales se puede mostrar -nunca: demostrar-, por indicios convergentes, la homogeneidad de su evolución; es decir, que no ha traicionado su propia identidad al cambiar en la historia.

 

            3.

            Del sentido de la fe brota necesariamente el “consensus fidelium in credendo” (el consenso de los fieles en el creer). Por eso, el sujeto del sentido de la fe, más que cada creyente individual, es la Iglesia en su conjunto. Esto permite hablar de una especie de conciencia colectiva de la Iglesia. En cierto modo, el “sensus fidelium” se sitúa entre el magisterio de la Iglesia y la fe de cada creyente individual; representa, en el mundo de la fe, la dimensión colectiva de la existencia humana. Por ello, habría que considerarlo como la cultura de la fe.

 

            9.3. La dimensión teologal de la fe

 

            Hasta aquí hemos visto que la fe es un encuentro con Dios, fruto de una iniciativa que viene de Él y que se realiza mediante su gracia, necesaria para poner al ser humano a la altura de Dios; un encuentro salvífico, justificante, para el ser humano pecador, como reconoce Tomás de Aquino: “Creer es someterse a la acción justificante de Dios y alcanzar así sus efectos”.[46] Esto lo podemos expresar de una sola vez diciendo que la fe tiene una dimensión teologal. Uso “teologal” en el sentido de “divino” y para distinguirlo de lo “teológico”, que tiene que ver con la reflexión sobre Dios y su acción salvífica en nosotros.

            Ahora bien, como Dios es Trino, la dimensión teologal de la fe es también trinitaria. Vale la pena advertir que lo trinitario de Dios no es primeramente el hecho de que sean tres; eso no es más que la manifestación exterior de algo más profundo en Dios, su ser Amor, es decir, donación plena de sí. Porque Dios se da, es trino: el Padre engendra al Hijo, al no guardar nada de sí sólo para sí; juntos espiran al Espíritu, porque su relación tampoco es posesión sólo para ellos dos solos.

 

            a) La fe se da en el Espíritu

 

            El Espíritu es la Persona divina que actúa en esta fase de la historia de salvación que es la nuestra, situada entre la Pascua de Cristo y su Parusía. Ha sido enviado por Jesucristo de junto al Padre.

            En el Espíritu se realiza la fe, tanto la conversión como el proceso de desarrollo de la fe. Dios envía su Espíritu a nuestros corazones, para con-formarnos a Cristo, para hacernos ir tomando la misma forma del Hijo;[47] pero el Espíritu de Dios no suprime nuestra acción, no la hace inútil. Por el contrario, la hace posible y la suscita. La Sagrada Escritura habla, en efecto, de su acción de iluminar nuestra inteligencia, para ver la realidad con los ojos de Dios;[48] de inspirar nuestra voluntad, para hacer esas obras que Dios creó para que las hiciéramos;[49] y de liberar nuestra libertad, para seguir a Cristo y dejarnos atraer por Él a Dios.[50]

 

            b) La fe se realiza con Cristo

 

            Jesucristo es el archgoV kai teleiwthV [‘arjegós kaì teleiotés’],[51] el caudillo (o pionero) y consumador de nuestra fe. Dicho de otra manera, es el modelo activo, como he ido señalando en los párrafos anteriores.

            Por otra parte, en cuanto la fe es encuentro personal con Dios, es concretamente encuentro con Jesús, el Hijo encarnado, la vía -desde ahora y para siempre ineludible- para el pleno encuentro con Dios. Es lo que tuvo que defender la pobre e iletrada Teresa de Jesús en el siglo XVI contra algunos teólogos de su tiempo, para quienes la humanidad de Cristo era como una escala que había que dejar de lado una vez llegada el alma al estadio de la unión mística con Dios.

            En cuanto es eclesial, la fe se vive -se recibe y se da- en el Cuerpo de Cristo. La Iglesia es ese Cuerpo de Cristo que lo hace presente en la historia, a la manera como nuestro cuerpo nos hace personalmente presentes en cada punto del espacio y del tiempo en que estamos. La Iglesia es el organismo mediante el cual Él sigue actuando, impulsando la historia hacia su meta escatológica.

            Por último, en la consumación escatológica de la fe -que, como hemos visto, es al mismo tiempo su superación, su fin- veremos a Dios cara a cara; es decir, veremos a Jesucristo, rostro de Dios, y estaremos con Él para siempre.

 

            c) La fe es camino hacia el Padre

 

            El Padre ha enviado a Jesucristo como su Revelador.[52] Ha enviado también al Espíritu Santo a nuestros corazones, para derramar en nosotros su Amor.[53] El Padre es, así, la fuente de donde brota el designio salvador (que incluye, como su primer acto o supuesto permanente, también la creación); y es la meta adonde todo se dirige. Lo mismo vale de nuestra fe: viene de Él y es movimiento que no descansa hasta no llegar a Él; nuestra fe no se detiene en las fórmulas de la fe sino que, a través de ellas (no al margen de ellas), llega hasta el Padre, como hemos recordado con Santo Tomás.

            Dicho de otra manera, lo que el Padre nos ha revelado -eso que con la Edad Media hemos llamado “fides quae”- es, en definitiva, su propia intimidad, que Él nos ha ofrecido como fuente de nuestra salvación, es decir, de nuestra plenificación, mediante la creación y la historia de la salvación.

 

            9.4. Conclusión: las tensiones de la fe

 

            El problema de fondo que se enfrenta al intentar una sistematización conceptual de la fe me parece que es el hecho de que la realidad de la fe se presenta con una serie de tensiones polares, a las que he ido aludiendo a lo largo de este capítulo. Estas tensiones se suelen desconocer, con lo que se  “aplana” o “achata” la comprensión de la fe, despojada de su relieve; o bien, lo que es peor, se intenta “resolverlas” mediante el expediente de sacrificar uno de los polos de la tensión al otro. Para terminar este capítulo, a manera de recapitulación, recorramos las principales tensiones de la fe.

 

            1.

            La primera y fundante es la que hay entre Dios -de quien es la iniciativa y el don de la gracia, es decir, la atracción, la inspiración, la liberación, el “lumen fidei” (luz de la fe), que hacen posible la fe- y el creyente, cuyo acto de fe es libre y personalísimo: sólo él puede entregarse a sí mismo por completo a Dios.

 

            2.

            La segunda tensión se sitúa en el mismo creyente. Es la que hay entre su corazón -donde echa sus raíces la fe- y sus organismos, que deben ser integrados desde la fe del corazón, impregnados de fe y transformados por ella. Esta tensión, debido a la multiplicidad constitutiva del ser humano, se presenta con una serie de armónicos.

            Uno es la tensión entre “fides quae” y “fides qua”. La “fides qua creditur” (la fe mediante la cual se cree, la actitud de fe) es la fe del corazón, esa actitud de confianza radical en Dios y de consiguiente obediencia total que veíamos en Abrahán, el Padre de la fe. La “fides quae creditur” (la fe que se cree, los contenidos creídos) es el contenido intelectual de la fe, la proyección de la fe del corazón en nuestro intelecto. Aquí se sitúan las fórmulas de la fe, que el creyente atraviesa en su acto de fe llegando hasta Dios mismo.

            Otro armónico se sitúa al interior de la “fides quae”. Es la tensión entre la Verdad y las verdades. La Verdad es la integración, lograda en el corazón, de todos los contenidos de la fe; las verdades son la expresión detallada de esta Verdad al proyectarse en nuestro entendimiento discursivo. Pero la Verdad del corazón imprime su huella en las verdades del entendimiento; huella que no es otra que ese “orden o jerarquía” entre las verdades de la fe que reconoce el Concilio Vaticano II en su decreto sobre el Ecumenismo, cuando dice: “Al comparar las doctrinas [la católica y las de los hermanos separados], recuerden [los teólogos católicos] que existe un orden o ‘jerarquía’ de las verdades de la doctrina católica, pues diverso es el nexo de cada verdad con el fundamento de la fe cristiana”.[54]

 

            3.

            Una tercera tensión polar está constituida por las dimensiones personal y eclesial de la fe, que acabamos de ver. Al interior de esta última, se vuelve a dar una tensión entre lo intraeclesial -la preocupación por cultivar la fe de los creyentes que ya están en la Iglesia- y lo misionero, el afán de llevar el Evangelio a todas las gentes.

 

            4.

            Por último, hay la tensión entre la simplicidad de la fe -que viene del hecho de ser Dios su objeto y de tener su raíz en el corazón- y la complejidad de su realización, determinada por la complejidad de la realidad del ser humano, el sujeto de la fe.


 


[1] S.Th. 2ª-2æ, q. 1, a. 1.

[2] Se puede ver Hans Urs von Balthasar, Gloria, tomo 5: Metafísica. Madrid, Encuentro, 1988, especialmente pp. 128-129, que remite a Caussade y a San Juan de la Cruz.

[3] “Actus credentis non terminatur ad enuntiabile sed ad rem”: s. th. 2ª.-2æ., 1, 2, ad 2.

[4] Rom 10,10.

[5] Dei Verbum  5.

[6] Ver Sergio Silva G., ss.cc., “El futuro del hombre en la cultura moderna: tendencias de muerte”, en Jaime Lavados, Mons. Bernardino Piñera y Sergio Silva (coords.), Hacia la Civilización del Amor. Chile 2.000. Proyecto auspiciado por la Conferencia Episcopal de Chile. Santiago, Salesianos, 1983, pp. 114-125.

[7] Ver, por ejemplo, 1 Co 2,16; Ef 1,18; Fil 1,9; Col 1,9.

[8] LG 12 y 35.

[9] Habitualmente se habla del don de “temor”, pero es más exacto hablar de “reverencia”, que es la actitud propia de la creatura ante el Creador, cuando reconoce la diferencia infinita que los separa. Si se sigue hablando de “temor”, hay que hacer presente que este don no implica ningún miedo ante Dios.

[10] S.th. 2ª-2æ., 45, 2.

[11] Hech 5,31; 11,18; 17,30; 2 Tim 2,25; 2 Pe 3,9; Ap 2,21.

[12] Rom 2,4.

[13] Mt 3,2.

[14] Mt 12,41 (y p. Lc 11,32); Mc 6,12; Lc 24,47; Hech 2,38; 3,19.

[15] Mt 3,8 (y p. Lc 3,8); 2 Co 7,9.

[16] Stgo 5,19-20.

[17] Mt 11,20-21 (y p. Lc 10,13); Lc 16,30; 2 Co 12,21; Heb 6,6; 12,17; Ap 2,21; 9,20-21; 16,9,11.

[18] Lc 5,32; 15,7; 17,3-4; 2 Co 12,21; Heb 6,1; Ap 9,20-21.

[19] 1 Tes 1,9.

[20] Mc 1,4 (y p. Lc 3,3); Lc 24,47; Hech 3,19; 5,31; 8,22.

[21] Lc 1,16; Hech 9,35; 11,21; 14,15; 15,19; 20,21; 26,18,20; 2 Co 3,16; 1 Tes 1,9; 1 Pe 2,25.

[22] Ap 16,9.

[23] Mc 1,15; Hech 20,21; Heb 6,1.

[24] 2 Tim 2,25.

[25] Mt 13,15 (y p. Mc 4,12); Hech 28,27; 2 Co 7,10.

[26] Lc 13,3,5; Hech 11,18; Ap 2,5,16,22.

[27] Mt 18,3.

[28] Lc 22,32; Stgo 5,19-20; Ap 2,5,16; 3,3,19.

[29] Lc 15,7.

[30] Lc 22,32.

[31] Erik Erikson, Identity, Youth, and Crisis. New York, W.W. Norton, 1968. Traducción castellana: Identidad, juventud y crisis. Buenos Aires, Paidós. Aquí, cap. 3, traducción castellana pp. 75-115.

[32] James W. Fowler, Stages of Faith. The Psychology of Human Development and the Quest for Meaning. San Francisco, Harper & Row, 1981. XIV + 323 pp.

[33] “Those things that concern us ultimately”, citado por Fowler en p. 4.

[34] “The search for an overarching, integrating and grounding trust in a center of value and power sufficiently worthy to give our lives unity and meaning”, citado por Fowler en p. 5.

[35] “The quality of mutuality and the strength of trust, autonomy, hope and courage (and their opposites) developed in this phase underlie (or threaten to undermine) all that comes later in faith development”, p. 121.

[36] Ver Ef 2,10.

[37] Rom 3,20-21; Gal 2,16; 3,2,5,11-12, por el lado de Pablo; Stgo 2,14-26, por el de Santiago. Puede verse también 1 Jn 3,14-18.

[38] Rom 1,5; 6,17 entre otros.

[39] Heb 11,27.

[40] Ver, por ejemplo, Rom 15,14. En Juan hay un paralelismo de sinonimia entre creer -pisteuein (‘pisteúein’)- y conocer, ginwskein (‘ginóskein’).

[41] Blaise Pascal, Pensamientos, ed. Lafuma nº 423, ed. Brunschvicg nº 277.

[42] Tratado 48 de los Comentarios al Evangelio de Juan de San Agustín.

[43] Fiodor M. Dostoievski, Los hermanos Karamázov. Madrid, Cátedra, 1987, pp. 399-424.

[44] Ver, por ejemplo, Hech 2,42-47; 1 Jn 1,1-7.

[45] Mt 16,17.

[46] Tomás de Aquino, Comentario a la Carta a los Romanos, capítulo 4, lección 1ª.

[47] Ver Rom 5,5; 1 Co 2,10-12; 2 Co 4,6; 1 Jn 2,27.

[48] Ef 1,17-19.

[49] Ef 2,8-10; Rom 8,14; Gal 5,25.

[50] Gal 5,1,13,16.

[51] Heb 12,2.

[52] Recordemos textos como Mt 11,25 y Jn 14,9.

[53] Rom 5,5.

[54] “In comparandis doctrinis meminerint existere ordinem seu ‘hierarchiam’ veritatum doctrinae catholicae, cum diversus sit earum nexus cum fundamento fidei christianae” (UR 11).