TERCERA PARTE

TEOLOGIA SISTEMATICA


 

7. LOS SUPUESTOS DE LA SISTEMATIZACION

 

            La sistematización de los datos de la fe la haré apoyado en algunos supuestos, que juegan un papel semejante al de los “a priori” de la filosofía, por cuanto son principios en función de los cuales o a la luz de los cuales se hace la conceptualización. Sin embargo, no se trata de supuestos arbitrarios: vienen del dato mismo de la fe, que me parece que los insinúa. Me refiero, en particular, a cinco de ellos: comunicacional, teológico, antropológico, hermenéutico y teológico-pastoral.

 

            7.1. Un supuesto comunicacional

 

            Estamos tratando de sistematizar el diálogo de Dios con la humanidad; Dios se revela al ser humano que lo acoge en la fe. Para hacerlo, tenemos que buscar en las categorías de nuestra experiencia humana algo que permita una conceptualización adecuada, sabiendo que, cuando se trata de la realidad de Dios, nada de lo humano lo puede expresar adecuadamente. La categoría menos inadecuada me parece que es la de la comunicación interpersonal, como ya quedó insinuado en la introducción. De hecho, la revelación de Dios culmina en la persona de su Hijo Jesús, que se comunica con el pueblo de Israel.

 

1.

            Para analizar la comunicación, los teóricos de la comunicación han elaborado en estos últimos años un esquema bastante útil. Lo ha usado, entre otros, Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi. Este esquema se puede representar gráficamente, como aparece en la figura que sigue, que reproduce, complicándolo un poco, el esquema que ya usamos en la introducción:

 

           

 

            La comunicación humana se hace entre un emisor y un receptor. Esta terminología viene en primer lugar de los medios de comunicación (por eso se habla de “emisor”, “receptor” y “mensaje”), pero vale para toda comunicación humana. Es un esquema funcional, es decir, sólo atiende a las funciones que se dan en la comunicación; para no distorsionar la realidad de la comunicación humana, hay que tener presente que esas funciones son ejercidas simultáneamente por los distintos interlocutores que intervienen en la comunicación, que son, a la vez, emisores y receptores de mensajes verbales (dichos con palabras) y no verbales (expresados con gestos, con el tono de la voz, con la posición del cuerpo, etc.). 

            El emisor comunica un mensaje al receptor. En todo mensaje hay que distinguir el contenido y el medio usado para transmitirlo. El medio fundamental de la comunicación humana es el lenguaje oral. Todo otro medio de comunicación puede ser “traducido” al lenguaje oral. Así, por ejemplo, ocurre con los gestos corporales, con el arte, la danza, etc. Más en general, podemos afirmar que entre los diversos medios de comunicación humana existe una cierta traducibilidad, de modo que de la palabra se puede pasar a la imagen plástica o al cine. Esto es así, porque el contenido nunca existe fuera de algún medio que lo expresa; ocurre con los contenidos de la comunicación lo mismo que con un líquido: nunca lo podemos tener fuera de algún recipiente que lo contenga.

 

            De aquí, un doble proceso que acompaña a toda comunicación. El emisor tiene que expresar el contenido que quiere comunicar, vertiéndolo en algún medio; es lo que se suele llamar también codificación del mensaje, porque equivale a ponerlo en un “código” de expresión. Por su parte, el receptor tiene que hacer el proceso inverso de descodificar el mensaje, es decir de comprenderlo.

            Por parte del emisor hay que tomar en cuenta los antecedentes, es decir ese conjunto de motivaciones, deseos, expectativas, etc. que lo llevan a querer comunicar algo. Por parte del receptor están las consecuencias que para él tiene la comunicación recibida.

            La comunicación se hace siempre inmersa en un doble medio ambiente, el de la naturaleza y el de la cultura. Ambos dialogantes están inevitablemente en el medio ambiente natural, son parte de la naturaleza exterior; más aun, tienen la misma naturaleza humana, es decir, llevan dentro su propia naturaleza. Pero están también en la cultura a la que cada uno pertenece. Naturaleza y cultura, sobre todo esta última, juegan un papel importante en este doble proceso de expresión y comprensión. La cultura lo hace posible, pero también contribuye a dificultarlo. Piénsese, por ejemplo, en las dificultades de comprensión entre personas de diversas culturas, más todavía cuando tienen idiomas diferentes.

 

2.

            Esto me lleva a una nueva observación. En todo proceso de comunicación pueden producirse “ruidos”, es decir, distorsiones de la comunicación. Tres son las fuentes principales de ruido. En primer lugar, la diferencia insalvable que hay entre el contenido que se quiere comunicar, cuando éste no es meramente una información material, y el medio al que se recurre; diferencia que viene del carácter espiritual, no material, de lo que se comunican las personas: deseos, experiencias, decisiones, valoraciones, etc. Esto hace que la comunicación nunca pueda ser in-mediata, sin mediación. Pero la mediación introduce la necesidad de codificación/descodificación, y en ambos procesos pueden producirse errores, como lo revela la conocida expresión en los diálogos cotidianos: “¡entiéndeme lo que quise decir!”

            Una segunda fuente de ruido es la dificultad para que haya congruencia entre los antecedentes del emisor y los que el receptor imagina que son. De hecho, en toda comunicación recibimos lo que nos llega del emisor, interpretándolo en función de los antecedentes que imaginamos en él. Algo análogo pasa con las consecuencias que la comunicación provoca en el receptor: no siempre coinciden las que el emisor quiere lograr, con las que de hecho ocurren. Podemos decir que en un diálogo entre dos personas, A y B, en realidad hay cuatro personajes: A y B, más la imagen que A tiene de B (llamémosla B’) y la que B tiene de A (A’). Más aun, A no se dirige a B sino a B’, o a B a través de esa imagen que tiene de él. Asimismo, B no recibe la comunicación propiamente de A sino de A’, o de A pero a través de esa imagen que se ha formado de él. Hay distorsión de la comunicación en la medida en que esas imágenes, A’ y B’, no coinciden plenamente con la realidad de A y B. En rigor, cada interlocutor es a su vez doble: es lo que es, pero también lo que cree ser. Y lo que cree ser es más decisivo que lo que realmente es, a la hora de actuar. Si A” es lo que A cree ser y B” lo que B cree ser, entonces A se dirige a B a través de lo que él cree ser (A”) y de la imagen que se hace de B (B’). Los personajes involucrados en un diálogo entre dos personas son, por lo tanto, seis. De aquí que la tarea que nos imponen las relaciones humanas es ir haciendo coincidir la imagen que tenemos del otro con lo que realmente es y, más decisivamente aun, luchar por coincidir con nosotros mismos, de manera que la inagen que nos hacemos de nosotros mismos sea lo más parecida posible a lo que realmente somos.

            Por último, también el medio ambiente cultural puede ser fuente de ruido que distorsione la comunicación. Más allá del problema de la lengua, al que aludía recién, está el hecho del diverso valor que diversos grupos culturales de misma lengua o diversos grupos subculturales al interior de una misma cultura atribuyen a un mismo gesto, a una misma palabra. Para poner un ejemplo, es distinto el valor afectivo de un almuerzo de trabajo entre ejecutivos de diversas empresas, que pueden incluso estar en guerra comercial o, por lo menos, pueden no ser amigos, del que el mundo popular da al hecho de comer juntos, cosa que sólo se puede hacer entre amigos o para sellar una reconciliación.

            Sin embargo, a pesar de estas fuentes de distorsión, es un hecho que la comunicación interpersonal es posible, aunque se logre con mayor o menor dificultad.

 

            El esquema de comunicación que he expuesto nos permite, además, situar los otros tres presupuestos o “a priori” de la sistematización que vamos a hacer. Uno, el teológico, tiene que ver con el contenido central del mensaje revelado; el segundo, el antropológico, se refiere al receptor; y el tercero, el hermenéutico, al proceso de recepción descodificante o comprensiva del mensaje.

 

            7.2. Un supuesto teológico

 

1.

            Lo fundamental del contenido del mensaje revelado, tal como lo hemos visto al estudiar el dato de la fe, es que se trata del mismo Dios que se revela a sí mismo en la historia de salvación. La revelación aparece en la Sagrada Escritura como el proceso histórico del encuentro de Dios y la humanidad, un encuentro en el que Dios se da por entero al ser humano, sin reservarse nada; pero en el que, al mismo tiempo, envuelve enteramente a la persona, transformándola de raíz y en todas sus dimensiones: inteligencia, voluntad, afectividad, sensibilidad, acción, cultura, sociedad, historia, etc. Hemos visto, en la segunda parte, que no se puede aceptar ese estrechamiento del concepto de revelación que la entiende como comunicación de verdades sobrenaturales inalcanzables a la razón humana natural; aunque, como también hemos visto, la revelación incluye ese tipo de verdades.

 

2.

            Dado que Dios se ha comunicado por entero al ser humano entero en la historia de salvación, las ideas de revelación, Palabra de Dios y salvación van siempre de la mano,[1] como hemos visto en la Constitución Dei Verbum  del Concilio Vaticano II. De hecho, estas tres ideas expresan aspectos diversos de la única acción de Dios de darse por entero al ser humano.

            La idea de revelación expresa el aspecto de comunión, de encuentro y comunicación entre Dios y el hombre. Un aspecto análogo al que se da en el encuentro entre personas que se revelan mutuamente su intimidad, sus secretos, su misterio personal. Por eso, cuando se trata de la revelación de verdades, antes que de verdades inteligibles lo que está en cuestión es la Verdad del Dios que es Amor que se da gratuitamente.

            La idea de salvación expresa el aspecto de plenitud de vida y de gozo del ser humano que recibe, en la fe, la comunicación de Dios. Una vida y un gozo que sólo puede lograr la persona en este encuentro total con Dios. Sin embargo, suele entenderse “salvación” más bien en términos negativos, como liberación del pecado o de situaciones que conducen a la muerte o que amenazan al ser humano. Esto es también verdad, pero no es lo central de la idea bíblica de la salvación. Dicho en términos de la Escolástica, el pecado o las situaciones de muerte son el “terminus a quo” (el origen, el punto de partida del proceso salvador); pero su “terminus ad quem” (la meta, el destino) es la plenitud de vida, y esto, que es positivo, es lo decisivo para la salvación. Quizá un cierto “hamartiocentrismo” (centración en el pecado) que ha estado vigente en la predicación y en la teología de la Iglesia occidental desde Agustín ha hecho que pase al primer plano lo que en la Biblia es segundo.

            Por último, la idea de Palabra de Dios subraya el contenido comunicable del mensaje de salvación y de la revelación; es el “evangelio”, la buena noticia que se puede poner en palabras y comunicar al ser humano; es esa palabra eficaz que conocen los Profetas del Antiguo Testamento, que hace lo que dice, que pone en la realidad lo que anuncia.

 

            7.3. Un supuesto antropológico

 

            Respecto del ser humano como receptor de la autocomunicación de Dios veremos dos rasgos en relación de mutua complementación: su carácter histórico (sección “a”) y su naturaleza constante (sección “b”). Terminaré exponiendo un modelo antropológico (sección “d”), que es el que usaremos en el resto del curso, basado en la percepción, de base bíblica, de que el centro del ser humano es su “corazón” (sección “c”).

 

            a) El ser humano, un ser situado en la historia

 

1.

            No ha sido fácil para la humanidad darse cuenta de su real carácter histórico. Ha debido sortear dos escollos graves, el determinismo y el individualismo. Se trata de dos escollos contrapuestos entre sí, pues mientras el determinismo anula o desconoce la libertad del ser humano, el individualismo la desnaturaliza exagerándola.

            Dos formas principales de determinismo se han dado en la historia de la antropología; el ser humano ha sido concebido como determinado sea por la naturaleza, sea por el destino. En cuanto al determinismo naturalista, parte de una constatación verdadera: el ser humano es parte de la naturaleza y está, por ello, sometido a sus leyes. Pero desconoce que el ser humano no es sólo naturaleza, que por la libertad de su corazón puede decidir respecto de sí sin dejarse determinar por la naturaleza, cuyas leyes son para él no determinaciones de su ser sino sólo condiciones, que le dejan abierto un espacio para el ejercicio de su libertad. Así, el ser humano no está enteramente sometido al juego de las leyes naturales (no es “bestia”), aunque tampoco está enteramente libre de ellas (no es “ángel”). Por lo tanto, el ser humano no está totalmente hecho por la herencia que recibe (biológica, sicológica, cultural) ni por las solas circunstancias en que vive, sino que se va haciendo a sí mismo desde su libertad, que construye un “proyecto personal”, en el cual va integrando los condicionantes naturales y las herencias recibidas como “materiales” de esa construcción.

            La otra forma de determinismo concibe al ser humano como el resultado pasivo de un destino que le han fijado fuerzas superiores a él, que deciden soberanamente respecto de él, y que triunfan sobre él, porque son más poderosas, incluso cuando él intenta zafarse del destino que le han fijado (como ocurre en la tragedia griega, muy claramente en Edipo Rey). Para este determinismo, la conciencia que tenemos respecto de la libertad de nuestras decisiones es o bien falsa -porque somos juguete de decisiones tomadas por dioses-, o bien es verdadera pero nuestra libertad es inútil: no puede torcer el destino ya fijado. En la perspectiva de la fe cristiana sabemos que Dios, en su amor incomprensible, nos ha hecho verdaderamente libres; y aunque Él tiene pensado un destino para cada uno de nosotros -estamos “predestinados”- éste es tal, que sólo se cumple si somos verdaderamente libres: Dios nos ha predestinado a ser hijos suyos en su Hijo Jesús, lo que sólo es posible de realizarse si aceptamos libremente su Amor.

            Para ambas formas de determinismo no hay propiamente historia, ya que ésta no es más que el despliegue necesario en el tiempo de un “programa” fijado de antemano para cada ser humano, sea por la naturaleza, sea por el destino.

 

2.

            Por su parte, el individualismo desconoce también la historia, porque concibe al ser humano en una perspectiva puramente individual, con lo que el campo de fuerzas constituido por la naturaleza y los demás seres humanos y sus obras queda como algo meramente exterior a cada persona. Es claro, sin embargo, que esto no es así, sino que cada uno de nosotros está modelado interiormente por las fuerzas históricas y naturales. Para el caso de las fuerzas históricas el mecanismo de este modelado ha sido, a mi entender, bien iluminado por lo que algunos sociólogos han escrito acerca de la relación entre el individuo humano y su grupo cultural.[2] Se trata de una dialéctica de tres tiempos: exteriorización, objetivación e interiorización.

            El ser humano es un ser de desequilibrios internos, que debe buscar fuera de sí lo que lo devuelva a su equilibrio; esto vale para las llamadas necesidades “básicas”, como la bebida y la comida, pero también para las necesidades de afecto, de estima, de realización personal, de sentido. Para restablecer este equilibrio, permanentemente puesto en jaque, el ser humano necesita salir de sí, ir a la naturaleza y a los demás, para obtener lo que requiere. Esta salida de sí es la exteriorización.

            Lo que las personas realizan al exteriorizarse, de cualquier índole que sea -trabajo de la tierra, poesía, religión, etc.-, adquiere un cierto carácter objetivo, sea porque producen un objeto, sea porque su acción va inevitablemente montada sobre un objeto (la poesía, por ejemplo, sobre el sistema de la lengua; la religión, sobre el culto). Es lo que se denomina el momento de objetivación de esta dialéctica.

            El tercer momento es el de la interiorización. En efecto, ese mundo de objetos producidos por el conjunto de los seres humanos en su afán de restablecer sus equilibrios influye a su vez sobre los individuos, que los interiorizan, los hacen suyos, dejándose modelar en alguna medida por ellos. Así se explica que la historia sea un proceso incesante, pues a cada momento las personas son diferentes de lo que eran, dado que han sufrido la influencia de nuevos procesos de exteriorización y objetivación. Más que de una dialéctica circular se ve, entonces, que en la relación entre los individuos y la sociedad a la que pertenecen se trata de una dialéctica en espiral: aunque se repiten los momentos, éstos nunca coinciden, pues a cada nueva vuelta se está en un nuevo nivel.

 

            La historia es, pues, semejante a una red, constituida por las decisiones libres de individuos que se van haciendo a sí mismos, a partir de lo recibido de la naturaleza y la cultura, en interacción con otros; individuos que están condicionados, pero no determinados, tanto por la naturaleza como por las objetivaciones que han llegado a ser como fruto de inmensos conjuntos de decisiones de otros seres humanos anteriores a ellos.

 

3.

            Es un hecho, como hemos visto, que el ser humano, más que un dato de la naturaleza, es un proceso que se va desplegando en la historia. Si hay algo cambiante y difícil de reducir a concepto es la historia. Sin embargo, con la Sagrada Escritura podemos afirmar que está atravesada por dos fuerzas que se disputan el corazón humano, que es como un campo de fuerzas dominado por dos polos opuestos: la gracia y el pecado, la vida y la muerte, el Espíritu y la carne; en definitiva, Dios y el demonio.

            La Escritura añade algo más: la victoria final de Dios está asegurada en la resurrección de Jesús de Nazaret. Sin embargo, eso no impide que la persona pueda “caer” en el pecado.[3] De aquí los frecuentes llamados del Nuevo Testamento a permanecer firmes en la gracia,[4] en la verdad,[5] en la fe,[6] en el Señor,[7] en el Evangelio,[8] en el Espíritu,[9] en la libertad.[10]

 

            b) La naturaleza humana constante

 

            A pesar de lo anterior, el ser humano no es pura plasticidad, no es enteramente moldeable por la historia. De hecho, descubrimos en él ciertas “constantes”, que constituyen lo que podemos llamar su “naturaleza”. Me interesa subrayar aquí tres de estas constantes.

 

1.

            En primer lugar, que el ser humano está constituido por una serie de tensiones polares. Se trata de pares de polos en tensión, porque son aparentemente contradictorios, pero cuyos dos términos pertenecen inalienablemente al ser del hombre. Así sucede con el par individuo/colectividad. No hay auténtico ser humano si no es plenamente individual, original e intransferible; pero tampoco puede haber individuos si no provienen de un grupo humano que los ha hecho nacer, los ha alimentado en los largos años iniciales de debilidad extrema y les ha dado su cultura; a su vez, no puede haber colectividad humana si no está compuesta por individuos bien desarrollados, capaces de poner todas sus habilidades creativas al servicio de los desafíos que enfrenta el grupo.

            Algo análogo ocurre con la polaridad alma/cuerpo. Sin alma, no estamos en presencia del cuerpo de la persona sino de su cadáver. Pero el alma humana es forma de un cuerpo y no tiene plenitud si está separada de él. Una polaridad semejante, aunque no totalmente congruente con ella, es la que hay entre interioridad y exterioridad; algo hemos dicho al recoger la dialéctica exteriorización/objetivación/interiorización.

            En tercer lugar está la polaridad varón/mujer, que se da también, al interior de cada ser humano, sea varón o mujer, como presencia, en distintas dosis, de lo masculino y lo femenino. Ni el varón puede llegar a su plenitud humana sin el encuentro con la mujer, ni ella sin el encuentro con el varón; un encuentro que se va dando de diversas maneras a lo largo de la vida y de acuerdo a los estados respectivos (célibe o casado). De ahí que el machismo o cualquier forma de discriminación de un sexo por el otro sea malo tanto para el que es discriminado como para el que discrimina; en este último caso, porque se enfrenta a un interlocutor que está disminuido en su humanidad, por el hecho de ser discriminado u oprimido, por lo que no lo enriquece todo lo que podría. Pero tampoco puede el varón llegar a su plenitud humana si no acepta e integra en su virilidad su femineidad; ni la mujer, si no acepta e integra en su femineidad su virilidad.

            Una última polaridad quiero mencionar aquí, la que hay entre pasado y futuro. La vida humana se mueve entre esos dos polos; el pasado pesa (positiva y negativamente) sobre nuestro presente -el camino recorrido se nos va enrollando a las espaldas, decía Ortega- y nos abre o cierra determinados caminos de futuro; pero también nuestros proyectos de futuro influyen en nuestra vida y, aunque no pueden transformar el pasado ya vivido, sí al menos nos hacen cambiar nuestra interpretación de ese pasado.

 

2.

            Un segundo aspecto constante en el ser humano es su relación ineludible con la naturaleza. Aunque podemos distanciarnos de ella; más aun, aunque necesitamos tomar distancia, para crear en su interior un espacio nuestro donde podamos ser humanos -ese espacio es la cultura-, sigue siendo verdad que el ser humano está en la naturaleza y que es parte suya, hasta tal punto que la muerte de la naturaleza acarrea inevitablemente también la muerte del ser humano.

            Sin embargo, aquí también aparece la tensión. Junto con pertenecer a la naturaleza, el ser humano es señor de ella; eso es lo que muestra la realidad de la cultura en la historia humana.

 

3.

            Por último, una tercera constante de la naturaleza humana es que su meta, la meta de su auténtico desarrollo, es la comunión: con Dios, con los demás, con la naturaleza y consigo mismo. No me extiendo más en este punto, que ya hemos tocado con algún detalle en la primera parte.

 

            c) El corazón

 

            c1) El planteamiento del problema

 

            La experiencia humana nos muestra que, desde siempre, el ser humano es un ser dividido, parcelado, tironeado en diversas direcciones. Por ejemplo, a nivel temporal o diacrónico, atravesamos por diversas etapas en la vida, que ni siquiera logramos reunir en la memoria, pues se nos escapan los decisivos primeros años de la infancia y tantas otras cosas vividas que olvidamos; pasamos, además, cada día por cambios de humor, estamos a veces sometidos a sentimientos encontrados, etc.

            En el nivel que analógicamente podemos llamar “espacial” estamos hechos como por diversas capas de ser: cuerpo, voluntad, razón, sentimientos, afectos, emociones, que no siempre logramos reunir en un proyecto unificado y unificador. Muchas veces, en efecto, el sueño nos impide estudiar, el cansancio no nos deja estar atentos a los hermanos, la rabia nos impide acoger, etc.

            La intuición de la Sagrada Escritura, ya desde el Antiguo Testamento, es que el ser humano se unifica en un punto o centro interior, al que sólo Dios tiene pleno y directo acceso: el “corazón”. Todos los otros niveles de nuestro ser son exteriores y por ello incapaces de forjar nuestra unidad; en el mejor y más logrado de los casos, esos otros niveles -cuerpo, razón, voluntad, afectos, etc.- sirven al corazón como expresión suya: en ellos el corazón puede encarnarse y hacerse así visible, accesible a la mirada humana, la de los demás, pero también la nuestra propia. “Corazón” es el término fundamental que se usa para designar la persona en su centro más vivo y profundo. Se trata a todas luces de una metáfora, basada en el hecho de que el corazón es un órgano vital del ser humano -en cierto sentido, como en la sangre está la vida, el corazón es la fuente de la vida; no una fuente autónoma, por cierto, porque la vida la recibimos de Dios; se podría decir que en el corazón recibimos la vida y desde él se difunde al resto del ser humano-; un órgano vital que está dentro del cuerpo, en su interior, ocupando el centro del pecho, pero que a la vez se manifiesta al exterior por su latido. Así, el corazón orgánico se presta para expresar lo que en el ser humano es el centro o la fuente de su vida, un centro que inevitablemente se hace manifiesto en la exterioridad de la acción y de la vida toda. Vale la pena detenerse en el tema del corazón en el Nuevo Testamento.

 

            c2) El corazón en el Nuevo Testamento

 

1.

            En la mayoría de los textos en que se habla del “corazón” se trata de la relación del ser humano con Dios. Esta relación se establece (o aparece ya establecida) sea directamente, sea mediante otros temas que refieren indiscutiblemente a Dios, y en ambos casos aparece con connotaciones sea positivas, sea negativas.

            Son numerosos los textos que muestran la vinculación positiva del corazón humano con Dios. Cuando Bernabé, enviado por la Iglesia de Jerusalén a Antioquía -donde la comunidad cristiana se ha abierto, por primera vez, a acoger a los no judíos-, “llegó y vio la gracia de Dios, se alegró y exhortaba a todos a permanecer, con corazón firme, unidos al Señor” (Hech 11,23). Pedro, en el llamado Concilio de Jerusalén, recuerda que le tocó ser instrumento de Dios para el llamado a los gentiles -alude al episodio de su visita al centurión romano Cornelio[11]-, y argumenta que “Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor, comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe” (Hech 15,8-9). Pablo afirma que nuestra esperanza “no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rom 5,5). Los textos en este sentido son muchos.[12] Otros textos muestran, a la inversa, que el ser humano, cuando se aleja de Dios, lo hace en su corazón. Así, por ejemplo, el texto de Isaías que cita Jesús, en el que Dios dice: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.[13] O también el reproche de Pedro a ese Simón mago que quiso comprar de los apóstoles el poder de comunicar a otros el Espíritu Santo: “En este asunto no tienes tú parte ni herencia, pues tu corazón no es recto delante de Dios” (Hech 8,21).

            Otros textos vinculan el corazón con Dios no inmediata sino indirectamente, mediante un tema que hace de intermediario. Se encuentran aquí también las connotaciones positiva (de encuentro con Dios) y negativa (de alejamiento de Dios) que acabamos de ver. A veces, estas dos connotaciones se dan a propósito de un mismo tema; es el caso de la fe[14] y la no fe,[15] la pureza[16] y la impureza,[17] la circuncisión[18] y la incircuncisión,[19] y el Espíritu[20] y el demonio.[21] Otros temas que median positivamente la vinculación del corazón humano con Dios son la Palabra,[22] la Ley,[23] la gracia,[24] y los acontecimientos extraordinarios (salvíficos).[25] Los otros temas que muestran la separación del corazón respecto de Dios son el pecado,[26] los malos pensamientos,[27] el endurecimiento,[28] la pesadez,[29] la torpeza,[30] la insensatez y el oscurecimiento,[31] la impenitencia,[32] el error[33] y la indiferencia al sufrimiento.[34]

 

2.

            Los textos del Nuevo Testamento permiten también reconstruir la idea antropológica subyacente al uso del término “corazón” y recoger las características que se asignan al “corazón” humano.

            El corazón es para el Nuevo Testamento la sede de las principales facultades humanas. En el corazón se toman las decisiones fundamentales de la persona;[35] el corazón es la sede del pensamiento, el conocimiento y la capacidad de comprender,[36] la conciencia moral,[37] el interés,[38] y los sentimientos,[39] entre los cuales se mencionan en particular el gozo (y consuelo) y la tristeza,[40] la rabia[41] y el amor.[42]

            Se le atribuyen al corazón las siguientes características: es el centro del ser humano;[43] está oculto,[44] aunque para Dios es patente, porque lo conoce;[45] de hecho, Dios lo revelará en el día escatológico del juicio.[46]

            Por otra parte, el corazón está llamado por Dios a ser simple,[47] no doble, “de dos almas”;[48] está llamado a ser verdadero[49] y firme.[50]

 

            c3) Una reflexión sistemática sobre el corazón

 

            Expresado a modo de tesis, se puede afirmar que en torno al término “corazón” -y sus armónicos: espíritu, interioridad, lo oculto del ser humano- cristaliza en la Sagrada Escritura una intuición antropológica que, pasando por una visión cristológica -el hombre Jesús como el revelador de Dios- lleva a una profunda percepción de Dios mismo; esa intuición antropológica vale hoy, en nuestra a mi juicio moribunda cultura moderna, porque orienta una crítica a la modernidad que no cae en las trampas de los movimientos posmodernos. Desarrollaré brevemente esta tesis.

 

1.

            Hemos recordado, al empezar esta sección (supra, “c1”), que el ser humano es un ser dividido, tironeado en diversas direcciones. La unificación que se puede lograr sólo desde el corazón implica poner un orden en nuestra multiplicidad, gracias a un proyecto fundamental que da sentido a nuestra acción a lo largo del tiempo; todo ello sobre la base -nos dice la Escritura- de una entrega radical, porque el corazón está hecho para Dios.

            Por su encarnación, que es real hasta las últimas consecuencias, el Hijo de Dios ha asumido la humanidad de Jesús de Nazaret y ha vivido unificado desde su corazón humano, entregado radicalmente y sin reservas al Padre, en un encuentro a fondo con los hermanos y la naturaleza. De aquí la paradoja del Evangelio: el que quiera ganar su vida -en un proyecto autorreferido-, la perderá; pero el que la pierda -en un proyecto de entrega-, la ganará.

            Como el hombre Jesús de Nazaret es el revelador de Dios no sólo -ni siquiera principalmente- por su doctrina sino por todo su ser, vivir y obrar, su corazón humano que lo unifica revela el corazón de Dios; revela lo que unifica a Dios mismo, lo que -atreviéndonos a hablar con palabra extremada- da sentido a su ser, vivir y obrar; revela la entrega básica de Dios: la Trinidad y la creación-salvación.

 

2.

            Lo que de Dios se revela en Jesús lo ha expresado lapidariamente Juan: “Dios es Amor”, es decir, autodonación, entrega total de sí a tal punto que, no contento de ser trino por su autodonación dentro de sí mismo, crea la humanidad para darse también fuera de sí, al que no es Dios.

            Así, en este Dios que es Amor halla sentido y satisfacción lo que anhelamos más profunda y constantemente: que nos quieran (que nos acojan, ser importantes para alguien, que nos apoyen) y podamos querer (entregarnos sin reserva). Si existimos es porque Dios nos crea -desde el comienzo de nuestro ser en el tiempo y a cada instante de nuestra vida, porque el ser nunca es nuestro, siempre lo tenemos prestado-; y si nos crea es porque nos ama, porque quiere dársenos; y si nos ama es con amor indefectible, para siempre, sin cambio posible.

            Esta idea del corazón como centro unificador de la persona gracias a un proyecto de vida que consiste en la entrega de sí (un proyecto no autorreferido sino heterorreferido, trascendente) puede unificar también la comprensión de la Escritura, porque permite integrar sus afirmaciones (entre otras, la insistencia del Nuevo Testamento en el amor al prójimo).

 

3.

            El problema fundamental es tomar conciencia de ese centro personal en uno mismo y ayudar a los demás a hacer lo propio, como vía para lograr una entrega total, como la de Jesús, a Dios y a los hermanos.

            Algunas pistas son las siguientes. La oración personal como lugar de “recogimiento”, de concentración de todo el ser personal en el corazón puesto en Dios. La permanente reflexión sobre lo vivido, para descubrir dónde encuentro las verdaderas satisfacciones. El realismo, que sabe poner las condiciones que la experiencia (y la tradición espiritual, que acumula la experiencia de la Iglesia) ha mostrado necesarias para acceder al propio corazón: ascesis, silencio, mortificación de los sentidos (hoy: Televisión, cine, etc.). La buena literatura, el buen arte, la buena producción intelectual, las buenas relaciones interpersonales (sean de amistad o de ayuda o ser ayudados): en la medida en que son buenas, brotan del corazón y son un ejercicio de entrada en el propio corazón. La experiencia de la entrega de uno mismo a la persona de Dios, de Jesús, de los hermanos; porque la entrega a una idea desarrolla nuestra inteligencia, la entrega a una causa desarrolla nuestra capacidad de acción, la entrega a un placer desarrolla nuestra sensibilidad estética; pero sólo la entrega a una persona desarrolla nuestro propio ser persona, nuestro corazón, y la entrega a la persona de Jesús lo desarrolla infinitamente.

 

            d) Un “modelo” antropológico

 

1.

            La idea de ser humano que está en la base de este curso puede representarse esquemáticamente como una serie de círculos concéntricos. No se trata de una antropología filosófica acabada, sino de un enfoque más fenomenológico, descriptivo, útil para integrar los diversos datos de las antropologías contemporáneas, sean científicas, culturales o filosóficas.

 

 

                       

 

 

            El círculo más interior del esquema es lo que la Sagrada Escritura -como acabamos de ver- llama el “corazón” del ser humano, es decir, su yo profundo, su centro personal, el centro de interna coherencia de su ser. Luego vienen tres círculos, que podemos llamar los “organismos” externos del ser humano. Estos encarnan el corazón, expresan la interioridad y la hacen así accesible a los demás. Se trata del cuerpo -único que es propiamente orgánico-, del mundo síquico y de la cultura que cada persona ha hecho suya, recibiéndola de su grupo humano.

            En el mundo síquico se pueden distinguir tres segmentos: la razón, sede de las ideas o representaciones de las cosas; la voluntad, sede de las decisiones; y el complejo mundo afectivo, hecho de emociones (o respuestas a los estímulos), afectos (o huellas que las cosas, los acontecimientos y las personas dejan en uno; en el fondo, la afectividad es la capacidad de recibir el mundo, de dejarse “afectar” por él) y sentimientos.

            Cada uno de estos “organismos” encuentra en el que le precede la base de su sustentación, sin la cual no puede existir. En efecto, no hay mundo síquico de ideas, sentimientos y decisiones si no hay cerebro y organismo corporal que lo sustente; tampoco hay cultura si no hay individuos humanos dotados de siquismo. Pero, a su vez, cada uno influye sobre el que lo sustenta, modelándolo de acuerdo a sus objetivos. Para convencerse de ello, basta pensar en la diferencia entre el cuerpo de un atleta y el de un glotón, modelados de manera tan diversa de acuerdo a decisiones y deseos que surgen en el mundo síquico; piénsese también en lo diversos que son los mundos síquicos -las ideas, los sentimientos, los principios de acción- de personas formadas en culturas diversas.

            Estos círculos están limitados exteriormente por la naturaleza, en cuyo seno estamos todos los seres humanos. Entre los círculos que representan la siquis y la cultura hay que situar una circunferencia de trazo grueso, que representa la sociedad o el grupo humano al que cada individuo pertenece.

            En el círculo que representa el corazón habría que abrir, en una dimensión perpendicular al gráfico, la posibilidad del encuentro con Dios; en efecto, el corazón es el “sentido” -análogo a los sentidos corporales de la vista o el oído- de Dios, el “órgano” que nos permite el encuentro con Él.

            Para acercar este modelo a la realidad del ser humano, habría que hacerle una última complicación, imposible de dibujar: en lugar de circunferencias habría que hacer líneas ondulantes, sinusoidales, para representar las múltiples conexiones cruzadas que existen entre los diversos niveles que constituyen al ser humano. El cuerpo, que en cierto sentido es lo más cercano al corazón (éste se expresa admirablemente en los ojos y en los gestos corporales), se toca inmediatamente con la naturaleza, de la que es parte. Hay también conexiones entre el mundo síquico o la cultura con el corazón, etc.

 

2.

            Quiero señalar, para terminar, cuatro ventajas de este modelo y de la comprensión del ser humano que en él se expresa.

            En primer lugar, es un modelo no individualista, porque incorpora al interior del individuo, como parte constitutiva suya, su mundo cultural. Dicho de otra manera, no es que el ser humano, ya constituido como tal, entre en relación con una cultura, sino que es en la cultura del grupo en que el niño nace y se cría donde llega a ser persona. Este aspecto me parece de enorme importancia, debido al individualismo de la cultura moderna, que mantiene la ilusión de que el ser humano termina en su piel, desconociendo el lento período de formación de la persona -esos largos años de la socialización primera-, durante el cual el grupo va construyendo, con los materiales heredados de su gestación biológica y síquica, la obra gruesa de la persona. Esto significa que, cuando la persona llega a disponer de sí, ya tiene dentro lo fundamental de la cultura de su grupo.

            En segundo lugar, este modelo permite distinguir claramente entre el mundo síquico y el centro interior de la persona, su corazón, que no coincide con las profundidades de su siquismo. Esta distinción la veo presente en una serie de afirmaciones de la Sagrada Escritura y de la tradición espiritual de la Iglesia, por ejemplo cuando Pablo distingue entre alma y espíritu (1 Tes 5,23) o cuando Santo Tomás distingue entre las potencias o facultades del alma (de las que surge lo que he llamado el mundo síquico) y su esencia.[51] Quizá el gnosticismo de los dos primeros siglos de la historia de la fe cristiana ha jugado aquí un papel negativo, porque, al usar los términos de esta antropología triádica (cuerpo o carne, alma o siquis, espíritu) en el contexto de una valoración errada de la materia y de una errada comprensión de “lo divino” del hombre, que no es nunca posesión sino llamado de gracia, forzó a la Iglesia a rechazarla y quedó marcada con la sombra de la herejía.

            En tercer lugar, el ser humano aparece como un corazón (o centro personal) que se encarna y se expresa en sus organismos. Aquí se funda el carácter simbólico de la vida humana en su integridad: el cuerpo en sus muy diversas expresiones (palabra, gestos, arte, entrega sexual, etc.), el complejo mundo síquico y sus obras, la cultura misma no son sino expresiones plurales del corazón humano, que en ellas se encarna. Por lo mismo, el diálogo de la revelación, la autocomunicación de Dios a la humanidad, que hace suyo el carácter simbólico del receptor, es ineludiblemente sacramental. En efecto, Dios asume, como vehículo para la comunicación de su amor a las personas, expresiones corporales, síquicas y culturales (y sus correspondientes apoyos naturales) que culminan en Jesús, Logos encarnado, sacramento del encuentro con Dios.

            Finalmente, esta antropologia del corazón permite hacer una crítica que supera la modernidad, pero sin caer en las trampas de la reacción posmoderna. En efecto, la modernidad ha buscado resolver el enigma del ser humano, erigiendo a la razón como guía de un proyecto de autoconstrucción: "conócete a ti mismo", "atrévete a usar tu razón"; un proyecto autorreferido. Poco a poco, a lo largo de los Tiempos Modernos, la razón se ha ido de hecho reduciendo a la razón científico-técnica, que conoce las leyes naturales y las somete técnicamente poniéndolas al servicio de nuestros proyectos de dominio -sin respeto, menos aun entrega- de la naturaleza. La falla fundamental de estos proyectos es que se mueven sólo en el ámbito de realidad alcanzable por la ciencia y la técnica y que en ese ámbito son in-finitos, de modo que siempre es posible esperar falazmente que el progreso futuro traiga la solución a los problemas que nos siguen superando, como si hubiésemos entrado por la senda justa y sólo fuera cuestión de tiempo alcanzar la meta; esto incapacita para buscar la solución en otros planos de la realidad, que se abren desde la perspectiva de otras formas de la razón. Se trata, por lo demás, de proyectos autorreferidos que llevan de hecho a la destrucción, como se ve en los problemas de destrucción de los equilibrios ecológicos de la naturaleza, de la persona (stress, vacío de la vida), de la familia y de la sociedad (guerras, aborto, etc.). Desde la toma de conciencia del corazón como centro de la persona, este problema se puede superar. En efecto, al asumir el proyecto de Dios para mí se rompe la autorreferencia de la modernidad y se vuelve a abrir el cauce de la entrega personal; y la razón, enraizada de nuevo en el corazón, recupera su capacidad simbólica y se hace capaz de ver, en el nivel de realidad directamente accesible a nuestra sensibilidad, el otro nivel de la realidad, el decisivo, porque en él se hace presente Dios y su designio de amor salvífico.

            La antropología del corazón permite, a la vez, superar la posmodernidad, escapar a su trampa. La trampa de la reacción posmoderna consiste a mi juicio fundamentalmente en negar no sólo el tipo de ejercicio imperialista de la razón científico-técnica, sino la razón "tout court", la razón sin más, cayendo en la arbitrariedad de sedicentes accesos no racionales a la realidad y a su fondo más auténtico y vitalizador. Digo arbitrariedad, porque al desconocer el papel de la razón, esos pretendidos accesos privilegiados a la verdad son caminos no controlables, que llevan a emocionalismos, voluntarismos, esteticismos de diverso tipo. En la perspectiva bíblica del corazón, es en ese centro personal donde se pueden integrar todos nuestros niveles de ser y todas nuestras capacidades, también la razón. Enraizada en el corazón, la razón puede enriquecerse con la voluntad y la sensibilidad (la verdad se puede fecundar con el bien y la belleza) y se puede superar la estrechez de los racionalismos que han asolado a la modernidad. Hermosa y larga tarea que tenemos por delante.

 

            7.4. Un supuesto hermenéutico

 

            a) Planteo del problema hermenéutico en Teología

 

1.

            Hemos visto que la revelación bíblica se realiza en la historia y culmina en la persona de Jesús de Nazaret y en su relación con la comunidad apostólica. Por su parte, la fe, que es la acogida de la revelación de Dios, tiene una dimensión cognoscitiva, aunque no se agota en ella, porque es la entrega total de la persona del creyente a Dios que se le ha entregado totalmente en su Hijo; esta dimensión cognoscitiva se justifica porque el creyente es un ser humano capaz de conocer lo que vive y necesitado de legitimar racionalmente sus opciones vitales, sus compromisos de entrega; por ello, la fe implica un momento de conocimiento de esa historia de revelación, un momento de conocimiento de la persona de Jesús.

            Se trata ciertamente de un conocimiento de fe, por lo tanto impulsado y hecho posible por el Espíritu Santo, pero que no por ello deja de estar encarnado en un conocimiento humano de la historia de la revelación y de la persona de Jesús, pues el Espíritu no suple lo humano, no se lo salta ni lo invalida, sino que lo asume y lo eleva. De manera que tenemos que preguntarnos cómo conocemos humanamente la historia y las personas.

 

            Hoy vivimos en un mundo dominado por el conocimiento científico-técnico. El ideal de conocimiento de la cultura moderna está impregnado por dos grandes valores, la objetividad propia de la ciencia y la eficacia propia de la técnica de base científica.[52] Así, para el hombre de la calle de hoy, es conocimiento válido aquel que es lo más independiente posible del sujeto y su subjetividad; es decir, aquel conocimiento que no depende de los deseos ni estados de ánimo del sujeto, de su historia personal ni de sus proyectos de futuro, de los pliegues propios de su sensibilidad ni de las expectativas que se ha hecho. Es conocimiento válido aquel que es, además, lo más capaz posible de poner la realidad conocida bajo nuestro control técnico. Es obvio que, cuando se trata de curar un cáncer o de construir un edificio de altura en lugares donde suele haber terremotos, éste es el conocimiento adecuado.

            El problema es que en la modernidad se ha dado la tendencia a creer que el conocimiento científico-técnico es el único conocimiento válido para cualquier zona de la realidad; por su evidente éxito en su ámbito propio, el de las ciencias naturales, se tiende a aplicar sus métodos a todo otro objeto de conocimiento, también a la persona humana, a su acción y su obra, y a la historia humana. Aquí, sin embargo, este tipo de conocimiento fracasa, como se ve por lo que ocurre con el conductismo en sicología, con el positivismo histórico en historia, por ciertas formas de estructuralismo en literatura, etc. Porque para conocer al ser humano y su obra, para conocer la persona y la historia, se requiere de otro tipo de conocimiento, que es llamado en filosofía hermenéutica (arte de la interpretación).

 

2.

            Digamos una palabra sobre el origen histórico de la hermenéutica contemporánea. Así como Kant exploró las condiciones de posibilidad del conocimiento de la Física clásica (la de Newton), así la filosofía hermenéutica desde Dilthey explora las condiciones de posibilidad del comprender. Su primera tarea fue dar cuenta de la existencia, generada a lo largo del siglo XIX, de la ciencia histórica y de su asombrosa capacidad de reconstruir el pasado histórico, comprendiéndolo.

            Más tarde, Heidegger mostró que la filosofía hermenéutica trata de un comprender que no es una conducta humana entre otras, sino el modo mismo de ser de la existencia humana, en cuanto finita e histórica. Se trata, pues, de un fenómeno universal: el ser humano siempre ha existido comprendiendo.

            Sin embargo, la toma de conciencia hermenéutica surge en un punto preciso de la historia, precisamente cuando la tradición se hace cuestionable; es decir, cuando deja de ser obvio que hay que seguir transmitiéndola. Un caso patente de este cuestionamiento lo representa Lutero frente a la tradición católica. Actualmente, según Gadamer, estamos viviendo otro punto semejante, que exige una toma de conciencia hermenéutica, por cuanto el predominio de la racionalidad científico-técnica -que prioriza el hacer como producir y construir- deja en un plano segundo y menospreciado el recuerdo de lo ya hecho, que es siempre de menor perfección técnica.

 

            La presentación de la hermenéutica la podemos hacer en tres pasos.[53]

 

            b) El círculo hermenéutico

 

1.

            El punto de partida de la reflexión hermenéutica es la toma de conciencia del llamado “círculo hermenéutico”. Éste consiste en el hecho de que, para comprender un “objeto” histórico o personal, el “sujeto” no debe eliminar su subjetividad, como si se tratara de conocer objetos de ciencias naturales. Por el contrario, es precisamente su subjetividad la que le permite comprender, es decir, conocer lo personal y lo histórico.

            Esta subjetividad del sujeto cognoscente está constituida fundamentalmente por sus pre-juicios, es decir, por ese conjunto de juicios previos que le vienen de su experiencia anterior, en la cual confluyen tanto los aspectos individuales e intransferibles de sus vivencias personales como el acervo de la cultura de su grupo, en el que se van recogiendo los aspectos colectivos de la experiencia.

            El conjunto de pre-juicios le dan al sujeto dos cosas fundamentales a la hora de la comprensión de las personas y la historia. Por un lado, le dan las preguntas ante la realidad, sin las cuales pasaría de largo ante ella, sin sensibilidad para captarla. Por otro lado, le dan las categorías para comprender, el conjunto de “casilleros” donde incorporar la realidad, el horizonte dentro del cual la realidad adquiere su sentido.

            Hay que advertir de inmediato que estos pre-juicios (con guión entremedio) corren el riesgo de convertirse en prejuicios (sin guión), lo que ocurre cuando el sujeto no se deja enseñar por la realidad, cuando no está dispuesto a corregir sus juicios previos ante una persona, una obra humana, un hecho histórico, sino que afirma sin más lo que, por su experiencia personal y cultural anterior, le surge como espontáneo juicio ante esa realidad.

 

2.

            Gadamer expone el círculo hermenéutico tal como lo ha elaborado Heidegger en Sein und Zeit (Ser y Tiempo). Heidegger y Gadamer se refieren en primer término a la experiencia de comprender un texto que se lee, pero lo que dicen a propósito de la experiencia de comprender un libro vale para la comprensión de cualquier objeto personal o histórico.

            El lector comprende en la medida en que, al tomar el texto, esboza su posible sentido global. Esto lo hace a partir de sus expectativas de sentido, que le vienen de su experiencia anterior con textos. Pero este sentido global va siendo luego probado parte a parte, a medida que el lector avanza en su lectura; dicho de otra manera, a cada nuevo paso, el lector reesboza el sentido global, hasta que, al final de la lectura, el último reesbozo es el sentido que ese lector ha captado. Terminada la lectura de un texto, la experiencia del lector queda transformada; los esbozos que haga al tomar en sus manos un nuevo texto estarán condicionados ahora por esta experiencia. Y así sucesivamente.

            Esta comprensión del fenómeno de la comprensión de un texto -pero que vale también, como he señalado recién y como se encarga de subrayar Gadamer, para cualquier objeto histórico, es decir, para cualquier obra del hombre que se quiera comprender- plantea de inmediato una pregunta por la objetividad de la comprensión. Porque pareciera estar determinada por esos esbozos de sentido, que dependen de la experiencia subjetiva anterior de cada lector, de modo que no cabría la posibilidad de comprender un sentido objetivo. Esto no es así, para Gadamer. La objetividad está dada por lo que él llama el ajuste o ensamble de las partes del texto que se va leyendo en ese esbozo global de su sentido hecho al comenzar. Podríamos decir que se trata de una objetividad como de un rompecabezas, cuyas piezas representan cada una un detalle preciso, situado en un lugar determinado, de la figura total que el rompecabezas representa. Este tipo de objetividad supone que el lector tenga conciencia de la alteridad del texto, es decir, que está escrito no por él, sino por otro. Y sólo se puede tener conciencia de la alteridad en la medida en que se la tenga de los propios prejuicios, de la propia precomprensión, de las propias opiniones previas.

 

            c) La historicidad de la comprensión

 

            El acto de conocer o comprender la realidad humana e histórica tiene un carácter histórico, que le viene no sólo de su objeto sino también del sujeto que conoce.

 

1.

            Hay un aspecto de la historicidad de los objetos de la comprensión que es obvia: se trata de personas, obras y acontecimientos que son históricos, en cuanto se dan en la historia humana. Pero lo decisivo no es este aspecto trivial sino otro, más profundo, que es el que ha subrayado Gadamer, conceptualizándolo bajo la idea de “historia de los efectos”.

            Para el Romanticismo, la comprensión de un objeto histórico, sobre todo de una obra literaria, se hace porque el intérprete actual logra congeniar con el autor de esa obra, en un acto en cierto modo inmediato, sin mediación. Contra esta postura romántica, Gadamer muestra que todo acto de comprensión está mediado por la tradición, que hace de puente entre el texto o la obra que se trata de comprender y el intérprete actual que la comprende. No puede haber nunca una inmediatez, una relación inmediata, sin mediación, entre el intérprete y el autor; no hay, por lo tanto, reproducción de la obra tal como fue producida por su autor. Comprender es, por el contrario, producir ahora el sentido del texto o de la obra.

            Gadamer entiende la tradición como la historia de los efectos (“historia efectual” traduce la versión castellana) que ese texto u obra han producido. Esta historia no es, sin embargo, un añadido extrínseco a la obra (como lo es la serie de ondas que la piedra produce al caer en el agua); es más bien parte constitutiva de la verdad de esa obra, que se va desplegando lentamente a medida que va dando de sí todos sus efectos, hasta el final de la historia. De aquí, podemos decir, se desprende el carácter “escatológico” de los objetos de comprensión, ese rasgo de no estar plenamente constituidos sino cuando han dado a luz todos sus posibles efectos en la historia; de aquí también el carácter anticipatorio de nuestra comprensión, que no puede sino esbozar ese final escatológico para poder comprender su objeto, lo que implica que toda comprensión nuestra es provisoria y siempre profundizable.

 

2.

            No sólo el objeto de comprensión es histórico; también lo es el sujeto que conoce. En efecto, el ser humano es histórico en cuanto es proyecto de futuro y en cuanto pertenece a una tradición que lo sustenta desde el pasado.

            Ha sido mérito del existencialismo de mediados de este siglo haber subrayado que el ser humano es proyecto. Esto significa que nunca estamos pura y definitivamente dados, sino que siempre estamos en proceso de ser, y que en ese proceso vamos haciéndonos ser lo que somos de acuerdo a lo que nos proponemos ser, de acuerdo a nuestros proyectos (que pueden ser más o menos conscientes y deliberados).

            Por otro lado, el ser humano pertenece a una tradición, a una cultura. La persona no es capaz de hacer proyectos por sí misma y desde su nacimiento, sino que tiene que llegar a hacerse capaz, lo que logra recibiendo la cultura de su grupo, que es la que le permite desarrollar poco a poco su libertad. Es la cultura del grupo al que cada uno pertenece la que le da al ser humano esos pre-juicios (precomprensión, punto de vista) que le hacen posible conocer la realidad personal e histórica, como veíamos hace un momento. Detengámonos aquí un instante, siguiendo la argumentación de Gadamer, que quiere reivindicar la función positiva de estos pre-juicios en el acto de la comprensión, superando a la Ilustración, que desacreditó radicalmente los prejuicios.

            La Ilustración concibió los prejuicios como juicios infundados, frutos de un doble origen: la autoridad dogmática de la tradición, que se supera mediante el uso de la razón; y la precipitación personal en el uso de la razón, que se supera mediante el método.

            Sin embargo, señala con razón Gadamer, los prejuicios -que hay que entender como pre-juicios, como juicios previos, no necesariamente definitivos (en cuyo caso se convertirían en los prejuicios contra los que luchó la Ilustración)- no hacen más que expresar nuestra historicidad, el hecho de que pertenecemos a la historia. Pertenecemos a ella por cuanto somos parte de sus formas institucionales concretas de familia, sociedad y Estado, que durante nuestra infancia, pero también a lo largo de toda nuestra vida, nos entregan sus propios juicios sobre las cosas; y estos juicios los hacemos nuestros, a menudo sin criticarlos racionalmente para hacer de ellos juicios fundados. Nosotros pertenecemos a la historia, más que la historia nos pertenece; en efecto, ella -mediante las instituciones recién recordadas- nos da nuestra identidad pre-refleja; nuestra identidad cultural, podríamos decir.

            Por otra parte, añade Gadamer, la autoridad de las tradiciones que recibimos no se opone a la razón; ésta, en efecto, puede reconocer el valor de esa tradición y cuida de su pureza en la transmisión a las generaciones venideras.

 

            d) El proceso de comprensión

 

            Expongamos, para terminar, cómo es el proceso de comprensión de los objetos personales e históricos. Dos momentos hay que considerar, el de la fusión de horizontes y el de la aplicación de la verdad.

 

1.

            Hemos visto que tanto el sujeto como el objeto que se encuentran en la comprensión de las realidades históricas y personales son históricos. Esto significa que ambos traen consigo su propio horizonte histórico de sentido. Para que haya comprensión auténtica, el horizonte del sujeto debe ensancharse y dar cabida al del objeto; es lo que Gadamer llama “fusión de horizontes”.

            El horizonte del sujeto que interpreta está constituido por el conjunto de sus pre-juicios, que le dan el punto de vista desde el cual él interpreta; Gadamer se apresura a añadir que este punto de vista es siempre finito, pero ensanchable, es decir, que no está definitivamente determinado por lo que a cada sujeto le llega de su pasado y de las instituciones dentro de las cuales se ha formado como persona. El horizonte del objeto -el texto o la obra histórica que se trata de interpretar y comprender- puede ser conocido gracias a la actual ciencia histórico-crítica; habría que añadir que también una lectura atenta del texto (o de la obra) -tal como nos la enseñan hoy los métodos de la lingüística estructural, por ejemplo- permite recuperar buena parte de ese horizonte que inevitablemente deja huellas en el texto u obra. Estos dos horizontes se funden en el sujeto, cuyo horizonte de comprensión se ensancha, se enriquece con cada nueva comprensión.

 

2.

            El encuentro hermenéutico con el objeto histórico culmina, según Gadamer, en la aplicación que el sujeto hace a sí mismo y a su propia situación hermenéutica (su situación cultural) de la verdad a la que apuntaba el objeto interpretado.

            Hemos visto que en la perspectiva de la hermenéutica romántica, la interpretación de las obras históricas del ser humano se hace por congenialidad del intérprete con el autor (que permite al intérprete reproducir el acto creador mismo del autor), congenialidad que se funda en el común compartir la subjetividad de la naturaleza humana, su carácter de sujeto. Todo texto y toda obra histórica es vista sólo como expresión de una subjetividad humana, como ‘“Lebensausdruck” (expresión de vida). Para Gadamer, sin embargo, la comprensión es posible gracias a que tanto el texto u obra como su intérprete pueden comunicar en la verdad a la que ese texto u obra apuntan. Esto supone que todo texto y toda obra humana en la historia pretenden algo más que sólo ser expresión subjetiva de vida; que apuntan a expresar una verdad ontológica acerca del ser humano y su mundo de relaciones. Esto le da a la comprensión su objetividad, diferente claro está de la de las ciencias naturales.

            La hermenéutica romántica ya había dado un paso en esta dirección, al darse cuenta de que comprender no es sólo entender, sino que implica ya la explicación, en la forma radical de explicarse a sí mismo lo comprendido; la explicación a otros no hará más que prolongar esta primera explicación comprensiva. Pero le faltó ver que la aplicación no es un añadido extrínseco y posterior a la comprensión, sino que es parte constitutiva del fenómeno hermenéutico, de modo que no se comprende lo que uno no se aplica.

            En apoyo a este entender la comprensión como aplicación, Gadamer cita la hermenéutica teológica, que siempre ha sabido que comprender la verdad del Evangelio significa aplicarse la verdad salvífica, incluso más, hacerla; cita también la hermenéutica jurídica, consciente de que interpretar la ley es ver en qué medida se aplica o no al caso concreto que se tiene entre manos, y la hermenéutica de la filología renacentista, que busca una comprensión de la herencia clásica que haga crecer y madurar como personas a los jóvenes que se dedican a ella. Es, por lo demás, lo que ocurre en toda “interpretación” teatral o musical.

            En el fondo, entonces, comprender la tradición interpretada significa servirla, aplicando a la situación actual lo que en ella hay de válido, es decir, su verdad.

 

            e) Conclusión: hermenéutica y verdad

 

            En la tarea interpretativa se deben distinguir dos momentos, que corresponden a dos niveles que se dan en toda obra humana, que es en su fondo siempre expresión de una verdad. Al nivel de la expresión corresponde en hermenéutica el momento que podemos llamar técnico o de preparación del texto (o, en general, de la obra humana que se interpreta); al nivel de la verdad que ahí se expresa corresponde el momento hermenéutico propiamente filosófico o teológico, que es el de la captación de la verdad, momento que podemos llamar con Mura “veritativo”. Creo que estos dos momentos corresponden también a la dualidad que hemos visto que constituye al ser humano en el modelo antropológico: corazón (verdad y momento veritativo) que se encarna en sus organismos (expresión y momento técnico o de preparación).

            En el texto de Gaspare Mura recién citado esta dualidad aparece con una serie de armónicos que vale la pena reproducir, para dar más sustancia a la idea de dos niveles hermenéuticos. Recojo en forma de una tabla indicaciones que están dispersas a lo largo de su libro:

 

hermenéutica técnica

(nivel de la expresión: organismos)

hermenéutica veritativa

(nivel de la verdad: corazón)

exégesis

mensaje

lenguaje

pensamiento

significado de las palabras

verdad del texto

significado verbal

significación

textura gramatical y estructura lingüística del texto

sentido oculto

diversidad

de personajes y acontecimientos del relato

unidad

de sentido

palabra

cosa

discurso de la razón

(que maneja nociones y sus relaciones: "ratio cogitat")

juicio de existencia del intelecto

(que conoce la verdad a la luz del ser: "intellectus intelligit")

fusión de horizontes

(intérprete/obra interpretada)

aplicación de la verdad

(de la obra al intérprete y su situación)

metodología

verdad

perspectivas históricas...

...sobre la verdad

historicidad de la verdad

carácter absoluto de la verdad

carácter histórico de la hermenéutica

carácter revelativo de la hermenéutica

singularidad

de todo objeto de hermenéutica

universalidad

del sentido que ese objeto encarna

objetividad

de todo objeto de hermenéutica

subjetividad de la interpretación,

por las categorías culturales del intérprete

 

 

            Cuando se rompe la tensión entre estos dos niveles de la hermenéutica, se cae en uno de los dos extremos siguientes:

            -relativismo nihilista, si sólo se admite una expresión desligada de la verdad. Es lo que tiende a ocurrir en la hermenéutica romántica, que comprende la obra humana sólo como “Lebensausdruck” (expresión de vida subjetiva), que es interpretable o bien sólo por congenialidad del intérprete con el autor (así en el romanticismo), o bien en forma totalmente arbitraria (como en la posmodernidad). Se desconoce la presencia de la verdad como tercero entre la obra y el intérprete.

            -absolutismo dogmatista, si se identifica la expresión con la verdad que en ella se expresa; como si la verdad pudiera expresarse de manera absoluta en una formulación conceptual y lingüística.

            Se trata, por consiguiente, de reconocer que toda obra humana (incluso toda vida y toda historia humanas) es, a la vez, “Lebensausdruck” (expresión de vida) individual e histórica y expresión de una verdad supraindividual y suprahistórica, porque toda vida humana y sus expresiones singulares son encarnación (mejor o peor, más o menos distorsionada) del ser, es decir, de lo que Dios quiere de esa persona.

            Cuando no se tiene en cuenta la relación de la obra a interpretar (y también de su autor y del mismo intérprete) con la verdad, sólo queda la relación entre el intérprete (como sujeto de conocimiento) y el autor, mediada por la obra que se trata de interpretar. En un primer momento, el de la hermenéutica romántica, se concibe que la interpretación adecuada se logra cuando el intérprete puede congeniar con el autor; se supone que en este caso, y sólo en él, el intérprete logra re-producir la obra del autor, concebida como mera expresión de su subjetividad. En un segundo momento, el de la hermenéutica del siglo XX, se desconfía de esa posibilidad de congeniar con el autor y el interés se centra exclusivamente en la obra; la relación del intérprete con la obra se concibe en dos variantes principales, sea como dominación (el intérprete es libre de interpretar a su arbitrio la obra, otorgándole significados: hermenéutica nihilista posmoderna), sea como sumisión (el texto es la única realidad auténtica, el intérprete más que sujeto autónomo de habla es actuado por el lenguaje y su tarea consiste en descubrir las estructuras de lenguaje que han producido la obra que se trata de interpretar; es la postura de cierta hermenéutica estructuralista).

 

            7.5. Un supuesto teológico-pastoral

 

1.

            Ya hemos visto, al estudiar la revelación y la fe en el Nuevo Testamento (cap. 5), que la transmisión de la revelación histórica que culmina en Jesús de Nazaret está encomendada a la Iglesia. Por ello, la tarea pastoral de la Iglesia consiste en comunicar al mundo entero el Evangelio realizado en Jesús y la comunidad apostólica, para que toda la humanidad siguiente pueda vivirlo. Esto implica que la Iglesia es doblemente relativa; es relativa, por una parte a Dios, por otra al mundo.

            La Iglesia es relativa a Dios porque es de Él, es el instrumento histórico de su designio de salvación. Esto es lo que quieren decir las imágenes bíblicas de la Iglesia como Pueblo de Dios (pueblo que le pertenece a Él), Cuerpo de Cristo (comunidad humana que hace presente a Cristo en la historia posterior a su Ascensión) y Templo del Espíritu (donde Él habita).

            Pero la Iglesia es relativa también al mundo, a la humanidad, a cuyo servicio está para comunicarle el Evangelio. Esta comunicación no se lleva a cabo con la sola declamación por parte de la Iglesia del Evangelio tal como ella lo conoce y lo concibe en cada etapa de la historia y en cada cultura; la Iglesia debe hacer permanentemente el esfuerzo de comunicarlo de tal modo que los receptores -posiblemente de una cultura diferente de la de los evangelizadores y con algún grado de desconocimiento de Jesús- efectivamente entren en contacto con esa fuerza de Dios para salvación de todos que es el Evangelio.

            Esta doble relatividad debe modelar muy profundamente las actitudes tanto de los cristianos como de la Iglesia en cuanto institución.

 

2.

            La Iglesia puede ser relativa al mundo porque el Evangelio que le debe comunicar, aunque siempre está expresado y vivido en una cultura determinada (la de Jesús y la comunidad apostólica en el tiempo de la primera Iglesia, la de los evangelizadores de cada tiempo y lugar luego), es independiente de toda cultura, porque está destinado a todas las culturas. Pasa con el Evangelio lo mismo que con cualquier contenido de una comunicación: no existe nunca puro, sino siempre ya vertido en un medio de comunicación; así tampoco el Evangelio existe independientemente de una cultura -la de los cristianos que lo viven y comunican al mundo-, pero puede ser “traducido” a cualquier otra cultura. Esto es así porque, en su raíz y en su núcleo, el Evangelio no es un sistema doctrinal, moral, litúrgico y disciplinar, sino una persona, la persona de Jesús de Nazaret. Y las personas, aunque profundamente modeladas y condicionadas por su cultura, pueden comunicarse más allá de sus fronteras culturales porque hay en cada una de ellas la común naturaleza humana.

            La tarea pastoral de la Iglesia consiste, entonces, en poner a la gente de todos los tiempos y culturas en contacto vivo con el Señor Jesús, que habita en ella, en sus sacramentos y en su predicación de la Palabra de Dios.

 

3.

            Una consecuencia para la acción pastoral de la Iglesia es que no debe hacerse en espíritu de proselitismo sino de misión. En el proselitismo cristiano el comunicador del Evangelio busca hacer del otro, del receptor, un doble -un “clon”- de sí mismo; el proselitista busca ganar gente para incorporarla en su propio grupo, forzándola a hacer suyo el sistema doctrinal, moral, litúrgico y disciplinar que ha desarrollado el grupo como expresión y encarnación inculturada del Evangelio. La auténtica misión, en cambio, busca llevar el Evangelio a los que aún no lo conocen ni lo viven, para que lo inculturen en su propia cultura y desarrollen el sistema doctrinal, moral, litúrgico y disciplinar más adecuado como expresión del Evangelio en su cultura. El proselitismo es, así, un movimiento autocentrado, que busca reproducir en el otro la propia vida; la misión es un movimiento heterocentrado, centrado no en el emisor sino en el receptor del Evangelio, que busca contagiar al otro con el Evangelio, para que él lo viva en su realidad personal y cultural, a partir del acto de acogerlo en su corazón. La tentación de autocentrarse es grande en toda época y lugar, y la Iglesia y cada uno de nosotros, cristianos y agentes pastorales, debemos estar atentos a no caer en ella.

 

            Con estos cinco supuestos entramos, entonces, a sistematizar los datos que el depósito de la fe nos entrega acerca de los conceptos de revelación y fe.


 


[1] Gerald O’Collins, s.j., Fundamental Theology (traducción italiana: Teologia fondamentale. Brescia, Queriniana, 3ª ed. 1988. 338 pp. (Biblioteca di Teologia contemporanea 41).) ha insistido fuertemente en la casi total identidad entre salvación y revelación en la Escritura.

[2] Peter L. Berger y Thomas Luckmann, The Social Construction of Reality. A Treatise in the Sociology of Kowledge. Harmondsworth, Penguin Books, 1979 (1ª ed. 1966). Traducción castellana: La construcción social de la realidad. Buenos Aires, Amorrortu, 1968. 233 pp.

[3] 1 Co 10,12; Gal 5,4; etc.

[4] Rom 5,2.

[5] Jn 8,44.

[6] Rom 11,20.

[7] Fil 4,1.

[8] 1 Co 15,1.

[9] Fil 1,27.

[10] Gal 5,1.

[11] Episodio narrado en Hech 10.

[12] Hech 16,14; 2Co 4,6; 8,16; Fil 4,7; Col 3,15; 1Tes 2,4; 3,13; 2Tes 2,17; 3,5; 2Tim 2,22; Heb 8,10; 10,16; 1Pe 3,15; Apoc 17,17. La misma vinculación positiva con Dios se predica del “espíritu” del ser humano, de su “pneuma”: Rom 1,9; 8,16; Stgo 4,5.

[13] Mt 15,8 (y p. Mc 7,6). La cita es de Is 29,13.

[14] Mc 11,23; Hech 8,37; 15,9; Rom 10,9-10; Ef 3,17.

[15] Heb 3,12; ver Lc 24,25.

[16] Mt 5,8; Hech 15,9; 1Tim 1,5; 2Tim 2,22; Heb 10,22; Stgo 4,8.

[17] Mt 15,18-20 (y p. Mc 7,21-23); Rom 1,24.

[18] Rom 2,29.

[19] Hech 7,51.

[20] Rom 5,5; 2Co 1,22; Gal 4,6 (el paralelo Rom 8,16 usa “pneuma”).

[21] Mt 13,19 (y p. Lc 8,12); Jn 13,2; Hech 5,3; ver Rom 16,18.

[22] Lc 8,15; Rom 10,8 (que cita Dt 30,14).

[23] Rom 2,15; Heb 8,10; 10,16.

[24] Heb 13,9.

[25] Lc 1,66; 2,19,51; ver, con “pneuma”, Mc 2,8.

[26] Mt 5,28; Stgo 3,14; 2Pe 2,14.

[27] Mt 9,4 (y p. Mc 2,6,8; Lc 5,22); 15,18-19 (y p. Mc 7,21); Lc 1,51.

[28] Mc 3,5; 6,52; 8,17; Jn 12,40; Ef 4,18; Heb 3,8,15; 4,7 (que cita Sal 95,7).

[29] Lc 21,34; 24,25.

[30] Mt 13,15 (que cit Is 6,9); Hech 28,27.

[31] Rom 1,21.

[32] Rom 2,5.

[33] Heb 3,10.

[34] Stgo 5,5.

[35] Mt 24,48 (y p. Lc 12,45); Lc 21,14; Hech 2,37; 5,4; 7,23; 1Co 4,5; 7,37; 2Co 9,7. Ver Hech 19,21, que usa “pneuma”.

[36] Mt 9,4 (y p. Mc 2,6,8; Lc 5,22); 13,15 (y p. Jn 12,40; Hech 28,27, que citan Is 6,10); Lc 3,15; 9,47; 24,38; Hech 8,22; 1Co 2,9; 2Co 3,15; 4,6; Ef 1,18; Fil 4,7; Heb 4,12.

[37] Rom 2,15; Heb 10,22. Ver 1Jn 3,19-21.

[38] Lc 24,32; Hech 7,39; Rom 10,1; 2Co 8,16; ver Mt 6,21 (y p. Lc 12,34).

[39] Heb 4,12; ver con “pneuma”: Mc 8,12; Lc 1,47; Jn 11,33; 13,21; Hech 17,16; 18,25; 1Co 16,18; 2Co 2,13; 7,13; Stgo 4,5; 1Pe 3,4.

[40] Lc 24,32; Jn 16,6,22; Rom 9,2; Hech 2,26 (que cita Sal 16,9); 2,46; 14,17; 2Co 2,4; Ef 6,22; Col 2,2; 4,8; 2Tes 2,17.

[41] Hech 7,54.

[42]  2Tes 3,5; 1Tim 1,5; 1Pe 1,22.

[43] Mt 12,34 (y p. Lc 6,45); 18,35; 22,37 (y p. Mc 12,30,33; Lc 10,27, que citan Dt 6,5); 24,48 (y p. Lc 12,45); Mc 7,18-19,21; Lc 1,17 (que cita Mal 4,5-6; Sir 48,10); 21,14; Jn 14,1,27; Hech 2,37; 4,32; 14,17; 21,13; Rom 6,17; 10,6; 2Co 3,2-3; 5,12; 7,3; Ef 5,19 (y p. Col 3,16); Fil 1,7; 1Tes 2,17; Heb 8,10 (=10,16, que citan Jer 31,33); Stgo 1,26; 1Pe 1,22; 2Pe 1,19. Ver, con “pneuma”, Mt 5,3; 1Co 2,11; 5,3-4; Col 2,5. Ver “interior”: Mt 7,15; 23,25 (y p. Lc 11,39); 23,27,28; Mc 7,21; Lc 11,40; Rom 7,22; 2Co 4,16; 7,5; Ef 3,16.

[44]  1Co 14,25; 2Co 6,11; 1Pe 3,4.

[45] Heb 4,12; ver “Conocedor del corazón”: Lc 16,15; Hech 1,24; 15,8; Rom 8,27; 1Tes 2,4; 1Jn 3,20; Apoc 2,23 (que cita Jer 11,20 y otros); ver 1Pe 3,4 (se atribuye también a Jesús: Mc 2,8 [y p. Mt 9,4; Lc 5,22]; Lc 9,47; 24,38; Jn 2,24-25).

[46] Lc 2,35; 1Co 4,5. Ver Lc 6,45. Ver “escondido”: Mt 6,4,6,18; Rom 2,16,28,19; 1Co 4,5.

[47] Hech 2,46; Ef 6,5 (y p. Col 3,22).

[48] Stgo 1,8; 4,8.

[49] Heb 10,22.

[50] Hech 11,23; ver “fortalecer” el corazón: 1Tes 3,13; Heb 13,9; Stgo 5,8, o el “pneuma”: Lc 1,80.

[51] Véanse los textos de Santa Teresa de Avila en el Anexo 3.

[52] Es lo que ha mostrado Jean Ladrière, Les enjeux de la rationalité. Le défi de la science et de la technologie aux cultures. Paris, Aubier-Montaigne, 1977. (Analyse et raisons 24). 221 pp. Traducción castellana: El reto de la racionalidad. La ciencia y la tecnología frente a las culturas. Salamanca, Sígueme y París, UNESCO, 1978. (Hermeneia 11). 196 pp.

[53] Muchas de las ideas que siguen dependen de una obra crucial: Hans Georg Gadamer, Wahrheit und Methode. Grundzüge einer philosophischen Hermeneutik. 2. Auflage durch einen Nachtrag erweitert. Tübingen, J.C.B. Mohr (Paul Siebeck), 1965 (1ª ed. 1960). XXIX + 524 pp. Traducción castellana: Verdad y Método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Salamanca, Sígueme, 1977. (Hermeneia 7) 687 pp. Se puede ver también Gaspare Mura, Ermeneutica e Verità. Storia e problemi della filosofia dell’interpretazione. Roma, Città Nuova Editrice, 1990 (Filosofia 18). 516 pp.