6. EL MAGISTERIO DE LA IGLESIA

 

            Sobre la revelación, el Magisterio de la Iglesia prácticamente no se pronuncia antes del Concilio Vaticano I. Esto comprueba que el concepto de revelación no se problematizó sino a partir de los Tiempos Modernos; antes es dado por sentado y no se ve la necesidad de tematizarlo. La fe, en cambio, al igual que en la Sagrada Escritura, es tematizada y problematizada desde muy al comienzo de las declaraciones magisteriales.

            Cinco son los momentos cruciales en las afirmaciones magisteriales acerca de la revelación y la fe, desde el Sínodo de Orange en 529 hasta el Concilio Vaticano II en nuestros días.

 

            6.1. El Segundo Sínodo de Orange, 529

 

            a) El telón de fondo histórico

 

            a1) Antecedentes remotos

 

1.

            Antes de entrar en el estudio del texto del Sínodo de Orange, es conveniente remontar un poco en el tiempo, haciendo el puente entre lo que hemos estudiado de la Sagrada Escritura y lo que encontraremos en Orange.

            Los Padres griegos, nos dice Walgrave,[1] deben defender la fe contra las objeciones de los paganos cultos de su época, cuya primera cuestión tiene que ver con el carácter irracional de la fe cristiana, que les parece desprovista de un fundamento suficiente de razón (apodeixiV [apodeíxis]). De ahí que tengan que subrayar el carácter racional de la fe en sus apologías del cristianismo; pero con la clara conciencia de que se trata de un servicio que unos pocos dentro de la Iglesia deben hacer para facilitar a los de fuera el ingreso a la fe, pues a los cristianos de dentro sólo se les exige la escucha de la Palabra de Dios en una actitud subjetiva adecuada, que es la buena disposición del alma. Para los Padres griegos, lo decisivo en el paso a la fe no es la inteligencia sino la voluntad, que hace menos importantes las pruebas objetivas de razón; la inteligencia les parece secundaria, necesaria para las almas toscas y superficiales, a las que les cuesta mucho tener esa buena disposición de la voluntad. Los Padres saben, además, que para la fe se requiere la acción de la gracia, que mueve interiormente a la voluntad e ilumina la inteligencia.

            Esta concepción es coherente con la mística del Logos desarrollada por los Padres griegos. La fe es para ellos, como en el Evangelio de Juan, una visión espiritual de Dios. El alma, en el designio originario de Dios, tenía esta visión, pero la perdió por el pecado; ahora la recupera por la gracia, debida a la Encarnación del Logos, que ha hecho posible que el ser humano vuelva a unirse a él para ver a Dios. En palabras de Teodoreto de Ciro, así como el ojo corporal ve las cosas gracias a la luz, así el espíritu necesita de la fe para ver a Dios; aquí se recoge una idea del neoplatonismo, pero corrigiéndola, por cuanto esta capacidad de ver a Dios no es propia del ser humano sino que procede de un regalo gratuito de Dios.

 

2.

            En cuanto a la idea de revelación, siguiendo a Stockmeier[2] podemos afirmar tres cosas principales.

            En primer lugar, la revelación es concebida en estos primeros siglos de la fe como un acontecimiento que sigue ocurriendo; aún no se ha trazado la frontera que cerrará posteriormente la revelación. Se vive la convicción de que las visiones y las profecías no se han apagado en la Iglesia con la muerte de los apóstoles (Stockmeier cita un trabajo de Ratzinger, en el que recuerda que en la antigüedad se creyó incluso en la inspiración de los Concilios ecuménicos, y que en la Edad Media se pensaba que eran posibles revelaciones del Espíritu Santo que dieran a la Iglesia conocimientos hasta entonces mantenidos en el secreto de Dios). Esto es debido a que en el horizonte del pensamiento patrístico prima la consideración de la acción salvífica de Dios, que ciertamente no se ha agotado, que sigue ocurriendo.

            Los Padres usan los mismos términos que el Nuevo Testamento, sobre todo apokaluptein (apokalúptein) y faneroun (faneroun), pero también dhloun (deloun) y gnwrizein (gnorízein). Del par revelación/conocimiento (apokaluyiV [apokálupsis]/gnwsiV [gnosis]), el primero designa el hecho de que el ser humano no puede disponer de la revelación de Dios, mientras que el segundo expresa la búsqueda humana de conocimiento salvador. Se usan además paideuein (paideúein), enseñar, y oikonomia (oikonomía), economía, dispensación, para expresar la acción histórica de Dios en el Antiguo Testamento y en Cristo, y paradosiV (parádosis) -transmisión, tradición, entrega-, para referirse a los contenidos de la fe. La revelación histórica y la revelación por creación quedan vinculadas en la persona de Cristo. Se evidencia aquí la influencia estoica, que lleva casi a integrar la revelación testimoniada en la Escritura en la revelación por medio de la creación, concebidas ambas sobre todo como manifestación de la voluntad de Dios. De aquí surge un doble efecto.

            Por un lado, la revelación es vista como un fenómeno universal (la creación lo es), lo que permite a los Padres integrar la cultura griega en la fe. Los Padres acuñaron la expresión LogoV spermatikoV (Lógos spermatikós) (en la confluencia del platonismo medio, del estoicismo y de la parábola del sembrador) para expresar que en la humanidad precristiana ya se encuentran gérmenes del Logos revelado en Cristo, porque toda la realidad -y toda verdad que el ser humano puede alcanzar- está marcada por la huella de Cristo; así, el Cristianismo es la verdadera filosofía. En esta perspectiva, la fe queda afectada por un cierto intelectualismo, compensado, sin embargo, porque -como aparece ya en la Carta a Diogneto- los Padres ven que en Cristo se unen la actividad creadora de Dios y su obra salvadora. Esta idea es clave en la Patrística griega, que dará gran importancia a la revelación de Dios en las obras de su creación (según Rom 1,19-20) y a la idea correlativa de la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, presente ya en Teófilo de Antioquía. Esta idea del Creador Todopoderoso facilita la convergencia de las nociones bíblica y filosófica de Dios, que ya se había iniciado en el pensamiento judío helenista.

            Por otro lado, sin embargo, esta universalización de la revelación se hace a costa de una cierta moralización, porque la revelación es entendida sobre todo como ley moral. Tertuliano acentuó que la revelación de Dios se da no sólo en las creaturas naturales exteriores, sino también en el sujeto humano. Esto lo llevó a subrayar la necesidad de la pureza de corazón para captar al Dios que se revela, la necesidad del cambio moral. Así, se vio que razón y fe no son caminos separados, sino que la fe es el supuesto necesario para que la razón pueda conocer de hecho a Dios por medio de sus obras creadas. Esta idea es coherente con la conciencia tan aguda que tienen los Padres griegos de la trascendencia de Dios: nadie lo puede conocer, a menos que Él se revele, y la revelación sólo puede ser acogida en la fe (como expresa la Carta a Diogneto 8,6). Aquí se encuentra un apoyo ulterior en otra idea del mundo antiguo, sobre todo el romano, que atribuye autoridad a la revelación divina: el mensaje cristiano puede presentarse al mundo griego con la autoridad propia de una doctrina revelada.

            Por último, hay que destacar que en el mundo romano se produce una cierta juridización de la idea de revelación, debido a la vinculación de la revelación histórica con la idea de tradición. Los Apóstoles son vistos como el gozne entre Cristo y la Iglesia, por lo tanto, los que garantizan la autenticidad y la verdad del Evangelio. A ellos, en efecto, hizo Cristo testigos de toda su obra y de toda su doctrina; ellos pusieron por escrito esta revelación. Así, hay una estrecha unión entre el acto de Cristo (la revelación) y el de los Apóstoles, que da origen a la tradición, que garantiza para nosotros el Evangelio, puesto que la Iglesia da los criterios adecuados para la interpretación de la Sagrada Escritura, aunque ella se sabe puesta por debajo de la revelación. Tertuliano subraya que la “regula fidei” (regla de la fe) ha sido entregada en una cadena que parte por Dios mismo, que envía a Cristo, éste a sus apóstoles, éstos a la Iglesia; para él, por lo tanto, la apostolicidad es un criterio de verdad. Al ver así las cosas, Tertuliano incorpora una idea de Cicerón, quien fundaba el valor de las leyes de Roma en su carácter tradicional: remontan a los dioses que hablaron a los hombres en el origen de la humanidad.

 

            a2) Antecedentes próximos

 

            Para entender las decisiones doctrinales del Segundo Sínodo de Orange tenemos que retroceder por lo menos hasta comienzos del siglo V; ahí tuvo lugar, hacia 410-420, la polémica entre Agustín y Pelagio, y más tarde, hacia 425-430, como un eco, la discusión entre Agustín y algunos monjes del sur de Francia.

            Para Pelagio sólo son gracia de Dios la creación del ser humano dotado de libertad, la revelación que culmina en Jesucristo, y la predicación de la Iglesia que transmite a cada época esa revelación ya acaecida. Todo el resto en la obra de salvación es del ser humano.

            Para Agustín, en cambio, influido en esto por su propia experiencia de imposibilidad de salir solo del pecado (experiencia que le permite entender muy intensamente los escritos de Pablo), el ser humano está profundamente herido por el pecado, por lo que se hace necesaria la gracia de Dios que sane su libre albedrío. Por eso la fe es gratuita y sobrenatural desde su comienzo mismo; es obra interna del Espíritu Santo en el alma del creyente. Y también es sobrenatural el conocimiento de fe, la penetración en los contenidos de  la revelación.

            Uno de los méritos de Agustín  es haber esbozado una sicología de la fe, hecha de dos expresiones aparentemente contradictorias, pero en verdad complementarias: “crede ut intelligas” y, al revés, “intellige ut credas” (cree para que comprendas, comprende para que creas). La primera afirmación dice que la fe no es propiamente ciencia, pero sí que es condición del comprender. La segunda reconoce que lo que la fe propone al creyente para ser creído hay que reconocerlo primero como razonable, hay que darse cuenta previamente que es creíble. Por otra parte, Agustín reconoce que la fe compromete a la voluntad; que es, por lo tanto, un acto libre, de modo que nadie puede ser forzado a creer (idea que retomará León XIII en su encíclica Inmortale Dei del 1º de Noviembre de 1885).[3]

            La discusión de Agustín con los monjes del sur de Francia llevó de hecho a que durante el siglo V se difundiera en esas regiones lo que en el siglo XVI se llamó, más bien erróneamente, “semipelagianismo”. Se trata, en realidad, de un “semiagustinismo”, que acepta la necesidad de la gracia para todo acto salvador (con Agustín), pero que afirma que la conversión inicial -el “initium fidei” (comienzo de la fe)- es obra del ser humano.

            A este “semipelagianismo” dará expresión acabada Fausto de Riez en la segunda mitad del siglo V, en sus dos libros sobre la gracia de Dios.[4] En ellos se opone tanto a Lucidus, que es predestinacionista, como a Pelagio, al afirmar que en la salvación es la voluntad humana la que obra el primer paso, pero que la gracia coopera con ella y la lleva a plenitud. Fausto se apoya en que el hombre caído puede creer que Dios le puede salvar, puede desear la ayuda de Dios y puede incluso rezar para obtenerla; este conjunto de acciones que él atribuye al hombre caído caben bajo el nombre de “affectus credulitatis” (afecto de credulidad). Es como el que se está ahogando, pero que puede levantar un brazo para que lo salven. Este primer paso que da el ser humano en el camino de su salvación lo hace solo; la gracia no es aquí interna -como en el resto del camino de la salvación-, sino que consiste -como en Pelagio- sólo en la capacidad de creer, dada por Dios al ser humano al crearlo, y en la predicación de la fe por parte de la Iglesia.

 

            b) El Sínodo de Orange y sus decisiones doctrinales

 

            El Obispo de Arlés, San Cesáreo, aprovechó la presencia de algunos Obispos que habían venido a la consagración de una Basílica en Orange, en 529, para proponerles que firmaran un documento doctrinal contra los “semipelagianos”, en el que se recogían las principales ideas de Agustín. Este documento fue enviado luego por Cesáreo al Papa. Fue aprobado por Bonifacio II, como consta por su carta a Cesáreo del 25 de enero de 531.[5] Aunque, como se ve, no fue propiamente un Sínodo, se le conoce en la historia como “Segundo Sínodo de Orange”. El valor magisterial de sus conclusiones le viene sobre todo de la aprobación del Papa.

 

            El texto consta de 8 proposiciones que se rechazan y de 17 proposiciones afirmativas, extractadas en su mayoría de textos de Agustín. Las proposiciones rechazadas no tienen la forma de anatematismos propiamente tales (caracterizados por la fórmula: “si alguno dijere (...) sea anatema”), pero son claramente condenatorias: “si alguno dijere (...) contradice tal o cual afirmación de la Sagrada Escritura”, o “resiste”, “se opone”, “se muestra enemigo”.

 

            Nos interesan aquí sobre todo las 8 proposiciones condenadas.

            Las dos primeras se refieren al libre albedrío de Adán y de su descendencia, que ha quedado dañado por el pecado.[6]

            La 3a  y la 4a subrayan la prioridad de la  gracia de Dios. Es ella la que hace que queramos ser limpios del pecado y que invoquemos a Dios en nuestra ayuda.[7]

            La 5a proposición condena algunas ideas de Fausto de Riez. Contra él, afirma que no está naturalmente en nosotros ni el inicio ni el aumento de la fe, ni el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica.  Definitivamente, la fe no es un acto natural.[8]

            La condenación que se encuentra en las proposiciones 6 a 8 permite reafirmar la prioridad de la gracia. En particular, la 7a afirma, si la ponemos en positivo, que se necesita “iluminación o inspiración” del Espíritu Santo para consentir y creer a la verdad.[9]

            Los cánones, más breves, exponen positivamente la doctrina.[10] El texto termina con una profesión de fe,[11] a la que se incorpora una importante afirmación sobre la predestinación: no hay predestinación al mal.[12]

 

            c) El sentido de su doctrina sobre la fe

 

            Como se puede desprender de los textos mismos recién reseñados, la “fe” para Orange es una actitud compleja, hecha no sólo de creencia en verdades sino también de amor y de voluntad de entrega a Dios. Por eso, esos Obispos se escandalizan del “semipelagianismo”, que atribuía el ‘initium fidei’ al ser humano solo.

            Por la misma razón -porque se reconoce la complejidad humana de la fe-, la gracia interior necesaria para la fe no es sólo una luz intelectual (la Escolástica posterior la llamará ‘lumen fidei’, luz de la fe) sino que incluye también una acción de Dios que sana la voluntad humana herida.

            Estamos, pues, todavía muy cerca de la concepción bíblica de la fe y de su carácter totalizante.

 

            6.2. El Concilio de Trento, 6a sesión, 1547

 

            a) Antecedentes históricos

 

            a1) Antecedentes remotos: la Escolástica medieval

 

1.

            Podemos exponer en tres pasos la teología escolástica de la revelación y la fe. El primero se refiere al modo como la fe capta o ve su objeto propio.

            Para Alberto Magno (Dominico, 1206-1280), la luz de la fe abre los ojos del espíritu para ver la “Prima Veritas” (Verdad Primera), que es Dios en cuanto objeto de nuestro conocimiento. Pero, a diferencia de la visión de Dios en el cielo, la visión de la fe es un conocimiento afectivo, por simpatía, fruto de una adhesión del corazón.

            Para Tomás de Aquino (discípulo de Alberto, dominico como él, 1224-1274), la fe es un “habitus mentis quo inchoatur vita æterna in nobis, faciens intellectum assentire non apparentibus”.[13] Sin embargo, no hay en la fe todavía un contacto in-mediato con Dios; éste se da mediante un juicio, al que se llega de dos maneras, según dos situaciones diferentes: la de apóstoles y profetas, que reciben la revelación de Dios, y la nuestra, que recibimos la fe oyendo la predicación de la Iglesia (“fides ex auditu”, la fe surge de una escucha). Este juicio de la fe no es fruto de una evidencia sino del reconocimiento de la autoridad del Dios que revela. De este modo, la Verdad divina es no sólo “obiectum quod” de la fe (objeto material, lo que [quod] creemos) sino también su “objectum quo” (motivo formal, aquello por lo que [quo] creemos).[14]

            Este reconocimiento de la autoridad del Dios que revela requiere, según Santo Tomás, de la acción de la gracia. La fe es, así, un don de Dios.[15] La gracia de Dios actúa más bien sobre la voluntad -que es la que aspira a la Bienaventuranza, para llegar a la cual la fe es un medio-, que sobre la inteligencia: el “lumen fidei” (la luz de la fe) no da evidencia de su objeto, Dios.[16]

            Por eso, la fe en cuanto acto de la inteligencia, es decir, acto de conocimiento -definida por Tomás como “cum assensione cogitare” (pensar asintiendo)- se sitúa entre otros dos actos de nuestra facultad intelectual: la opinión, que es puro “cogitare” (ejercicio del pensar), y la ciencia, que es puro “assensus” (acto de afirmación de la verdad de una proposición). La fe, añade Tomás, procura un conocimiento de las verdades reveladas “por connaturalidad”; no se trata de un conocimiento discursivo de la razón, sino de una especie de instinto certero, semejante al modo como la persona casta sabe en cada momento cómo debe actuar castamente, sin necesidad de discurrir.

            Esta breve exposición del pensamiento de Santo Tomás muestra que para él en el acto de fe concurren la gracia de Dios y la voluntad y la inteligencia del hombre; la forma cómo se entiendan las relaciones entre estos tres factores será muy variable a lo largo de la historia de la teología, y tendremos ocasión de volver sobre este tema.

 

2.

            El segundo paso se refiere al papel que se asigna a la razón en el acto de fe.[17]

            Hasta Alberto Magno, la Escolástica trataba de dar cuenta de los misterios de la fe exponiendo lo que se llamaba “rationes necessariae” (razones necesarias); pero no había en esto nada de racionalismo, pues se subentendía que se trataba de un uso de la razón hecho bajo la luz sobrenatural. Alberto hace por primera vez una clara distinción entre la “ratio” (razón) y la revelación. La razón puede conocer a Dios a partir de las creaturas, pero sólo capta su existencia y su unidad, no su esencia. Es la revelación la que da a conocer a la fe, mediante la Sagrada Escritura, la esencia de Dios, que no es deducible por la razón. Por eso, a partir de Alberto, las “rationes necessariae” son rebajadas al nivel de meros argumentos de conveniencia.

            Esta distinción se acompaña de otra que, bajo diversas nomenclaturas, se hace en la fe. Hay una fe natural, adquirida por la razón humana, y una fe sobrenatural, infundida por la gracia (es la fe “infusa”). Otros teólogos hablarán de fe “informis/formata” (informe/formada) (Guillermo de Auxerre), “suasa/ex virtute” (fruto de una persuasión/fruto de una virtud) (Guillermo de Auvernia y Felipe el Canciller), “acquisita/gratuita” (adquirida/gratuita) (Alejandro de Hales). Sin embargo, hay acuerdo en afirmar que, cuando llega la fe infusa, la fe de razón desaparece: ha sido como la aguja que ha permitido introducir el hilo, pero que luego debe retirarse de la tela.

            Tomás asigna al milagro (y a los otros signos, como las profecías que se cumplen) un papel importante en esta justificación racional de la fe. A su juicio, acredita a los portadores de la revelación de Dios, haciendo ver que su doctrina es divina. En algunas ocasiones, este argumento basado en el milagro aparece como una prueba cuasiexperimental de la verdad de un dogma particular; Tomás hace en estos casos un paralelo entre la verdad dogmática, que supera nuestra razón, y el fenómeno milagroso, que supera también nuestra capacidad humana y racional. Sin embargo, al igual que en los Padres, la fe que se apoya en milagros le parece una fe inferior. En efecto, los milagros no pueden ser condición ni suficiente ni necesaria de la fe por cuatro razones: sólo afectan con fuerza a los testigos oculares, no a los que leen o escuchan el relato; los simples no resisten a las objeciones que se pueden hacer contra su valor probatorio; para captar ese valor se requieren disposiciones subjetivas de tipo moral, es decir, de la voluntad; y en algún caso concreto puede tratarse de un engaño diabólico.

            Walgrave sigue la pista al tomismo posterior. Casi tres siglos después de Tomás, Cayetano (1468-1534, uno de sus comentaristas más insignes dentro de la Orden Dominicana) expondrá estas ideas de Tomás sobre la fe con ayuda de la distinción entre una “evidentia veritatis” (evidencia de la verdad) -es la que permite afirmar la verdad de una proposición luego de un proceso de demostración racional, lo que no es el caso de la fe- y una “evidentia credibilitatis” (evidencia de credibilidad), que permite afirmar sólo que una determinada proposición es creíble, a la manera del juez que, cuando no hay pruebas concluyentes ni confesión de parte, luego de interrogar a los testigos dicta una sentencia basada en un juicio de probabilidad: así procede la apologética racional de la fe.

            Francisco Suárez sj (1548-1617) aplica esta distinción al interior del acto de la fe, haciendo una división que -como hemos visto en el cap. 3-resultará fatal: los argumentos racionales, basados sobre todo en el milagro y en los otros signos de credibilidad, se aplican a demostrar el hecho de la revelación, lo que logran con una certeza que él llama “moral” (que más tarde se llamará certeza “probable”), que equivale a la “evidentia credibilitatis” de Cayetano; la gracia de la fe es una luz que se añade a estos argumentos, para dar certeza acerca de los contenidos de la revelación, creídos ahora con una certeza sobrenatural de fe.

            Antes de estos últimos desarrollos del tomismo, Guillermo de Occam ofm (entre 1290 y 1300-1347) había reaccionado ásperamente. Para él la certeza en nuestro conocimiento de la revelación no viene de evidencias racionales ni de experiencia, sino sólo de la autoridad del Dios que revela; autoridad que captamos de distinta manera, según dos situaciones diversas: una es la de los que reciben la revelación, como los Profetas, Cristo y los Apóstoles -para ellos se trata de una evidencia análoga a la que nosotros logramos en la ciencia-; la otra situación es la nuestra, situación de “viatores” (peregrinos en viaje hacia la Patria), que aceptamos la revelación en fe, sin tener visión de ella.

            La intención de Occam al rechazar la especulación racional al interior de la fe es respetar celosamente el señorío del Dios Todopoderoso, el “Deus absconditus” (Dios escondido, oculto), cuyas decisiones la razón humana no puede medir. Para Occam Dios es libre, no está forzado por necesidad racional alguna.

 

3.

            Finalmente, en cuanto a la idea de revelación, tras las muchas variaciones de detalle entre los diversos teólogos medievales se detecta un esquema común, que expongo siguiendo a Horst.[18]

            Este esquema tiene dos pasos. El primero es una demostración de la necesidad de la revelación para el ser humano; es el tratamiento especulativo de la revelación. Recojamos las razones que da Tomás.

            El fin del ser humano es Dios. Para que la persona pueda emprender en su vida el camino hacia Dios, debe conocerlo previamente. Pero la razón, de derecho, sólo alcanza a conocer la existencia de Dios, no su esencia; y sólo el conocimiento de la esencia de algo permite un conocimiento científico, acabado de ella. Más aun, lo que la razón puede conocer de Dios le es muy difícil lograrlo de hecho; en la realidad son muy pocos los que lo logran y no sin mezcla de error. Por eso Dios, en su misericordia, quiso revelar al ser humano este conocimiento de su propia esencia. Así, el Dios revelado aparece como el que supera lo cognoscible por la razón.

            Una segunda razón argumenta a partir de que sólo la fe lleva a la visión de Dios, supremamente invisible. Por eso, si Dios no se revela a la fe, el ser humano no puede ver a Dios. De hecho, esta revelación admite grados: a los ángeles, Dios se revela mediante visión abierta; a ciertas personas, por mediación de ángeles; al resto de humanidad, por mediación de quienes han recibido la revelación mediada por los ángeles, intermediarios a los que Dios acredita con signos y profecías.

            Por último, la revelación de Dios, siendo para todos, debe poder fijarse por escrito y ser luego adecuadamente interpretada; para ello están los dones especiales de inspiración y de asistencia.

 

            El segundo paso es el tratamiento del hecho mismo de la revelación tal como se ha dado históricamente. Los receptores primeros de la revelación, a los que Dios acredita ante los demás mediante signos, reciben una verdad salvífica para la humanidad. Esta recepción Juan Duns Escoto la llamará “prima traditio” de la verdad (primera transmisión o entrega).

            Tomás reflexiona también sobre las etapas históricas de la revelación. En la revelación a Abrahán y los Patriarcas, Dios -que muestra sólo su existencia y su designio de salvación- se dirige a personas y familias particulares; en la revelación de la Ley a Moisés, se dirige a todo el pueblo, para lo cual Dios revela a Moisés su esencia; en Cristo, por último, se nos revela el misterio de la Trinidad. En cada una de estas tres etapas, la primera revelación es mayor que las que le siguen; así, por ejemplo, la Iglesia actual depende de la revelación de Jesús a los Doce (que inaugura la etapa de revelación de la Trinidad). Por lo mismo, en la Iglesia la profecía ya no revela nuevas verdades, sino que está al servicio de la orientación de la conducta de los creyentes. Occam, sin embargo, por acentuar la libertad de Dios, deja abierta la posibilidad actual de nuevas revelaciones.

            La fijación por escrito de la revelación histórica hace de la Sagrada Escritura la “regula fidei” (regla de la fe). La Escritura, según Tomás, ocupa un puesto único para la fe y la teología; es plenamente suficiente en cuestiones de dogma, de modo que todo -incluida la tradición de los Padres- debe someterse a ella.[19] Entre la Escritura y su necesaria interpretación, el Espíritu de Dios hace el vínculo; por eso, la Iglesia -que es la que hace la interpretación- es “regula infallibilis” (regla infalible). Tanto en la doctrina de la Iglesia como en la Escritura está el mismo y único objeto de la fe, la “Veritas Prima” (Verdad Primera), por lo que entre ellas hay unidad: la Iglesia no puede ir más allá de los límites puestos por la Sagrada Escritura y está protegida de error por el Espíritu de la Verdad. Tomás dirá que la máxima autoridad de la Iglesia, el Papa, es el único a quien compete editar un nuevo Símbolo de fe. Más tarde, Occam hablará de Escritura y tradición de la Iglesia como dos fuentes de la revelación.

 

            a2) Antecedentes próximos

 

1.

            El Concilio de Trento tuvo lugar entre los años 1545 y 1563, bajo tres Pontificados: el de Pablo III (1534-1549), Julio III (1550-1555) y Pío IV (1559-1565). Dos papas, Marcelo II (1555) y Pablo IV (1555-1559) no citaron a ninguna sesión.

            El Concilio fue convocado para responder a la reforma protestante desencadenada por Lutero. Se trataba fundamentalmente de dos cosas: por un lado, afirmar las doctrinas católicas cuestionadas por la Reforma -sobre todo el problema de la justificación, pero también algunas cuestiones referidas a la relación entre la Sagrada Escritura y la tradición y el papel del Magisterio en las decisiones doctrinales-; por otro lado, reformar los abusos ciertos que la Reforma denunciaba en la Iglesia Católica. Aquí nos interesa en primer lugar el aspecto doctrinal, sobre todo el que se refiere a la justificación. Los otros los tocaremos en la 3a parte, de teología sistemática, al tratar sobre la tradición y el magisterio.

 

2.

            Las ideas que los Padres de Trento condenan en Lutero no son necesariamente las que la crítica actual reconoce en los escritos mismos de Lutero.  Lo que ocurre lo podemos mostrar con un ejemplo actual: todos en la Iglesia latinoamericana tienen hoy alguna idea sobre la teología de la liberación, aunque la mayoría no haya leído nunca nada de sus autores; se trata de las ideas que se difunden en conversaciones, en la prensa, etc.  Ciertamente, estas ideas no siempre calzan con lo que los teólogos de la liberación han escrito en sus textos.

            Entre estas ideas “luteranas” que el Concilio de Trento condena hay dos centrales.  Una se refiere a la concepción de la fe. Lutero la concibe ante todo como confianza radical en Dios; se trata de una fe “fiducial”, que no toma en cuenta, al parecer, los contenidos doctrinales de la fe, sus aspectos cognoscitivos, el creer en las verdades reveladas. Con los términos de la escolástica, la fe sería para Lutero sólo una “fides qua creditur” (la fe como actitud de fe, mediante la cual se entra en contacto salvífico con Dios), negando su aspecto de “fides quae creditur” (la fe que se cree, los contenidos doctrinales de la fe) o, al menos, dejándolos entregados simplemente al buen criterio de cada creyente individual, que se supone iluminado por el Espíritu Santo. Algo de esto hay en Lutero efectivamente, pues él reacciona contra la teología que recibió en su formación, que había aislado el aspecto cognoscitivo de la fe convirténdolo en el contenido único de la virtud sobrenatural de la fe, desprendido de ese encuentro totalizante entre Dios y el creyente que, como hemos visto, es el núcleo de la fe para la Sagrada Escritura.

            La segunda idea básica que los padres de Trento quieren refutar es la valoración que parece hacer Lutero del testimonio interior del Espíritu Santo en cada creyente, valoración que niega -o induce a creer que niega- la colaboración personal y libre del ser humano en el acto de fe que Dios con su gracia produce en el creyente.

 

3.

            Una última observación, sobre el clima polémico antiluterano que hay en la Iglesia católica en el tiempo del Concilio de Trento. Los Padres Conciliares, en uno de los primeros decretos del Concilio, ordenan que en cada diócesis, en cada monasterio, en cada convento y en cada colegio secundario público se estudie la Sagrada Escritura, bajo la guía de un maestro; y que los Obispos asuman por sí mismo, salvo que estén impedidos, la tarea de predicar el Evangelio de Jesucristo, de manera que los fieles católicos lo conozcan.[20] El argumento es “ne coelestis ille sacrorum librorum thesauros, quem Spiritus sanctus summa liberalitate hominibus tradidit, neglectus iaceat”.[21] Así, el Concilio de Trento hace suyo uno de los intereses fundamentales de Lutero.

            Sin embargo, ya durante el desarrollo del Concilio, en 1547, el Papa Pablo IV pone la Biblia en el índice de libros prohibidos. Y al año siguiente de su clausura, en 1564, el Papa Pío IV afirma que de la lectura indiscriminada de la Escritura en lengua vulgar se sigue más daño que beneficio, como muestra la experiencia. Y ordena que sea el Obispo o el Inquisidor, aconsejado por el párroco, quienes den por escrito el permiso para leer la Escritura a algún fiel que lo solicite. Y que, a la hora de la confesión, si alguno ha leído la Biblia sin tener permiso, sólo pueda recibir la absolución una vez entregado su ejemplar al Obispo.[22]

 

            b) La fe, en el decreto sobre la justificación

 

            El Concilio de Trento no trata ‘ex professo’ sobre la fe (tampoco sobre la revelación). Cuando trata más extensamente sobre la fe es en el Decreto sobre la Justificación, aprobado en la 6a sesión, el 13 de Enero de 1547; pero no lo hace como un tratado completo, sino sólo a propósito de su papel en la justificación del hombre caído.

            El texto consta de 16 capítulos expositivos[23] y de 33 cánones breves en que se anatematizan las proposiciones “luteranas” consideradas erróneas.[24] La presencia de los capítulos expositivos muestra el interés pastoral de los Padres de Trento; ellos no se han conformado con la condenación del error y la afirmación escueta de la verdad católica, sino que han querido dar al clero -los agentes pastorales fundamentales de la época- un material doctrinal que inspire su predicación  de la verdad.

            Aquí nos interesan algunas de las afirmaciones de este decreto.

 

1.

            En el capítulo 5,[25] la justificación aparece como fruto de una iniciativa de Dios, es decir, de su gracia, y de la cooperación libre del ser humano, que se “dispone” a su justificación mediante una serie de acciones que se detallan en el capítulo siguiente.

            El capítulo 6[26] muestra tres de estas acciones dispositivas. La primera es una acción fundamentalmente cognoscitiva. Con la ayuda y ‘excitación’ de la gracia y “concibiendo la fe por el oído”, la persona cree “que es verdad lo que ha sido divinamente revelado y prometido”, en primer lugar, que Dios justifica al impío por su gracia. La fe aparece aquí como un acto de conocimiento, pero con dos matices importantes: lo realiza la gracia junto con el ser humano, y es, al mismo tiempo que acto cognoscitivo, acto de confianza en la promesa de Dios.

            Una segunda acción que dispone a la persona a recibir la justificación es la toma de conciencia del pecado propio, que la hace pasar “del temor de la justicia divina” “a la consideración de la divina misericordia”. Este paso la hace renacer a la esperanza. La persona empieza, así, a amar a Dios y siente el arrepentimiento, que es “algún odio y detestación” de los pecados cometidos; se trata aquí de “aquel arrepentimiento que es necesario tener antes del Bautismo”.

            La tercera acción dispositiva es el propósito de recibir el bautismo y de observar los mandamientos, es decir, de andar en vida nueva.

            Estos diversos aspectos de la disposición a la justificación muestran que para los Padres de Trento la fe en cuanto conocimiento, en cuanto tener por verdadero lo afirmado en la revelación, se inscribe como un elemento en un proceso más global que es el del movimiento de la persona hacia Dios, un proceso religioso, no puramente intelectual.

            El canon 3[27] subraya esta necesidad de inspiración previniente y de ayuda del Espíritu Santo para creer “sicut oportet” (como se debe).

 

2.

            El capítulo 8 afirma -como Lutero- que la justificación es por la fe.[28] Su fundamentación es que la fe “es el principio de la humana salvación, el fundamento y raíz de toda justificación, ‘sin la cual es imposible agradar a Dios’ (Heb 11,6) y llegar al consorcio de sus hijos”.

            El capítulo 9 puntualiza la diferencia de esta concepción católica de la justificación por la fe con la de los herejes.[29] Según Trento, ellos creen que el perdón de los pecados -tanto en la primera justificación como en las posteriores absoluciones del pecado- depende de la confianza cierta de haber sido perdonado, como si por esta sola fe se realizaran la absolución y la justificación; se trata de una “vana confianza”.

            Los cánones 12 a 14 abundan en la condenación de esta vana confianza.[30]

 

3.

            Por último, hay que recoger otras dos afirmaciones del Concilio. El capítulo 10 afirma que la fe y las buenas obras cooperan al acrecentamiento de la justificación.[31] Se ve que para los Padres de Trento la justificación no es un acto puntual, hecho de una vez para siempre, sino una vida que se desarrolla.

            En el capítulo 15 se afirma que todo pecado grave hace perder la gracia de Dios, pero no necesariamente la fe (salvo el pecado de infidelidad o pecado contra la fe); en el pecador la fe permanece como verdadera fe, aunque no sea fe viva.[32]

 

            c) Balance crítico

 

            Para interpretar correctamente los textos de Trento, sobre todo en este Decreto sobre la Justificación, hay que tener presentes dos cosas. La primera es que el Concilio no ha hecho un tratado sobre la fe, sino sobre la justificación. Es en ese contexto que trata sobre la fe. No se puede esperar, entonces, un tratamiento exhaustivo de todos los aspectos de la fe. Por lo demás, este tratamiento tiene una nueva parcialidad, por cuanto se hace en oposición a errores de Lutero; pero errores que no son necesariamente el pensamiento auténtico suyo, sino el que ha llegado hasta los Padres, acompañado de muchas de sus consecuencias eclesiales (el cisma) y sociales (las dificultades políticas derivadas de la conversión al luteranismo de muchos príncipes europeos, que empiezan a impedir la profesión del catolicismo a sus súbditos. Es sabido que estas dificultades llevaron a largas guerras de religión, las que influyeron no poco en el hecho de que la modernidad haya quitado a la religión su carácter público -porque provoca conflictos- y la haya relegado al ámbito estrictamente privado).

            Lo segundo es que Trento asume espontáneamente, sin discutirlo expresamente, el concepto medieval de fe; lo da por sentado. Pero se trata de un concepto intelectualista, que hace de la fe una virtud de una facultad humana muy precisa, el intelecto. Hoy no cabe duda que se trata de una concepción estrecha y que no hace justicia a la riqueza de la idea bíblica de fe, que es entrega del creyente entero al Dios que se le ha revelado también entero.

 

            6.3. El Concilio Vaticano I, 1870

 

            Es la primera vez que un Concilio de la Iglesia católica trata el tema de la fe por sí mismo, no en función de otras preocupaciones; y lo hace con una cierta pretensión de exhaustividad. Se trata de la Constitución dogmática “Dei Filius”, aprobada en la 3a sesión del Concilio Vaticano I, el 24 de Abril de 1870. En esta misma Constitución se toca, por primera vez, el tema de la revelación, que hasta ese momento era prácticamente posesión tranquila de la Iglesia.

 

            a) Antecedentes históricos 

 

1.

            El Concilio Vaticano I fue convocado por Pío IX. Se reunió el año 1869 y terminó de hecho en 1870, interrumpido por la toma de Roma por el ejército de Garibaldi, que puso fin a la larga lucha por la unificación de Italia; la última resistencia había sido la del Papa, soberano temporal de Roma y de una extensa región colindante.

            La intención fundamental de la convocación era hacer frente al racionalismo moderno; el Concilio Vaticano debía ser para este racionalismo lo que Trento había sido más de tres siglos antes para el protestantismo. De hecho, sin embargo, el racionalismo moderno ha ido acompañado siempre, en sus diversas manifestaciones históricas, de la correspondiente reacción “romántica”. Romántica fue la primera gran reacción, a fines del siglo XVIII, ante el racionalismo de la Ilustración del “siglo de las luces”,  primera manifestación masiva, por lo menos a nivel de intelectuales, del racionalismo moderno. Ambos fenómenos, racionalismo y romanticismo, repercuten en la Iglesia católica sobre todo durante el siglo XIX. El romanticismo lo hace en la forma del fideísmo y del tradicionalismo, combatidos también en el Vaticano I, aunque con menor preocupación e intensidad; claramente es el adversario secundario, el “enemigo chico”.

            El ambiente en que se realizó el Concilio estuvo marcado por dos escritos previos emanados del Vaticano el 8 de Diciembre de 1864: el “Syllabus”, una colección de errores modernos preparada por el “Santo Oficio” entresacándolos de diversos escritos anteriores del Papa Pío IX, y la  Encíclica “Quanta Cura” de Pío IX, que acompañaba al “Syllabus” y se extendía ampliamente sobre los males del mundo moderno. Se trataba de escritos claramente antirracionalistas y, en política, antiliberales.

            El Concilio sólo alcanzó a aprobar dos textos: la Constitución “Dei Filius”, que estudiaremos aquí, y la Primera Constitución sobre la Iglesia, que trata exclusivamente sobre la infalibilidad papal. Una segunda Constitución sobre la Iglesia, prevista para tratar otros temas eclesiológicos, no alcanzó a ser discutida; el Concilio Vaticano II pondrá aquí el indispensable complemento.

            Nos detenemos un momento en los dos adversarios combatidos en el Vaticano I.

 

2.

            El racionalismo combatido por el Concilio es sobre todo el de Georg Hermes (1775-1831), pero está también en la mira Anton Günther (1783-1863). Se trata no de un racionalismo extremo, sino de una postura algo mitigada, por lo que se le suele dar el nombre de semirracionalismo.  Expongo algo del pensamiento de Hermes, que presenta a la fe dos problemas principales.

            Por un lado, la duda positiva como método. Su maestro de pensamiento es Kant, aunque en ocasiones lo combate. Como él, busca una certeza al abrigo de toda duda. Por eso, su método es la duda. Pero se trata de una duda positiva -es decir, no fingida- y universal, que abarca todas las verdades, incluido el dogma de fe. Es, además, constante, en el sentido que está presente en cada paso del proceso de pensamiento, y se impone a todos, creyentes e infieles: todos deben despojarse realmente, sin fingimiento, de todas sus convicciones, mientras no se logre la posesión cierta de la verdad.

            Por otro lado, Hermes piensa que la razón es la norma principal y la vía única para adquirir los conocimientos acerca de las verdades sobrenaturales. Sin embargo, como quiere ser fiel a la Iglesia católica (de hecho, sólo fue condenado a partir de 1833, dos años después de su muerte), debe salvaguardar el carácter propio de la fe cristiana. Ello lo logra -así cree él- distinguiendo dos tipos de fe, una fe de razón o de conocimiento (“Vernunftglaube”) y una fe del corazón (“Herzensglaube”).

            Dado que para él es fe todo estado de conciencia que excluye la duda, sea cual sea el motivo de esta exclusión, ya no le sirve la idea clásica de la fe (católica) como motivada por la sola autoridad de Dios que revela verdades dogmáticas: éste puede ser un motivo de fe, pero no es necesariamente el único. Y, en todo caso, el motivo último para la fe es la necesidad de creer.

            Así, cuando se trata de Dios y las cosas divinas, la fe de razón es igual que la creencia en cualquier hecho histórico; la fe del corazón, en cambio, que para Hermes es la fe viva, que opera por la caridad (la fe de la que habla la teología católica), es “la única verdaderamente teológica, que nos eleva por encima de las cosas terrestres, que sigue a la voluntad perfecta y al libre deseo de amar a Dios y que nos pone en posesión del dominio perfecto de la ley y del espíritu sobre la carne”.[33] Esta fe es libre y sobrenatural, porque requiere de la acción de la gracia sobre la voluntad, de la que brota la caridad y sus obras. Pero la gracia nunca puede, según Hermes, afectar a la razón.

 

3.

            En cuanto al otro adversario, más influido por la reacción romántica ante el racionalismo ilustrado, el Concilio tiene en cuenta las ideas de Lamennais (1782-1854), Bautain (1796-1867) y Bonnetty (1798-1879), en quienes se entremezclan tradicionalismo y fideísmo, con un denominador común: la oposición al racionalismo, que sólo quiere aceptar como verdadero lo que la razón ve lúcidamente. Frente a él, estas tendencias parecen decir: “creo, porque es oscuro”, espantados por los  excesos a que lleva la “lucidez” racionalista; excesos que también se manifiestan en política: por ejemplo, el Terror durante la Revolución Francesa.

            El tradicionalismo acentúa el valor de lo culturalmente recibido y le reconoce autoridad. Dentro de esto, en primer lugar, sitúa ciertas verdades “naturales”; pero caben también las verdades de la fe. Algunos llegan a hablar de una “revelación primordial” que Dios habría hecho a Adán y Eva, cuyo contenido incluiría todas las verdades necesarias para vivir bien, desde el lenguaje en adelante; revelación que el pecado habría distorsionado y habría hecho estallar en mil fragmentos (cada uno de los cuales constituye la variedad de las culturas y las religiones históricas que conocemos), pero que sería reconocible, a pesar de todo, en ciertos rasgos comunes a todas las culturas y a todas las religiones.

            El fideísmo, por su parte, acentúa la fuerza del sentimiento y de la voluntad ciega, su capacidad para recibir las verdades reveladas y entregarse a ellas. Bautain se opone al racionalismo, porque cuando se trata de la fe la razón humana no puede ser criterio de verdad; pero se opone también al tradicionalismo, porque la tradición no puede fundar el acto de fe, siendo como es sólo el canal mediante el cual llega a la inteligencia el conocimiento de la palabra de Dios. La certeza de  la fe es el resultado de la acción interior de Dios en el creyente. Creemos no por la autoridad de la tradición sino por el “gusto de evidencia absoluta” que encontramos en la Palabra de Dios, cuando nos penetra y la recibimos con disposiciones perfectas. Por eso, Bautain invita a “probar” las verdades reveladas y a convencerse de su verdad por experiencia personal.

            Tanto el fideísmo y el tradicionalismo, por un lado, como los Padres del Vaticano I, por otro, que los condenan, tienen algo en común: asumen el planteamiento del problema tal como lo ha hecho el racionalismo, para el cual la fe es la aceptación de las verdades reveladas por Dios.

 

            b) Revelación y fe en la Constitución “Dei Filius”

 

            La Constitución dogmática sobre la fe católica, “Dei Filius” está estructurada en 4 capítulos, que tratan respectivamente de Dios, Creador de todas las cosas,[34] de la Revelación,[35] de la Fe[36] y de la Fe y la Razón;[37] les siguen los respectivos cánones condenatorios.[38]

            El esquema se inspira en los manuales de Apologética que hemos llamado clásica o racional. El primer capítulo trata sobre Dios Creador y Providente; los tres capítulos siguientes tocan el segundo tema, Cristo como revelador, y se detienen en un problema particularmente acuciante en la época, la relación de la fe con la razón. La Constitución sobre la Iglesia se refiere al tercer tema de la Apologética, la Iglesia fundada por Cristo y dotada de poderes para mantener incólume el depósito de la fe.

 

1.

            El capítulo sobre la revelación toca en sus dos primeros párrafos el hecho de la revelación sobrenatural positiva y su necesidad; luego toca el problema de Escritura y tradición y el de la interpretación de la Escritura (los tendremos que retomar en la 3a parte del curso).

            Aquí nos detendremos en los dos primeros. El primer párrafo parte constatando que Dios, “principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza por la luz natural de la razón humana partiendo de las cosas creadas”, afirmación que no fundamenta filosóficamente sino con el texto de Rom 1,20. Hecha esta constatación, prosigue afirmando: “sin embargo, plugo a su sabiduría y bondad revelar al género humano por otro camino, y éste sobrenatural, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad”, lo que funda en la cita de Heb 1,1-2.

            El segundo párrafo trata de la necesidad de esta revelación por el otro camino, el sobrenatural. Una primera razón -que no la hace absolutamente necesaria todavía-  es que gracias a ella, lo que “en las cosas divinas no es de suyo inaccesible a la razón humana, pueda ser conocido por todos, aun en la condición presente del género humano, de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno”. Es interesante destacar la prudencia de la afirmación (el texto dice: lo que de suyo no es inaccesible) y el reconocimiento de la dificultad que pone el pecado para conocer a Dios (expresada en el inciso: aun en la presente condición), lo que muestra que los Padres no quieren moverse sólo en el terreno de los principios abstractos y las esencias, sino también y sobre todo en el de la existencia real de los seres humanos; por último, el efecto de la revelación sobrenatural sobre el conocimiento natural -lo hace fácil para todos, cierto y sin error- muestra que para los Padres del Vaticano I, el conocimiento natural de Dios no es para todos (¿sólo para los sabios?), es difícil, no llega a certezas firmes, ni se da sin mezcla de error: de nuevo los Padres aluden a la experiencia real de la humanidad.

            Pero la revelación por el camino sobrenatural es absolutamente necesaria por la segunda razón: “porque Dios, por su infinita bondad, ordenó al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a participar bienes divinos que sobrepujan totalmente la inteligencia de la mente humana”, como se ve por lo de 1 Co 2,9, que se cita.

            Se ve, pues, el paralelo entre las dos afirmaciones de cada uno de estos dos párrafos: la primera afirmación de cada uno tiene que ver con lo que la razón natural alcanza de Dios (que no  es fácil de alcanzar por todos sin error, y que alcanza a Dios sólo en cuanto principio y fin de las cosas), la segunda, con la revelación por el camino sobrenatural (que alcanza a Dios por sí mismo y en los decretos de su voluntad). Es interesante notar cierto embarazo en la última frase del 2º párrafo: el fin sobrenatural consiste en participar “bienes divinos” (no estamos en el registro cognoscitivo de la revelación, típico de la teología de la época), que sobrepujan totalmente “la  inteligencia” (se ve que el punto de partida de la reflexión de los Padres es ese concepto estrechamente cognoscitivo de revelación).

 

2.

            El capítulo sobre la fe trae 7 afirmaciones (una en cada uno de los primeros 4 párrafos, 3 en los dos últimos).

            La primera tiene que ver con la naturaleza de la fe. Se retoma explícitamente lo dicho en Trento al descubrir la fe como una “virtud sobrenatural por la que, con inspiración y ayuda de la gracia, -pero lo que sigue es la concepción intelectualista de la fe, que la reduce a sus aspectos cognoscitivos- creemos ser verdadero lo que por El ha sido revelado”. Y esto, contra Hermes, ya condenado por Gregorio XVI y Pío IX anteriormente,[39] lo creemos “no por la intrínseca verdad de las cosas, percibida por la luz natural de la razón, sino por la autoridad del  mismo Dios que revela”. Contra la autonomía total de la razón humana, el Concilio afirma que en el caso de la fe la evidencia es extrínseca y de autoridad (esto está subrayado en el canon 2).[40] Sin embargo, no es la fe un acto contra la razón o irracional, pues Dios -se afirma, justificando el salto de la fe- “no puede engañarse ni engañarnos”, de modo que -como dice este  mismo párrafo al empezar- “cuando Dios revela, estamos obligados a prestarle por la fe plena obediencia de entendimiento y voluntad”.[41]

            La segunda afirmación se refiere a los motivos de credibilidad. En cierto sentido es el contrapeso de la primera, porque presenta lo que podemos llamar los derechos de la razón en materia de fe: “Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y, ante todo, los milagros y las profecías”, como “signos certísimos y acomodados a la inteligencia de todos, de la revelación divina”.[42]

            La tercera afirmación muestra la relación entre el don de Dios y la libertad del ser humano en el acto de fe. El Concilio cita a Orange para afirmar que la fe no se da “sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo”.  Contra Hermes (lo que se explicita en el canon 5),[43] la fe sigue siendo don de Dios “aun cuando no obre por la caridad”. El acto de fe “es obra que pertenece a la salvación”. Por otro lado, sin embargo, el asentimiento de la fe no es un “movimiento ciego del alma”, pues el acto de fe es “obra por la que el hombre presta a Dios mismo libre obediencia, consintiendo  y cooperando a su gracia, a la que podría resistir” -idea esta última que se toma de Trento.[44] De nuevo, el canon 5 explicita que se trata aquí de rebatir ideas de Hermes.

            La cuarta afirmación es acerca del objeto de la fe. Prefiero dejar su estudio para el capítulo sistemático sobre la revelación, al tratar el Magisterio (8.3.d.).

            La quinta afirmación habla de la necesidad de la fe,[45] tanto para la justificación (aquí la fe es virtud infusa) como para la salvación, es decir, para la perseverancia en la fe hasta el fin (aquí se trata del acto de la fe, mantenido a lo largo de toda la existencia creyente).

            La sexta afirmación es sobre la relación entre la fe y la Iglesia.[46] Afirma el Concilio que para que el ser humano pudiera cumplir el deber de abrazar la fe y de perseverar en ella, Dios instituyó la Iglesia por medio de Jesucristo y la proveyó de notas claras para que todos la pudieran conocer como guardiana y maestra de la palabra revelada. Como se ve, el Concilio empieza a tratar aquí la tercera parte de la Apologética clásica, referida a la Iglesia y su autoridad para proponer la revelación de Dios en Cristo. La Iglesia, sigue el Concilio, tiene “cosas” “dispuestas” por Dios “para la evidente credibilidad de la fe cristiana”; pero el texto no explicita de qué cosas se trata. Además, la Iglesia es por sí misma “grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación”; lo que el Concilio fundamenta remitiendo a su propagación, su santidad, su fecundidad en toda clase de bienes, su unidad católica, su estabilidad.

            La séptima y última afirmación[47] vuelve sobre el tema fe y gracia. Junto a la Iglesia (que invita a los no creyentes y da certeza a sus hijos de que su fe tiene fundamento firmísimo) está el “auxilio eficaz de la virtud de lo alto”, es decir, el Señor que “excita y ayuda con su gracia” a los no creyentes (los términos son de Trento) y “confirma con su gracia” a los creyentes, para que perseveren en la fe. De aquí que para el Concilio no sea igual la situación de los creyentes católicos y de los que profesan religiones falsas: los católicos, en efecto, “no pueden  jamás tener causa justa de cambiar o poner en duda esa misma fe”.  Por el canon 6 sabemos que esto va contra Hermes y su idea de una “duda positiva”, que habría que mantener mientras no se termine “la demostración científica de la credibilidad y verdad de su fe”.[48]

 

3.

            El capítulo 4º de la Constitución Dei Filius trata sobre las relaciones entre la fe y la razón. Desde el punto de vista de nuestro curso, lo central está en tres afirmaciones.

            El Concilio afirma que existe un “doble orden de conocimiento” -el de la fe y el de la razón-, cada uno con su capacidad propia (fe divina / razón natural) y con su objeto propio (misterios / aquellas cosas que la razón puede alcanzar por sí misma).[49] El Concilio admite que la razón ilustrada por la fe puede alcanzar alguna inteligencia de los misterios, pero añade: “nunca (...) se vuelve idónea para entenderlos totalmente a la manera de las verdades que constituyen su propio objeto”.[50]

            Luego el Concilio niega de plano toda posibilidad de contradicción entre estos dos órdenes de conocimiento. La razón es que Dios es autor de ambos.[51] De aquí desprenden los Padres del Vaticano I dos consecuencias. La primera es que la Iglesia tiene derecho a proscribir la ciencia de falso nombre.[52] La segunda es que fe y razón deben prestarse mutua ayuda.

            Por último, el Vaticano I afirma que ambos tipos de ciencia, natural y revelada, pueden y deben progresar. Pero hay una diferencia en el modo de su progresar: “la doctrina de fe que Dios ha revelado” no es un hallazgo filosófico perfectible, sino un depósito divino confiado a la Iglesia que hay que guardar fielmente y declarar infaliblemente. Por esto, su crecimiento sólo puede ser “en el mismo dogma, en el mismo sentido, en la misma sentencia”.[53]

 

            c) Balance crítico

 

            En primer lugar, es notorio que el Vaticano I reafirma la enseñanza tradicional de la Iglesia sobre la fe. En particular, en dos aspectos: la fe es a la vez acción de Dios por su gracia en lo más íntimo de la persona (y esto es lo decisivo), y respuesta libre del ser humano a la revelación de Dios. Lo segundo: la fe debe ser preparada por argumentos racionales que muestren que es razonable creer. Es el tema de la credibilidad de la fe, idea muy subrayada por los Papas Gregorio XVI[54] y Pío IX.[55] Esta afirmación de credibilidad se hace expresamente contra el fideísmo, pero también contra el protestantismo que, por exaltar a Dios, tiende a disminuir al ser humano.

            El “enemigo principal” del Concilio es el racionalismo, sobre todo en la forma de Hermes. Contra él se quiere dejar en claro que la fe es adhesión libre y no el resultado de una demostración racional necesitante, y que, al mismo tiempo, es obra de la gracia de Dios.

            Sin embargo, porque de hecho el Concilio se deja dar el planteamiento de los problemas -el “rayado de la cancha”- por el racionalismo que combate, su visión de la fe resulta ser unilateral: acentúa el aspecto cognoscitivo (las verdades que creer), dejando en segundo plano la fe como encuentro interpersonal entre el creyente y Dios. Es esta unilateralidad la que favorece el desarrollo de la crisis modernista que estalla en 1907.

 

            6.4. La crisis modernista[56]

 

            a) Antecedentes históricos

 

1.

            A partir del siglo XVI la expresión “modernismo” se ha usado para designar las tendencias que valoran más lo moderno (o lo actual) que lo antiguo.

            En el siglo XIX se aplicó al interior del protestantismo a las tendencias radicales de la teología llamada “liberal”, dispuestas a aceptar plenamente el mundo moderno, a pesar de sus tendencias anticristianas.

            En Italia empezó a aplicarse, a fines del siglo XIX, a un movimiento difuso en el catolicismo, una tendencia u orientación común a varios autores no coordinados entre sí, un conjunto de actitudes espirituales no planificadas sino espontáneas, que buscaban adaptar el cristianismo al mundo moderno, tratando de aceptar de él lo más posible. Este movimiento difuso quedó “definido” -al menos en un conjunto de proposiciones doctrinales- por Pío X en su Encíclica Pascendi del 8 de Septiembre de 1907. Este modernismo católico es el que nos interesa aquí.

 

            Se origina en Francia, entre un grupo de filósofos blondelianos al que se juntan exégetas (en torno a Alfred Loisy, 1857-1940) y laicos que buscan una “democracia cristiana” autónoma con respecto a la jerarquía y a la injerencia clerical en la política.

            El movimiento pasa luego a Inglaterra, en torno a un ex jesuita, Georges Tyrrell (1861-1909); a Italia, donde se desarrolla más el aspecto social y político; y, finalmente, a Alemania.

            Pero como movimiento fue pequeño y de corta duración. De hecho, prácticamente desaparece al ser condenado. Y son apenas unos 40 sacerdotes (entre ellos Loisy) los que se salen de la Iglesia.

            Los dos principales afluentes del modernismo son la obra y el impacto de Maurice Blondel y la irrupción de la exégesis histórico-crítica en la vida de la Iglesia católica. De Blondel hemos tratado más arriba; la exégesis histórico-crítica es estudiada con detalle en otros cursos.

 

2.

            Roger Aubert distingue tres aspectos en el modernismo. Un modernismo bíblico, uno teológico y otro social.

            El modernismo bíblico consiste en una exégesis científica de tipo positivista, que prescinde tanto del carácter inspirado y por lo tanto sobrenatural de la Escritura, como de la interpretación que la tradición y el Magisterio han dado de ella.[57] Su aporte es, sin embargo, importante: hace ver, por una parte, la evolución del dogma, al mostrar que las formulaciones dogmáticas no se encuentran tal cual en la Escritura;[58] y, por otra, la necesidad de usar el método histórico-crítico en el estudio de la Escritura, por la luz que aporta a su comprensión, al situarla históricamente.

 

            El modernismo teológico falsea ciertas verdades, porque cae en desmesura y unilateralizaciones. Aubert menciona 4 de estas verdades.

            La fe ha de ser experimentada interiormente; esta verdad se pervierte en la idea que la experiencia interna de la fe es la única vía para un auténtico conocimiento de Dios.[59] Se trata de un inmanentismo que, en algunos de los autores modernistas, derivó en un panteísmo; para ellos, lo divino, inmanente a la historia, se busca a sí mismo en el ser humano y se va “revelando” cada vez mejor mediante símbolos religiosos que se van sustituyendo unos a otros a lo largo de la historia.

            Las fórmulas dogmáticas no son completamente adecuadas para  expresar el misterio de Dios; esta verdad se pervierte en la afirmación de que las fórmulas dogmáticas no tienen contenidos objetivos, simplemente formulan en conceptos la fuerza divina que el ser humano experimenta en sí mismo.[60]

            La revelación no tiene como objetivo satisfacer la curiosidad intelectual del ser humano, sino orientar su vida; esta verdad se reduce a que la fe no es asentimiento intelectual a verdades reveladas.[61]

            Hay una evolución del dogma; esta verdad se pervierte en una comprensión del dogma como un proceso puramente natural que ha desfigurado el mensaje originario de Jesús, que ahora hay que rescatar.[62]

 

            El modernismo social es un intento por fortalecer la autonomía de lo terreno, pero desde una mirada que ve a la Iglesia no como una institución sobrenatural sino sólo como un factor de civilización y de progreso moral de la humanidad en la historia.

 

            b) La condenación del modernismo

 

            Esta condenación no la quiso hacer León XIII, por temor de ahogar junto con él al movimiento bíblico naciente en la Iglesia católica. La condenación la hizo Pío X, en varias etapas.

            A fines de 1903 se pusieron en el Indice (de libros prohibidos) los escritos de Loisy.

            El 3 de Julio de 1907 se dio a luz el Decreto “Lamentabili” del Santo Oficio (la actual Congregación para la Doctrina de la Fe), que contiene 65 errores extractados de las obras de Loisy.[63]

            El 8 de Septiembre de 1907 Pío X promulgó la Encíclica “Pascendi”, en la cual organiza sistemáticamente la herejía modernista, que no se encontraba con ese grado de coherencia y claridad en ninguno de los autores modernistas; según el Papa esto era sólo por astucia de los modernistas, para poder aparecer como católicos;[64] junto con sistematizarlo, el Papa condena el modernismo.[65]

            El 1º de Septiembre de 1910 el Motu Proprio de Pío X “Sacrorum Antistitum” trae un resumen de 5 puntos de doctrina que se oponen a los errores de la época moderna,[66] sintetiza luego lo principal del modernismo tal como ha sido condenado en “Pascendi”;[67] todo esto al interior de un “Juramento antimodernista” que ese Motu Proprio establece que deben hacer tanto el clero como los Profesores de Teología, con la intención de desenmascarar el “criptomodernismo” de los modernistas que se quedaron al interior de la Iglesia, pero sin convertirse ni aceptar la doctrina expresada por el Papa.

 

            De los 5 puntos de doctrina que se oponen a los errores de la época actual y que expone el Motu Proprio “Sacrorum Antistitum” los tres primeros no hacen más que retomar la doctrina del Concilio Vaticano I: Dios es cognoscible por la sola razón; los milagros y las profecías, considerados como hechos divinos, son signos certísimos, argumentos externos de la revelación; la Iglesia ha sido fundada por Cristo y edificada sobre Pedro y sus sucesores.

            Los dos puntos siguientes se refieren explícitamente al modernismo. El primero niega la evolución de los dogmas, “invención herética” según la cual los dogmas “pasarían de un sentido a otro diverso del que primero mantuvo la Iglesia”. Condena también todo error que pretende sustituir el depósito divino entregado a la Iglesia por “un invento filosófico o una creación de la conciencia humana, lentamente formada por el esfuerzo de los hombres y que en adelante ha de perfeccionarse por progreso indefinido”.

            El último punto afirma que la fe “no es un sentimiento ciego de la religión que brota de los escondrijos de la ‘subconciencia’, bajo presión del corazón y la inclinación de la voluntad formada moralmente, sino un verdadero asentimiento del entendimiento a la verdad recibida de fuera ‘por oído’, por el que creemos ser verdaderas las cosas que han sido dichas, atestiguadas y reveladas por el Dios personal, creador y Señor nuestro, y lo creemos por la autoridad de Dios, sumamente veraz”.  Así, se recoge lo dicho en el Vaticano I, pero acentuando el carácter cognoscitivo de la fe, puesto en cuestión por el modernismo.

 

            Terminemos señalando los contenidos de “Pascendi” más ligados a la idea de fe.

            En su Encíclica, Pío X señala el doble error filosófico del modernismo.  Por un lado, el agnosticismo, para el cual “Dios no puede en modo alguno ser directamente objeto de la ciencia; y por lo que a la historia se refiere, Dios no puede en modo alguno ser considerado como sujeto histórico”;[68] de esta ignorancia de Dios pasan los modernistas de hecho a la negación de Dios, al ateísmo.[69] Por otro lado, el inmanentismo, para el cual las verdades religiosas en general (incluidas las de la fe cristiana) brotan de las necesidades de la vida: “la fe, principio y fundamento de toda religión, debe colocarse en cierto sentimiento íntimo que nace de la indigencia de lo divino”, indigencia que pertenece al ámbito de la “subconciencia”, de muy difícil exploración para la conciencia.[70]

            Este doble error repercute en la teología, sobre todo en los conceptos de revelación y dogma. La revelación es vista como mera percepción del Dios que ya está presente en la conciencia del hombre, en su sentimiento religioso;[71] el dogma, como elaboración de esa experiencia de Dios por el espíritu humano,[72] una elaboración que está, por lo tanto, necesariamente en perpetua evolución vital.[73]

            En particular, Pío X condena la crítica bíblica que hace el modernismo[74] y su apologética puramente subjetiva,[75] influidas ambas por esta filosofía errónea.

 

            c) Balance crítico

 

            El modernismo quería conciliar a la Iglesia y la fe con el mundo moderno, pero sin darse cuenta de las incompatibilidades de fondo que hay entre ambos. Por eso, terminaba haciendo un cristianismo a la medida de la modernidad.

            Pero el rechazo tajante y la condenación del modernismo favorecieron en la Iglesia un integrismo incapaz de discernir la modernidad. El Concilio Vaticano II intentó hacer este discernimiento, pero quizá desde un punto de vista pastoral llegó tarde; en todo caso, quiso plantearse honestamente -y que toda la Iglesia se planteara- los cuestionamientos auténticos de la modernidad a la fe. Cosa que es, a mi juicio, el requisito indispensable para que, desde la fe, podamos hacer el cuestionamiento de la modernidad.

            Sería interesante ver, desde la perspectiva del modernismo -condenado tajantemente por Pío X, pero tomado como interlocutor válido en el Vaticano II-, la crisis provocada en la Iglesia por Mons. Lefebvre y su “Fraternidad San Pío X”. También habría que discernir hasta qué punto en las actuales teologías del  mundo -entre las cuales están Metz y la teología política, Moltmann y la teología de la esperanza y los latinoamericanos de la teología de la liberación- no se asumen sin crítica suficiente algunos de los postulados del modernismo.

 

            6.5. El Concilio Vaticano II

 

            a) Antecedentes históricos

 

            a1) Antedecentes remotos: la teología católica en la primera mitad del           siglo XX

 

            Sin pretender ser exhaustivo ni exacto -la cercanía histórica lo impide-, se pueden señalar tres rasgos distintivos de la situación de la teología en la Iglesia católica durante la primera mitad del siglo actual.

            El primero es el desarrollo y consolidación de los movimientos bíblico, litúrgico y patrístico. En su conjunto, estos movimientos redescubren el carácter histórico de la revelación y vuelven a concebir la revelación como la autocomunicación de Dios a la humanidad. Con esto, se pone en cuestión el sistema dogmático recibido y se complica la división del trabajo entre la Apologética (destinada a tratar del hecho de la revelación como de algo extrínseco, separable de sus contenidos) y la teología dogmática, encargada de desplegar sistemáticamente los contenidos revelados.

            Por otra parte, estos movimientos llevan a la necesidad de plantear una nueva hermenéutica, a partir de los logros de la exégesis histórico-crítica, con lo que se ponen en cuestión los métodos habituales de la teología para recurrir a la Sagrada Escritura como a una fuente de argumentos probatorios de las afirmaciones del dogma.

            En el fondo, se trata de dos cosas. Por una parte, de una recuperación de la perspectiva histórica para mirar el depósito de la fe, historicidad que poco a poco se ha ido aplicando también a las tomas magisteriales de posición en la Iglesia. Por otra parte, se trata de la recuperación de un punto de vista sintético y concreto para tratar la fe, por encima del punto de vista analítico y abstracto que prevaleció en la teología moderna; es decir, se quiere ver la fe -como en la Escritura, la liturgia y los Padres- como una totalidad concreta, existencial, como un conjunto orgánico de relaciones personales, en las que va todo el sujeto, incluidas sus dimensiones irracionales.

            He hablado, en este primer rasgo, de una recuperación. En la historia, nunca se vuelve atrás, nunca se repite lo mismo, tal cual se dio. Pero siempre se vuelve, una y otra vez, a repensar y a revivir los grandes momentos del desarrollo, aunque desde la nueva situación de la historia posterior. Es lo que ha ocurrido en este siglo, en que la teología católica ha vuelto a dialogar con sus orígenes -Escritura, liturgia y Padres- dejándose fecundar por ellos.

 

            Los otros dos rasgos los hemos visto ya al estudiar los hitos históricos que condujeron a la situación actual de la Teología Fundamental (supra, 3.5.): se trata del intento de establecer un diálogo con la razón moderna y de la búsqueda de una apologética integral.

 

            a2) Crónica del Concilio

 

1.

            Estamos todavía muy encima del acontecimiento como para intentar una exposición histórica en regla. Me contento con algunos datos mínimos.

            El Vaticano II fue convocado por el Papa Juan XXIII el 25 de Enero de 1959, fue inaugurado por él el 11 de Octubre de 1962 y llevado a término por su sucesor Pablo VI en las tres sesiones siguientes, clausuradas el 8 de Diciembre de 1965.

            Las fechas de las 4 sesiones son: del 11 de Octubre al 8 de  Diciembre de 1962, del 29 de Septiembre al 4 de Diciembre de 1963, del 14 de Septiembre al 21 de Noviembre de 1964, y del 14 de Septiembre al 8 de Diciembre de 1965.

 

2.

            El Concilio, por expresa voluntad del Papa Juan, no quiso ser un concilio doctrinal, condenatorio de alguna herejía o error. Quiso ser un concilio pastoral, con el fin de poner a la Iglesia a la altura de los desafíos que el mundo moderno le plantea. El Concilio creó incluso una nueva denominación para uno de sus documentos: “Constitución pastoral”; se trata de la Gaudium et Spes,  en cierto sentido la constitución que responde más  directamente al objetivo propuesto al Concilio por Juan XXIII; pero que no se puede interpretar desligándola del resto de los 16 documentos conciliares.

            En el Concilio -ya desde su preparación- se enfrentaron dos grandes corrientes: una más apegada a la tradición tal como se había establecido en los Concilios anteriores, Trento y Vaticano I; la otra, sin desentenderse de esa tradición, más abierta a enfrentar -incluso en el terreno doctrinal- los desafíos del mundo moderno, en actitud de fidelidad creativa. Esta segunda fue la que primó, aunque sin aplastar a la otra; cosa que complica a ratos la comprensión de los textos del Concilio, que optan voluntariamente por un compromiso entre ambas tendencias.[76]

 

3.

            Aquí lo que nos interesa es fundamentalmente la Constitución Dogmática “Dei Verbum”, que trata explícitamente y con bastante exhaustividad los temas de la revelación y la fe. La historia de su redacción es ilustrativa del clima conciliar. La Congregación del Santo Oficio, presidida por el Cardenal Ottaviani y cuyo secretario era el P. Sebastián Tromp, s.j., había preparado, para ser discutido en la primera sesión del Concilio, un documento en que se afirmaban tres cosas extremas: la inerrancia de la Sagrada Escritura también en materias profanas, la inspiración para cada palabra de la Sagrada Escritura, y la teoría de las dos fuentes de la revelación, es decir, la idea que la Sagrada Escritura es materialmente insuficiente. Este esquema fue atacado en el aula conciliar por varios Cardenales centroeuropeos, entre los cuales el de Colonia, Frings, el de Holanda, Alfrink, el de Bélgica, Suenens, y el de Viena, König. La mayoría de los Padres decidió rechazar el Documento presentado, encontrando que no servía ni siquiera como base para la discusión. Sin embargo, la Presidencia del Concilio interpretó mañosamente el reglamento, exigiendo una mayoría de dos tercios para este rechazo (la mayoría de dos tercios se requería en el reglamento para la aprobación de Documentos finales del Concilio). La dificultad llegó hasta el Papa Juan XXIII, el cual -con su sabiduría socarrona- resolvió crear una nueva comisión “mixta” para elaborar un nuevo documento para ser presentado a la discusión de los Padres: presidida por el Cardenal Ottaviani y por el Cardenal biblista Bea. El texto que conocemos hoy es el producto del trabajo de esa Comisión.

 

            La Constitución se divide en un Proemio y 6 capítulos; sus párrafos, numerados de corrido, son 26.

            En el Proemio (nº 1), se hace explícita referencia a los Concilios de Trento y Vaticano I, cuya docrina se trata de asumir. El capítulo 1 trata de la revelación en sí misma (2-6). El capítulo 2, de la transmisión de la revelación divina (7-10). El capítulo 3, de la inspiración divina de la Sagrada Escritura y de su adecuada interpretación (11-13). En los capítulos siguientes se trata del Antiguo Testamento (capítulo 4, números 14 a 16) y del Nuevo Testamento (capítulo 5, números 17 a 20). El capítulo 6, que hace honor a la índole pastoral del Concilio, toca el tema de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia (21-26).

            Nos detenemos aquí sólo en el Proemio y en el capítulo 1; se trata de los números 1 a 6.

 

            b) Constitución “Dei Verbum”, números 1 a 6

 

1.        

            La primera afirmación del nº 1 es ya enormemente significativa: “Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, Sacrosancta Synodus (...)”[77]. Desde la partida los Padres del Vaticano II se saben puestos bajo la Palabra de Dios y a su servicio. Luego se cita el texto de la 1ª carta de Juan que afirma que la vida se nos manifestó y se expone la intención de la Constitución: el Concilio “genuinam de divina revelatione ac de eius transmissione doctrinam proponere intendit, ut salutis praeconio mundus universus audiendo credat, credendo speret et sperando amet”.[78] De paso, los Padres expresan que el Concilio quiere seguir las huellas de Trento y del Vaticano I. Se insinúa en este proemio una identificación entre la Palabra de Dios (que la Iglesia escucha y proclama) y la revelación y su transmisión.

 

            En el nº 2 -primero del capítulo 1 dedicado a la revelación en sí misma- encontramos 4 afirmaciones.

            En la revelación Dios se revela a sí mismo y revela el misterio (“sacramentum”) de su voluntad. Es decir, el Concilio parte con un concepto de revelación no estrechado intelectual ni cognoscitivamente, sino -de acuerdo al testimonio de la Sagrada Escritura- ampliado al máximo: su contenido es Dios mismo y el misterio de su voluntad.

            Esta voluntad de Dios consiste en que, por Cristo y en el Espíritu Santo, los seres humanos pueden llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina. Las palabras del Concilio son hermosas: “Hac itaque revelatione Deus invisibilis ex abundantia caritatis suae homines tamquam amicos alloquitur et cum eis conversatur, ut eos ad societatem secum invitet in eamque suscipiat”.[79] Esta invitación de Dios a la humanidad es la revelación; al final del número se la identifica con la salvación. Esto implica, por lo tanto, que hay cierta identidad entre revelación y salvación (como ya habíamos visto que en el nº 1 la había entre revelación y Palabra de Dios).  De nuevo, aquí hay un concepto amplio de revelación, como encuentro total entre Dios y el creyente, encuentro que es englobante de todo lo humano.

            La tercera afirmación es que la revelación se realiza por obras (hechos) y palabras intrínsecamente ligadas. Las obras manifiestan la realidad de las palabras y éstas explican el misterio contenido en las obras. Así, el Concilio retoma las ideas centrales de la Sagrada Escritura.

            Finalmente se afirma que en Cristo, que es el mediador de la revelación, alcanza al mismo tiempo su plenitud la revelación de Dios.

 

            El nº 3 afirma que Dios ha dado testimonio de sí mediante la creación, pero ha querido también abrir el camino de una salvación “de arriba” (los Padres escriben “superna”, evitando deliberadamente el uso del término “sobrenatural”): desde el comienzo de la historia, Dios se manifestó a sí mismo, personalmente, a diversas personas. De esta historia de encuentro de Dios con la humanidad se mencionan las etapas principales: la creación de los primeros Padres y la promesa de redención luego de su caída; el cuidado continuo que Dios tiene de toda la humanidad; el llamado a Abrahán; las figuras de Moisés y los Profetas. Todo lo anterior, entendido como preparación del Evangelio de Jesús, en quien culmina la revelación.

 

            El nº 4 desarrolla esta última idea. En Jesucristo culmina la revelación de Dios, ya que él habla las Palabras de Dios y realiza la obra de la salvación; aquí se alude a la estructura obra/palabra, que aparecía en la 3a afirmación del nº 2. De modo que quien ve a Jesús ve al Padre. De nuevo, la identificación entre Palabra de Dios (que Jesús habla), salvación (que él realiza) y revelación (quien lo ve, ve al Padre).

            El Concilio explicita que, al hablar de Jesucristo, tiene presentes su vida, su obra y sobre todo su Pascua, pero también el don que él ha hecho del Espíritu.

            Luego de Jesús ya no  hay que esperar más revelación pública de Dios antes de la manifestación gloriosa de Cristo al fin de los tiempos.

 

            El nº 5 trae tres afirmaciones sobre la fe en cuanto acogida de la revelación.

            La primera describe la fe a la manera bíblica. A la revelación de Dios el hombre responde con la obediencia de la fe,[80] por la cual el ser humano “se totum libere Deo committit” (libremente se entrega por entero a Dios). Se integra una afirmación del Vaticano I, que habla de la fe como “plenum obsequium intellectus et voluntatis” (obsequio o entrega plena de intelecto y voluntad). Se ve, pues, que para el Vaticano II la fe es acto del ser humano entero, no sólo de su inteligencia.

            La segunda afirmación recoge una enseñanza tradicional de la Iglesia: para el acto de fe se requiere de la gracia de Dios. Cita a Orange, cuando dice que el Espíritu Santo da a todos “suavitatem in consentiendo et credendo veritati” (suavidad en el consentir y el creer a la verdad).[81]

            La última afirmación es un resto de la antigua concepción intelectualista de la fe, aunque ahora situada en otro contexto: el Espíritu Santo perfecciona  por sus dones la fe, para que el creyente crezca en la inteligencia de la fe. La concepción bíblica de la fe, que el Concilio ha retomado, no significa que la fe no tenga una dimensión  intelectual; es lo que se quiere afirmar aquí. Se podría añadir que el Espíritu Santo, por sus dones, hace crecer al creyente no sólo en inteligencia de la fe sino también en la práctica, a todo nivel, personal, comunitario y social.

 

            Por último, el nº 6 trae dos citas del Vaticano I, que quedan en un nuevo contexto, el de una comprensión bíblica de la fe.

            La primera es acerca de los bienes divinos que superan totalmente la inteligencia humana. Esta era ya una de las afirmaciones del Vaticano I que rompía el estrecho marco de  la concepción puramente cognoscitiva de la fe.

            La segunda se refiere a la posibilidad de conocer a Dios con la luz natural de la razón por medio de las cosas creadas y al aporte que a ese mismo conocimiento da la revelación.

 

2.

            Quisiera añadir, a modo de apéndice, otros lugares del Vaticano II en que se habla de la fe.

            En primer lugar, dos textos de Gaudium et Spes. GS 57 dice que la fe favorece el auténtico desarrollo de la cultura. Un tema que, a mi juicio, tiene mucho futuro.[82]

            GS 59 presenta las relaciones entre la fe y la razón de la misma manera que el Concilio Vaticano I, y con citas explícitas suyas: hay un doble orden de conocimiento que proviene de un mismo Dios;[83] hay legítima libertad de artes (técnica), ciencia y cultura:[84] de aquí el Vaticano II concluye que ciencia, técnica y cultura tienen un campo de legítima autonomía.

            En PO 4 (Presbyterorum Ordinis) se habla de la tarea del sacerdote como ministro de la Palabra. El Concilio recuerda que la fe nace de la Palabra y que la Iglesia nace de la fe: tanto porque en los creyentes la Palabra alimenta la fe, cuanto porque en los no creyentes la Palabra hace nacer la fe. De esta relación permanente de la fe con la Palabra, el Concilio concluye que es necesario que la Palabra de Dios tenga un amplio lugar en la celebreción de los sacramentos, ya que éstos son sacramentos de la fe. El Concilio empieza a reunir así lo que la polémica antiluterana había tendido a separar: Palabra y sacramentos.

            En el nº 10 de Dignitatis Humanae (la Declaración sobre la libertad religiosa), número situado en el cap. 2, que trata sobre la libertad religiosa a la luz de la revelación, se afirma la libertad del acto de fe como un punto principal de la doctrina cristiana (“caput ex praecipuis”), contenido en la Sagrada Escritura y predicado por los Padres; por lo que nadie debe ser obligado a abrazar la fe. Esto el Concilio lo fundamenta en la naturaleza voluntaria del acto de fe, que es adhesión al Dios “sese revelans” (que se revela a sí mismo): vemos aquí un eco de la idea bíblica de la revelación que supera la anterior concepción neoescolástica de una revelación de verdades sobrenaturales. Por último, en este número los Padres conciliares sacan la consecuencia práctica: no debe haber coerción en materias religiosas, debe reinar libertad religiosa en la sociedad. Se trata aquí, a mi juicio -y quizá también al de Mons. Lefebvre, aunque con valoración  diametralmente opuesta-, de uno de los cambios radicales que ha hecho el Vaticano II con respecto a la doctrina corriente anterior.

            Por último, en el Decreto sobre el ecumenismo, Unitatis Redintegratio, nº 11, se habla de un orden o jerarquía entre las verdades de la doctrina católica, que hay que recordar cuando se trata de comparar la doctrina católica con la de los hermanos separados; orden o jerarquía que depende de su diverso nexo con el fundamento de la fe cristiana. Tema este también novedoso con respecto a la teología neoescolástica, que tendía a poner todas las verdades de la fe en un mismo nivel, por el hecho de ser reveladas, de participar en ese “trascendental”.

 

            c) Balance crítico

 

            El Vaticano II quiere seguir explícitamente las huellas de Trento y del Vaticano I; de hecho los cita, pero los incorpora en el nuevo contexto, dado por la recuperación -gracias a los estudios bíblicos de los siglos XIX y XX- de la concepción bíblica de la revelación y la fe.

            La revelación ya no es el cuerpo de verdades sobrenaturales inalcanzables a la razón, sino la automanifestación de Dios mismo en la historia de salvación que culmina en Cristo; automanifestación que incluye, por cierto, verdades sobrenaturales, pero que no se encierra en ellas, sino que las trasciende. La fe no es el mero asentimiento intelectual a verdades sobrenaturales -cosa que también es, por cierto- sino que es la entrega total del creyente a este Dios que se le ha entregado previamente entero. Sin embargo, el Concilio no logró -ni suiquiera intentó- mediar entre la perspectiva histórico-salvífica de la Escritura y la ineludible reflexión filosófica de la teología, lo que queda como tarea pendiente (y explica, probablemente, que Juan Pablo II en su encíclica Fides et Ratio deba retornar en lo sustancial a las posiciones del Vaticano I).

            Se ve, pues, cómo el Vaticano II asume lo que hemos visto que es la idea bíblica de revelación y fe. Por eso, podemos dejar aquí este balance crítico e iniciar nuestro esfuerzo de sistematización teológica de los datos de la fe.


 


[1] Jan Hendrijk Walgrave o.p., “Das große Mißverständnis der Apologetik”, en Internationale Katholische Zeitschrift Communio 7, 1978, 295-305.

[2] Peter Stockmeier, “‘Offenbarung’ in der frühchristlichen Kirche”, en Michael Seybold mit Cren, Horst, Sand, Stockmeier, Offenbarung. Von der Schrift bis zum Ausgang der Scholastik. Freiburg, Basel, Wien; Herder, 1971. (Handbuch der Dogmengeschichte, Band 1, Das Dasein im Glauben, Fasz. 1a; herausgegeben von Michael Schmaus, Alois Grillmeier, Leo Scheffczyk), 27-87. Traducción francesa: “‘Révélation’ dans l’Église chrétienne primitive”, en Michael Seybold avec Cren, Horst, Sand, Stockmeier, La révélation dans L’Ecriture, la Patristique, la Scolastique. Paris, Cerf, 1974. (Histoire des Dogmes, tome I: Les fondements de la foi), 61-161.

[3]  Ver D 1875 = DS 3177).

[4]  Patrología Latina de Migne, tomo LVIII, columnas 783-836.

[5]  D 200 a y b = DS 398-400.

[6]  D 174-175 = DS 370-372.

[7]  D 176-177 = DS 373-374.

[8]  D 178 = DS 375.

[9]  D 180 = DS 377.

[10] D 182-198 = DS 379-395.

[11]  D 199-200 = DS 396-397.

[12]  D 200 = DS 397.

[13]  S.Th. 2ª-2æ, 4,1: hábito de la mente por el cual se inicia la vida eterna en nosotros y que hace a nuestro intelecto asentir a las cosas que no vemos.

[14]  S.Th. 2ª-2æ, 5,3.

[15]  S.Th. 2ª-2æ, 6,1.

[16]  S.Th. 2ª-2æ, 1,4.

[17]  Sigo a Roger Aubert, Le problème de l’acte de foi. Données traditionnelles et résultats des controverses récentes. Louvain, Warny, 1945. XI+804 pp.

[18]  Ulrich Horst, “Das Offenbarungsverständnis der Hochscholastik”, en Michael Seybold mit Cren, Horst, Sand, Stockmeier, Offenbarung. Von der Schrift bis zum Ausgang der Scholastik. Freiburg, Basel, Wien; Herder, 1971. (Handbuch der Dogmengeschichte, Band 1, Das Dasein im Glauben, Fasz. 1a; herausgegeben von Michael Schmaus, Alois Grillmeier, Leo Scheffczyk), 116-143. Traducción francesa: “La conception de la révélation dans la Haute Scolastique”, en Michael Seybold etc., La révélation dans L’Ecriture, la Patristique, la Scolastique. Paris, Cerf, 1974. (Histoire des Dogmes, tome I: Les fondements de la foi), 205-254.

[19]  S.Th. 2ª-2æ,1,9,ad 1.

[20] Concilio de Trento, sesión 5ª, 17.6.1546, Decretum secundum: super lectione et praedicatione (en Conciliorum Oecumenicorum Decreta. Bologna, Istituto per le Scienze Religiose, 1973, 667-670). Vitali (ver nota siguiente) erradamente lo sitúa en la sesión 4ª.

[21] “Para que no quede descuidado aquel tesoro celestial de los libros sagrados que el Espíritu Santo, con suma liberalidad, entregó a los seres humanos” (p. 667).

[22] Los datos reseñados están en Dario Vitali, Sensus fidelium. Una funzione ecclesiale di intelligenza della fede. Premessa di Bruno Forte. (Pontificia Universitas Gregoriana, Facultas Theologiae, Dissertatio ad Doctoratum). Brescia, Morcelliana, 1993, capítulo 8, nota 45, p. 271.

[23]  D 792a-810 = DS 1520-1550.

[24]  D 811-843 = DS 1551-1583.

[25]  D 797 = DS 1525.

[26]  D 798 = DS 1526-1527.

[27]  D 813 = DS 1553.

[28]  D 801 = DS 1532.

[29]  D 802 = DS 1533-1534.

[30]  D 822-824 = DS 1562-1564; ver también en otros decretos tridentinos: D 902 = DS 1685, D 914 = DS 1704, D 922 = DS 1712.

[31]  D 803 = DS 1535.

[32]  D 808 = DS 1544; ver el canon 28: D 838 = DS 1578.

[33] La cita está tomada de A. Thouvenin, “Hermes” en Dictionnaire de Théologie Catholique, tomo VI, 2, 2288-2303. Paris, Letouzey et Ané, 1920; está en p. 2295.

[34]  D 1782-1784 = DS 3001-3003.

[35]  D 1785-1788 = DS 3004-3007.

[36]  D 1789-1794 = DS 3008-3014.

[37]  D 1795-1800 = DS 3015-3020.

[38]  Al cap. 1º: D 1801-1805 = DS 3021-3025; al cap. 2º: D 1806-1809 = DS 3026-3029; al cap. 3º: D 1810-1815 = DS 3031-3036; al cap. 4º: D 1816-1820 = DS 3041-3045.

[39]  D 1616 = DS 2732, D 1642, D 1671-1673 = DS 2854-2857.

[40]  D 1811 = DS 3032.

[41]  Ver el canon 1, D 1810 = DS 3031; ya Pío IX había insistido en esta obediencia: D 1684 = DS 2880.

[42]  Ver también los cánones 3 y 4, D 1812-1813 = DS 3033-3034.

[43]  D 1814 = DS 3035.

[44]  D 797-798 = DS 1525-1527.

[45]  Ocupa la 1a parte de D 1793 = DS 3012.

[46]  Está en la 2a parte del nº anterior y la 1a  del siguiente: D 1794 = DS 3013.

[47]  El segundo párrafo de D 1794 = DS 3014.

[48]  D 1815 = DS 3036.

[49]  D 1795 = DS 3015 y canon 1: D 1816 = DS 3041.

[50]  D 1796 = DS 3016.

[51]  D 1797 = DS 3017.

[52]  D 1798 = DS 3018; canon 2: D 1817 = DS 3042.

[53]  D 1800 = DS 3020, que cita a Vicente de Lérins; ver canon 3: D 1818 = DS 3043.

[54]  D 1625-1626 = DS 2754-2755.

[55]  D 1637-1639, 1650-1651 = DS 2778-2780, 2812-2813.

[56] En la exposición sigo a Roger Aubert, “Modernismus” en K. Rahner (Hrsg.), Sacramentum Mundi, Bd. 3, 581-591. Freiburg, Basel, Wien; Herder, 1969. Trad. Cast.: “Modernismo” en K. Rahner (dir.), Sacramentum Mundi, t. 4, 765-775. Barcelona, Herder, 1973.

[57]  Ver D 2001-2004 y 2009-2012 = DS 3401-3404 y 3409-3412.

[58]  Ver D 2013-2018 = DS 3413-3418.

[59]  Ver D 2020 = DS 3420, D 2041 = DS 3441.

[60]  Ver D 2022 = DS 3422.

[61]  Ver D 2026 = DS 3426.

[62]  Ver D 2027-2038 = DS 3427-3438, D 2054 = DS 3454, D 2058-2065 = DS 3458-3465.

[63]  D 2001-2065 = DS 3401-3465.

[64]  D 2071.

[65] D 2071-2109 = DS 3474-3500; hay que advertir que la edición DS no trae todos los párrafos de la edición anterior D.

[66]  D 2145 = DS 3537-3542.

[67] D 2146-2147 = DS 3543-3550.

[68]  D 2072 = DS 3475.

[69]  D 2073 = DS 3476.

[70]  D 2074 = DS 3477; ver D 2077 = DS 3481.

[71]  D 2075 = DS 3478.

[72]  Ver D 2079 = DS 3483.

[73]  Ver D 2080.

[74]  D 2097-2100 = DS 3498.

[75]  D 2101-2103 = DS 3499-3500.

[76]  Ver Sergio Silva G., ss.cc., “La recepción eclesial del capítulo sobre la cultura de la Constitución Pastoral ‘Gaudium et Spes’” en Teología y Vida 30, 1989, 101-117; la referencia es a pp. 103-106.

[77] “El Santo Concilio escucha la Palabra de Dios religiosamente y la proclama confiadamente”.

[78] “Este Concilio quiere proponer la doctrina auténtica sobre la divina revelación y su transmisión, para que todo el mundo oyendo crea, creyendo espere y esperando ame”.

[79] “En esta revelación, Dios invisible, por la abundancia de su amor, habla a los hombres como a amigos y trata con ellos, para invitarlos a entrar en su compañía y recibirlos en ella”. El texto intercala muchas referencias bíblicas entre paréntesis que me he saltado.

[80]  El texto cita Rom 16,26 y remite a Rom 1,5 y 2 Co 10,5-6.

[81]  D 180 = DS 377.

[82]  Ver Sergio Silva G., ss.cc., “Evangelización de la cultura: de Puebla en adelante” en Teología y Vida  23, 1982, 217-239; Sergio Silva G., ss.cc., “La recepción eclesial del capítulo sobre la cultura de la Constitución Pastoral ‘Gaudium et Spes’” en Teología y Vida 30, 1989, 101-117.

[83]  Cita de D 1795 = DS 3015.

[84]  Cita de D 1799 = DS 3019.