CUARTA PARTE

TEOLOGIA FUNDAMENTAL
 

 

            Una vez terminada la presentación sistemática de los datos de la fe cristiana acerca de la revelación de Dios y de su acogida en la fe, podemos pasar al planteo de la teología fundamental. Este planteo, aparentemente, parte de cero; pero de hecho no es así, pues las preguntas fundamentales no se plantean en el vacío, sino ante una concreta figura de revelación. Por eso era necesario ver con amplitud las dos partes anteriores, de teología positiva y teología sistemática.

            La Teología Fundamental propiamente tal se hace dos preguntas. Una es de principio. Se trata de reflexionar sobre la posibilidad de una revelación de Dios a la humanidad y de su recepción mediante la fe. Esta pregunta parte de un supuesto que aquí no se discute, porque se supone ya dilucidado en los estudios de Filosofía: existe Dios y existe como Persona, de modo que puede autocomunicarse a la humanidad, si así lo desea. Al preguntarnos por la posibilidad de una revelación de Dios a la humanidad, entramos en un terreno en el que no podemos demostrar sino sólo mostrar, porque estamos ante una realidad que se capta o no según qué opciones previas hemos tomado ante ella, opciones que son libres. La demostración se refiere siempre a un objeto puesto delante del sujeto y analizable con plena independencia del sujeto y de la relación que establece con el objeto; la mostración, en cambio, invita a hacer una experiencia, a situarse ante la realidad posible de Dios y de su revelación, de tal manera que esa realidad se haga perceptible: se trata de hacer ver la plausibilidad, la no contradicción de la afirmación humana de la existencia de Dios y de una posible revelación suya. En la opción que va implicada en una mostración hay elementos no sólo racionales sino también éticos, que parecen ser los decisivos, por cuanto la aceptación de Dios implica necesariamente un cambio radical de conducta.

            Si la respuesta a esta primera pregunta es positiva, se pasa a la segunda pregunta, que ya no es de principio sino de hecho: ¿es creíble la historia de revelación y fe que nos propone la Biblia?

            Estas dos preguntas nos ocuparán sucesivamente en los dos capítulos de esta parte. Antes de entrar en la primera pregunta, es bueno advertir que la sucesión de ambas es más bien lógica que vital. En la práctica, se presentan entreveradas, condicionándose mutuamente, incluso con la pregunta por la existencia y la naturaleza de Dios.

            Una última observación previa. La Teología Fundamental pretende ser una reflexión racional rigurosa, pero iluminada por la fe; de otro modo no sería teología. La fe nos da de hecho ciertas pistas que seguir en la respuesta racional de las preguntas y, por otro lado, corona la respuesta lograda racionalmente con la certeza de la fe.


 

10. LA POSIBILIDAD DE UNA REVELACION DE DIOS A LA HUMANIDAD Y DE SU RECEPCION MEDIANTE LA FE

 

            La pregunta por la posibilidad de la revelación y la fe la hago en dos pasos. El primero es general, el segundo se refiere a la posibilidad de una revelación de Dios en la historia. Este segundo paso depende, naturalmente, del hecho de que la revelación que nos interesa no es cualquiera, sino la revelación bíblica, que se da en la historia.

 

            10.1. La posibilidad de la revelación y la fe, en general

 

            Para asegurarnos de la seriedad de la pregunta y evitar la tentación de superponer nuestras respuestas de fe sobre una pregunta cortada a la medida de las respuestas, buscaremos recoger de nuestra cultura la negación de la posibilidad de la revelación y la fe, para luego dar una fundamentación razonada de esta posibilidad.

 

            a)La negación cultural de la posibilidad de la revelación de Dios a la humanidad

 

            Dos de las negaciones más virulentas de la posibilidad de la revelación de Dios a la humanidad surgidas en nuestros tiempos son las de Marx y Freud, que siguen teniendo actualidad entre nosotros. Pero antes de presentarlas es bueno mostrar la negación más difusa que se encuentra en la cultura moderna. Terminaré haciendo un balance crítico.

 

            a1) La negación difusa de Dios en la cultura moderna

 

1.

            Dos formas adopta en la cultura moderna la negación de la posibilidad de una comunicación de Dios a la humanidad.

            La primera es explícita; se trata de las diversas formas del ateísmo contemporáneo, teóricas y prácticas. En el Anexo 2 he sintetizado las respuestas de personas no creyentes -en su mayoría estudiantes universitarios- a entrevistas sobre revelación y fe realizadas por alumnos. Ahí se puede ver con más detalles la presencia real del ateísmo entre nosotros.

            Por ahora sólo quisiera hacer una observación crítica a propósito del ateísmo. A mi entender, en el fondo de los ateísmos modernos hay un malentendido respecto a la relación entre el ser humano y Dios; como si la exaltación del ser humano -que la modernidad ha buscado con todas sus fuerzas- tuviera que pasar necesariamente por la negación de Dios, concebido como competidor de la humanidad. Olvida el ateísmo contemporáneo la verdad que Ireneo de Lyon expresaba con su fórmula sintética: “Porque la gloria de Dios es el hombre vivo, y la vida del hombre es la visión de Dios”.[1]

 

            La segunda forma de negación de la posibilidad de la revelación de Dios al ser humano es más grave, porque es más sutil y, por lo tanto, más difícil de detectar. Se trata de la negación implícita, más práctica que teórica, presente en el ambiente secularista del mundo moderno. Como bien señala Franco Ardusso,[2] este ambiente tiende a dar la impresión de que el mundo de la fe es extraño a la experiencia humana. Eso lo comprobamos en la 1ª Parte, cuando tomamos conciencia del contraste entre el ethos moderno de autonomía, dominación y clausura intramundana, y el ethos que fluye de la fe cristiana, hecho de teonomía, comunión (o solidaridad) y trascendencia (ver la Primera parte, cap. 1. 2).

 

2.

            Estas negaciones difusamente presentes en la cultura moderna han sido el caldo de cultivo a la vez que la consecuencia de ciertas negaciones más precisas, propuestas en la filosofía y en las ciencias. De entre éstas he seleccionado las dos que me parecen tener más vigencia entre nosotros hoy, la de Marx (presente sobre todo en el mundo popular vinculado a los partidos políticos que se declaraban marxistas o marxista-leninistas, aunque también entre universitarios y profesionales de esas tendencias) y la de Freud (presente más bien en los medios universitarios y profesionales). En los ambientes posmodernos vuelven a hacerse presentes las ideas de Nietzsche. Se puede ver lo dicho sobre él más atrás (capítulo 1.3., sección “b2”, párrafo 2).

 

            a2) La negación de Marx

 

            Karl Marx (1818-1883) es, filosóficamente, un evolucionista monista. En cuanto monista, no reconoce diferencias cualitativas en la realidad; toda ella la ve como manifestaciones diversas de un único principio, la materia, cuya energía le permite desplegar muy variadas formas externas, “epifenoménicas”, que no afectan a la homogeneidad de fondo.

            Su evolucionismo le hace pensar que las innegables diferencias observables en la realidad se originan por evolución de la materia, movida por su energía.

 

            A Marx le interesa ante todo la evolución de la sociedad. Él la ve -de acuerdo a su materialismo monista- como la historia natural de la especie humana. La explica reconociendo en la sociedad dos principios, uno estático y el otro dinámico.

            El principio estático es la existencia de clases sociales. Cuando Marx analiza períodos o procesos históricos concretos -sobre todo en torno a la Revolución Francesa- reconoce la multiplicidad de clases sociales existentes. Pero cuando hace teoría social abstracta, las ordena en torno a dos polos: clase(s) dominante(s)/clase(s) dominada(s). Estos dos polos se definen según el puesto que sus miembros ocupan en el proceso de producción de la sociedad. Concretamente, cuando se trata de la sociedad burguesa capitalista de la segunda mitad del siglo XIX -la que él conoció por experiencia propia en Alemania y sobre todo en Inglaterra-, estos puestos son el del capitalista, que posee el capital, y el del proletariado, cuyos miembros sólo tienen su fuerza de trabajo, que venden al capitalista por un salario apenas de subsistencia.

            El principio dinámico es la lucha de las clases. Para entender bien a Marx, hay que advertir que esta lucha tiene para él dos matices. El primero es su existencia constatable, el hecho. En efecto, los intereses de capitalistas y proletarios no sólo no son coincidentes, son directamente contradictorios. De modo que cada clase debe luchar por sus intereses, so pena de aniquilación. Ahora bien, de hecho también, la clase dominante va acumulando fuerzas de producción a lo largo de su historia -fuerzas que son el capital financiero, el dinero, pero también el saber empresarial y organizacional, el saber científico-técnico que se materializa en las máquinas y herramientas de producción-; estas fuerzas, por su mismo crecimiento, tienden a hacer estallar el marco de las relaciones de producción que rige el funcionamiento de las fuerzas productivas, marco constituido por el mercado y sus leyes de oferta y demanda, por el Estado y sus fuerzas policiales, y por el ordenamiento jurídico de la sociedad, particularmente por las leyes que regulan la propiedad privada. De aquí surge el segundo matiz del significado de la lucha de clases.

            Se trata ahora de un matiz no fáctico sino deliberado, ético. Marx asigna al proletariado una tarea histórica, la de acelerar el estallido del marco de las relaciones de producción de la sociedad capitalista, mediante la revolución. Para ello, se deben agudizar las contradicciones de clase, único camino para lograr el pronto advenimiento de una sociedad sin clases. Cuando esto se logre, recién habrá entrado la humanidad en la auténtica historia; todo lo anterior no habrá sido más que prehistoria.

 

            En este pensamiento, Dios no tiene cabida. Sus atributos se han trasladado a la materia y su energía todopoderosa. Más aun, la religión -que es la forma de presencia de Dios en la sociedad- es “opio para el pueblo”, porque lo consuela con una futura e hipotética felicidad del cielo, enervando sus fuerzas para la lucha por la sociedad sin clases en la tierra. Son exactamente las mismas dos funciones del opio, consuelo ilusorio y evasión enervadora (que quita el nervio, la capacidad de reaccionar ante la realidad negativa).

 

            a3) La negación de Freud

 

            Sigmund Freud (1856-1939), descubridor y primer explorador de las zonas inconscientes de nuestro mundo síquico, tiene una imagen mecanicista del ser humano; así Freud se muestra como plenamente hijo de su tiempo, en que el positivismo mecanicista ha alcanzado su clímax.

            El ser humano, para él, está determinado en su conducta por relaciones unidireccionales de causalidad; su mundo síquico muestra en el nivel de la conciencia los efectos de la acción de causas que se sitúan en el nivel inconsciente de la siquis. Este nivel sólo se hace presente mediante ciertos resquicios o grietas de la conciencia, como son los sueños, los lapsus, los actos fallidos, sobre todo las neurosis.

 

            La religión y la creencia en la existencia de Dios son también efectos conscientes de causas que están en el inconsciente; son, por lo tanto, ilusión. Freud entiende por ilusión todo aquello que impide la plena maduración de la persona, que consiste en superar el principio del placer (propio de la infancia) mediante el principio de realidad.

            La causa inconsciente de la religión es, según Freud, el complejo del padre. Lo podemos explicar en cinco pasos.

            Frente a sus miedos, el ser humano es débil. Estos miedos surgen tanto frente a la naturaleza exterior -que siempre lo amenaza con su grandeza que se desata mortalmente- como a la propia naturaleza del ser humano, sus instintos, sus pulsiones, que no sabe controlar.

            Como no logra dominar sus miedos racionalmente, el ser humano genera, en otro nivel de su siquis, contra-afectos. En su infancia, lo hace mediante el recurso a los padres, fuentes de seguridad y de consuelo, especies de dioses para el niño.

            Sin embargo, los padres son ambiguos. Por un lado, son fuentes de protección real; por otro, son la autoridad que premia pero también castiga.

            El camino de la obediencia sumisa -suerte de pago inevitable que hay que dar para recibir a cambio el bien de la protección- no basta para resolver esta ambigüedad, porque entre los 3 y los 5 años de edad se despierta en el niño el interés sexual por su madre, y en la niña, por su padre. Este despertar pone al niño en inevitable rivalidad con su padre, y a la niña con su madre; surge en el niño el deseo de desplazar a su padre en el amor de la madre, y a la niña, de desplazar a la madre en el amor del padre; rivalidad que llega incluso hasta el deseo de la muerte del rival. Sin embargo, el progenitor que se desea eliminar es, al mismo tiempo, la autoridad que protege; esto despierta en el niño y en la niña necesariamente un sentimiento de culpabilidad. Este conjunto complicado de sensaciones que se apoderan de un niño en edad tan temprana, constituye lo que Freud llama el “complejo de Edipo”, aludiendo a la tragedia griega en que Edipo da muerte a su padre, sin saberlo (el “complejo de Electra” en el caso de la niña), o el complejo del padre. Este complejo es la fuente de las neurosis de la edad adulta.

            Por último, Freud afirma que la religión se origina cuando el adulto, incapaz de enfrentar racionalmente los conflictos que se le presentan (sea frente a la naturaleza y su hostilidad, sea frente a los demás o a sí mismo), regresa a sus deseos infantiles y busca un padre protector. Esta vez, proyectado en grande bajo la forma de un Dios omnipotente. Así, según Freud la existencia de Dios es ilusoria; y la religión no es más que una neurosis colectiva de la humanidad.

 

            a4) Balance crítico

 

1.

            Detrás de estas negaciones -tanto las que se dan en forma difusa en la cultura moderna como las más precisas de Marx, Freud y otros- hay una antropología subyacente que me merece serios reparos.

            Se trata, fundamentalmente, de un desconocimiento del corazón humano, que lleva a ver al ser humano como determinado (no sólo condicionado) por sus organismos. En el caso de Marx, es el organismo económico (que forma parte de la cultura) el que decide quién es el ser humano; en el caso de Freud, es el organismo síquico.

            Sin embargo, este error básico no impide que Marx y Freud descubran aspectos verdaderos de la condición humana; de hecho, describen condicionamientos que se dan en la realidad y que pueden llegar a determinar a la persona, cuando ésta no desarrolla su libertad ni su capacidad de resistir desde el corazón.

 

2.

            Por otro lado, la Constitución Gaudium et Spes  del Vaticano II apunta a una causa práctica del ateísmo contemporáneo: la misma vida de los cristianos que, cuando es incoherente con la fe, en vez de revelar, vela al Dios de Jesucristo.[3]

            Esta afirmación nos invita a ser lúcidos ante cualquier forma de ateísmo. En efecto, no se debe tomar cualquier negación de “Dios” necesariamente como una negación del Dios de Jesucristo; hay que preguntarse primero qué “Dios” se está negando en cada caso concreto. A menudo, no se trata del Dios Vivo y Verdadero, sino de alguna caricatura suya, de la que los mismos cristianos podemos ser responsables.

            Sin embargo, hay que tener presente que una postura explícitamente atea, aunque sea la negación de un “Dios” que no lo es (y que, por lo tanto, también los cristianos debemos negar), de hecho puede cerrar a la persona frente al Dios de Jesucristo.

 

            b)Fundamentación de la posibilidad que tiene el ser humano de recibir una revelación de Dios

 

            La exploración que aquí hacemos se sitúa en el ser humano mismo; quiero mostrar que tiene la posibilidad de recibir esa eventual revelación de Dios y la capacidad de responderle en la fe. Dicho de otra manera, que esa apertura a la revelación de Dios y esa capacidad de fe no sólo no destruyen a la persona, sino que son su máxima realización.

 

            b1) La capacidad de Dios que tiene el ser humano

 

            Antes de entrar en materia, es conveniente hacer una aclaración previa. Hay gente que durante toda su vida trata seriamente de creer y no lo logra. Creo que la raíz de este problema, que puede llegar a ser angustioso, está en que el nivel ontológico no siempre se traduce adecuadamente en nuestra conciencia síquica; es decir, que las estructuras de la realidad no siempre las captamos como son, debido a bloqueos y traumas de los que somos víctimas. En lo que sigue, me refiero exclusivamente al nivel ontológico.

 

1.

            Veamos qué pistas encontramos en la Escritura y en la tradición de la Iglesia, que nos permitan mostrar que el ser humano tiene una capacidad para recibir la autocomunicación de Dios, para acoger a Dios mismo, si se le da.

            En la Escritura se habla de la “sed de Dios” que tiene el ser humano;[4] se menciona el deseo de ver a Dios, por ejemplo en el caso de Moisés[5] y de Felipe.[6] Sin embargo, la misma Escritura nos recuerda que “nadie puede ver a Dios y seguir con vida”[7] y que “a Dios nadie le ha visto nunca”.[8] Se trata, pues, de un deseo de Dios que no parece que el ser humano pueda satisfacer por sí mismo.

 

            En la tradición nos encontramos con innumerables afirmaciones que van en el mismo sentido de lo que hemos recordado en la Escritura; sobre todo en los escritos místicos, en las oraciones. Pero también en los escritos teológicos que reflexionan sobre la integridad de la vida de la fe. Basten aquí tres ejemplos.

            San Ignacio de Antioquía: “Mi amor está crucificado, y no hay en mí fuego para cosas materiales, sino agua viva que habla dentro de mí, diciéndome interiormente: ¡Ven al Padre!”.[9]

            San Agustín: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón estará inquieto mientras no descanse en Ti”.[10]

            Santo Tomás habla del “deseo natural de ver a Dios”.[11]

            Vemos, pues, que hay que buscar en la pista del deseo profundo del ser humano, en la línea de Blondel.

 

2.

            La fundamentación del deseo de Dios tiene que ser hecha en dos etapas. La primera es mostrar la realidad del corazón del ser humano. Esto no se puede demostrar, pues el corazón no es objeto de nuestra razón, sino su sujeto último; de ahí que su reconocimiento implique también una opción. Por eso no es rigurosamente demostrable.

            Ayudan a esta “mostración”, además de lo ya dicho más atrás (capítulo 7.3., sección “c3”, párrafo 3), algunas distinciones como la que se puede hacer, a nivel intelectual, entre el significado y el sentido; el significado lo trabaja la razón discursiva, propia del organismo síquico, mientras que el sentido lo capta el corazón. O la distinción, a nivel de la conducta y la acción humanas, entre los proyectos de nuestra libertad, que radican en el corazón, y los sistemas en que esos proyectos deben encarnarse, que son del orden orgánico, natural y técnico.

            La segunda etapa es mostrar la dinámica del corazón. De hecho, el corazón humano no se sacia con nada de lo que la realidad natural y cultural le propone como objeto; nada que sea del orden del tener, del saber, del poder y del gozar las cosas de este mundo. Pero, con la misma certeza con que rechaza estos objetos, presiente que sólo el amor puede saciar su deseo más profundo y auténtico; lo que está en armonía con la afirmación de Juan: “Dios es Amor” (1Jn 4,8).

            La “mostración” así esbozada no la podemos hacer aquí, es materia de Antropología Filosófica.

 

3.

            Karl Rahner ha expresado esta capacidad de Dios que hay en el ser humano con el término “existencial sobrenatural”. En su Pequeño Diccionario Teológico dice que “este concepto está basado ontológicamente en las siguientes proposiciones: el hombre, previamente a la justificación por la recepción sacramental o extrasacramental de la gracia, se encuentra incluido en la voluntad salvífica universal de Dios; el hombre se encuentra ya siempre como redimido y absolutamente obligado al fin sobrenatural. Esta ‘situación’ es una determinación ontológico-real del hombre que adviene gratuitamente a su naturaleza y, por tanto, es sobrenatural, aunque nunca falta de hecho en el orden real. Ello implica que un hombre, incluso en la recusación de la gracia y en la reprobación, no puede encontrarse ontológica y subjetivamente indiferente frente a su determinación sobrenatural”[12]

            En el fondo, la idea del existencial sobrenatural quiere expresar la consecuencia antropológica de la voluntad salvífica universal de Dios, presente en el ser humano desde el acto creador. Así, Rahner supera la contradicción entre el inmanentismo, que concibe a Dios como creación humana, necesaria para satisfacer las necesidades religiosas del ser humano, y el extrinsecismo, para el cual Dios es añadido como desde fuera al ser humano, que no presenta un “hueco” adecuado para recibirlo en su mismo interior. Esta distinción la tendremos que precisar en un momento más (10.2., párrafo “c”).

 

            b2) La capacidad humana de hacer el acto de fe

 

            Hemos visto en la parte sistemática que la fe es del corazón, pero que, desde ahí, tiene que impregnar todos los organismos de la persona. Para mostrar que el ser humano tiene la capacidad de hacer el acto de fe, podemos recurrir a indicios y pistas en ambos niveles.

 

1.

            A nivel del corazón, encontramos al menos tres realidades humanas naturales en las que la fe puede encontrar un punto de apoyo o de engarce. No se trata, claro está, de meter a Dios de contrabando en esas realidades, como “Tapahuecos”, sino de descubrir anticipaciones naturales de su presencia de gracia.

            La primera es el conocimiento. En nuestra actividad cognoscitiva estamos permanentemente construyendo totalidades, como son, por ejemplo, la idea de objeto, que sintetiza una serie de sensaciones aisladas en un conjunto con sentido de unidad; Jean Piaget, un sicólogo experimental suizo, ha mostrado cómo se construye la categoría de objeto durante el primer año de vida del ser humano. Otras totalidades son los conceptos fundamentales de las ciencias, como el átomo para la Física y la Química, la neurosis para la sicología, etc.; o la idea de paradigmas culturales de conocimiento, etc.

            Estas totalidades, por un lado, superan totalmente la evidencia empírica, de modo que sólo son accesibles mediante una especie de acto de fe, no sólo de los legos que tenemos que confiar en el saber de los científicos, sino de ellos mismos, que construyen estas totalidades.

            Por otro lado, estas totalidades hacen posible el conocimiento, tanto teórico como técnico o utilizable. Sin ellas, en efecto, no hay posibilidad de orientarse en el vasto campo de lo cognoscible y de lo utilizable. Son a manera de lentes de color, que abren o cierran a la percepción de un determinado color. De este tipo de totalidades ha tratado la sicología de la “Gestalt” a comienzos de este siglo, desarrollando muchas figuras que hacen ver el papel que juegan en la percepción las totalidades previamente esbozadas.

            E. F. Schumacher ha hablado, en este sentido, de los niveles de fe adecuados a los distintos niveles jerárquicos de la realidad;[13] se trata de las actitudes de fondo que nos abren a determinadas posibilidades de la realidad. El que no quiere reconocer la existencia de Dios, por ejemplo, jamás lo reconocerá en su experiencia de la realidad.

 

            Un segundo apoyo lo encontramos en el ámbito de las relaciones interpersonales. Éstas están, en efecto, marcadas decisivamente por lo que creemos que son las posibilidades, de bien y de mal, del otro y de nosotros mismos (y por las que el otro cree que son las mías y las suyas propias).

            Esto se manifiesta claramente cuando se trata de compromisos humanos definitivos, como son el matrimonio y los votos de la vida religiosa. En ellos la persona toma toda su vida, para comprometerla con otra persona o con Dios; es como adelantar el momento de la muerte, cuando se recoge toda la existencia ya vivida y agotada, para integrarla en una figura con sentido -o para desesperarse.

 

            Un último apoyo se encuentra en la irreprimible pregunta por el sentido último de las cosas y de la vida, que todo ser humano se hace. Pregunta que sólo se puede responder mediante algún salto en el vacío, alguna apuesta respecto a cuál es ese sentido, respuesta que el resto de la vida deberá confirmar (o demostrar falsa); pero que, en el momento de darla, no se puede asegurar. Como hemos visto al exponer la teoría de Fowler acerca de las etapas del desarrollo de la fe (cap. 9.1.b3), el ser humano busca uno o varios centros de poder y de valor para dar sentido a su vida.

 

2.

            Hasta ahí, las prefiguraciones de la fe en el nivel del corazón. En el de los frutos orgánicos de la fe, encontramos al menos otras dos.

            Por un lado, el carácter ético de la existencia humana. Éste se origina en el hecho de que el ser humano se recibe, cuando llega a alcanzar la madurez necesaria como para tomar su vida en sus propias manos, a medio hacer, como en obra gruesa; y debe disponer de eso que ya es, para darse lo que, para seguir con la imagen de la construcción, podemos llamar las terminaciones. (Si alguien cree que esto es demasiado poco, que nuestra libertad debe tener un mayor radio de acción con respecto a lo que somos, piense -por un lado- en las muchas herencias de las que no podemos prescindir, desde el color de los ojos y la lengua materna, hasta ciertos valores y actitudes de fondo, de los que muy difícilmente nos podemos deshacer; y si los modificamos, con mucho esfuerzo, siempre quedan como el telón de fondo contra el cual nos levantamos. Piense también, por otro lado, que esas “terminaciones” de una construcción incluyen los muebles y el decorado y, sobre todo, el modo de habitar la casa; para convencerse de lo diferente que se puede llegar a ser, basta con estar en dos departamentos “iguales” de un mismo edificio).

            Estas terminaciones las tenemos que hacer eligiendo alguna ley u orientación ética; no elegir ninguna, para dejarse conducir cada vez según el instinto o el capricho del momento, es también una elección ética. La diferencia salta a la vista, cuando tomamos conciencia de que la planta y el animal reciben impuesta la ley de su comportamiento y de su desarrollo, no necesitan optar ni decidir.

            Ante esta condición ética de nuestra existencia humana, la fe cristiana se hace plausible en cuanto es una posibilidad de orientación ética; será más atractiva en la medida en que sea propuesta no tanto como mera palabra normativa cuanto vivida por personas humanamente realizadas, plenas, a la manera de Jesús, el Evangelizador por excelencia.

 

            Una segunda prefiguración de los frutos de la fe en los organismos del ser humano la encontramos en el carácter cultural de la existencia humana. Este carácter se origina en la dialéctica entre el individuo humano y el grupo al cual pertenece, hecha de los tres momentos de exteriorización, objetivación e interiorización. Por esta dialéctica, las terminaciones que cada ser humano decide darse lo involucran, de paso, en la “construcción social de la realidad”; es decir, la construcción de la propia personalidad se da al interior de un proceso de construcción, con los demás, de un mundo nuevo, el de la cultura.

            Ahora bien, también la construcción de la cultura requiere de orientaciones que las personas deben darse, ya que no están dadas por la naturaleza, al menos no en sus contenidos explícitos.

            Ante esta condición cultural de nuestra existencia, la fe cristiana aparece como una posibilidad, tanto más atractiva cuanto en la Iglesia -y, eventualmente, en una sociedad inspirada cristianamente- se perciba una cultura plenamente humanizadora, que permita y, más aun, favorezca el desarrollo pleno de las mejores capacidades del ser humano. Por aquí, la fe se encuentra inevitablemente con las utopías de la humanidad.

 

            10.2. La posibilidad de una revelación de Dios en la historia

 

            Después de ver, en general, que la revelación de Dios a la humanidad es posible, tenemos que preguntarnos -dado que la revelación bíblica da testimonio de una revelación histórica de Dios- acaso es posible que Dios se revele en la historia.

            Partiré por la objeción de fondo, planteada en el siglo XVIII por Lessing; trataré de responderla, ayudado por Welte, y terminaré exponiendo positivamente las razones que nos permiten asegurar que la revelación de Dios puede darse en la historia.

 

            a) La negación de Lessing

 

            Gotthold Ephraim Lessing (1729-1781) es una de las figuras más interesantes de la Ilustración alemana (la “Aufklärung”). Figura múltiple, fue crítico de arte y dramaturgo, filósofo y teólogo. De sus obras de teatro, preñadas de reflexión filosófica y teológica, vale la pena leer “Natán el Sabio”, obra de 1779.

 

1.

            Como pensador, ha dejado planteada de una manera radical la objeción a la idea bíblica de una revelación histórica de Dios, en una carta de apenas cinco páginas titulada por los editores “Über den Beweis des Geistes und der Kraft” (Acerca de la demostración de espíritu y poder).[14]

            El problema que él ve es que ante los hechos reveladores que relata la Sagrada Escritura -sobre todo ante los hechos de Cristo en el Nuevo Testamento-, estamos nosotros, hoy, en una situación diferente de la de los contemporáneos que asistieron a esos hechos.

            Para los contemporáneos, se presentan con una in-mediatez que tiene enorme fuerza de convicción para adherir a la revelación mediante el acto de fe. En efecto, ellos ven los milagros, asisten al cumplimiento de las profecías, y se entregan. Nosotros, en cambio, como todos los creyentes posteriores, no contemporáneos de los hechos, accedemos a ellos no de manera in-mediata, sino mediante el testimonio del Nuevo Testamento. Esta mediación quita a milagros y profecías toda su capacidad de convencer.

 

            El fondo del problema no es la autenticidad del testimonio bíblico, su posible veracidad o su inseguridad. Incluso si estuviésemos seguros de que nos relatan con toda verdad los acontecimientos, un problema persiste; se trata de la diferencia entre una verdad histórica, siempre contingente, y las verdades necesarias de razón. Esta diferencia es para Lessing insalvable.

            En efecto, la verdad histórica es contingente, casual; no lleva en sí sus razones necesarias de ser. Más aun, es doblemente casual. Por un lado, el objeto de la verdad histórica son los hechos, que se desarrollan sometidos al juego de las fuerzas de la historia, fuerzas no necesitantes, cuyo resultado es siempre contingente. Por otro lado, los hechos históricos brotan de la libertad de los hombres que hacen la historia; y esta libertad es no sólo inexplorable, en el sentido que nunca llegamos a conocerla totalmente en todas sus motivaciones, sino, peor aun, no se deja determinar necesariamente, de modo que, aunque la conociéramos a fondo, nunca llegaríamos a encontrar fundamentos necesarios de los hechos.

            Frente a la contingencia de la verdad histórica, Lessing subraya el carácter necesario de las verdades de razón. La razón, en efecto, sólo acepta como verdadero aquello que presenta sus credenciales necesarias, que fuerzan a reconocer su verdad. La verdad de razón es, entonces, de otro género que la verdad histórica. Pasar de ésta a aquélla sería cometer un error lógico, la metabasiV eiV allo genoV (‘metábasis eis allo guenos’, salto a un género diferente), error denunciado ya por la filosofía griega clásica.

 

            La conclusión de Lessing es que de la (posible) verdad histórica de Jesús; es decir, del hecho -que habría que probar- de sus milagros y del cumplimiento de sus profecías, particularmente del hecho milagroso por excelencia de su resurrección, no se puede pasar a la fe.

 

2.

            Para calibrar bien esta conclusión, hay que tener presente en qué consiste la fe para Lessing. Ésta es un conjunto de doctrinas o conceptos de tipo metafísico (en primer lugar una idea de Dios) y una serie de exigencias morales. De modo que lo que Lessing no acepta es la validez de la exigencia cristiana, que él entiende como un llamado a formar determinados conceptos metafísicos y morales según el molde de una verdad que es sólo histórica. “Ésta es -dice en este texto que estoy presentando- la ancha y repelente fosa que no logro saltar, por más que he hecho seriamente y muchas veces el esfuerzo”.[15]

            De aquí, la consecuencia que saca Lessing es que la vinculación que puede tener el creyente actual con Cristo es sólo con su doctrina. Esto, le parece, fue así también con respecto a sus contemporáneos. Si Jesús hizo milagros y proclamó profecías que luego se cumplieron, fue sólo con el fin de atraer la atención de la gente de su tiempo, para lograr que le prestaran oído a lo que él tenía que decir. Y lo que tenía que decir era que los seres humanos debemos usar nuestra sana razón, porque en ella está la posibilidad de conocer toda la verdad.

            Lessing desarrolló esta idea poco más tarde en otra pequeña obra, titulada “Die Erziehung des Menschengeschlechts” (“Educación del género humano”). Aquí expone su concepto de revelación. Ésta no es más que un proceso histórico, por el cual la humanidad aprende a servirse de su razón; es como una escala, que se deja de lado una vez que se ha subido adonde se quería llegar.[16]

 

            b) La crítica de Welte a Lessing

 

            Bernhard Welte (1906-1983) quiere mostrar que la objeción de Lessing se basa en un malentendido, pero que también su punto de partida está errado.[17]

 

1.

            En cuanto al malentendido, Welte muestra que la fe cristiana es un encuentro interpersonal entre el creyente y Cristo, pero que se da de manera diferente según sea la situación. En el caso de los Doce, se trata de un encuentro inmediato. En el caso nuestro y de todos los creyentes posteriores, el encuentro se da mediado tanto por el testimonio histórico de los Doce como por la presencia del Espíritu Santo en los creyentes. Es esta presencia la que Lessing desconoce.

            En todo encuentro interpersonal se dan dos niveles: el físico-fisiológico de las expresiones, y el del tú que en ellas se expresa. Equivale a lo que en este curso hemos llamado los organismos y el corazón del ser humano respectivamente.

            Ahora bien, dice Welte, toda expresión humana es ambigua; por eso, no se puede pasar de ella al tú de manera consecuente y necesaria. Equivale a la diferencia que hemos visto que hay entre el corazón y los organismos en que se encarna, o a la que establece Blondel entre el ideal y su siempre deficiente realización mediante la acción. Sólo se pueden hacer deducciones necesarias cuando estamos en presencia de encadenamientos de tipo causal, como en la mecánica. Por eso, el salto de las expresiones al tú sería metabasiV eiV allo genoV (‘metábasis eis allo guenos’).

            El error de Lessing estriba en que no toma en cuenta que en el encuentro interpersonal estamos, de hecho, siempre ya en el nivel del tú. En efecto, nos encontramos con la persona del otro, no con la serie de sus expresiones. Éstas las percibimos siempre como partes de ese todo que es él. De modo que no hay salto de la expresión a lo personal.

            Por el contrario, lo que sí es posible es el descenso, a posteriori, desde lo personal a las expresiones, que podemos ahora analizar y calcular, recorriendo, por ejemplo, las inflexiones de la voz, la dirección de la mirada y el juego de los párpados, la forma de los gestos, etc. Pero la certeza del encuentro personal no viene de ese análisis, sino del encuentro mismo en el nivel personal.

 

2.

            Pero también el punto de partida de Lessing está, a juicio de Welte, errado. Desconoce, en efecto, que en el encuentro con la persona del otro podemos captar -y por lo tanto compartir, hacer nuestro- el fundamento de su existencia. En eso consiste precisamente la fe natural que se da en las relaciones entre las personas; al llegar al fundamento de la vida del otro, puedo confiar en él, confiarme a él. En el encuentro con Jesús, se descubre el fundamento de su vida, que es el Padre; la fe cristiana -la fe en Jesús como el Cristo- consiste en compartir con Jesús ese fundamento.

            Por eso, la certeza de la fe es cualitativamente distinta de la que puede dar el análisis de las expresiones de la persona.

 

3.

            Welte termina afirmando que es posible pasar de las expresiones (orgánicas, en nuestro modelo antropológico) al tú (el corazón o centro personal), de los testimonios históricos sobre Jesús a la fe en Él. Es el camino que intentó Lessing, pero no lo pudo recorrer, porque no pudo saltar aquella “ancha y repelente fosa” que hemos visto. Para Welte, este camino no llega a la certeza del encuentro con la persona del otro, sino sólo a probabilidades convergentes.

            En la fe vivida por los creyentes, se dan ambos caminos. El más seguro del encuentro personal con Jesús, mediante el Espíritu que hemos recibido en la fe; y el camino solamente probable del análisis de las expresiones y testimonios históricos, que confirma lo ya encontrado en la fe.

 

            c) La posibilidad de que la historia sea medio de la revelación de Dios

 

            Dos reflexiones convergentes ayudan a mostrar que es posible que la historia sea un medio de la revelación de Dios.

 

1.

            La primera parte de una conciencia adecuada de lo que es la historia. Ésta es el resultado del entrecruzarse de las mil decisiones que las libertades de los seres humanos van tomando a lo largo del tiempo; decisiones que se van encarnando -objetivando, podríamos decir- gracias a que los proyectos, grandes y pequeños, que brotan de la libertad se hacen realidad mediante los diversos sistemas orgánicos disponibles, empezando por el propio cuerpo, pasando por la naturaleza y terminando en los sistemas técnicos que la humanidad inventa para realizar sus proyectos.

            Esta visión de la historia nos muestra, de inmediato, que hay en ella una doble trascendencia, montada o encajada la una en la otra: lo “orgánico” (cuerpo, naturaleza, técnica) está trascendido hacia el corazón, y éste hacia Dios. De modo que Dios puede hacerse presente, revelarse, en la historia, cuya fuente última es siempre el corazón de los seres humanos. De ahí que, para su revelación histórica, Dios necesite de las personas, en definitiva de la Encarnación de su Hijo.

            El positivismo histórico, que marca todavía la mentalidad moderna, se queda en el mero cálculo analítico de lo orgánico de la historia; por desconocer la realidad del corazón -por su “fe” materialista, como diría Schumacher-, se ha bloqueado el camino para reconocer en la historia los proyectos del corazón humano, por lo tanto, no puede ver en ella a Dios.

 

2.

            La concepción que acabo de esbozar permite, a mi entender, superar el dilema moderno entre una concepción inmanentista de la revelación histórica de Dios y otra meramente extrínseca.

            El inmanentismo lo hemos tocado al hablar del movimiento modernista (2ª parte, cap. 6.4.). Para él, la revelación cristiana no es más que la cumbre actual de la evolución religiosa de la humanidad, que no sólo puede sino que debe ser superada en la historia futura. Se trata, por lo demás, de una evolución inmanente (en cuanto la humanidad la produce desde sí misma, a partir de sus necesidades religiosas) y necesaria.

            El extrinsecismo se hizo presente en la peor teología católica del siglo XIX; para él, la revelación es una intervención de Dios en la historia, mediante sus Profetas, para comunicar a la humanidad ciertas verdades y normas de conducta moral que son de suyo inaccesibles al ser humano.

            Hemos visto más atrás que Rahner, tomando prestados los términos de Kant, distingue una revelación trascendental, dada con la misma creación, y una revelación categorial, acaecida en la historia bíblica de salvación. La primera es la capacidad que tiene el ser humano de recibir a Dios, capacidad que está en él antes de toda experiencia histórica. Extremándola, se cae en el inmanentismo; así como, extremando la revelación categorial, se puede caer en el extrinsecismo. Ambas caídas se evitan si se toma conciencia de que las dos formas de la revelación se presuponen y se necesitan mutuamente. En efecto, Dios es lo más íntimo de las creaturas, sobre todo del ser humano; de ahí su inmanencia. Pero, al mismo tiempo, es el enteramente otro, precisamente por su capacidad de estar en todas las creaturas, sin confundirse con ellas (como cree el panteísmo) y sin anularlas; al contrario, haciendo posible que sean, por su acto creador; eso sólo lo puede hacer el Trascendente. Y es Dios mismo el que da al ente finito que Él ha creado la capacidad de autotrascenderse en su proceso de devenir, en dirección al futuro que Dios le da.

            Esta dialéctica entre inmanencia y trascendencia se hace plenamente visible a la fe del creyente que contempla a Jesús. Lo trascendental en Él consiste en que es Dios plenamente comunicado al ser humano y a la vez plenamente aceptado por él. Lo categorial estriba en que Jesús es la aparición histórica definitiva de Dios y su definitiva aceptación histórica por el ser humano.

 

3.

            La segunda reflexión la expondré con detalle en el próximo capítulo, al plantearnos la posibilidad del milagro, es decir, de una intervención directa de Dios en nuestra realidad histórica (11.2.d). Ahí veremos que la realidad está estructurada en niveles jerárquicos, cada uno con su conjunto propio de leyes de existencia y de acción; que cada nivel de realidad asume en sí los niveles inferiores, incorporando sus leyes en las del nivel superior; que, finalmente, Dios como nivel absolutamente superior de realidad puede intervenir en los niveles inferiores incorporando las leyes que los rigen en su Ley de Amor.


 


[1] “Gloria enim Dei vivens homo, vita autem hominis visio Dei”, Ireneo de Lyon, Adversus Haereses IV, 20, 7.

[2] Franco Ardusso, artículo “Fe (el acto de)” en L. Pacomio (dir.), Diccionario Teológico Interdisciplinar, t. II, 520-542. Salamanca, Sígueme, 1982, p. 531.

[3] GS 20.

[4] Sal 63[62],2; 42[41],2-3; 36[35],9-10; Jn 4,13-14; 6,35; 7,37; Ap 21,6; 22,17.

[5] Ex 33,18-23.

[6] Jn 14,8-9.

[7] Ex 33,20; Dt 5,24; Jue 6,22-23; Is 6,5.

[8] Jn 1,18; 6,46; 1 Tim 6,16; 1 Jn 4,12; ver Mt 11,27 (y p. Lc 10,22).

[9] Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, 7; trad. Sigfrido Huber.

[10] Agustín, Confesiones, libro I, cap. 1, nº 1.

[11] Tomás de Aquino, S. th. 1a., 12, 1; Contra Gentes III, 57.

[12] Karl Rahner, “Existential, übernatürliches”, en Karl Rahner y Herbert VorgrimlerKleines Theologisches Wörterbuch, Freiburg, Basel, Wien; Herder, 6ª ed. 1967 (1ª ed. 1961). (Herder Bücherei 108-109), p. 107. Traducción castellana: Diccionario teológico. Barcelona, Herder, 1966, col. 245.

[13] E.F. Schumacher, A Guide for the Perplexed. London, Abacus, 1978. Traducción castellana: Guía para los perplejos. Madrid, Debate, 1981, cap. 4.

[14] Gotthold Ephraim Lessing, “Über den Beweis des Geistes und der Kraft”. en: G.E. Lessing, Gesammelte Werke in zwei Bänden. Herausgegeben und eingeleitet von Otto Mann. Band 2, 764-768. Gütersloh, Sigbert Mohn, 1966 (1ª ed. 1977). Traducción castellana: “Sobre la demostración en espíritu y fuerza”. en: G.E. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos. Edición preparada por Agustín Andreu Rodrigo. Madrid, Editora Nacional, 1982, 445-449. (Clásicos para una Biblioteca contemporánea. Pensamiento).

[15] “Das, das ist der garstige, breite Graben, über den ich nicht kommen kann, sooft und ernstlich ich auch den Sprung versucht habe”, en la obra citada recién, pp. 767-768. La traducción castellana dice: “Ese, ese es el repugnante gran foso con el que no puedo por más que intenté bien en serio saltármelo”, p. 449.

[16] Gotthold Ephraim Lessing, “Die Erziehung des Menschengeschlechts” en: G.E. Lessing, Gesammelte Werke in zwei Bänden. Herausgegeben und eingeleitet von Otto Mann. Band 2, 720-739. Traducción castellana: “La educación del género humano” en: G.E. Lessing, Escritos filosóficos y teológicos. Edición preparada por Agustín Andreu Rodrigo. Madrid, Editora Nacional, 1982, 573-594. (Clásicos para una Biblioteca contemporánea. Pensamiento).

[17] Bernhard Welte, “Vom historischen Zeugnis zum christlichen Glauben” en Bernhard Welte, Auf der Spur des Ewigen. Philosophische Abhandlungen über verschiedene Gegenstände der Religion und der Theologie. Freiburg, Herder, 1965, 337-350. La 1ª ed. es en Tübinger Theologische Quartalschrift 1954.