PREÁMBULO

Informe sobre el porqué de este libro

 

«Pero cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para redimir a aquellos que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4, 4-5). Esta frase fundamental en la predicación del apóstol Pablo es el leitmotiv de la Cristología, que aquí ofrecemos. Surgida después de dieciséis años de estar enseñando cristología y después de treinta años de haberme ocupado en temas cristológicos, encuentro que su fundamento radica en una sencilla convicción, que, a través de estudios especializados, pero, sobre todo, gracias a la experiencia espiritual y pastoral, la considero cada vez más renovada y confirmada: el punto de partida de toda Cristología consiste en la certeza de fe de que Jesús de Nazaret es el Mesías de Israel, el Hijo del Padre (cfr. Mt 16, 16). Esta certeza no me ha surgido al fin de un largo proceso de reflexión; no se trata de una conclusión teológica a partir de distintos elementos convergentes, sino de una «luz primaria» (Urlicht), en cuya claridad ya se distingue todo el pensamiento, toda explicación y cualquier tipo de formulación cristológica. En una palabra, es el comienzo de esta Cristología, que aquí ofrezco para que discutamos sobre ella.

Esta luz fue la que iluminó, mejor, deslumbró a Pablo en su camino a Damasco. En esta luz se fue desarrollando todo su pensamiento y su predicación, sobre todo desde la certeza de que quien nos ha justificado no ha sido la ley, sino el Mesías Jesús, el Hijo de Dios. La primera y fundamental evidencia que le fue regalada a Pablo antes de su llegada a Damasco fue ésta: que Jesús es «el Hijo de Dios». Así reza también, según el testimonio de los Hechos de los Apóstoles, la primera predicación de Pablo en Damasco, inmediatamente después de su bautismo: «Él es el Hijo de Dios» (Hch 9, 20). Y él mismo describe su conversión como una revelación de Jesús, como Hijo: «Pero, cuando le pareció bien a aquel que me destinó desde el vientre de mi madre y me llamó por su gracia, para revelar a su Hijo por mí a fin de que yo lo predicase entre las gentes, desde aquel momento no le pedí consejo ni a la carne ni a la sangre...» (Ga 1, 15-16). Lo mismo le ocurrió a Pedro, a quien «no la carne ni la sangre», sino «mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17-18) le habían revelado que Jesús es el Hijo del Padre. Y lo mismo ocurrió y sigue ocurriendo hasta hoy, cuando es «el Padre, el Señor del cielo y de la tierra», el que mantiene escondido el misterio de Jesús «a los sabios y entendidos», manifestándoselo, por el contrario, a los «humildes» (Mt 11, 25).

Se nos podría objetar que todo esto ocurrió al principio en cuanto a su validez, pero no así en cuanto a su génesis. La fe en Cristo sólo se habría ido desarrollando poco a poco, pero el comienzo de esta fe habría sido después «iluminada cristológicamente», desde una forma totalmente estructurada de la misma. Naturalmente, que el arranque cristológico aquí reseñado no discute para nada el hecho del desarrollo doctrinal. Por el contrario, intenta reseñar más bien los caminos de este desarrollo, esforzándose por tematizar los diferentes pasos más significativos del mismo, pues es precisamente en ellos donde se verbalizan las posiciones más significativas de su contenido. Así, por ejemplo, se tratarán las cuestiones sistemáticas acerca de la «constitución» del hombre-Dios dentro del marco del desarrollo doctrinal de los primeros concilios de la Iglesia; igualmente, se tematizarán las cuestiones fundamentales de la Soteriología, de la mano de tres autores, que representan aquí posiciones especialmente significativas: Anselmo de Canterbury (+ 1109), Tomás de Aquino (+ 1274) y Martín Lutero (+ 1546). Tocaremos también las cuestiones relativas a la autoconciencia de Jesús, destacadas sobre todo por los más recientes intentos de interpretación de Jacques Maritain (+ 1973), Karl Rahner (+ 1985) y Hans Urs von Balthasar (+ 1988). El método genético, desde luego, no lo vamos a despreciar, pero lo utilizaremos en el sentido de una irradiación de la luz que ya en un principio le fue otorgada a la fe. Es siempre —por lo menos así veo yo el proceso de la Cristología—, esa «lux primigenia» (Urlicht), la que ilumina la revelación que el Padre nos hace de su Hijo, la que se refracta como en un prisma, dándonos a conocer el colorido espectro de los temas cristológicos. La Cristología camina siempre iluminada en todas las fases de su desarrollo por esta luz: «En tu luz veremos la luz» (Sal 36, 10). Siempre es una fides qucerens intellectum, una fe que busca comprender lo que ya se afirma con toda certeza en esa misma fe.

En este sentido, intentaremos, en las páginas siguientes, ir diseñando cada uno de los pasos que la Cristología ha seguido, en el sentido de una «confessio», de una confesión agradecida, que también a mí —sin merecimiento alguno por mi parte— «me reveló su Hijo», desde mi juventud. Así puedo yo conocerlo y confesarlo como yo he sido también conocido por él (cfr. Flp 3,12; Ga 4, 9; 1 Co 8, 2; 13,12).

En mi primer año de estudios, allá por 1964 —que, por otra parte, fue para mí un año decisivo,1 tanto por causa del mismo Concilio, como por la teología y la vida eclesial (y que sólo en 1968 alcanzó la plenitud de la luz)— me vi confrontado con el programa de desmitologización de Rudolf Bultmann (t 1976). Todavía me acuerdo cómo yo, satisfecho de mis nuevos «conocimientos», intenté explicar ami madre que el «título de Hijo de Dios» habría que entenderlo desde la cultura del antiguo mundo helenístico, preñado de mitos; que habría que «desmitologizarlo»; sencillamente, que sólo significaba la «importancia» que para nosotros tenía. A mi joven culturilla repuso mi madre esta asombrosa frase: «Pero si Jesús no es el Hijo de Dios, vana es nuestra fe». Desde entonces, no hago más que agradecerle a mi madre y a Dios por esta lección cristológica, la más corta e importante que jamás he conocido.

Recuerdo también, con gratitud, otra situación decisiva para esta «confessio»: Corría el año 1967, cuando me encontré con el recientemente fallecido monje ortodoxo y filósofo, André Scrima ( j' 2000), quien, en sus diálogos vespertinos, nos abrió a un grupo de jóvenes estudiantes dominicos, la fascinación y la actualidad intelectual de los Padres de la Iglesia, sobre todo de Máximo el Confesor (t 662), haciéndonoslas experimentar a través del diálogo con la filosofía moderna. Fruto de este encuentro fue mi «vuelta» a los Padres griegos de la Iglesia, pero también a Nicolás de Cusa (1 1464), de quien André Scrima hablaba con entusiasmo. En la docta ignorantia llegué a encontrar algo así como la «clave cristológica» no sólo para entrar en toda la obra del Cusano, sino también al mundo de las grandes cuestiones filosóficas de la relación entre lo infinito y lo finito, entre la temporalidad y la eternidad, entre la libertad y la contingencia, entre Dios y el mundo. Cristo es ese «maximum concretum», en el que se hace «asequible» la relación entre Dios y el mundo, como el estado de lo finito desde la total originalidad de lo infinito. La fórmula cristológica del concilio de Calcedonia (451) se me manifestó en toda su inagotable riqueza.2 Su capacidad intelectual la he visto reflejada en muchos autores y me ha ido fortaleciendo en mi convicción de que tiene una validez irreemplazable, como una inspiración del pensamiento, pero también como un correctivo crítico sobre algunas reducciones cristológicas. La fidelidad a la doctrina del concilio de Calcedonia sobre el «verdadero Dios y verdadero hombre» en su «unidad indisoluble e inconfusa» permanece como una brújula en todos los caminos cristológicos.

Siguió un tiempo de trabajo intenso con los Padres de la Iglesia, sobre todo, con Cirilo de Alejandría (t 444) y con sus diálogos exegéticos. Al padre espiritual del concilio de Éfeso le estoy muy agradecido, no sólo por haberme dado a conocer la exégesis alegórica alejandrina -por cierto injustamente menospreciada-, sino por la convicción que tengo -y que queda expresada en este manual-., de que toda Cristología debe comenzar por afirmar la identidad de Jesucristo como el eterno Hijo del Padre: Siempre será él el Hijo del Padre hecho carne. En todas las manifestaciones humanas de Jesús nos encontramos siempre con el Hijo de Dios. El concilio de Calcedonia lo que ha hecho es dárnoslo a conocer más aún, al subrayar que la confirmación de un ser Dios y ser hombre sin confusión en Jesús se manifiesta en la unidad de su persona. Esta clara orientación sobre la «Cristología de la descendencia» de Cirilo de Alejandría me proporcionó, a lo largo de los años, enriquecimientos, que propondremos aquí, seleccionando algunos de ellos.

Nombremos, en primer lugar, a Máximo el Confesor y su entorno. Yo me incliné más hacia su padre espiritual Sofronio de Jerusalén (+ 639), mientras que mi hermano de orden, el P. Alain Riou y el P. Jean-Miguel Garrigues tomaron por tema a Máximo. De este trabajo en colaboración surgió una especie de trilogía de Máximo,3 que hizo que Máximo el Confesor llegara a ocupar el sitio que le correspondía. Es a él, sobre todo, a quien le agradecemos el desarrollo de la teología, fundamentada en el concilio de Calcedonia, y las cuestiones más intrincadas de la acción humana y divina de la voluntad de Cristo. Recomendaríamos a todos aquellos que hablan aún sobre las «aportas en la doctrina de la doble naturaleza», que se leyesen a Máximo. Sofronio, Máximo y la gran tradición monástica, a la que pertenecen, nos explican la gran coincidencia que existe entre la cristología calcedonense y la experiencia cristiana, que ha sondeado espiritualmente la conjunción profunda y las relaciones existentes entre la voluntad divina y la humana.

Al cabo de estos trabajos previos, me atreví a realizar un síntesis (que hasta hora me parece ser algo así como «una cabalgada sobre el lago Constanza»4): Era una visión general de los grandes concilios cristológicos y de los Padres, partiendo para ello de la imagen de Cristo, de Atanasio (+ 373) y del primer concilio de Nicea (325), para llegar hasta la controversia icónica y su posterior solución teológica por Juan Damasceno (+ antes de 754), Nicéforo (+ 828/829), Teodoro Estudita (+ 826) y por el séptimo concilio ecuménico: el segundo de Nicea (787). Para mi satisfacción, el libro «El icono de Cristo. Una introducción teológica»5 ha encontrado, por parte de la ortodoxia cristiana, una buena acogida. Algunos estudios sobre la teología icónica y sobre la cuestión del arte cristiano se han ido sumando desde entonces a esta obra.

Digamos también con gratitud que, desde hace muchos años, Ireneo de Lyón (+ ca. 202), el primer e incomparable maestro de la visión cristiana, siempre ha sido el acompañante en nuestro camino. Con frecuencia, he analizado con mis estudiantes la obra completa de Ireneo, introduciéndome lleno de gozo en esta sinfonía de fe, tan cercana a la Biblia en toda su frescura vital.

En esta «confessio» no podía faltar Tomás de Aquino. Había sido borrado en 1968 del currículo teológico oficial de nuestra centro de estudios; y fue el E Martin Hubert OP el que, por así decirlo, «de forma clandestina», nos hizo gustar «sine glossa» todo el sabor de su lectura directa, llevándonos sencillamente a la escuela del maestro. Poco después, ya como profesor, he intentado, siguiendo siempre las huellas de mi maestro Tomás, animar a mis estudiantes a que leyesen la obra del gran maestro, limitando al mínimo el consumo de toda esa literatura secundaria.

Fue para mí interesante leer a Tomás, partiendo de los Padres de la Iglesia y no tanto desde los comentaristas posteriores ni desde la teología de escuela (a quienes, por cierto, se les hace con frecuencia injusticia, incluso hoy). El padre Yves Congar (+ 1995) nos indicó lo importante que para la época de Tomás fue el conocimiento del Oriente cristiano. Tomás6 integró, como ningún otro, en su cristología los concilios cristológicos de la Iglesia primitiva desde sus fuentes primigenias: Cirilo de Alejandría y Máximo el Confesor (trasmitidos por Juan Damasceno). Sobre todo, los asumió en su idea de la humanidad de Cristo, tan importante para toda su Summa theologica, como instrumento de salvación de su divinidad 7 Igualmente, recibió Tomás, como ningún otro, la tradición antioquena de la exégesis, sobre todo la de Juan Crisóstomo (+ 407). Esto se nos da a conocer de manera muy especial en el largo tratado de la Summa sobre la vida de Jesús. Gracias a su gran cercanía y fidelidad al testimonio bíblico, nos ha dado Tomás, en las treinta y tres (!) Quaestiones un ejemplo magistral para la lectura teológica de las acta, dicta et passa de Jesús. ¡Lástima que este ejemplo haya sido desestimado en exceso por la teología de escuela!8 En el siglo XX, el acceso teológico-meditativo de santo Tomás a la vida y obra de Jesús ha obtenido nueva actualidad en el intento de configurar una «teología de los misterios de la vida de Jesús».9 Siguiendo el «Catecismo de la Iglesia Católica», tendemos a hacer de esta concepción el principio estructural de toda nuestra cristología, esforzándonos, como Tomás (y el Credo mismo), por seguir el camino terrenal del Hijo de Dios, interpretando cada etapa de este camino como misterio, como acontecimiento teándrico y humano-divino, en su concreta y humana historicidad, inseparable pero inconfusa en su verdadera divinidad.

En Tomás de Aquino leemos también algo ejemplar para el método teológico, tal y como de forma tan fundamental aparece en su cristología. Si ya, como después veremos, Anselmo de Canterbury (+ 1109) –en los entusiásticos momentos de la escolástica primitiva– había buscado en su cristología y doctrina de la redención, en su Cur Deus horno, «razones necesarias» (rationes necessarice) para la encarnación del Hijo de Dios y para su obra redentora, es ahora Tomás el que, desde el principio, ataca con otro método teológico el problema de la cristología, y de toda la historia de la salvación. Todo lo que Dios, desde su soberana libertad, había dispuesto; todo lo que puso por obra en su plan creador y redentor, supera nuestra razón y no se nos manifiesta como deducible desde «razones necesarias». Ni la creación, ni la elección de Israel, ni el envío del Redentor, ni la obra redentora de la cruz, ni la misión de la Iglesia se dejan deducir desde razones necesarias. Pero no, por eso, son algo irracional y caprichoso, como pensaba el nominalismo. Todas estas obras de la bondad y sabiduría de Dios tienen un gran sentido y una gran congruencia, o, como ya decía Anselmo, una gran belleza. Según las palabras de Ireneo de Lyón son sinfónicas, «concuerdan»,10 o, como Tomás dice, son «convenientes». Este argumento de conveniencia jugó un papel central en la cristología de santo Tomás. A la pregunta de por qué Dios se hizo hombre, no responde Tomás con un argumento de «razón necesaria», pero sí con «argumentos de conveniencia», que manifiestan esta obra de Dios como altamente conveniente, concorde y acomodada a los otras acciones de Dios.11

Desde hace tiempo, me vengo ocupando con la pregunta de lo que tiene que decirnos hoy este método, en el contexto de la problemática de la post-ilustración, sobre la relaciones entre razón e historia, teniendo en cuenta, sobre todo, la exégesis histórico-crítica. Todo el ahínco de la ciencia bíblica por conseguir algo así como una figura de Jesús, expresiva e históricamente creíble, ha enriquecido enormemente y, sin duda ninguna, nuestro acercamiento a la figura histórica de Jesús, haciéndola aparecer de forma plástica.12 Pero lo que, sin embargo, aún falta con frecuencia en esta visión de conjunto es que tanto en la exégesis como en el dogma no se separen la consideración histórica y la visión que relacione ciencia y fe (= teológica).

Y es precisamente aquí donde el argumento de conveniencia tomista alcanza toda su fuerza, es decir, que no busca de forma abstracta derivar lo histórico-concreto partiendo de un concepto genérico, sino, todo al contrario, llegar a una visión del todo, mediante un acercamiento, lo mejor posible, a los acontecimientos concretos e históricos, por medio incluso de una exacta comprensión del sentido literal. La búsqueda de las «conveniencias» mantiene un equilibrio entre la atención precisa a los hechos textuales e históricos y el rastreo de todo lo que se integra en el conjunto general.

Ya hace tiempo que me vengo ocupando de la cuestión de si la estética teológica de Hans Urs von Balthasar no constituirá acaso un método de conveniencia desarrollado en nuestro contexto actual. Entretanto, mi hermano en la orden, Gilbert Narcisse OP, ha dedicado precisamente a este tema un magnífico estudio.13 Lo que Balthasar, aludiendo al concepto icónico de Goethe, denomina «visión de la imagen», me parece que se encuentra realmente muy cerca de lo que para Tomás significaba el argumento de conveniencia. Ambos casos tienen en común la cuidadosa atención a lo concreto en la historia de la salvación. Ambos son magníficos conocedores de la Sagrada Escritura, a la que han dedicado toda su vida como comentadores. Pero en ambos también se aprecia la gran intuición de que la interpretación, en el conjunto de cada uno de los elemento integrantes, no deriva de nuestra capacidad intelectual, sino que hay que agradecérsela a una visión graciosa y gratuita, es decir al «ojo de la fe», que participa de la luz de la divina sabiduría y que descubre en esta luz las relaciones contextuales, si bien «como en un espejo» (1 Co 13, 12), es decir, en la fe y aún no «cara a cara».

Nos acercaremos también a la difícil cuestión sobre la relación entre exégesis y dogmática, pues no puedo dejar de hacerlo en este preámbulo sobre el camino que voy a seguir. Pero, previamente, quisiera aludir a otra importante etapa, a la que agradezco el haberme robustecido mucho en mi camino. Se trata de la discusión con el libro «Grundzügen der Christologie»14 de Wolfhart Pannenberg.15

Esta obra, perteneciente a las mejores cristologías de nuestro tiempo, tiene la ventaja de haber formulado con gran claridad el conflicto calcedonense, la doctrina de las dos naturalezas y la cristología clásica eclesial. El punto nuclear en esta discusión es la cuestión de cómo Jesús puede ser al mismo tiempo «verdadero Dios y verdadero hombre», sin que, por ello, se llegue a «colgar» la naturaleza divina en la humana, llegando así a destruir «la concreta unidad vital de Jesús».16 Se trata, pues, de dejar «sitio» suficiente al verdadero ser hombre de Jesús, lo que no parece que haya sido lo suficientemente aclarado en el concilio de Calcedonia con su concepción de la realidad humano-divina de Jesús.

Con razón no acepta Pannenberg el principio de los «kenóticos» del siglo XIX, que intentaron asegurar la total humanidad de Jesús, aceptando que Dios de tal manera se había despojado de su divinidad en la encarnación y de tal manera la había «arrinconado» que le quedaba un lugar suficiente a la humanidad de Jesús. Pannenberg propone otro camino con su «ontología escatológica»: Sólo a partir del «eschaton» pascual «se constituye» el ser humano-divino de Jesús, «retrotrayéndolo» y dándole así después validez. No se trata aquí de repetir la discusión17 (ya lo hemos hecho en otro lugar) sobre esta impresionante acepción. Lo que sí afirmo ahora con toda mi fuerza es que llegué así a profundizar en mi certeza de que Calcedonia no desemboca en una aporta, al contrario, todos los intentos por diferenciar o por separar la vida humana de Jesús de su filiación divina, desembocan en un callejón sin salida. Jesús es, desde el principio, Hijo de Dios; su auténtico paso por la vida, como hombre, es en cada momento el paso del Hijo de Dios. Y esto nada tiene que ver con la mitología, ni nos conduce a lo ininteligible, bien supuesto que toda consideración y reflexión debe ocurrir a la «luz primigenia» de la fe de que Dios ha enviado a su Hijo. En plena discusión con Pannenberg, llegué a la clara convicción de que la cristología no comienza en el misterio pascual y de que es, por tanto, legítimo comenzarla con el misterio de la encarnación, siguiendo en esto perfectamente el orden que el Credo sigue, que corresponde al «ordo rerum», a la serie de acontecimientos reales.

La aceptación de Calcedonia me llevó a entrar en discusión con la exégesis. Siempre me vi expuesto a que me echaran en cara que no tomaba en serio la moderna interpretación bíblica, sobre todo, la exégesis histórico-crítica, y que no la había tenido en cuenta en mis trabajos. Por ello, quisiera también dar cuentas ahora sobre este tema. Trataremos sobre el «corazón de la teología», que, según el concilio Vaticano II, debe ser la Sagrada Escritura (DV 24).

Tuve la suerte, en Le Saulchoir, centro de estudios de la provincia dominicana de París, de tener como profesor de exégesis neotestamentaria al padre Francois Paul Dreyfus OP (t 1999). Este hijo de Israel, que, como buen soldado francés, había reconocido en Jesús de Nazaret al Mesías de Israel, al Hijo de Dios, había sabido también hacer exégesis con los ojos de Pablo, por así decirlo. Guardo de él un buen y agradecido recuerdo.18 La tierra materna judía de Jesús y el Nuevo Testamento iban apareciendo, a lo largo de los años, en mi conciencia. El libro sobre Jesús19 de David Flusser (+ 2000) –que Dios bendiga a este «auténtico israelita» (Jn 1, 47), que ha investigado con total claridad la figura de Jesús– lo cito como ejemplo de todas las lecturas que han influido en mi camino. A éstas pertenecen también los libros del judaísta vienés Kurt Schubert; pero, sobre todo, su libro, tan apreciado por mí: «Jesús a la luz de la historia religiosa del judaísmo».20 Este católico, buen conocedor del Qumrán y con una amplia formación judaísta, con quien estoy cordialmente unido desde hace 30, ha sabido darnos en algunos de sus debates exegéticos orientaciones fructíferas, a partir de sus conocimientos del judaísmo. Así es cómo entre los exegetas que más especialmente me han atraído y que conocían a la perfección la tierra judía, están, por ejemplo Joachim Jeremias (+ 1982) y Martin Hengel, por sólo citar dos clásicos. Puedo subrayar totalmente en toda su amplitud la frase de Franz Mussner: «La fórmula cristológica de la fe del concilio de Calcedonia: Jesucristo "vere deus-vere homo" habría que completarla en el caso del Jesús judío, diciendo: Jesucristo, "vere deus -vere homo judeus"».21

En mi caso, mi interés por las cuestiones de la tradición y de las redacciones históricas no estaba por entonces muy vivo. Incluso algunas hipótesis que encontraba en este terreno eran para mí tan extrañas que el más sencillo conocimiento «casero» casi me hizo caer en el escepticismo ante tamañas afirmaciones. Pero precisamente este conocimiento «casero» es el que me ha fortalecido siempre en mi confianza en la credibilidad de los Evangelios. No hay ninguna figura en la antigüedad de la que estemos tan exacta y confiadamente informados como la de Jesús de Nazaret. Si, además —según Dei Verbum 12, 3— hay «que leer e interpretar la Escritura tal y como fue escrita», entonces estará igualmente permitido leer la «analogía de la fe», la vida de Jesús «según la tradición viva de toda la Iglesia» (Ibid.). Nunca comprendí por qué se dudaba de la historicidad de los milagros de Jesús, siendo así que para cada uno de ellos existen innumerables y sólidamente documentadas analogías en las vidas de los santos. ¿Por qué las profecías de Jesús se malinterpretan como «vaticina ex eventu», como «profecías a posteriori», siendo así que hay suficientes analogías en la historia cristiana?

Siento con pena que se pongan en duda, desde un supuestamente fundado carácter científico, los dos misterios de la vida de Jesús, que afectan y testimonian su ser humano-divino: su concepción por obra del Espíritu Santo en el seno de la virgen María y su resurrección en cuerpo y alma, apoyada por los signos del sepulcro vacío. Si en estos casos la cristología que presentamos adquiere a veces un carácter apologético, es porque estamos convencidos de que es función de la teología —y no sólo del Magisterio— defender y fortalecer, en los temas cruciales de la fe, la «fe sencilla».

Durante todo un año, tuve ocasión de participar cada catorce días en el pequeño círculo de oyentes que asistían a las clases sobre exégesis rabínica de Emmanuel Levinas (+ 1995). Cada catorce días, se desplazaba desde París a Friburgo (Suiza), como profesor invitado, y nos daba, siempre después de comer, cuatro horas de clase. Tres de ellas estaban dedicadas a la filosofía, la última, a la interpretación rabínica de la Escritura. En una ocasión le pregunté al profesor Levinas cuál era su postura sobre la exégesis histórico-crítica. Su respuesta directa fue: Estoy totalmente dentro de la tradición de la exégesis rabínica. Vino a decir que había tres crisis que todo joven sufría al escuchar la voz de Dios. A la primera podríamos llamarla crisis científica, cuando el joven se da cuenta de que la Biblia no coincide, por ejemplo, con los conocimientos científicos, cuando se imagina que la tierra es plana. La superación de esta crisis ocurre cuando uno se asombra ante el enigma de la creación y ante la grandeza de Dios. La segunda crisis, algo más tardía, afecta al joven cuando constata que en la Biblia hay incoherencias históricas y que la historia de Jonás, por ejemplo, no pudo haber sucedido. La superación de esta «crisis histórica» se da cuando se tiene un sentido creciente de las obras de Dios en la historia. Más profunda es la tercera crisis, la existencial, cuando el contenido del mandato de Dios, e incluso la existencia de Dios, se toman cuestionables. Superarla es cosa de la fe en el Dios cada vez más poderoso. Habría incluso una cuarta crisis –añadió Levinas– y sólo tiene una contestación: Auschwitz.

Todos estos pensamientos de Levinas, que los he ido recordando mal que bien, son los que me han motivado a escribir este «preámbulo» a la cristología. Ellos son lo que me han fortalecido en la idea de que la Palabra de Dios tiene fuerza por sí misma para construir (Hch 20, 32), de que lleva en su interior la luz de la evidencia, que ilumina toda la oscuridad de nuestras preguntas. El mismo Jesucristo sufrió de alguna manera todas estas crisis y ataques, cuando en Nazaret pasó entre la multitud enemistada (cfr. Lc 4, 30). Atravesó todos los muros de las preguntas, angustias y dudas, de la misma manera que la tarde de Pascua vino a los discípulos con las puertas cerradas (cfr. Jn 20, 19), pero no lo hizo para dejar de lado, como irrelevantes o incluso como irrespetuosas, todas nuestras preguntas, sino para darles una respuesta que sorprendía a todas nuestras preguntas y que superaba toda nuestra esperanza: «¿Acaso no ardía nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las escrituras?» (Lc 24, 32).

En este preámbulo trataremos, finalmente, de afrontar aquellos temas, que se quedan cortos en toda cristología. A éstos pertenece, sobre todo, el gran conjunto temático: «Cristo y las religiones del mundo». Apenas hay tema que en los últimos años haya ocupado tanto en todo el mundo a la teología como éste, especialmente en el caso de la controvertida idea de la «teología pluralista de las religiones». La más reciente declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe –«Dominus Jesus», sobre la unicidad y la universalidad salvadora de Jesucristo y de la Iglesia, del 6 de agosto de 2000-, se ha ocupado en especial de esta controversia. Aunque la pregunta específica sobre la «teología pluralista de las religiones» no la vamos a tematizar en nuestra cristología, me parece que hay en ella principios de solución, que quizás han sido tratados demasiado poco en las discusiones ordinarias 22

La unicidad de Jesucristo y su significación universal no se verán fortalecidas por el hecho de que se minimice su origen concreto y su radicación judía, tratando de desarraigarlo de «su ser judío y de su pueblo».23 Sorprendentemente, la unicidad de Jesús apenas ha sido puesta expresamente en relación (por desgraciada tampoco por «Dominus Jesus) con la unicidad de la elección de Israel. ¿Cómo podría uno ponerse de parte de la mediación salvadora única de Jesús, en las discusiones teológicas (en las que insiste de forma especial «Dominus Jesus»), si, al mismo tiempo, no se explica con claridad que Jesucristo, antes que nada, es el Mesías de Israel, en el que se han cumplido las promesas dadas a Abrahán y a su descendencia, y que por medio de este único y concreto Elegido tienen validez para todos los pueblos (cfr. Gn 12, 3)? Un comentario en el «Catecismo de la Iglesia Católica», sobre el misterio de la Epifanía, nos da la fórmula de lo que debería ser línea directriz para toda teología cristiana de las religiones:

La llegada de los magos a Jerusalén para «rendir homenaje al rey de los judíos muestra que buscan en Israel, a la luz mesiánica de la estrella de David, al que será el rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo, si no es volviéndose hacia los judíos (cfr. Jn 4, 22) y recibiendo de ellos su promesa mesiánica tal como está contenida en el Antiguo Testamento (cfr. Mt 2, 4-6). La Epifanía manifiesta que "la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas" y adquiere la "israelitica dignitas"».24

Con conceptos abstractos como «absoluto Mediador» o «sentido absoluto» nunca se conseguirá fundamentar con credibilidad la unicidad de Cristo. Sólo teniendo en cuenta realmente la elección concreta de un pueblo, entre todas las naciones de la tierra, como portador y mediador de la revelación y de las promesas de salvación para todos los pueblos, será posible hacer frente a la inmensa presión que ejerce el relativismo histórico-filosófico. Sin establecer una relación concreta y clara con el pueblo elegido de Israel, no será posible con efectividad hacer valer la unicidad de la Iglesia de Jesucristo (también falta por desgracia en «Lumen gentium» este tipo de relación, siendo así que para la «Lumen gentium» es algo constitutivo en una visión de la Iglesia25). La gran obra de Gerhard Lohfink26 «Braucht Gott die Kirche?»27 nos ofrece de manera extraordinaria esta visión conjuntiva tan importante para el futuro de la teología. La exacta interpretación cristológica de las religiones se decide para mí en la interpretación cristológica del misterio de Israel. Algo de esto se encuentra en la cristología que presentamos, aunque sé muy bien que es insuficiente. Indiquemos, por lo menos, los trabajos de Jacques Maritain28 y Charles Joumet29 (+ 1975) y los de Jean Miguel Garrigues,30 así como el interesante artículo de Hans Urs von Balthasar (+ 1998),31 quien considera la pregunta en abstracto sobre la absoluticidad del cristianismo precisamente desde el punto de vista de la elección de Israel.

La cuestión de la unicidad de Cristo y de la Iglesia tiene necesidad de ser contemplada desde algo «palpable» para no quedarse en un concepto vacío. Pero para ello, además de la concreción por el misterio de Israel, hace falta la rica historia de la experiencia cristiana, que Hans Urs von Balthasar ha calificado como «dogmática experimental». También en este tema nos quedamos cortos en esta cristología, a pesar de que la complementariedad entre dogma y espiritualidad siempre me ha interesado desde los comienzos de mis estudios. Me gustaría recordar aquí con agradecimiento y de forma especial los largos años en los que colaboré con el padre Frangois-Mane Léthel OCD, cuya gran preocupación por la «teología de los santos» tengo totalmente también por mía. Tiene razón cuando él ve en los santos a los auténticos teólogos, cuya vida y palabras, aunque sólo en raras ocasiones nos ofrecen una teología académica, sin embargo nos son, teológicamente hablando, relevantes, a través de toda su existencia.32 Aunque en mi cristología he tematizado quizás demasiado poco esta experiencia, quiero que el último capítulo sobre santa Teresa, la doctora de la Iglesia más reciente, sea una cata de esta «dogmática experimental» y un estímulo para continuar caminando por este sendero 33.

Sólo me queda, para terminar este preámbulo, agradecer, en primer lugar a mis maestros, algunos de los cuales he nombrado en este preámbulo; a mis estudiantes, cuyas críticas preguntas me han animado frecuentemente a continuar trabajando y cuya colaboración comprometida me ha dado alas en mi labor; en especial a mis compañeros «de viaje», a mis amigos y colegas, en especial a los «symmaximitas», nuestro círculo de amigos, reunido en tomo a la figura de san Máximo el Confesor como nuestro patrón; a los amigos que, bajo la inicial dirección del obispo Eugenio Correco (¡ 1995), se han reunido para realizar el proyecto de la serie AMATECA y sin cuyo paciente esfuerzo no habría salido nunca a la luz este manual. Especiales gracias doy al dogmático vienés Josef Weismeyer. Y, para terminar, a mis dos jóvenes colaboradores Michael Konrad y Hubert Philipp Weber, que son los que han ordenado, documentado y parcialmente revisado y completado esto que, a pesar de mi falta de tiempo, se ha ido transformando poco a poco en un Manual. Lo que de incompleto se encuentre en él, no es culpa de ellos; yo soy el único responsable. Al cabo de tantos años de trabajo cristológico, puedo decir de corazón lo que Nicolás de Cusa describe como el camino de su docta ignorantia.

«El Señor Jesús, a través del crecimiento de mi fe, se me ha ido haciendo cada vez más grande en mi espíritu y en mi conciencia. Nadie que crea en Cristo puede negar no haber sido inflamado por él en su esforzado caminar, de tal manera que, después de una consideración y meditación elevada, deje de ver que al único que hay que amar es a Jesús. Se abandona todo con alegría y se le abraza como la verdadera vida y alegría permanente que es. Para quien considere así a Jesús, todo se le queda atrás y ni escritos ni el mismo mundo le pueden causar dificultades, porque él se ha transformado en Jesús, por el espíritu de Jesús que habita en él y que constituye la meta de todo su esfuerzo espiritual. Ruega, Padre, digno del más grande de los honores, con corazón humilde, siempre por mí, pobre pecador, para que nosotros igualmente seamos dignos de gozar de él eternamente».34

Mi mejor paga sería si el lector, al cabo de esta cristología, pudiese decir todo esto por sí mismo.

CHRISTOPH KARDINAL SCHÓNBORN