DIOS ENVIÓ A SU HIJO


ADVERTENCIA PRELIMINAR

El envío del Hijo como centro de la cristología.
La confesión de fe como marco de la cristología

 

La mayor parte de las nuevas cristologías comienzan preferentemente con el acontecimiento pascual, con el objeto de desarrollar así la cristología en dos direcciones: La una retrospectiva, para iluminar desde la Pascua el camino terrenal de Jesús. La otra, prospectiva, para seguir el desarrollo a partir de la Pascua. El principal argumento para este procedimiento siempre fue la tesis de que la experiencia de la resurrección fue el punto de partida epistemológico de la cristología. Desde este punto de vista, las proposiciones sobre la encarnación aparecen de alguna manera como de un valor dual, como resultado de una conclusión retrospectiva, según la cual el resucitado siempre había estado unido a Dios. Tras la pregunta sobre el punto de partida de la cristología se encuentra, con todo, una pregunta más amplia: ¿Es la Pascua o es la Navidad el centro de nuestra fe? ¿La Encarnación o el misterioso acontecimiento de la Pascua? Desde el siglo XIX, se viene encontrando en esto una contradicción. Si partimos de la encarnación, del Dios hecho carne, parece seguirse que la Navidad es el acontecimiento central de la salvación: ¡Dios hecho hombre! Así todo se da ya por concluido. Pero, ¿es la Pascua entonces sólo una adición? ¿Acaso no ha venido la redención, la salvación ya antes de la Pascua? El misterio de la Pascua parece, por otra parte, ocupar una posición central: La Pascua es el cambio, la novedad, aquello que todo lo renueva. ¿Tiene por tanto la Pascua la palabra decisiva, siendo la Navidad únicamente el prólogo? Tendremos que prestar atención a esta contraposición, si iniciamos el tema en la resurrección y no, como ocurre en la tradición, en la encarnación. La teología neoescolástica despreció el misterio de la Pascua, limitándose al de la Encarnación (Tratado sobre el Verbo encarnado, De Verbo incarnato). En la teología moderna, se observa, más bien, la tendencia a considerar la encarnación como una cuestión secundaria. Pero, en realidad, ambas cosas se complementan y son incomprensibles la una sin la otra. Ambas son centrales tanto para la cristología como para la teología. Son como los centros focales de una elipse. El comienzo de una cristología debe partir del punto de vista neotestamentario, que Pablo concentró en esta frase: «Dios envió a su Hijo» (Rm 8, 3; cfr. Ga 4, 4).

A continuación, mostraremos cómo la confesión de fe tiene, ya desde un principio, una unidad interna. Desde siempre fue considerada como un todo que comprendía la encarnación, la vida terrena, la pasión, la cruz, la resurrección y la glorificación de Jesús. Ninguno de estos elementos es, tomado en sí mismo, el punto nuclear de la cristología. Más bien se encuentran todos íntimamente entrelazados. Todo el camino de Jesús aparece como una unidad, porque es visto en conjunto como el «Hijo de Dios». Esta confesión es la que nos proporcionará el marco para nuestra cristología. l

En las fórmulas trimembres de las confesiones de fe encontramos en la segunda de ellas, en el artículo cristológico, la misma estructura. Así reza el Credo apostólico:

«... y en Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, que fue concebido por obra del Espíritu Santo, nació de santa María la virgen, padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos y está sentado a la derecha del Padre todopoderoso; desde allí ha de venir a juzgar a vivos y a muertos...»

En la fórmula niceno-constantinopolitana, la estructura es, en general, la misma. Sólo queda algo ampliada. Ambas van desde el misterio de la Navidad al de Pascua, no al revés. Esta estructura constituye la base de toda catequesis y de toda predicación cristiana. Incluso el año litúrgico la tiene en cuenta.

La misma construcción se encuentra en la predicación de la iglesia primitiva, así, por ejemplo, en Melitón de Sardes (s. 2), en su homilía pascual (160-170). Allí se proclama: «Éste es el que vino desde el cielo a la tierra por los hombres, padeció y así los atrajo hacia sí» (N. 66). Y continúa: «Éste es el que tomó carne en el seno de la virgen, el que fue colgado de un madero, el que fue enterrado y el que resucitó de entre los muertos, el que fue recibido en las alturas de los cielos» (N. 70).2

Ya en el Nuevo Testamento se impone esta forma de ver las cosas. La misma estructura corre a través de él, desde los textos más antiguos hasta los más modernos. Ya en el himno a los filipenses se habla de esto.3 Toda la estructura se aprecia en él: Preexistencia — Encarnación — Pasión — Elevación. En textos tardíos ya se aprecia esta forma. Así en el prólogo joáneo: «Al principio era el Verbo» y «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 1.14). Entre estos dos polos hay una gran cantidad de testimonios que sirven de puente entre ellos y que manifiestan esta misma estructura.

El texto de Rm 8, 31-32: «Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?», nos muestra que la encarnación y la cruz, el hacerse hombre y el morir no se pueden enfrentar. Si Él no ha perdonado a su propio Hijo, sino que nos lo ha entregado a todos nosotros, ¿cómo podría él dejar de dárnoslo todo con él? Aquí se encierran todas las dimensiones que se nombran en el himno a los filipenses: encarnación y entrega de la vida. En la recopilación de la predicación paulina está incluido todo lo que Dios ha hecho por nosotros por medio de Jesucristo: «Cuando se cumplió el tiempo, envió a su Hijo, nacido de una mujer y sometido a la ley, para que liberase a los que están sometidos a la ley y alcanzaran así la filiación divina» (Ga 4, 4-5). Otro texto central de Pablo nos muestra cómo esto es el núcleo del anuncio de la salvación: «Para que la ley, incapacitada por el pecado, no pudiese hacer nada, envió a su Hijo en reconciliación por los pecados» (Rm 8, 3). La respuesta de Dios a la incapacidad de la servidumbre de la carne, por dar una salida, es: Dios envió a su Hijo «en carne de pecado» (literal). El envío del Hijo es la respuesta a la miserable situación de pecado.

Al término del Nuevo testamento, dice Juan: «Dios ha amado tanto al mundo que le ha entregado a su único Hijo, para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna. Pues Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para que juzgue al mundo, sino para que el mundo sea salvado por él» (Jn 3, 16-17). También aquí son encarnación y redención realidades.

Lo que vale para Juan y Pablo, lo podemos también encontrar en los sinópticos; con gran claridad, en la parábola de los malos viñadores (Mc 12, 1-12par).4 Cuando todos los esfuerzos del amo de la viña por mantener el arriendo fracasan, al ser asesinados los labradores por los viñadores, se dice: «Pero, aún le quedaba uno: su hijo, y a éste lo envió, por último, a la viña». Pero tampoco a éste lo respetaron los viñadores. «Lo cogieron y lo mataron, arrojándolo de la viña» (Mc 12, 6.8). Este texto dice algo esencial para comprender la misión y la conciencia que Jesús tenía de ser el enviado. Aquí encontramos la encarnación, el ser-en-el-mundo, unida a la comprensión de la muerte de Jesús, tal y como aparece con toda evidencia en la Ultima Cena (Mc 14, 22-25).5 En la parábola, Jesús se encuentra en la lista de los enviados, pero con dos diferencias fundamentales: Él ya no es uno de los criados, sino el hijo querido, y es el último de los que Dios envía. Aquí está todo el dramatismo y la seriedad de la situación. Israel ha despreciado a los enviados hasta entonces por Dios. ¿También despreciará al último? Jesús mismo significa su misión como la del último enviado por Dios y se sitúa en la cercanía de Dios de una manera tal que supera a todos los profetas hasta entonces enviados por Dios: él es el Hijo de Dios. ¿Se da aquí por presupuesta la preexistencia de Jesús? Esta cuestión tendrá que ser explicada minuciosamente.

Como comentario a esta parábola podría servirnos el prólogo de la carta a los hebreos: «Muchas veces y de varia formas ha hablado Dios a los padres por los profetas; pero en este último tiempo nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien puesto como heredero de todo y por quien el mundo ha sido creado» (Hb 1, 1-2). Preexistencia, participación del Hijo en la creación, encarnación y elevación, todo ello se encuentra aquí expresado de nuevo. Toda la visión cristológica de la iglesia primitiva está recogida en este texto.

Como síntesis de la Buena Nueva vale: «Dios ha enviado a su Hijo», y con este envío nos lo regala todo: su Hijo. Todas las otras proposiciones se encuentran reunidas en ésta y desde ella son comprensibles. Sigue después la construcción de la parte principal. Los cinco capítulos reproducen el orden de la historia de la salvación. Repropondrá la pregunta sobre el Hijo de Dios, siguiendo el orden de la confesión de fe: en primer lugar, la preexistencia; después, la encarnación; en tercer lugar, su camino terrenal; en cuarto, la pasión y, finalmente, la glorificación del Hijo de Dios. En cada uno de los capítulos estudiaremos los aspectos bíblicos correspondientes al tema. De la riqueza de la tradición de la Iglesia, de su vida, de su teología, de su liturgia sacaremos los ejemplos necesarios. La experiencia cristiana, sobre todo la de los santos, constituirá el fondo, como el lugar del encuentro con Cristo.
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  1. Cfr. J. Ratzínger, Christologische Orientτerungspunkte, en: Schauen auf das Durchbohrten. Uersuche zu einer spirituellen Christologíe; Einsíedeln 1984, 13-40. Cfr. J. Ν. D Nelly, Altchrístlíche Glaubensbekeιυιtnisse. Geschlchte und Τheologie, Gdttingen 19933, 14-35.

  2. Meliton de Sudes, Ρα hchomilie 66.70 (SC 123, 96-99).

  3. Véase la íntroduccíón, cαρ. ΙII/1.

  4. Cfr. Μ. Hubaut, Lα ραrαbole des vignerons hnmícides (= Cahiers de 1α Révue Bíblique 16), Ρατίs 1976; Μ. Hengel, «Das Gleíchnís von den Weíngártner Mk 12, 1-12 im Lichte der Ζ enonapyri und deτ rabbiníschen Gleichnísse», en ΖΝW 59 (1968) 1-39; Χ. Léon-Dufour, Lα ραrole des hnmicídes, en Idem, Dudes d'Evangile, Ραrís 1965, 308-330.

  5. Cfr. R. Pesch, Das Μαrkusevangelium,II(= HThK 2/2), Freíbυrg/r. 19914, 222.