V
La glorificación del Hijo de Dios


La vida terrenal de Jesús nos enseña que la muerte no tiene la última palabra sobre nuestra existencia. En los tres últimos misterios de nuestra confesión de fe —Jesús ha resucitado, ha subido a los cielos y está sentado a la derecha del Padre y volverá para juzgar a los vivos y a los muertos—, se descubre que el ser tiene sentido y que el mundo no es un caos ciego, sino «cosmos», es decir, realidad ordenada y buena. Vamos a acercamos ahora a estos misterios.


1. Al tercer día resucitó de entre los muertos

No hay tema sobre el que los primeros autores cristianos hayan escrito tanto como sobre la resurrección corporal de Cristo.' Este artículo de fe es tan escandaloso que los autores cristianos se han esforzado en hacerlo comprensible a los paganos. Para el judaísmo —en cuanto cree, con los fariseos, en la resurrección—, la resurrección de Cristo, es inaceptable, porque con ella se reconocería su importancia mesiánica y escatológica. La resurrección sólo ocurrirá al final de los tiempos. Pero, si Cristo ha resucitado, tendrá que ser reconocido como Mesías. Para los paganos, la resurrección es un sinsentido. La inmortalidad del alma es aceptada, pero no la resurrección de un cuerpo. Esto ya lo experimentó Pablo en Atenas (Hch 17, 31-32). El filósofo Celso (siglos 11/III) escribe, hacia la mitad del siglo II, lleno de indignación, contra esta doctrina: «Es ésta una esperanza que sólo es apta para los gusanos. Pues ¿qué alma podría desear un cuerpo putrefacto?»2 Aún más claro es en esto el neoplatónico Porfirio (1 305). En su biografía sobre Plotino menciona que éste había rechazado que se le hiciera una estatua —se entiende de su cuerpo—, pues él estaba avergonzado de vivir en un cuerpo. «¿No es ya suficiente llevar a cuestas una imagen, con la que la naturaleza nos ha revestido? No, ¡tú pides que acepte libremente que una imagen de mi imagen permanezca como algo perdurable, como si

  1. Sobre este tema, cfr. Ch. Schónborn, «"Auferstehung des Fleisches" im Glauben der Kirche», en: IKaZ (SC 147, 48; BBV 53, 24).

  2. Orígenes, Contra Celsum V, 14 (SC 147, 48; 2BBK 53, 24).

esta imagen fuese algo deseable!»3 También Porfirio polemiza duramente, en su escrito Contra los cristianos, contra el «sinsentido» de la doctrina cristiana de la resurrección. Todos estos testimonios no sólo dicen «lo mucho que el helenismo tenía que combatir filosóficamente -desde su aversión al dualismo, enemigo del cuerpo–, la doctrina central del cristianismo. También muestran que esta doctrina habría que considerarla como contraria a la razón e incluso como una blasfemia a Dios».4

Pero tanto más evidente es constatar cómo la predicación cristiana ha escogido aquí el camino más difícil y lo poco que ha intentado suavizar el escándalo de la corporalidad de la resurrección. La Iglesia no ha permitido que su fe se «helenizara». Siempre ha conocido con Pablo: «Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación es vana y nuestra fe un sinsentido». Lo que Pablo escribió a los corintios, sigue teniendo hoy validez: «Si nosotros hemos puesto nuestra esperanza en Cristo sólo en esta vida, somos más miserables que todos los demás hombres» (1 Co 15, 14.19). Nuestra fe carecería de fundamento, si Cristo hubiese muerto, pero no hubiese resucitado. Si Cristo permaneció en la muerte, su cruz ha sido una muerte horrible y sin sentido, que no nos ha redimido. Nuestra fe sería en un muerto, en un cadáver; nuestra fe sería el recuerdo de un hombre perteneciente al pasado, y no el de uno que ha dicho: «Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).

Los Padres de la Iglesia vieron las muchas relaciones que existían entre la resurrección y los otros artículos de fe. La resurrección nos dirige ala creación. Si todo lo que hay, tanto espiritual como material, ha sido creado por Dios, es decir, él así lo ha querido, ninguna de sus obras será perecedera. En la resurrección de Cristo cuerpo y alma son glorificados: Dios lo hace todo nuevo.5 En esto consiste también la importancia soteriológica de la resurrección. En la asunción de la carne por Cristo, la carne, se ha convertido en el punto eje de nuestra salvación. Tertuliano (t 220) lo expresa de forma concisa: caro cardo salutis.6 Ireneo de Lyón parte, en su argumentación, de la teología sacramental: Si pan y vino «asumen la palabra de Dios y se convierten en el cuerpo y sangre de Cristo; y si, con ello, se fortalece y se mantiene la sustancia de nuestra carne, ¿cómo pueden ellos [los gnósticos] discutir que la carne es asumible como regalo de Dios, que es la vida eterna? [La carne] es alimentada con la sangre y el cuerpo del Se

  1. Porfirio, Vita Platonis 1. Trad. R. Harder, Über Plotins Leben und über die Ordnung seiner Schriften, Hamburg 1958, 3.

  2. L. Scheffezyk, Auferstehung. Prinzip des christlichen Glaubens, Einsiedeln 1976, 42-43.

  3. Cfr. Ireneo de Lyón, Adversus Htereses V, 3-8 (FChr 8/5, 38-75).

  4. Tertuliano, De resurrectione carnis 8 (CSEL 47, 36).

ñor, y es uno de sus miembros»7 En el ámbito de la escatología, es, por último, valiosa la convicción de que Dios nunca dejará caer en la corrupción nada de todo lo bueno que él ha creado.

a) Contexto de la promesa de la resurrección de Jesús

La esperanza de la resurrección ya existía entre el pueblo veterotestamentario, antes incluso de la venida de Cristo. Con toda claridad aparece, primero, en el libro de Daniel (12, 2), y, después, en el segundo libro de los Macabeos (7, 9.11.13.23.29). Los fariseos y algunos coetáneos de Cristo creían en la resurrección de los muertos (cfr. Hch 23, 6; Jn 11, 24). Jesús mismo la enseña con toda claridad (cfr. Mc 12, 18-27). La resurrección es esperada «el último día» (Jn 6, 40) y está relacionada con el juicio universal (cfr. Jn 5, 25-29). Jesús ha resucitado muertos (cfr. Mc 5, 21-42; Lc 7, 11-17;Jn 11), como también lo hicieron, antes que él, los profetas (cfr. 1 Co 17, 17-24; 2 Co 4, 8-37). Estos actos taumatúrgicos eran signos del poder omnímodo de Jesús; eran tipos de la resurrección venidera de entre los muertos, pero no eran ella misma, pues los resucitados por Cristo volvieron a la vida mortal de la tierra.

Las palabras misteriosas de Jesús sobre sus sufrimientos inminentes y sobre la resurrección del Hijo del hombre presagian algo totalmente nuevo. Los evangelios sinópticos nos transmiten que Jesús anunció por tres veces sus sufrimientos inminentes, pero también su resurrección foral (Mc 8, 31-33; 9, 30-32; 10, 32-34par.). No hay razón que valga para poner en duda la autenticidad de estas profecías. Son tan extrañas para la imaginación y esperanzas de sus coetáneos, que es imposible derivarlas de modelos judíos. Pero, por otra parte, son tan coherentes con todo lo que Jesús mismo manifiesta sobre su misión, mediante gestos, obras y palabras, que pueden ser consideradas como una especie de eco fiel de la doctrina de Jesús.8

Hemos de intentar poner en claro el alcance enorme de estas profecías sobre sus sufrimientos y su resurrección. En la predicación de Jesús corren parejas la revelación paulatina de su identidad como Mesías, como Hijo del hombre celestial y como Hijo de Dios, con la revelación cada vez más clara de su inminente camino de dolores y de su consecuente resurrección. El anuncio del Reino de Dios —a punto de llegar, mejor, ya presente— está indisolublemente unido con esta doble profecía. Jesús anuncia la llegada

  1. Ireneo de Lyón, Adversus Hcereses V 2, 3 (FChr 8/5, 34-35).

  2. Sobre esto, A. Feullet, «Les trois grandes prophéties de la Passion et de la Résurrection des évangiles synoptiques. 1. Authenticité substantielle et circonstances historiques des prophéties», en: RThm 67 (1967) 533-560.

de los últimos tiempos, en los que Dios llevará a casa a su pueblo, restaurará a Israel y el reino de la paz y de la justicia será instaurado. Pero el Reino de Dios llega de forma distinta a como se esperaba. Él mismo, Cristo, es el centro de este Reino, y, por eso, este Reino llega a través de su misión, es decir, por su muerte «por muchos» (Mc 10, 45), y por su resurrección. Según sea la postura que se tome ante él, se decide o la entrada en el Reino de Dios o su exclusión. Los tres anuncios de sus sufrimientos son la ocasión inmediata para instruir a los discípulos. A ellos se les promete el mismo destino que a Cristo: persecución y premio. A él sólo se acerca quien va con él, toma su cruz en su seguimiento y confiesa ser su partidario (cfr. Mc 8, 324-38).9

En los Evangelios percibimos el dramatismo que la incomprensión del mensaje de Jesús y de su realización conllevaba para los discípulos. Jesús les dejó entrever, ya al principio, la serie de estos acontecimientos.10 Pero su explicación sólo ocurrirá después de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo: Que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios vivo (Mc 8, 29; Mt 16, 16).11 Es ahora, cuando el primero de los doce elegidos por Jesús proclama solemnemente, inspirado por Dios (cfr. Mt 16, 17), la identidad de Jesús, que empieza Jesús a confiarles: que «el Hijo del hombre tiene que padecer mucho y ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser entregado a la muerte y resucitar al tercer día» (Mc 8, 31). Este «tiene que» no significa una coacción exterior ni un destino ciego, sino el decreto salvífico del Padre, que «tiene» que realizarse de esta manera. Sufrimiento, muerte y resurrección de Jesús pertenecen al «drama escatológico».12 Para los discípulos, la «necesidad divina» es algo incomprensible. Que el Mesías tenga que padecer, en vez de ser el portador del reino de la paz, es contrario a sus expectativas. No hay otras palabras de Jesús tan duras como la reprensión que le hace a Pedro cuando éste quiere apartarlo de su camino de dolores: «Apártate detrás de mí (lit. vutxys afow tov), Satanás, porque tus pensamientos no son de Dios, sino de los hombres» (Mc 8, 33).

  1. Esto lo expresa de forma impresionante H. Schürmann, Gottes Reich – Jesu Geschick. Jesu ureigener Tod im Lichte seiner Basileia-Verkündigung, Freiburg/Br. 1983.

  2. Cfr. la segunda parte del trabajo de A. Feuillet, «Signification doctrinale des prophéties», en: RThm 68 (1968) 41-47, aquí: 61.

  3. Una fascinante interpretación de este pasaje la ofrecen J.-M. van Cangh /M. van Esbroeck, «La primauté de Pierre (Mt 16, 16-19) et son contexte judaíque», en RTL 11 (1980) 310-324.

  4. K. H. Schelke, Die Passion Jesu in der Verkündigung des Neuen Testamentes. Ein Beitrag zur Formgeschichte und zur Theologie des Neuen Testamentes, Heidelberg 1949, 110.

b) Acontecimiento histórico y trascendente

El anuncio que hace Jesús de su resurrección choca con la incomprensión de los discípulos. «... y se preguntaban entre sí qué significa eso "cuando resucite de entre los muertos"» (Mc 9, 9). ¿Qué les llevó, después de la resurrección, a dar testimonio ante el mundo sobre este acontecimiento tan incomprensible? Según dicen los cuatro evangelios, los discípulos llegaron a esta fe en dos etapas. Primero, encontraron el sepulcro vacío; después, se les apareció Jesús mismo.13

La antropología judía prohibe hablar de la resurrección, si el sepulcro no esté vacío. «Imaginémonos en qué situación se encontraban los discípulos de Jesús en Jerusalén al anunciar su resurrección, siendo así que, a la vista del sepulcro vacío, en el que había sido sepultado Jesús, siempre podrían haber sido refutados».14 Esto representa un presupuesto para el anuncio de la resurrección corporal de Cristo. Los testigos postpascuales insisten en esta concreta corporalidad, a pesar de todas las dificultades con las que se podrían haber encontrado por parte de los judíos, que esperaban la resurrección del cuerpo sólo en la parusía; y más tarde, por parte de los paganos, para quienes una resurrección no era más que una imaginación grotesca y vulgar. A sus discípulos les habría sido más fácil venerar a Jesús en el sepulcro, como un mártir, como lo hicieron los discípulos de Juan. A éstos les había prometido el profeta Daniel una segura resurrección gloriosa (Dn 12, 2-3), y en sus sepulturas se fue desarrollando un culto martirial ordinario.15 La ausencia de referencias a este culto fundamenta los anuncios sobre el sepulcro vacío.

La cuestión del sepulcro vacío está en sí abierta a diferentes interpretaciones. Los sumos sacerdotes y los ancianos hicieron correr la especie de que «sus discípulos habían venido de noche y lo habían robado» (Mt 28, 13). Pero la difusión de esta especie es ya un indicio importante de que el encontrar el sepulcro vacío no era invención de una generación posterior de discípulos de Cristo.16 En toda la primitiva polémica judía contra la resurrección de Cristo, tampoco se encuentra ninguna indicación de que el

  1. H. U. v. Balthasar, Theologie der drei Tage (nueva edición), Einsiedeln 1990, 232-234.

  2. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie 97. Cfr. también K. Schubert, «Auferstehung Jesu» im Lichte der Religionsgeschichte des Judentums, en: E. Dafnis (ed.), Resurrexit. Actes du symposium international sur la résurrection de Jésus, Roma 1970, Roma 1974, 207-224, aquí: 217-219.

  3. P. Stuhlmacher, Biblische Theologie des Neuen Testaments. Vol. 1. Grundlegung. Von Jesus zu Paulus, Gbttingen 19972, 176-178; Idem, Was geschah auf Golgota? Zur Heilsbedeuntung von Kreuz und Auferstehung Jesu, Stuttgart 1998, 48-50.

  4. M. Bordon, Gesú die Nazaret. Signore e Cristo, Vol. II, Roma 1984, 549.

sepulcro hubiese quedado intacto.17 La información que nos da el evangelio de Juan de que en el sepulcro vacío se habían encontrado los lienzos en el suelo y el sudario, no en el suelo con los lienzos, sino plegado en un lugar aparte (Jn 20, 6-7), habla ya indirectamente contra la especie del robo del cadáver. Los discípulos apenas se habrían preocupado de quitarle el sudario y de abandonarlo.18 El hecho de dejar allí los lienzos nos da a entender la total «indiferencia» del resucitado, que no abandonó el sepulcro con pies y manos atados con lienzos y con el rostro cubierto con el sudario, como Lázaro (Jn 11, 44).19 El dejó tras sí en la resurrección todo lo que pertenecía a la muerte.

La gnosis redujo muy pronto la resurrección a algo espiritual, significando con la «Resurrección» la subida del alma a Dios, abandonando el cuerpo.20 Entre la muerte y la resurrección de Jesús está el misterioso Sábado Santo, es decir, la colocación del cadáver de Jesús en el sepulcro y la «bajada a los infiernos» del alma de Jesús. El Señor ha resucitado del sepulcro: La idea de que la resurrección ocurre en la muerte, deja mucho que desear, pues desprecia el testimonio de la muerte real de Jesús, tal y como se expresa en el entierro de Jesús y en la «resurrección al tercer día».21 El más antiguo kerygma de la Iglesia acentúa ya esta secuencia (muerto — sepultado — resucitado; cfr. 1 Co 15, 3-4), que se corresponde con la serie histórica de los acontecimientos.

Difícilmente, pues, se podrá poner en duda la credibilidad de la tradición sobre el sepulcro vacío. Las apariciones de Jesús son el segundo testimonio de su resurrección. «Cristo se apareció a Cefas y después a los doce» (1 Co 15, 3). Ambos testimonios son necesarios y se complementan mutuamente. Pues el sepulcro vacío de por sí no nos lleva a la fe en la resurrección. Sólo las apariciones de Jesús a los discípulos les ponen en claro que su cadáver ya no está en el sepulcro: «No está aquí; ha resucitado» (Lc 24, 6). El discípulo a quien Jesús amaba fue el primero que vio el sepulcro vacío, los lienzos y el sudario, y creyó (Jn 20, 8). Pero tampoco las apariciones son de por sí un testimonio seguro de la resurrección. Las apariciones pascuales «sin el sepulcro vacío, hecho ya conocido por la Iglesia

  1. H. von Campenhausen, Der Ablauf der Osterereignisse und das leere Grab, Heidelberg 19963, 31-35.

  2. Juan Crisóstomo, Homilice in Joannem 85, 4 (PG 59, 465).

  3. Cfr. las explicaciones sobre el sudario en J. A. T. Robinson, The Priority of John, London 1985, 291-294.

  4. Sobre las cuestiones fundamentales de la Gnosis, cfr. P. Koslowski (ed.), Gnosis und Mystik in der Geschichte der Philosophie, Zürich 1988.

  5. Cfr. J. Ratzinger, Eschatologie — Tod und ewiges Leben (= KKD IX)), Regensburg 19906, 92-135.

primitiva, hubieran podido ser entendidas como apariciones normales de muertos, que había por todas partes».22

Siempre se está afirmando que el sentido profundo de la fe pascual consiste en que la causa de Jesús sigue avanzando. «La cuestión sobre la resurrección de Jesús no [es], en fin de cuentas, una cuestión sobre el acontecimiento del Viernes Santo, sino sobre el Jesús terrenal, una cuestión sobre la forma en que su causa se pudo transformar después, y hoy también, en una realidad vivencial» .23 Las visiones de Cristo son interpretadas algo así como invenciones de los apóstoles, nacidas de su tristeza: «En Pascua, se le vinieron a la mente de aquel Pedro acongojado y triste, a pesar de haberlo negado y a pesar de su muerte [...] las palabras de perdón que Jesús le dirigió. "Lo ha visto"».24 Contra una tal negación de la facticidad de la resurrección y de la interpretación anexa de la fe pascual como producto de la fe de los primeros cristianos, habla el sentido crítico de éstos acerca del anuncio pascual. Nunca dijeron que esperaban alegres una aparición del Señor resucitado. Más bien reaccionan incrédulos ante el anuncio del sepulcro vacío y del mensaje de los angeles, que les trajeron las mujeres. «Ellos tuvieron por un desvarío todas aquellas palabras y no les creyeron» (Lc 24, 11). En la tarde de Pascua Jesús se apareció a los once y «les echó en cara su incredulidad y dureza por no haber creído a los que le habían visto resucitado» (Mc 16, 14). No estaba lejos de los discípulos la idea de que las apariciones de Jesús podían ser fantasmas (Mc 6, 49). Realmente, el judaísmo —y toda la antigüedad— no desconocía que las almas o los espíritus de los muertos se podían aparecer. Famosa es la consulta de Saúl a la pitonisa de Endor (1 S 28, 7-19). Si se hubiese tratado de una tal aparición del muerto, seguro que habría tenido con ella un gran consuelo. Hubiese sido suficiente para reconocer a Jesús como «el profeta, poderoso en palabras y obras» (Lc 24, 19), pero no para creer en su resurrección. En las noticias evangélicas sobre las apariciones, la iniciativa siempre la tiene Cristo, no los que lo ven. El discípulo no se hace testigo de la resurrección por su fe en ella, sino porque Cristo lo hace su testigo soberano, al manifestársele visible, concreto, y corporalmente. «Las apariciones pascuales no se explican por la fe de los discípulos, sino, al contrario, la fe pascual sólo se explica por las apariciones» .25

  1. K. Schubert, Bibel und Geschichte, Klostemeuburg 1999, 107.

  2. W. Marxen, Die Auferstehung Jesu als historisches und theologisches Problent, Gütersloh 1964, 35.

  3. W. G. Ludemann, Die Auferstehung Jesu. Historie, Erfahrung, Theologie, Gdttingen 1964, 35.

  4. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, 93.

La identificación del que se aparece se realiza, sobre todo, por la identificación de su cuerpo: «¿Por qué estáis asustados y suben esos pensamientos a vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies, soy yo mismo» (Lc 24, 38-39). Las heridas dan testimonio inequívoco de quién es ése a quien los discípulos están mirando (cfr. Jn 20.24-29). Sus gestos corporales actúan como signos de reconocimiento (cfr. Lc 20, 30-31.35). María Magdalena reconoce a Jesús por el tono inequívoco de su voz (Jn 20, 16). El haber comido y bebido con Jesús, después de su resurrección, es citado por los apóstoles, en su predicación, como argumento de la realidad de la resurrección (cfr. Hch 10, 41). Testigos de la resurrección son sólo aquellas personas que han conocido a Jesús antes de la Pascua: Es él mismo, «es el Señor» (Jn 21, 7). Pedro considera el tiempo desde después de la resurrección hasta la Ascensión como tiempo de la vida terrenal de Jesús., «... durante todo el tiempo que el Señor Jesús entró y salió con nosotros» (Hch 1, 21-22). El crucificado y el resucitado son el mismo.

Pero este cuerpo idéntico es ahora totalmente otro. Los dos discípulos de Emaús pasaron la mayor parte del día con Jesús, pero «sus ojos estaban cegados y no podían conocerle» (Lc 24, 16). Jesús ya no está constreñido ni al tiempo ni al espacio. Entra con las puertas cerradas (Jn 20, 19.26); tan pronto como los discípulos de Emaús lo reconocen como el Señor, dejan de verlo (Lc 24, 31). Teniendo presente a Cristo, Pablo habla de un «cuerpo pneumático», que sustituye al «cuerpo psíquico» (1 Co 15, 44). El cuerpo terrenal es un cuerpo «animado»; el cuerpo resucitado, uno «transido por el espíritu», colmado por el Espíritu Santo. Esta «pneumatización» no hay que confundirla con la «espiritualización» en el sentido que le da la gnosis. Pablo saca de aquí el argumento de que también nuestro cuerpo será vivificado realmente por el Espíritu Santo, y «henchido» totalmente por él: «Si el espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos, mora en vosotros, el que resucitó a Jesucristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que mora en vosotros» (Rm 8, 11).

El sepulcro vacío y las apariciones de Cristo son huellas históricas de la resurrección de Cristo. Pero ésta es también un acontecimiento trascendente, que manifiesta importantes diferencias con otros acontecimientos de la vida de Jesús. Mientras que, por ejemplo, el cuerpo resucitado de Lázaro podía ser visto por todos los presentes, el Cristo resucitado no se manifiesta a todo el pueblo, «sino a los testigos que había elegido antes» (Hch 10, 41). Pero el momento de la resurrección nadie lo ha visto. La liturgia pascual ensalza, por ello, este misterio con las siguientes palabras: «Bendita noche, a la que le fue concedido conocer la hora en la que Cristo resucitó de entre los muertos».26

c) Importancia trinitaria, eclesiológica y soteriológica de la resurrección de Jesús

Hasta hoy se ha seguido indagando sobre la cuestión de la historicidad de la resurrección. Para poder sondear la magnitud de este misterio, consideraremos a continuación lo que nos quiere decir este misterio sobre Dios mismo, lo que significa el encuentro de los discípulos con Jesús resucitado y cómo les cambió la vida.

La importancia trinitaria de la resurrección de Jesús

En el acontecimiento de la resurrección se nos revela Dios en su Trinidad.27 La Escritura la describe ya como obra del Padre, ya como obra del Hijo, ya como obra del Espíritu Santo. Aunque las obras de la Trinidad son tan inseparables como el ser mismo de la Trinidad,28 la Iglesia acostumbra a atribuir las obras de poder al Padre, las obras de sabiduría al Hijo y las obras del amor al Espíritu Santo (cfr. DH 3326). Así manifiesta el Padre su poder en la resurrección de Cristo de la muerte a una vida nueva. Él es el primero que obra la resurrección. Como Pablo escribe, el Padre «ha manifestado su fuerza poderosa, que actuó en Cristo resucitándolo de entre los muertos» (Ef 1, 19-20).

El Padre ensalza al Hijo en la resurrección como Kyrios (F1p 2, 9-11), haciéndolo digno del reconocimiento, glorificación y adoración del eterno nombre de Hijo de Dios.

Pero la Escritura habla también de una resurrección de Jesús, gracias al propio poder, a la obra activa del Hijo. Así anuncia Jesús, en el sermón prepascual, que el Hijo del hombre tiene, primero, que sufrir y morir, para después resucitar (cfr. Mc 8, 31). En el Evangelio de Juan dice él expresamente: «Yo doy mi vida para volverla a tomar... tengo poder para darla y tengo poder para volverla a tomar» (Jn 10, 17-18). La resurrección es la plenitud de la revelación de Cristo. Durante la vida terrenal de Jesús, permaneció misteriosamente oculta la gloria, que él tenía cabe el Padre, «antes de que el mundo existiese» (Jn 17, 5). Mas en la resurrección se revela que «en Cristo habita realmente toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). La resurrección nos revela que Cristo no es precisamente ahora uno con el

  1. Misal Romano, Exultet de la misa de la noche de Pascua.

  2. Cfr. H. U. v. Balthasar, TL 3, 153-188.

  3. Agustín, De Trinitate I, 4, 7 (CChrSL 50, 36).

Padre, ni que conseguirá ahora la adopción (adopcionismo), sino que ya lo era durante toda su vida terrenal.29

Cuando Pablo dice que «Cristo ha sido resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre» (Rm 6, 4), está aludiendo al papel del Espíritu Santo en la obra de la resurrección. Pues ya en el Antiguo Testamento la gloria (kabod) de Dios estaba íntimamente unida con el espíritu (cfr. Ex 24, 17; 40, 34; Ez 10, 4). También alude al Espíritu Santo la expresión «poder de Dios»: «Pues aunque fue crucificado en su debilidad, sin embargo vive por el poder de Dios» (2 Co 13, 4).30 El Espíritu Santo es el «dispensador de la vida» (DH 150); él lo hace todo nuevo. Resucitado por la fuerza del Espíritu Santo a una nueva vida, Cristo se convierte en «espíritu dispensador de vida» (cfr. Rm 8, 11; 2 Co 4, 14). La tarde del día de Pascua fue Jesús a sus discípulos, «... sopló sobre ellos y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo"» (Jn 20, 22). Igual que Dios inspiró en el rostro de Adán un soplo de vida (Gn 2, 7), así también inspiró Cristo en sus discípulos una nueva vida después de su resurrección. El soplo es el Espíritu Santo, que lo hace todo nuevo. En la resurrección se cumple la profecía de Jesús: «Quien tenga sed, venga a mí y beba», queriendo con esto significar el don del Espíritu como agua viva. «Pues aún no había sido dado el Espíritu, ya que Jesús no había sido aún glorificado» (Jn 7, 37-38.39). La inmensa sed de los hombres queda saciada hasta la vida eterna por la donación postpascual del Espíritu Santo, pues «ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a Jesucristo a quien enviaste» (Jn 17, 3).

La importancia eclesiológica de la resurrección de Jesús

Muchas informaciones sobre la resurrección acaban con el envío de los discípulos a dar testimonio de Cristo resucitado. En la tarde de Pascua dijo el Señor a sus discípulos: «Como mi Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Ya en la comunidad prepascual participaron realmente los discípulos del Reino de Dios, de su misión y de su poder, por su participación en la comunidad de Jesús. Por las apariciones pascuales, la comunidad prepascual de destino queda integrada en Jesús; ellos se hacen testigos y comensales de su gloria. Como comensales postpascuales, ya están con él en la perfección y se hacen testigos, de alguna manera desde aquí, de lo que ellos han visto y oído, y de lo que ellos han podido saborear de su palabra (1 Jn 1, 1). Lo más característico de las apariciones consiste en que éstas nos dan a entender una especial relación entre los testigos y el tes-

  1. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie 152.

  2. Cfr. F. X. Durrwell, Die Auferstehung Jesu als Heilsmysterium, Salzburg 1958, 106-112.

tificado, precisamente lo que para Pablo constituye el «apóstol». Desde esta perspectiva, el apóstol aparece como uno a quien Cristo, al aparecérsele, lo ha llevado á su perfección escatológica. El apóstol entra en la historia, desde la gloria en la que él ha tomado parte y, por ello, se hace testigo del Señor que volverá.31 La identificación del resucitado con sus testigos configura su situación especial, que la revelación nos ofrece: los doce apóstoles son las doce piedras sillares de la Jerusalén mesiánica. (Ap 21, 14). El cumplimiento de la comunidad prepascual de los testigos con el Resucitado es un acontecimiento constitutivo de la Iglesia. Pero pertenecer a él no es un privilegio, sino una misión. Y como Cristo es el enviado, pertenecer a él significa misión. Los apóstoles son enviados por Jesús para ser sus testigos. Los «testigos predestinados por Dios» (Hch 10, 41) no hablan de sus impresiones, sino —y esto aparece muy claro en Pablo— de que se saben testigos, de que Cristo habla a través de ellos, a través de su palabra. Cristo siempre está presente en el kerygma y, precisamente lo está porque a través de las apariciones se ha cumplido lo que había empezado en la misión prepascual: que Jesús no mantiene para sí la misión que Dios le ha encomendado, sino que la transfiere y la comunica. El Resucitado vive en sus testigos. Esta identificación configura la normatividad de la tradición apostólica. El kerygma de los apóstoles estaría vacío —como Pablo objeta a los corintios (1 Co 15, 14)—, si Cristo no hubiese resucitado, pues, en este caso, esta palabra, quizás podría ser una genial interpretación, pero no la palabra, que los apóstoles han experimentado: «Que Cristo tiene el poder de edificar» (Hch 20, 32). «Mi mensaje y mi predicación no fueron con palabras persuasivas de saber humano, sino como demostración de espíritu y de virtud, para que vuestra fe no se fundara en sabiduría de hombres, sino en la fuerza de Dios» (1 Co 2, 4-5).

La importancia soteriológica de la resurrección de Jesús

Pablo confiesa que «Cristo resucitó al tercer día, según la Escritura» (1 Co 15, 4). Este dato temporal coloca la resurrección en una dimensión escatológica.32 «No se trata de un dato histórico, sino de uno escatológico [...] Tres días son el tiempo de la obra salvífica de Dios».33 En realidad, ya fue Isaías quien profetizó la resurrección del Siervo de Dios como parte del plan de salvación de Dios. «El Señor quiso consumarle en el sufrimiento.

  1. Cfr. J.-M. Garrigues / M.- J Le Guillou, «Statut escathologique et caractére ontologique de la succesion apostolique», en: RThm 75 (1975) 395-417.

  2. Cfr. K. Lehmann, Auferweckt am dritten Tag nach der Schrift. Früheste Christologie, Bekenntnisbildung und Schriftauslegung im Lichte von 1 Kor 15, 3-5 (= QD 38), Freiburg/Br. 1968.

  3. Schubert, Bibel und Geschichte 108.

Si ofrece su alma víctima por el pecado, verá una descendencia muy duradera; la voluntad del Señor está conducida por su mano. Por cuanto se angustió su alma, verá la luz y se saciará aquel mismo justo...» (Is 53, 10-11).34 «Si Cristo ha resucitado, esto sólo puede significar para un judío que Dios mismo ha confirmado la presencia prepascual de Jesús».35 Y esto quiere decir «que Dios ha tomado partido por él en contra de sus asesinos».36 Dios lo ha justificado —así lo confirma el esquema de las primeras alocuciones de los apóstoles en los Hechos de los Apóstoles—: «Dios lo ha constituido Señor y Mesías, a este Jesús, a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2, 36).

El hecho de que el Jesús resucitado sea adorado, según el testimonio neotestamentario, nos indica que podemos ya contar muy pronto con la confesión de la divinidad de Jesús. El anuncio de la iglesia primitiva —partiendo de la más antigua cristología— se ha referido a esta realidad, en la que el mundo se encuentra después de la resurrección, con el nombre de Kyrios. El resucitado es Kyrios, él participa de la gloria de Dios; él es nuestro paráclito junto al Padre (Rm 8, 34). «Porque si confiesas con tu boca al Señor Jesús y crees de corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado» (Rm 10, 9). Porque por esto el Señor murió y resucitó, para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14.9). Desde la Reforma, tanto la dogmática protestante como la católica, han subrayado de tal manera la resurrección, que muchas veces da la impresión de que la resurrección «no es otra cosa que una añadido justificativo de la muerte expiatoria y justificante de Jesús».37 Una visión unilateral de la muerte de Jesús como satisfacción penal, reduce su importancia salvífica o bien a una ejemplaridad, o bien a una justificación forense, en la cual Dios pronuncia una sentencia judicial sobre la humanidad pecadora y le concede su salvación. Una interpretación de este tipo no agota la dimensión soteriológica del Resucitado.38

En tiempos de Jesús, estaba muy extendida la creencia de que la resurrección de los muertos tendría lugar al foral de los tiempos y que no sería la resurrección individual, sino la resurrección universal de todos. La esperanza en la superación definitiva de la muerte pertenece al cambio de «Eon», cuando venga definitivamente el Reino de Dios. Ya en el Antiguo Testamento se abrió camino esta esperanza. Isaías habla de la promesa del ban-

  1. Cfr. J. Jeremias, Das Opfertod Christi, Stuttgart 1963, 21-22.

  2. Pannenberg, Grundzüge der Christologie 62.

  3. Balthasar, Theologie der drei Tage 193.

  4. J. Kremer, Das ¿ilteste Zeugnis der Auferstehung Christi. Eine bibeltheologische Studie zur Aussage und Bedeutung von 1 Kor 15, 11-11 (= SBS 17), Stuttgart 1966, 102.

  5. Véase el cap. IV/2b. Resultados dolorosos de la «satisfacción penal», p. 260.

quete mesiánico para todos los pueblos: «Despeñará a la muerte para siempre, enjugará el Señor las lágrimas de todo semblante» (Is 25, 8). «La resurrección, como categoría escatológica, ya era conocida por el judaísmo, pero sólo en relación con el cambio esperado de ese "Eón" venidero. La idea de que el suceso escatológico de la resurrección se pudiera anticipar en el caso de un hombre concreto, cualquiera que éste fuere, era totalmente ajena al judaísmo».39 La resurrección es algo nuevo en la fe cristiana, indeducible.

¿Qué significa, desde la perspectiva de esta esperanza, que la resurrección de Jesús, no era en absoluto una vuelta a la vida terrenal, sino una resurrección definitiva? No era la continuación de la vida después de la muerte —vida que se espera para todas las almas de los muertos—, sino una resurrección corporal. (cfr. Lc 24, 39). El sepulcro estaba vacío, pero no fue sencillamente una reanimación del cadáver, como ocurriera en la resurrección de los muertos obrada por Jesús. El hecho de que se llamara a este acontecimiento «resurrección» o «despertar de entre los muertos», nos atestigua que los discípulos lo veían en relación con la resurrección universal definitiva del último día; siempre, claro, teniendo en cuenta lo que Jesús les había dicho y sus encuentros con el Resucitado.

La importancia para la historia de la salvación de la resurrección de Jesucristo consiste, según esto, en que él no ha resucitado solo; su resurrección es el comienzo y la causa y, en cierta manera, la realización de la resurrección universal de los muertos. La resurrección universal en el último día no es otro acontecimiento aislado, sino que pertenece indisolublemente a la resurrección de Jesús. El último día ya ha comenzado. La muerte de Jesucristo es «el día y la hora» de la venida de la gloria del Reino de Dios. El Reino de Dios está presente y, con él, el último día. En la mañana de Pascua ha empezado la nueva creación.

La predicación apostólica ha expresado todo esto de muy variadas formas. San Pablo, por ejemplo. dice:

«Pero, no, Cristo resucitó de entre los muertos, primicia de los que duermen. Porque como la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos. Así como mueren todos en Adán, así también todos serán vivificados en Cristo, pero cada uno en su orden: la primicia Cristo; después los de Cristo que creyeron en su venida; luego será el fin, cuando haya entregado el reino a Dios y al Padre» (1 Co 15, 20-24).

39. Schubert, «Auferstehung Jesu» im Lichte der Religionsgeschichte des Judentums 207; cfr. Idem, «Die Entwicklung der Auferstehungslehre von der nachexilischen bis zur rabbinischen Zeit», en: BZ 6 (1962) 177-214; A.-NI. Dubarle, «Die Erwartung der Unsterblichkeit im Alten Testament und im Judentum», en: Conc(D) 6 (1970) 685-691.

Cristo es, pues, «el primogénito de los muertos» (Col 1, 18). Con su resurrección ya ha comenzado la resurrección universal del último día. Ella se manifestará y se realizará en la venida definitiva de Jesús. La resurrección de Jesús no fue un acontecimiento aislado, igual que su muerte en la cruz tampoco fue un fracaso aislado. En ambos acontecimientos se trata de los últimos momentos decisivos en la historia: «El fin de los tiempos ya ha comenzado para nosotros» (cfr. 1 Co 10, 11), y la renovación del mundo ya ha sido fundamentada irrevocablemente. (LG 48, 2). Sólo desde esta perspectiva de los acontecimientos pascuales se hacen comprensibles ciertos aspectos de la esperanza cristiana en la resurrección. Antes que ninguno, el ya tratado problema de la «inminencia» de la llegada del Reino; después, la idea de que nosotros ya hemos resucitado con Cristo; y, finalmente, la otra esperanza, que aparentemente está en contradicción con esto, de que nosotros resucitaremos en la venida definitiva de Cristo.

Resurrección e inminencia del Reino

Si Cristo ha resucitado, la resurrección universal de los muertos ha comenzado. ¿Puede tardar aún mucho hasta que venga? Pablo, y con él toda la Iglesia primitiva, esperaban vivir aún aquí en la tierra la venida definitiva de Cristo. «Otros ya murieron» (1 Co 15, 6). ¿Qué pasará con éstos? En la más antigua de sus cartas, la de los tesalonicenses, los consuela el apóstol así: La venida definitiva de Cristo será igual para todos, para los que ya murieron y para los que hemos quedado aquí en la tierra (cfr. 1 Ts 4, 13-17).

Más tarde, cuando el apóstol estaba prisionero, tuvo que contar para sí mismo con la posibilidad de experimentar la muerte aún antes de la venida definitiva de Cristo. En estas circunstancias, le parece que la muerte es incluso deseable, pues él desea estar con Cristo:

"Según mis ansias y esperanza de que en nada seré confundido; antes bien, que con toda confianza, así como siempre, también ahora Cristo será engrandecido en mi cuerpo, ya por vida, ya por muerte. Porque para mí el vivir es Cristo y el morir, ganancia. Y aunque el vivir en carne es para mí trabajo fructuoso, no sé en verdad qué debo escoger, pues me veo apremiado por las dos partes: tengo deseo de ser desatado de la carne y estar con Cristo, que es para mí mucho mejor; pero el permanecer en la carne es necesario para vosotros» (Flp 1, 20-24).

Es asombroso comprobar que el retraso de la venida definitiva del Señor no produjese en la iglesia primitiva una mayor desorientación. Para ello sólo hay una explicación válida: Cristo no es esperado sólo como el que tiene que venir, sino que es creído como el que ya está presente. Cristo está en el centro de la fe y de la esperanza cristianas.40 Ya antes de la Pascua había Cristo reunido junto a sí a los discípulos que él mismo había escogido, «para que estuviesen con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). Ellos le pertenecen (cfr. Lc 22, 56-59) y él está con ellos de forma inseparable: «Quien a vosotros oye a mí me oye» (Lc 10, 16). Esta unión tan íntima no desaparece después de la resurrección, sino que recibe una importancia y una fuerza nuevas y universales: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» (Mt 28, 20). Pablo tiene la seguridad de la victoria: Nada nos separará del amor de Cristo (Rm 8, 35.39).

El nuevo ser en Cristo

La realidad que todo lo ilumina es la de estar-con-Cristo, mejor, ser-en-Cristo. De ello ya había hablado Pablo con frecuencia. Como estamos en Cristo, podemos decir: «Porque si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor. Así, ya vivamos, ya muramos, somos del Señor. Porque por esto el Señor murió, para ser Señor de vivos y muertos» (Rm 14, 8-9). Esta manera de ver las cosas nos hace comprender por qué se nos puede prometer una resurrección no sólo para el futuro, sino para el presente.

San Pablo nos enseña que en el bautismo ocurre un morir con Cristo. Pues «porque somos sepultados con él en la muerte por el bautismo, para que, como Cristo resucitó de la muerte a la vida, así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Los bautizados tienen que considerarse a sí mismos como muertos al pecado, «pero vivos para Dios en nuestro Señor Jesucristo» (Rm 6, 11). Esta nueva vida es realmente un ser-en-Cristo, el Resucitado. Por ello vale decir: «Pues si alguna criatura es hecha nueva en Cristo, pasó lo viejo; y he aquí que todo es nuevo» (2 Co 5, 17). Y va tan lejos Pablo que llega a decir: «Por lo cual, si resucitasteis con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha del Padre» (Col 3, 1). Y aún con más claridad nos dice: «Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, aun cuando estábamos muertos por los pecados, nos dio la vida en Cristo, por cuya gracia somos salvados; y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos con Jesucristo» (Ef 2, 4-6).41 La nueva vida con Cristo es ya participación en su

  1. Cfr. el hermoso trabajo de E. Keller, Eucharistie und Parusie. Liturgie- und theologiegeschichtliche Untersuchungen zur eschatologischen Dimension der Eucharistie anhand ausgewóhlter Zeugnisse aus frühchristlicher und patristischer Zeit, Fribourg/Suiza 1989, 14-17.

  2. Sobre estas palabras, que muestran la presencia de la resurrección, cfr. J. Kremer en: G. Greshake / J. Kremer, Resurrectio mortuorum. Zum theologischen Verstündnis der leiblichen Auferstehung, Darmstadt 1986, 137-157.

resurrección, aunque esta realidad aún no esté completamente manifiesta: «Porque estáis ya muertos y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo aparezca, que es vuestra vida, entonces también vosotros apareceréis con él en la gloria» (Col 3, 3-4; cfr. 1 Jn 3, 2).

Como ser cristiano significa ser-con-Cristo, la patria de los cristianos está allí donde está Cristo: «Nuestra patria está en el cielo, de donde esperamos al Salvador, nuestro Señor Jesucristo» (F1p 3, 20). Por eso, nuestra existencia terrenal es una peregrinación,42 «lejos de la patria»: «Por eso vivimos siempre confiados, sabiendo que mientras estamos en el cuerpo, vivimos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y no en visión. Pero tenemos confianza y queremos más ausentamos del cuerpo y estar presente en el Señor» (2 Co 5, 6-8).

Nuestra vida ya está ahora «en Cristo», pero sólo cuando «nuestra casa se desmorone» (2 Co 5, 1), cuando «desatados» (F1p 1, 23) de la carne, salgamos de esta vida «en carne» (F1p 1, 22), «estaremos en casa con el Señor». Pero ni siquiera entonces estará nuestro ser-en-Cristo completo 43 Todos nosotros estamos en un estadio intermedio de la historia de la salvación y esperamos que se complete. Sólo cuando el Señor vuelva, «reformará nuestro cuerpo miserable para hacerlo conforme a su cuerpo glorioso, en virtud del poder con que también puede someter a sí todas las cosas» (F1p 3, 21).

Podríamos resumir todo esto de la siguiente manera: Ser cristiano es ser-en-Cristo; pero hay en esto un triple ascenso: «Existencia "en Cristo", en nuestra corporalidad terrena; un paso superior es la comunión "con Cristo", en una etapa intermedia, que, por una parte ya está liberada de la corporalidad terrenal y, por otra, aun está privada de la celestial perfección; finalmente, por la recepción de la corporalidad celestial».44

Entre la muerte y la resurrección

La resurrección de Cristo nos abre el camino hacia la resurrección universal. Cristo es la «primicia» de los muertos. Desde entonces, «el poder de su resurrección» (F1p 3, 10) se ha manifestado. Con la venida de Cristo y la

  1. Sobre este punto, cfr. Ch. Schónborn, Existenz im Úbergang. Pilgerschaft, Reinkarnation, Vergóttlichung, Einsiedeln 1987; Idem, Die Menschen, die Kirche, das Land, Wien 1998, 205-244.

  2. J.-M. Garrigues, «L'inachevement du salud. Composant essentielle du temps de I'Eglise», en: NV 71 (1996) 13-29.

  3. C.-H. Hunzinger, Die Hoffnung angesichts des Todes im Wandel der paulinischen Aussagen, en: Leben angesichts des Todes. Beitrkge zum theologischen Problem des Todes. Helmut Thielicke zum 60. Geburtstag, Tübingen 1968, 69-88, aquí: 86.

resurrección universal de los muertos, este poder se realizará plenamente. Durante el tiempo intermedio, el Espíritu Santo lo pone en obra, pues él es el que continúa la obra de Cristo y lleva a plenitud la salvación».45

En la escatología, la teoría sobre las «últimas cosas», se habla del estado intermedio como un estado del hombre entre la muerte y la resurrección. La cuestión de este estado intermedio está discutida.46 Más que nada es la teoría sobre el anima separata, es decir, del alma separada del cuerpo, la que tropieza con mayor incomprensión. En nombre de la unidad-alma-cuerpo del hombre, se declara la teoría de un alma —de la que el cuerpo se separa o que es ella la que se ha separado del cuerpo—, como un «resto platónico» o como «contraria a la Biblia». Se suelen referir en esto a santo Tomás, pero sin razón.47 Entre tanto, ha comenzado, primero en la filosofía48 y, después en la teología, un «redescubrimiento del alma»,49 aunque a tientas y con cierta perplejidad.50

La teoría clásica católica dice que la muerte es la separación de alma y cuerpo. El alma inmortal permanece sin cuerpo en un «estado intermedio», que todavía la tiene separada del reencuentro con su cuerpo en la resurrección universal de los muertos. Ha hecho falta bastante tiempo hasta que la doctrina de la Iglesia ha perfilado con más claridad este «estado intermedio». La encontraremos claramente formulada en la Constitución Apostólica Benedictus Deus (Benedicto XII, + 1342):

«Por esta constitución que ha de valer para siempre, por autoridad apostólica definimos que, según la común ordenación de Dios, las almas de todos los santos que salieron de este mundo antes de la pasión de nuestro Señor Jesucristo, así como las de los santos Apóstoles, mártires, confesores, vírgenes, y de los otros fieles muertos después de recibir el bautismo de Cristo, en los que no había nada que purgar al salir de este mundo, ni habrá cuando salgan igualmente en lo futuro, o si entonces lo hubo o habrá luego algo purgable en ellos, cuando después de su muerte se hubieren purgado; y que las almas de los niños renacidos por el mismo bautismo de Cristo o de los que han de ser bautizados, cuando hubieren sido bautizados, que mueren antes del

  1. Misal Romano, Plegaria Eucarística IV.

  2. Cfr. C. Pozo, Teología del más allá (= BAC 282), Madrid 19802, 463-537.

  3. Cfr. el artículo .de M. Schulze, «"Anima separata" — Baustein einer theologischen Lehre vom Menschen», en: IKaZ 19 (1990) 30-36.

  4. Cfr. J. Seifert, Das Leib-Seele-Problem und die gegenwiirtige philosophische Diskussion. Eine systematische-kritische Analyse, Darmstadt 19892.

  5. Cfr. H. Sonneman, Seele. Unsterblichkeit — Auferstehung. Zur griechischen und christlichen Anthropologie und Eschatologie, Freiburg/Br. 1984.

  6. Así, en parte, W. Breuning (ed.), Seele. Problembegriff christlicher Eschatologie (= QD 106), Freiburg/Br. 1986.

uso del libre albedrío, inmediatamente después de su muerte o de la dicha purgación los que necesitaren de ella, aun antes de la reasunción de sus cuerpos y del juicio universal, después de la ascensión del Salvador Señor nuestro Jesucristo al cielo, estuvieron, están y estarán en el cielo, en el reino de los cielos y paraíso celeste con Cristo.

Y después de la muerte y pasión de nuestro Señor Jesucristo vieron y ven la divina esencia con visión intuitiva y también cara a cara, sin mediación de criatura alguna que tenga razón de objeto visto, sino por mostrárseles la divina esencia de modo inmediato y desnudo, clara y patentemente, y que viéndola así gozan de la misma divina esencia y que, por tal visión y fruición, las almas de los que salieron de este mundo son verdaderamente bienaventuradas y tienen vida y descanso eterno... y esta visión intuitiva y cara a cara y la fruición en ellos, la misma visión y fruición es continua sin intermisión alguna de dicha visión y fruición, y se continuará hasta el juicio final y desde entonces hasta la eternidad» (DH 10001001).

Contra esta doctrina tradicional de la Iglesia se objeta ocasionalmente que aquí la resurrección de la carne queda reducida a un ornamento, en el fondo prescindible, por mucho que las «almas separadas» estén contemplando dichosas a Dios. Y realmente tenemos que hacemos la pregunta sobre lo que esta resurrección de la carne pueda añadir a la bienaventuranza de la visión de Dios.

Para intentar dar una respuesta a esta pregunta, tenemos que referimos a una antigua fórmula del Credo: «Yo creo... en la resurrección de la carne en la santa Iglesia católica».51 Georg Kretschmer comenta esta fórmula así: «Resurrección de la carne en la Iglesia» es «una clara expresión de la esperanza de la cristiandad en el cumplimiento de que lo que hoy en la Iglesia se empieza a decir, se cumplirá en la resurrección futura».52 El sentido de una «resurrección en el último día» se nos abre aquí de una forma totalmente nueva, si no la consideramos individualísticamente, sino que la vemos en relación con el misterio de la Iglesia.

¿Qué tenemos en común los que peregrinamos en la fe y los que han muerto en el Señor? Dos cosas: Pertenecemos a la Iglesia única, y ninguno de nosotros ha resucitado aún corporalmente. Todos los que creen en Cristo y tienen su espíritu forman una Iglesia: unos peregrinan aquí en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contem-

  1. Papiro Dér Balyzeh, citado según G. Kretschmer, Auferstehung des Fleiches. Zur Frühgeschichte einer theologischen Lehrformel, en: Leben angesichts der Todes. Beitrüge zum theologischen Problem des Todes. Helmut Thielicke zum 60. Geburtstag, Tübingen 1968, 101-137, aquí: 104.

  2. Kretschmer, Auferstehung des Fleiches 104.

plando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es.53 La única Iglesia del cielo y de la tierra tiene en común que ninguno de sus miembros (con excepción de María) aún no posee la gloria de la resurrección de la carne. El poder de la resurrección está presente en cualquiera de los tres estadios en sus grados correspondientes. Aunque ya en esta vida mortal y terrena la resurrección de Cristo obra, en mayor o menor grado, una transfiguración de nuestro cuerpo, como se puede comprobar en muchos santos. La caducidad de la vida corporal nos recuerda que la resurrección total aún está por llegar. En el estado de purgación («purgatorio») experimenta el alma, ahora que ya no está en el cuerpo, su impotencia de poder limpiarse por sí misma. Tanto más doloroso le será su falta de corporalidad y su anhelo de la resurrección del cuerpo. Las almas de los que ya ven a Dios, están llenas de su gloria. Y, sin embargo, anhelan aún la resurrección, porque ellas, unidas íntimamente con Cristo, ya vislumbran la definitiva venida de su Reino, (cfr. 1 Co 15, 27), es decir, que llegue a su perfección con la resurrección de todos los muertos.

Las almas unidas con Cristo en la gloria (los «santos del cielo») laboran sin descanso por la construcción de su cuerpo, para la salvación de los hombres. Su anhelo de la resurrección del cuerpo ya no es la esperanza de un «más» en su dicha personal. ¿Qué podrían conseguir más allá de la visión del Dios vivo? Ellas no aspiran a una resurrección individual, sino a la «resurrección de la carne», es decir, a la plenitud de aquello que ya ha comenzado de forma irreversible con la resurrección de Jesús. Esperan que la gloria salvífica de Cristo se realice plenamente. Cuando todo esté sometido a Cristo y todos los poderes y fuerzas hayan sido destruidos (cfr. 1 Co 15, 24), la resurrección de Cristo podrá manifestarse definitivamente victoriosa en la resurrección de toda carne. Sólo entonces será Cristo «todo en todo» (1 Co 15, 28). Esto ansían los santos en el cielo, y ésta será su resurrección. Por esto pedimos, cuando pedimos que venga su Reino. Orígenes expresó este pensamiento en su predicación sobre la carta a los romanos:

«Pablo habla de la "redención de nuestro cuerpo". Yo pienso que con esto está indicando todo el cuerpo de la Iglesia [...] El apóstol espera, pues, la redención de todo el cuerpo de la Iglesia. Él cree que la plenitud podrá ser concedida a cada miembro, cuando todo el cuerpo haya llegado a la unidad».54

  1. LG 49; cfr. Ch. Schónbom, «Die Communio der drei kirchlichen Stánde», en: IKaZ 17 (1988) 8-20.

  2. Orígenes, Commentarius in epistulam ad Romanos VIII, 5 (FChr. 2/4, 70-71).

En el Credo confesamos nuestra fe en la resurrección de la carne. Con ello, confesamos que «estamos expectantes a la esperanza bienaventurada y a la llegada de nuestro Salvador, Jesucristo».55 Esta llegada, que será nuestra gloriosa resurrección —Dios quiera que sea para vida y no para juicio (cfr. Jn 5, 29)— es el deseo de toda la creación.


2.
Está sentado a la derecha del Padre

Juan Damasceno (+ 749), quien ha recopilado en su «Exposición de la fe ortodoxa» la gran tradición de los Padres griegos, pone el sentido del artículo de fe de la Ascensión, como sigue:

«Nosotros decimos: Cristo está sentado corporalmente a la derecha de Dios Padre; nosotros no enseñamos ninguna derecha espacial. Pues, ¿cómo podría tener una derecha espacial el que es indescriptible? Derecha e izquierda sólo las tienen los seres descriptibles. No, con derecha e izquierda nosotros comprendemos la gloria y el honor de la divinidad, en la que el Hijo de Dios, como Dios e igual por naturaleza al Padre, existe eternamente, y a cuya derecha también está sentado ahora corporalmente, después de haberse hecho carne en los últimos tiempos, pues su carne ha sido glorificada conjuntamente. Él es adorado en su carne con una adoración ante toda la creación».56

En esta concisa representación están condensados los dos artículos de fe más importantes. Son los que la primitiva iglesia vio reforzados por los artículos del Credo: «está sentado a la derecha del Padre»: Que Cristo es Dios, «de la misma naturaleza del Padre» y que después de su glorificación no ha perdido su humanidad, sino que realmente está sentado «corporalmente» a la derecha del Padre. Alrededor de estas básicas afirmaciones cristológicas, se agrupa una serie de consecuencias eclesiológicas, que el Damasceno no cita pormenorizadamente, pero que fueron desarrolladas después por los Padres en toda su riqueza. Se trata, sobre todo, del señorío y de la «judicatura» de Cristo; del «condominio» de los fieles con Cristo; de la unidad de cabeza y miembros, de Cristo y la Iglesia.57

Una mirada a la importancia para la historia de los dogmas de este artículo de fe, nos muestra concentrada, como si fuera una lupa, la totalidad

  1. Embolismo después del «Padre nuestro»: «expectantes beatam spem et adventum Salvatoris nostri Jesu Christi».

  2. Juan Damasceno, De fide ortodoxa IV, 2 (PTS 12, 17).

  3. Sobre lo que sigue, cfr. Ch. Schónbom, Existenz im Ubergang. Pilgerscahft, Reinkarnation, Vergóttlichung, Einsiedeln, 1987, 17-33; sobre los fundamentos bíblicos (sin que estén de acuerdo con el autor), cfr. M. Gourgues, A la droit de Dieu. Résurrection de Jésus et actualisation du psaume 110, 1, dans le Nouveau Testament, Paris 1978.

de la fe cristiana. Oigamos primero algunos testigos de la «regla de fe», que exponen su sentido fuera de toda controversia. Después, ofreceremos algunos ejemplos de la controversia cristológica sobre el sentido de «sessio ad dexteram Patris». Por último, daremos la palabra al aspecto eclesiológico de este misterio de Cristo. En estos tres pasos, sólo trataremos de dar algunas concisas indicaciones, como, por así decirlo, una especie de «cata» de la enorme riqueza de los Padres de la Iglesia.

a) Testigos de la «Regla de fe»

Que Cristo está sentado a la derecha del Padre tiene mucho que ver, tanto en el Nuevo Testamento, como en la iglesia primitiva, con la fe pascual y con la confesión de fe. En el sermón pascual del obispo Melitón de Sardes (s. 2) encontramos una solemne confesión de fe, pletórica de la certeza de la victoria pascual de Cristo, y, además, de su eterno señorío:

«Éste es,
el que hizo cielo y tierra,
el que formó al principio al hombre;
el que fue anunciado por la ley y los profetas;
el que se hizo carne de María la virgen;
el que fue colgado de un madero;
el que resucitó de entre los muertos
y ascendió a lo alto del cielo;
el que está sentado a la derecha del Padre;
el que tiene todo poder para juzgar y salvar;
por quien el Padre los ha hecho todo
desde el principio hasta los Eones».
58

Lejos de toda polémica, Cristo es reconocido aquí, como lo dice el texto que continúa, como «principio y fin», como «principio inefable e incomprensible fin», como Rey y Señor, como Alfa y Omega.59 Ireneo de Lyón subraya, a finales del siglo II, que el Hijo de Dios preexistente es también el crucificado y el glorioso, en contra de las tendencias gnósticas de dividir a Cristo en un Cristo terrenal y en un Cristo celestial: «Pablo no designa a ningún otro como Cristo, el Hijo de Dios, que también resucitó y ascendió al cielo, más que a aquel, que fue prendido, padeció y derramó su sangre por nosotros, como él mismo dice: "Cristo, que ha muerto, o más aún, que resucitó y que está sentado a la derecha de Dios" (Rm 8, 34)... Uno y el mismo es Jesucristo, el Hijo de Dios, el que nos ha reconciliado

  1. Melitón de Sardes, Peri Pascha 104 (SC 123, 124); Trad. de J. Blank, Vom Pascha, Freiburg/Br. 1963, 130.

  2. Melitón de Sardes, Peri Pascha 104 (SC 123-124).

con Dios por su pasión y el que ha resucitado de entre los muertos, y que está a la derecha del Padre y que es perfecto en todo» .60 Fulgencio de Ruspe (+ 532) subraya en su escrito, dirigido a Pedro, «Sobre la correcta regla de fe», precisamente esta identidad: «Uno y el mismo Dios, el Hijo de Dios... él es, según la carne, el que yació en el sepulcro y del sepulcro resucitó; y a los cuarenta días, después de la resurrección el mismo Dios encamado es el que ascendió al cielo y está sentado a la derecha de Dios» 61 En Cirilo de Jerusalén (+ 387) podemos leer lo que en el siglo IV se decía a los bautizandos en las catequesis de Jerusalén antes del bautismo. En tres ocasiones vuelve sobre la importancia del «estar sentado a la derecha del Padre» y subraya cada vez que Cristo está sentado desde toda la eternidad a la derecha del Padre, «pues él no ha sido coronado de alguna manera por Dios, después de su pasión, como algunos piensan, ni ha conseguido el trono a la derecha por su paciencia, sino que él es desde siempre el unigénito del Padre y tiene la dignidad real y se sienta en el trono con el Padre, porque él, como hemos dicho, es la sabiduría y el poder. El gobierna junto con el Padre y todo lo ha creado por el Padre».62 El acento se sitúa aquí sobre la divinidad de Cristo, realzado por el «se sienta en el trono con el Padre»: «Un hijo va a ser anunciado, que desde antes de los tiempos está sentado a la derecha del Padre y que su estar sentado a su derecha no lo ha conseguido poco a poco en el tiempo, ni después de su pasión».63 Mientras que Cirilo apenas habla de la «glorificación conjunta» de la humanidad de Cristo, ésta está fuertemente subrayada en los sermones sobre la Ascensión del papa León Magno (+ 461). Invita éste a sus oyentes a alegrarse con los discípulos de que «la naturaleza humana se ha colocado sobre todas las criaturas del cielo..., para encontrar la plenitud de su elevación sentado en el trono del Padre y para participar en este trono de la gloria del Padre, con cuyo ser estaba en unión por el Hijo». Con la humanidad de Cristo todos los hombres han sido «glorificados conjuntamente», en cierta manera, «por inclusión»: «La Ascensión de Cristo significa nuestra propia elevación», pues el Hijo de Dios se ha «incorporado» la naturaleza humana y está sentado a la derecha del Padre».64

  1. Ireneo de Lyón, Adversus hcereses III, 16, 9 (FChr 8/3, 208-209); lo mismo que Melitón, interpreta Ireneo el «a la derecha de Dios» neotestamentario, como «a la derecha del Padre»; cfr. O. Perler (SC 123, 208).

  2. Fulgencio de Ruspe, De fide ad Petrum seu de regula fidei II, 11 (CChrSL 91A, 718-719).

  3. Cirilo de Jerusalén, IV. Catechese § 7 (PG 33, 464A).

  4. Cirilo de Jerusalén, XI. Cathechese § 17 (PG 33, 712B); cfr. también XIV. Catechese §§ 27-30 (PG 33, 861B-865A).

  5. León Magno, Tractatus 73, 4 (CChr.SL 138A, 453-454).

El monje sirio, compositor de himnos, Kyrillonas (s. IV) describe, con una imagen impresionante y en un solo camino, el acontecimiento de la Ascensión de Cristo, como introducción del hombre en la gloria del Dios trino. Cristo introduce, con su persona, su propia humanidad en la gloria de Dios. Por ello, devuelve a Adán al lugar a él reservado en el trono de la Trinidad.

«Mi Padre espera de mí que ascienda y que lleve conmigo mi cuerpo y mi alma y que mantenga dominados al demonio y a la muerte. Los ángeles esperan de mí que ascienda y que lleve conmigo la oveja descarriada, que por mi llegada ha sido encontrada. El cielo espera de mí que ascienda y que lleve conmigo mi cuerpo terrenal, que por la gracia ha sido hecho Dios. El trono espera de mí que ascienda y que me siente en él y que haga sentarse en él al Adán hundido, que sólo así ha sido elevado. La nube me espera y me quiere bajar de la montaña y desea servirme de vehículo, a mí, al Hijo de la Virgen. Paraíso y jardín, ambos esperan de mí que introduzca a Adán y que lo coloque allí como señor» .65

En la interpretación del artículo de fe de la Ascensión de Cristo, aparecen las cuestiones más importantes: La divinidad de Jesús, su identidad con el Padre, su humanidad, que no desaparece con la resurrección, sino que queda colmada hasta alcanzar la eterna «glorificación conjunta» de su cuerpo; la unidad de divinidad y humanidad de Cristo, incluso en su eterno señorío; la identidad del unigénito, Jesucristo, a través de todas las «etapas» de la historia de la salvación.

Esto es lo que dice la regula fidei, el hilo conductor de la fe. Pero, por preguntas no queda: ¿Se puede seriamente creer con Juan Damasceno en un «estar sentado a la derecha»? ¿Se puede pensar en una divinidad de Cristo igual en naturaleza? Agustín recuerda a los catecúmenos (y a nosotros con ellos) de forma inexorable que la fe es el supuesto para comprender: «Cristo ha ascendido al cielo. ¡Creedlo! Él está sentado a la derecha del Padre. ¡Creedlo!... ¡Allí está él! Que no diga vuestro corazón: ¿Qué está haciendo? No preguntéis lo que no vais a encontrar. ¡Allí está él! El es feliz y de la felicidad -como así se llama «la derecha del Padre»—, proviene el nombre de esta «felicidad»: «la derecha del Padre» .66 Decir «a la derecha del Padre es tanto como gozar de la más alta felicidad, donde justicia, paz y alegria se encuentran: Igualmente, decir que los cabritos están a la izquierda (Mt 25, 33) es tanto como estar en la miseria, castigados por su injusticia. Cuando se habla, pues, de estar sentado a la derecha de Dios, no se

  1. Kyrillonas el Sirio, Zweite Homilie über das Pascha Christi (BKV2 6, 41).

  2. Agustín, De Symbolo ad catechumenos IV, 11 (CChr.SL 46, 195); cfr. E. Dassmann, Augustinus. Heiliger und Kirchenlehrer, Stuttgart 1993, 86-100.

está aludiendo a una posición corporal, sino al poder juzgador, que nunca faltará a su señorío, y que siempre dará a cada uno lo que se merece» .67 Tomás de Aquino tomará de Agustín esta simbología de la «derecha» interpretándola como felicidad y como poder juzgador.68 Pero ¿no amenaza esta metáfora el realismo de la permanente humanidad de Cristo? Agustín no la quiere disolver en una pura alegoría. Observa también la incomprensibilidad de este artículo de fe: «Querer saber dónde y de qué manera se encuentra el cuerpo de Cristo en el cielo es una de las preguntas más indiscretas y más superfluas. Basta con creer que él está en el cielo. No le está permitido a nuestra debilidad querer curiosear el cielo, sino que es obra de nuestra fe pensar sobre la dignidad del cuerpo del Señor cosas altísimas y venerables» .69

b) El artículo de fe controvertido

Fue precisamente esta frase: Pensar del cuerpo de Cristo «cosas altísimas y venerables» la que topó con gran resistencia. Vale la pena echar una mirada a la interpretación de este artículo por parte de los gnósticos del siglo II.70 La profunda convicción que siempre han tenido los gnósticos es ésta: «Salvación no hay más que para el alma, pues el cuerpo es por naturaleza corruptible».71 Los gnósticos se apoyan gustosamente en las palabras del Apóstol: «Ni la carne ni la sangre podrán heredar el Reino de Dios» (1 Co 15, 50), para fundamentar su opinión de que no hay ninguna plenitud eterna para el cuerpo, como parte del mundo material.72 La Ascensión de Cristo es comprendida, las más de las veces, por los gnósticos, como el retorno del Cristo celestial a su estado original y puramente espiritual. El gnóstico Apeles (t 185) nos enseña que Cristo se ha formado un cuerpo de los diferentes materiales cósmicos y que es éste el que fue crucificado y el que se apareció, después de su resurrección, a los discípulos. Pero, «cuando permitió que su cuerpo fuera visto, lo devolvió a la tierra, de la que había surgido. Él no llevó consigo nada extraño, sino que todo lo que había utilizado temporalmente lo devolvió a los suyos, cuando se separó del lazo del cuerpo: lo caliente, a lo caliente; lo frío, a lo frío, lo flui-

  1. Agustín, De fide et symbolo VII, 14 (CSEL 41, 16-17).

  2. Tomás de Aquino, STh BI, q. 58, a. 1 (DThA 28, 295); Idem, Compendium theologice, c. 241 (Opera omnia 3, 629), etc.

  3. Agustín, De fide et symbolo VI, 13 (CSEL 41, 16).

  4. Exposiciones exhaustivas en A. Orbe, Cristología Gnóstica. Introducción a la soteriología de los siglos 17 y 111, vol. 2, Madrid 1976, 535-573.

  5. Ireneo, Adversus hwreses I, 24, 5 (sobre Basílides) (FChr 8/1, 302-303).

  6. Ireneo, Adversus harreses V, 9, 1-14, 4 (FChr 8/5, 74-123).

do, a lo fluido; lo sólido, a lo sólido. Después marchó a la casa de su buen Padre, abandonando la semilla de la vida en el mundo a cargo de sus discípulos y creyentes».73 Según un principio gnóstico fundamental, cada cosa tiene que volver a su lugar de origen.74 Lo que es materia, tiene que reducirse a materia; lo que es espíritu, retorna indefectiblemente al espíritu. Hermógenes (+ 205) -que no es un gnóstico propiamente dicho, pero que en este punto es una caso representativo de la interpretación gnóstica de la Ascensión—, enseña que Cristo «resucitó de entre los muertos, se apareció en cuerpo a los discípulos y, cuando ascendió a los cielos, dejó su cuerpo en el sol, y él ascendió al Padre». Se refiere al salmo 18: «Ha puesto su tienda en el sol...»75, entendiendo por tienda la «tienda terrenal» del cuerpo. Por muy extraña que parezca esta cosmología, el núcleo de su frase está claro: En los círculos cultivados de la antigüedad, era imposible pensar en una resurrección corporal, como plenitud eterna del cuerpo. Según esto, se le quita todo aspecto corporal al «estar sentado a la derecha». Más bien considera la gnosis «derecha» como expresión de lo «espiritual», lo «más alto», lo «masculino», mientras que «izquierda» representa lo contrario de todo esto.

En consecuencia, algunos gnósticos interpretan este «estar sentado de Cristo a la derecha de Dios», en el sentido de que Cristo es más grande que ese Dios, que en el Antiguo Testamento habla a los judíos y dice en el salmo: «Siéntate a mi derecha» (Sal 110, 1). Pues para los gnósticos este Dios es el Dios malo de los judíos, el creador de este mundo malvado.76 ¿Es ésta una especulación absurda? No, incondicionalmente, pues, en verdad, se trata de la convicción, de la que aún hoy participan muchos hombres, de que este mundo es un mundo loco, caótico y un producto negativo de las fuerzas profundas, del que sólo nos sacará el conocimiento (gnosis) de esta nihilidad.

Mientras que para los gnósticos, «estar sentado a la derecha de Dios» es una indicación de que Cristo «deja sentarse a su izquierda» a ese Dios, para los arrianos del siglo IV es, por el contrario, un signo de que el Hijo es menos que el Padre. Eusebio de Cesarea (j 339) —ese gran historiador de la Iglesia, que no pudo evitar su cercanía al arrianismo— ve a Cristo, la Palabra de Dios, como el «primogénito de toda la creación» (Col 1, 15), como la primera criatura especial de Dios, que gobierna con él y que «con él está

  1. Hipólito, Refutatio omnium hwresium VIII, 38 (PTS 25, 321); Orbe, Cristología Gnóstica, vol. 2, 538.

  2. Cfr. Ireneo, Adversus hcereses II, 14, 4 (FChr 8/2, 112).

  3. Según Hipólito, Refutatio omnium hceresium VIII, 17 (PTS 25, 337).

  4. Cfr. Orbe, Cristología Gnóstica 2, 550-568.

sentado en el trono», a quien se le concedió el único honor, entre todos los seres creados, de estar sentado a la derecha del poder y del señorío real del Omnipotente».77 A Eusebio le parece que «estar sentado a la derecha de Dios» es algo impensable e inaceptable y que no puede ser la expresión de la verdadera divinidad de Cristo. Para él Cristo sigue siendo un «ser creado», la más alta de todas las criaturas, pero no Dios en sentido esencial, pues esto estaría en contradicción, según Eusebio, con la unidad de Dios.

¿Es cierto que los defensores de la verdadera divinidad de Cristo, como igual al Padre, se refieren al salmo 110? ¿No será más bien que Cristo, por la resurrección, «ha sido elevado a la derecha de Dios» (Hch 2, 33)? Los arrianos se refieren a los Hechos de los Apóstoles: «Dios lo ha constituido Señor y Mesías» (Hch 3, 36), para apoyar su opinión de que Cristo, por su naturaleza, no es Dios, pues ha sido constituido como Señor. Atanasio de Alejandría (t 373) desarrolló, por el contrario, la teoría, que para la ortodoxia cristiana es determinante, de que Cristo es Dios de Dios, igual al Padre por su naturaleza. El es Señor eternamente con el Padre, por lo que el salmo 110 se refiere a su eterna soberanía.78 Atanasio interpreta desde la «historia de la salvación» que su soberanía se consolida y crece, porque Dios lo ha hecho Señor y Mesías»:

«Cristo, que, por naturaleza, es eterno Señor y Rey, no comienza a ser más Señor en el momento en que fue enviado, ni tampoco comienza entonces a ser Señor y Rey, sino que ha sido hecho entonces, según la carne, lo que él siempre es, y por la redención realizada por todos, se ha hecho Señor de vivos y muertos. Pues todo está puesto a su servicio y de esto canta el rey David: "Dijo el Señor a mi Señor: siéntate ami derecha hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies" (Sal 110, 1)».79

Eternidad e historia de la salvación, divinidad y humanidad de Cristo están contempladas aquí en su conjunto. El que nos ha creado se ha hecho, por su encarnación, nuestro Salvador y su eterno señorío se extiende a todos los hombres, por su humanidad glorificada. Precisamente sobre esta última perspectiva es donde hay de nuevo más controversia. ¿No significa «hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies» que entonces terminará el señorío de Cristo? ¿No dice Pablo en este contexto: «cuando todo le esté sujeto, aún entonces el mismo Hijo estará sometido a aquel que le sometió a él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos» (1 Co 15, 298)?

  1. Eusebio de Cesarea, Demonstratio evangelica V, 3 (GCS 6, 219); cfr. M.-J. Rondeau, «Le "Commentaire des Psaumes" de Diodore de Tarse et 1'exégése antique du Psaume 109/110», en: RHR 88/176 (1969) 5-33; 153-188; 89 (1970) 5-33.

  2. Atanasio de Alejandría, Orationes contra Arianos II, 13 (Optiz/Tetz I, 189-190).

  3. Idem, (Optiz/Tetz I, 189-191).

Marcelo de Ancyra (+ 374) –un celoso defensor del concilio de Nicea y amigo de Atanasio– es de la opinión de que todas las palabras de «estar sentado a la derecha de Dios» están mentando a Cristo como hombre, es decir, que sólo valen durante el tiempo de la encarnación, que como tuvo un principio, también –como piensa Marcelo– tendrá un fin. Pues para Marcelo la humanidad de Cristo sólo tiene una significación temporal que no eterna. Al «final de los tiempos», privada de esta función, ya no servirá. Marcelo va aún más allá –lo que ha puesto en duda su ortodoxia–, diciendo: La Palabra eterna de Dios, el Lógos, será asumida, de alguna manera, al final, por el Padre, de manera que entonces sólo existirá Dios.80 De esta manera, se cuestiona la existencia del Hijo como persona divina.

Que la humanidad de Cristo sólo tiene una importancia pasajera, fue también la opinión de aquel intenso movimiento de la iglesia primitiva que se apoyaba en la gran, pero discutida figura de Orígenes. El escándalo de que el cuerpo de Cristo viva eternamente, de que su carne tenga que permanecer para siempre, ha impulsado a los pensadores cristianos, que se encontraban en el círculo de Orígenes, a salirse por lo alegórico, cuando se trataba de este tema. Para Evagrio Póntico (+ 399) –monje teólogo muy influyente– «sentarse a la derecha del Padre» significa sencillamente que el alma espiritual preexistente de Cristo «ha sido ungida con el conocimiento de la unidad..., pues "derecha" significa, según la interpretación de quienes tienen conocimiento, mónada y unidad».81 Lo importante aquí es esa visión, libre de imágenes, de la unidad primigenia divina, a la que Cristo nos lleva, y para la que su cuerpo terrenal lo más que puede significar es un «ascenso»; nada más. «La corporalidad no tiene en absoluto ningún sentido para el mundo recreado. Es la forma temporal con la que aparece para nosotros el Cristo-Espíritu. Sólo el espíritu importa; y de los actos espirituales, sólo el conocimiento».82

Teresa de Ávila (+ 1582) se ocupó intensamente con la pregunta de si, según esta consideración, Cristo podría ser representado como hombre. Teresa cuenta en el libro de su vida que algunos autores, que le dieron para que los leyera, le produjeron inseguridad, pues ellos aconsejaban que había que tender a superar toda representación corporal, «incluso aquellas sin excluir las de la humanidad de Cristo», ya que ellas más bien impedían

  1. Sobre Marcelo, cfr. Grillmeier, Jesus der Christus I, 414-439.

  2. Evagrio Póntico, Kephalaia gnostica IV, 21 (PO 28, 145), cfr. Grillmeier, Jesus der Christus 1, 561-568.

  3. Grillmeier, Jesus der Christus I, 567.

la meditación. No podía comprender Teresa cómo se podría enseñar, como camino de la vida espiritual, la utilización de la humanidad de Cristo. Los que tal enseñan «traen lo que dijo el Señor a los Apóstoles cuando la venida del Espíritu Santo –digo cuando subió a los cielos– para este propósito. Paréceme a mí que si tuvieran la fe, como la tuvieron después que vino el Espíritu Santo, de que era Dios y hombre, no les impidiera, pues no se dijo esto a la Madre de Dios, aunque le amaba más que todos».83 Ciertamente, la realidad visible del Señor no puede ser ningún impedimento. Es fascinante ver cómo Teresa describe su descubrimiento de la visión de la humanidad de Cristo. Sólo durante poco tiempo anduvo ella por el camino de la supuesta «contemplación espiritual», que consideraba la encarnación de Dios como un grado demasiado pequeño. Con fuerza, vuelve Teresa a la humanidad de Cristo; tuvo visiones que la fortalecieron en este camino: una luz indescriptible, una hermosura inefable; ella puede ver a Cristo, sus manos, su rostro, toda su figura. «Casi siempre se me representaba el Señor así resucitado, y en la Hostia lo mismo, si no eran algunas veces para esforzarme, si estaba en tribulación, que me mostraba las llagas; algunas veces en la cruz y en el Huerto; y con la corona de espinas, pocas; y llevando la cruz también algunas veces, para -como digo– necesidades mías y de otras personas, mas siempre la carne glorificada».84 Si se quieren significar estas apariciones como imágenes, entonces «no digo que es comparación, que nunca son tan cabales, sino verdad, que hay la diferencia que de lo vivo a lo pintado, no más ni menos. Porque si es imagen, es imagen viva; no hombre muerto, sino Cristo vivo; y da a entender que es hombre y Dios; no como estaba en el sepulcro, sino como salió de él después de resucitado; y viene a veces con tan grande majestad, que no hay quien pueda dudar sino que es el mismo Señor, en especial en acabando de comulgar, que ya sabemos que está allí, que nos lo dice la fe».85

Aquí está expresado, de forma magistral y viva, el misterio del artículo de fe: Cristo, «él mismo Señor». «el Cristo vivo», hombre y Dios, el Resucitado, su cuerpo glorioso, al que la fe recibe en el pan de la vida, en la comunión. Teresa de Avila sabe que toda la dimensión sacramental de la Iglesia también coincide con la humanidad glorificada de Cristo. Ella sabe que el Resucitado está ahora cerca de nosotros en el sacramento.86

  1. Teresa de Ávila, Vida, c. 22, 1. (Traducción española de la Editorial Monte Carmelo. N. de. T.).

  2. Idem, c. 29, 4.

  3. Idem, c. 28, 8.

  4. Idem, c. 22, 6.

Una mirada a los contemporáneos de Teresa —de los que en muchos aspectos es su antípoda— nos muestra lo íntimamente unido que estaba el misterio de Cristo con la Iglesia, en el artículo de fe: «está sentado a la derecha del Padre».

Juan Calvino (+ 1564) subraya siempre que Cristo ha ascendido a los cielos corporalmente y que está sentado, no aquí, sino allí, a la derecha del Padre; aunque esto no les guste a los filósofos, el Espíritu Santo nos lo enseña. Esto significa para Calvino que él ya no está corporalmente entre nosotros en absoluto. Es cierto que siempre lo tenemos entre nosotros, pero no con su presencia corporal, sino con la de su majestad, la de su Espíritu Santo:87 corporalmente sólo está en el cielo. Esto significa, además, para Calvino que él no puede estar corporalmente ni en el pan ni en el vino de la Eucaristía, y que tampoco puede ser representado corporalmente aquí en la tierra. «Comunidad con Dios no tenemos ni con imágenes ni con cualquier otro objeto, ni siquiera con los objetos visibles de la Última Cena, sino sólo por el Espíritu Santo, a quien no le resulta difícil unir lo que espacialmente estaba separado».88 Calvino quiere subrayar la glorificación corporal de Cristo, pero ésta excluye que «Jesucristo more en el pan (Eucaristía)», pues si fuera así, Cristo tendría que abandonar el cielo. Para que Cristo esté presente basta la acción del Espíritu Santo, que nos une con Cristo.89 Calvino es consecuente al desechar tanto la imagen de Cristo como su presencia corporal en la Eucaristía.

También otros reformadores presentan este artículo del Credo como contrario a la presencia real de Cristo en la Eucaristía: Juan Ecolampadio (+ 1531) y Huldrych Zwinglio (+ 1513) le secundan, afirmando que Cristo no puede estar, al mismo tiempo, en el cielo y en el altar. La Última Cena no es, pues, más que la celebración de un recuerdo 90 Martín Lutero considera exhaustivamente, en sus escritos de réplica, el «estar sentado a la derecha del Padre». Critica a los «fanáticos» el tener una idea infantil de la «derecha» de Dios, como si éste estuviese sentado sobre un trono de oro. En realidad, no se designa con esto ningún lugar espacial, sino «el poder omnipotente de Dios, que no puede estar en ningún sitio, pero que tiene que estar en todos».91 Lutero va en esta dirección demasiado lejos, cuando deduce de aquí la omnipresencia del cuerpo de Cristo: «Donde está la

  1. J. Calvino, lnstitutio religionis christiance II, 16, 14.

  2. Margarete Stirm, Die Bildfrage in der Reformation (= QFGR 45), Gütersloh 1977, 212-213.

  3. J. Calvino, Institutio religionis christiance IV, 17, 31.

  4. Cfr. sobre este tema y los siguientes, M. Lienhard, Martin Luthers christologisches Zeugnis. Entwicklung und Grundzüge seiner Christologie, Gbttingen 1980, especialmente, 146-184.

  5. M. Lutero, WA 23, 133, 21-22.

mano derecha de Dios, allí debe estar el cuerpo y la sangre de Cristo».92 «Sin entrar en el problema luterano de la «ubicuidad», podemos confirmar que él se encuentra en la línea de la regla de fe de la iglesia primitiva, cuando afirma que entre el «sentarse a la derecha» y la presencia en la Ultima Cena no hay contradicción alguna (como lo quieren Calvino y Zwinglio), sino una auténtica relación. Que Cristo está sentado a la derecha del Padre se manifiesta precisamente en su presencia viva y corporal en la Eucaristía.

c) El misterio de su señorío actual

«Entre el último de los misterios de la vida de Cristo, que ya ha acontecido, la Ascensión, y el que aún esperamos, la parusía, hay un único misterio, que es contemporáneo a nosotros: Que Cristo está sentado a la derecha del Padre».93 Este artículo de fe es, de alguna manera, el artículo cristológico con la más grande relevancia eclesiológica. Las rápidas miradas que hemos echado sobre la historia de las interpretaciones de este artículo, han puesto siempre en claro sus componentes eclesiológicos. Y no es de extrañar, pues aquí estamos tratando de la relación actual de Cristo con su Iglesia.

Cristo ha tomado posesión del Reino con su resurrección; él es el Señor, Dios lo ha elevado «sobre todo principado, potestad, virtud y dominación y sobre todo cuanto tiene nombre, no sólo en este mundo, sino también en el que ha de venir» (Ef 1, 21). Es cierto que Jesús confesó ante Pilato que su reino no es de este mundo. Pero la última recomendación a sus discípulos dice: «Me ha sido dada toda potestad en el cielo y en la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles todas las cosas que os he mandado. Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la consumación de los siglos» (Mt 28, 18-20). El Reino de Dios futuro ya está ahora en realidad presente. Por muy anhelante que estuviese la iglesia primitiva de la inminente venida del Señor, de la llamada «Macana tha» (1 Co 15, 22; Ap 22, 20), así de decidida estaba a ganar para Cristo hombres «de todas las naciones, tribus, pueblos y lenguas» (Ap 7.9). Poco antes de ascender al Padre, dice Jesús a los discípulos, que le estaban preguntando cuándo iba a restituir el Reino: «Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo... seréis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, Samaria y hasta el fin de la tierra» (Hch 1, 8). Por la infusión del Espíritu Santo recibe la Iglesia «la misión de anunciar el Reino de Dios

  1. M. Lutero, WA 23, 143, 32-33.

  2. J. Daniélou, Etudes d'exégése judéo-chrétienne (= ThH 3), Paris 1966, 49.

y de establecerlo en todos los pueblos. Ella es la semilla y el comienzo del Reino. Mientras va creciendo, la Iglesia se extiende hacia el Reino perfecto; con todas sus fuerzas lo espera y anhela llegar a estar unida con su Rey en la gloria» (LG 5).

Desde la famosa frase de Alfred Loisy de que Jesús sí que había prometido la llegada del Reino, pero que en su defecto surgió la Iglesia,94 se está comentando continuamente que no hay que identificar a la Iglesia con el Reino, ya que éste es una realidad escatológica, mientras que la Iglesia sólo es un signo del Reino, una mera referencia.95 El defecto principal de esta interpretación tan reduccionista de la Iglesia está en su cristología. La Iglesia la consideran muy poco desde Cristo y demasiado desde su existencia histórica contingente e institucional.

Nuestra patria está el cielo

La Iglesia tiene su propio lugar donde está Cristo. «Si resucitasteis con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios» (Col 3, 1). El anhelo de los cristianos consiste —como Pablo lo manifiesta siempre— en ver a Cristo cara a cara en el cielo. «Tengo deseo de ser desatado de la carne y estar con Cristo» (Flp 1, 23). Esta experiencia, esta fe, este deseo ardiente no provienen de un egoísmo pagano, que anhela la propia inmortalidad, como afirma, por ejemplo, Adolfo von Harnack (t 1930).96 Giran alrededor del mismo Cristo y de su promesa: «En la casa de mi Padre hay muchas moradas... cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3). Toda la espera de la Iglesia se apoya en esta promesa. Aquí está la razón de su esperanza. Gracias a Cristo, los cristianos ya tienen su «patria en el cielo» (Flp 3, 20). Ya están inscritos en la lista de los ciudadanos de la Jerusalén celestial. (cfr. Lc 10, 20). Estar con Cristo quiere decir que ya hemos plantado la tienda en el cielo. Como Cristo es la cabeza y la Iglesia su cuerpo, ésta es esencialmente celestial. Esto lo atestigua la maravillosa carta a Diognetes, del siglo II, cuando dice de los cristianos: «En la tierra están, pero sólo en el cielo son ciudadanos».97 Agustín lo ha descrito esto como ningún otro. Citamos sólo una pasaje de sus ideas al respecto:

  1. A. Loisy, Evangelium und Kirche, München 1904, 112-113.

  2. Cfr. sobre este punto, J. Carmignac, Le mirage de 1'eschatologie. Royauté, régne et royaume de Dieu sans eschatologie, Paris 1979; Ch. Schónborn, Das Reich Gottes und die himmlisch-irdische Kirche, en: Existenz und Ubergang 53-77.

  3. A. von Hamack, Das Wesen des Christentums, Gütersloh 1977, 85.

  4. Der Brief an Diognet V, 9, 20 (Die Apostolischen Vriter, Tübingen 1992, 312-313).

«No lo ignora vuestra fe, carísimos y sabemos que habéis aprendido de vuestro maestro del cielo, en el que habéis puesto vuestra esp¢ ranza, que nuestro Señor Jesucristo, qua ya ha padecido y resucitado por nosotros, es la cabeza de la Iglesia, y su cuerpo la Iglesia... Siendo él la cabeza de la Iglesia y cuerpo de esa Iglesia, Cristo es todo él cabeza y cuerpo. Pero resucitó. Tenemos, pues, nuestra cabeza en el cielo. Nuestra cabeza interpela por nosotros. Nuestra cabeza, sin pecado y sin muerte, está propiciando por nuestros pecados, para que también nosotros, al resucitar al final de los tiempos y transformados en gloria, sigamos a nuestra cabeza. Lo que es la cabeza, serán también los miembros... Ved, hermanos, el amor de esta misma cabeza. Ya está en el cielo y sufre aquí mientras aquí sufre la Iglesia. Este Cristo tuvo hambre, tuvo sed, fue huésped, enfermó, estuvo en la cárcel. Todo lo que aquí padece su cuerpo, dijo él que padeció». 98

El que está en el cielo, está, al mismo tiempo, presente aquí, entre los pobres, con su palabra, sobre todo, en la Eucaristía (cfr. SC 7), en su futuro señorío.

Presente en la Eucaristía

En su Última Cena da Jesús indicaciones sobre la relación entre su muerte y la gloria venidera. Las expectativas mesiánicas, que se dirigen a Cristo, se concentran en Jerusalén con las expectativas de que el Mesías se manifestará en la fiesta de la Pascua, pues ya en tiempos de Jesús había la esperanza de que el Mesías vendría en la moche de la Pascua. «En esa noche seréis redimidos, y en la misma noche seréis redimidos también en el futuro».99 En esta tensión expectante se produce no sólo la entrada de Jesús en Jerusalén, sino su Última Cena. Jesús revela aquí su verdadero proyecto mesiánico. Interpreta su muerte inminente como la confirmación de la Nueva Alianza, como la quintaesencia de las promesas mesiánicas: «Esto es mi sangre, sangre de la Alianza» (Mc 14, 24; Mt 26, 28). Alude con estas palabras a la sangre victimal con la que Moisés confirmó la Alianza (Ex 24, 8). ¿Cómo podría Jesús esperar, a la vista de su muerte, que Dios dominaría por él en una nueva y eterna Alianza? En la celebración de la Ultima Cena, diciéndoles a sus discípulos que lo hiciesen en su memoria, les indica cómo quiere ser él el Mesías del pueblo escatológico de la Alianza: Que él mismo -el Señor y el Mesías- es comida y bebida, pan de vida para el pueblo de la Alianza. Jesús domina entregando su vida. La promesa de que la muerte será vencida en el reino mesiánico, empieza a realizarse en

  1. Agustín, Sermo 137, 1-2 (PL 38, 754-755.

  2. Melkita Ex 12, 42. Cita en: N. Füglister, Die Heilshedeutung des Pascha, München 1963, 223.

la vida terrenal de Jesús, en sus curaciones, en el perdón de los pecados, en su «praxis liberadora» de la cena. Se realizará plenamente en la Ultima Cena, al ofrecer Jesús su cuerpo y su sangre como fuente de nueva vida. Con esto, indica Jesús no sólo que su muerte es dispensadora de vida, sino que él mismo hace que todos participen de su vida. En la Ultima Cena Jesús manifiesta el misterio del señorío mesiánico: los hombres vivirán por él. La cristología joánica explicita con palabras lo que los sinópticos muestran con los gestos de Jesús: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).

Las palabras de renuncia muestran, más claramente que cualquier otra, la mirada de Jesús más allá de la muerte: «En verdad os digo que no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día, en que lo beberé, nuevo, en el Reino de Dios» (Mc 14, 25). Joachim Jeremias interpreta en su doble sentido, estas palabras enigmáticas de Jesús: Jesús no participa, por una parte, en el convite pascual —ayuna, por tanto—, rogando por Israel, que ha desconocido la visita de Dios, e interpreta su muerte como acción representativa en favor de Israel. Pero Jesús tiende, más allá de su muerte, hacia el Reino de Dios. «Sobre la tierra transfigurada, sobre la que toda la comunidad de Dios se transformará en realidad por su humanidad transfigurada, Jesús se manifiesta de nuevo, igual que ahora en la Ultima Cena, como padre de familia; él partirá el pan bendito entre los suyos y les dará el cáliz de acción de gracias. De nuevo será él el dador y el servidor; los suyos, serán los agraciados, que, comiendo y bebiendo, reciben el don salvífico de Dios: la vida eterna».100

Diciéndoles que «lo hagan en su memoria», deja Jesús la celebración de su memoria como señal de la plenitud del Reino de Dios. Con ello, les ofrece el lugar hermenéutico de su señorío. El don salvífico, la vida eterna, se lo da ya, anticipadamente, en el recuerdo de su muerte, hasta que vuelva. La repetición de la Ultima Cena se convierte así en anticipación de la plenitud del Reino de Dios (Lc 22, 16). Allí experimenta también la comunidad que el señorío escatológico de Jesús consiste en la comunidad dispensadora de vida con él. Pablo expresa con drásticas palabras lo que es esta comunidad de creyentes con Cristo. Identifica el cuerpo del Resucita-do con la Eucaristía y con la Iglesia. Al darnos Jesús en la Eucaristía su cuerpo, se crea para él un nuevo cuerpo, la Iglesia. «Por eso, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos participamos de un mismo pan» (1 Co 10, 17). Esta identificación descansa en el encuentro personal, que Pablo tuvo con el Resucitado. En él experimentó que la Iglesia —a la

100. J. Jeremias, Die Abendmahlsworte Jesu, Göttingen 19664, 209.

que él quería destruir– no es otra cosa que Cristo mismo (Hch 26, 14-15). «Desde que experimentó que en la Iglesia, a la que él perseguía, Cristo lo estaba mirando, ya no fue él capaz de encontrarse con la mirada de un cristiano sin reencontrar en ella la del mismo Cristo».101


3. Desde allí ha de venir, a juzgar a vivos y muertos

Aunque Cristo es el que ha de venir de muchas maneras, los cristianos esperan, desde el principio, la vuelta prometida y definitiva de Cristo y el juicio final universal. Los ángeles anuncian en la Ascensión: «Este Jesús, que ante vuestra vista ha ascendido a los cielos, vendrá así como lo habéis visto ir al cielo» (Hch 1, 11). «Cuando viniere el Hijo del hombre en su majestad y todos los ángeles con él...» –así comienza el Señor su sentencia en el juicio– (Mt 25, 31-46). «Ven, Señor Jesús» –con estas palabras llenas de añoranza termina Juan el Apocalipsis–. Y responde a la promesa de Jesús así: «Sí, vengo pronto» (Hch 22, 20). «Marana tha» («Ven, Señor») –así oran los cristianos en la lengua de Jesús (1 Co 16, 20), sobre todo, en la eucaristía, cuando anuncian su muerte y proclaman su resurrección hasta que vuelva. El tiempo de Adviento dirige la mirada de los creyentes hacia la es-pera esperanzada de la fiesta de la Encarnación del Salvador, a su vuelta al fin de los tiempos. «En su primera venida se ha manifestado como hombre, y lo es. Así ha cumplido la primera promesa y ha abierto el camino de la salvación. Cuando él vuelva en el esplendor de su gloria, recibiremos visible-mente lo que ahora, con corazón vigilante, esperamos en la fe».102

a) Cristo volverá al fin de los tiempos

La vuelta de Cristo, un artículo de fe de tanta importancia para la vida de la Iglesia, está en el centro de los duros debates en la reflexión sistemático-teológica de los últimos siglos. Varias imágenes del Apocalipsis sobre el «día del Señor», parecen evidenciar que la parusía de Cristo parece ser un acontecimiento histórico.103 Se habla de un «fin» definitivo del tiempo (Mt 24, 14), de que «todas las obras serán abrasadas» (2 P 3, 10), descrito todo ello como si se tratara de una «catástrofe planetaria»104. Albert Schweizer (t 1965) identificaba, según estas imágenes, el Reino de Dios, prometido por Jesús, con el fin del mundo, y reducía así la escatología cristiana a un

  1. E. Mersch, Le corps mystique du Christ. Vol. 1, Louvain 1933, 96.

  2. Misal Romano, Prefacio I de Adviento.

  3. Cfr. K. H. Schelke, Theologie des Neuen Testaments. Vol. IV/l, Düsseldorf 1974, 61-78.

  4. H. Schlier, Das Ende der Zeit, Freiburg/Br. 1971, 67.

acontecimiento intrahistórico. «El retraso de la parusía», que ya dura dos mil años, hacía insostenible la escatología cristiana, vista desde esta perspectiva. Por ello, algunos de los coetáneos de Albert Schweitzer reaccionaron, espiritualizando la parusía y separándola fuertemente de la dimensión espacio-temporal. Karl Barth (+ 1968) ha formulado, en su comentario a la carta a los romanos, la cuestión de la parusía, como sigue: «,Cómo puede "retrasarse" lo que, en sí mismo, no puede "suceder"»?105 El momento eterno no puede compararse con los otros momentos, porque él es el sentido trascendente de los otros. Refiriéndose a la vuelta del Señor, se propone de nuevo la pregunta por la relación entre la historia contingente y la absoluticidad de Dios. Rudolf Bultmann (+ 1976) interpreta la escatología como una experiencia actual de la eternidad en el cambio de los tiempos. Para él, «también la espera del fin de los tiempos» pertenece a la mitología.106

Desde hace bastante tiempo, se ha puesto en marcha una amplia crítica de estos dos conceptos unilaterales de la escatología.107 Se ha visto que tras ellos se encuentra una idea fuertemente introducida desde la Ilustración y el idealismo, que nada tiene que ver con la revelación. Desde la posición de Johann Gottlieb Fichte (1 1879), por ejemplo, encontramos líneas claras que llegan hasta Bultmann y hasta el primer Barth. «La religión ensalza en absoluto a sus ungidos sobre el tiempo, como tal, y sobre el pasado, y los coloca inmediatamente en posesión de la eternidad... En cada momento, tienen y poseen ellos la vida eterna con toda su bienaventuranza, de forma inmediata y completa».108 Barth se distanció, posteriormente, de su rechazo de la «inútil palabrería y de la "retrasada" parusía». Entonces tomó en serio la trascendencia del futuro Reino de Dios, pero no su venida.109 Lo que la parusía, y con ella el fin del mundo, significan no se puede aceptar en el sentido filosófico primario de una relación entre «eternidad trascendente» y «tiempo contingente», sino en un sentido cristológico.

El relámpago y la señal de los tiempos

La dificultad, que aquí hemos indicado brevemente, no es sólo filosófica. También tiene su fundamento en la Escritura. Entre las expresiones neotestamentarias sobre la parusía de Cristo, y con ella, sobre el fin de los

  1. K. Barth, Der Römerbrief, München 1922, 484.

  2. R. Bultmann, Jesus, Tübingen 19808, 41; cfr. también J. Galot, «Qu'est-ce que la parousie?», en: EeV 101 (1993) 145-154, aquí: 153.

  3. Cfr. la exposición del conflicto en J. Moltmann, Das Kommen Gottes. Christliche Eschatologie, Gütersloh 1995, 22-39.

  4. J. G. Fichte, Grundzüge des gegenwärtigen Zeitalters (Obras completas, editadas por R. Lauth. Vol. 1/8, Stuttgart 1991, 381-382).

  5. K. Barth, KD II/1, 716.

tiempos, nos encontramos con dos series de afirmaciones que, a primera vista, se contradicen. Hay una primera serie, en la que la parusía es sencillamente aquello de lo que no podemos disponer, aquello que viene repentinamente de Dios. Hay una segunda serie de afirmaciones, en las que la parusía aparece como el punto final del desarrollo de la historia. La primera muestra la parusía como algo trascendente a la historia, indeducible. La segunda, como el punto final intrahistórico de un desarrollo. Para la primera serie, la imagen es la del relámpago: «Porque así como el relámpago sale del oriente y se deja ver hasta en el occidente, así será también la venida del Hijo del hombre» (Mt 24, 27). Para la segunda, la palabra es señal: «Dinos, ¿cuándo ocurrirán estas cosas? ¿Qué señal habrá cuando estas cosas empiecen a cumplirse?» (Mc 13, 4). ¿Cómo es posible reconocer por una señal lo que es inesperado, lo que viene de repente como un ladrón, como un relámpago? Está claro que, si se contemplan estas dos series aisladamente, habrá sendas cristologías. Si se aísla la primera, dará comienzo la especulación apocalíptica sobre el momento temporal del fin del mundo. Si la segunda, —como ocurre en el citado texto de Fichte—, parusía e historia quedarán totalmente separadas. La historia se transforma en una cronología indiferente, mientras que la parusía es una experiencia actual de la eternidad. Ambas consideraciones son puros intentos. Pero acerquémonos a considerar mejor estas dos líneas, para poder después afrontarla pregunta sobre su relación.

El «día del Señor»,110 prometido en el Antiguo Testamento, se identifica en el Nuevo Testamento con el «día del Hijo del hombre» (cfr. Lc 17, 22.24.30), con el «día de Jesucristo» (F1p 1, 6.19; 2, 16). Su venida está descrita con diferentes imágenes: Viene «como un ladrón» (Mt 24, 43; 1 Ts 5, 2-4), como un «lazo», una «trampa» (Lc 21, 35), «de repente» (1 Ts 5, 3). Continuamente se repite esta frase: «Vosotros no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor» (Mt 24, 42). Este día queda escondido a la curiosidad de los discípulos: «No os toca saber los tiempos o los momentos que el Padre puso en su propio poder» (Hch 1, 7). Nadie sabe nada sobre este día y esta hora, ni siquiera los ángeles, más aún, ni siquiera el Hijo: sólo el Padre (cfr. Mt 15, 32).

¿Qué se dice aquí sobre la parusía? Primero, que no está en absoluto a nuestra disposición. Es una pura decisión gratuita, salvífica, pero también juzgadora de Dios. Y, segundo, que la parusía no la pueden traer ni una especial prestación humana ni un especial momento de madurez de la historia o de la

110. Cfr. M. Saebo, «jöm II-IV», en: ThWAT 3, 566-586; W. Trilling, «eiÉQU», en: EWNT 2, 296-302.

evolución. Con ello, tercero, se rechaza tanto cualquier cálculo del fin como también cualquier planificación. Cuarto, se reconoce, por la identificación del día del Señor con el día de Cristo, la divinidad innegable de Jesucristo.

En el discurso apocalíptico antes de la Pasión en Jerusalén (Mc 13), se dan signos, en los que se puede conocer la venida de la parusía: Aparecerán falsos mesías, todo el mundo estará lleno de guerras, habrá terremotos y hambrunas, los cristianos serán perseguidos, los lugares sagrados serán devastados. La Escritura habla de forma misteriosa del «hombre del peca-do», que tiene que venir primero (2 Ts 2, 3); las cartas joánicas hablan del anticristo (1 Jn 2, 18; 4, 3; 2 Jn 7).111 Todo esto son signos de que «después vendrá el foral» (Mt 24, 14). También se aducen signos positivos. Primero, el Evangelio tiene que ser anunciado a todo el mundo (Mc 13, 10; Mt 24, 14). Pablo promete la conversión de Israel como signo del fin (Rm 9-11). Precisamente estos últimos signos parecen estar abiertos a una posible computación temporal. Incluso parece que se refieren a condiciones históricas. Mientras Israel no se convierta, Cristo no puede volver. Mientras el Evangelio no sea predicado por todas partes, la parusía no puede venir.

¿Qué quieren decir las palabras de esta segunda serie? Parece, primero, que la parusía no viene de una decisión de Dios, de la que no podamos disponer, sino que tiene algo que ver con la historia y la conducta de los hombres. Hay, segundo, algo así como un desarrollo, un hacerse, una evolución, una maduración del tiempo hasta la venida de Cristo. Este movimiento temporal hacia la parusía está, tercero, lleno de tensión. Hay luchas, hay poderes y fuerzas que retienen esta llegada (1 Ts 5), pero que la precipitan por su desencadenamiento. Cuarto, estas palabras contienen un anuncio cristológico: Cristo ya está activo en el devenir de esta historia. Hay un espíritu, que estará «con nosotros todos los días» (Mt 28, 20). El es el Señor de la historia.

La pregunta de cómo se podrían conciliar estas dos líneas de pensamiento, es decisiva para la comprensión cristiana de la historia. La liturgia y el Credo distinguen entre una primera y una segunda parusía, entre la venida en anonadamiento y la venida gloriosa. Pues bien, también aquí muestra la primera parusía una parecida doble serie. Es tanto regalo de Dios como punto foral de una larga historia de esperanza. Si nos fijamos en la primera venida de Cristo, veremos que en él concurren dos líneas de las promesas del Antiguo Testamento.112

  1. Cfr. J. H. Newman, Der Antichrist nach der Lehre der Väter, München 1951.

  2. Cfr. J. Danielou, Christologie und Eschatologie, en: A. Grillmeier (ed.), Das Konzil von Chalkedon. Geschichte und Gegenwart.Vol III, Würzburg 1954, 269-286.

Líneas proféticas veterotestamentarias

Los escritos del Antiguo Testamento prometen que, al fin de los tiempos, Dios mismo vendrá de una manera que sobrepasa toda cercanía hasta ahora conocida; que él vendrá y morará en Israel, en Sión (cfr. Is 40, 3; 65, 17; 4, 5). El regirá a los pueblos. Esta venida de Dios está frecuentemente representada también como el «día del Señor», como la venida de Dios «en los últimos días». Pues bien, la primera venida de Cristo está vista como estos «últimos días»: «... Últimamente, en estos días, nos ha hablado por el Hijo» (Hb 1, 2). En la cristología neotestamentaria, esta venida escatológica se considera cumplida en la venida de Cristo, como, por ejemplo, en la utilización del requerimiento profético: «Preparad los caminos del Señor» (Is 40, 3), con referencia a Cristo, según el evangelio de Mateo (Mt 3, 3). La venida de Cristo es una venida de Dios. La encarnación es el «día del Señor», es el «eschaton de los días» (Hb 1, 2). Dios mora en Cristo entre nosotros (Jn 1, 14).

Una segunda línea de promesas del Antiguo Testamento encuentra en Cristo su cumplimiento, es decir, la promesa de un nuevo hombre. Pablo recurre a la tipología, ya conocida en el judaísmo, del primero y del segundo Adán. Al final de los tiempos, será creado un nuevo Adán.113 Esta línea de promesas se encuentra de nuevo en la promesa hecha a Abraham sobre su descendencia, en la que serán benditos todos los pueblos (Gn 12, 3; cfr. Ga 3, 16), pero también en la promesa de un profeta, que es mayor que Moisés (Dt 18, 15-18), en la promesa de un retoño de David. Es bien sabido cómo influyen en el Nuevo Testamento estas tipologías. Cristo es el retoño prometido de David, el profeta, el Isaac escatológico, el nuevo Adán. Esta línea marca la espera del Mesías.

Estas dos líneas de la propia venida de Dios y de la espera del Mesías no se encuentran relacionadas en el Antiguo Testamento. Jean Danielou (+ 1974) distingue dos líneas veterotestamentarias de la escatología: la escatología trascendente del día del Señor del Apocalipsis y el mesianismo intrahistórico con un Mesías terrenal. El extraordinario acontecimiento de Cristo es que ambas líneas de promesas se entrecruzan aquí en una persona. Él es el «Dios con nosotros» — él es el «hombre nuevo». En él se encuentran la venida repentina de la que no podemos disponer, «de repente llega el Señor a su templo» (Mal 3, 1), la venida durante tanto tiempo esperada y preparada del Profeta, del Mesías, del nuevo hombre. Cristo es,

113. J. Danielou, Sacramentum futuri. Études sur les origines de la typologie biblique, Paris 1950, 3-52.

por tanto, la meta insuperable de la historia humana y, al mismo tiempo, obra de Dios.

Si se aísla cualquiera de las dos lineas, el misterio de Cristo quedará reducido y, con él, por tanto, la cristología. Si se absolutiza la primera línea, esto nos llevará al docetismo: Cristo no es realmente el Hijo de Dios hecho hombre. Toda la dimensión histórica de Cristo pierde su importancia. El no es sólo el celestial y divino. El rechazo del Antiguo Testamento, garantía de la venida humana de Cristo y, con ello, responsabilidad humana en la historia de la salvación, nos conducen a una imagen de Cristo atemporal y ahistórica, en la que sólo interesa su relación trascendente con Dios. La gnosis sería una tal teoría de la salvación ahistórica, como vuelve en el idealismo (experimentar en el «ahora» la eternidad). No es casual que Bultmann se haya dirigido (unilateralmente) a Juan. En la iglesia primitiva hubo un intento de monofisitismo. El Lógos venidero ya está entre nosotros como el Dios que le quita importancia a todo lo humano-histórico.

Pero si, por el contrario, se aísla la segunda línea, Jesús sólo será visto como profeta, como ocurre en la cristología ebionista-judeocristiana. El adopcionismo cristológico subraya fuertemente la parte humano-histórica y, en su concepción escatológica, la acción histórica del hombre.114

Ambos aislamientos conducen a reduccionismos tanto cristológicos como escatológicos. Hay que ver ambas líneas en su conjunto, pues ambas están unidas en la persona de Cristo. La confesión cristológica de Calcedonia nos señala de manera insuperable el término medio: Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre, Hijo de Dios e Hijo de David; él es, al mismo tiempo, eschaton de toda la historia humana y eschaton de la venida de Dios. No hay nada más. Ni la historia humana, ni Dios mismo pueden ir más adelante. Cristo es el último hombre; en él la historia humana ha alcanzado su meta. Hilario de Poitiers (+ 367) lo formula esto como sigue: «El Hijo unigénito de Dios nació, como hombre, de la Virgen. El quiso elevar en sí mismo a los hombres a Dios, llegada la plenitud de los tiempos».115 Tampoco la venida de Dios a los hombres puede ir más allá de la encarnación de Dios. En la persona del hombre-Dios, en la unión hipostática, se da la unión más alta y perfecta de Dios y hombre.

Sólo desde el misterio humano-divino de Cristo, que es la quintaesencia de la cristología, es posible ver unidas, sin reduccionismos, estas dos dimensiones. Con Cristo no quedó eliminado nada de la historia de la humanidad, ni absorbido nada en el eterno «ahora» divino, sino que la historia humana

  1. Véase el cap. I1/1: Accesos judío-veterotestamentarios a la encarnación de Dios, p. 98.

  2. Hilario de Poitiers, Uber die Dreieinigkeit IX, 5 (PL 10, 28AB).

quedó cumplida. En él se ha cumplido también de forma irrepetible e insuperable la venida de Dios. Cristo, el Dios-hombre, es, por ello, plenitud y meta de todo el plan salvífico de Dios: la comunidad perfecta con Dios.

Intentemos ahora, a la luz del misterio humano-divino de Cristo, explicar otra vez el tema de las dos líneas de los pasajes sobre la parusía, volviendo a considerar los signos de la parusía y la parusía misma.

Partiendo de la línea de los «signos» del sentido histórico-teológico, podemos afirmar que Cristo, como hombre-Dios, es la plenitud de la historia humana. Cristo es ya ahora la meta insuperable de la historia, del plan salvífico de Dios. Como meta y plenitud es él también origen de la nueva creación. El sentido de la historia consiste ahora en la anakephaleiosis en la recapitulación en Cristo, como cabeza, de toda la creación (Ef 1, 10). La historia no puede superar lo que ya ha sucedido en Cristo, la unión humano-divina en Cristo. Visto desde Cristo el único sentido para toda la historia no es más que un «crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, Cris-to» (Ef 4, 15). Este crecimiento es algo distinto de lo que fue la historia hasta la venida de Cristo en la encarnación. Después de Cristo, ya no viene ningún periodo histórico más, pues si bien con él no ha llegado el término, sí el cumplimiento de la historia. La iglesia primitiva distinguió en la historia tres períodos: ante legem, sub lege y sub gratia. Especulaciones históricas como las Joaquín de Fiore (t 1203) -que esperaba que después de Cristo vendría una escalada en el tiempo del Espíritu Santo- no fueron tenidas en cuenta por el magisterio eclesiástico.116

La Iglesia en lucha contra el enemigo ya vencido

¿No será acaso mera especulación la afirmación de que con Cristo la historia ya ha llegado a su plenitud?¿No tendrán razón los que desacreditan la segunda carta de Pedro cuando dicen «¿Dónde está la promesa o venida de él? Porque desde que vinieron los Padres, todo permanece así como al principio de la creación» (2 P 3, 4). La historia continúa y hay grandes partes del mundo que han sido tocadas muy poco por Cristo. ¿Qué es lo que ha hecho realmente el Hijo de Dios con su presencia entre los hombres? Durante el tiempo de su vida terrenal, Jesús empezó a influir tan profundamente en algunos de ellos y a afectarles tanto en su propia personalidad que les ocurrió lo mismo que a Pablo, quien describe atinadamente su experiencia con estas palabras: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20; cfr. Ga 3, 27). Por la donación del Espíritu Santo en el bau-

116. Cfr. H. de Lubac, La posterité spirituelle de Joachim de Fiore. 2 vols., Paris 1979-1980.

tismo, participan de la vida de Cristo, de su pensar y de sus aspiraciones». El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14) —observa de nuevo el apóstol—. Este apremio del amor de Cristo en ellos hace que el tiempo apremie: «El tiempo es corto» (1 Co 7, 29).

Cristo deja que los cristianos participen en su propia lucha por la salvación del mundo. Por su muerte y resurrección, ha conseguido ya la victoria definitiva sobre los poderes y las fuerzas enemigas, de manera que las voces celestiales cantan con alegria: «Ahora ya ha llegado la salvación, el poder y el reino de nuestro Dios y la potestad de su Cristo» (Ap 12, 10). Pero sobre la tierra aún sigue embravecida la lucha de la Iglesia contra el ene-migo ya vencido en el cielo. Esta lucha contra el demonio es real y tanto más dura cuanto más grande es su rabia, «porque él sabe que sólo le que-da poco tiempo» (Ap 12, 12) Como nos dicen las siete cartas a las comunidades en el Apocalipsis de Juan, en esta lid se trata últimamente de la lucha decisiva en el seno de la Iglesia, de la «lucha por amor del Señor con su esposa: la Iglesia».117 «Porque es tiempo de que empiece el juicio por la casa de Dios» (1 P 4, 17). El juicio final es propiamente el juicio sobre la Iglesia. Por ello, ya no es posible quedarse indiferente. Lo que queda de historia es historia del Sí o del No, por parte de los creyentes, a los signos de la presencia de Cristo. Aquí es donde se manifiesta el señorío de Dios. Los redimidos en Cristo tienen ahora que soportar esta lucha contra el enemigo, más fuerte que ella, manteniéndose firmes en Cristo y estando despiertos y alerta a los signos de su presencia.118

Estos pensamiento los trajo a la luz Agustín, en su famosa concepción de la ciudad del mundo y la ciudad de Dios. Por el pecado, la comunidad humana se partió en dos grupos, uno el de los que viven según la carne y según el pecado: la ciudad del mundo; otro, el de los que viven según el espíritu: la ciudad celestial.119 Por la venida de Cristo, el poder del mal ha sido atado, hasta que se llegue a la última decisión. Por eso, el pecado aún no ha desaparecido; el peligro de perdición perdura; sólo ha sido debilita-do, para que la ciudad de Dios, la Iglesia, pueda reunir fuerzas para que los redimidos puedan crecer en la gracia. «Pero, después, él (el diablo), será liberado, aunque sólo habrá poco tiempo... después, serán tan fuertes los que lucharán contra él, que podrán superar todos sus ímpetus e insidias».120

  1. H. U. v. Balthasar, Theologie der Geschichte, Einsiedeln 1959, 110.

  2. Sobre la relación entre la lucha de la Iglesia y la de María, cfr. H. Rahner, Maria und die Kirche. Zehn Kapitel über das geistliche Leben, Innsbruck 19622, 142-155.

  3. Cfr. Agustín, De civitate Dei XIV, 1 (CChrSL 48, 414).

  4. Agustín, De civitate Dei XX, 8 (CChrSL 48, 713) (Trad. española del original por el T.; N. del T.).

El tiempo sub gratia no deja de tener peligro ni importancia para los cristianos: «Pues ahora, cuando el tiempo de Dios está cerca, cuando está entre nosotros y nos llama, cada momento es ocasión para el amor. Ahora, porque cada momento es una exigencia y ya no hay tiempo para los eufóricos sueños sobre la evolución del mundo hasta el punto Omega: con cualquier mala palabra, toda evolución puede irse al traste».121 Los miembros de la Iglesia no salen automáticamente victoriosos de esta lucha. Pablo nos anuncia una gran «caída» (2 Ts 2, 3), y el Apocalipsis de Juan habla de terribles luchas al fin de los tiempos (Ap 20.7-10). El mismo Cristo advierte a los discípulos de que no caigan en una precipitada alegria y autocomplacencia; la victoria de la fe tiene que ser conquistada luchando: «¡Encontrará el Hijo del hombre aún fe en la tierra, cuando vuelva?» (Lc 18, 8).

La vuelta de Cristo como esperanza para Israel

Con la promesa dada a Abraham: «Por ti serán benditos todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3), Israel recibe una misión universal: ser portador de la promesa, testigo de Dios en todos los pueblos. El cristianismo, por su parte, se comprende, desde el principio, como enviado a «todos los pueblos» (Mt 28, 18-20), porque, por Jesús, el Mesías e Hijo de Dios, todos los hombres han conseguido participar en la herencia de los padres. ¿No elimina con esto el Antiguo Testamente al Nuevo? ¿No lleva el desconocimiento de Cristo por una gran parte del pueblo judío a su rechazo? ¿Existe para Israel, después del nacimiento de Cristo, alguna otra tarea en la historia de la salvación? 122

Preguntas así atestiguan un profundo desconocimiento de la idea que la comunidad, fundada por Cristo, tenía de sí misma. Desde la destrucción del templo de Jerusalén –en el año 70, bajo la autoridad del emperador romano Vespasiano–, se levantó un muro del silencio entre cristianos y judíos. Se ignoraban mutuamente. Así se fue olvidando que sólo hay un único Israel, un solo pueblo escogido. Jesús, por su parte, no fundó su comunidad fuera del pueblo de Israel. La Iglesia, fundada sobre Pedro, no es una comunidad cismática, como, por ejemplo, el Qumrán. Para subrayar la continuidad de la Iglesia con Israel, tanto Jesús como Pedro, pagan los impuestos al templo –con el fin de testimoniar su pertenencia a un pueblo–, poco después de que Jesús anunciase que iba a construir su Iglesia

  1. H. Schlier, Das Ende der Zeit 82.

  2. Cfr. H. U. v. Balthasar, Einsame Zeiesprache. Martin Buber und das Christentum, Einsiedeln 19932; J.-M. Garrigues, Das messianische Israel, en: IKaZ 24 (1995) 209-224; Ch. Schönborn, «Ist das Christentum eine jüdische Sekte?», en: Idem, Die Menschen, die Kirche, das Land. Christentum als gesellschaftliche Herausforderung, Wien 1998, 183-204.

sobre la piedra, sobre Pedro (Mt 15, 24-27). Y a pesar de que los discípulos fueron excluidos de la sinagoga, se consideraban a sí mismos como miembros del pueblo de Israel. Por otra parte, Dios no rechaza a su pueblo, a pesar de la dureza de su corazón. El concilio Vaticano II se apropia de este mensaje fundado bíblicamente: «No obstante, los judíos siguen siendo todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones ni de su vocación (cfr. Rm 11, 28-29). Juntamente con los profetas y el mismo Apóstol, la Iglesia espera el día, conocido sólo por Dios, en que todos los pueblos con una sola voz invocarán al Señor y le servirán bajo un mismo yugo» (Sb 3, 9; cfr. Is 66, 23; Sal 65, 4; Rm 11, 11-32» (Nostra AEtate 4).

En la parábola de los malos viñadores, que mataron a los enviados, incluso al propio hijo del dueño de la viña, no dice Jesús que Dios rechaza su viña, sino que entregará su viña –imagen veterotestamentaria que significa Israel– a nuevas autoridades (Mc 12, 9). El pueblo escogido tiene que soportar que otros se sienten a la mesa del Señor, que incluso los paganos tomen parte en las promesas hechas a Abraham. Esto ya lo anunciaron los profetas del Antiguo Testamento: «Mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos» (Is 57, 7). Pablo describe muy bien la imagen que mejor refleja la relación entre Israel y la Iglesia. Él describe el Israel del Antiguo Testamento como la raíz del olivo, en el que serán injertadas nuevas ramas (cfr. Rm 1, 17). Aunque Dios haya arrancado del árbol, por su culpa, algunas ramas, el árbol de Israel permanece. Y Dios tiene el poder de injertar las ramas dejadas a un lado (cfr. Rm 11, 23).

Los destinos de la Iglesia y los de Israel están, por tanto, inseparablemente unido por la providencia de Dios. La separación, que ya dura veinte siglos, perjudica a ambos. Sin la Iglesia, Israel deja de llegar a la plenitud que se le ha prometido. La Iglesia ha sido siempre consciente de que fallaría en su destino sin una relación con sus raíces. Aquí aparece, por ejemplo, la decisiva importancia que tuvo la primera excomunión, que la Iglesia de Roma pronunció, cuando excluyó a Marción (t ca. 160) de ella. Este quería producir una Biblia «puramente cristiana», que excluyera el Antiguo Testamento y limpiase el Nuevo Testamento de los elementos judíos, como él quería. Pero la Iglesia fue por otro camino, y afirmó el Antiguo Testamento. Sin embargo, es certera la opinión de Hans Urs von Balthasar, cuando dice que la Iglesia posee, con todo derecho, los escritos de Israel, «pero los libros no son toda la revelación viva; le falta el corazón de Israel».123

123. Balthasar, Einsame Zwiesprache. Martin Buber und das Christentum 96.

Como todo cisma, también este primer desgarrón en la Iglesia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento significa un empobrecimiento del Christus totus. A pesar de que, por un lado, hay culpa por parte de una buena mayoría del pueblo judío, por su desconocimiento de Cristo, no se puede desconocer, por otro, que también hay culpa por parte de los cristianos, «que impiden cada día que la Iglesia aparezca como Cristo la quiso».124 El desgarrón entre judaísmo e Iglesia hay que curarlo, para que Cristo alcance su «madurez en la plenitud» (Ef 4, 13). El mismo Cristo promete, en su lamento sobre Jerusalén, que volverá, cuando Israel lo reconozca y lo aclame: « ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! (Sal 118, 26). Sólo la entrada de la "mayoría" de los judíos (cfr. Rm 11, 12) en el Reino mesiánico, unida a la de la «totalidad de los gentiles» (Rm 11, 25), le dará al pueblo de Dios la posibilidad de realizar la «plenitud de Cristo» (Ef 4, 13), cuando Dios lo sea «todo en todo» (1 Co 15, 28) (CIC 674).

Cristo: Alfa y Omega

La Escritura nos atestigua que no sólo la humanidad espera la manifestación de los hijos de Dios, sino también toda la creación (Rm 8, 19-22). La vuelta de Cristo traerá «un nuevo cielo y una nueva tierra» (2 P 3, 13; Ap 21, 1). Esta dimensión cósmica del misterio de Cristo ha sido frecuentemente despreciada. Pero, toda la creación, los cielos y la tierra, lo visible y lo invisible ha sido creado «por él y en él» (Col 1, 16). Dios, por Cristo, llama a todos al ser y les da subsistencia. Sólo él puede decir: «Yo soy el Alfa y el Omega, el primero y el último, el principio y el fin» (Ap 22, 13).

Los Padres de la Iglesia, como Origenes, Clemente de Alejandría (¡ ca. 216) o Gregorio de Nyssa (t 394) ven la obra salvífica de Cristo no sólo en relación con la naturaleza espiritual del hombre, sino también con la naturaleza física del cosmos. Cristo abarca, por su cruz, .toda la realidad creada. Por eso, Origenes, con cuidadosas palabras, osa alabar a Cristo —comentando los salmos— diciendo que «su cuerpo es todo el género humano e incluso la totalidad de la creación».125 Subraya la fuerza de la cruz y declara «que es suficiente para la salvación, no sólo en los tiempos futuros, sino también en los presentes, e incluso en íos pasados. Sí, la muerte de Cristo es nuestra salvación, no sólo para nuestra constitución humana, sino también para las fuerzas celestiales».126

  1. Balthasar, Einsame Zwiesprache. Martin Buber und das Christentum 83.

  2. Orígenes, Homilia secunda in Psalmum XXXVI 1 (SC 411, 96).

  3. Orígenes, Commentarius in epistulam ad Romanos V, 10 (FCh3 2/3, 182-183). Otras referencias a la bibliografía patrística sobre la teología de la creación, cfr. H. de Lubac, Der Glaube des Teilhard de Chardin, Wien 1968, 57-63.

¿Qué significa que el cosmos encuentra su sentido y su plenitud en Cristo? ¿Qué «todo subsiste en él» (Col 1, 17)? ¿Que él «todo lo llena» (Col 2, 10)? Pierre Teilhard de Chardin (t 1955) –quien más que nadie se ha esforzado en comprender la función cósmica de Cristo– descubre en estos pasajes, sobre todo, la negación de la opinión, especialmente extendida en el mundo oriental, de que el universo se disolverá en lo impersonal.127 Todo el universo converge en Cristo: se «cristianiza». «El cosmos, puesto que converge, no se puede reducir a un «algo»: tiene que alcanzar su fin en un «alguien», como ya ocurre, parcialmente y de forma elemental, en el caso del hombre».128 El océano, en el que desembocan todas las corrientes del universo, tiene un rostro y un corazón. Si Cristo es la meta y, con ello, el punto de gravedad. de toda la historia de la creación, tenemos como regalo la garantía de que la tensión entre corrupción y vida, se ha decidido en favor de ésta. Cristo «es el sí a todo lo que Dios ha prometido» (2 Co 1, 20).

En contraste con las filosofías orientales, que «acosmizan» la conciencia, tendiendo a despersonalizar al hombre en Dios, la idea cristiana del cosmos parte de un Dios, que es tan profundamente personal que «personaliza» a toda la creación por medio del hombre. En Cristo no hay contradicción entre universalidad y personalidad. La estructura del universo, no es, por ello, individual, sino personal. ¡Qué liberación nos produce esta idea! En un mundo, «que en su cumbre está abierto a Cristo, no corremos el peligro de ahogarnos. Y, por otra parte, desciende de estas alturas no sólo el aire, sino el rayo del amor». 129

b) Para juzgar a vivos y muertos

Hablar de juicio no gusta mucho. El dies irae ha sido eliminado de la liturgia. Horrores, aborrecimientos o curiosidad podemos escuchar en las representaciones del juicio final con bienaventurados y condenados, con Cristo el juez mayestático. ¿Cómo hemos de comprender la imagen de un Cristo, juez del mundo, tan claramente definido en el Nuevo Testamento? ¿Cómo se puede cohonestar esto con las palabras de Juan de que Dios ha enviado a su Hijo no para condenar al mundo sino para salvarlo? (Jn 3, 17; 12, 47). ¿Se puede relacionar la idea del juicio universal con la gracia de Dios? ¿Cómo se 'puede hablar de juicio sin olvidar la misericordia de

  1. Sobre la obra de Teilhard, cfr. K. Schmitz-Moormann, Pierre Teilhard de Chardin. Evolution, die Schöpfung Gottes, Mainz 1996.

  2. P. Teilhard de Chardin, Mein Glaube, (= Werke 10), Olten 1972, 138.

  3. P. Teilhard de Chardin, Le coeur de la matiére, Paris 1976, 106-107.

Dios? 130 No podemos esperar ninguna descripción pormenorizada —«CÓMO será esto»– de la discusión con las innumerables imágenes de juicio en el Nuevo Testamento. Por otra parte, no se es cuestión de querer descubrir aquí sólo algunas expresiones desmitologizadas sobre su presencia,, en el sentido de que «estamos en el momento decisivo».131 Es evidente que en el Nuevo Testamento se anuncia el día del juicio, como último juicio, como juicio universal. Pero nos llama en seguida la atención que, en contraste con algunas especulaciones del Apocalipsis, no se trata de disimular, coloreando los acontecimientos futuros, pues siempre hay en el contexto una referencia a su presencia.

El sermón de la montaña habla al estilo del Antiguo Testamento, pero lo endurece. Quien se enoje contra su hermano, será condenado en juicio (Mt 5, 21-22). El hombre se encuentra camino del juicio, por eso tiene que reconciliarse en el camino, de lo contrario será entregado a juicio (Mt 27-30). Aquí se manifiesta un rasgo fundamental de la promesa neotestamentaria del juicio. Quien aquí no juzgue no será juzgado (Mt 7, 17-19). En Juan se dice: «Quien crea en él, no será juzgado» (Jn 3, 18). «Quien oye mi voz y cree a aquel que me envió, tiene vida eterna y no es llamado a juicio, sino que ha pasado de la muerte a la vida» (Jn 5, 24). En consecuencia, Juan quiere decir: «El juicio del mundo comienza ahora» (Jn 12, 31). Parece ser, pues, que el juicio no cae sobre todos, sino sólo sobre aquellos que juzgan y no quieren perdonar, sobre los que se cierran y no son misericordiosos (Lc 6, 20-26). Con esto se encuentran relacionadas representaciones de la iglesia primitiva sobre la parusía. En el famoso texto de la primera carta a los tesalonicenses, Pablo no habla de ningún juicio:

«Porque si creemos que Jesús murió y que resucitó, de la misma manera Dios llevará consigo a quienes murieron en Jesús. Os decimos eso como Palabra del Señor: Nosotros, los que vivamos, los que quedemos hasta la venida del Señor no nos adelantaremos a los que murieron. El Señor mismo, a la orden dada por la voz de un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar. Después nosotros, los que vivamos, los que quedemos, seremos arrebatados en nubes, junto con ellos, al encuentro del Señor en los aires. Y así estaremos siempre con el Señor» (1 Ts 4, 15-17).

Aquí parece que los «santos» no serán sometidos a ningún juicio. Lo mismo ocurre en la descripción en el Evangelio de Juan: «No os maravi-

  1. Cfr. M. Kehl, Und was kommt nach dem Ende? Von Weltuntergang und Vollendung, Wiedergeburt und Auferstehung, Freiburgar. 1999, 128-133.

  2. Cfr. K. Rahner, «Gericht, Letzes Gericht. Systematisch», en: LThK2 4, 734-736.

lléis de esto, porque viene la hora, en que todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios: los que hicieron el bien irán a la resurrección de la vida, y los que hicieron el mal a la resurrección de juicio» (Jn 5, 28-29). Tampoco aquí se trata de que habrá un juicio para todos. Todo parece como si la fe en Cristo ya hubiese dispensado a los hombres de ser sometidos a juicio. En relación con esto está la idea de la iglesia primitiva del bautismo como juicio. El bautizado ya ha sido juzgado y absuelto.

Ante el tribunal de Cristo

Pero, por otra parte, tenemos una clara representación del juicio universal, que afecta a todos los hombres. «Pues es necesario que todos nosotros seamos puestos al descubierto ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que ha hecho bueno o malo, estando en el propio cuerpo» (2 Co 5, 10). Aquí pertenecen también las parábolas y 1as expresiones sobre juicios que aparecen, por ejemplo, en el Evangelio de Mateo (Mt 25). Tenemos, pues, por una parte, la idea de que el juicio se está realizando, en el cual la sentencia depende de la pertenencia a Cristo; por otra parte, están las grandes descripciones del juicio universal, en el que la sentencia se produce por primera vez, como en la parábola del trigo y la mala hierba (Mt 13, 24-30), o en la imagen de la ovejas y los cabritos (Mt 25, 33). En una de las representaciones el fin está determinado por la parusía; en la otra, por el juicio universal.

Estas sumarias indicaciones muestran que no hay una pluralidad sistematizarla de imágenes que hablan sobre el juicio. Esta pluralidad se manifiesta en la iconografía. Las representaciones del juicio universal, tal y como las conocemos, por ejemplo en la capilla Sixtina pintada por Miguel Ángel, son únicamente un indicio de la tradición iconográfica. En los mosaicos del ábside de la iglesia primitiva, Cristo no está representado, las más de las veces, como juez, sino como el que ha de venir. Se trata de imágenes de la parusía, como, por ejemplo, en la basílica de los santos Cosme y Damián en Roma. Es interesante observar que las representaciones sobre la parusía son imágenes más litúrgicas que las que representan el juicio, pues éstas nos inducen a pensar en representaciones. Las primeras se concentran en la venida del Señor. También el Antiguo Testamento parece hablar de la parusía más en términos litúrgicos. «Lo inefable que es para nosotros la venida de Cristo se esconde y se manifiesta debido a que se habla con palabras pertenecientes al campo, en el que se pueden expresar en este mundo nuestras relaciones con Cristo. La parusía es la más alta elevación y plenitud de la liturgia; pero la liturgia es parusía, acontecimiento parusial en medio de nosotros».132 Muchos elementos de las re

132. J. Ratzinger, Eschatologie 167.

presentaciones parusiales del Nuevo Testamento –como, por ejemplo, el sonido de las trompetas y de las trompas o el alborozo festivo– son de origen litúrgico. También han entrado en la liturgia algunos elementos de la liturgia imperial y de fenómenos cósmicos, que aparecen en las descripciones parusiales neotestamentarias.133 Todas ellas quieren manifestar la venida del Pantocrator, Cristo. En los mosaicos absidales Cristo aparece sobre las nubes del cielo. Esta venida se celebra y se espera ahora, al mismo tiempo, en la Eucaristía.

Este sentido litúrgico de la parusía queda expresado por el hecho de que las iglesias están orientadas hacia el oriente. La orientación de las iglesias cristianas no es la misma que la de las sinagogas judías hacia Jerusalén, sino hacia el oriente, porque los cristianos viven en la liturgia anticipadamente la parusía de Cristo. Aquí se encuentran la tipología de Cristo, como sol naciente (sol oriens) y la idea de que la vuelta de Cristo se produce «como un relámpago que sale del oriente» (Mt 24, 27). Esta idea es la que determina también la representación de Cristo en el ábside, que ocupa el lugar del cielo.134

La representación del juicio universal es, en contraste con la representación parusial, menos litúrgica y está motivada por razones morales. Se trata de acciones humanas, de obras buenas o malas. Dios «juzgará según la obra de cada uno» (1 P 1, 17). «Los muertos fueron juzgados de las cosas que estaban escritas en los libros según sus obras» (Ap 20, 12). Lo que sea la obra de cada uno, el fuego lo probará. Si la obra del que edificó encima permanece, recibirá la recompensa» (1 Co 3, 13-14). Las representaciones del juicio universal también han acentuado este aspecto. En ellas, las almas son juzgadas de acuerdo con sus vicios y virtudes, con sus obras de misericordia. Curiosamente, estas representaciones del juicio se encuentran con frecuencia en los muros que dan al occidente, es decir, hacia el ocaso del sol. Esto puede depender de la función pedagógica que tienen estas imágenes, por la que se les advierte a los fieles que visitan la iglesia antes de salir al mundo.

  1. Cfr. Th. Maertens, Heidnisch jüdische Wurzeln der christichen Feste, Mainz 1965.

  2. Cfr. E. Peterson, Frühkirche, Judentum und Gnosis, Freiburg/Br. 1959, 1-35. Sobre la orientación celebrativa de la liturgia, cfr. también K. Gamber, Sancta Sanctorum. Studien zur liturgischen Ausstattung der Kirche, vor allem des Altarraumes (= SPLi 10), Regensburg 1981; J. Ratzinger, Der Geist der Liturgia. Eine Einführung, Freiburg/Br. 2000, 65-73; E J. Dölger, Sol salutis. Gebet und Gesang im christlichen Altertum. Mit besonderer Rücksicht auf die Ostung im Gebet und Liturgie (= LF 4/5), Münster 19252, (= LQF 16/17). Reimpresión, Münster 1972, 239-244. Con carácter más bien crítico, cfr. O. Nussbaum, Der Standort des Liturgen am christlichen Altar vor dem Jahre 1000. Eine archäologische und liturgiegeschichtliche Untersuchung. 2 vol., Bonn 1965.

¿Se pueden sacar deducciones teológicas de esta contraposición entre imágenes parusiales e imágenes de juicio? Se trata de ambos aspectos de la escatología, de los que ya hemos hablado antes. En la parusía, en la vuelta de Cristo, se trata del aspecto final divino, indisponible, por parte humana, y que viene de lo alto. Su lugar es, pues, el ábside, pues es aquí donde la vuelta de Cristo se encuentra en el centro. Ya no se trata de las obras de los hombres, sino de la aparición de la gloria de Cristo. En primer lugar, está el carácter gratuito de la gozosa venida de Cristo. En el juicio, por el contrario, se trata del aspecto humano, histórico, que viene desde bajo. Aquí se acentúan especialmente las acciones y obras de cada uno, pero también las de todo el género humano.

Ambos aspectos se complementan. Allí, donde se habla predominantemente de juicio por medio del arte y del anuncio, se corre el peligro de considerar más las obras humanas y demasiado poco la gracia. Esta pérdida se expresa en el empobrecimiento de la liturgia.

Las cicatrices del alma

¿Qué significa juicio? ¿Cuál es su medida? ¿Cómo se puede relacionar con la misericordia de Dios? Ya Platón (t ca. 348 a.d.C.) nos habla en el Gorgias de un mito sobre el juicio, en el que comenta experiencias y expectativas humanas en general. Sócrates cuenta que «en el prado, en el cruce, donde se separan los caminos, uno que va hacia la isla de los bienaventurados y el otro, hacia el Tártaro», son juzgadas las almas de los muertos. «La muerte» –sigue diciendo– no es evidentemente más que la separación de dos cosas, el alma y el cuerpo».135 Así como el cadáver mantiene las huellas de la vida, cicatrices de antiguas heridas, lo mismo le ocurre al alma.

«Cuando el alma se libera del cuerpo, todo es transparente en ella [...] Pero cuando se presenta ante el juez [...] éste le manda presentarse ante él y considera el alma de cada uno, sin saber, a quién pertenece. Quizás tiene ante sí el alma del rey de Persia o de un rey o de un soberano, y no ve nada de sano en ellos, sino que las encuentra azotadas y llenas de cicatrices provenientes de perjurio e injusticia, y que cada una de sus obras ha dejado huellas en ellas; todo está torcido por mentiras y orgullos y no hay nada recto, porque han crecido sin verdad. Y él ve lo llenas que están de caprichos, de voluptuosidad, orgullo e irreflexión en su obrar con desmesura y vergüenza. Ante esta visión, las envía en seguida a la cárcel, insultándolas y avergonzándolas, donde

135. Platón, Gorgias 524ab (Trad. alemana por R. Rufener, Die großen Dialoge, München 1991, 322). (Trad. al español del original por el T., N. del T.).

tienen que sufrir el merecido castigo. [...] A veces, ve él ante sí otra alma, una, que ha llevado una vida piadosa y honrada, el alma de un ciudadano cualquiera, o de cualquier otro hombre -yo creo que el primero seria Calicles, el alma de un filósofo que ha cumplido con sus obligaciones y no ha hecho nada inútil en su vida-. Entonces se alegra y lo envía a la isla de los bienaventurados».136

Es especialmente digna de consideración en el mito de Platón la idea de que el juicio tiene lugar al aire libre. Todo lo que en la vida estuvo escondido, se manifiesta. Platón describe aquí profundas experiencias humanas. La amenaza que acecha al alma en su óbito no le viene de fuera, sino, sobre todo, de dentro, de sus fuerzas enemigas. Pues en la muerte se manifiesta los más íntimo. No hay ya vanidad que valga ni favoritismos. El alma está ahí desnuda y sola. Quid sum miser tunc dicturus?» — ¿Qué podré decir entonces, pobre de mí» (ante el juez)? —así se dice en el imponente canto del Dies irae. El muerto se encuentra en la total soledad de su pobreza en el umbral del más allá, ¿Qué podrá presentar y cómo se podrá dar a conocer?

Todos los hombres saben que en esta vida nada puede llegar a ser perfecto; incluso la más perfecta de la creación humana no es más que algo parcial. Pero, ¿deben quedar sencillamente abandonadas y olvidadas todas las obras comenzadas y de nuevo destruidas. Hay en el hombre algo que reclama que no puede quedar sin sentido todo lo que de bueno, verdadero y hermoso hay en el mundo, todo esfuerzo y todo dolor. Y así se enfrenta con la pregunta por la justicia, que desde siempre ha conmovido a la humanidad. ¿Qué va a pasar con tanto dolor inocente, con los que apenas tienen de qué vivir, con los que no tienen un lugar bajo el sol? Desde la dolorosa experiencia de que en la historia no hay justicia, se impone la pregunta por la justicia eterna. Este anhelo encuentra también en la Sagrada Escritura su expresión. Dios dará su premio a los que le buscan (Hb 11, 6). Este pensamiento de premio y castigo está íntimamente relacionado con la idea de justicia. Dios hará justicia en el juicio, ninguna injusticia podrá permanecer ante él; al que ha sufrido injusticia, se le hará justicia. La idea de recompensa está testimoniada en el Nuevo Testamento. Pensemos en la parábola de los talentos (Mt 25, 14-30par). Todo lo que sucede en la historia trae consecuencias. Sólo será posible una sentencia cuando estas consecuencias se hagan visibles. Sólo en el juicio foral será juzgada toda historia. En él se tratará de lo serio que es ser libre. Todo obrar humano es relevante; toda acción tiene que enfrentarse con la justicia de Dios.

136. Platón, Gorgias 525a-526c (Trad. al alemán por R. Rufener 323-325). (Trad. al español del original por el T., N. del T.).

En la presencia de Cristo

Esta idea ha sido agudizada por Pablo. ¿Quién podrá presentarse con sus obras delante de Dios (Rm 2, 1-3, 20). «No hay ningún justo, no hay quien entienda, no hay quien busque a Dios. Todos se desviaron, a una se hicieron inútiles, no hay quien haga el bien, no hay ni uno solo» (Rm 3.10-12). ¿Se contrapone esta visión tan radical de la inanidad humana al pensamiento bíblico de recompensa? ¿Cómo será posible hablar de mérito o de premio, si nada puede subsistir ante Dios? ¿No hay acaso una contradicción entre una comprensión del juicio, que habla de premio y castigo, y una experiencia de la santidad de Dios, ante el cual todo es nada? Sólo si nos concentramos en el misterio de Cristo, podremos unir ambos aspectos. Cristo mismo es el eschaton. El juicio ya ha comenzado:

«Si Dios está a nuestro favor, ¿quién estará contra nosotros? El que no ha perdonado ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas? ¿Quién presentará una acusación contra los escogidos de Dios? Dios es el que justifica, ¿quién es el que condenará? Jesucristo, que murió y aún más, que resucitó y que está la diestra de Dios, él intercede por nosotros. ¿Quién pues, nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8, 31-35).

«Porque ciertamente Dios estaba reconciliando el mundo consigo» (2 Co 5, 19). Así es, pues, el juicio la plenitud de la redención, según Pablo. Cristo es juez universal, como redentor. Precisamente allí donde los hombres están sometidos a juicio, allí está la redención. «Dios encerró todas las cosas en la incredulidad, para usar de misericordia con todos» (Rm 11, 32). Esta convicción de que estamos salvados en Cristo nos hace comprender la certeza con la que Pablo dice que nada nos puede separar del amor de Cristo, que para los hombres es imposible salvarse y justificarse a sí mismos, pero que Dios nos ha justificado. Partiendo de esto se pueden, por una parte, integrar aquí los textos en los que no se habla de juicio. Y, por otra, se hace comprensible por qué no tenemos que temer el juicio. Pero justificación no elimina la libertad humana. Siempre está ahí, para cerrarse y oponerse; siempre está ahí, para escogerse a sí misma, y caer, así, en la propia injusticia. Esta decisión tendrá lugar realmente sólo en la muerte, en la que la vida humana llega a su término definitivo. En la muerte caen todas las máscaras y el hombre entra en su verdad. El juicio se realiza por Cristo, y es pura misericordia y salvación indebida. Pero también se realiza en él, en el Sí o No que se le dé. «Quien me confiese delante de los hombres, también yo le confesaré ante mi Padre» (Mt 10, 32). «Quien a él rechaza, rechaza al que lo ha enviado» (Lc 10, 16), y así, rechaza también su propia vida. «Quien crea y se bautice, se salvará, quien no crea, será condenado» (Mc 16, 16).

Ahora bien, esto no quiere decir que los que no han conocido la fe se condenen. Los lamentos y las bienaventuranzas van más allá. La medida del ser del hombre, que es Cristo, puede ser aceptada o rechazada incluso de forma subconsciente. Así, por ejemplo, dicen los que se han salvado: ¿Cuándo te hemos visto desnudo y te vestimos...? (Mt 25, 38). Esta pertenencia o «no-pertenencia» a Cristo –ahora aún «anónimas»– se manifestarán al fin de los tiempos.

En el juicio universal se manifestará todo el sentido de la historia y de nuestra vida. Entre les «signos de los tiempos» y el juicio universal existe una relación en el sentido de que éste ya se muestra en aquéllos. El Señor «aclarará aún las cosas escondidas en las tinieblas» (1 Co 4, 5). En el juicio universal se manifestará toda la verdad, pues sólo en el juicio final podrá ser juzgada toda la historia. Todo lo que ocurre en la historia tiene sus consecuencias. Pero sólo cuando se vean estas consecuencias, podrá ser posible un juicio.

En el Nuevo Testamento hay escenas, que dejan vislumbrar en forma de signos cómo será este juicio. Después de que Pedro lo había negado por tres veces, se vuelve Jesús y lo mira. Lo que se vislumbra en esta mirada es lo que nos ocurrirá en el juicio. Por esta mirada seremos juzgados y salvados. Ejercitarse en el juicio quiere decir contemplar la imagen que Jesús nos ha dado de sí mismo. Una imagen con la que nos encontramos en el prójimo, el rostro despreciado, insultado y vejado del Ecce homo. Pero todo esto no deja de ser un ejercicio, aunque decisivo, en el que se realiza ya el juicio.