IV
La Pascua del Hijo de Dios

El camino terrenal de Jesús lleva a Jerusalén, al Viernes Santo. Su vida pública alcanza aquí su momento culminante. Jesús dice a los discípulos: «Nosotros subimos, como veis a Jerusalén y el Hijo del Hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes, a los escribas y a los ancianos; le sentenciarán a muerte y le entregarán a los gentiles; harán escarnio de él, le escupirán, le azotarán y le quitarán la vida; y al tercer día resucitará» (Mc 10, 33.34). El conflicto entre sus pretensiones y el poder pleno de Jesús, que ya se había manifestado al comienzo de su obra en Cafarnaún, se agudiza y alcanza su cima en el proceso ante el Sanedrín, así como en la entrega de Jesús a las autoridades romanas.

A este acontecimiento le dedicaremos la primera sección.

Pero ¿cómo se integra este acontecimiento en el plan divino de salvación? Jesús pregunta a los discípulos de Emaús: «¿No era necesario, pues, que el Cristo padeciese estas cosas y que así entrase en su gloria? (Mc 24, 26).

Las reflexiones sobre quién tuvo la culpa de la muerte de Cristo nos llevarán a la segunda parte, que tiene por contenido la importancia soteriológica de su muerte, la cuestión sobre la redención por la cruz.

Una tercera parte está dedicada al silencio del Viernes Santo, a la tranquilidad del sepulcro, que alberga un gran misterio. Cristo se acerca a todos para romper la fuerza de la muerte.


1. El conflicto de Jesucristo con las autoridades judías

Las interpretaciones del Nuevo Testamento —y no sólo las antiguas, sino también y precisamente las modernas y liberales— refuerzan una tendencia que ya estaba en la base de las agudas manifestaciones del Evangelio. La confrontación de Jesús con los representantes del orden judío se han convertido en el «cliché» de la oposición a Jesús. Sacerdotes, fariseos y escribas aparecen como los representantes de una endurecida legalidad, que quería quitarle a la libertad toda capacidad de evolución. Ante esto aparece Jesús en defensa de la verdadera libertad y en contra del poder oficial. Si consideramos así las relaciones de Jesús con las autoridades judías, su lucha contra la superioridad habría, en principio, fracasado, pero es precisamente en el fracaso donde está la base del progreso de esta revolución. Quedaría, con todo, abierta aún la pregunta de si, desde este punto de vista, las intenciones de Jesús han quedado bien comprendidas y si los sacerdotes, los fariseos y los escribas han sido así adecuadamente descritos.1 Si es así, habrá que preguntarse: ¿Puede el mensaje de Jesús ser aún reconciliación? ¿Dónde está aquí esa meta de su misión que era unir en sí a toda la humanidad?

Si atendemos más cuidadosamente a los testimonios de los Evangelios, veremos que éstos nos ofrecen una imagen totalmente distinta de la actitud de Jesús ante la ley, el templo y la unicidad de Dios, imagen que ya se muestra en su vida, en su obra y su anuncio del Reino de Dios.2 Las historias de la Pasión nos describen una imagen más aquilatada del proceso de Jesús y del papel de las autoridades judías. Si se tiene en cuenta todo esto, la pregunta sobre la culpabilidad de los judíos en la muerte de Jesús no se podrá contestar de forma tan indiferenciada.

En las páginas siguientes, trataremos sobre estos temas centrales y, con ellos, la relación entre judaísmo y cristianismo en general. Pues son precisamente estos cuestionamientos los que albergan en sí «toda la fuerza explosiva del distanciamiento judeo-cristiano».3

Y la historia de este distanciamiento ha sido larga y dolorosa. Pero aunque ayer y hoy hay en la Iglesia muchas cosas que fomentan los buenos contactos e incluso las amistosas relaciones para con los judíos, llegando hasta dignificar al judaísmo, la verdad es que esta historia está transida de muchos acontecimientos indignos que siguen pesando sobre estas relaciones. Las polémicas, las sospechas y leyendas de rituales de muerte, las persecuciones medievales (pogrome) de los judíos con sus quemas del Talmud, pero, sobre todo, la Schoah –el horrible acontecimiento, las tinieblas más profundas del siglo XX–, todo esto, si bien no ha sido maquinado por los cristianos, está, sin embargo, dolorosamente enraizado en su modo de conocer la situación y en su conciencia.4 Este conocimiento hace apremiantes los pasos que vamos a seguir en nuestra exposición, pues, ante este espectáculo, el motivo de la reflexión sólo puede ser la reconciliación, la

  1. Cfr. J. Ratzinger, Die Vielfalt der Religionen und der eine Bund, Hagen 1998, 27.

  2. Véase el cap. III/3c: Consideraciones de algunos misterios de la vida de Jesús, p. 207.

  3. J. Ratzinger, Die Vielfalt 27.

  4. Cfr. Ch. Schönborn, «Judentum und Christentum. Annäherung zum Thema», en: Das jüdische Echo 46 (1997) 15-17; Idem, Die Menschen, die Kirche, das Land. Christentum als gesellschaftliche Herausforderung, Wien 1998, 181-204.- Jean Miguel Garrigues describe certeramente la ideología antijudía de los nacionalsocialistas como una «perversa, neopagana y postcristiana imitación de un antijudaísmo religioso», que estaba presente entre paganos y cristianos. J.-M. Garrigues (ed.), L'Unique Israél de Dieu. Approches chrétiennes du Mystére d'Israél, Limoges 1987, 15.

reconciliación entre judíos y paganos, que es el centro nuclear de la misión de Jesús (Ef 2, 11-22).

a) Jesús e Israel

Jesús fue un judío, vivió en Israel y creció con la tradición judía y con el servicio religioso judío. El mismo se consideraba judío, compartiendo la gran corriente de la tradición de la Toráh. Pero, al comienzo de su vida pública, empezaron las discusiones. Sus relaciones con los fariseos y escribas no estuvieron desde el principio faltas de tensiones. A los ojos de muchos en Israel, el comportamiento de Jesús les parecía contrario a los usos y costumbres esenciales del pueblo escogido; contrario a la obediencia a la ley, a la que estaba unida también para los fariseos la interpretación apoyada en la tradición; contrario a la posición central del templo y de la ciudad de Jerusalén, como lugar santo y morada de Dios, y contrario también a la fe en el único Dios, cuya gloria supera infinitamente todas las capacidades humanas 5

La ley

La ley, la Toráh, tiene para Jesús una gran importancia; la guarda y da también mucho valor a que los demás la guarden: «Quien quebrante uno de estos mandamientos más pequeños y lo enseñe así a los hombres, será llamado muy pequeño en el Reino de los cielos» (Mt 5, 19).

La tarea central del pueblo judío, el ejercicio auténtico de su religión, es guardar al pie de la letra la Toráh, el mandato de Dios, entregada a su siervo Moisés en el Sinaí. Esta tarea llenaba –y llena aún hoy– de celo creyente a muchos judíos en tiempos de Jesús, un celo que, a veces, podía extralimitarse (cfr. Rm 10, 2). Pero, al mismo tiempo, crecía también la conciencia de las propias limitaciones, de la incapacidad de guardar realmente todos los mandamientos de Dios. La sospecha de que jamás los hombres, por sí mismos, podrán guardar toda la ley –ni siquiera cuando realmente lo quieren hacer– va creciendo hasta convertirse en una certeza inquebrantable. Por este motivo, celebra Israel todos los años la fiesta de la reconciliación, el Jom Kippur, para pedir a Dios el perdón. Es, por esto, que tenemos que tomar en consideración otro aspecto. Dios ha entregado a los hombres la Toráh también como preparación, como camino orientativo hacia el día en el que él mismo hará obras extraordinarias y gloriosas por medio de su siervo, el único justo. Dios mismo se ocupará en ese día de que se cumpla toda la ley.6

  1. Cfr. CIC 574-576.

  2. J. Ratzinger, Die Vilefalt 29; cfr. CIC 579.

Jesús mismo se sabe obligado a cumplir con esta tradición; la ley tiene para él un significación importante y conoce también muy bien la interpretación que los rabinos hacen de ella. Mateo, que escribe su Evangelio especialmente para los judíos, presenta, al principio, el sermón de la montaña, de tal manera que Jesús tiene todas las trazas de ser un maestro de la Toráh. Reúne a sus discípulos junto a sí y se sienta (Mt 5, 1) –signo este de que lo que va a venir es algo serio e importante–. El hecho de que el maestro se sentase siguió siendo más tarde una señal formal para los discípulos de que la lección iba a empezar.7 La misión de Jesús está muy relacionada con la ley de Israel. Digámoslo con las palabras de un rabino de nuestros días:

«Su forma de tratar la Toráh de Moisés -y Mateo pone bien a las claras que Jesús está inmerso en el estudio de la Toráh- significa que las cosas, que va a decir serán una continuación, ampliación, perfeccionamiento o explicación de la Toráh. Él es un maestro de la Toráh. Él enseña la Toráh en el marco de la Toráh y le añade aún algo más. Sus esfuerzos son, pues, una dedicación a la Toráh».8

Estos esfuerzos por la Toráh están apoyados en el conocimiento que Jesús tenía de su propia misión. Es algo más que un rabí: El mismo es el justo, el que realmente trae la justicia (Is 42, 3), el que carga sobre sí mismo todo lo que separa a los hombres de la alianza con Dios; el que justifica a muchos, cargando sobre sí sus culpas (Is 53, 11). La cruz hay que «comprenderla teológicamente desde su más íntima solidaridad con la ley y con Israel».9 El mismo es el que perfecciona la ley, y él mismo es el que conduce a Israel por la ley a Dios. «Su muerte ha expiado aquellas prevaricaciones que había dejado la antigua Alianza» (Hb 9, 15).

Según nos informan los Evangelios, las discusiones sobre la posición de Jesús y sobre la ley giran, sobre todo, alrededor de dos temas: la forma cómo él comprende su misión y su postura ante el sábado; ambas están íntimamente relacionadas. Esta especial autocomprensión de Jesús se entiende a partir de las formulaciones que nos han sido trasmitidas sobre el sermón de la montaña. Cuando Moisés desciende del Sinaí, actúa como portavoz de Dios. «Yo soy el Señor, Dios tuyo...» –así comienzan los diez mandamientos (Ex 20, 2)–; «... así habla el Señor» – ésta es la fórmula que los profetas repitan regularmente. Y Jesús comienza de forma parecida:

  1. Cfr. J. Neusner, Ein Rabbi spricht mit Jesus. Ein jüdisch-christlicher Dialog, München 1997, 18.

  2. Neusner, Ein Rabi spricht mit Jesus 18-19.

  3. J. Ratzinger, Die Vielfalt 29.

«Habéis oído que se dijo a los antiguos...» (Mt 5, 21); y continúa diciendo: «Pero yo os digo...» (Mt 5, 22). En otra ocasión, alaba Jesús a aquel que «cumple estas palabras mías» (Mt 7, 24; cfr. Dt 11, 18). A los oídos judíos esto debió parecerles una increíble exigencia. Dar normas de comportamiento, decir algo que va por encima de la Toráh y proponer su propia interpretación, todo esto resultaba posible, pero decir palabras que claramente rompían el marco de la Toráh, los cinco libros de Moisés, ya era demasiado. «Según los criterios de la Toráh, Jesús exigía algo que a nadie correspondía sino a solo Dios».10 Sólo Dios puede hablar como fuente de la Toráh. Jakob Neuser describe así su extrañeza:

«Sí, yo me hubiera quedado sorprendido. Allí estaba un maestro de la Toráh, que en su propio nombre dice lo que la Toráh anuncia en nombre de Dios. Una cosa es decir con palabras propias cómo una doctrina fundamental de la Toráh determina la cotidianidad: "El honor del prójimo..., sus propiedades...", y otra asegurar que la Toráh dice esto, pero yo os digo..., para anunciar a continuación lo que Dios reveló en el Sinaí [...] No es tanto el mensaje lo que me preocupa -aunque yo pondria reparos a alguna que otra cosa-, sino aquel que da el mensaje».11

El Sabbat pertenece a la identidad judía, mucho más que el domingo a la nuestra cristiana. Guardar el sábado es más que el cumplimiento de un mandamiento, más que una tarea humana o social. El sábado se guarda, porque Dios mismo descansó ese día (Gn 2, 1-4). Guardar el sábado significa, por tanto, imitar a Dios, hacerse semejante a él. Cuando Jesús promete: «Venid todos a mí... y yo os aliviaré» (Mt 11, 28), podemos encontrar aquí, a la luz de la ley, una conexión con el sábado. ¿Cómo iré yo hacia Dios? ¿Dónde encontraré yo mi alivio? El séptimo día es el día del descanso del Señor; y este descanso es el que Jesús mismo promete (cfr. Ex 20, 9-10; Is 58,13-14).12

Cuando los discípulos arrancaban espigas en sábado para aplacar su hambre (Mt 12.1-8 par), Jesús justifica esta acción refiriéndose al templo: también los sacerdotes incumplían allí sus obligaciones. ¿No pasa por alto esta interpretación el sentido del mandamiento sabático? Lo que se hace en el templo es exactamente lo contrario de los asuntos cotidianos. No hay preocupación por el propio bienestar, sino por el servicio al Señor. Y cuando Jesús hace la pregunta: ¿Está permitido hacer el bien el sábado? (Mc 3, 4 par), ¿no pasa también por alto que aquí se trata de una cuestión moral?

  1. J. Neuser, Ein Rabi spricht mit Jesus 49.

  2. Idem, 47.

  3. Idem, 77.

La meta del Sabbat es ser santo.13 «El Hijo del hombre es el señor del sábado» (Mt 12, 8); esta frase lleva consigo la exigencia de que lo que en el sábado significa descansar en Dios, recibe aquí una nueva cualificación. Encontrar en él el descanso lo puede aquel que se entrega a él como al Mesías, con fe y confianza. Jesús guarda la Toráh y nos enseña a cumplirla. Pero su horizonte ha cambiado. Para comprenderlo hace falta una conversión: se nos exige una entrega personal.

El templo

Jesús se acomoda total y absolutamente a los ritos y costumbres de su pueblo,14 y su vida está íntimamente relacionada con el templo de Jerusalén.15 Va al templo, durante su vida oculta, con regularidad, como peregrino, por lo menos, una vez al año, pero también en el tiempo de su vida pública.16 Al igual que los judíos de su tiempo, sabe que el templo es el lugar preferido para el encuentro con Dios, su Padre. Desde esta relación de Jesús con el templo hay que entender su ira contra los mercaderes y cambistas en el atrio del templo: «La casa de mi Padre no la convirtáis en casa de mercado» (Jn 2, 16). Incluso después de la muerte y resurrección, los discípulos y la comunidad, que iba creciendo cada vez más, permanecen fieles al templo (cfr., p. ej., Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20.21).

La relación de Jesús con el templo se manifiesta con toda su profundidad en un signo escatológico. Cuando sus discípulos se quedan admirados ante la imponente obra del templo, les dice: «¿Veis todo esto? En verdad os digo que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada» (Mt 24, 2 par). Para Jesús la destrucción del templo es el signo de que el tiempo final ha comenzado. Y en la siguiente advertencia de Mateo (Mt 24, 3-25.46), les exige a los discípulos que estén alerta y que no se dejen engañar. Considerado desde esta perspectiva, el reproche, que se le hace a Jesús durante el juicio, lo vemos fuera de lugar o, por lo menos, falsamente entendido: «Le hemos oído decir: Yo destruiré este templo construido por mano de hombres y en tres días edificaré otro no hecho a mano» (Mc 14, 58). Mateo reconoce que esto es una burla al crucificado: «Ah, tú que destruiste el templo de Dios y lo reedificas en tres días, sálvate a ti mismo. Si eres Hijo

  1. J. Neuser, Ein Rabi spricht mit Jesus 89-91.

  2. Véase cap. III/3c.: Consideraciones de algunos misterios de la vida de Jesús, p. 207.

  3. Sobre el templo, cfr. Y. Congar, Das Mysterium des Tempels. Die Geschichte der Gegenwart von der Genesis bis zur Apocalypse, Salzburg 1960.

  4. Cfr. G. Lohfink, Braucht Gott die Kirche? Zur Theologie des Volkes Gottes, Freiburg/Br. 1998, 198-199.

de Dios, desciende de la cruz» (Mt 27, 40). Pero esta frase no puede ser valorada como ataque contra el santuario de Jerusalén.

La clave para un correcto entendimiento de este pasaje nos la da Juan, al interpretar esta frase: «Pero él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21). «Pues os digo que aquí hay uno que es mayor que el templo» (Mt 12, 6). Así sólo podía hablar el que era capaz de superar en sí mismo la ley y el templo. Si el templo es el lugar preferido para el encuentro con Dios, el que así habla deberá estar aún más cerca de Dios y convertirse a sí mismo para otros en el lugar de encuentro con Dios. Es totalmente comprensible que esta forma de hablar pudiese despertar entre los judíos desasosiego. El rabí Neusner escribe:

«Si Jesús nos significa que hay algo más grande que el templo, entonces esto sólo querrá decir que él y sus discípulos pueden hacer lo que hacen en el sábado, porque se han puesto en lugar de los sacerdotes del templo. El lugar sagrado ha cambiado de sitio; ahora consiste en el círculo del maestro con sus discípulos» 17.

Jesús y la fe de Israel en el único Dios salvador

La idea que Jesús tiene de la ley y del templo es motivo de contradicción, pero lo que realmente escandaliza a sus enemigos es que diga que puede perdonar pecados. A través de las obras de Jesús, especialmente de su actitud ante recaudadores de impuestos y pecadores, habla un espíritu muy distinto al reinante entre los judíos. Todo hombre está cargado de pecados y no puede liberarse por su propia fuerza de esta carga. Sólo se verá libre de pecado cuando Dios lo libere, mostrándole así su acción salvadora. En el fondo, hay aquí una coincidencia, pero es en la manera de interpretar estas relaciones donde divergen las opiniones.

La cuestión de los pecados está íntimamente unida para los israelitas con la búsqueda de inocencia y de santidad. «La fe en un solo Dios, que es el Señor de todo, tiene que formar el mundo en el que viven los hombres».18 Pero si Dios es el puro y el santo, el hombre tendrá que ser igualmente puro y santo, lo mismo que todo lo que le rodea. Por esto es necesario alejarse de todo lo impuro, es decir distanciarse de los pecadores y de todos aquellos que se encuentran en un estado impuro, para no «contagiarse» de ellos. Aquí alcanza el mensaje de Jesús su momento conflictivo, pues insiste en que todos los hombres son pecadores (cfr. Jn 8, 33-36). Todo aquel que no crea esto está, según sus palabras, ciego (Jn 9, 40-41; CIC 588).

  1. J. Neusner, Ein Rabi spricht mit Jesus 86-87.

  2. Lohfink, Braucht Gott die Kirche? 113.

El que Jesús sepa que ha sido enviado a los pecadores está muy relacionado con estos pensamientos. Él viene como médico para los enfermos (Lc 5, 31), para llamar a todos los que han caído en pecado. Y todos éstos son invitados al banquete celestial, a la gran fiesta del retomo del Mesías. Todo esto queda reafirmado por su comportamiento ante los pecadores públicos. Come con los recaudadores y pecadores y se comunica con prostitutas y proscritos. Esto es incomprensible a los ojos y oídos de los peritos de la ley. Ningún pecador puede tener sitio en la mesa del Señor, a menos que sus pecados le hayan sido perdonados antes. Pero, ¿quién puede perdonar pecados sino sólo Dios? De esta actitud nace su especial reivindicación de ser Hijo de Dios y, por tanto, ser Dios. «Si la redención tiene que ser radical y universal», será necesario que en este momento «la misión de Jesús, como redentor, se identifique con su identidad divina».19 Y así lo hace Jesús en varias de sus manifestaciones: «Pero aquí hay uno que es más que Jonás... más que Salomón» (Mt 12, 41-42), «más grande que el templo» (Mt 12, 6). En otro sitio, cuando David llama Mesías a su Señor, lo refiere a sí mismo, o cuando afirma: «Antes de que Abraham existiese, soy yo» (Jn 5, 58); e incluso cuando dice: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30; CIC 590). Todo esto habla bien a las claras sobre la idea que tenía Jesús de su misión.

Una reivindicación tan radical y un obrar así de Jesús exige de los que le siguen una conversión también radical. No es suficiente con oír y entender su mensaje; quien le ha conocido tiene que orientar toda su vida hacia él y hacia su mensaje. «Quien no está conmigo, está contra mí» (Mt 12, 30) –así caracteriza Jesús mismo la radicalidad de su seguimiento–. Una tal fe exige de los hombres la renuncia de sí mismos, y la aceptación de la obra del Dios clemente, para ser una creatura nueva «nacida desde arriba» (Jn 3, 7). Esta acción divina todavía estaba oculta en los tiempos en que Jesús predicaba: el día de Pascua aún no había llegado, pero, a pesar de ello, se le exige al hombre que se entregue totalmente a Jesús. Ante tamaña exigencia, se comprende fácilmente el comportamiento del Sanedrín. Sus miembros obran, al mismo tiempo, por «desconocimiento» y por «ceguedad» (Mc 3, 5; Rm 11, 25; CIC 591). En una situación así no resulta fácil aceptar la obra y el mensaje de Jesús. Pero ésta es la condición indispensable para el que quiera comprender a Jesús:. tiene que volverse hacia él con fe y confianza.

19. Garrigues, L' Unique Israel de Dieu 50.

b) El proceso de Jesús

El conflicto descrito en los Evangelios se agudiza en el proceso de Jesús, realizado, primero, ante el Sanedrín, y, después, ante los sumos sacerdotes y, fmalmente, ante el gobernador romano. Superficialmente hablando, vemos que la discusión va en aumento. Pero si buscamos las líneas teológicas más profundas, descubriremos que aquí está la razón auténtica de la muerte de Jesús, y la auténtica desavenencia, por cuya reconciliación Jesús ha venido al mundo y se ha entregado a la muerte.

Según los estudios más exactos de las fuentes existentes, el mismo proceso sigue aún siendo enigmático; son muchas las divergencias que existen en él. Hay una parte del proceso que queda como estereotipada. Según ella, tuvo lugar una especie de vista previa ante las autoridades judías, orientada, sobre todo, a interrogar a los testigos y a Jesús mismo, antes de acusarlo ante el gobernador romano, el único a quien le estaba permitido condenar a muerte. Esta vista previa ante el Sanedrín tiene aquí mucha importancia. El consejo superior -órgano jurídico de los judíos en Jerusalén con setenta y dos miembros– constaba de tres partidos: los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Allí no se habían reunido únicamente los enemigos de Jesús. Los Evangelios nombran expresamente a José de Arimatea, discípulo de Jesús, y perteneciente a uno de los círculos más importantes del Sanedrin (Mt 27, 57-60). Este había sepultado al ajusticiado en su propio sepulcro. También, a Nicodemo (Jn 3, 1-13), quien buscó a Jesús de noche, por miedo. Y no serían éstos los únicos. Juan nos informa de que, poco antes de la Pasión «muchos de los notables creyeron en él» (Jn 12, 42). Caifás era un político inteligente, a quien sólo le importaba guardar el difícil equilibrio con el procurador romano y no poner en peligro su propia reputación. Esta actitud fundamental se nota en esta frase: Es mejor para vosotros «que muera un solo hombre por el pueblo que perezca toda la nación» (Jn 11, 50). Para conseguir este fin, se había esforzado durante todo su mandato –unos 19 años–, por ahogar cualquier oposición a su política, incluso antes de aparecer.20 Muchos de los hombres reunidos en el Sanedrín pensaban lo mismo.

No podemos aquí adentramos en un análisis más exacto y pormenorizado de los textos: hay suficiente literatura exegética sobre el tema.21 Des-

  1. W. Bösen, Der letzte Tag Jesus von Nazareth, Freiburgar. 1999 (nueva edición) 159-174.

  2. Además de Ios comentarios a los cuatro evangelios, cfr. también Bösen, Der letzte Tag 156-196; R. Brown, The Death of the Messiah. From Gethsemane to the grace. A commentary an the passion narratives in the four gospels, 3 vol. New York, NY 1994; más breve: Idem, Der gekreuzigte Messias. Versuche über die vier Leidensgeschichten, Würzburg 1998.

taquemos, por lo menos, algunos aspectos esenciales. El primer objetivo del proceso es la cuestión sobre el templo. El templo es el centro religioso de Jerusalén, en sentido religioso, pero, además, también en sentido político y económico. Cualquier ataque al templo es también un ataque a toda la comunidad jerosolimitana y, con ella, al Sanedrín. Sólo después de la acusación de que Jesús era enemigo del templo y deseaba su destrucción no había tenido efecto -debido a que los testigos no lo tenían claro o no coincidían–, sólo entonces cambia el sumo sacerdote el interrogatorio y pregunta directamente: «,Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios bendito? (Mc 14, 61). La clara conciencia que Jesús tenía de su misión aparece en esta precisa y segura respuesta: «Yo soy. Verán al hijo del hombre sentado a la derecha del poder de Dios y venir sobre las nubes del cielo» (Mc 14, 62).

Esta pretensión de Jesús la comprenden tanto los sumos sacerdotes, que reaccionan ante ella y se rasgan las vestiduras, como los otros miembros del Sanedrín. Pero como estaban obcecados y no creían en Jesús, no pudieron más que declararlo culpable, tal y como, según creían, lo manda la Toráh. A los ojos de los reunidos esta pretensión de su señorío celestial significába una blasfemia, por la que era reo de muerte: sobre esto la Toráh no da lugar a dudas (Lev 24, 16; Nm 15, 30-31; Dt 18, 20; 21.22). Están interesados y desean deshacerse del que les es incómodo, buscando para ello una salida legítima, que la encontraron, por cierto. Willibald Bösen insiste diciendo: «A los miembros del Sanedrín, reunidos para interrogar a Jesús, no se les puede declarar inocentes, pero tampoco es correcto reprocharles demasiado aprisa que se habían comportado con excesiva ligereza en su decisión».22

Una mera consideración histórica nos dice que aquí estaba en juego algo mucho más grande y santo que el mero reproche de que Jesús era algo así como un revolucionario, que había entrado en conflicto con los poderes reinantes. Se trataba de la autoconciencia de Jesús, que él seguía consecuentemente. Su camino hacia Jerusalén se manifiesta como un hilo conductor a través de los Evangelios. Los anuncios que Jesús da a los discípulos y que en principio fueron mal entendidos por éstos (Mc 8.31-33; 9, 30-32; 10, 32-34par) son la expresión de esta orientación en todo el camino de Jesús. Este camino no es producto ni de la casualidad ni del destino ni siquiera es un fracaso desgraciado, sino que es «lo que Dios quiere» (Mc 8, 33), es el camino trazado de antemano por Dios. La entrega y la muerte violenta se nos aparecen aquí como un acontecimiento ocurrido según «designio y previo conocimiento de Dios» (Hch 2, 23).

22. W. Bösen, Der letze Tag 190.

Hemos de considerar ambas cosas: la visión pormenorizada de los acontecimientos históricos y la profunda dimensión teológica, a la hora de proponemos la difícil, pero inevitable pregunta: ¿Quién es el culpable de la muerte de Jesús?

c) Cristianismo y judaísmo – la cuestión de la culpa

«Los judíos» han sido hechos responsables, a lo largo de una a veces horrible historia, de la muerte en la cruz de Cristo. Habrá que aprobar la opinión de Jacob Neusner, según la cual, habría, en primer lugar y sobre todo, una concepción radical por parte cristiana, que conjuró la disyuntiva «o esto o esto» y que, después, dio pie a la persecución de los judíos como los asesinos de Cristo. «Se nos ha tratado a nosotros, el pueblo eterno de Israel, despiadadamente, quizás con motivo justificado».23 Esta actitud ante los culpables ha ido influenciando las relaciones entre cristianismo y judaísmo tan fuertemente que cualquier otra tentativa, cualquier otro motivo de considerar el tema aparece desleído, si lo comparamos con el primero.

«La historia de los acercamientos y relaciones está llena, en su mayor parte, de actitudes poco edificantes. Todas las penitencias, persecuciones y sufrimientos que el cristianismo ha cargado sobre el judaísmo –y que para aquél significaban plena y únicamente la expresión de la justicia vindicativa de Dios (y no, pensado más cristianamente, un complemento del misterio del dolor de aquel que instauró la Iglesia en su cruz)– dan a conocer la existencia de profundos malentendidos y de "cortocircuitos" teológicos».24

¿Qué podemos decir sobre la culpabilidad de los coetáneos de Jesús? La pregunta sobre el proceso y las investigaciones pormenorizadas ya nos han mostrado que, si bien fueron autoridades judías influyentes las que, por diferentes motivos, iniciaron y llevaron adelante el proceso, con todo y, al mismo tiempo, hemos visto claro que hubo también un número creciente de gente que abogaba por la causa de Jesús. Si seguimos al rabí Neusner, en el proceso de Jesús y también con respecto a su obra, fue posible, además de una aceptación creyente y un rechazo directo, una terce-

  1. Neusner, Ein Rabi spricht mit Jesus 21.

  2. H. U. v. Balthasar, Einsame Zwisprache. Martin Buber und das Christentum, Einsiedeln 19932 (19571), 12. Sobre esta obra y sobre la postura de Balthasar ante el judaísmo, cfr. A. Schenker, «Hans Urs von Balthasars Theologie des Judentums» en: FZphTh 44 (1999) 214-222.-La Comisión papal para las relaciones religiosas con los judíos afirma: «Realmente, el balance de esta relación, de dos siglos de duración, tiene resultados negativos». Recordamos: Una reflexión sobre la Schoah. 16 marzo 1998, n. 9; cfr. Comisión Teológica Internacional: Recordar y Perdonar. La Iglesia y sus errores en el pasado, Einsiedeln 2000, 91-93.

ra actitud, que –vista desde la modernidad– expresa a la vez respeto y una falta de comprensión. Quien parta de aquí, no seguirá a Cristo, pero tampoco lo atacará. Pero ¿cómo se coordina esta actitud con la frase escatológica de Jesús: «Quien no está conmigo está contra mí» (Mt 12, 30)? ¿No se hacen ya culpables por el hecho de que se muestran indiferentes ante Jesús? ¿No experimentamos también hoy esa fuerza peligrosa de la indiferencia? De cualquier modo, la cuestión ya no sigue hoy abierta a debate. Ya no se trata de seguimiento, de misión, de servicio al Reino de Dios. Lo que está exclusivamente a debate es si alguien, que tenga, por ignorancia, reservas ante Jesús, no se hará, por ello, culpable al fm del proceso. Y como de esto se trata en el caso de la mayoría del pueblo de Israel en tiempos de Jesús, la pregunta no es en absoluto irrelevante. No se les puede achacar que, por no haber participado, ya por ello lo han hecho. No puede uno unirse a Jesús y, gritar al mismo tiempo: « iCrucifícalo!»25

La azuzada multitud de los que gritaban: «crucifícalo» no puede comprenderse como una representación de todo Israel. Incluso a los que participaban más directamente no se les puede tildar de obstinados, sino, sobre todo, de ignorantes. Sólo Dios sabe a quién le corresponde la culpa inmediata del proceso y de su fm. La Iglesia lo ha resumido en el concilio Vaticano II así:

«Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios».26

Pero la fe no puede quedarse en las cuestiones históricas. Los hechos tienen que ser diferenciados sin que quepa duda alguna, pero lo definitivo es, sobre todo, destacar su profundo sentido: «¿No era necesario, pues, que el Cristo padeciese estas cosas...? (Lc 24, 26) –así preguntaba Jesús a los discípulos, camino de Emaús–. Hay que contemplar la muerte de Jesús también en su conjunto. Desde este horizonte surge la pregunta acerca de los culpables de la muerte de Jesús. ¿Por qué tuvo Jesús que morir? ¿Por qué tuvo que cargar con su cruz?

  1. Cfr. J. Neusner, Ein Rabi spricht mit Jesus 20-21.

  2. Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas Nostra £tate 4.

La Iglesia ha sido consciente desde siempre de estas preguntas. Dependen de saber que el hombre, empecatado, es esclavo del pecado. Y como todos los hombres, sin diferencia alguna, se encuentran en esta situación, sólo Dios puede remediar esta calamidad, entregándose al mundo, haciéndose hombre para llevar a los hombres de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz.27 Jesús mismo se sitúa contra el pecado y son los pecadores los que le entregan (Hb 12, 3). Los pecados van contra él mismo (Mt 25, 45). Los pecados de todos nosotros afectan a Cristo. Ellos son lo que le han llevado hasta la cruz. No tenemos que echar la culpa a los otros, y mucho menos a todo el pueblo judío, a pesar de que algunos participaron directamente en este acontecimiento. El Catecismo Romano expresa la cuestión de la culpabilidad en la muerte de Jesús de esta manera:

«Debemos considerar como culpables de esta horrible falta a los que continúan recayendo en sus pecados. Ya que son nuestras malas acciones las que han hecho sufrir a Nuestro Señor Jesucristo el suplicio de la cruz, sin ninguna duda los que se sumergen en los desórdenes y en el mal «crucifican por su parte de nuevo al Hijo de Dios y le exponen a pública infamia» (Hb 6, 6). Y es necesario reconocer que nuestro crimen en este caso es mayor que el de los Judíos. Porque según el testimonio del Apóstol, «de haberlo conocido ellos no habrían crucificado jamás al Señor de la Gloria» (1 Co 2, 8). Nosotros, en cambio, hacemos profesión de conocerle. Y cuando renegamos de Él con nuestras acciones, ponemos de algún modo sobre Él nuestras manos criminales» 28

Una confesión como ésta, tan bien asentada, nos tendrá que llevar a acercamos, no sin compromiso, a la historia del judaísmo. El reconocimiento de la propia culpa refuerza la solidaridad con el antiguo Israel, con el «pueblo, al que Dios habló primero».29 La relación correcta entre la Iglesia católica y el judaísmo deberá estar asentada en una sensibilidad más refinada y tener ante los ojos la vocación correcta, tanto ahora como antes, del pueblo de Israel. El papa Pío XI, en aquella difícil hora, cuando el pueblo de Ísrael sufría crecientes persecuciones, se expresó así: «El antisemitismo es insostenible. Nosotros somos, en espíritu, los [cristianos] semitas».30

El saber que se está comprometido con los sufrimientos y la muerte de Jesús permite abordar la pregunta sobre la culpabilidad en el proceso –la pregunta sobre la importancia de ese acontecimiento histórico ocurrido en Jerusalén– desde otra perspectiva totalmente diferente, y posponerla a otra

  1. Cfr. Garrigues, L' Unique Israel de Dieu 48-49.

  2. Catecismo Romano 1, 5, 1 1; citado en CIC 598.

  3. Oración cuarta en el Viernes Santo.

  4. Pío XI, Alocución el 6 de septiembre de 1938 a un grupo belga de peregrinos. Cfr. Garrigues, L' Unique Israel de Dieu 13-20, así como el documento Recordamos n. 15.

mucho más importante. El que Jesús con plena conciencia se haya entregado a la muerte de cruz para borrar todos nuestros pecados, nos hace entrar en el centro de la doctrina de la redención.


2.
Muerto por nosotros en la cruz - doctrina de la redención

En el centro de la fe cristiana se encuentra el misterio de la cruz de Jesús. En el «via crucis» se reza regularmente el verso, tomado del Viernes Santo: «Te adoramos, Señor, y te bendecimos, porque por tu santa cruz redimiste al mundo». La fe cristiana se basa, por una parte, en que todos los hombres tienen necesidad de salvación y de redención, y, por otra, que ambas, salvación y redención, se fundamentan en la cruz de Cristo. Por su muerte en la cruz, Cristo las ha conseguido y ofrecido a todos los hombres. Ahora bien, ambas suposiciones son todo menos evidentes. ¿Acaso puede alguien ponerse en mi lugar? ¿Redimirme? ¿Puede otro, en representación mía, obrar en mí la salvación? ¿Para qué la redención?

La redención ha sido siempre cuestionada desde la antigüedad y de distintas maneras. Pongamos por caso algunas de estas variantes. La redención no es necesaria, sobre todo, una redención desde fuera -ésta es la posición de la Gnosis-. Tenemos que saber quiénes realmente somos. Nuestra verdadera identidad; nuestro yo divino, tiene que abrírsenos con claridad: así es como somos redimidos. El «redentor» sería el mensajero de este anuncio. La redención no es posible, porque de hecho todo está fundamentalmente determinado y escrito -así las fórmulas de los antiguos y modernos determinismos y fatalismos-. La redención no tiene sentido, porque ante la realidad de la propia finitud, lo que se impone es la humildad de no querer más que lo que me es posible.

La pregunta sobre la forma en que hoy se pudiera hablar de la salvación y de la redención, se podría contestar más o menos, si preguntamos retrospectivamente qué significaba la salvación, la redención y la cruz para los grandes testigos del cristianismo. ¿Cómo experimentaron ellos la redención, cómo hablaron de ella y cómo la vivieron? ¿Cómo entendieron ellos la cruz de Cristo?

Hay un hecho que no podemos pasar por alto y es que la historia de las grandes figuras cristianas, los santos, gira alrededor del mysteriwn paschale de Cristo. El primero es Pablo. Para él el Evangelio es el mensaje de la cruz. Sólo quiere vanagloriarse de la cruz (Ga 6, 14); sólo quiere conocer al Crucificado (1 Co 2, 2). La cruz es escándalo para los judíos y locura para los gentiles; pero para los creyentes, sabiduría y fuerza de Dios (1 Co 1, 8.24). Domingo de Guzmán (t 1221) dice de sí mismo que aprendió más en el libro de la cruz que en los libros de los teólogos. La fuerza de la cruz la experimentaron Tomás de Aquino (+ 1274) ante la cruz en Nápoles, san Francisco de Asís (1 1226), en su estigmatización en el monte Alverna, san Buenaventura (+ 1274) en medio de su librito «Peregrinación del alma hacia Dios», Edith Stein (+ 1942) en su camino de conversión y en su doctrina sobre la cruz. Estas experiencias son tan ricas que no las podríamos expresar con palabras. Desde el principio, nos encontramos con la «palabra de la cruz» (1 Co 1, 18) con toda su fuerza.

Pero ¿cómo comprendió Jesús mismo la cruz? ¿Atribuyó a su propia muerte una significación salvífica? ¿La comprendió como sacrificio, como expiación en representación nuestra?31 Al final de esta parte volveremos sobre estas preguntas. Para empezar, y antes de abordar la tradición en sus testigos más cualificados, hemos de resumir lo que el Nuevo Testamento dice sobre el acontecimiento de la redención.

Resumen de la teoría neotestamentaria sobre la redención

Jesús sabe por propia conciencia que la redención va a ocurrir en forma de un acontecimiento muy variado –así nos lo dice el Nuevo Testamento–. Con Hans Urs von Balthasar destaquemos a continuación cinco momentos que no son concurrentes entre sí, sino que cada uno representa respectivamente un aspecto esencial de la redención.32

La redención obrada por Dios supone, primero la. entrega del Hijo «para todos nosotros» (cfr. Rm 8, 32). Pero Jesús no se queda pasivo; él se entrega libremente. Él es la víctima y, al mismo tiempo, el sumo sacerdote (cfr. Hb 9, 11-28). Su sangre es redentora (Rm 5, 9), justificante (Rm 5, 9), purificadora (1 Jn 1, 7; Ap 7, 14), la que confirma la alianza definitiva de Dios con los hombres (Mt 26, 28par; 1 Co 11, 25).

En segundo lugar, esta entrega por nosotros llega tan lejos que se convierte en un «intercambio». El «que no conoció pecado» se ha hecho «pecado» por nosotros (2 Co 5, 21); se ha hecho «maldito», para que nosotros quedemos justificados por él. El, el rico, se ha hecho pobre por nosotros, para que nosotros seamos ricos (2 Co 8, 9). Él es el Cordero de Dios, que toma sobre sí los pecados del mundo (Jn 1, 29; cfr. 1 Jn 3, 5), ya sea como el siervo de Dios que tomó sobre sí nuestras enfermedades (Is 53, 4), ya

  1. Bibliografía sobre este tema: H. Schürmann, Jesus ureigener Tod, Freiburgar. 1975; Idem, Jesus. Gestalt und Geheimnis, Editado por K. Scholtissek, Paderborn 1994, 157-265; K. Kertelege (ed.), Der Tod Jesu. Deutungen im Neuen Testament (= QD 74), Freiburg /Er. 1976; Marie-Louise Gubler, Die frühesten Deutungen des Todes Jesu. Eine motivgeschichtliche Darstellung aufgrund der neueren exegetischen Forschung (= OBO 15), Göttingen 1977.

  2. Cfr. H. U. v. Balthasar, TD III, 221-224.

como el cordero pascual, ya como chivo expiatorio. Se trata, en definitiva, de que él tomó sobre sí nuestros pecados.

En tercer lugar, la meta es la liberación del hombre, comprendido en sentido negativo, como «Redención» de los pecados (Rm 7; Jn 8, 34; Rm 8, 2), del mal (Jn 8, 44;1 Jn 3, 8; Col 1, 13, etc.) y del poder del juicio venidero (1 Ts 1, 10). Esta liberación está representada por la imagen de la compra aun gran «precio» (1 Co 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 18-19), como «rescate» (Mc 10, 45par). Con referencia al Antiguo Testamento, la redención es contemplada en la «sangre» (Hb 9, 12), que aquí está en lugar de la muerte (Hb 9, 15).

En cuarto lugar, esta redención es algo más que una negativa remisión de todo mal; es, al mismo tiempo, la entrega del Espíritu Santo y con él la «entrada en la vida trinitaria divina, un reconocimiento como hijos, una liberación para participar en la filiación de Cristo» (Ga 4, 6-7; Rm 5, 15-17; Ef 1, 5). La libertad así adquirida no hay que entenderla negativamente como una libertad de elección, sino, positivamente, como libertad en el Espíritu Santo, que nos inclina al bien y da a los hombres la auténtica posibilidad de decisión. Sólo esta libertad puede ser realmente una auténtica libertad. Ella es la única que el Nuevo Testamento conoce (Ga 5, 1.13-26; cfr. Jn 8, 31-36).

Si, por último, y en quinto lugar, se trata de la posibilidad que todo hombre tiene de caer en pecado, se podría hablar entonces de la «ira de Dios» (Mt 3, 7par; Rm 1, 18; Ef 2, 5; Ap passim). Pero el acontecimiento de la redención está referido, por el contrario, única y exclusivamente al amor de Dios. Por amor nos ha entregado el Padre al Hijo (Rm 8, 32-39); Jn 3, 16). A pesar de que el motivo de la «justificación» juega un papel importante –al tratarse de la reinstauración y perfección de la Alianza sellada una vez con los hombres–, la fuente de esta acción divina es, sin duda, y antes que ninguna otra, el amor de Dios.

Quien quiera comprender el acontecimiento de la redención, en toda su complejidad, tal y como nos lo describe el Nuevo Testamento, tendrá que esforzarse en considerar estos cinco aspectos en su conjunto y en su unidad interna. Los peligros están o en destacar un aspecto como el dominante, y descuidar los otros, o bien sustituir la idea fundamental, alcanzada a través de estos cinco aspectos, por una equivalente, supuestamente más fácilmente comprensible a los tiempos, pero que no puede concordar en manera alguna con las afirmaciones bíblicas, o bien, finalmente, querer quitar fuerza a las tensiones, que surgen entre cada uno de estos aspectos, «regatearlas» o incluso no verlas en absoluto, para llegar así a un falsa síntesis o dejarse deslumbrar por una aparente coincidencia. Estos peligros se han ido haciendo, a través de la historia, cada vez mayores y han distorsionado la imagen de la redención.

Haremos alusión a continuación, tomándolas de la historia de los dogmas, a tres figuras que destacan como su centro de gravedad, a tres teólogos eminentes: Anselmo de Canterbury, Tomás de Aquino y Martín Lutero. Son viejos maestros, a los que se seguirá estudiando en los próximos veinte o cien años. Para poder tratar creativamente y sin miedos las nuevas situaciones, es importante recordar la historia. El conocimiento de los grandes maestros es el supuesto básico para solucionar los nuevos problemas. Para nuestro tema, los autores antes citados tienen una singular importancia, porque se han ocupado de forma intensiva y profunda del tema de la redención. Anselmo propuso la primera soteriología sistemática. Lutero ha influido, con su dramática concepción de la teología de la cruz, en toda la historia moderna de la soteriología. Tomás intentó hacer una bien equilibrada síntesis. Por motivos objetivos, los trataremos en este orden.

a) La teoría de la satisfacción de Anselmo de Canterbury

Anselmo de Canterbury (+ 1033/34-1109) construyó su soteriología alrededor de un concepto central: la satisfacción (satisfactio). Esta «teoria de la satisfacción» ha tenido muchos enemigos, siendo tachada de juridicismo. Adolfo Harnack reprochó a Anselmo que Dios sería para él un hombre privado irascible y despótico.33 Ahora bien, tampoco faltan intentos de rehabilitar a Anselmo, partiendo de una interpretación más pormenorizada de su pensamiento.34

En dos ocasiones trató Anselmo la cuestión de la satisfacción y de la encarnación: Cur Deus horno («Por qué Dios se hizo hombre»)35 y en su «meditación sobre la redención del hombre» (Meditatio redemptionis humane) 36

  1. A. v. Hartnack, Lehrbuch der Dogmengeschichte III, Tübingen 19104, 408. Con igual critica se manifiestan también F. Chr. Bauer y A. Ritschl. Una breve visión general sobre la historia de la interpretación anselmiana nos la ofrece G. Plasger, Die Not-Wendigkeit der Gerechtigkeit. Eine Interpretation zu «Cur Deus horno» von Anselm von Canterbury (= BGPhThMA NF 38), Münster 1993, 1-40.

  2. Cfr. Balthasar, Herrlichkeit II, 219-263; TD III, 235-241; G. Greshake, «Erlösung und Freiheit. Zur Neuinterpretation der Erlösungslehre Anselms von Canterbury», en: ThQ 153 (1973) 223-245; R. Schwager, Der wunderbare Tausch. Zur Geschichte und Deutung der Erlösungslehre Anselms von Canterbury, München 1986; R. Roques, Einleitung und Anm. zu Anselm de Canterbury. Pourquoi Dieu s'est fait homme (= SC 91), Paris 1963. La bibliografía sobre Anselmo es inabarcable, debido a la enorme actividad investigadora de los últimos siglos. Con todo, Plasger, Die Not-Wendigkeit der Gerechtigkeit y K. Kienzler, Glauben und Denken bei Anselm von Canterbury, Freiburg/Br. 1981, e Idem, Gott ist größer. Studien zu Anselm von Canterbury (= BDS 27), Würzburg 1997, nos ofrecen buenas referencias bibliográficas.

  3. Anselmo de Canterbury, Cur Deus horno (CDH) II, 18, edición germano-latina y traducción alemana por E S. Schmitt, Darmstadt 1956, 142-143. Las citas siguientes se refieren a esta edición.

  4. Anselmo de Canterbury, Meditatio III redemptionis humane (Med.) (Ed. Schmitt III, 76-91; v. alemana por L. Helbing, Einsiedeln 1965, 114-124).

En ambas procede con los mismos principios, aunque los textos se diferencian formalmente. Mientras que en Cur Deus homo procede sistemática y especulativamente, la meditación adopta la forma de una reincorporación orante del mismo tema. Cur Deus homo habla de Dios; la meditación se dirige a Dios.37

El método anselmiano

Al término de su escrito Cur Deus homo, vuelve a resumir Boso, discípulo e interlocutor de Anselmo, el objeto de este escrito: «El núcleo de la cuestión era: Por qué Dios se ha hecho hombre de manera que salvara por su muerte a los hombres, supuesto que él bien podría haberlo hecho de otra manera» (CDH II, 18, 142-143). La cuestión de la que se trata en Cur Deus homo es ésta: ¿Por qué fue así y no de otra manera? Anselmo quiere profundizar en la historia fáctica de la salvación en su más íntima conveniencia y necesidad. ¿Por qué escoge Dios este camino del anonadamiento, siendo así que hubiera podido redimir al hombre con solo su voluntad y su decisión?

Anselmo busca una respuesta a esta pregunta, que puede robustecer en la fe al creyente y, al mismo tiempo, convencer al incrédulo de la lo razonable que es esta fe. El punto de partida del cristiano es la fe, que busca entender: fides qucerens intellectum. El método desarrollado en el Proslogion38 lo damos aquí por supuesto. La fe es un don previo, que nos inclina en busca del entendimiento. Pero al incrédulo –Anselmo se refiere aquí concretamente a los judíos y a los musulmanes– hay que demostrarle que la encarnación ha ocurrido necesaria y razonablemente39 y que la fe cristiana no está contra la razón.40

¿No es demasiada la pretensión de Anselmo? ¿Se puede demostrar con argumentos convincentes que todo tuvo que ocurrir así y no de otra manera? Anselmo se aferra tanto a la razón que abstrae racionalmente de la existencia real de Cristo. «Probar» (probare), «necesidad» (necesitas), «Razón» (ratio) parecen ser las claves. Pero ¿están en su lugar en el campo de la fe? ¿Se puede atribuir una tal necesidad racional a los hechos históricos

  1. F.-M. Léthel, Connaitre 1'Amour du Christ, qui surpasse toute Conaisssance. La Theologie des Saints, Venasque 1989, 204.

  2. Prooemium, Proslogion. Edición latino-alemana; edición y traducción por F. S. Schmitt, Stutgart 19955, 68-71; cfr. R. Theis, «Die Vernunft innerhalb der Grenzen des Glaubens. Aspekte der anselmischen Methodologie in genetischer Perspektive», en: ThPh 72 (1997) 161-187, aquí esp.: 168-174.

  3. CDH I, 1 (10-11); 1 Pe 3, 15; cfr. K. Jacobi, «Begründen in der Theologie. Untersuchung zu Anselm von Canterbury», en: PHJ 99 (1992) 225-244, aquí esp.: 231-234.

  4. Cfr. Balthasar, Herrlichkeit 1, 15-31.

—la pregunta de Lessing—? Todo esto lo comprenderemos mejor si traemos a colación una cuarta clave de la metodología anselmiana. Según Boso, Anselmo responde así a la serie de objeciones de los no cristianos contra la fe cristiana: «Si ellos considerasen en profundidad lo conveniente (convenientes) que fue esta manera de reinstaurar a los hombres, no se reinan de nuestra simpleza, sino que alabarían con nosotros la sabia bondad de Dios» (CDH I, 3, 16-17).

Cuando se trata de la verdad, no tiene cabida la argumentación lógica. Por ello, constata Anselmo, al principio, que lo que él busca es una solución, que no sólo sea comprensible en general, sino también que «sea amable por la hermosura de su fundamentación» (CDH I, 1, 10-11). Para el orante significa esto que tiene que confiar en Dios y admitir en su corazón el acontecimiento de la redención: «Goza de la bondad de tu Redentor, deja que el amor de tu Salvador se encienda en ti. Saborea la miel de las palabras, sorbe el dulcísimo sabor, gusta de la dulzura salvadora, saborea pensando, sorbe entendiendo, saborea amando y alegrándote» (Med.).

Anselmo lleva a su interlocutor tan lejos que al final tiene que reconocer: «¡Qué hermosas, razonables y honestas imágenes!» (CDH II, 8, 102-103). ¿Cómo llega a este reconocimiento de que necesidad y conveniencia, razón y hermosura concuerdan? Aquí se hace notar la importancia del décimo capítulo del primer libro, en el que Anselmo contesta a la pregunta de Boso, mostrándole que razón y conveniencia no se excluyen, que no están en contradicción y que no son grados cualitativamente distintos de la argumentación. En Dios razón y conveniencia van juntas, ambas tienen la misma fuerza heurística y la misma inteligibilidad. Lo que para Dios es razonable es también lo más conveniente y lo más razonable en sumo grado. En la búsqueda de argumentos razonables para responder a la pregunta de por qué Dios se ha hecho hombre, hay que proceder descubriendo lo que es más adecuado, lo que es más conveniente para el ser de Dios y de su preocupación por la salvación de los hombres.4'

Los axiomas de la investigación

Anselmo formula tres axiomas, sin los cuales toda la demostración de los fundamentos de la encarnación no tendría ningún valor. Estos axiomas se suponen siempre, no son ni deducidos ni «inducidos», y sólo dentro del marco de estos supuestos puede la argumentación manifestar la interna necesidad de la encarnación. Son éstos los presupuestos que Anselmo parti-

41. Cfr. Roques, SC 91, 80-83; Theis, Die Vernunft innerhalb der Grenzen des Glaubens 179-183; Jacobi, Begründen in der Theologie 234-238.

cipa a sus interlocutores, pero también a sus contrincantes. Ellos constituyen el fundamento común.

«Todos estamos seguros de que el hombre ha sido creado para la felicidad, que no se puede alcanzar en esta vida y a la que nadie puede llegar sin la remisión de los pecados. Además de que ningún hombre pasa por esta vida sin pecado» (CDH I, 10, 38-39).

Estos axiomas proceden de un análisis de la situación del hombre. Ellos conforman el marco del razonamiento y son alcanzables por la razón. Anselmo hace preceder a esta reflexión una hipótesis: «Demos por supuesto que la encarnación de Dios no ha tenido lugar ni lo que decimos de aquel hombre» (Ibid.). Después de haber puesto entre paréntesis la existencia fáctica de Cristo, habrá que preguntarse si también sin fe en el Redentor se pueden seguir manteniendo estos tres axiomas. Al final del primer libro, mostrará Anselmo que estos axiomas sólo se pueden cumplir en Cristo. También veremos aquí que la argumentación no discurre sin presupuestos, sino desde una base común que une a los interlocutores. Es el argumento que judíos, musulmanes y cristianos tienen en común.42 Sin una previa aclaración de esta base común, el diálogo estaría condenado al fracaso, cada uno hablaría sin tener en cuenta al otro.43 Los fundamentos de razón no se dan, por tanto, desde una razón sin presupuestos. Por otra parte, estos presupuestos aducidos no se ofrecen caprichosamente, sino razonablemente; se pueden mostrar como argumentos, pero no podemos ir más allá (por lo menos en este caso). Que el hombre ha sido creado para la felicidad, que no se puede alcanzar en esta vida, lo podemos ver desde la trascendentalidad del hombre. El perdón de los pecados, como presupuesto de la eterna felicidad, se hace evidente allí donde se acepte un concepto de inmortalidad libre de toda ética. Que los hombres de facto pecan es un hecho plausible, siempre que se acepte la existencia de Dios y las diferencias entre los hombres con respecto a Dios.

Se propone metodológicamente la pregunta de si tiene sentido en absoluto –sin presuponer éstos o parecidos axiomas– querer hacer una argumentación sobre la fe en la encarnación. Para la catequesis esto significa que el anuncio de Jesús siempre será problemático sin haber anunciado antes a Dios.

  1. Cfr. Jacobi, Begründen in der Theologie 233-234.239; Roques, SC 91, 83-84.

  2. Otro ejemplo clásico en este sentido es la presencia de Pablo y Bemabé en Listra (Ap 14, 7-18). Aquí la base común es tan estrecha que Pablo sólo habla del Dios creador y no de Cristo, pues esto sólo es posible sobre la base de la fe en un Dios. Cfr. Ch. Schönborn, Leben für die Kirche. Die Fastenexerzitien des Papstes, Freiburg/Br. 1997, 22-24.

Interpretación

Hay dos preguntas que, en el fondo, son una sola.44 En primer lugar, se pregunta Anselmo: «desde qué necesidad Dios se ha hecho hombre y por qué él ha vuelto a regalar al mundo la vida, tal y como nosotros creemos y confesamos» (I, 1,10-1 l). ¿No hubiese podido hacer Dios esto sencillamente con su libertad? ¿A qué viene la encarnación de Dios? ¿Por qué la muerte de Cristo como redención? Todas éstas son preguntas nucleares de la cristología desde sus inicios. El escándalo del anonadamiento de Dios, el escándalo de la cruz sigue siendo angustioso y más angustioso aún si se afirma que el acontecimiento de la cruz es una obra de Dios. ¿No será éste un Dios sanguinario que quiere la muerte de su Hijo? Pero, con todo, el kerygma neotestamentario habla de la muerte de Cristo como obra de Dios: lo ha entregado por nosotros (Rm 4, 25; 8, 24; Hch 2, 23). La encarnación se entiende aquí desde la cruz. Anselmo quiere hacernos ver con esto «la inefable belleza de nuestra redención realizada de esta manera» (CDH I, 3, 16-17).

En segundo lugar, aquí no se trata de llegar a la fe por la razón, sino de que «por medio del conocimiento y de la contemplación nos alegremos de aquello que creemos»; y de que así podamos dar cuenta de nuestra esperanza. A Anselmo le gustaría meditar el plan de salvación de Dios (CDH II, 1, 10-11).

Pero Anselmo hace importantes restricciones. Por muchas razones que él pudiera imaginarse de que la obra de Dios se ha realizado de esta manera, se podrían encontrar otras más profundas. No intenta dar una interpretación exhaustiva que solucione definitivamente de forma racionalista el misterio.

Libertad y pecado

Anselmo comienza su exposición del misterio de la redención analizando la situación del hombre pecador ante Dios (CDH I, 1, 11-24) con una Harmatología, en la cual se abstrae en principio del hecho fáctico de la encarnación de Cristo. «Toda voluntad de la creatura dotada de razón debe someterse a la voluntad de Dios» (DCH I, 11, 38-41). Pero al hombre se le exige que tome en serio su creaturalidad, lo que se describe bíblicamente como «temor de Dios». Se trata, en primer lugar, de la libertad. El

44. Interpretaciones sobre CDH se encuentran en Kenzler, Glauben und Denken, 198-219, 345-380. Plasger, Die Not-Wendigkeit der Gerechtigkeit; Léthel, Connaitre l'Amour du Christi 181-203; otras interpretaciones, éstas más críticas: L. Bouyer, Das Word ist der Sohn. Der Weg der Christologie, Einsiedeln 1976, 420-424; M. Kunzler, Porta Orientalis. Fünf Ost-West-Versuche über Theologie und Asthetik in der Liturgie, Paderborn 1993, 160-175.

hombre es esa creatura que puede y debe aceptar y responder con libertad a su origen divino. Ésta es la «rectitud de la voluntad» (rectitudo voluntatis), por la que nos orientamos hacia Dios 45 A la honra de Dios es, pues, a la que debe someterse nuestra voluntad. Quien no lo haga así, le quita a Dios lo que le pertenece y lo deshonra, y esto significa «pecar» (Ibid.). Por el pecado se destruye el orden universal. Si los hombres «dieran siempre a Dios lo que deben, nunca pecarían». Por ello, «pecar no es otra cosa que no dar a Dios lo debido» (DCH I, 11, 38-41). Pero ¿qué entiende Anselmo bajo este «debido» (debitum). ¿Qué significa que el hombre le debe algo a Dios? Aquí hay muchos malentendidos. Con frecuencia se describe la teoría de la satisfacción de Anselmo como si se tratase de satisfacer la ira de Dios por medio de una víctima lo más grande posible. Pero la respuesta de Anselmo va por caminos bien distintos.

Se trata, sobre todo, de la libertad, de la libertad de Dios, de la libertad de Cristo y de la libertad de los hombres. La libertad de los hombres consiste en acomodarse a la «rectitud de la libertad» para entrar así en el orden de Dios. Este es el debitum que le debemos a Dios, que no es cualquier cosa, sino lo más grande que nosotros hemos recibido graciosamente de Dios, nuestra libertad, nuestra voluntad. Honrar a Dios no es otra cosa que someterle nuestra voluntad, lo que corresponde al orden divino, y apreciándolo es como honramos a Dios. Pero si, por el contrario, el hombre peca, se daña, primero, a sí mismo, abusando de su libertad y perdiéndola, por tanto. Por otra parte, habrá que decir que no es irracional, es decir, no es inadecuado a Dios ni contrario a su amor entender la muerte de Jesús como acto libre, y, al mismo tiempo, como obediencia al Padre, y, en consecuencia, como la voluntad del Padre. Aún tendremos ocasión de ocuparnos del reproche de que una imagen tal de la muerte de Cristo supone la idea de un Dios sanguinario. Podemos mantener –vaya esto por delante–que Anselmo interpreta los testimonios neotestamentarios, que significan la muerte de Cristo como voluntad del Padre («No se haga mi voluntad, sino la tuya» Lc 22, 42; cfr. Mt 26, 42), en el sentido de que Dios no quería que la reconciliación del mundo ocurriese de una manera distinta (CDH I, 9, 30-35), y lo mismo la liberación, a la que llamamos redención (cfr. CDH I, 6, 18-19).

Satisfacción o castigo

El hombre ha perdido por el pecado su estado original y sólo puede llegar a la salvación si Dios no lo atrae de nuevo hacia sí. «Esto sólo puede

45. Cfr. Anselmo de Canterbury, De libertate arbitrii (FChr 13, 61-119).

ocurrir por el perdón de todos los pecados; y esto sucede después de una satisfacción previa y completa» (Med.).

Se ha afirmado con razón que la expresión «honor de Dios» (honor Dei) está teñida del lenguaje cortesano-caballeresco y de las imágenes del feudalismo. La tarea de nuestra interpretación consistirá en ver con claridad la cuestión aquí insinuada, teniendo en cuenta lo que dice. Se trata del honor de Dios y el pecado es su deshonor. Para Anselmo el pecado no es (sólo) una cuestión individual. La deshonra de Dios es siempre y al mismo tiempo la deshonra de la voluntad de Dios. Y su voluntad se manifiesta en la creación. El honor de Dios se extiende, por tanto, a su obra, a la totalidad del universo. El universo es un todo ordenado. El honor de Dios quiere y exige que se respete el orden y la hermosura del universo. Este orden universal debe dirigir el comportamiento de las criaturas, puesto que él es la expresión de la voluntad y de la razón de Dios. Dios no puede permitir, por su honor, que la belleza del orden creado sea destruida en lo más mínimo. Aquí aparece de nuevo en Anselmo el motivo que ya encontramos en Atanasio: Dios es el «pastor» de su creación. Pecado es deshonra de Dios, porque conculca el recto orden.46 También en Anselmo nos encontramos con esta visión universalista, que pertenece al depósito de la revelación bíblica: Unidad entre cosmología, ontología y ética en un orden que abarca la totalidad.

La deshonra de Dios es un «robo», y quien no devuelve lo robado, es culpable. Pero Anselmo va más allá: «No es suficiente devolver sólo lo que se ha robado, sino que hay que restituir más de lo que se ha tomado por razón de la deshonra cometida». Algunos ejemplos nos aclararán aún más todo esto. Si se perjudica la salud de alguien, tendrá que pagarle una indemnización. A quien se le deshonra hay que darle algo que le convenga. Finalmente, quien roba tiene que devolver «algo que no se le podría exigir si no hubiese robado lo que no era suyo». Esto quiere decir que no basta con dar lo que se debe, sino que debe ser algo especial (CDH I, 11, 40-41). Todo esto es lo que se entiende bajo el concepto de «satisfactio». Pero si no se llega a esta satisfacción, sólo queda el castigo como alternativa. Esta idea ofrece un punto de contacto con la critica moderna a la obra de Anselmo.

El punto débil en la argumentación de Anselmo parece estar –como la de Atanasio– en que se comprende el pecado como deshonra de Dios. ¿No le hubiera sido suficiente a Dios con perdonamos? ¿Pasar por alto la injusticia? Además la oración del Padre Nuestro exige que tenemos que perdonar

46. Cfr. Atanasio, De incarnatione Verbi § 34 (SC 199, 384-388).

como Dios nos ha perdonado. Anselmo opone a esto que la bondad de Dios no puede permitirle hacer algo indigno de él. Sería indigno que hiciese algo injusto o desordenado. Pero como el pecado es un «desorden» (inordinatio), sería indigno de Dios no castigar el pecado. De aquí deduce Anselmo que, ante la justicia y el honor de Dios, sólo queda el dilema: O satisfacción o castigo, aut satisfactio aut poena.

Gisbert Greskake47 ha demostrado de forma totalmente convincente que si escuchamos atentamente a Anselmo descubriremos una significación más profunda, que nos llevará a la pregunta que en Máximo el Confesor constituye el núcleo de su teoría de la redención. Se trata, en lo fundamental, de la libertad, que Dios ha dado a los hombres y que representa el punto culminante del orden divino. Nada puede trastocar el orden divino más que el abuso de la libertad humana. Todas las demás criaturas están atadas a sus leyes. La alternativa: satisfacción o castigo, es la alternativa, fuera de la cual no hay ninguna reinstauración para el mundo, dañado por el pecado y sacado de su ensamblaje.

Anselmo mantiene realmente que el pecado del hombre no conculca el honor de Dios, como lo haría un hombre particular. «Es imposible que pierda su honor» (CDH I, 14, 46-47). El ser de Dios no puede ser destruido por el pecado del hombre. Entonces, la deshonra de Dios sólo puede significar: deshonra de su orden creacional. La necesidad de la satisfacción se sitúa, por tanto, de parte del hombre. «Pues no estaba obligado Dios a redimir de esta manera a los hombres, sino que fue la naturaleza humana la que obligó a que se realizara la satisfacción de esta manera» (Med.). Anselmo comprende el honor de Dios personalmente, y desde aquí hay que sopesar «qué clase de gravedad tiene el pecado» (CDH I, 21, 74-75). Sólo así puede decir Anselmo que Dios se entristece y se queja.

«Así como cada hombre se entristece y se queja cuando pierde algo, que él había adquirido para su uso y fomento, así también Dios se entristece y se queja, cuando ve que el hombre, a quien había creado para sí mismo, es arrebatado por el diablo, y tiene que perderlo eternamente. Así se les llama perdidos a los condenados, porque se han perdido para Dios, para cuyo reino y gloria habían sido creados».48

El análisis de Anselmo sobre la satisfacción comienza con un análisis de la justicia interpersonal humana y de la reparación. Éste es el sustrato antropológico. Adrian Schenker analiza esta situación bíblicamente, refi-

  1. Greshake, Erlösung und Freiheit 323-345.

  2. De la magnífica conferencia de Eadmer, De beatitudine calestis patria? (PL 159 601-602), trad. por Balthasar, Herrlichkeit II/1, 252.

riéndola a Anselmo.49 Muestra que el principio «Satisfacción o castigo» representa un modelo de la solución de conflictos, que fue desarrollado en el Antiguo Testamento. Se trata de disminuir la violencia, de apostar por una solución pacífica, en evitación de nuevas violencias. Satisfacción y «expiación» no son obras de compensación, por las que ambas partes apuestan por una solución pacífica y por las que la parte ofendida da a conocer su disposición a perdonar, y la culpable muestra su disposición a aceptar y pedir el perdón, por medio de un signo adecuado (reparación). Sólo hay una de las dos cosas, o satisfacción o castigo, aut satisfactio aut poena. Una vez se ha cumplido la satisfacción, el castigo está de sobra. Con la satisfacción corre pareja la liberación del peso del castigo. La concordia ha sido realmente restablecida sin que haga falta nada más. Aquí vemos con claridad lo cerca que está de la Biblia el análisis anselmiano. El ejemplo de la indemnización se corresponde al pago del köper neotestamentario, por el que se posibilita de nuevo la total concordia. Schenker sigue mostrando que este camino de solución pacífica de conflictos por satisfacción (köper) sustituye al castigo. Por este camino se busca evitar que el odio siga a medio encender y que un nuevo derramamiento de sangre se una al anterior. Otra cosa ha elaborado también Schenker: que no es una alternativa decir que el otro tenga sin más que perdonar incondicionalmente. Dice que perdonar siempre tiene que ser una cosa de doble cara. No basta que el que fue herido, perdone sin más. Esta disposición al perdón es una condición indispensable para la solución del conflicto.

El perdón hay que aceptarlo activamente, por medio de gestos, de signos de petición de perdón. Pero no hace falta que todo esto sean grandes manifestaciones, lo que sí hace falta es el cambio de actitud en la voluntad, que se hace así visible y que contribuye más a la petición de perdón que sólo lo «normal». La satisfacción tiene que ir más allá de los perjuicios. No se trata de un regalo caro, sino de que el signo tiene que ser de tal manera que se aprecie el cambio de actitud. Sólo se restituye la concordia, si ambas partes vuelven a tener sus derechos y su honor. Y esto no lo puede hacer ni un perdón incondicional, en el sentido de re-

49. A. Schenker, «Honneur de Dieu et satisfaction chez Saint Anselm et dann la Bible», en: Sources 11 (1985) 49-54; Idem, «köper et expiation», en: Bib. 63 (1982) 32-46. Schenker ha presentado varios estudios sobre la importancia de la reconciliación y la expiación en el Antiguo Testamento, por ejemplo: Versöhnung und Sühne. Wege gewaltfreier Konfliktslösung im Alten Testament. Mit einem Ausblick auf das Neue Testament (= BiBe NF 15), Fribourg/Suiza 1981; Idem, Versöhnung und Widerstand. Bibeltheologische Untersuchungen zum Strafe Gottes und der Menschen, besonders im Lichte von Exodus 21-23 (= SBS 139), Stuttgart 1990; Idem «Das Zeichen des Blutes und die Gewißheit der Vergebung im Alten Testament», en: MThZ 34 (1983) 193-214.

nuncia de lo que le es propio, ni un acto de venganza, que lo que traería sería aún más injusticia.50

La libertad reconquistada

La satisfacción en Anselmo es algo positivo; la humanidad tiene que devolver a Dios, como Señor, su honor radicalmente y someterse a él libremente para que su propia libertad humana vuelva a recobrar su estado. A partir de esta libertad hay que comprender cómo entiende Anselmo las anteriores afirmaciones: que no sería conveniente al honor de Dios ejercer su misericordia para con los hombres sin satisfacción. Dios no neutraliza el orden de la creación al perdonar; él no desatiende la libertad del hombre. La redención no ocurre pasando por alto al hombre. Si Dios hiciera esto, el hombre no recobraría ni su dignidad ni su libertad originales. (CDH I, 19, 66-71). Más bien es la redención la que debe ella misma corresponderse con el orden divino: «instaurar al hombre en su derecho, hacerlo capaz de ser responsable con libertad de la redención»51 Se trata de conseguir el «esplendor de la libertad» 52

Anselmo relaciona íntimamente la idea de la satisfacción con la libertad. Conceder al hombre la necesidad de la satisfacción de Dios quiere decir hacerlo partícipe con toda seriedad de la alianza de Dios. Mientras que para Lutero –y antes que él para los nominalistas– el hombre se comporta como una «pelota» pasiva en la lucha entre justicia –en el sentido de castigo– y misericordia –en el sentido de una declaración de inocencia–, Anselmo piensa decididamente desde la alianza. La justicia –central en este punto– es la fidelidad de la alianza de Dios para con el otro miembro libre de la misma, que es respetado en su libertad y tratado con seriedad. Balthasar insiste: «Haber visto que la necesidad de la libertad humana es un tener-que-someterse constituye una de las más grandes prestaciones de Anselmo y domina toda su teoría de la libertad».53

Pero aún nos queda el eslabón más decisivo en la cadena de la argumentación. Si se exige realmente una nueva y total orientación de la libertad humana hacia Dios, «para curar lo que estaba herido», entonces será evidente, al mismo tiempo, que una postura así supera con creces la posibilidad del hombre pecador. El lenguaje en que Anselmo formula todo esto no debe confundirnos. El habla de la necesidad de una reparación infinita, pues el honor perdido es el de un Dios infinito. De todo lo dicho hasta aho-

  1. Cfr. H. Steindl, Genugtuung. Biblische Versöhnungsdenken — eine Quelle für Anselms Satisfaktionstheorie? (= SF 71), Fribourg/Suiza 1989.

  2. Greshake, Erlösung und Freiheit 337; cfr. Balthasar, Herrlichkeit II/1, 253-254.

  3. Balthasar, Herrlichkeit 11/1, 241.

  4. Balthasar, Herrlichkeit 11/1, 243; cfr. Greshake, Erlösung und Freiheit 341.

ra se sigue que no se trata de un equilibrio material, cosa que el hombre jamás sería capaz de conseguir. Más bien se trata de una entrega personal infinita, de un amor sin límites. La satisfacción, que supera la violación del honor de Dios, tiene que igualarse con el honor divino; el hombre tiene que hacer en la satisfacción más de lo que él ha «robado» por el pecado. Pero algo así sólo lo puede «hacer» Dios. Y sólo él también puede procurar la libertad de la conversión. Pero el orden querido por Dios exige, además, que la satisfacción y la conversión sean procuradas por un hombre. Por ello, fue necesario y conveniente en sumo grado que la satisfacción fuese realizada por un hombre-Dios. El hombre solo debe, pero no puede, reparar el orden; Dios sí que lo puede hacer, pero no debe. Por ello es necesario un hombre-Dios, que, al mismo tiempo, pueda y deba (CDH II, 9, 96-99).

La necesidad se entiende aquí en el sentido antes aclarado, como conveniencia interna. A partir de estos pensamientos, desarrolla Anselmo cada uno de los puntos de la cristología. ¿Por qué se hizo Dios hombre? Porque sólo Dios puede obrar la salvación; porque sólo el hombre era deudor de la reparación, por eso es razonable y, en este sentido, necesario que sólo un hombre-Dios puede obrar la salvación. Ahora vemos claro por qué Anselmo acentúa tanto la libertad y la voluntariedad de la muerte de Jesús. Esta sólo será efectiva si se realiza libremente y concorde con la voluntad de Dios (por ej. DCH II, 11, 110-117). A partir de este solo pensamiento desarrolla Anselmo toda su cristología, mostrando que el hombre-Dios tiene que ser y permanecer siendo verdadero Dios y verdadero hombre (CDH II, 7, 98-99). Anselmo deja a Boso hacer el siguiente resumen:

"La culpa fue tan grande que, aunque sólo el hombre tenía que redimirla, sólo Dios lo pudo hacer, de tal manera que el mismo hombre fue como Dios. Por eso fue necesario que Dios asumiese al hombre en la unidad de su persona, para que el que según su naturaleza tenía que redimirla, pero no podía, fuese el que según su persona lo pudiese hacer» (CDH II, 18, 142-143).

Resumen

Para Anselmo, el pecado significa no dar a Dios lo debido, es decir, no orientar hacia Dios la propia voluntad libre. La reparación del orden, destrozado por el pecado, viene exigida por la justicia de Dios, que es el garante del orden divino universal. Esa reparación la tiene que hacer el hombre, pero no puede, por la gravedad del pecado. Por eso, se hizo Dios mismo hombre, para, como hombre, dar al hombre lo que necesitaba, pero que no podía realizarlo, esto es, la reparación del pecado. Esta la ha obrado Cristo, el hombre-Dios, al ofrecer su vida por todos los hombres desde su voluntad humana, representándolos a todos y poniéndose en su lugar.

Una reparación así es exigida por la justicia de Dios, para que su orden no sea trastocado para siempre por el pecado.

Al final de Cur Deus homo, retorna Anselmo la pregunta de cómo se puede cohonestar la justicia con la misericordia. Lo que, a veces, da la impresión de ser un pensamiento estrictamente jurídico, se manifiesta ahora como la expresión más alta de la misericordia.

«Pero la misericordia de Dios, que parecía haberse perdido para ti -cuando considerábamos la justicia de Dios y los pecados de los hombres-, la hemos encontrado tan grande y tan de acuerdo con la justicia que no podemos hallar otra más grande y más justa que ella. Pues ¿qué podríamos encontrar más misericordioso que el que Dios Padre diga al pecador, condenado a penas eternas y carente de todo lo que necesitaba para liberarse: Toma a mi Hijo unigénito y ponlo en tu lugar. Y el Hijo: acéptame y redímete? ¿Y qué es más justo que aquel, a quien se le pagó un precio más grande que cualquier culpa, perdone toda culpa, si este precio se le da con el debido amor?» (CDH II, 20, 152-153).

Aquí vemos con claridad cómo para Anselmo la teoría de la satisfacción es la teoría de la gracia: La misericordia de Dios es la fuente de su decisión salvífica. Nos da aquello con lo que nosotros podemos reconciliarnos con él: «acéptame y redímete»; ambos polos se mantienen juntos: la iniciativa gratuita de Dios y el drama de la libertad humana. En la frase final, que viene a ser una síntesis del conjunto, se expresa esto de forma magnífica. Se conjugan todos los elementos. Es justo que Dios perdone toda culpa, si se le paga el precio, que es más grande que toda culpa, si este precio se le da con el debido amor.

Al final de esta exposición sobre la teoría de la satisfacción podemos decir: Reparación, en el sentido de Anselmo sólo puede consistir en el precio del amor, pues el pecado, como «robo» de lo que se le debe a Dios, es, en fin de cuentas, ruptura de la alianza, que sólo puede ser restablecida por la reparación de la misma. La soteriología anselmiana es realmente una teología de la alianza, que pone tan alta la responsabilidad de la libertad humana, porque el hombre es tomado en serio como aliado.

b) La teología de la cruz de Martín Lutero

La teoría luterana de la redención representa un tipo que radicaliza unilateralmente la teoría de la satisfacción anselmiana muy por encima de las intenciones de Anselmo. Nos lleva directamente a las preguntas de la soteriología que han surgido, a raíz de la reforma. Es por ello que la atendemos antes que a Tomás de Aquino, cuya equilibrada síntesis es mejor que la tratemos al final.

Cuestionamiento

«Dios contra Dios por los hombres» – «El Dios bondadoso contra el Dios airado a favor nuestro». Estas son las breves fórmulas con las que los teólogos luteranos nos han presentado la teología luterana de la cruz.54 La visión que tuvo Lutero sobre la eficacia del acontecimiento de la cruz sólo puede ser comprendida así: «Que el cambio de la ira al perdón en Dios sólo pudo ser realizado por la persona y la obra de Cristo».55 Perdón es para Lutero perdón de la ira de Dios: «Lutero no deja lugar a dudas de que un tal perdón es necesario, algo así como un "cambio de actitud" en Dios mismo, que sólo consigue Cristo» 56 La representación imaginativa de la redención es la de un «drama en Dios mismo», cuyos beneficiarios son los hombres.

La Escritura habla de la ira de Dios y de su arrepentimiento.57 El judaísmo ha mantenido un profundo sentido de este lenguaje antropológico, pero era muchas veces consciente de que se trataba de imágenes. Con la comprensión que tiene Lutero de los sufrimientos redentores de Cristo en representación de los hombres, la cosa cambia. Interpreta en toda su agudeza y de forma extrema la muerte de Jesús de tal manera que Dios mismo ha rechazado a su Hijo y lo ha despedazado realmente con su ira. Hay dos pasajes de capital importancia: «Dios se ha hecho por nosotros pecado» (2 Co 5, 21) y «Cristo se ha hecho por nosotros maldición» (Ga 3, 13).

Al interpretar Lutero la carta a los gálatas (1531) se extralimita tanto que explica que Cristo no sólo ha asumido sobre sí las consecuencias del pecado, sino el pecado mismo. Cristo se ha hecho realmente por nosotros pecado, para justificamos. A Cristo lo ve él totalmente «enredado» en mis pecados y en los del mundo, para que el hombre alcance «a cambio» su justicia. Cristo se ha hecho incluso carne; dicho con toda dureza: «El es el bandido más grande, el asesino, el adúltero, el ladrón, el blasfemo, etc. No hay pecador más grande que él».58 Según Lutero, que Cristo nos represente quiere decir que él pueda decir: «Yo he cometido todos los pecados de

  1. Cfr. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 126, nota 9. Sobre la teología de la cruz, cfr. también: H. Blaumeiser, Martin Luthers Kreuztheologie. Schlüssel zu seiner Deutung von Mensch und Wirklichkeit. Eine Untersuchung anhand der Operationes in Psalmos (1519-1521) (= KKTS 60), Paderborn 1995 (Bibl.); Th. Beer, Der fröhliche Wechsel und Streit. Grundzüge der Theologie Martin Luthers, Einsiedeln 1980; Ch. Morerod, Cajetan et Luther in 1518. Ed., trad. et commentaires des opuscules d'Augsbourg de Cajetan, 2 vol., Fribourg /Suiza 1994; G. Chantraine, Erasme et Luther libre et seif arbitre. Etude historique et théologique, Paris 1981.

  2. Cfr. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 132-133, nota 40.

  3. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 127.

  4. J. Jeremias, Die Reue Gottes (= BSt 75), Neukirchen-Vluyn 19972.

  5. M. Lutero, Der große Galaterbriefkommentar (1531/33), en: WA 40/1, 433. (En adelante WA, N. del Trad.)

los hombres».59 Lutero sabe muy bien que esta interpretación no sólo rompe con la tradición, sino que se opone a la razón; él mismo lo llama absurdum.60 Ésta es la locura de la teología de la cruz.

Para Lutero esto se explica desde la propia lógica de la obra de Dios: él habla sub contrario. Allí donde quiere dar la gracia, muestra su ira; donde quiere enderezar, subyuga. El punto álgido de este obrar sub contrario se alcanza en el sufrimiento de Cristo en la cruz: aquí es donde hay que leer cómo Dios actúa. Aquí, en sus tentaciones, empieza el cristiano a comprender la misericordia de Dios, que obra sub contrario. Así entiende Lutero el intercambio de la representación: Nuestro pecado es el pecado de Cristo; su justicia, la nuestra.

Habría que profundizar ahora en la dialéctica luterana, que echa sus raíces en su propia experiencia de que en la más profunda condena, la total aversión de Dios se convierte, en el mismo momento, en conversión a Dios; la aversio en conversio. Ahora bien, en la justificación, el hombre sigue siendo pecador; permanece en su aversión de Dios y, al mismo tiempo (simul), en su conversión a Dios. El es simul iustus et peccator, justo y pecador, a la vez.61 Y lo mismo ocurre en Cristo, en quien permanecen, juntos y a la vez, el pecado más grande y más grave y la justicia total y más grande. ¿Cómo es posible que dos contrarios extremos se encuentren juntos en esta misma persona? Esta es para Lutero la «lógica correcta», la coincidencia de los opuestos.62

Comencemos la discusión con Lutero, preguntando con precaución si él podía referirse verdaderamente a la segunda carta a los corintios (2 Co 5, 21) y a los gálatas (Ga 3, 13), al decir que Cristo se hizo literalmente pecador y maldición. La expresión de la carta a los hebreos «Se ha hecho maldición por nosotros» (Ga 3, 13b) se encuentra dentro de un contexto problemático. Los judeo-cristianos más celosos afirman que la ley es la fuente de la justificación (cfr. Ga 2, 16; 3.2). A ellos les responde Pablo que sólo hay una fuente de maldición: la maldición de la que sólo Cristo y no la ley «nos» puede liberar (este «nos» se refiere a los judíos). Y para acentuar este hecho con fuerza dice Pablo que la ley ha afectado a Cristo mismo, pues en el Deuteronomio (Dt 21, 23) se encuentra esta frase: «Maldito sea

59. WA 40/1, 442-443.
60. WA 40/1, 344.
61.
WA 40/1, 439.
62. WA
40/1, 438-440; está de acuerdo K. Barth, KD IV/1, 261-263; es crítico: H. R. Dchmitz, «Progrés social et changement révolutionnaire. Dialectique et révolution», en: RThom 74 (1974) 391-451, aquí: 402-417; desde la historia de los dogmas: R. Weier / B. A. Willems, Soteriologie. Von der Reformation bis zur Gegenwart (= HDG III/2c), Freiburgar. 1972, 4-12; sobre esto: E. De Negri,
Offenbarung und Dialektik. Luthers Realtheologie, Darmstadt 1973, esp. 218-223.

el que cuelga del madero» (Ga 3, 13). Es evidente que Pablo se está refiriendo a la ignominia de la muerte de Jesús, que era difícilmente soportable para los judíos. Cristo, para redimirnos, ha soportado ser juzgado como blasfemo y declarado maldito por la ley ante los ojos del mundo y de los judíos. Pero lo menos que quiere decir Pablo aquí es que Dios lo haya declarado maldito: él mismo quiso reconciliar consigo al mundo por él (2 Co 5, 19). Por ello, evita Pablo en la cita del Deuteronomio la frase primera «maldito es de Dios...», con el objeto de evitar esta impresión.

Aquí dice Pablo lo que más tarde volverá a decir: «nacido de mujer, puesto bajo la ley» (Ga 4, 4), esto es, que Cristo ha asumido nuestra conditio, nuestra humanidad que está bajo el pecado y bajo la ley, para reconciliarla con Dios por medio de un acto pletórico de obediencia y de amor. Así es como lo ha comprendido la mayor parte de la tradición. En la segunda carta a los corintios (2 Co 5, 21) no dice Pablo: «Dios ha hecho a Cristo pecado, para que nosotros fuésemos justos». Esto contradeciría a lo que antes afirmaba: «El, que no conocía pecado...». Más bien se dice allí: «El lo ha hecho pecado, para que nosotros fuésemos justicia en él». Se habla aquí de dos conceptos abstractos: pecado y justicia, que para Pablo no significan cualidades, que pudieran ser atribuidas a alguien por un juicio de identidad: ni Cristo ni nosotros somos idénticos con el pecado. Se nos ofrecen tres interpretaciones. La primera: Que «Dios lo haya hecho pecado por nosotros» significa que Dios lo ha hecho solidario con nuestra condición pecadora, para que nosotros seamos solidarios con su condición de justicia. Cristo se ha hecho realmente uno de nosotros, pero, precisamente por esto, nos ha abierto nuestra comunión con él. La segunda: Dios lo ha hecho por nosotros víctima por los pecados (cfr. 2 Co 5, 21): lo ha hecho «hattat», de acuerdo con su doble significación de pecado y víctima por los pecados. Según el libro del Levítico (Lv 6, 22), los sacerdotes comen la carne de la víctima como algo sagrado. Con ello se evita que la víctima misma sea pecado; más bien lo excluye.63 Víctima por los pecados significa, antes que nada, víctima de propiciación. La tercera interpretación es la de Lutero, según el cual Cristo mismo se habría hecho summus peccator et summus iustus.

La comprensión del pecado

¿Cómo interpreta Lutero en particular que Cristo se hizo pecado y maldición? Para comprender la forma cómo el reformador llega a esta idea tan

63. S. Lyonnet / L. Sabourin, Sin, Redemption and Sacrifie. A biblical and Patristic Study (= AnBib 48), Roma 1970, 251-253.

radical, que determina su antropología, su cristología y su doctrina sobre la justificación, hay que buscar las causas desde un principio. Lutero se encuentra especialmente dentro de la tradición agustiniana. Todas sus ideas fundamentales están afectadas de agustinismo, pero Lutero les ha dado una nueva forma que es decisiva. Igual que Agustín Lutero interpreta que «Cristo se hizo pecado y maldición» en orden a la encarnación, a la asunción de su humanidad y de la condición pecadora humana. Pero interpreta de manera distinta a Agustín la forma de ser de esta condición.

De Agustín toma el monje agustino Martín Lutero la diferencia entre uti y frui, usar y gozar. Gozar (fruí) significa «adherirse a una cosa con amor por ella misma», lo que sólo puede valer para el Dios trinitario.64 Usar (uti) significa, por el contrario, la forma correcta que el hombre tiene de relacionarse con las cosas, las cuales, por su naturaleza, están también relacionadas con otras, es decir significa la forma de relacionarse con las cosas creadas.65 «Todo lo creado ha sido hecho para utilidad de los hombres, que lo utilizan, según el juicio de la razón que se le ha dado».66 Entre uti y frui, entre la vida eterna y la temporal, no hay en principio ningún conflicto.

¿De dónde viene, pues, el mal? El orden de las cosas, del mundo, muestra a los hombres la «escala de valores» que corresponde a cada cosa, y cómo hay que usarla. El hombre se hace malo, no porque aquello hacia lo que voluntariamente se incline sea malo, sino porque su inclinación como tal está equivocada.67 Cuanto más, pues, se goce las cosas incorrectamente, por encima de su uso, es decir, cuando se las sitúe como último fin, tanto menos se inclinará el hombre hacia el frui Deo, descarriándose así de su meta y pecando.

¿Es esta desorientación tan radical que todo lo pervierta, o es sólo un desvío corregible? Esto queda aclarado con la diferencia agustiniana entre pecado in abdito e in aperto, entre pecado escondido y pecado abierto. El pecado escondido precede al abierto («categorial»). Este pecado interno es como una naturaleza distinta, otra ley que se le impone al hombre: carne, no espíritu, y según ella, el hombre estaría irremisiblemente perdido. Pero Agustín está con la tradición de que este pecado escondido no lo es todo. El hombre no ha caído totalmente. Es menos de lo que fue, pero se queda, por su caída, como colgado de un grado intermedio. Éste es la capacidad «de diferenciar entre lo bueno, que había echado a perder, y lo malo en lo

  1. Agustín, De diversis qucestionibus 83, q. 30 (CChrSL 44A, 38).

  2. Agustín, De doctrina christian I, 4 (CCHr.SL 32, 8).

  3. Agustín, De diversis qucestionibus, 83, q. 30 (CChrSL 44A, 40).

  4. Agustín De civitate Dei XIV, 17 (CCh.SL 48, 440).

que ha caído».68 Diferenciar entre bueno y malo pone a salvo una chispa de justicia y de orientación, que se muestra precisamente en esta diferencia entre frui y uti.

Existe, por tanto, la posibilidad de un tercer paso: entre una coincidencia total entre la voluntad de Dios y la voluntad humana, por una parte, y, por otra, entre una alienación total en la massa damnata. Hay determinados mandamientos, mandamientos limitados, transgresiones limitadas que no son malos totalmente. «Conculcar un mandamiento determinado y limitado no significa, sin embargo, ni confundir a Dios con una cosa, ni ponerse a sí mismo en el lugar de Dios» 69 Hay, pues, grados de bien y de mal, un orden positivo. Incluso el radical y más tarde antipelagiano Agustín conoce la posibilidad de distinguir entre pecados graves y leves, una ética positiva y una casuística positiva.

La visión radical de Lutero es que quiere arrancar de raíz este tercer paso. El sentirse el hombre capaz de un bien relativo, el distinguir entre pecado mortal y venial, esto es el engaño que sufre el hombre que busca asegurarse; esto es la treta del demonio, esto es el pecado original. Lutero reduce el pecado al único modelo de pecado in abdito. Al mismo tiempo, afirma que todo usus es pecaminoso, porque el hombre en su intimidad más recóndita quiere ocultar que él sólo intenta sustituir el frui de Dios por el frui de sí mismo.

Ya en sus lecciones sobre la carta a los romanos de 1515/16 contrapone Lutero radicalmente la gracia y la naturaleza: la gracia sólo ve a Dios y «todo lo que ve entre él y Dios, lo pasa por alto (transit)». La naturaleza sólo se mira a sí misma, y «todo lo otro que está en medio, se lo salta, incluso a Dios» .70 Esto significa la «exclusión del mundo», de todo lo creado, es una radical disyuntiva, es la radicalización del conflicto agustiniano entre amor propio y amor de Dios. Al saltarse Lutero el pecado escondido, los mandamientos concretos y su cumplimiento, todo queda indefinido, todo el orden de la creación, cualquier usus de la creación es, en el fondo, pecado grave. «Por pequeña que parezca la trasgresión externamente, por poca importancia que tenga su contenido, por insignificante que sea la regla trasgredida, el pecado se convierte en un acto absoluto siempre idéntico».71

Esta visión significa que una ética racional es, en el fondo, imposible. Precisamente lo que rechaza Lutero es la idea de que un uso correcto de lo

  1. De Negri, Offenbarung und Dialektik 12.

  2. M. Lutero, Vorlesung über den Römerbrief 1515/16 (Ed. Ficker II, 185)

  3. Idem.

  4. De Negri, Offenbarung und Dialektik 14; cfr. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 542.

creado sea un paso previo al goce de Dios, la de que una alegría ordenada sea ya un reflejo de la bienaventuranza, y la opinión de que haya varios grados en el uso incorrecto de las cosas y de que, por tanto, el goce de Dios no sea destruido incondicionalmente, aunque quede distorsionado.

Esto se manifiesta ejemplar y concretamente en su opinión obre la política. Si el mundo, en la confrontación entre la voluntad de Dios y la voluntad contraria del hombre, se excluye, quedará entregado a sí mismo. Falta una casuística de poderes justos e injustos; todo poder pertenece entonces a las cosas creadas por Dios. Se desecha todo derecho positivo como sistema normativo equilibrado; el gobernante se encuentra ante el gobernado sin ninguna instancia de ley o de norma. La estructura que aquí se observa, siempre es la misma, la de saltarse todas las mediaciones creadas a favor de una dialéctica, en la que no es posible ninguna tercera posición.

Algo parecido ocurre en el campo de la ética individual. Aunque es verdad que a las buenas obras no les quita cierta utilidad, éstas no tienen nada que ver con la salvación: están excluidas de su referencia a la vida eterna, pues las buenas obras son sólo el muro que el hombre levanta para su propia satisfacción y para ir contra Dios.

Más dramático resulta aún todo esto al referirlo a la interpretación de la ley veterotestamentaria. ¿Cuál es la intención de Dios al proclamar la ley? Dios prescribe un cierto números de obras, pero su intención es completamente otra: no que el hombre las haga, sino que se angustie, por miedo a caer en la cárcel de la ley:

«Pues esa cárcel, ese calabozo significa el pavor espiritual, por el que la conciencia queda de tal manera constreñida que no puede encontrar en toda la amplitud del mundo ningún lugar donde pueda encontrar seguridad. Y mientras estos pavores (pavores) duren, la conciencia siente una ansiedad (anxietas) tan grande que cree que cielo y tierra, aunque fueran diez veces más grandes, seguirían siendo tan angustiosos (angustiora)».72

Esta impugnación crece hasta el odio a Dios:

«Así cae necesariamente en el odio a Dios y blasfema. Antes, sin esta impugnación, era un gran santo, servía y alababa a Dios, caía de rodillas y le daba gracias como los fariseos (Lc 18, 11). Pero ahora que se le han revelado los pecados y la muerte, desearía que no hubiese ningún Dios. Así la ley fue causa del odio más intenso a Dios».73

  1. WA 40/1, 521; cfr. De Negri, Offenbarung und Dialektik 39.

  2. WA 40/1, 487; cfr. De Negri, Offenbarung und Dialektik 40-41.

Esta impugnación la ha asumido también Cristo, cuando, estando bajo la ley, se hizo por nosotros pecado y maldición.

La redención de Cristo

El que Lutero interprete, con una literalidad tan radical, los pasajes de las cartas a los gálatas y segunda a los corintios (Ga 3, 13; 2 Co 5, 21) proviene de un prejuicio propio. Cristo, ya desde su encarnación, es, en el fondo, pecado y maldición. Ser hombre significa pues, de facto, vivir en el pecado y en la maldición. «Todo el ser del hombre es para él "carne", es decir, lejanía de Dios»; «Totus horno caro» quiere decir «el hombre, situado lejos de Dios y contra Dios por el pecado, de forma total, completa e inexorable».74 Lo que significa para Lutero que Dios mismo interrumpe su relación con el hombre. Según Lutero, la enemistad de la criatura contra Dios es la consecuencia de la ira de Dios. Encarnación significa de forma primaria: «entrar en la lista de los pecadores», y esto quiere decir: entrar en la lejanía de Dios de los pecadores. Encarnación significa, pues, ponerse de parte de aquellos cuya relación con Dios ha sido rota. Así comprende Lutero la frase paulina: Estar-bajo-la-maldición-de-la-ley. Cristo se hace lo que nosotros ya somos: Malditos de Dios.75 «Lutero explica de forma explícita y provocadora toda la obra del hombre alejado de Dios, precisamente cuando dice que el hombre, haga lo que haga, peca mortalmente».76 Para Lutero la obra de Cristo sólo tiene sentido cuando ha asumido la constitución humana, esto es, cuando él mismo se ha hecho «el pecador más grande». «Nuestro pecado tiene que hacerse el propio pecado de Cristo, o pereceremos para siempre».77

Pero si el mismo Cristo se ha hecho pecado y pecador, ¿cómo podrá el hombre salvarse de su pecado? ¿De qué le sirve al hombre que Cristo haya sido alejado de Dios? ¿De qué, si Dios se aparta de Cristo y lo rechaza y lo hace carne? ¿No permaneceremos entonces en nuestros pecados, si Cristo mismo es pecado? Aquí se encuentra la casi insalvable diferencia entre su teoría de la redención y la de la tradición. Pues para Lutero, el hombre, incluso después de la muerte de Cristo y también después de la justificación, sigue siendo un pecador. La justificación no es un estado, sino un proceso,

  1. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 542-543.

  2. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 125-128. Aquí nos ahorramos ofrecer los textos en los que se describen esta serie de pensamientos contradictorios y exageradamente interpretados —como, por ejemplo, la interpretación del salmo 118 (117) de 1530 (WA 312/1, 249)—. Cfr. sobre el tema: Pesch, Theologie der Rechtfertigung 222-223 y H. Blaumeiser, Martin Luthers Kreuztheologie.

  3. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 542.

  4. WA 40/1, 435.

un «continuado ser declarado justo».78 Él sigue siendo simul iustus et peccator. ¿Cómo puede el sufrimiento y la muerte de Cristo, puesto en nuestro lugar, haber vencido definitivamente los pecados y la muerte? Según Lutero la justificación no consiste en que los pecados son perdonados de una vez por todas, sino en que ya no son tomados en cuenta por Dios, gracias a la muerte de Cristo. La justificación se les atribuye a los hombres, pero no está «inherente» en ellos, no es algo propio, les queda lejos, es algo externo, sólo le pertenece a Dios. Y como el pecado permanece en el hombre, la justificación sólo consiste en un acto gratuito y continuado del Dios que nos perdona, no tomándonos en cuenta nuestros pecados.79

Por todo ello, sigue siendo válida, a pesar de las necesarias diferenciaciones y reales coincidencias, la diferencia entre justificación eficiente y forense de la justificación, como característica de la diferencia católico-luterana. Es cierto que, según Lutero, el hombre, incluso después de la recepción de la gracia, sigue siendo, al mismo tiempo, justo y pecador. Pero la forma de interpretar este «al mismo tiempo» es algo difícil de sostener por parte católica, porque aquí se rechaza que la justificación sea una renovación efectiva del hombre.80 Con energía rechaza Lutero que la gracia sea una qualitas animce; no es una realidad en y dentro del hombre redimido, tal y como lo ve la tradición antes de Lutero. Con todo el hombre tiene «verdaderamente paz de corazón» (vere pacem cordis), pero no porque él «esté seguro de tener un Dios propicio» (propitium deum habere se sentiat).81

Esta comprensión ha tenido amplias consecuencias.82 Todo es puesto de parte de Dios, no de parte de los hombres. «La justificación está realmente sólo de parte de Dios, es decir, como la actitud justificadora de Dios hacia el hombre, por Cristo».83 Y esto tiene, como última consecuencia, que la justificación no es un proceso, por el cual de pecadores nos hagamos justos, convirtiéndose así el hombre en una realidad transformada, sino, en fin de cuentas, se trata de un «cambio» en el mismo Dios. Dios cambia su juicio sobre el hombre, por una decisión incomprensible y nunca argumentable.

  1. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 546; 212; 219.

  2. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 323.

  3. Sobre la forma de tratar diferenciadamente la fórmula «simul iustus et peccator», cfr. H. U. v. Balthasar, Karl Barth. Darstellung und Deutung seiner Theologie, Einsiedeln 19764, 378-386. Véase, además, Pesch: «Der forensische Charakter der Rechtfertigung ist nicht wegzudisputieren», Theologie der Rechtfertigung 161, nota 8; 182; 323.

  4. M. Lutero, Rationis Latonisanae confutatio 1531 (WA 8, 106).

  5. Estas consecuencias afectan también al campo sacramental y jurídico. Cfr. A. Rouco Varela / E. Corecco, Sakrament und Recht — Antinomien in der Kirche? Ed. por L. Gerosa / L. Müller (= Kirchenrecht im Dialog 1), Paderborn 1998, 11-24.

  6. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 317.

En vez de ira, que el hombre se merece, le atribuye Dios su buena voluntad y la justificación. Con ello varía también la perspectivas soteriológica tal y como la hemos encontrado hasta ahora en Pablo. «Dios es aquel, ante quien experimentamos sentirnos seguros (iexperiencia de la ley!). La posibilidad para ello nos la da Dios en Cristo. El hombre realiza esta posibilidad, poniéndose de parte de Cristo, es decir, creyendo. Con Cristo puede acercarse a Dios con confianza.84

A Lutero le interesa mantenerse aferrado a la omnipotencia de Dios. Desecha el pensamiento de una colaboración real del hombre con Dios, y, por ello y sobre todo, el pensamiento de un posible mérito por parte del hombre.85 De esta manera, todo el proceso de la redención sigue siendo un suceso de parte de Dios, de manera que la obra salvífica de Cristo afecta sólo a Dios. «Cristo actúa en su obra salvífica, primero que nada, de cara a Dios, y sólo después, por su fuerza redentora y por este título, actúa en los hombres, Más aún: en Cristo obra Dios consigo mismo; y sólo como una consecuencia de este obrar consigo mismo actúa por gracia en los hombres».86 Un comentador luterano pudo comentar así Ga 3, 13: «Dios asume en sí mismo la lucha del hombre contra sí mismo y le permite desfogarse».87 Lutero mismo describe la redención como un drama interdivino: «Él cae bajo la maldición [se entiende la ira de Dios] y quiere condenar, pero no puede, porque la felicidad está eternamente en él. Pero tiene que caer, pues si la felicidad en Cristo puede ser vencida, entonces Dios sería vencido».88 Dios vence a Dios; «Dios contra Dios por los hombres, el Dios bondadoso contra el Dios airado, a nuestro favor».89

De cualquier forma, no se puede hablar aquí de un cambio en sentido estricto, más bien habría que hablar de un proceso dialéctico, semejante al parecido que con un tal proceso tiene el simul iustus et peccator. El hombre permanece, aún después de la justificación, como un pecador, declarado inocente, pero siempre alejado de Dios, en el sentido más radical. Pero, al aceptar él por la fe (sola fide), que Dios es misericordioso, vive en un «constante tránsito del pecado a la gracia».90 La justificación no es un ser, sino un continuo proceso, que nunca se transformará en ser, sino que siem

  1. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 549.

  2. Idem, 317-322.

  3. Idem, 126.

  4. H. Asmussen, Theologisch-kirchliche Erwägungen zum Galaterbrief, 19373, sobre Ga 3, 13 — cita de F. Mussner, Der Galaterbrief (= HThK 9), Freiburgar. 19885, 234, nota 113.

  5. WA 40/1, 440.

  6. Ibid., nota 54.

  7. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 120, nota 49.

pre permanecerá en este proceso».91 Pero lo mismo y fundamentalmente ocurre en Dios, pues, debido a que el hombre sigue siendo pecador, la ira de Dios continúa, pero de manera que esta ira está en tránsito hacia la gracia. Dios «sufre» un proceso en sí mismo, o, como dice Eberhard Jüngel, consecuentemente con Lutero: «El ser de Dios se está haciendo» 92

Queda aún por preguntar si esta imagen de una dialéctica, caracterizada como interna en Dios –por no decir una tragedia interdivina– coincide con la idea neotestamentaria de Dios. ¿Cómo se puede identificar la idea de un Dios, que se vence a sí mismo, cuya gracia sobrepasa su ira, con la idea de la parábola del padre generoso ante el hijo pródigo? El nunca se apartó de su hijo, sino que, muy al contrario, lo espera con un amor inquebrantable y permanente: sigue esperándolo. No tiene por qué vencer su ira para tomarlo en sus brazos, más bien tiene que suavizar la ira del otro hijo, el hermano del hijo pródigo, a quien también quiere igualmente y aprecia.

La seriedad de Lutero en cuestiones de pecado, impugnación, lucha, es impresionante.¿Pero no le queda demasiado corta su interpretación de la redención como acto de amor? Es cierto que él no negó este aspecto: una de sus últimas palabras es que Dios tiene celo de la gracia y del amor»;93 que él es «Ibi eytel Backoffen dilectionis».94 «Si deus pingendus, sol ich malen, quod in abgrund seiner Gottlichen natur nihil aliud est quam ein feur und brunst, quae dicitur lieb zun leuten. Econtra lieb est talis res, ut non humana, angelica, sed Gottlich ja Gott selber».95 Dios es amor; el amor es Dios. Pero igualmente mantiene Lutero que Dios se revela sub contrario, escondido en la ira. Lo más monstruoso es la oposición entre amor e ira, bajo la cual se esconde Dios; es incalculable que Dios sin razón elija y agracie a unos y no elija y los deje en su obstinación a otros,96 de tal manera –por lo menos en su obra de servo arbitrio– que bajo la voluntad salvífica revelada por Dios para todos los hombres, yazga una voluntad no revelada y oculta, según la cual no todos los hombres estarían predestinados al bien. La propia experiencia de Lutero es decisiva para su teología.

  1. Cfr. E. Negri, Offenbarung und Dialektik 215-227; Schmitz, Progrés social et changement révolutionnaire 418.

  2. E. Jüngel, Gottes Sein ist im Werden. Verantwortliche Rede vom Sein Gottes bei Karl Barth. Eine Paraphrase, Tübingen 19763.

  3. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 394-396.

  4. Sermón sobre 1 Juan 4, 16 (WA 36, 425). (La expresión, medio en latín, medio en alemán antiguo dice: «allí él es un puro horno de amor». N. del T.).

  5. Sermón sobre 1 Juan 4, 16 (WA 36, 424). La frase, mezcla de latín y alemán antiguo, dice: «Si hay que pintar a Dios, yo lo pintaré, que él no es, en el fondo de su naturaleza divina, otra cosa que fuego y ardor, que se dice amor para la gente. Por el contrario, el amor es una cosa así, pero no humana, angélica, sino divina, Dios mismo». (Nota del T.).

  6. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 223, nota 140.

Pesch observa con razón que «la sencillez y evidencia de una relación amorosa [con Dios] sólo se fue desarrollando lentamente. Agradecimiento, alegria, paz, también amor a Cristo (quien asegura a los hombres «contra Dios») figuran en Lutero en el primer lugar de su proceso religioso; el amor a Dios se queda atrás».97

La doctrina luterana de la justificación es con toda certeza la expresión de una experiencia auténtica, de una experiencia de fe, llena de dramatismo, que hay que tomar en serio. Pero topamos aquí con aquellos límites, de los que hablamos al principio. La estructura necesariamente tripartita de la fe cristiana queda reducida a una bipartita: a Escritura y a Experiencia.98 Pero desde el momento en que la propia experiencia no permita su cuestionamiento y su verificación, por medio de un sistema amplio de comprensión y de interpretación, se pone de manifiesto la variada interpretación de una mera experiencia. Yves Congar observa que el fallo de Lutero fue dejarse llevar en exceso por su propia experiencia, juzgar por encima de una tradición cristiana de 1500 años, y apartarse, en parte, de ella. Siempre será cuestionable si una empresa así ofrece seguridad suficiente a la propia experiencia.

Nadie le quiere negar a Lutero su genio religioso. Su obra ha actuado de catalizador; de él ha surgido toda una nueva tradición. Pero tenemos derecho a preguntamos si lo que él ha hecho aquí no ha sido precisamente absolutizar una experiencia, que no elimina todo lo que la tradición experiencial de la Iglesia ha visto en el misterio de la cruz. En la cristología no hay duda de que la experiencia es un lugar teológico muy esencial, pero no primario, y no como experiencia individual, sino como la de los grandes y ejemplares seguidores: los santos. Lutero siempre rechazó claramente, en sus discusiones sobre las indulgencias, la idea tradicional del mérito de los santos. Por ello, es inútil encomendarse a los santos,99 cosa que él aún recomendaba en 1519, pero que después de 1528 rechaza totalmente.100 De esta manera desaparece un importante lugar cristológico de verificación. La experiencia de los santos juega, en la historia de la confesión cristológica de la Iglesia, un papel tan importante como las declaraciones dogmáticas. En el pobre Francisco, en Teresa de Liseux,101 en el Cura de Ars, en Restituta Kafka se vislumbra la unidad entre confesión y experiencia. A la Reforma se le escapó esta dimensión tan importante.

  1. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 549.

  2. Véase Introducción, cap. 1/2. Las columnas se rompen, pp. 31ss.

  3. M. Lienhard, Martin Luthers christologisches Zeugnis. Entwicklung und Grundzüge seiner Christologie, Berlin 1980, 70 t 87-88.

  4. M. Lutero, Vorn Abendmahl Christi (WA 26, 508, 13).

  5. Véase el epilogo: Jesús es mi único amor, pp. 338ss.

¿De dónde viene la idea de la cruz como «satisfacción de la pena? Anselmo de Canterbury desarrolló este pensamiento de la satisfacción así: El pecado ha trastocado el orden de la creación de Dios, deshonrando así a Dios. La justicia de Dios sólo deja abiertas dos posibilidades: aut satisfactio aut poena: o se restablece el orden trastocado o sobreviene el recto castigo. Pero como Cristo ha reparado por los pecados y restablecido el orden trastocado por ellos, no hace falta castigo alguno. Por ello, la muerte de Cristo no es, para Anselmo, ningún castigo de Dios, sino que la obediencia de Jesús restablece lo que el pecado había destruido. Anselmo sigue así un pensamiento auténticamente paulino. La obediencia de Jesús es la satisfactio por la desobediencia del pecador, quedando así de sobra el castigo.

Lutero, en vez de satisfactio aut poena, pone satisfactio et poena. Esta et significa conjuntivamente reparación y castigo. El castigo llega de todas maneras, sólo habría que preguntar a quién le toca. Se ha realizado un cambio profundo en la imagen de Dios mismo. La reparación no evita el castigo, sino que significa que Jesús toma sobre sí mismo el castigo. Hoy existen intentos de acercarse, con criterios psicológicos, a esta visión, que causa verdadera angustia.102 Para Lutero, la ira de Dios es, en cierta manera, algo primario, y la pregunta es cómo el camino de la justicia, siempre penal, de Dios, puede llevar a la misericordia. La justicia de Dios es siempre una justicia penal, porque el hombre siempre y necesariamente es pecador.

Para Lutero la doctrina de la justificación es el punto central, en el que se decide la pertenencia a la Iglesia. Realmente hay en esta cuestión, como ya hemos visto, diferencias entre la interpretación evangélico-luterana y la católica-romana. Pero hay también un fundamento común y una intencionalidad central en el que existen convergencias. Desde esta posición, se suscribió en Augsburgo, el 31 de octubre de 1999, «la Aclaración conjunta sobre la doctrina de la justificación». A pesar de que, después de esta Aclaración, aún no se ha producido la unidad y de que aún existen abiertos muchos interrogantes, ella significa un paso decisivo en el camino de la curación de viejas heridas y de la esperanza de una total comunidad de fe.103

  1. Cfr. los trabajos psicológicos clásicos sobre Lutero de R. Dalbiez, L'angoisse de Luther, Paris 1974; E. Erikson, Der junge Mann Luther. Eine psychoanalytische und historische Studie, Frankfurt/M. 1975.

  2. Texto de la «Aclaración»: Die gemeinsame Erklärung zur Rechtfertigungslehre. Alle offiziellen Dokumente von lutherischem Weltbund und Vatikan (= Textos de VELAD 87), Hannover 1999. Sobre la discusión, véase, p. ej. W. Pannenberg, «Gemeinsame Erklärung zur Rechtfertigungslehre», en: StZ 217 (1999) 723-726; E. Jüngel, «Kardinale Probleme», en: StZ 217 (1999) 727-735; W. Kasper, «Meilenstein auf dem Weg der Ökumene», en: StZ 217 (1999) 736-739; K. Lehmann, «Was für ein Konsens wurde erreicht?», en: StZ 217 (1999) 740-745.

Resultados dolorosos de la «satisfacción penal»

En la modernidad se fue viendo lo poderosamente que Lutero había influido. Pocas son las interpretaciones de la muerte de Jesús tan duras como las palabras de Lutero sobre la satisfacción, comprendida como castigo. Vamos a trazar ahora un pequeño excursus sobre las dificultades inherentes a este concepto.

Los reformadores continúan utilizando el concepto juridico, tomado de la Edad Media, y lo acentúan aún con mas fuerza. En lugar de la satisfacción sustitutiva aparece la satisfacción penal. La muerte de Jesús es interpretada como exigida por Dios. Cristo ha redimido, por su sangre, todos los pecados, al saciar con su sangre la ira de Dios. Calvino afirma en su Institutio Religionis Christiane:

«Nada se habria conseguido con que Cristo hubiese sufrido una muerte corporal, no, él tuvo que sentir también toda la dureza del juicio de Dios, para apartar su ira y satisfacer a su recto juicio [...] Él no sólo ha entregado su cuerpo como rescate, sino que nos ha ofrecido una víctima aún más grande y deliciosa, al aguantar los terribles tormentos de un hombre condenado y perdido».104

Aquí sigue dominando la imagen de un Dios airado, de un Dios justiciero, cuya santa ira pesa sobre nosotros con horror. Este pensamiento se endurece aún más con la suposición, ampliamente extendida, de que sólo una víctima inocente puede suavizar el juicio de Dios.

Esta idea de la satisfacción penal tuvo su acogida en la teología católica, especialmente en la literatura kerigmática y en los devocionarios. En ellas se describe cómo Cristo atrae sobre sí todo el poder de la ira de Dios, y cómo su angustia ante la muerte se da a entender como angustia ante la justicia de Dios. «El tiene angustia ante la ira de este juez, justamente airado, cuya irritación ha desembocado en rabia; él tiene angustia ante la maldición divina» –así se expresa un famoso predicador católico del siglo XIX,105 refiriéndose como Lutero, Calvino y muchos otros a 2 Co 5, 21: «Dios lo ha hecho pecado por nosotros», y a Gálatas 3, 13: «Dios lo ha hecho maldición». Los ejemplos de la literatura popular, de los cantorales y de los catecismos se podrían aumentar a placer.106

También el Catecismo del concilio de Trento –aunque el mismo Concilio no acepta la doctrina de la satisfacción penal–, dice: El dolor de Cristo

  1. J. Calvin, Unterricht in der christlichen Religión. Institutio Religiones Christianae II, 16, 10 (Trad. O. Weber, vol. 1, Neukirchen/Vluyn 19632, 576-577).

  2. Ch. L. Gay, Sermons de Caréme, vol. 2. Tours 19295, 217.

  3. Cfr., para al ámbito francés, P. Grelot, Peché originel et rédemption, Paris 1973, 205-218.

«fue un sacrificio totalmente agradable a Dios, que, al llevar a su Hijo hasta el altar de la cruz, suavizó completamente la ira y la malevolencia del Padre».107 Se refiere el Catecismo a Ef 5, 2: «Cristo nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros como ofrenda y sacrificio de suave olor». La síntesis de santo Tomás de Aquino nos ofrece, por el contrario, una concepción distinta y más amplia que ésta.

c) La síntesis de Tomás de Aquino

Ante la rigor ascético de Anselmo, la teoría tomista de la redención, nos parece casi barroca, con todo su colorido y amplitud. Anselmo lo organizó todo concentrándolo en la idea central de la satisfacción. Tomás, por el contrario, va más allá y trae a colación la gran cantidad de formas salvíficas neotestamentarias. Un solo concepto no es suficiente, ya que todos los conceptos son más que definiciones exhaustivas indicaciones e imágenes.108 Antes que nada hay que presentar la gran cantidad de motivos que hay para llegar así a su ordenamiento. Para ello, vamos a ofrecer dos grandes pasajes de la Summa theologica: El primero de la tercera parte, artículo 2, cuestión 1: El segundo, de la misma parte, cuestión 48, donde ataca la obra de Anselmo Cur Deus homo. Ambos pasajes son complementarios: el primero se refiere a la encarnación; el segundo, a la Pasión. Ambos acontecimientos son tratados con referencia a la importancias de la salvación. Muestran que la encarnación y la redención se corresponden inseparablemente. En un tercer pasaje hay que cuestionar, finalmente, el motivo central de la soteriología tomista, la idea del mérito de Cristo.

El conocimiento del pecado es el supuesto de la soteriología. Cualquier obra del hombre tiene importancia para toda su vida: o es meritorio o reprochable (STh I-II, 21, 3.4). Si el hombre cae en pecado, se aleja de su ser imagen de Dios y se aparta de Dios. Tomás explica el pecado como una ruptura de las relaciones entre hombre y Dios, de la que sólo el hombre es responsable. Dios nunca abandona al hombre, pero en cuestión de estas relaciones todo depende del hombre. «Dios nunca se aparta de nadie, aunque la persona ya se haya apartado de él» (STh II-II, 24, 10). Este estado es peligroso para el hombre, pues cuando falta la orientación hacia Dios, el orden divino no puede seguir existiendo. Esto significa para el hombre que el fin propio de su vida, la vida eterna, en la visión bienaventurada, ya no le es asequible.109

  1. Catechismus ex decreto Concilii Tridentini, parte 1, 5. Pasaje central § 15 (Regensburg 1872, 48).

  2. Cfr. sobre esto, H. U. v. Balthasar TD III, 242.

  3. R. Cessario, Christian Satisfactio in Aquinas. Towards a Personalist Understanding, Washington 1980, 143-145.

¿Fue necesaria la encarnación (STh III, q. 1, a. 2)?

Tomás propone esta pregunta al estilo de Anselmo: ¿Por qué Dios se ha hecho hombre? «¿Fue necesaria la encarnación de la Palabra de Dios para la reinstauración del género humano?»110 Todo el artículo parte de la bondad de Dios, que se manifiesta en la redención del hombre. Por el pecado, el hombre había sucumbido a la muerte. Pero si al orden divino corresponde que el hombre alcance la vida eterna, entonces Dios tiene que intervenir salvándole.111

En primer lugar, propone Tomás tres objeciones. La primera: Dios hubiera podido reponer a la naturaleza humana en su sitio sin redención. La redención no aporta nada, en este sentido, al poder de Dios. Dios, desde sí mismo, está en situación de realizar esta obra; él no tiene por qué transformarse en otro, ni adquirir una nueva capacidad —añadida a su ser divino—, al hacerse hombre. La Palabra de Dios no pudo, «asumiendo un cuerpo, añadir nada a su poder» (obj. 1). Dios no puede, además, exigir al hombre más de lo que éste puede. Por ello, esta obra humana de la reinstauración no fue posible para el hombre (Ibid., 2). Finalmente, y en tercer lugar, la encarnación de Dios es algo indigno de él. Si Dios se rebaja a ser hombre, ¿dónde queda su honor? ¿Podrá un hombre manifestar su veneración a un Dios así? Dios, pues, no se comporta en correspondencia a su ser divino, cuando se hace hombre (obj. 3). Pero contra esto está la Sagrada Escritura, que dice claramente: «Dios ha entregado a su Hijo por los hombres» (Jn 3, 16), para nuestra salvación (sed contra).

Su respuesta la inicia Tomás con una aclaración de conceptos. Hay dos formas de hablar de necesidad. En primer lugar, hay una necesidad incondicional de que una cosa pueda existir en absoluto, esto es, una necesidad absoluta. Por otra parte, algo puede ser necesario para recorrer el camino más adecuado y más favorable, que conduzca a conseguir algo. La encarnación no es necesaria, según la primera necesidad, sí, según la segunda. Habría muchos caminos posibles de redimir al hombre, pero el escogido es «mejor y más conveniente (melius et convenientius) que el otro (resp.). Las razones de conveniencia tienen para Tomás, en este contexto, una gran importancia, porque constituyen la diferencia existente entre la teología y las otras ciencias. «Era consciente de que la teología no es una ciencia de necesidades, como Aristóteles había concebido la ciencia, sino el ordena

  1. Tomás de Aquino, Summa theologica III, q. 1, a. 2 (DThA 25, 8-1. Las citas siguientes entre paréntesis se refieren a este pasaje.

  2. R. Cessario, Christian Satisfactio in Aquinas 158.

miento de sucesos contingentes, mediados por la revelación, y se esforzó por reconstruirlos para la teología, según el plan de Dios». 112 El camino, pues, que Dios nos ha mostrado es el mejor para la redención.

A continuación, propone Tomás, con cinco sendas razones de conveniencia, por qué este camino de la redención es el más conveniente. Comienza, con razón, con el bien, pues los motivos de la encarnación se pueden «conocer, en primer lugar, por el hecho de que el hombre está obligado al bien» (resp.). En la soteriología se suele olvidar este motivo de la promissio in bono, de que la reparación del mal no es la meta principal de la voluntad salvífica de Dios, sino que, en primer lugar, está el bien. Las cinco razones que Tomás aduce para conseguir el bien son un «homenaje» a Agustín. Primero, están las tres virtudes teologales: Fe, esperanza y caridad. Ellas nos unen con Dios. La certeza de la fe se robustece, pues la fe se basa en la encarnación. Cristo es el fundamento de la fe. El amor de Dios, desde el que nos viene la encarnación, robustece la esperanza y enciende el amor. Las tres virtudes conducen, en cuarto lugar, al bien obrar, para lo que Cristo, la Palabra encarnada, nos ha ofrecido un ejemplo, haciéndose el criterio del «Ethos». Finalmente, la encarnación sirve al fin último del hombre, a la total unión con Dios, a la «total participación en la divinidad» (resp.), a la divinización, que constituye la felicidad del hombre.

«Igualmente, la encarnación contribuye a romper el poder del mal» (resp.). Al estarle obstruido al hombre el camino hacia Dios, por el pecado, tiene necesidad de que el mal sea eliminado (remotio mali). También aduce Tomás aquí cinco razones. Primera, que el hombre no debe despreciarse a sí mismo por ser carne. Segunda, que la encarnación le presenta ante sus ojos su dignidad personal. Esto sólo se podrá comprender desde la fe, pero tiene, a su vez, consecuencias de gran valor práctico. Quien sea consciente de su dignidad, será también menos vulnerable. También se subraya el carácter gratuito. La gracia se nos concede sin méritos propios; toda pretensión está totalmente descartada. Cuarta, que el orgullo humano, que conduce al pecado, queda sanado, y la humildad favorecida. Sólo en quinto lugar menciona Tomás la satisfacción, necesaria para la reparación justa del orden divino.

Si se consideran estos diez argumentos y su ordenamiento, veremos cómo Tomás comprende la redención en el conjunto teológico. La encarnación, como manifestación de la bondad de Dios, tiene su fundamento cen-

112. J.-P. Torrell, Magister Thomas. Leben und Werk des Thomas von Aquin, Freiburg/Br. 1995, 173; cfr. G. Narcisse, Les raissons de Dieu. Argument de convenance et esthétique théologique selon Saint Thomas d'Aquin et Hans Urs von Balthasar (= SF NS 83), Fribourg/Suiza 1997.

tral en el misterio del amor de Dios hacia el hombre caído. El hombre-Dios, como imagen de la vida inocente, levanta al hombre caído hacia la unidad con Dios, para abrirle el camino hacia el definitivo encuentro con Dios.

Es digno de consideración el hecho de que Tomás no mencione aquí a Anselmo ni que explícitamente lo cite. No obstante, encontramos reproches contra él allí donde Tomás mantiene que el hombre no puede satisfacerse por sí mismo y que es Dios quien lo tiene que hacer. En conjunto, Tomás se salta a Anselmo y escoge a Agustín, como autoridad, para nueve de los diez argumentos. De esta manera, profundiza en los pensamientos que Anselmo adujo. Son importantes, no obstante, dos salvedades. Primera, que Anselmo parte de la justicia del hombre, que éste ha perdido por el pecado, y que sólo Dios puede remediar, liberando al hombre de las garras del demonio. Tomás se planta aquí y presenta a Cristo como el justo por excelencia, que paga con su propia sangre esta redención, a pesar de que no tiene por qué hacerlo.

Una segunda salvedad la encontramos en la diferencia entre «poder» y «deber». Según Anselmo, el hombre debe a Dios la justicia, la rectitud de su voluntad humana. Pero, por la perversión del pecado ya no puede pagar este debitum. Una salida a esta situación sólo es posible por la satisfacción, obrada por Cristo. Tomás diferencia aquí: Dios no es el único que puede pagar la deuda; esto lo podría hacer también un hombre inocente. Pero él es el único que puede ofrecer un medio de salvación por los pecados, que se oponen a la auténtica libertad del hombre.113 En principio, un hombre hubiese podido satisfacer, pero nadie de la comunidad humana está en disposición de hacerlo, porque todos están impedidos por el pecado. Dios se hace hombre para curar a los hombres del pecado, posibilitándoles así el uso correcto de su libertad. Tomás acentúa, por tanto, el refuerzo de la libertad como fruto de la redención.

Los efectos de los sufrimientos de Cristo (STh III, q. 48)

Mientras que Anselmo y Lutero destacan respectivamente un motivo, intenta Tomás hacer justicia a la multitud de ellos. Por ello, hay que intentar descubrir, desde Tomás, una visión de conjunto de las distintas dimensiones de la redención. De aquí, la cuestión «Sobre la forma con que actúan los sufrimientos de Cristo» 114 del tratado sobre la vida de Jesús (III, qq. 27-59).

¿Cómo han actuado los padecimientos de Cristo? Para Anselmo esto significa: satisfacción. Para Lutero: intercambio. Tomás ofrece diversos

  1. R. Cessario, Christian Satisfactio in Aquinas 162.

  2. Tomás de Aquino, Summa theologica III, q. 48 (DThA 28, 82-101).

aspectos, para analizar así las causas del padecimiento de Cristo y de nuestra redención.115 Enumera, primeramente, cuatro grandes motivos y les dedica sendos artículos: Mérito, satisfacción, víctima y rescate. En el artículo quinto propone la pregunta de si Cristo es realmente el redentor o lo es más bien el Padre. Esto nos lleva a la sexta pregunta de si los sufrimientos de Cristo en la cruz tienen una causalidad eficiente para nuestra salvación. Con ello supera Tomás de forma grandiosa todo lo que hasta ahora se había dicho y propone una visión estrictamente teocéntrica.

Tomás comienza con el motivo del mérito116 (a. 1). Las objeciones están bien puestas: Padecer no es, en primer lugar, un acto de libertad. Pero, como sólo las acciones libres pueden ser meritorias, por el sufrimiento no se puede tener ningún mérito (obj. 1). En segundo lugar, toda la vida de Jesús tiene la cualidad de mérito. ¿Por qué, pues, iba a corresponderle a la pasión una dimensión especial? (obj. 2). Completando todo esto, menciona Tomás, en tercer lugar, el amor como raíz de todo mérito. Este se manifiesta en toda la vida de Cristo (obj. 3). Todas las objeciones se proponen, en su totalidad, como reacción a concebir aisladamente la pasión. Como contra-argumento se refiere Tomás a Filipenses 2. Dios lo ha elevado por sus sufrimientos y con él a todos los que creen en él (sed contra).

La glorificación de Cristo no la obtiene a su favor, como persona aislada, sino como cabeza de la Iglesia, y, así, de toda la humanidad. Esta idea de la unidad de Cristo y la Iglesia, de cabeza y miembros, de totus Christus –como dice Agustín– es fundamental para la doctrina de la redención: es un pensamiento totalmente bíblico. Nadie vive para sí mismo, nadie es una isla. Cada acción afecta a todos. Y esto vale incomparable y muchísimo más para el bien que para el mal (cfr. Rm 5, 12-19). «Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia». El sermón de la montaña se ha realizado de forma supererogatoria: un acto de la más alta justicia afecta a todos.

Tomás se refiere pormenorizadamente a estos argumentos de la siguiente manera: Sufrir, como tal, no es algo meritorio, pero sí lo es, si se acepta libremente (ad 1). Toda la vida de Cristo es, pues, meritoria, pero, por nuestra parte, aún hay obstáculos que tienen que ser superados por los sufrimientos de Cristo, para que recibamos la salvación. 117 La pasión de Jesús correspondió a lo que tenía que haberse hecho. Dicho de otra manera:

  1. R. Cessario, Christian Satisfactio in Aquinas 199.

  2. Más extensamente sobre el motivo del mérito en pp. 268ss.

  3. Cfr. STh III, q. 46, a. 3: cinco argumentos de conveniencia: muestran la bondad de Dios —ejemplo de obediencia y humildad— consigue la gracia para todos los hombres —liberación del pecado: mirad con qué precio nos ha rescatado— reconocimiento de nuestra dignidad.

la pasión fue «necesaria» por nosotros en el sentido de conveniencia: «¿No tenía el Mesías que padecer todo esto?» (ad 3).

Sobre el motivo de la satisfacción (a. 2) se aduce la siguiente objeción: Nadie puede satisfacer en lugar de otro (obj. 1). Más tarde, Fausto Sozzini (t 1604) y, en su seguimiento, los por él así llamados «socinianos», irán contra la idea de que se pueda satisfacer en lugar de otro. Cada uno es responsable de sí mismo y sólo puede responder de sus actos, igual que cada uno sólo puede hacer penitencia por sí mismo.118 Tomás hubiera respondido a esto, ofreciendo con gran claridad su pensamiento sobre la satisfacción:

«Propiamente satisface aquel que muestra al ofendido algo que ama igual o más que aborrece el otro la ofensa. Ahora bien, Cristo, al padecer por caridad y por obediencia, presentó a Dios una ofrenda mayor que la exigida como recompensa por todas las ofensas del género humano...» (Resp. DThA 28, 86).

Aquí no encontramos nada sobre el castigo; se trata de la satisfacción. Hay tres razones para que ésta se cumpla: Primera, la grandeza del amor, segunda: la dignidad de su vida –él se ofrece por nosotros–, y, tercera: la calidad de su sufrimiento. El sufrimiento está puesto en último lugar. La primera razón es totalmente positiva: el amor con el que Dios ama al hombre. Pero tampoco se desprecia el sufrimiento: Cristo sufrió inocente, sin merecerlo y con toda su furia. De estas tres razones el sufrimiento de Cristo es satisfacción para todos los hombres (Jn 2, 2).

«Cabeza y miembros son como una misma persona». Dos, unidos entre sí por el amor, pueden satisfacer mutuamente. No podrán sustituir ni el arrepentimiento ni la confesión, pero la obra (externa) de la satisfacción puede conseguirse, de la misma manera que uno paga las deudas del otro (ad 1). La satisfacción no hay, pues, que concebirla como «pararrayos» de la ira, sino que actúa en lugar del castigo.

En lo que se refiere al sacrificio (a. 3), me parece que existen los más graves malentendidos. «Cristo nos [ha] amado y se ha entregado por nosotros... como ofrenda y como sacrificio» (Ef 5, 2, sed contra). ¿Qué sentido tienen estas palabras bíblicas? Uno de los malentendidos, surgido como consecuencia de la teoría de la satisfacción personal, descansa sobre la imagen de que el sacrificio supone la destrucción de algo valioso. Pero con el idea de la muerte de Cristo ¿se ha tocado el tema central del sacrificio? Uno estaría muy tentado, como reacción, a no hacer caso de esta idea del sacrificio. Pues bien, Tomás, recurriendo a san Agustín, nos da una res-

118. Cfr. K.-H. Menke, Stellvertretung. Schlüsselbegriff christlichen Lebens und theologische Grundkathegorie, Einsiedeln 1991, 75-75 (con bibliografía).

puesta intermedia. La definición agustiniana es totalmente bíblica y muy antigua:

«Es verdadero sacrificio toda obra hecha para unirnos con Dios en santa sociedad, es decir, la referida a aquel fin bueno mediante el cual podemos ser verdaderamente bienaventurados » 119

El sacrificio forma comunidad. Esto vale también para los sacrificios de la Antigua Alianza: crean comunidad con Dios y entre sí, por lo cual casi siempre acaban con el banquete, signo de una comunidad restaurada (cfr. Ex 24, 11: El sacrificio para la Alianza termina en el banquete de los ancianos ante Dios: «comieron y bebieron»). Esta relación entre sacrificio y banquete se manifiesta de nuevo en la Eucaristía. También aquí el sacrificio crea comunidad.120

El motivo del rescate (a. 4) se hace problemático si no somos conscientes del carácter imaginativo de esta representación. El hombre se ha vendido dos veces: por una parte, es esclavo del pecado y, por otra, culpable por los pecados cometidos. Ambas cosas significan falta de libertad. Tomás habla aquí desde la libertad del hombre en su conjunto. Rescate significa, por tanto, liberación, la posibilidad de disponer de sí mismo. En este sentido, la muerte de Cristo fue como un rescate; él no dio dinero, sino que se entregó por nosotros. No se trata en manera alguna de rescatarnos del demonio, sino de un rescate ante Dios y ante la comunidad con él.

Los primeros cuatro artículos nos indican correspondientemente cómo Cristo obra en su humanidad por la salvación: El gana méritos, satisface, se ofrece como sacrificio y rescata a los hombres. En el artículo quinto representa Tomás la obra redentora como obra de toda la Trinidad y lo profundiza esto aún más en el sexto y en el último artículo. Causa de nuestra salvación no son los padecimientos de Cristo, sino la decisión bondadosa de Dios de redimimos a nosotros los hombres. Tomás lo resume esto, al final de la cuestión, así:

«La pasión de Cristo, en cuanto vinculada con su divinidad, obra por vía de eficiencia; pero, en cuanto referida a la voluntad del alma de Cristo, obra por vía de mérito; vista en la carne de Cristo, actúa a modo de satisfacción, en cuanto que por ella somos liberados del reato de la pena; a modo de redención, en cuanto que mediante la misma quedamos libres de la esclavitud de la culpa; y a modo de sacrificio, en cuanto que por medio de ella somos reconciliados con Dios» (ad 3, DThA 28, 101).

  1. Agustín, De civitate Dei X, 6 (CChr.SL 47, 278); citado en respondeo (DThA 28, 89).

  2. Cfr. L. Bouyer, Das Wort ist der Sohn. Der Weg der Christologie, Einsiedeln 1976, 478-480; A. Schenker, Das Abendmahl Jesé als Brennpunkt des Alten Testaments. Begegnung zwischen den beiden Testamenten – eine bibeltheologische Skizze (= BIBe 13), Fribourg/Suiza 1977.

Entre los motivos que describe con tanta finura el acontecimiento de la redención, uno de ellos alcanza una especial importancia. Cristo redime al hombre, porque él redime al hombre, como cabeza de la Iglesia y como cabeza de la humanidad.

Redención por los méritos de Cristo

Toda la vida de Jesús es un sacramento de salvación para nosotros. La teología clásica ha usado para ello el concepto de mérito. Por medio de toda su vida, Cristo ha «merecido» del Padre la gracia de la redención. Cada una de sus acciones fue «infinitamente meritoria».121 Cada una, por pequeña que fuese, tiene para nosotros significación salvífica. Hoy resulta difícil comprender lo que significa «mérito» y menos en sentido ecuménico. Con todo, esta categoría es inevitable para comprender lo que significa toda la vida de Jesús, si se entiende en su sentido original. No es casualidad que Tomás trate el tema del mérito de Cristo dentro de la cuestión sobre su voluntad humana. Sólo si Cristo, como hombre, como Dios-hombre, estuvo a nuestro favor «totalmente», puede tener su vida valor salvífico.

Mientras que hoy el «mérito» se entiende, sobre todo, en su sentido objetivo, Tomás lo trata en su sentido personal. Entiende el mérito desde su referencia social.

«Hay que pensar que quien vive en sociedad es, en cierta medida, un miembro de toda la sociedad. Quien, pues, haga a otro en la sociedad algo bueno o malo, esto redundará (redundat) en toda la sociedad, igual que cuando se daña una mano se daña, consecuentemente, (todo) el cuerpo » .122

Cada acción que afecte a alguien, afecta también a toda la comunidad. Mérito no significa, pues, otra cosa que la forma de relación de mi acción con los otros. Tomás va tan lejos que llega a decir que todo comportamiento y toda acción –incluso la «más privada, que sólo me afecta a mí– tienen, fundamentalmente, una relación con los demás. No hay ninguna acción indiferente ni neutral; toda acción es relativa a otros. Mérito es, por lo tanto, la cualidad de esta relación. Partiendo de esta interdependencia social de cada acción, Tomás comprende lo meritorio en la acción de Jesús como una correcta exigencia a recompensa, como una «devolución». La justicia siempre es interpersonal. Se trata, pues, de una exigencia moral, y no de un pedir cuentas mutuamente. Mérito significa que no hay un automatismo entre ser-

  1. E. H. Schillebeeck, Christus. Sakrament der Gottesbegegnung, Mainz 1960, 46.

  2. Tomás de Aquino, STh I-II, q. 21, a. 3c (Opera omnia II, 386). Torrell recoge esta idea, dándole el nombre de «solidaridad con Cristo», como comunidad entre Cristo y los suyos, Le Christ en ses mystéres II, 386-392.

vicio y «paga», sino que no está en la propia fuerza poder recibir la recompensa. Popularmente, se habla de que uno se ha merecido la confianza. Esto está mucho más cerca de una correcta comprensión del mérito que el ejemplo de la recompensa. Aquí se expresan categorías personales y se nos da a entender con claridad que la confianza no se puede forzar, sino que tiene que ser concedida graciosamente. Con confianza es como puede estar con el otro, esperando también de él esta confianza, que me tiene que conceder.

¿Puede haber ante Dios mérito, es decir, se puede exigir de él una recompensa? Tomás parte de la idea de que toda acción no sólo tiene relación con la comunidad humana, sino también con Dios, como el fin del hombre y de todas sus acciones, y que también es el origen de todo el universo. No hay ninguna acción indiferente para Dios. Por lo tanto, lo que configura el mérito es la cualidad de la acción humana, en cuanto referida a Dios. La idea del mérito depende esencialmente para Tomás de que entre Dios y el hombre existe una comunicación real, una relación, fundada en la confianza. Es cierto que Tomás, lo mismo que Lutero, subraya que, en sentido estricto, no se puede hablar de mérito ante Dios, pues Dios y el hombre no se encuentran sobre el mismo plano: más bien es el hombre el que depende de Dios.123 No obstante, hay un encuentro entre Dios y el hombre a nivel personal, y, sobre esta base, es posible el mérito. Tomás distingue dos clases de mérito: el meritum de condigno (mérito de condignidad) –que supone la relación entre dos iguales–, y meritum de congruo (mérito de cierta igualdad proporcional), según el cual, se da como meritorio lo que la parte inferior puede hacer.124

Esto supuesto, habrá que preguntarse qué significa el mérito de Cristo. Al situar Tomás la doctrina de la redención en la perspectiva del mérito, se cuestiona en concreto la libertad humana de Cristo, pues mérito supone una comunicación libre. Es por ello que la cuestión del mérito la sitúa Tomás en relación con las dos voluntades de Cristo.125 Sólo si Cristo ha tenido una voluntad humana total, se puede hablar con sentido de mérito. Toda la vida de Jesús tiene un carácter meritorio, porque todo su obrar está determinado por la cualidad de un amor lleno de confianza. Por eso, obtiene él mérito, en primer lugar, para sí mismo: Cristo se ha merecido la glorificación por Dios mismo. Con esto se viene a decir lo mismo que en la carta a los filipenses: Porque él se ha anonadado, Dios lo ha exaltado (F1p 2, 5-11). Esta exaltación le corresponde, por su comportamiento en la humillación.126 La ino-

  1. Pesch, Theologie der Rechtfertigung 774.

  2. Tomás de Aquino, Summa Theologica I-II, q. 114 (DThA 14, 208-242).

  3. Idem, III, qq. 18-19 (DThA 26, 62-108).

  4. Idem, III, q. 49, a. 5 Respondeo (DThA 28, 122-123).

cencia la subraya Tomás al hablar de la resurrección de Jesús y su resurgir de entre los muertos. Este resurgir del sepulcro de Jesús es una obra totalmente libre de Dios, pero la Escritura nos ofrece una relación entre la obediencia hasta la cruz y su resurgir desde el sepulcro. Cristo acepta confiado la cruz y esta confianza se acredita en su resurrección.

En la medida en que cada acción humana y, sobre todo, la de Cristo, es importante para toda la humanidad, en esa misma medida obtiene Cristo mérito para todos los hombres. Su acción repercute para bien de toda la humanidad, porque es una acción hecha con amor. Y esto vale para toda la vida de Cristo, pero, sobre todo, para su muerte. «Como Cristo aceptó libremente sus sufrimientos, y se entregó porque quiso (cfr. Is 53, 7); y como esta voluntad estaba motivada por el amor, no hay duda alguna de que él ha merecido por sus sufrimientos».127

La pasión de Cristo es para nosotros fuente de salvación, no porque sus sufrimientos fuesen terribles, sino por la cualidad de su amor. ¿Cómo obra esto en nosotros? ¿Cómo consigue Cristo sus méritos para nosotros? Vamos a proponer ahora brevemente un texto fundamental de santo Tomás.128 Su punto de partida es la carta a los romanos: «Por consiguiente, así como por el pecado de uno solo cayeron todos los hombres en condenación, así también por la justicia de uno solo irán todos los hombres a la justificación de la vida» (Rm 5, 18). Tomás parte de este paralelismo paulino entre Adán y Cristo. ¿Cómo se podrá entender la obra salvífica de Cristo? Cristo ha sido constituido cabeza de la humanidad, cabeza de su cuerpo, de la Iglesia y, por eso, todo lo que el «merece» se «aplica» en favor de sus miembros y vale para todos. Cabeza y miembros forman como una sola persona mística (mystice una persona).129 Este pensamiento, bíblico en toda su expresión, es importante para toda la doctrina de la redención.130 Pero lo que

  1. Tomás de Aquino, Comm. in Sent. III, d. 18, q. 3, a. 5 Respondeo (Opera omnia I, 325).

  2. Tomás de Aquino, Summa Theologica III, q.19, a. 4 (DThA 26, 106-108).

  3. Tomás de Aquino, Summa Theologica III, q.19, a. 4c (DThA 26, 107); cfr. q. 48, a. 2, ad 1 (DThA 28, 86-87).

  4. La doctrina, adjunta a este texto de la gratia capitis, de la gracia de Cristo, como cabeza de la Iglesia y de la humanidad, es también el lugar central para la eclesiología de santo Tomás. Cfr. M. Seckler, Das Haupt aller Menschen. Zur Auslegung eines Thomastextes, en: J. Möller / H. Kohlenberger (ed.), Virtus Politica (A. Hufnagel), Stuttgart 1974, 107-125; Y. Congar, Die Lehre von der Kirche. Von Augustinus bis zum abendländischen Schisma (= HDG III/3c), Freiburg/Br., 1971, 150-156.- En Alejandro de Alés esta idea alcanza una singular importancia, pero, particularmente, en san Buenaventura y en la escuela franciscana. Como Cristo, cabeza de la humanidad, tiene la plenitud de la gracia, puede la gracia inundar a todos los hombres desde él. Alejandro de Alés, Qutestio de plenitudine gratice Christi (Qua;stiones disputata; «antequam esset frater», BFSMA 20, 731-750); Buenaventura, Breviloquium IV, c. 5 (Opera omnia V, 245-246), cfr. J. Finkenzeller, «Die christologische und ekklesiologische Sicht der gratia Christi in der Hochscholastik», en: MThZ 11 (1960) 169-180).

ocurre ahora es que surge un nuevo automatismo, por el que todo hombre alcanza la salvación. En De veritate formula Tomás esta pregunta:

«El mérito de Cristo es suficiente como causa general de la salvación humana. Pero esta causa es aplicada a cada uno por medio de los sacramentos y de una fe bien formada, que obra por el amor. Por eso, además del mérito de Cristo, se exige algo para nuestra salvación, cuya causa es, sin embargo, el mérito de Cristo».131

La muerte de Cristo es, por tanto, redención de nuestros pecados y los de todo el mundo. Pero hace falta, por parte del hombre, su aceptación, pues conversión y fe son absolutamente necesarias. Pero esta aportación humana, este «aliquid aliad» sigue siendo de nuevo gracia y regalo de Cristo y procede de su mérito.

Resumen

Tanto Tomás como Anselmo tienen ante los ojos, al tratar la redención del hombre, la libertad de éste. Esta libertad se desarrolla en comunión con Dios, que siempre la está fortaleciendo, incluso cuando el hombre, por su propia culpa, la pierde. El hombre ha perdido su comunión con Dios por su pecado, pero Dios no abandona al hombre.

Pero como la propia fuerza no es suficiente para volver a encontrarse con Dios, Cristo viene en nuestra ayuda. Donde el mérito humano no es posible, fluye del mérito de Cristo la fuerza suficiente para que consigamos de nuevo estos méritos. Con gran precaución manifiesta aquí Tomás cómo interactúan la redención divina y la libertad humana. Dios quiere que el hombre brille como imagen de Dios y que use también de su libertad como imagen de Dios. Y esto es precisamente lo que obran la encarnación y los sufrimientos de Cristo.

El misterio de la redención, que Tomás busca sustituir, se acomoda maravillosamente al plan de salvación de Dios. La redención no sólo es necesaria para que se cumpla el plan de Dios. Más bien es Dios quien busca redimir al hombre por el camino más adecuado, con el fin de que el bien se cumpla en la creación del mejor modo posible y para que reluzca precisamente en la cruz el brillo de la verdad divina.

d) Consideración final – Ave crux spes mea

La cruz es como el resumen más breve de la confesión de la fe. El signo de la cruz es el signo de la identidad cristiana y símbolo de los cristia-

131. Tomás de Aquino, De veritate, q. 29, a. 7, ad 8 (Opera omnia III, 185; Trad. Edith Stein, Edith Steins Werke IV, Louvain 1955, 442).

nos. Es símbolo en cuanto realidad; su capacidad simbólica se pierde cuando queda desconectada de la realidad concreta e histórica y se «espiritualiza» en forma de signo genérico. Por el contrario, la contingencia histórica del acontecimiento no puede desconectarse de la trascendencia simbólica. La cruz es el momento central de la vida de Jesús, la «hora» a la que tiende vitalmente y que significa el cumplimiento de su misión. La cruz está en el centro del plan de Dios. No es un acontecimiento histórico cualquiera; casual, sino el decreto de Dios. Pero, con todo, es una acción (u omisión) nacida de cada una de las acciones humanas, que no sucedió «necesariamente», sino como un acontecimiento hecho y querido totalmente por el hombre endeudado. Así, la cruz está en el punto de intersección del plan divino y de la obra histórica humana.

La cruz no es una crucifixión horrible, como si fuera un engendro de la maldad humana. Pero sí que es el signo de lo que cantamos en el himno: Ave cruz, spes mea (¡Salve cruz, mi esperanza!). Esos brazos extendidos en la cruz del tormento son, sí, una visión horrible. Y, sin embargo, son esos brazos tendidos en la cruz los que simbolizan (indican realmente) lo que Jesús ha prometido: «Cuando yo sea alzado de la tierra, lo atraeré todo hacia mí» (Jn 12, 32). Por eso, es la cruz escándalo y trono, madero del tormento y árbol de la redención. La «elevación» de Jesús en su crucifixión es una elevación al Padre – «Padre, glorifica a tu Hijo» (Jn 17, 1).

Nuestra consideración sobre el misterio de la redención tiene en Cristo –«el símbolo de sí mismo» (Máximo el Confesor132)– su forma más decisiva y su más esencial contenido. Pablo puede muy bien decir que toda la predicación de su evangelio es «Cristo crucificado» (1 Co 1, 23).

Nosotros somos los que lo hemos crucificado. Este pensamiento escalofriante se le fue concedido al apóstol Pablo sólo cuando se encontró con el resucitado. Jesús ha sido crucificado por mis pecados. Con este conocimiento se le gratificó a Pablo en el momento en que recibió la imponente visión: «Jesús ha muerto por mis pecados» (cfr. 1 Co 15, 3; Ga 1, 4). Pablo sólo tuvo conciencia de que él era también culpable –terrible verdad ésta– de la muerte de Jesús en la cruz a la luz de la verdad, que él formula, como resumen de su conversión, en la carta a los gálatas: «El Hijo de Dios me ha amado y se ha entregado por mí» (Ga 2, 20).

Anselmo dice a su discípulo Boso: «Aún no te has parado a pensar qué gravedad tiene el pecado».133 Nos cuesta trabajo barruntar cuanto menos esta gravedad. Que el pecado, en su esencia, es rechazo de los derechos de

  1. Máximo, De variis difcilibus locis (PG 91, 1165D-1168A).

  2. «Nondum considerasti quanti ponderis sit peccatum» CDH I, 2, 1.

Dios y, con ello, negación de lo que somos en verdad nosotros mismos, se manifiesta sólo desde la cruz, en la que el Hijo de Dios ha quitado «los pecados del mundo». Y precisamente es esta cruz la que es transformada por Dios mismo en instrumento de salvación.

En la parábola de los malos viñadores, la lógica de la descripción exige que el asesinato perverso del hijo y heredero sea castigado con un castigo draconiano: «¿Qué hará, pues, el dueño de la viña? Vendrá y acabará con aquellos ladrones y dará la viña a otros» (Mc 12, 9). Esta parece ser la solución consecuente con la culpa de aquellos viñadores. Esta solución es la que nosotros nos hemos merecido. Pero, en vez de esto, hemos recibido algo maravilloso: Dios mismo transforma el rechazo al Hijo por los pecados en el perdón de los pecados. No tiene lugar el perdón de la culpa por el merecido castigo, sino la redención de la culpa misma. En vez de acabar y eliminar a los viñadores, castigándolos por su maldad, el amo de la viña hace una cosa impensable: Entrega a su propio hijo en sus manos. La maldad de aquéllos obra la buena acción de éste. El hijo muere a manos de sus asesinos, pero es el padre el que lo ha enviado para que muera por ellos.

En su sermón de Pentecostés dice Pedro: «A éste, que por determinado designio y previo conocimiento de Dios fue entregado, lo mataron crucificándole por manos de malvados, pero Dios lo ha resucitado, liberándolo de los dolores de la muerte» (Hch 2, 23-24). Aquí se ha realizado de forma extraordinaria el misterio de la providencia: Precisamente lo que era una mala acción de los hombres se manifiesta –por medio de un incomprensible, pero conecto decreto de Dios– en una buena acción en beneficio nuestro. Al final de la historia de José y sus hermanos, dice éste a aquéllos, después de que han reconocido su culpa contra él: «Vosotros pensasteis hacerme mal, pero Dios lo convirtió en bien para ensalzarme, como hoy lo veis y para salvar a muchos pueblos» (Gn 50, 20).

El Catecismo añade: «Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien» (CIC 312).

En la cruz superó Cristo todo No a Dios con su única grandiosa palabra aquiescente: «Todo está consumado» (Jn 19, 30). Todo No a Dios, el pecado del mundo, es lo que lo han llevado a la cruz. En la cruz superó Jesús el No. En Getsemaní aceptó Jesús la voluntad del Padre, se dejó prender por nosotros, y al decir, con su voluntad humana, Sí a todo esto «... No se haga mi voluntad, sino la tuya...» (Lc 22, 42), pronunció su Sí a la voluntad del Padre, sí que a todos nos libera. «Por él tenemos la salvación» (Col 1, 14). Él está con nosotros con su Sí a Dios y con su Sí a Dios, con nosotros.

Redención quiere, pues, decir: El por mí; El en mi lugar. «El me ha amado y se ha entregado por mí» (Ga 2, 20). De nuevo la parábola de Marcos 12: los malos viñadores han asesinado al último enviado, al hijo – nosotros hemos crucificado al «Señor de la gloria». Pero esto no nos ha llevado a juicio: él se ha dejado prender por nosotros para nosotros y se nos ha entregado. Sobre todo lo que podemos hacer y –lo más frecuente de todo– lo que hacemos mal, está este «por nosotros» de Cristo.

Todavía queda irresoluta y enigmática la pregunta de si en esta entrega del «para nosotros» puede haber algo o alguien en absoluto que pueda estar «contra nosotros»: ¿La muerte, el demonio o quizás nosotros mismos? «¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Rm 8, 35). Pablo dice que está seguro de que nada nos puede separar del amor de Cristo. ¿Nada? ¿Ni siquiera mi propio yo? ¿Mi «no quiero»? ¿No existe el peligro de que me obstine en un No definitivo?

¿Para qué rezamos en el Canon romano: «Sálvanos de la perdición eterna»? 134 ¿Por qué oramos en silencio, antes de recibir la sagrada comunión: «...líbrame por tu carne y tu sangre de todo pecado y de todo mal. Haz que cumpla fielmente tus mandamientos y no permitas que me separe de ti»?135 Al pronunciar estas palabras debió llorar cada vez el santo Cura de Ars.


3. Descendió al Reino de la muerte

A las frases del Credo sobre la muerte de Jesús en la cruz sigue una corta insinuación a la sepultura de Jesús. En Cristo ocurrió lo mismo que cuando los cadáveres de los hombres entre los que él ha vivido son depositados en el sepulcro después de la muerte. También en su muerte fue Jesús uno de ellos. Seguidamente confesamos «descendió a los infiernos» (descendit in infernos). A la redención le corresponde también que Jesús «gustase» la muerte: el estar-muerto de verdad. «Este estado de Cristo muerto es el misterio del sepulcro y del descenso a los infiernos. Es el misterio del Sábado Santo en el que Cristo depositado en la tumba manifiesta el gran reposo sabático de Dios después de realizar la salvación de los hombres, que establece en la paz el universo entero».136

Hoy no resulta fácil acceder a este artículo de fe. La verdad de la fe está aquí formulada con conceptos provenientes de un mundo imaginativo, que

  1. Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

  2. Misal Romano, Oración antes de la comunión.

  3. CIC 624. Cfr. Jn 19, 30.42; Col 1, 18; Hb 4, 4-9.

hoy nos son extraños. La idea de un «reino de la muerte», de un «mundo subterráneo», por debajo de nuestro propio mundo, de un «infierno», donde se reúnen las almas de los muertos, todo esto está muy lejos de nuestra manera moderna de pensar. Este artículo de fe nos tienta a «"desmitologizarlo", lo que aquí parece que se podría hacer sin ningún peligro y sin ningún tipo de escándalo».137 ¿No sería mejor prescindir de él? Esto es una posibilidad, pero ¿es honrada? La Iglesia ha confesado desde los más antiguos tiempos este artículo de fe. ¿No sería esto un impulso para aceptar lo que ella confiesa precisamente en el momento en que la cuestión se torna difícil y oscura? Si miramos al siglo pasado, la atención al Sábado Santo, al día del silencio de Dios, parece hoy más actual que nunca.

a) Fundamento bíblico: Infierno como Scheol

Si consideramos este artículo de fe138 en sus pormenores nos daremos cuenta con claridad de que aquí, cuando se habla de «reino de la muerte», de «mundo subterráneo» o de «infierno», no se trata de un lugar de eterna condenación, sino de la morada de los muertos, que en hebreo se traduce por Scheol, y en griego por Hades (Hch 2, 31). Es el lugar donde las almas de los muertos se encuentran encerradas después de la muerte.

En el Nuevo Testamento se encuentran numerosos pasajes a los que podríamos referir este theologumenon. Ya en la predicación de Pentecostés de Pedro se encuentra una indicación al tema. Nos presenta un pasaje del salmo 16, como anuncio de la resurrección: «... ni fue dejado en el sepulcro, ni su carne vio la corrupción» (Hch 2, 31; Sal 16, 10). En el mismo sentido habla Pablo en su carta a los romanos: «¿Quién descenderá al abismo?» (Rm 10, 7) –como diciendo: ¿quién lo sacará de entre los muertos?–Dos cosas hay que tener en cuenta. Por una parte, que su estar-muerto pertenece inseparablemente a su muerte en la cruz, es decir, pertenece a su descenso al reino de los muertos. Por otra, su ascenso del reino de los muertos está aquí en relación con su ascenso al Padre, es decir, con el comienzo de la plenitud escatológica: «El que descendió ése es el mismo el que subió sobre todos los cielos para llenarlo todo» (Ef 4, 10).

Los testimonios bíblicos refuerzan el descenso de Jesús al reino de los muertos como una experiencia de muerte auténtica, como la expresión más

  1. J. Ratzinger, Einführung ins Christentum, München 1968, 242.

  2. Sobre la interpretación de este artículo, cfr. J. Ratzinger, Einführung ins Christentum 242-249; H. Schneider, Was wir glauben. Eine Auslegung des apostolischen Glaubensbekenntnisses, Düsseldorf 1985, 268-537; M. Bordón, Gesú di Nazaret. Signore e Cristo M, Roma 1986, 288-292 y 521-537; J. Pannenberg, Grundzüge der Christologie 277-281.

profunda de solidaridad con los hombres. Durante tres días, desde su muerte hasta su resurrección, «Jesús ha experimentado el estar muerto, es decir, la separación de cuerpo y alma, en la misma medida y en la misma condición que todos los hombres».139 Esto mismo lo anunció ya Cristo cuando comparó su propio camino con la historia del profeta Jonás: «Porque así como Jonás estuvo tres días en el vientre de la ballena, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón en la tierra» (Mt 12, 40).

Un pasaje oscuro y de difícil interpretación, tomado de la primera carta de san Pedro, fue considerado durante largo tiempo por los primeros Padres de la Iglesia como el primer fundamento justificativo del descenso de Jesús a los infiernos: «En él que también fue a predicar a aquellos espíritus que estaban en la cárcel...» (1 P 3, 19).140 Para tener acceso correcto a este pasaje, es necesario tener en cuenta su contexto. Inmediatamente antes de él, se dice: «Pues también Cristo murió una vez por nuestros pecados, el justo por los injustos, para ofrecemos a Dios; siendo, en verdad, muerto en la carne, más vivificado por el espíritu» (1 P 3, 18). Aquí nos encontramos con una dualidad: El cuerpo está muerto, pero el alma, por el contrario, vive en la luz, contemplando a Dios. Es en este estado cuando Cristo bajó «a los espíritus», lo que aquí significa que su poder se extendió a todos, incluso a aquellos que ya habían muerto. Se refiere, pues, a todos, también a los muertos, también a todos los espíritus de los infiernos. Cristo asumió en su muerte el destino del hombre hasta su separación. Él está muerto según el cuerpo, pero, según su alma, desciende a los infiernos, donde sigue conservando la gozosa visión de Dios. Desde esta visión, puede acercarse a los espíritus cautivos de forma soberana y predicarles.141

b) Jesús baja a los infiernos como victoria sobre la muerte. El icono de la Anástasis

En la teología y en la piedad de los Padres este misterio de la fe llega a su total desarrollo, que estaba meramente indicado en los testimonios de la Sagrada Escritura. De manera especial se manifiesta esto en los iconos pascuales de la Iglesia oriental. Junto a la representación de las mujeres ante el sepulcro vacío, se impone pronto otro icono que nos ofrece el misterio de fe de nuestra redención del pecado y de la muerte.

  1. Juan Pablo II, Communio personarum. Vol 5. Jesus Christus der Erlöser. Cathehesen 1986-1989, St. Ottilien 1994, 377.

  2. Cfr. Grillmeier, Mit ihm und in ihm 76-78.

  3. Juan Pablo II, Communio personarum 5, 377-378.

El motivo central de esta representación es la bajada de Jesús a Adán en los infiernos. En el centro de esta representación se ven en seguida y con toda claridad tres personas: Adán, Cristo y una figura humana desnuda, yacente en el suelo. Cristo, está rodeado de un destello luminoso oval, al estilo de una mandarla:142 está como triunfador, poniendo su pie en el cuerpo del hombre, que simboliza el Hades, y sujetando a Adán de una pierna con una mano. Las puertas de los infiernos están destrozadas y se encuentran tiradas por el suelo en forma de cruz. El redentor está cogiendo con su mano derecha la mano de Adán, que ya tiene puesto un pie en la puerta de los infiernos. Junto a Adán, pueden aparecer Eva u otros justos del Antiguo Testamento. La imagen lleva por título «Anástasis», resurrección.143

La correspondencia literaria de esta representación bíblica se encuentra en una antigua homilía, que aún hoy se dice el Sábado Santo:

«Profundo silencio reina sobre la tierra; profundo silencio y paz; profundo silencio, porque el rey está descansando. El miedo sobrecoge a la tierra y ésta enmudece, porque Dios -en la carne- duerme un sueño profundo, pero ha despertado a los hombres, que desde tiempo inmemorial dormían... Está buscando a Adán, el padre de todos los hombres; está buscando la oveja perdida. Quiere visitar a los que se encuentran en tinieblas y en sombra de muerte. Llega para liberar de sus dolores a Adán y a Eva, que se encuentran prisioneros. Él, que es, a la vez, su Dios y su hijo... "Por ti me hago tu hijo, yo, tu Dios... Despertad los que dormís... No te he creado para que estés prisionero en la cárcel de los infiernos. Levantaos de la muerte. Yo soy la vida de los muertos" ».144

El silencio del Sábado Santo significa el estado de esperanza de toda la tierra. Nos recuerda el silencio antes de la creación del mundo (Gn 1, 2): todo está a la espera de que Dios obre con poder. Lo mismo aquí. Cristo ha venido al mundo y su obra terrenal –vivir entre los hombres y sufrir su muerte por los pecados– está cumplida. Para ilustrar todo esto, les recuerda el predicador a los oyentes la relación que tienen entre sí sufrimiento y muerte con la concepción del Hijo de Dios en el seno de María.145 Pero la

  1. Mandorla: Aureola de forma ovalada que enmarca la imagen de Cristo o de la Virgen en la pintura y escultura de la iglesia bizantina y en el románico (N. del T.).

  2. H.-J., Schulz, «Die "Höllenfahrt" als "Anastasis". Eine Untersuchung über Eigenart und dogmengeschichtliche Voraussetzungen byzantinischer Osterfrömmigkeit», en: ZKTh 81 (1959) 1-66, aquí: 9; E. Lucchesi Palli, Höllenfahrt Christi, en: LCL 2, 322-331, aquí: 323-324 (1970); P. Plank, «Die Wiederaufrichtung des Adams und ihre Propheten. Eine neue Deutung des Anastasis-Ikone», en: OstKSt 41 (1992) 34-49.

  3. Esta antigua homilía del Sábado Santo se encuentra entre las obras de Epifanio de Salamis, PG 43, 439-464; cfr. CIC 635.

  4. Ps.-Epifanio, Homilia, PG 43, 443-444.

misión de Cristo en la tierra aún no está cumplida del todo, aún le falta el descenso a los infiernos. Aún no están redimidos todos los justos y aún no ha reunido el «pastor» a todas las «ovejas». Aún faltan los justos del Antiguo Testamento, Adán, sobre todo, nuestro padre. Por su culpa están cogidos por el pecado y sufren, por ello, en el infierno de los «dolores». También Cristo ha venido por ellos al mundo, para conducirles a casa.

Jesús se ha puesto en la fila del género humano pecador para redimir a todos, hasta Adán, el padre de todos los hombres. Ahora, en el Sábado Santo, en la muerte, en la que se ha hecho solidario con los muertos, camina él, como en marcha triunfal, hacia los infiernos, para llamar a todos los que la muerte tiene cogidos con sus garras: Adán, ¿dónde estás? Los muertos, con los que Cristo se ha mostrado solidario, son convocados en su resurrección. Él ha escogido a aquellos con los que él quería estar en la muerte, para que vivan con él y todos formen una comunidad celestial. La muerte no puede retener al Hijo de Dios muerto. Su descenso a los infiernos es su marcha triunfal. Jesús ha muerto realmente y se ha alejado de los suyos que quedaron en la tierra. «Pascua significa, al mismo tiempo, resurrección del reino de la muerte. El Viernes Santo no ha quedado en olvido. Sólo por la muerte de Cristo ha sido vencida la muerte; sólo el Viernes Santo nos conduce a la noche de Pascua». El icono de la Anástasis nos hace ver todo esto con claridad y nos lo hace presente. «La resurrección está representada sobre el fondo del Hades. Cristo tuvo que descender hasta allí. Aquí, en medio del campo donde la muerte triunfa, Cristo la ha vencido» .146

c) El descenso a los infiernos por solidaridad con el destino del hombre

Mientras que en la Iglesia oriental, la atención especial a la divinidad de Cristo –y con ella la idea del descenso a los infiernos como victoria sobre la muerte– nos conduce a intensificar la piedad pascual, en la teología occidental esto pasa a segundo plano. El interés se dirige cada vez más a la historia de la infancia y al acontecimiento de la pasión,147 mientras que el descenso desaparece casi por completo de nuestro campo de vista.

En la Edad Media el descenso a los infiernos se discute en relación con la unidad de la persona de Cristo. Se hace hincapié en que alma y cuerpo de Cristo se han separado y que el alma ha descendido a los infiernos. La cuestión esencial para la teología medieval es saber cómo la unidad de

  1. Schulz, Die «Höllenfahrt» als «Anastasis» 26.

  2. Idem, 1-3.

Dios y hombre se mantiene aún durante el descenso a los inflemos. Para santo Tomás es importante saber que ninguna idea dualista sobre la idea de hombre puede desenfocar la visión correcta del descenso a los infiernos.

«Y por eso, es preciso decir que, durante los tres días de la muerte de Cristo, todo Él estuvo en el sepulcro, porque toda su persona permaneció allí por medio del cuerpo que le estaba unido; y del mismo modo estuvo todo Él en el infierno, porque allí estuvo toda la persona de Cristo por razón del alma que le estaba unida; también Cristo todo Él estaba en todas partes por razón de su naturaleza divina».148

La redención alcanza hasta el limbum patrum, mientras que el lugar de la condenación, el infierno más profundo, experimenta sí la victoria de Cristo, pero no participa de ella.149

En nuestros tiempos, ha sido, sobre todo, Hans Urs von Balthasar el que se ha ocupado de esta cuestión. Le han impresionado especialmente las visiones de Adriana de Espira, que alcanzan su punto culminante en el triduo pascua1.150 La cuestión principal que Balthasar se plantea, es «preguntarse por las bases bíblicas y aclarar hasta dónde puede tener validez la expresión "descendit ad inferna", como interpretación correcta de las palabras bíblicas».151

Constituye una parte del acontecimiento de la redención que Cristo se ha hecho realmente partícipe de todo el destino humano, haciéndose solidario con cada hombre. Él es hombre hasta la muerte y, muerto, siguió siendo hombre. De la misma manera que Balthasar pone en el centro de la muerte de Cristo la experiencia del abandono del Padre –«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Sal 22, 2)– así «tiene él también que experimentar –en solidaridad con los pecadores que están en los infiernos: los sin esperanza– el abandono de Dios. Sólo así habrá sufrido Cristo realmente la muerte humana».152

Esta contemplación del abandono de Dios y de la vivencia de los infiernos como «la última impotencia del morir y del estar muerto» es para Bal-

  1. Tomás de Aquino, Summa Theologica 1II, q. 52, a. 3 (DThA 28, 173).

  2. Idem, q. 52, a. 2 (DThA 28, 168-169).

  3. Las ideas sobre el Sábado Santo nos las ofrece brevemente Hans Urs von Balthasar en Adriana de Espira, «Über das Geheimnis des Karsamstags», en: IKaA 10 (1981) 32-39; cfr. también Balthasar, Erster Brief auf Adrenne von Speyer, Einsiedeln 19752.

  4. H. U. v. Balthasar, Theologie der drei Tage (nueva ed.), Einsiedeln, 1990, 143. Más bibliografía sobre el tema (selectivamente): Idem, Pneuma und Institution. Skizzen zur Theologie IV., 387-400; Idem, Kleiner Diskurs über die Hölle, Einsiedeln 19993; W. Maas, Gott und die Hölle. Studien zum Descensus Chrsti, Einsiedeln 1979; Idem, «Absteigen zur Hölle. Aspekte eines vergessenes Glaubensartikels», en: IKaZ 10(1981) 1-18; cfr. también todo el fascículo de IKaZ 10 (1981).

  5. Balthasar, Pneuma und Institution 394.

thasar el motivo que le mueve a criticar la teología del descenso como «falso triunfalismo».153 Aquí no hay nada del Cristo triunfante, que supera el poder de la muerte, sino la impotencia del amante que, al encontrarse con la muerte, con Adán, con el infierno, baja a los más profundos infiernos. El amor es tan grande que Balthasar puede decir: «Fundamentalmente hay aquí una discusión sobre si está positivamente decidido el que el Señor muerto ha bajado o no a los más profundos infiernos, hasta el "caos"».154

Balthasar destaca en su teología un aspecto que los Padres trataron muy poco. El Sábado Santo, la muerte de Cristo, no es, en principio, nada triunfalista. Esta vivencia se tiene también en la liturgia del Sábado Santo. Se celebra con extremada sencillez; no hay celebración eucarística; todo se concentra en la oración en silencio, en la liturgia de las Horas y, especialmente, en los Maitines de difuntos. La iglesia está sin adornar; los altares están desnudos. La muerte de Cristo ha dejado a los discípulos, y con ellos a la Iglesia, sin saber qué hacer, llenos de tristeza y temor. El creyente debe permanecer en silencio, recogimiento y adoración. La salvación, que ocurre en la bajada de Cristo a los infiernos, todavía está oculta en el Sábado Santo; la muerte aún tiene el poder que pronto se le quitará.

Pero tenemos que hacer alguna crítica a esta visión de Balthasar, a pesar de todo nuestro aprecio por él. La idea central es que Cristo trae a casa a los muertos desde las profundidades más recónditas de los infiernos, con una «total alienación de sí mismo» (Balthasar utiliza esta frase varias veces). Dios mismo se encuentra en la lejanía y el abandono más grande de Dios, para atraer a los últimos a la cercanía de Dios. Hay que traer también a colación la cuestión inicial de Balthasar, a saber, si esta idea se corresponde con los testimonios bíblicos y eclesiales.

Ambos aspectos son importantes: Glorificación y anonadamiento. Jesucristo ha muerto realmente, pero en su muerte es también el santo, que llama a todos los justos, que han muerto con él, a la eterna comunión con Dios. Dios se entrega en su anonadamiento para arrancar a los hombres de la muerte y llevarlos a las alturas. «Y como los hijos de los hombres son de carne y sangre, tomó él también de la misma manera carne y sangre, para desarmar a quien tenía poder sobre la muerte, es decir, sobre el diablo, y para liberar a los que, por miedo a la muerte, habían caído durante toda su vida en la esclavitud» (Hb 2.14-15). Su anonadamiento es nuestra exaltación, su esclavitud, nuestra liberación, su humanidad hasta la muerte, nuestra divinización. «En esto se revela y se realiza el poder salvífico de la

  1. Balthasar, Pneuma und Institution 397.

  2. Idem, 398.

muerte victimal de Cristo, que ha cumplido la redención en favor de todos los hombres».155

El misterio más enigmático entre todos los misterios de la vida de Jesús es el descensus ad inferos. ¿En qué consiste la eficacia salvífica de este momento de la vida de Jesús? Seguro en que Cristo con su muerte se encuentra con todos los hombres. Y esto más por solidaridad que por encontrarse Dios inmediatamente con los muertos. Georges Bernanos ha vislumbrado la profundidad existencial de este misterio de fe:

«Nosotros queremos realmente lo que Él quiere; sin saberlo, queremos de verdad nuestros dolores, nuestro sufrimiento, nuestra soledad, siendo así que nos imaginarnos que sólo queremos nuestras alegrías. Creemos que tememos la muerte y que huimos de ella, siendo así que queremos en realidad la muerte, como Él quiso la suya. Igual que Él se ofrece en cada altar, en el que se celebra la misa, así muere Él de nuevo en cada moribundo. Queremos todo lo que Él quiere, pero no sabemos lo que queremos; no nos conocemos, es el pecado el que hace que vivamos en la superficie de nosotros mismos. Nos volvemos a nosotros mismos para morir y allí es precisamente donde Él nos está esperando» .156