III
El camino terrenal del Hijo de Dios


El concilio de Nicea explica lo que dice Jesús: que es Hijo de Dios. El concilio de Calcedonia se refiere a esta confesión, cuando enseña que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre, es decir, que es totalmente Dios y totalmente hombre, una persona en dos naturalezas. Estos principios de fe, que se han ido aclarando a lo largo de los siglos, conforman la columna principal para la comprensión eclesial de la persona de Cristo. En el tiempo siguiente a los grandes concilios, había la preocupación de aclarar algunas cuestiones específicas sobre su persona. ¿Cómo se comportan entre sí las dos naturalezas en el Jesús concreto? ¿Qué sentido tiene para la autoconciencia de Jesús que él sea Dios y hombre a la vez? ¿Cómo se relacionan en él el saber divino y el humano? ¿Qué significa esto para su voluntad? ¿Qué importancia recibe la vida terrenal de Jesús por el hecho de ser Dios? A estas preguntas dedicamos este tercer capítulo.


1. La misión y la autoconciencia de Jesús

Hay palabras de Jesús que insinúan que él esperaba la pronta venida del Reino de Dios: «En verdad, os digo que algunos de los que están aquí no sufrirán la muerte hasta que hayan visto que el Reino de Dios ha venido con [pleno] poder» Mc 8, 39). «En verdad os digo que no acabarán con las ciudades de Israel antes de que venga el Hijo del Hombre» (Mt 10, 23).1 A finales del siglo XIX, algunos teólogos propusieron esta pregunta radical: ¿Se equivocó Jesús en lo fundamental en sus esperas? Con ello formulaban el problema, ya tratado por los Padres de la Iglesia, acerca de la ignorancia de Cristo, pero lo hacían de una forma desconocida hasta ahora. En la cuestión acerca de la «espera de Jesús» se trataba, sobre todo, de que Jesús ciertamente predicó cercano el Reino de Dios, pero que éste no aparecía.

¿Ha llegado realmente el Reino de Dios predicado por Jesús? ¿No lo echó todo a una carta, que no salió? ¿Sigue pasando el tiempo, sin que venga el Reino de Dios? ¿No será Jesús acaso un soñador estafador, que soñó

1. Otros textos en J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie, Gütersloh 1971, 125; 132-141.

con las utopías del Reino de Dios y las tuvo por reales? ¿No tendremos que admitir que Jesús se equivocó? Rudolf Bultmann (t 1976) sacó la consecuencia inexorable de esta pregunta: «Ante el hecho de que el anuncio de la llegada del Reino de Dios no se había cumplido, de que la espera de Jesús del próximo fin del antiguo mundo se había desvanecido, nos preguntamos si su imagen de Dios no sería una fantasía».2

La afirmación de que Jesús se ha equivocado, sitúa a la teología ante graves cuestiones, pues ¿cómo podremos dar crédito a su revelación del Padre, a su «imagen de Dios», si él se ha equivocado en un punto tan central de su mensaje? ¿No está la tesis de que Jesús, equivocándose, esperaba la pronta venida del Reino de Dios en contradicción con la frase de Pedro: «Señor, tú lo sabes todo» (Jn 21, 17)? No tenemos más remedio que atender con profundidad a esta pregunta sobre el saber de Cristo. Hay dos intentos que tendremos que excluir, pues proponen obviar la cuestión.

Por una parte, no convence el intento, seguido por la mayoría de los Padres de la Iglesia, de obviar la ignorancia de Jesús. Interpretan todos los textos, que se refieren a esta ignorancia de Jesús, de forma pedagógica. Si Jesús pregunta a las hermanas del recientemente fallecido Lázaro: «¿Dónde lo habéis puesto?» (Jn 11, 34), esto lo hace aparentemente. La frase de Jesús de que el Hijo del Hombre no conoce la hora del fin del mundo (Mc 13, 32), la interpretan de tal manera que Jesús sí que la conoce, pero no la quiere decir.

En segundo lugar, no convence el moderno intento de reinterpretar la proximidad del Reino de Dios en el marco de la atemporalidad de un proceso existencial. Se afirma aquí que lo que a la conciencia profética le parece ser una cercanía del fin del mundo y del tiempo hay que explicarlo desde la incondicionabilidad de la voluntad de Dios. Así como a los profetas les pareció ser su voz la última voz de Dios, así también le ocurrió a Jesús. Su certeza de conocer la voluntad de Dios y de manifestarla, hicieron que Jesús hablara con palabras de una cercanía apocalíptica.3

Ambos intentos rodean propiamente la pregunta de si Jesús se equivocó. La pregunta sobre la cercanía, de la que Jesús hablaba, nos introducirá en las páginas siguientes a ver el modo de tratar la conciencia de Jesús sobre sí mismo y sobre su misión, buscando en ello los testimonios bíblicos, a lo que seguirá una visión general sobre los diversos intentos de solución y, finalmente, un intento aclaratorio de carácter teológico.

  1. Bultmann, Theologie des Neuen Testamentes 19808, 22.

  2. Bultmann, Theologie des Neuen Testamentes 23.

a) La proximidad del Reino de Dios. ¿Se equivocó Jesús?

La así llamada tesis de la proximidad del Reino de Dios tiene su propia historia. Ha sido popularizada por Johannes Weiss (t 1914) y por Albert Schweitzer (1 1965). Según ella, Jesús habría participado con sus contemporáneos judíos la cosmovisión apocalíptica. En tiempos de Jesús se vivía una enorme tensión apocalíptica, que esperaba la inminente venida del fin del tiempo como una catástrofe cósmica. Y ésta sería la espera inminente del Reino de Dios. Tres elementos se entremezclan en esta teoría. Se admite, en primer lugar, que se esperaba la pronta llegada del Reino de Dios; en segundo lugar, que el «Reino de Dios» era un concepto escatológico-apocalíptico, y, en tercer lugar, se deriva de todo esto que se esperaba el fin del mundo.

En contra de la teología liberal protestante (Albert Ritschl + 1889, Adolf von Harnack + 1930), que hace de Cristo un maestro moralista, hacen hincapié aquellos teólogos en la concepción apocalíptica del mundo. Jesús habría sido un defensor radical del apocalipsis, que participaba de la candente espera del fin del mundo, propia de su tiempo. Esto es un error, pues el fin del mundo no ha llegado; lo que ha llegado más bien es la cruz. Incluso después de la Pascua, cuando los discípulos de Jesús aún esperaban la llegada del Reino, hubo engaño, pues la parusía se hacía esperar. Así que no tuvieron más remedio que acomodarse a los hechos. Y en vez del Reino, vino la Iglesia.

Lo que no se preguntaba o se hacía muy poco era esto: ¿Tuvo realmente Jesús este tipo de conciencia de la cercanía del Reino? ¿Comprendía él el Reino de Dios escatológicamente de tal manera que lo llegara a identificar con el inminente fin del mundo? Mucho se ha dicho desde entonces. Incluso Jean Carmignac,4 por ejemplo, pudo hablar de la «escatología» como de una imagen engañosa.

En primer lugar, los textos entretanto descubiertos en Qumrán, cuestionan la presunción de que en tiempos de Jesús se vivía en general con una tensión escatológica en espera inminente del fin del mundo.5 En segundo lugar, la exégesis actual pone en tela de juicio si el «Reino de Dios» del que hablaba Jesús, era primariamente una imaginación apocalíptica. Realmente aparece no sólo como una realidad futura, sino, igualmente, como algo que ya ha llegado: «Pero si lanzo demonios con el dedo de Dios, ciertamente el Reino de Dios ha llegado a vosotros» (Lc 11, 20). Es como un tesoro escondido,

  1. J. Carmignac, Le mirage de l'Eschatologie. Royauté, Régne et Royaume de Dieu sans Eschatologie, Paris 1979.

  2. J. Carmignac, «Qu'est-ce que 1'Apocalyptique? Son emploi á Qumrán», en: RdQ 10 (1979) 3-35.

que se descubre, como una perla que se puede comprar (Mt 13, 44-46). Está «en medio de vosotros» (Lc 17, 21). En tercer lugar, se destaca mucho que Jesús con respecto al futuro no daba ningún dato. «En ningún sitio nos da Jesús un dato temporal fijo»6. La cercanía del Reino de Dios no está fijada temporalmente, como, por ejemplo, en el caso de Juan el Bautista, para quien el día del juicio está a punto de llegar (cfr. Lc 3.9.17).

Vale, pues, la pena volver a plantear la pregunta sobre la cercanía del Reino de Dios. Con frecuencia nos lleva a un callejón sin salida, porque ha sido mal planteada. Vamos por un camino equivocado si aplicamos a Jesús una idea preconcebida del Reino de Dios, en vez de partir, por el contrario, de la cristología, dándole contenido al concepto en cuestión mediante el obrar y la predicación de Jesús. Siempre se está hablando de que el Reino de Dios no llega, de las esperas no cumplidas de Jesús. Pero ni una sola indicación se encuentra de que Jesús hubiese creído que su fracaso era un signo de que el Reino de Dios no hubiese venido. No encontramos ningún pasaje del que pudiéramos deducir que Jesús mismo hubiese creído que se había equivocado. Cierto es que tal y como el Apocalipsis entendía el fin del mundo, éste no había llegado aún. Pero sigue habiendo una pregunta: ¿Había esperado Jesús esta forma de fin del mundo?7

Tenemos que preguntamos cuál era la propia idea de Jesús sobre el Basileia y si el Reino de Dios para él no había realmente llegado. Tenemos que preguntamos qué destino tenía propiamente este Reino de Dios. ¿Cómo tenía que llegar? ¿Dónde está? ¿Cómo se encuentra? Por lo que se aprecia, al Reino de Dios le ocurre lo mismo que a Jesús: que no se encuentra. Incluso sufre violencia (Mt 11, 12). Hay que buscarlo con todas nuestras fuerzas; hemos de esforzamos por encontrarlo; hemos de pasar por la puerta estrecha (Lc 13, 24); tenemos que aceptarlo como niños (Lc 18, 17). Todo esto suena de muy distinta manera a un fin del mundo que nos amenaza apocalípticamente.

Para explicar esta pregunta sobre la cercanía del Reino de Dios (y con ello la relación entre la predicación del Reino de Dios y la pasión y muerte de Jesús) iniciamos el camino hablando sobre el mensaje moral de Jesús. Con frecuencia se han contrapuesto bastante burdamente la línea temporal-escatológica y la teológico-moral. Realmente hemos de intentar ver ambos aspectos del único acontecimiento que es Cristo. ¿Cómo manifiesta Jesús la

  1. H. Schürmann, Gottes Reich — Jesu Geschick. Jesu ureigener Tod im Lichte seiner Basileia-Verkündigung, Freiburg/Br. 1983, 39.

  2. H. U. v. Balthasar, Zuerst Gottes Reich. Zwei Skizzen zur biblischen Naherwartung (= ThMed 13), Einsiedeln 1966; H. Merklein, Jesu Botschaft von der Gottesherrschaft. Eine Skizze (= SBS 111), Stuttgart 19899.

voluntad del Padre? No podemos pasar por alto que Jesús, cuando habla del Reino de Dios, siempre se refiere al Reino del Padre.8 Por lo tanto, la llegada del Reino de Dios quiere decir: «Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad» (Mt 6, 10). Así es como está cerca el Reino de Dios. La cercanía de la que habla Jesús es que se haga la voluntad del Padre, que venga su Reino.

La voluntad decisiva de Dios: El mensaje moral de Jesús

Cristo anuncia que el tiempo se ha cumplido y que el Reino de Dios está cerca. Aquí hay sin duda (también) un componente temporal (fin de los tiempos, llegada del fin, pronta aparición del Eschaton). Pero el tiempo se ha cumplido, no porque ya haya pasado, sino porque el mismo Cristo es la «plenitud del tiempo» (Ga 4, 4), porque la plenitud sin límites del amor de Dios ha llegado en Jesús. La situación escatológica no es el espacio de tiempo en el que Jesús viene al mundo, sino que su venida es ya ella misma la llegada del tiempo foral. La piedra empieza a rodar cuando Jesús comienza a predicar en Galilea, a curar a los enfermos, a expulsar demonios, a recibir a los pecadores en su compañía. Jesús se sabe el enviado a culminar la reunión escatológica de Israel. Jesús quería sin duda reunir a todo Israel, especialmente a las «ovejas perdidas de Israel» (Mt 15, 24). Pero esto sólo quiere decir –visto desde todo el Antiguo Testamento– que Jesús se sabe enviado a renovar la alianza de Dios incondicionalmente, a conducir a Israel hacia lo que se aproxima como el grito de la alianza: que Israel sea perfecto y santo, como Dios es perfecto y santo.

Pero, de la misma manera que el grito de los profetas entre los que los aceptan y los que los detestan produjo discordia, así también ha traído Jesús una situación escatológica de división. En él, en Jesús de Nazaret, se decide la salvación o la perdición escatológica (cfr. Mc 8, 38). Cuando él llama a reconocer los «signos de los tiempos», no se refiere, en primer lugar, a ciertos fenómenos externos, cósmicos o históricos. Jesús es en persona el «signo de los tiempos». Por esto, el grupo de los que aceptan el anuncio de Jesús y lo siguen, es el Israel escatológico (cfr. Lc 12, 32: «No temas, pequeño rebaño, porque vuestro padre ha tenido a bien daros el Reino»). A la predicación de Jesús pertenece, sin duda alguna, que sus palabras sobre el juicio, aun cuando ellas amplían este juicio foral hasta dimensiones cósmicas, lo ven siempre referido a sí mismo. Este es quizás el rasgo más impresionante de la conciencia que Jesús tenía de ser enviado.9

8. H. Schürmann, Das hermeneutische Hauptproblem der Verkündigung Jesu, en: H. Vorgrimler (ed.), Gott in Welt. Festschrift K. Rahner, Freiburg/Br. 1964, vol. 1, 579-607; H. Schürmann, Das Gebet des Herrn, Freiburgar. 19814, 139-144.

9. Cfr. H. U. v. Balthasar, TD IV, 14-46.

Pero por lo menos tan impresionante es el hecho de que a Jesús esta separación, que pronto se origina y que le suscita palabras escatológicas (p. ej. Mt 11, 21-22), no le conduce a proponer una separación análoga a la de los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas, sino que más bien pretende que el «trigo y la mala hierba» crezcan juntos (Mt 13, 30). No acepta que «caiga fuego del cielo» que consuma a los inhospitalarios samaritanos (Lc 9, 54). El envía a sus discípulos como «ovejas entre lobos» (Mt 10, 16) y les manda que bendigan a los que le odian a él y a ellos. El juicio no está anticipado, sino que ocurre en su ofrecimiento en la cruz. Estamos así dentro del cumplimiento del sermón de la montaña. Sólo desde él podemos comprender lo específico de la misión escatológica de Jesús: así llega el Reino de Dios. Jesús se sabe enviado para salvar, no para juzgar. Pero precisamente es su obrar salvador y sanador, que él realiza como plenipotenciario del Padre, el que provoca desprecio y enemistad, odio hasta planear su muerte. Precisamente el hacer el bien (cfr. Mc 3, 4), el anunciar y realizar la Buena Nueva es lo que le enemista. ¿Qué significa todo esto para la llegada del Reino de Dios?

Lo específico de la misión de Jesús es que la enemistad creciente no le hace variar la dirección de aquélla. Jesús no excomulga a sus enemigos ni siquiera cuando les amenaza con duras palabras con el juicio. Lo que le importa es salvar, no juzgar. En esta situación y desde su conciencia como salvador, dice Jesús: «Pero yo os digo a los que me oís: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen y orad por los que os calumnian» (Lc 6, 27-28).

¿Cómo puede mantenerse esta misión salvadora y no juzgadora siendo así que la enemistad supera la aceptación? ¿Qué figura puede tener la misión de Jesús y con ella el Reino de Dios a la luz del sermón de la montaña, si aquellos a quienes Jesús se sabe enviado a ofrecerles la Buen Nueva del amor salvador del Padre, lo rechazan y lo odian profundamente? Esta pregunta se la hizo el mismo Jesús. En sus palabras a los discípulos sobre el seguimiento, pero también en las parábolas y en la predicación del Reino de Dios, encontramos algún atisbo de la respuesta, en la que hay que destacar dos cosas: el perdón y el servicio.

Jesús se sabe enviado a los pecadores; él promete perdón de los pecados (Mt 2, 1-12; Lc 7, 36-50), no sólo de palabra, sino, sobre todo, de hecho y con ejemplos, como la parábola del deudor, a quien se le dispensa de la deuda (Mt 18, 27); la del fariseo y el publicano (Lc 18, 10.14), o en las tres parábolas la de la oveja perdida, la del dracma perdido y la del hijo pródigo (Lc 15), o en el hecho de sentarse a la mesa con los pecadores. Esta forma de entender su misión, que se mantiene en el comportamiento y en la predicación de Jesús, no ha sufrido ningún cambio, porque su origen está en la conciencia que Jesús tiene de su misión más propia. Así perdona en la cruz a sus verdugos: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). En esta forma de comportamiento se sabe Jesús realizador y anunciador de la voluntad más propia del Padre, que perdona por su inescrutable misericordia, como el padre del hijo pródigo. Y precisamente por esto, se sabe Jesús portador del Reino de Dios. Jesús revela la voluntad más propia del Padre; en su acción misericordiosa se ve quién es el Dios que le ha enviado y cómo es su Reino.

La misión de Jesús se manifiesta, en segundo lugar, por medio del rasgo irreemplazable del servicio: «Pero yo estoy entre vosotros como el servidor» (Lc 22, 27). Jesús irá incluso tan lejos que lavará los pies a sus discípulos (Jn 13, 4-6). «¿De dónde un Rabí se hubiese sentido movido a esta acción?»10 Mientras que los rabinos entendían el servicio de los alumnos a los maestros como un ejercicio en el aprendizaje de la Toráh, dando así un gran valor al orden jerárquico, el comportamiento de Jesús es distinto. Es verdad que su exigencia a la hora de pedir que le sigan es más radical que la de los rabinos, pero, por otra parte, él está en medio de los discípulos como su servidor. Jesús llama con autoridad, promete, enseña, envía y comunica su pleno poder. La autoridad de Jesús habrá que medirla según la de los rabinos. Y Jesús pone bien claros los límites: «No es el discípulo más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Le basta al discípulo ser como su maestro y al siervo ser como su señor» (Mt 10, 24-25). Pero es aquí exactamente donde se manifiesta el otro aspecto. Precisamente porque Jesús es el Señor, el servidor, tienen los discípulos que servir. Aquí hay un aspecto esencial en la conciencia de Jesús. Así como todo el tenor del sermón de la montaña está orientado a la pobreza y al servicio, así también ha comprendido Jesús su misión como servicio a los pobres y pequeños. El grandioso sermón de la montaña eleva a regla de comportamiento el servicio a los hambrientos y sedientos, a los extraños, a los desnudos y enfermos, a los presos. «¿Cuando te hemos servido?» (Mt 25, 44). «Sabéis que aquellos que mandan a las gentes se enseñorean de ellas, y sus jefes tienen poder sobre ellas». Pero los discípulos no deben actuar así. «El que quiera ser el mayor entre vosotros, será vuestro criado». La razón de esto es la propia misión de Jesús: «Porque el Hijo del Hombre no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mc 10, 42-45).

10. E. Fascher, «Jesus der Lehrer. Ein Beitrag nach dem "Quellort der Kirchenidee"», en: THLZ 79 (1954) 325-342; aquí: 331; cfr. M. Hengel, Nachfolge und Charisma. Eine exegestischreligionsgeschichtliche Studie zu Mt 8, 21s., e Idem, Jesu Ruf in die Nachfolge, Berlin 1968, 57.

¿Qué significa esta orientación tan consecuente de Jesús hacia el servicio? El no necesita su plenitud de poder para imponerlo, sino para sanar y salvar. Jesús se les presenta a los discípulos como el paradigma del servicio. Pero este servicio no es una simple apelación moral a un comportamiento humilde. Es esencial a la misión de Jesús el que toda su existencia sea un servicio así. Y esto es también esencialmente anunciar el Reino de Dios.

Cuando Jesús prepara a sus discípulos para un tal servicio, anunciándoles incluso que serán objeto de sufrimientos, persecuciones y malos tratos, y nada menos que les manda que ofrezcan la mejilla derecha (Mt 5, 39); y cuando les anuncia que seguirán el destino de los profetas, lo que significa que han de tener en cuenta la posibilidad de que los maten (cfr. Mt 10, 28); y cuando les advierte de que el éxito puede ser el signo de una falsa misión (cfr. Lc 6, 26), la consecuencia de todo esto es sólo que el sufrimiento es la señal de la misión.11 Así lo verá también Pablo, quien se refiere a su sufrimiento para robustecer la autenticidad de su apostolado (2 Co 11, 23-33).

El sufrimiento es una parte de la misión de Jesús. La fuerza que produce el arrepentimiento proviene de que él está dispuesto a soportar el odio de aquellos a quienes él ama. Sólo con un amor mucho más grande podrá superar este odio, con un amor que es más fuerte que la muerte. «...habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13, 1). Así les abre la puerta para que puedan salir de su odio, si aceptan este su amor. La muerte de Cristo se transforma en el gesto de su amor, en su última palabra de amor. La propia misión de Jesús no puede, pues, ser interpretada sin una dimensión de dolor. Quien corno Jesús anuncia la indefensión del amor ante el enemigo, no podrá pasar por alto la perspectiva del dolor.

Tenemos que ver en conjunto estas dos tendencias. Plenitud de poder de Jesús y anonadamiento del servidor, cuya plenitud de poder es poder para servir, realizándolo desde un conocimiento de su misión, que se reconoce como la última misión de Dios a Israel, como llamada escatológica para que vuelva a la casa de Dios. La figura que se dibuja de todos estos rasgos y de la que Pablo dice que «todo lo tengo por pérdida ante el eminente conocimiento de Jesucristo, mi Señor, por el cual todo lo he perdido» (F1p 3, 8), esta figura, digo, tiene sentido sólo si la consideramos como una radical «pro-existencia», como un «ser-para», que llega hasta la muerte.12 En toda la línea de la misión de Jesús vemos que el «no a ser servido, sino a servir» se interpreta corno «dar su vida en rescate para muchos» (Mc 10, 45). El

  1. Cfr. Jeremias, Neutestamentliche Theologie 230.

  2. H. Schürmann, «Pro-Existenz als christologischer Grundbegriff, en Idem, Jesus — Gestalt und Geheimnis. Gesammelte Beiträge, Paderborn 1994, 286-315.

que la muerte de Jesús pertenezca a su misión; el que su misión a las «ovejas perdidas de Israel» incluya en última instancia dar su vida por Israel (Mt 10, 6), por «muchos», esto no es posible verlo si se pasa por alto toda la forma de su predicación.

Pero ¿no hay un conflicto insoluble entre un ir a la muerte y la espera inmediata del Reino de Dios? ¿Cómo podremos relacionar que Jesús espera el Reino de Dios y, al mismo tiempo, en la línea del servicio y del perdón de los pecados, de la pro-existencia, vaya a la muerte? Jesús no sólo anunció el Reino de Dios, sino que expuso su vida para que llegase. Este es el núcleo de su discurso sobre el Reino de Dios, que revela que Dios mismo se permite que mucho, más bien todo, vaya a su cargo. «Cara es la gracia..., sobre todo, porque le es cara a Dios, porque le ha costado la vida de su Hijo».13  

La pregunta sobre la tardanza del Reino de Dios, tal y como se propuso al comienzo del siglo XX, se debió, como ya se ha dicho, a un total desconocimiento del concepto. La única posibilidad de una respuesta concreta consiste en ver a Cristo, en toda su obra y en toda su predicación. Así veremos que el Reino de Dios ya ha llegado. Jesús no se equivocó, su esperanza apocalíptica no ha sido un desengaño. El camino de Jesús hacia Jerusalén hasta la cruz era el camino del Reino de Dios. Ha llegado y ha llegado en la cruz. Esto nos lo quiso decir Marcos con el clímax de su evangelio: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). La clave del Basileia está en la cruz. El Reino de Dios no ha llegado ni llegará en el futuro por otro camino que por el camino de la cruz de Cristo y de su resurrección.

b) El saber de Cristo en la historia de la teología

Después de haber tratado la pregunta sobre el saber y la conciencia de Cristo, primero de la mano de un problema concreto: el de la supuestamente equivocada espera inminente del Reino de Dios por parte de Jesús, queremos intentar contestar ahora, en general, a la pregunta de lo que sabía Jesús y si él sabía que era Dios. Primero daremos un visión histórica, a la que seguirá una reflexión teológica.14

Es importante tener claro que al tratar sobre la omnisciencia de Jesús en su autoconciencia divina, se trata, sobre todo, de una cuestión soteriológica. No deja de tener importancia si Jesús supo por qué moría. ¿En qué sentido vale la frase de Pablo, que tuvo claramente para él un gran peso existencial:

  1. D. Bonhöffer, Nachfolge, München 1989, 31; cfr. también H. U. v. Balthasar, TD I1/2, 218-225.

  2. Cfr. Internationale Theologenkommission, «Jesus Selbst- und Sendungsbewußtsein», en: IkaZ 16 (1987) 38-50; Ch. Schönborn, «La conscience du Christ. Approches historico-théologique, en ECV 99 (1989) 81-87.

«Él me ha amado y se ha entregado por mí» (Ga 2, 20)? Pablo y, antes de él, la iglesia primitiva, creen que la misión de Jesús tenía una importancia amplia y universal. ¿Hasta qué punto podemos, debemos, y tenemos permiso para dar crédito a una conciencia temática de tal envergadura? ¿Qué significa «pro me», «pro nobis»? Las grandes figuras de los santos, desde Pablo hasta Teresa de Lissieux (+ 1887), comprendieron este «pro me» de forma muy concreta, desde su fe cierta de que Jesús «me ha amado y se ha entregado por mí».15 Jesús, «de manera misteriosa, pero real, tuvo que haber sabido al morir por quién entregaba su vida, de lo contrario no es él el que nos salva, y su muerte se queda para nosotros en un mero acontecimiento externo».16

Se trata de una pregunta propia de la teología de la revelación. ¿Cómo puede Cristo revelar al Padre como Abba, si no lo conoce? Lo incomparable en la revelación de Cristo es que él no sólo es un receptor de revelación (como los profetas), sino revelador y revelación en uno. La incomparable confianza que Jesús tiene con Dios supone un saber y una conciencia especiales. «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien se lo quiera revelar» (Mt 11, 27).

Por estas dos razones, es de suma importancia constatar que Jesús conocía y conoce tanto a Dios como a mí, que él, como dice Pedro –después de haber sido testigo durante tres años de los milagros de Jesús– «lo sabe todo» (Jn 21, 17). Por otra parte, hay en el Nuevo Testamento testimonios «impedientes» que parecen indicar que Jesús no sabía muchas cosas, sobre todo, en el evangelio de Marcos, que, si bien, por una parte, habla «del Hijo», en sentido absoluto, por otra, mantiene que él no sabe ni el día ni la hora (Mc 13, 32). Echemos primero una mirada a la historia de la teología.

Integración y perfección en la Patrística

La pregunta sobre la autoconciencia de Jesús, tal como la hemos propuesto antes, es una pregunta moderna. La iglesia primitiva estaba interesada en dos cuestiones: la cuestión del perfecto ser-hombre de Jesús en cuerpo, alma y espíritu, y, en Mc 13, 32, la cuestión de la ignorancia de Jesús. Ambas cuestiones fueron propuestas en la iglesia primitiva dentro de una perspectiva soteriológica, en la que el quod non assumptum non sanatum es una idea directriz. Lo que por Cristo no fue asumido en la encarnación, no fue sanado, esto es, redimido.

  1. Cfr. Teresa de Lissieux, Gedicht 24, estrofas 6 y 21 (Trad. por M. Breig, Leutesdorf 19972, 87- y 92).

  2. J. Guillet, «Jésus avant Páques», en: Les quatre fleuves 4 (1975) 29-38, aquí: 37.

La cristología más antigua se vio obligada a luchar contra la tendencia docetista. Le importaba, por esto, en primer lugar, la corporalidad de Cristo. Sólo la herejía apolinarista, que sustituye el espíritu humano (vous) por la palabra (Xóyos) divina condujo a subrayar la verdad de la espiritualidad humana de Jesús. El papa Dámaso I (t 384) mantiene, por el contrario, que el Hijo del Hombre ha venido «en su totalidad, esto es, en alma y cuerpo, en espíritu y en toda la naturaleza de su sustancia» (DH 146) «para salvar lo que estaba perdido» (Mt 18, 11). Si aceptamos un espíritu humano así ¿no se transformará su ser-hombre indefectiblemente en un sujeto autónomo? ¿No quedará disuelta la encarnación? Contra esta división en dos sujetos se afirma el concilio de Éfeso a favor de la unicidad de la persona del Verbum incarnatum. El dogma de la unión hipostática prohíbe que la humanidad de Jesús sea pensada como un sujeto humano espiritual e inteligente. Su inteligencia humana no es la de un hombre iluminado por Dios, sino la inteligencia humana del Lógos-Dios. De la unión hipostática se sigue la posibilidad de una participación del saber divino de Jesús en su humanidad. Esta participación se realiza en una doble perspectiva, por una parte, ante la constitución humana de Jesús, y, por otra, ante su misión salvadora que le fue otorgada a la palabra hecha carne.

Calcedonia hace hincapié en que Cristo es perfecto en la humanidad y perfecto en la divinidad. De acuerdo con el principio de que las propiedades de cada una de las dos naturalezas se mantienen firmes, se afirma la realidad de la humanidad de Jesús que permanece sin mezcla y sin cambio (DH 301-302). Según el famoso axioma del papa León (t 461): «cada una de las dos figuras, en comunicación con la otra, obra lo que le es propio» (DH 294). Es uno y el mismo Dios verdadero y verdadero hombre. ¿Cómo podemos comprender esto en el campo de la conciencia? El vere Deus - vere horno tiene dos significaciones y se declina en dos principios, que aparentemente se contraponen: el principio de la integridad y el principio de la perfección.

Al principio de la integridad pertenece que Jesús va aumentando «en edad, sabiduría y gracia» (Lc 2, 52), que ha aceptado el crecimiento humano. Podríamos preguntarnos si este principio de alguna manera no implica la «ignorancia» de Jesús. Si Cristo ha asumido nuestras debilidades, incluso nuestra muerte, ¿por qué no también nuestra ignorancia? La cuestión la dejamos abierta.

En el segundo principio, que está en relación tensa con el primero, se trata del principio de perfección. El ser-hombre de Cristo es perfecto, sin pecado (Hb 4, 15). ¿Puede un alma, que está libre de pecado, vivir en la oscuridad de la ignorancia? Cristo tiene el espíritu «sin medida» (Jn 3, 34); luego no puede estar su alma sin sabiduría y sin saber. Pablo dice que «en él están ocultos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento» (Col 2, 3).17 Por ello, la iglesia primitiva excluye de Cristo toda ignorancia. Mc 13, 32 lo explica san Ambrosio (t 397) de forma económica o pedagógica: «Incluso la hora la conoce él, pero la conoce para sí y no para mí».18 Sin poner en duda la importancia de los dos principios, cuyo conocimiento representa un paso importante para la comprensión que la Iglesia tiene de Cristo, hay que constatar que tales interpretaciones de los santos Padres de la Iglesia no hacen justicia a las palabras del Evangelio.

La concepción de Jesús en la Edad Media

La Edad Media se hace la pregunta de cómo es posible o pensable que un alma humana, una humana inteligencia contenga «todos los principios de la ciencia y del conocimiento» (Col 3, 2). ¿Cómo ocurre la participación de lo divino en el saber humano? Gregorio Magno (1 604) ha dicho de una forma admirablemente concisa de qué se trata: «Lo que él sabía en ella [la naturaleza humana] no lo sabía por ella».19 Su saber era humano en la realización y divino en el origen (de no ser así no habría revelación).

En el siglo XIII la primera escolástica desarrolló una doctrina muy diferenciada sobre el saber de Cristo: la doctrina de la triplex scientia humana de Cristo. Distingue entre la scientia acquisita, la ciencia humana adquirida, que santo Tomás (t 1274) empieza a enseñar en la Summa para salvaguardar la integridad del ser-hombre de Jesús; la scientia infusa, un saber profético que surge de una comunicación divina, y la scientia visionis, la visión divina que a los demás hombres sólo en la otra vida se les otorgará. En la Edad Media se ve tanto en Cristo su saber inmediato divino que se les hace cuesta arriba enseñar la scientia acquisita. Hoy ocurre todo lo contrario. Cristo está tan integrado en la historia que no se percibe ya la importancia de la feliz visión divina. La doctrina de la scientia visionis ha sido sostenida por los grandes maestros, santo Tomás y por san Buenaventura (t 1274) y por toda la escolástica.20 Necesita que la oigamos atentamente, pues hoy se la malinterpreta de una triple manera.

  1. Cfr. Fulgencio de Ruspe, Brief 14, 25-34 (CChrSL 91, 416-428).

  2. Ambrosio de Milán, Lukaskommentar VIIII, 36 (SC 52, 115).

  3. Gregorio Magno, Briefe X, 21 (CChrSL 140a, 845).

  4. J. Ernst, Die Lehre der hochmittelalterlichen Theologen von der unvollkommenen Erkenntnis Christi. Ein Versuch zur Auslegung der klassischen Dreiteiliung: visio beata, scientia infusa und scientia acquisita, Freiburg/Br. 1971, espcialmente 144-169 (Buenaventura), 170-205 (Tomás). A otra interpretación de santo Tomás llega J.-P Torrell, Le Christ en ses mystéres. La vie et l'oeuvre de Jésus selon saint Thomas d'Aquin I (= Jésus et Jésus Christ 78), Paris 1999, 135-148; cfr. Idem, «La vision de Dieu "per essentiam" selon saint Thomas d'Aquin», en: Micrologus 5 (1997) 43-68.

La visio no coincide, en primer lugar, como subraya santo Tomás, con la comprehensio, la comprensión. «El alma de Cristo fue en absoluto incapaz de comprender el ser de Dios».21 La visio es ciertamente una visión, pero no una comprensión, pues Dios es –incluso para el alma de Cristo–inagotable.

La visio, es, en segundo lugar, inmediata, esto es no tiene necesidad ni de imágenes sensoriales ni de conceptos. Todo nuestro conocimiento objetual se realiza mediante species (imágenes sensoriales, conceptos espirituales). Sin esta mediación no hay conocimiento objetual. El conocimiento de Dios no puede ser tal que la Trinidad represente un objeto de conocimiento junto a otros. Sólo puede haber un conocimiento en el que Dios mismo se da de manera inmediata a nuestro espíritu, siendo Dios al mismo tiempo lo conocido y el medio de conocimiento. Dios sólo puede ser conocido por Dios: «En tu luz veremos la luz» (Sal 36, 10).

Otro malentendido consiste, en tercer lugar, en una falsa interpretación de la expresión neotestamentario-joánica: «Tú lo sabes todo» (Jn 21, 17). Cristo tiene –según dice la teología de escuela– una relativa «omnisciencia» en su alma humana. Son algunos prejuicios conceptuales los que impiden comprender correctamente esta frase. Pues así como nos imaginamos la eternidad como una duración indefinida, así se entiende también la omnisciencia como una indefinida «cantidad de conocimiento». Más exacto sería no partir de la analogía con el saber categorial, sino de la analogía con el «ser-para-sí» de la autoconciencia, que está a la base de todo conocimiento objetual.

Hasta aquí los malentendidos. Visio quiere decir que el alma de Cristo lo ve todo en el Padre, que todo lo recibe del Padre y todo lo sabe en el Padre, no a la manera de un conocimiento discursivo, sino de una visión inmediata, de un «estar-dentro» («Inne-Sein»), según una preciosa expresión de la lengua alemana. Pero, volvamos a la cuestión cristológica y veamos cuál es el sentido más profundo de la visio. ¿Por qué la afirma tanto la Iglesia?

La Edad Media se proponía la cuestión de cómo el ser y el conocer divinos podían estar presentes en el saber y conocer humanos y de cómo podrían ser participados. Se trata de ver si una cosa así es posible. ¿Puede una capacidad cognoscitiva imita y creada conocer a Dios realmente «como él es»? Según el testimonio bíblico sólo hay un camino para conocer a Dios, como él es: verlo. «Ver a Dios», según lo entiende la Biblia, es verlo a él mismo, no sólo «sus pies», no sólo sus obras, sino a Dios mismo. Ver a Dios resulta muy duro en esta vida. Ver a Dios y seguir con vida es para Moisés

21. Tomás de Aquino, STH III, q. 10, a. 1 (DthA 25, 258).

(Ex 33, 20) y Elías (1 R 19, 11-13) una gracia muy especial. Pero también . Moisés lo ve sólo por detrás y Elías oculta su rostro. Así puede escribir Juan con razón: «A Dios no lo ha visto nadie; el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, él mismo lo ha declarado» (Jn 6, 46; cfr. 1 Jn 4, 12).

Según el testimonio neotestamentario la visión de Dios sólo es posible en el perfecto Reino de Dios: «Carísimos, ahora somos hijos de Dios y todavía no aparece aún lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a él, por cuanto lo veremos así como es» (1 Jn 3, 2; cfr. 1 Co 13, 12; Mt 5, 8). Ver a Dios sólo puede ser una dicha infinita, que significa beatitudo, por ello se habla de visio beatifica. Cristo puede ser el que revela a Dios de forma totalmente válida y definitiva, porque él ve a Dios, esto es, porque tiene esa inmediatez con Dios, sin la cual el conocimiento humano sólo puede abarcar lo finito.

Si, pues, la Edad Media unánimemente nos enseña que Cristo ve a Dios, la scientia visionis, sólo lo hace movida por este motivo soteriológico, porque Cristo realmente sólo así nos puede llevar inmediatamente a la cercanía divina, a la unión con Dios. El argumento de santo Tomás dice que Cristo es el camino, que puede llevar a todos los hombres a la meta, a la visio beatifica. Pero para poder llevamos allí, Jesús tiene que ser no sólo viator, acompañante en el camino, sino también estar en la meta, comprehensor.22 Estamos, pues, ante una doctrina soteriológica, fundamentada en principios teológico-revelados.

Pero hay una contra-pregunta, que dice así: Si Cristo tiene la visio beatifica, ¿podrá andar él un camino realmente histórico? Si él ya tiene en su vida terrenal una visión de Dios beatífica, ¿podrá sufrir verdaderamente? La doctrina sobre la visio beatifica no se enfrenta con el vere horno, sino que atribuye más bien el valor más grande a la importancia salvífica de la vida terrena de Cristo, de sus misterios y de su unicidad.

La doctrina sobre la visio tiene por base una especial valoración de la vida terrenal de Jesús. Si en la Edad Media se era menos sensible a la historicidad de la vida terrenal de Jesús, se atendía, sin embargo, mucho a la incomparable unicidad de la historia terrenal de Jesús. Aquí, en el obrar y el sufrir de Jesús ha tenido lugar una vez por todas la salvación total y aquí se nos ha ofrecido una vez por todas toda la revelación del misterio de Dios. Todo, la revelación definitiva y la salvación definitiva fue realizada por su voluntad humana y por su conocimiento humano. Fue necesario que Cristo conociese en su alma humana toda la revelación que iba a ofrecer y toda la salvación que iba a realizar.

22. Tomás de Aquino, STH III, q. 15, a. 10 (DthA 25, 365-368).

Los grandes maestros de la teología medieval muestran una imagen de Cristo que «viene en nombre del Padre» (Jn 5, 45), que todo lo ha recibido del Padre, todo lo sabe por él y viniendo de él todo lo enseña. Éste es claramente el Cristo que nos presenta el evangelio de Juan. Los maestros medievales nos recuerdan que, aunque Jesús estaba inmerso en su tiempo y en su mundo, sería más exacto decir que él ha acuñado su tiempo, el nuestro y todos los tiempos y todo nuestro mundo. La comprensión clásica de la conciencia y del saber de Jesús está determinada por esta convicción. En la fuente de la obra reveladora y redentora de Cristo sólo está su específica e incomparable conciencia.

La autoconciencia de Cristo como problema de la Modernidad

Nos encontramos, pues, con esto ante la pregunta moderna sobre la conciencia de Jesús. «La pregunta sobre la autoconciencia de Jesús es el problema central de la problemática histórica de Jesús».23 Desde la llegada de la crítica histórica, se ha propuesto, sobre todo, la pregunta sobre la conciencia mesiánica de Jesús. ¿Se tuvo Jesús por el Mesías? ¿Se equivocó en la cuestión de la cercanía del Reino de Dios? ¿Empezó a comprenderlo así la comunidad? La pregunta por la autoconciencia de Jesús está previamente decidida según la forma y manera de verse Jesús a sí mismo.¿Quién es él? El intento de empezar por una Jesús de Nazaret «adogmático» determina también la pregunta por el autoconocimiento de Jesús.

En la discusión moderna, el magisterio de la Iglesia, bajo el pontificado del papa Pío X (t 1914) y de Benedicto XV (t 1922), tomó postura en la cuestión sobre el saber y la conciencia de Jesús.24 Estos documentos rechazan que hipótesis exegéticas se eleven al rango. de certezas. Así, por ejemplo, se dice que es falso afirmar que hay que enseñar con toda certeza que Jesús se equivocó en la cuestión de la cercanía del Reino de Dios o que no siempre tuvo la certeza de su mesianidad. Contra el antiguo cientifismo se señalan ahora los límites del saber histórico. Para comprender lo que los evangelios dicen de Cristo y de su conciencia, hay que leerlos en el espíritu en que fueron escritos. Para ello no es suficiente la sola analogía histórica, si no se quiere reducir el misterio de Cristo a un fenómeno intrahistórico. La analogía de la fe y la lectura de la tradición viva de la Iglesia son condiciones para una correcta comprensión de los evangelios (DV 12).

  1. R. Slemczka, Geschichtlichkeit und Personsein Jesu Christi. Studien zur christologischen Problematik der historischen Jesusfrage, Göttingen 1967, 91.

  2. DH 3432-3425; 3545-3647.

Pío XII (1 1958) ha llamado la atención positivamente, en las encíclicas Mystici Corporis25 y Haurietis aquas,26 sobre la importancia soteriológica de la visio, sobre el conocimiento vivo: la amantissima cognitio, con la que Cristo comprende a cada hombre.

La insistencia de estos documentos del Magisterio sobre la scientia visionis de Cristo no es una tozudez contra el progreso de la ciencia. Se trata más bien de una opción, que precede a toda investigación exegética. La pregunta sobre la conciencia de Cristo se debe proponer de una manera totalmente diferente, según se tome como punto de partida la fe en el Dios-hombre, en la Palabra hecha carne, o bien se considere de antemano a Jesús como un simple hombre, que tenía una fuerte relación con Dios. La pregunta no se dirige demasiado al problema de la oposición entre Magisterio y ciencia, entre dogma y exégesis; más bien se trata de presupuestos, que orientan las respuestas a nuestra preguntas. Uno de los resultados más valiosos del debate de los últimos dos siglos consiste en haber visto cómo coinciden los presupuestos del Nuevo Testamento en lo esencial con los de la cristología de los grandes concilios. Allí donde se nos presenta la figura de Jesús en los evangelios, sentimos su misterio. Todos los evangelios, desde Marcos a Juan, suponen que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios (cfr. Mc 1, 1; 8, 29); todos quieren conducir a esta fe (Mc 15, 39; Jn 20, 31); todos muestran que Jesús mismo ha revelado quién era; todos suponen que él era consciente de esto, como también lo era de su misión de revelar al Padre, a quien sólo él conoce, que todo se lo ha entregado y a quien sólo él puede revelar (Mt 11, 27). Él es el único que puede llevar al Padre (Jn 14, 6). ¿Cómo podía él saber todo esto si no hubiera tenido esa inmediatez, que la tradición llama visio beatifica.

c) Reflexión teológica

Al cabo de esta corta visión general, atendamos a dos nuevos intentos modernos.27 Muchos de ellos se caracterizan por la seriedad con la que abordan la cuestión. Da mucho que pensar la clara tradición que existe con respecto al saber de Cristo. La convicción de que Jesús tuvo las tres maneras

  1. Encíclica de 22 de junio de 1943, en: AAS 35 (1943) 200-243; excerpta: DH 3800-3822.

  2. Encíclica de 15 de junio de 1956, en: AAS 46 (1956) 316-352; excerpta: DH 3922-2926.

  3. De entre los muchos trabajos relativos al tema, nombremos sólo algunos: H. Riedlinger, Geschichtlichkeit und Vollendung des Wissens Christi (= QD 32), Freiburg/Br., 1966; Ph. Kaiser, Das Wissen Jesu Christi in der lateinischen (westlichen) Theologie (= Eichstätter Studien NF 14), Regensburg 1982; J.-H. Nicolás, Synthése dogmatique. De la Trinité d la Trinité, Fribourg/Suiza 19913, 375-403; J. Maritain, De la grdce et l'humanité de Jésus, en: Idem, Oeuvres complétes, vol. 12, Fribourg/Suiza 1992, 1039-1176.

antes nombradas del saber, no se puede sin más ni más echar a un lado con superficialidad. Karl Rahner (+ 1984) intentó recoger esta tradición y seguir reflexionando sobre ella. Vamos a proponer brevemente su idea, porque es la que ha influido en todas las manifestaciones que hoy existen sobre este tema. A continuación, ofreceremos un esquema de la posición de H. U. v. Balthasar (+ 1988), que es el que ha continuado las reflexiones de Rahner.

La división fundamental de Karl Rahner

Rahner parte de «que la doctrina de la unión hipostática es el fundamento de las expresiones dogmáticas sobre la autoconciencia y el saber de Jesús».28 Coloca, pues, la pregunta en el centro, en el centro personal del Lógos encarnado. El desarrolla su tesis, aclarando antropológicamente, en primer lugar, los conceptos «autoconciencia y saber», y, por otra, profundizando, desde esta aclaración, la unión hipostática en sus consecuencias para el saber de Cristo.

Parte de la observación de que el saber es algo muy complejo y así puede ocurrir que, por ejemplo, un hombre sepa conscientemente, en un determinado momento, unas cosas y otras las sepa subconscientemente. Indica, además, la diferencia que hay entre consciente reflexivo y consciente lateral, entre lo consciente y lo advertido expresamente; él distingue una conciencia objetual-conceptual y un saber trascendental e irreflexivo, anclado en el polo subjetivo de la conciencia. Unas diferencias así constatadas fenoménicamente no son que digamos muy atendidas en la reflexión teológica y menos en relación con el saber y la conciencia de Cristo.

Coincidiendo con las afirmaciones de Rahner, mantenemos que la vida del espíritu humano consiste, sólo en una pequeña parte, en la conciencia reflexiva. Más allá de esto hay un amplio campo para el subconsciente, que ha sido muy estudiado en la psicología moderna. Pero hay también un dimensión poco investigada por la psicología: el «hiper-consciente», «una esfera de la conciencia, que se diferencia cualitativamente de la conciencia racional-objetual».29 El hiper-consciente no es otra cosa que la actividad permanente de la espiritualidad del alma humana, la fuente original y creadora de vida de cada una de sus actividades intelectuales, la fuente de las «inspiraciones» artísticas y de las más grandes opciones éticas. Sin que se

  1. K. Rahner, Dogmatische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Christi, en: Schriften zur Theologie V, Zürich 19683, 222-245; aquí: 227.

  2. H.-E. Hengstenberg, Philosophische Anthropologie, München 19844, 53; cfr. J. Maritain, L'Intuition créatrice dans l'art et dans la poésie, en: Idem, Oeuvres completes, vol. 10, Frreiburg/Suiza 1985, 103-601, aquí: 215-225 y 233-239.

pueda tematizar como tal este hiper-consciente, esta hiper-conciencia es la fuente oculta de toda actividad consciente del hombre. La analogía con el subconsciente permite hacemos una idea de la existencia, al mismo tiempo, de dos estratos en la conciencia, sin que el estrato más alto elimine la propia actividad del más bajo, sino que lo profundiza y lo dirige.

Rahner hace una distinción específica entre la forma de saber: «un saber apriorístico no objetual sobre sí mismo» —que denomina «situacionalidad básica»— y el saber objetual. Esta situacionalidad básica no es un saber objetual y normalmente no nos ocupamos de ella. La reflexión nunca abarca adecuadamente esta situacionalidad básica, incluso cuando la tiene expresamente por meta».30

Estamos aquí ante una de las más importantes aportaciones de Rahner al análisis de la autoconciencia de Cristo. Él reacciona contra la reducción del conocimiento a un conocimiento objetual. Recobra una distinción de san Agustín (+ 430), caída desde hace mucho tiempo en olvido, de su tratado De Trinitate. No se trata de un conocerse-a-sí-mismo de forma objetual, sino, más profundamente, de un conocerse-totalmente-a-sí-mismo, aunque esto último no se haga objetualmente totalmente consciente, y de la mano del cual el alma se conoce a sí misma. A estas dos formas de conocimiento las llama Agustín nosse et cogitare.31 Nosse es lo que Rahner llama «situacionalidad básica», un total e intuitivo poseerse y conocerse a sí mismo, que se supone a todo cogitare. Este saber es absolutamente cierto, aunque no sea objetual.

Agustín está convencido de que hay algo que «cada espíritu posee de sí mismo y de lo que está cierto». Podrá haber todas las opiniones que se quiera sobre todo lo posible, pero cuando «se duda, se vive; cuando se duda, hay recuerdo de lo que se duda; cuando se duda, se sabe que se está dudando; cuando se duda, se quiere tener certeza; cuando se duda, se piensa; cuando se duda, se juzga que no se debería dar precipitadamente un consentimiento. Cuando alguien duda de todo lo demás, de todo esto no puede dudar. Si no hubiese estos procesos no podría nadie dudar».32 La última certeza, que no se puede reducir a un saber objetual, es la base de todo conocimiento. Una observación, antes de que nos acerquemos a su aplicación cristológica: Las diferencias en el saber y conocer humanos, que aquí hemos traído a colación, deben ser aplicadas también al concepto teológico

  1. K. Rahner, Dogmatische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Christi, 229.

  2. Cfr. P. Agaesse, Notes sur «nosse» et «cogitare», en: Agustín, La Trinité, livres VIII-XV (= BAug 16), Paris 19912, 605-607.

  3. Agustín, De Trinitate X, X, 14 (CChr.SL 50, 327-328).

de la omnisciencia. Una aclaración, que Rahner no toca, pero que, para nuestro tema, es de suma importancia. ¿Es el concepto de «omnisciencia en absoluto un concepto con sentido? ¿Cuál podría ser su representación analógica en nuestra conciencia humana? Omnisciencia no puede ser la suma de todas las proposiciones presentes, pasadas y futuras. Omnisciente no se hace uno, pues no se podrá llegar de un saber finito a un saber infinito por adición. El contrapunto de esta opinión es la teología negativa: el reconocimiento de que nosotros, espíritus finitos en el tiempo y en el espacio, no nos podemos ni imaginar lo que sería un saber total.

Por culpa de este malentendido, surge el peligro de caricaturizar la idea de la omnisciencia divina como el ojo del vigilante que nos persigue. Dicho de otra manera: No tenemos acceso a la idea de la omnisciencia de Dios, si la entendemos como «cogitare», como conocimiento objetual, como una serie cerrada de conocimientos parciales y objetuales. Pero hay el nosse, como nos lo describe Agustín. Es aquel saber-de-sí-mismo y penetrar-en-sí-mismo del sujeto finito, de la mens o del anima, que nunca llegará a ser un saber «categorial» y objetual, pero que es la unidad que posibilita todos los saberes parciales. Es esa «presencia que conoce todas las actividades de nuestra inteligencia».33

Aquí, en esta última unidad del sujeto espiritual, en la que yo me conozco, en la que yo me hago «igual a todas las cosas»,34 yace la más clara analogía con la omnisciencia divina, no como suma infinita de conocimientos que se pueden pensar. Cristo no puede ser, por tanto, omnisciente en el campo del cogitare.

Rahner resuelve el problema de la difícil relación entre la omnisciencia de Jesús y de su ignorancia limitadora atribuyendo a Jesús, desde el principio, una «situacionalidad básica» de carácter absoluto cercana a Dios, en el campo de una conciencia atemática, mientras que en el campo del saber categorial sólo le atribuye, al mismo tiempo, un desarrollo de esta auto-conciencia básica de la absoluta entrega de la espiritualidad creatural al Lógos. Lo que se desarrolla en la vida humana de Jesús no es, según esto, la fundamentación de la situacionalidad básica, cercana a Dios, que según Rahner no tienen una visión objetual, sino la tematización y objetualización de esta situacionalidad que procede con conceptos humanos. Rahner explica el crecimiento de la autoconciencia de Jesús como una historia de la autointerpretación de la propia situacionalidad. «Esto no significa que Jesús "llega a algo" que él no conocía en absoluto, sino que él siempre va

  1. L. B. Geiger, «A propos de 1'omniscience divine», en: Dialogue 1 (1963) 403-405, aquí: 405.

  2. Cfr. Tomás de Aquino, STH I, q. 90, a. 1; q. 84, a. 2 (DthA 6, 198; 261).

conociendo mejor lo que él siempre es y que ya conocía en el fondo».35 El intento de Rahner se orienta a explicar la autoconciencia de Jesús como una visión inmediata de Dios (vicio inmediata) y, al mismo tiempo, como un saber histórico; como una conciencia inmediata de su filiación divina y como tematización y objetualización de esta conciencia.

Lo positivo en la obra de Rahner es la distinción que él establece en la pregunta sobre el saber y la conciencia de Jesús, diferenciando entre situacionalidad básica y conciencia objetual-refleja. En lo que afecta a la explicación sistemática surge, no obstante, alguna vacilación, que habrá que tratar exhaustivamente. Aquí sólo apreciamos la falta de la dimensión trinitaria, que aparece, sobre todo, en una más exacta configuración del objeto de la visión que Jesús tiene de Dios.36 Según Rahner, el alma humana de Jesús ve inmediatamente al Lógos, de alguna manera como si Jesús como hombre estuviera ante el Hijo de Dios, el Lógos, como Dios.37 Esta tendencia se repite siempre en la cristología de Rahner, pero surge la pregunta de si la conciencia que Jesús tiene de Dios se relaciona realmente y de manera primaria con su propio ser Dios, con su divinidad, en absoluto, y no, más bien, con un relación-de-tú-a-tú intencional y que se realiza históricamente con el Padre.38

Visión trinitaria de Hans Urs von Balthasar

Hans Urs von Balthasar aborda la cuestión sobre la autoconciencia de Jesús de otra manera. En conexión con santo Tomás de Aquino contempla la misión (esto es, toda la existencia encamada como misión) como el «alargamiento» de la eterna procedencia del Hijo desde el Padre.39 Toda la existencia terrenal de Jesús es la forma traducida histórico-económico-salvífica de su eterna existencia, de su forma de ser Dios. Su manera de ser hombre es la forma traducida de su manera de ser Dios. Si él es Dios-Hijo totalmente desde el Padre, también es, en cuanto hecho carne, totalmente desde el Padre.

La función que Jesús realiza no es otra que la de su propia persona. Ésta no viene «desde fuera» para unirse a otra persona, más bien son su función

  1. K. Rahner, Dogmatische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Christi 241.

  2. Para una crítica de la metafísica subyacente a la obra de Rahner, Anthropologie und Christologie, cfr. M. Blechschmidt, Der Leib und das Heil. Zum christlichen Verständnis der Leiblichkeit in Auseinandersetzung mit R. Bultman y K. Rahner, Bem 1983.

  3. Cfr. K. Rahner, Dogmatische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Christi, 243.

  4. H. Riedlinger, Geschichtlichkeit und Vollendung über das Wesen und Selbstbewußtsein Christi (= QD 32), Freiburg/Br., 1966, 148-153.

  5. Cfr. Balthasar, TD I1/2, 136-238; Tomás de Aquino, STh I, q. 43, a. 1.

y su persona idénticas.40 Misión y persona son una sola cosa. Entre su persona y su misión no existe el peligro de que ésta advenga, sino que Jesús en toda su existencia es el enviado del Padre. Por eso, intenta Balthasar reformular la aportación de Rahner: La autoconciencia de Jesús es su conciencia de ser enviado. No necesitamos preguntar de forma abstracta sobre una omnisciencia de Jesús, sino que la humana conciencia de Jesús es –atemáticamente como «situacionalidad básica»– la conciencia de su misión. Esto permitirá un acceso a nuestra pregunta más concreto y orientado a los datos bíblicos. Pues esto significa, por una parte, que Jesús siempre sabe totalmente de su misión, no la enseña como si fuera un profeta, pero ese saber no tiene por qué ser pensado (cogitare) como un saber explicito-objetual, sino como un saber atemático, «inmemorial» sobre sí mismo (nosse) del sujeto-espíritu, que sabe de su «ser-uno con el Padre». Pero, por otra parte, bien puede darse aquí una concienciación temática de su misión a la manera de un proceso de aprendizaje histórico.

¿Qué significa la «auto»-conciencia de Jesús? ¿Quién es ése, por cuya conciencia humana preguntamos? Es el Hijo de Dios. Su yo, su «yo mismo» es el del Hijo de Dios. Esta conciencia, es, por tanto, inseparable de su unidad con aquel a quien él llama Abba. La autoconciencia de Jesús es su Abba-conciencia. Su conciencia humana es la traducción humana de su eterna filiación divina.

El saber de Jesús, su «conciencia señorial» no le viene en absoluto de sí mismo, sino de su relación con el Padre: su conciencia de ser Hijo de Dios no es una «autoconciencia», en el sentido de que Jesús la tomara de sí mismo, sino que la toma de su relación con el Padre. La autoconciencia de Jesús es propiamente su «Abba-conciencia». Francois Dreyfus dice que «Jesús se conoce en su mirada amorosa hacia el Padre, porque él sólo existe por, en y para el Padre».41 En la oración de Jesús queda expresado de la manera más clara el hecho de que Jesús vive por esta relación con el Padre. «Cuando Jesús ora, se manifiesta de manera personal el misterio del Hijo, que "vive por el Padre", en íntima unidad con él».42

La autoconciencia humana no es pensable sin su relación con otros. Yo no soy consciente de mí mismo sólo porque rompo todos los puentes hacia fuera y me quedo solo conmigo. No hay ninguna autoconciencia aislada. A la autoconciencia humana pertenece esencialmente también la apertura a

  1. Cfr. Balthasar, TD II/2, 184.

  2. F. Dreyfus, Jésus savait-il qu'il était Dieu?, Paris 19874, 111.

  3. Juan Pablo II. Communio personarum. Vol. 5. Jesus Christus der Erlöser. Katechesen 1986-1989, St. Ottilien 1994, 155.

otros y la dependencia de otros, primero hacia la madre, la primera persona referencial, no en el sentido de que la persona se constituya por la relación (en sentido ontológico), más bien es esencial para la persona como sujeto libre y espiritual que ella exista «junto a los otros» y «desde los otros».

Empezar la pregunta por el saber de Cristo en el ámbito de la autoconciencia de Jesús no parece, pues, apropiado. Wolfahrt Pannenberg indica que toda autoconciencia humana es algo mediato y no inmediato.43 Sólo si conocemos a otros y otras cosas y sólo por este camino es por donde nos conocemos a nosotros mismos. Yo aprendo a conocerme, al aprender a conocer a otros y a otras cosas. Lo que soy yo no lo experimento precisamente cuando corto todo lo exterior e intento conocerme directamente a mí mismo; y aun cuando yo me retirase de esta manera a mi interior, no podré llegar a mí mismo sino desde los otros.

En este sentido podemos y debemos aceptar que Jesús aprendió a conocerse a sí mismo a través de los demás, como todo niño, sobre todo a través de su madre. Pero por mucho que la realización de la existencia humana de Jesús no sólo implicaba un crecimiento físico, sino que también le pertenecía con toda certeza el saber humano (hablar, herramientas de carpintería, quizás leer y escribir, etc.), tanto más parece que todo está indicando que Jesús no aprendió una cosa: su relación con el Padre. Aquí nos estamos refiriendo no a la conciencia objetual (cogitare) de esta relación, sino a ella misma (nosse).

En ninguna parte percibimos la huella de una vivencia de Jesús sobre su función, análoga a la de los profetas. Anton Vögtle dice con razón: «Quien no presuponga por parte de Jesús una inmediatez de carácter absoluto con Dios, está dando con razón la sensación de que para aclarar la misión reveladora y salvadora de Jesús hace falta una vivencia radical de la revelación»44, lo que necesariamente lleva a una especie de adopcionismo. Las palabras de Jesús que expresan su relación con el Padre, suenan como si Jesús no hubiese conocido el principio de las mismas. Jesús habla y obra, siempre que nos lo encontramos, desde esta relación, siendo secundaria la pregunta de si era consciente reflexiva y temáticamente de la misma. Tenemos la impresión como si todo lo que Jesús hace y dice siempre proviniese de su unidad inmemorial con el Padre.

  1. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, Güttersloh 19765, 345-349.

  2. A. Vögtle, Exegetische Erwägungen über das Wissen und Selbstbewußtsein Jesu, en: H. Vorgrimler (ed.), Gott in Welt. Festgabe für K. Rahner, vol. I, Freiburg/Br. 1964, 663, Nota 157.

Posicionalidad básica y saber temático

La unidad entre la conciencia divina y humana de Cristo consiste exactamente en esta conciencia de su misión. Él se conoce como aquel que viene a los hombres «desde el Padre», como «declaración del Padre» (cfr. Jn 1, 18), «Palabra del Padre». Esta inmediatez en su relación con el Padre no parece ser una situación básica que descansase en sí misma, sino en una forma difícilmente comprensible de determinar la obras, las palabras y el conocimiento de Jesús. «Claro que en la certeza y en la contemplación de la misión (cuya universalidad resulta de la identidad con la autoconciencia de este yo) hay en acto muchos contenidos o se van manifestando de forma sucesiva, pero el punto de partida y la medida para ellos sigue siendo la misión» 45 Jesús no parece haber esperado, como los profetas, a la palabra de Dios, que ya viene ya no (cfr. Jr 15, 16). En su comportamiento no encontramos ninguna vacilación, ningún ir comprobando a ver lo que tiene que hacer, cuál será la voluntad y la misión que Dios quiere. Antes de los evangelios no podemos más que admitir que Jesús no sólo se sabe enviado desde su «posicionalidad básica» atemática, sino que, en concreto, conoce su camino y su misión, la palabra que hay que decir y la obra que hay que ejecutar.

Jesús sabe cuál es su camino. Una palabra tan enigmática como la que nos habla de la amenaza de Herodes nos da una idea de esta sorprendente seguridad de Jesús. «Este mismo día ciertos fariseos se le acercaron a él y le dijeron: "Sal de aquí y vete, porque Herodes te quiere matar". Les dijo: "Id y decidle a esa raposa que yo expulso demonios y curo hoy y mañana y al tercer día habré acabado. Pero es necesario que camine hoy, mañana y otro día, porque no cabe que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lc 13, 31-33). El sabe lo que tiene que hacer. Y así sabe que él tiene que ir al Jordán para bautizarse; que él tiene que ir a Jerusalén. Mas ahora se muestra que esto no viene «de fuera», como si se tratara de un poder que le dicta lo que hay que hacer aquí y ahora. Más bien lo sabe todo esto desde sí mismo, con una certeza propia, que, al mismo tiempo, es la certeza sobre la voluntad del Padre. La experiencia de los grandes santos nos dice que esto no significa una determinación extraña.

Jesús sabe qué palabras tiene que decir. ¡Hay que ver con qué seguridad suenan sus palabras! Sus parábolas hablan directamente al corazón de los hombres. El anuncia la Buena Nueva con una autoridad especial, enseñando en nombre propio lo que Moisés y los profetas enseñaban en nom-

45. Balthasar, TD II/2, 152.

bre de Dios. Los más agudos fariseos y los escribas lo quieren enredar con sus numerosas preguntas dialécticas, pero no son capaces de sacarlo de sus casillas.

Finalmente, sabe Jesús de forma admirable lo que hay en el corazón de los hombres. El siempre subrayado conocimiento que Jesús tiene del corazón46 de los hombres muestra que entre su saber de «lo que hay en los hombres» (Jn 2, 25) y su inmediatez con Dios hay una relación directa. En el tema del conocimiento que Jesús tiene del corazón de los hombres se percibe un tema teológico: Jesús está cerca de Dios «con el conocimiento que tiene del corazón de los hombres, a lo que en el Antiguo Testamento se le atribuye un conocimiento interno y una profunda visión del hombre».47 Este motivo teológico (con su significación cristológica implícita: Jesús está de parte de Dios) sólo tiene sentido si corresponde con la realidad histórico-humana de Jesús. Todos estos puntos (saber su camino, su palabra, el corazón de los hombres y lo que tiene que hacer) van más allá de lo profético.

La tradición ha intentado expresar esta tensión entre la posicionalidad básica y el saber temático, significando que Cristo es simul comprehensor et viator. Comprehensor en el sentido de que posee una visión directa de Dios. Viator, en el sentido de que, como todo hombre, está in statu viae, adquiriendo saberes, referido a la experiencia de otros, aprendiendo, preguntando, dotado de una auténtico saber experimental, históricamente determinado (lo que aparece especialmente en las parábolas sobre el mensaje del señorío de Dios expresado con imágenes de la experiencia cotidiana de su tiempo).

No hay duda de que al hablar de simul comprehensor et viator nos estamos refiriendo a una forma de hablar que a primera vista es paradójica: ¿Cómo es posible hablar de la visión beatífica de Jesús (visio beatifica), sin eliminar su historicidad? ¿Cómo es posible, por el contrario, admitir su historicidad, si Jesús como comprehensor ya ha llegado «a la meta»?

Pero esta paradoja no es en el fondo otra que la del reconocimiento de Cristo como vere Deus, vere homo, y precisamente en el sentido de que la verdad del primer miembro (vere Deus) no sólo no amenaza la verdad del otro (vere horno), sino que, más bien, la completa y la asegura. También en la pregunta sobre el saber de Jesús vale el principio fundamental que suponen Calcedonia, en su relación con las dos naturalezas, y Constantinopla III, en relación con las dos voluntades.

  1. Cfr. H. U. v. Balthasar, Kennt uns Jesus — kennen wir Ihn?, Einsiedeln 1995, 16-27.

  2. R. Schnackenburg, Das Johannesevangelium I (= HThK 4/1), Freiburg/Br. 19927, 373.

Es claro que tan inaccesible es el imaginamos cómo ese simul, puede estar referido a comprehensor y viator, que cómo lo están la voluntad humana y la divina, el ser Dios y el ser-hombre en absoluto: Es tan inimaginable como el misterio de la persona de Cristo mismo. Inimaginable no significa impensable o sin sentido. Hay muchas cosas que no nos podemos imaginar, pero que son pensables e incluso demostrables.

Quizás nos sirva, para explicarnos este simul, traer a colación una experiencia humana en sentido analógico lejano. Tenemos la experiencia de que alegria y dolor pueden darse al mismo tiempo, que alguien, a pesar de un dolor físico intenso, está lleno de alegría (esto se puede observar con frecuencia en los enfermos graves). Por el contrario, es también cierto que cuanto más profunda es la alegría, tanto más llena de contrastes es la experiencia dolorosa. ¿No podríamos quizás sacar de esto, aunque sea de lejos, una orientación para entender ese simul referido a la inmediatez de Dios y la experiencia humana de Jesús? Santa Teresa del Niño Jesús dijo poco antes de morir: «En mis meditaciones sobre el seguimiento [de Cristo] he leído un hermoso pasaje...: Nuestro Señor tuvo en el huerto de los olivos el gozo de todas las dichas de la Trinidad, pero su angustia de muerte no fue, por eso, menos terrible. Esto es un misterio, pero, créanme, por lo que yo estoy ahora experimentando, comprendo algo de él».48


2.
Otros aspectos de la humanidad de Jesús

El concilio de Calcedonia reconoció que en la unidad de la persona en Cristo permanecían íntegras las dos naturalezas y que cada naturaleza actuaba según su propio modo de ser: «Pues cada una de las dos figuras obra, en comunión con la otra, lo que le es propio» (DH 294). Con esta formulación se oponía tanto al monofisitismo, que eliminaba de Cristo su total humanidad, como al nestorianismo, que desconocía el intercambio de propiedades entre la naturaleza divina y la humana en la persona divina de Cristo. La recepción de estas verdades dogmáticas por parte de toda la Iglesia, necesitó, claro está, de varios siglos. Los siguientes concilios: el de Constantinopla 11 (533), el de Constantinopla 111(680-681) y el de Nicea 11 (787) retoman la cuestión de cómo hay que comprender la relación entre la naturaleza divina y la humana en Cristo.49

  1. Teresa de Lisieux, Gelbes Heft 6.7. Trad. en: Teresa Martin, Ich gehe ins Leben ein. Letzte Gespräche von Lisieux, Leutesdorf 19822, 81; cfr. Tomás de Aquino; STH III; q. 46, a. 8 (DthA 28, 39-41).

  2. Sobre estos tres concilios, cfr. G. Alberigo (ed.), Geschichte der Konzilien. Vom Niccenum bis zum Vatikanum II, Düsseldorf 1993, 136-169; K. Schatz, Allegemeine Konzilien — Brennpunkt der Kirchengeschichte, Paderborn 1997,71-94.

Incluso tras el veredicto de Calcedonia se afirmó el monofisitismo en Palestina, en Egipto y en Siria. Por temor a la pérdida de la unidad del reino, promulgó el emperador Zenón de Bizancio (+ 491) un decreto-ley que prescribía una fórmula de unidad muy del agrado de los monofisitas: el así llamado Henoticum. Al ignorar esta fórmula de unidad, la definición de Calcedonia, fue rechazada por el papa Félix III (+ 492). Esto llevó a un cisma entre Roma y Bizancio, que duró hasta el ano 519. El emperador Justiniano (t 565) se enfrentó de nuevo con los monofisitas en 543/544 y condenó a las «tres cabezas» de la escuela antioquena, que en Calcedonia habían sido parcialmente rehabilitadas de sus ataque anteriores. El papa Virgilio (+ 555) aceptó, primero, esta condena, pero la retiró después, cuando en occidente fue interpretada como una traición a Calcedonia. Justiniano convocó a todo esto un nuevo concilio en Calcedonia en 553, para imponer la condena de las tres cabezas. El papa Virgilio no tomó parte en este Concilio, pero, amenazado de ser objeto de más violencias por parte del emperador, se mostró después de acuerdo con sus conclusiones. Por esto este Concilio pasó a la historia como el concilio ecuménico V y como el II de Constantinopla.5o

Constantinopla II utiliza la diferencia entre hipóstasis y naturaleza, introducida como doctrina del magisterio por Calcedonia, de una manera que ha ido siendo clarificada en una discusión a través de los siglos. Mientras que Calcedonia aún pudo expresar el resultado final del proceso de unidad entre la naturaleza divina y la humana con el concepto de «Hipóstasis», aquí se precisa que este concepto se refiere en Cristo al Lógos preexistente. «Sólo hay una hipóstasis del mismo, esto es, del Señor Jesucristo, una persona de la santa Trinidad» (DH 424). Con el Lógos divino está unida la naturaleza humana de Cristo, según la hipóstasis. El mismo Lógos es, pues, sujeto de la acción taumatúrgica y de la pasión de Jesús (cfr. DH 423). Constantinopla II enseña también que Jesucristo, aunque no es una persona humana, la humanidad de Cristo existe en la única persona del Lógos de forma personal. El Lógos se apropia de la naturaleza humana y le participa su subsistencia. La antes sencilla persona del Lógos queda compuesta después de la encarnación. El Concilio dice al respecto «que la unidad de Dios, de la Palabra, con el cuerpo animado por un alma, dotada de razón y de inteligencia, sólo ocurre por composición o en la hipóstasis» (DH 424). La persona divina del Lógos se ha humanizado de forma auténtica en la encarnación. Ella ha vivido su ser-persona a la manera de un pro-

50. Cfr. A. Grillmeier, Jesus der Christus II/2, 459-484; F.-X. Murphy / P. Sherwood, Konstantinopel 11 und III (= GÖK 3), Mainz 1990, 9-162.

ceso y crecimiento. «La idea de una "persona compuesta" del segundo concilio de Constantinopla nos permite afirmar que la palabra hecha carne es el último sujeto de los acontecimientos históricos de la vida de Jesús. Este hombre, que es Jesús de Nazaret, es verdaderamente un hombre Hijo de Dios, un humanizado Dios-Hijo, que ha nacido de Mara la virgen y sufrido verdaderamente su pasión».51

La profunda significación teológica de este nuevo concepto de hipóstasis alcanzó en los siglos siguientes su verdadero valor por medio de Máximo el Confesor (1 662). A él hemos de agradecer la más profunda síntesis de la cristología postcalcedonense. El motivo fue la pregunta, ya resuelta dogmáticamente en el tercer concilio de Calcedonia, sobre la voluntad humana de Jesús. En la discusión que siguió después sobre la adoración icónica se trataba propiamente sobre el verdadero cuerpo humano de Cristo. En el segundo concilio de Nicea fue donde alcanzó su confirmación conciliar.

a) El querer y el obrar como Dios y hombre

Al comienzo del siglo VII el interés de la discusión cristológica pasó del campo de las dos naturalezas al campo de las acciones.52 El patriarca Sergio de Constantinopla (fi 638) y el emperador Heracleios (+ 641) intentaron reconciliar a los monifisitas con la Iglesia. Sergio reconocía en Cristo dos naturalezas, pero sólo una actividad (énergueia). Por eso se le consideró como el fundador del monoenergetismo, apoyándose, entre otros, en Severo de Antioquía (+ 538), que ya, cien años antes, había interpretado la famosa expresión actividad «humano-divina» de Dionisio Aeropagita (5/6 Siglo) como una sola actividad de Cristo. El patriarca Ciro de Alejandría (+.642) intentó en 632 establecer, dentro de su campo de influencia, la unidad entre los seguidores y los enemigos de Calcedonia por medio de la fórmula de la única actividad de Cristo. A esta tendenciosa confesión de fe se opuso el monje Sofronio de Jerusalén (t 639) apoyándose en Calcedonia.53 En evitación de nuevas discrepancias, promulgó el patriarca Sergio en 633 un decreto en el que se prohibía tanto hablar de la forma de actividad como también de las dos formas de actividad. La primera pareció a muchos sospechosa de negar la

  1. M. Bordoni, Gesú di Nazaret. Signore e Cristo, vol. III, Rom 1986, 848-849.

  2. Sobre la cuestión del monoteletismo y del concilio III de Constantinopla, cfr. Ch. Schönbom, 681, 1981: «Ein vergessenes Konziliumjubiläum — eine versäumte ökumenische Chance», en: FZPhTh 29 (1982) 157-174; Murphy / Sherwood, Konstantinopel II und III, 163-211: Theresia Hainthaler, «Monotheletismo, Monoenergetismo», en: LThK3 7, 430-431.

  3. Cfr. Schönborn, Sophrone de Jérusalem (= ThH 20), Paris 1972.

confesión calcedonense de las dos naturalezas de Cristo; la segunda sería atea, «pues es imposible que uno y mismo sujeto tenga dos voluntades que se contradicen en un punto».54 En este texto, conocido por Psephos, aparece por primera vez la pregunta por la voluntad de Cristo. Un edicto promulgado por el emperador Heracleios, redactado por Sergio, del año 638, la Ekthesis, confirma, junto con la prohibición de discutir sobre el número de actividades, la confesión de una voluntad en Cristo. Con estos documentos comienza la discusión monoteletista. El monoteletismo fue condenado, en primer lugar, y a iniciativa de san Máximo, por el papa Martín I (+ 653), en el sínodo lateranense de 649, y, definitivamente, en el sexto concilio ecuménico III de Constantinopla. Martín I fue exiliado por abogar a favor de la verdad y por su oposición al poder del emperador, y Máximo no tuvo más remedio que aguantar por ello incluso sus amputaciones. El emperador mandó cortarle la lengua y las manos. San Máximo murió como «confesor» a causa de las consecuencias de estas amputaciones.55

b) La pregunta sobre la voluntad en Máximo el Confesor

Máximo el Confesor se manifestó con sus importantes análisis metafísicos en contra de una reducción de la fe. Partió del hecho de que toda naturaleza viva tiene que ser «automoviente», para ser una naturaleza real. El movimiento, que toda naturaleza vive realiza de forma natural, lo hace por su propia energía, por su forma de actividad, que determina a esta naturaleza en su propio ser. «Puesto que la forma de actividad es natural, ella será el constitutivo y el signo más propio de la naturaleza».56 De aquí se sigue que naturaleza y forma de actividad se corresponden inseparablemente. Si en una sola persona se unen dos naturalezas, no por eso se puede cambiar también la forma de actividad de cada una de ellas, pues si así fuera ambas naturalezas quedarían cambiadas. La unión de dos formas de actividad sólo es posible desde la persona y no desde la naturaleza. Para Máximo la persona no tiene una actividad propia, pero determina el modo y manera (zpónos) de la actividad propia que le corresponde esencialmente. Y esto vale, sorprendentemente, también para la Trinidad. Las personas divinas no

  1. Sergio de Constantinopla, Psephos, citado en: Murphy / Sherwood, Konstantinopel II y III, 354.

  2. Documentación sobre los procesos contra el papa Martín I y contra san Máximo, traducida y comentada en: H. Rahner, Kirche und Staat im frühen Christentum. Dokumente aus acht Jahrhunderten und ihre Deutung, München 1961, 366-435; edición crítica de los documentos sobre el proceso de san Máximo: Scripta saeculi VII vitam Maximi Confessoris illustrantia (= CChrSG 39).

  3. Máximo el Confesor, Disputatio cum Pyhrro (PG 91, 348A).

tienen cada una de ellas su propia actividad y querer, sino el mismo para todas. Por el contrario, cada persona realiza este único y esencial obrar en correspondencia a su propia «manera de existir», a su propia manera y modo de ser Dios. El Hijo no tiene un querer y obrar distintos a los del Padre, pero él hace lo que el Padre quiere, aunque de forma distinta a como lo hace el Padre, esto es, de acuerdo con la forma y manera de ser Hijo. Lo mismo ocurre también en la hipóstasis compuesta de la Palabra encarnada. Cristo obra como Dios, divinamente, y como hombre, humanamente, pero lo propio de su obrar es que él, como hombre, obra humanamente de manera distinta a nosotros, de acuerdo con la forma y manera de la persona del Hijo eterno.

Contra la doctrina de las dos formas de actividad y querer en Cristo se arguye que esto llevaría a una duplicación inimaginable en Cristo, a una conjunción accidental de dos rasgos vitales, que destrozarían la unidad vital de Cristo.57 Máximo muestra con sus análisis formales que lo que es unitario no son las formas humanas de actividad, sino el modo y manera como ellas cooperan. En la única persona de Cristo se encuentran juntos el obrar y el querer divino y humano en una forma de interacción, en una mutua penetración (perijoresis) que no descansa en la naturaleza, sino en la persona. Sólo así es posible que el obrar humano de Jesús se constituya en la expresión de su obrar divino, porque en Cristo un obrar humano se ha convertido en el obrar de la persona divina del Hijo de Dios.

«Cada uno de nosotros obra, no en cuanto es un "quien", sino en cuanto es un "que", es decir, en cuanto es hombre. Pero en cuanto es un "quien", por ejemplo, Pedro o Pablo, configura su modo y manera (tropos) de obrar, prescindiendo o esforzándose, y configurándola así de acuerdo con su voluntad libre. Así es como se conoce en la manera (tropos) de obrar la diferencia de las personas en su práxis; por el contrario, la actividad natural, igual a todos los hombres, se conoce en la naturaleza (logos) del obrar».58

El punto decisivo de la reflexión teológica de Máximo confesor, referente a la voluntad humana de Jesús, se encuentra en la diferenciación entre la naturaleza (Xóyos) del obrar y la forma (tpóJtog) de obrar. Ésta es la que permite distinguir entre otreidad y contradicción. La otreidad de ambas voluntades consiste en que la humana, por su naturaleza, es distinta de la divina. La contradicción o la oposición entre la voluntad divina y la humana ya no está basada en la naturaleza de la voluntad racional, sino en que nuestra voluntad tiene un tropos menoscabado por el pecado, que la

  1. Cfr. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, Gütersloh 19765, 302-303.

  2. Máximo el Confesor, Opuscula theologica et polemica 9 (PG 91, 137A).

manera cómo usamos nosotros de nuestra voluntad está menoscabada por el pecado. En Jesucristo su voluntad humana está completamente integrada en la orientación libremente querida, que le otorga la persona. Esta integración hace que Jesús viva su vida humana totalmente desde su centro personal, desde su ser-Hijo. La dualidad de voluntad natural y personal no implica en Jesús ninguna discordia o rebelión. La unidad en la voluntad de Jesús no consiste, según Máximo, en que él tenga un solo principio de acción, sino en que tanto su voluntad humana como su voluntad divina expresan la forma existencial de su persona divina. Jesucristo tiene dos voluntades, pero su sujeto siempre es la persona divina. Hay, pues, ciertamente, dos voluntades, pero sólo un sujeto volente.

El tercer concilio de Constantinopla (680/681)

El sexto concilio ecuménico. et III de Constantinopla fijó dogmáticamente esta doctrina:

«También nosotros anunciamos que, según la doctrina de los santos Padres, en él [Cristo] hay dos voluntades o dos quereres naturales y dos formas naturales de actuar, pero sin confusión, inmutables, indivisas, inseparables. Estas dos voluntades naturales no se oponen la una a la otra, como decían las malvadas herejías. Su voluntad humana es más bien obediente y no se opone ni se resiste. Está totalmente subordinada a su voluntad divina y omnipotente» (DH 556).

Para Constantinopla M se trata con esta fórmula de la realidad del elemento humano en la actividad divino-humana. Confiesa que la voluntad de Dios no se impone, determinándolo todo sólo cuando se abandona la voluntad humana de Jesús. Es precisamente en el momento decisivo de su misión, en la entrega de su vida «por muchos», cuando su voluntad libre y humana revela su unidad con el Padre y obra la salvación. Máximo el Confesor -que fue el propio «inspirador» del Concilio de 681 (como también antes, y más directamente todavía, lo había sido del Sínodo lateranense de 649)- expresó esto con una corta y sencilla fórmula: «Así cumplió el Señor (por su pasión), como hombre y en realidad de verdad, obedeciendo sin trasgresión alguna, lo que él mismo, como Dios, había predeterminado que se cumpliese».59 En la escena de Getsemaní se puede apreciar esto claramente: Las palabras de su agonía: «No se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26, 39) fueron usadas por los monoteletistas como fundamento bíblico para negar la voluntad humana de Jesús. Máximo muestra que es

59. Máximo el Confesor, Ambiguorum Liber 10, 41 (PG 91, 1309D).

tas palabras son precisamente la expresión de su voluntad humana: «En este versículo del Evangelio ve Máximo el acto más alto de la voluntad humana de Cristo, y este acto es el "más alto asentimiento, la "consonancia perfecta" con la "voluntad divina", que, a su vez, es la voluntad propia y la del Padre».60 Se está aceptando aquí una voluntad humana libre y activa, claro que no en oposición a la divina voluntad, sino con la más alta adecuación con ésta. No es en el abandono de la voluntad humana donde aparece el acto salvador, sino en que «él, como hombre, quiere cumplir la voluntad del Padre».61

Es verdad que el texto de la definición del Concilio de 681 dice sólo que la voluntad humana «está sometida a la voluntad divina y omnipotente» (DH 556), evitando así conceder expresamente a la voluntad humana de Cristo aquella cualidad que caracteriza a la voluntad como voluntad, esto es, la libre autodeterminación. El Concilio, en su alabanza al emperador Constantino IV (1- 685), dejó bien patente que la voluntad de Cristo la comprendía en este sentido,62 de manera que la «subordinación», bajo la voluntad divina, podía ser comprendida totalmente en el sentido de Máximo, como «asentimiento» y «consonancia», y no como una determinación pasiva por la voluntad divina omnipotente. Estas formulaciones nos dan la impresión de que son muy abstractas. La expresa insistencia en la voluntad humana libre de Jesús, como centro de la acción salvífica, ha tenido importantes consecuencias para la comprensión de la voluntad humana y de la libertad humana en su conjunto.63 El Concilio de 681 dijo lo decisivo para la relación entre la libertad divina y la humana: La autodeterminación de la voluntad humana no queda en suspenso, si esta voluntad «se somete a la voluntad divina y omnipotente». No podemos, por ello, estar de acuerdo con W. Pannenberg, cuando piensa que «la determinación de la voluntad humana en Cristo por la voluntad divina y omnipotente» no se puede relacionar, en sentido estricto, con la «autonomía de la capacidad volitiva humana», que para Máximo es el núcleo propio de la voluntad».64 Si fuera así, la libertad divina y la humana no podrían ser, en sentido estricto, relacionables.

Una relación de este tipo no fue afirmada por el tercer concilio de Constantinopla, en el sentido de una simple contigüidad, que olvidase la infini-

  1. F.-M. Léthel, Thélogie de l'Agonie du Christ (= ThH 52), Paris 1979, 92.

  2. Máximo el Confesor, Opuscula theologica et polemica ad Marinum 6 (PG 91, 68C).

  3. Mansi 11, 664D.

  4. Cfr. R. Gauthier, «S., Maxime le confesseur et la psychologie de 1'acte humaine», en: RthAM 21 (1954) 51-100.

  5. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie 303.

ta distancia entre la libertad increada y la creada. Admitir una exclusión y una incompatibilidad mutuas sería tanto como cometer la misma falta y considerar ambas voluntades como dimensiones correlacionables, concurrentes y, por tanto, situadas en el mismo campo.65 El monoteletismo pensaba que tenía que negar la voluntad humana, porque no se podía imaginar la voluntad humana libre más que como concurrencia con la voluntad divina. Es verdad que la compatibilidad afirmada por el Concilio de 681 entre la voluntad divina y la humana siguió siendo un misterio incapaz de ser comprendido racionalmente, cuya posibilidad y realidad sí que se nos manifiesta en Cristo, en la fe.

La importancia permanente del tercer Constantinopolitano

La actual importancia de la confesión del Concilio de 681 consiste, sobre todo, en que ha iluminado «la esfera del ser», la doctrina de las dos naturalezas del concilio de Calcedonia, en sus consecuencias para la «esfera del obrar». Siempre se está reprochando a la definición del concilio de Calcedonia que considera las dos naturalezas de Cristo demasiado estáticamente en su ser. Esta impresión sólo puede aparecer allí donde se considere la definición de Calcedonia aisladamente. Con demasiada frecuencia se trae a colación el sexto concilio ecuménico como medio para comprender el de Calcedonia, a pesar de que el Concilio considera expresamente su definición como una interpretación que precisa la definición de Calcedonia. Calcedonia había dicho que él era «perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad», deduciendo de esto el Concilio de 681 que Cristo tuvo que tener también una voluntad humana perfecta.

Una relectura tal del concilio de Calcedonia, a la luz del Concilio de 681, podría contribuir a salir del dilema entre una cristología más «funcional» y una más «ontológica». Podría esta relectura mostrarnos que el aspecto «funcional», hoy tan subrayado, del «ser-para-otros», de la «pro-existencia», sólo logra toda su fuerza cuando su pro-existencia humana es realmente la existencia humana de la Palabra eterna. El «para-nosotros» de la vida, de la muerte y de la resurrección de Jesús es, por ello, más que un simple ejemplo ético, porque él, el Hijo eterno encarnado, «ha trabajado con manos humanas, ha pensado con espíritu humano, ha obrado con voluntad humana y con un corazón humano ha amado» (GS 22). Así es como la ejemplaridad de Jesús alcanza todo su alcance. Su obrar humano es el obrar humano de Dios.

65. Para la relación entre libertad infinita y finita, véanse las reflexiones de H. U. v. Balthasar, TD I1/1, 170-288.

Esto nos lleva a ver que en Cristo los actos humanos libres no han sido eclipsados o destruidos por la voluntad divina, lo que traería, de nuevo, graves consecuencias para la comprensión de la libertad humana. Por el hecho de que «nuestra salvación fue querida por la persona divina de manera humana», la salvación significa la reinstauración de la libertad humana. El Vaticano II lo formuló esto, en relación con la semejanza divina, de la siguiente manera: Cristo, «el hombre perfecto» restituyó «a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado» (GS 22). Y poco antes dice el Concilio: «La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios "dejar al hombre en manos de su propia decisión" (cfr. Si 15, 14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección. La dignidad del hombre requiere, en efecto, que actúe según una elección consciente y libre, es decir, movido e inducido personalmente desde dentro, y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (GS 17). El Concilio de 681 no tematizó propiamente esta íntima conjunción entre la voluntad humana de Cristo y la libertad del hombre, como imagen de Dios. Pero no hubo entonces duda alguna de que en la confesión de la voluntad humana de Cristo se incluía también la confesión de la libertad del hombre, así como en Calcedonia la confesión de la total e indisoluta humanidad de Cristo incluía la afirmación de la propia y positiva importancia irrevocable de la humanidad.

Wladimir Solowjew (t 1900) ha expresado de forma impresionante esta relación entre la dignidad del hombre y la confesión de Cristo del sexto concilio ecuménico. El describe el monoteletismo como sigue:

«El hombre-Dios [Cristo] no posee una voluntad humana y no obra como hombre; su humanidad es puramente pasiva y está determinada exclusivamente por el hecho absoluto de su divinidad. Aquí tenemos ante nuestros ojos la negación de la libertad y de la energía humanas: el fatalismo y el quietismo. La humanidad no participa en la obra de su salvación. Dios es el único que actúa. La única obligación del cristiano es someterse pasivamente al hecho divino, que está representado -en sus relaciones eclesiales- por una Iglesia inmóvil, y -en sus relaciones mundanas- por el poder santo del Augusto divino. La herejía monoteletista, apoyada a través de más de cincuenta anos por el imperio y por la así llamada jerarquía oriental -a excepción de algunos monjes que fueron obligados a buscar refugio en Roma- fue vencida en Constantinopla (en el ano 680)».66

66. W. Solowjew, Rußland und die universale Kirche (Ed. alemana de sus obras completas III, 159-160).

Solowjew no cesa de subrayar esta relación entre la ortodoxia cristológica y la imagen cristiana del hombre . La gran importancia del Concilio de 681 la ve él en el hecho de que esta relación «pudo adentrarse en la conciencia general de la Iglesia». Sin voluntad humana y sin una forma de actividad humana, la humanidad de Cristo no hubiese «tenido ninguna importancia real: sería una adición muerta a la divinidad».67 Y de esto resultaría que «la libertad del hombre, en busca de su sintonía con la voluntad divina y de cooperar con ella libremente, habría sido destruida totalmente por esta más alta voluntad. De esta manera la voluntad divina aparece ante el hombre como algo fatalista y necesario».68 A un tal Dios «sin humanidad», como lo llama Solowjew, correspondería una imagen del hombre que debería renunciar a «transformar la vida de la sociedad en nombre de Cristo». El fundamento de esta transformación y de la posibilidad de la fe lo encuentra Solowjew en la confesión del Concilio de 861: «Para cumplir con esta tarea tiene que actuar, sobre todo, la voluntad humana, a la que Dios le deja un amplio campo de acción».69

La importancia soteriológica de la doctrina de las dos voluntades

La doctrina de las dos voluntades de Jesús tiene una eminente importancia cristológica. Cristo conduce a los hombres, mediante su manera humana de querer, a que puedan querer como él quiere. El nos ha amado –es la expresión de Máximo– más que a sí mismo, poniéndose en nuestro lugar en vez de buscar su gloria; él ha tomado sobre sí la muerte, la pasión y la enemistad. Por eso, tienen los hombres camino abierto para amar a Dios y a los hombres más que a sí mismos. Esta forma de existencia nueva y escatológica del señorío de Dios sólo es posible, porque se ha transformado en Cristo en una existencia humana, en una forma en la que Cristo ha vivido humanamente su divino abandono. La forma cristiana de existir, que tiene ejemplarmente su forma más alta de expresión en el amor a los enemigos, se nos ha hecho posible a nosotros los hombres, porque se ha transformado en Cristo en una forma existencial humana. La voluntad divina no fue arrinconada en él, sino que fue renovada.

Desde el pecado original, la relación entre voluntad natural y personal en el hombre ha sufrido una tergiversación. El hombre quiere propiamen-

  1. W. Solowjew, Geschichte und Zukunft der Theokratie (Ed. alemana de sus obras com

    pletas II, 449).

  2. W. Solowjew, Der große Streit und die christliche Politik (Ed. alemana de sus obras completas II, 241-242).

  3. W. Solowjew, Der große Streit und die christliche Politik (Ed. alemana de sus obras completas II, 245-246).

te lo bueno, porque le es connatural y le produce alegria. Pero su voluntad está como trastocada, y por eso no hace el bien que quiere, sino el mal que no quiere (Rm 7, 19). Esto no es por causa de la naturaleza de la voluntad natural, sino porque nuestra voluntad tiene un tropos invertido por el pecado, y así la manera que usamos de nuestra voluntad está también invertida por el pecado. El hombre se siente, por naturaleza, profundamente inclinado a la unidad con los otros hombres. Del egoísmo nace el vemos amenazados por los demás. Sólo el amor puede transformar esta condición en unidad. Ahora bien, el amor a todos los hombres, que a nadie excluye, ni siquiera a los enemigos, parece ir contra naturam. Porque, ¿qué hay más natural que reaccionar contra el que me hace daño? Por otra parte, el hecho de que los hombres «se destrocen» no es más que la consecuencia de esta reacción «natural». Y este «destrozarse mutuamente» es totalmente antinatural. Se opone al deseo de vivir en unidad y en comunidad. Es una paradoja ver cómo la tendencia más profunda hacia la unidad, que se encuentra en el corazón del hombre, sólo puede ser realizada de forma discontinua, en la que el hombre parece que se pierde, pero no se elige a sí mismo, sino a los demás. Y es precisamente así como se cumple este natural impulso.70

Cristo ha superado la dialéctica de la enemistad, perdonando a sus verdugos en la cruz. Así ha mantenido el amor del Padre, que le ha enviado, en medio de la enemistad más extrema. Máximo confesor ve el núcleo redentor de la acción salvífica de Jesús en que él ha roto el poder de la enemistad.71 Cristo cumple así la dinámica redentora ya indicada en el Antiguo Testamento, tal y como se manifiesta en los pasajes sobre la relación entre David y Saúl. David tuvo por dos veces la ocasión de matar a Saúl, su perseguidor. Pero nunca levantó su mano contra él. Dos veces se encuentra con él (1 S 24.26), y ambas veces se queda Saúl conmovido: «"¿No es ésta tu voz, hijo mío, David?" Y Saúl comenzó a llorar amargamente y dijo a David: "Tú eres más justo que yo, porque tú'no me has hecho sino el bien, mientras que yo te he pagado con males"» (1 S 24, 17-18). David, el hombre «según el corazón de Dios» (Hch 13, 22) rompe el círculo de la dialéctica de la enemistad. Ambos están sencillamente uno ante el otro, con su propia identidad, pero ya no se encuentran como obligados a estar

  1. Máximo ha manifestado esto de forma existencial y pregnante en la dialéctica entre placer y dolor. Cfr. al respecto, Ch. Schönborn, Plaisir et douleur dans l'anlyse de S. Maxime le Confesseur. D'aprés les Quaestiones ad Thalasium, en: Maximus Confessor. Actes du Symposium sur Maxime le Confesseur (= Par. 27), Fribourg/Suiza 1980, 273-284.

  2. Se puede apreciar esto especialmente en su escrito: Liber asceticus (PG 90, 911-957), que viene a ser la síntesis más sencilla de su doctrina espiritual.

en el círculo de la enemistad: David, como el temido; Saúl, como el amenazador, que precisamente por esto debe ser perseguido. David es el hombre «según el corazón de Dios», porque en él se aprecia el comportamiento propio de Dios. «Tú no me has hecho sino el bien, mientras que yo te he pagado con males» (v. 18). Así es como se comporta Dios. Dios convierte el corazón de Israel no a la fuerza, pues no hay una conversión así. Dios quiere hablar «al corazón» de Israel (Os 2, 16). Quiere obrar la conversión de Israel no a la fuerza, ni por su poder, no por su misericordia, ni enjuiciándolo, sino por su fidelidad. La conversión del hombre no la produce, por tanto, una efectividad «física» de Dios, a la que el hombre estuviera expuesto irresistiblemente, sino otra causalidad que puede actuar sobre la voluntad del hombre sin obligarle físicamente: la del amor.

El abandono del Hijo, su amor hasta el amor a los enemigos, se ha convertido en el camino que despierta al hombre para que se abandone a sí mismo. Sólo el amor puede engendrar amor. El amor a los enemigos como amor para que el otro sea (en el sentido de la definición de Agustín: volo ut sis, yo quiero que seas) es el único camino para romper la dialéctica de la enemistad y para abrir de nuevo, y dejar abierto, el espacio de una posible comunión, a pesar de que esta apertura sea negada por el otro, por el enemigo. El amor a los enemigos se manifiesta así como plenamente humano y natural, de acuerdo con la naturaleza, basada en la comunidad. Pero, al mismo tiempo, sólo se puede realizar mediante una superación continuada de la propia tendencia a encerrarse en sí mismo. Pero, como el amor es la transformación escatológica de la existencia humana, sólo es posible en Cristo, que es el nuevo hombre escatológico. Esta «forma de existencia del Reino de Dios», que tiene su criterio más firme en el amor a los enemigos, sólo es posible desde Cristo, mejor, en Cristo, que, de alguna manera, es esta forma de existencia.

«No se puede amar a quien te está torturando, por mucho que se esté decidido a renunciar a las cosas del mundo, mientras no se reconozca lo que el Señor quiere. Pero quien, por la gracia del Señor, lo ha podido conocer y se esfuerza en corresponderle, éste también podrá amar de corazón a quien lo odia y tortura, como los apóstoles amaron después de haberlo conocido».72

La unidad de los hombres y la reconciliación con Dios y con los hombres sólo es posible desde este amor, que transforma todas las ocultas y misteriosas tendencias del hombre en esta unidad escatológica. Por otra

72. Máximo el Confesor, Liber Asceticus (PG 90, 920A); Drei geistliche Schriften, Einsiedeln 1996, 62-63.

parte, el amor, sin ánimo de lucha ante los otros, es el único camino de realizar esta unidad. Atrae a los otros hacia sí, los toca en su misma libertad sin ningún tipo de medidas de violencia. El amor a los enemigos, que establece la verdadera relación entre los hombres, es el de quien, comportándose así ante el enemigo, se mueve hacia su corazón, desarmado, esto es, sin entrar en la dialéctica de la enemistad, sino rompiendo este círculo demoníaco y moviendo el corazón del otro. Quien se encuentre así frente al enemigo, ya no lo verá como enemigo, sino, por así decirlo, con los ojos de Dios en cuanto hombre, como persona, estableciendo así un espacio, en el que ya no se le ve como enemigo, sino como aquel que está abierto ante uno y desamparado.

Con la cuestión de la voluntad, el desarrollo postcalcedonense del dogma puso de nuevo su mirada retrospectiva en el centro del evangelio, en la forma de existencia manifestada en el sermón de la montaña, en la pobreza, en el amor a los enemigos, en la confianza en aquel Padre celestial que alimenta a los pájaros y a los campos. «Perder la vida es ganarla» (cfr. Mt 16, 25). Todo esto tiene aquí su origen y su modelo: en la nueva forma de existencia del Hijo, que transforma su eterno ser-Hijo en la forma de existencia de su ser-hombre, viéndose a sí mismo como el modelo primigenio (Urgestalt) del sermón de la montaña.

El verdadero cuerpo de Jesús

Después de haber sido aclarada la pregunta sobre si Jesús, además de su voluntad divina, tenía también una voluntad humana, se abrió pronto una nueva discusión cristológica. En el año 727 el emperador León III (t 741) hizo destruir en la puerta de bronce de su palacio una imagen de Cristo. Había comenzado la iconoclasia que duraba ya más de un siglo y que había dado pie a Nicea II, el séptimo concilio ecuménico.73 La iconoclasia no estaba interesada en ideas estéticas, sino en convicciones teológicas. En toda la literatura de entonces en contra y favor de las imágenes no hay discusión sobre cuestiones estéticas o de la teoría del arte. La cuestión que estaba en el centro del interés, preguntaba más bien: ¿Es correcto y se puede representar a Cristo en una imagen? Teodoro Estudita (+ 826) puso de manifiesto —al fundamentar la adoración icónica desde la fe de los concilios ecuménicos—, que aquí se trataba de algo esencial para la fe cristiana. Aquel que rechace totalmente los iconos, rechaza también en el fondo el

73. Cfr. al respecto, Ch. Schönborn, Der Christus-Ikone. Eine theologische Hinführung, Schaffhausen 1984, 139-229; G. Dumeige, Nizäa II (= GÖK 4), Mainz 1985. Los documentos más relevantes sobre la iconoclasia están recogidos en: H. Hennephof, Textus byzantinos ad iconomachiam pertinentes, Leiden 1969.

misterio de la encarnación.74 En la base de las diversas posiciones sobre la veneración icónica se encuentran diversas opiniones sobre la relación entre la persona de Cristo y su cuerpo humano. ¿Es realmente posible descubrir en los signos individuales del cuerpo de Cristo la persona divina de su ser Hijo de Dios?

Los iconoclastas

Los iconoclastas presentan una serie de argumentos teológicos contra el culto a las imágenes, aunque no todos tienen el mismo peso argumental. Es cierto que hubo abusos en el culto icónico, sobre todo en la religiosidad popular. En relación con los iconos, se hablaba de muchos milagros, de cuya autenticidad se dudaba con razón. Se fue estableciendo una praxis muy cuestionable de escoger un icono como padrino de bautismo, e incluso parece que se dio el caso de algunos sacerdotes que, al dar la comunión, ponían en el cáliz eucarístico polvo, sacado de los iconos. Pero la parte más escandalosa de la veneración de las imágenes no era ese siempre posible abuso, sino el hecho de que se venerasen imágenes. Los signos externos de este culto hacían recordar con preocupación las prácticas paganas de la idolatría. La sutil diferencia teológica entre veneración de las imágenes y adoración del Señor representado no fue considerada por los laicos, pero tampoco por los monjes. Todo esto fortalecía a los enemigos en su convicción de que la veneración de las imágenes era incompatible con la pureza del cristianismo.

La prohibición veterotestamentaria de las imágenes fue también un arma poderosa de los iconoclastas: «No te harás escultura ni figura alguna de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de las cosas que están en las aguas debajo de la tierra» (Ex 20, 4). ¿No debió parecer este debate, a la vista de esta prohibición, una ociosa manera de hacer sofismas? ¿No fue una vergüenza que judíos y musulmanes fueran los que recordasen a los cristianos la seriedad de esta prohibición? Por sencilla que pareciese esta prohibición de venerar imágenes, la situación no estaba tan clara. Los iconoclastas no eran todos siempre de la misma opinión al interpretar esta prohibición. En el arte del tiempo de la iconoclasia se permitían públicamente, además de ornamentos, imágenes de animales. El arte de los iconoclastas se diferenciaba de la idea artística de los defensores de las imágenes, sobre todo, porque se rechazaba toda veneración icónica y se atribuía a la imagen una finalidad decorativa y profana. Pero in-

74. Cfr. Teodoro Estudita, Refutatio et subversio impiorum poematum 30 (PG 99, 472A-473A).

cluso en esto hubo una excepción. Los emperadores parece ser que nunca habían pensado en que, al rechazar la veneración icónica, rechazaban también la veneración de la imagen del emperador. La alusión a la prohibición bíblica no fue, pues, suficiente para comprender la base teológica de la discusión icónica, de otra manera esta prohibición debería haber sido exigida estrictamente y sin excepciones.

La veneración icónica se interpretaba como una adoración de materia muerta y sin vida y puesta en clara contraposición al verdadero culto «en espíritu y en verdad». Este rasgo despreciador de la materia es una de las características más evidentes de la iconoclasia. Mientras que otros argumentos se iban transformando mucho a lo largo de los veinte siglos de discusión icónica, éste se mantuvo constante. El sínodo del año 754, enemigo de los iconos, dice así:

«Anatema sea quien intente mantener la contemplación de los santos en una materia inanimada y muda con colores materiales, -pues estas imágenes no aprovechan para nada; construirlas es una idea sin sentido y un engendro diabólico-, en vez de reproducir en uno mismo, como iconos vivos, la virtudes de los santos, que nos han llegado escritas por ellos, y ser así animados a un celo igual al suyo».75

El argumento más agudo y exitoso va contra la imagen de Cristo. El emperador Constantino V (+ 775), puso en juego un nuevo argumento, en las «preguntas» que presentó al Concilio de 754: La veneración icónica es no sólo una idolatría, sino una herejía cristológica, peor aún, es la suma y la cima de todas las falsedades cristológicas. Es muy verosímil que fuese el emperador Constantino V el que transformó el debate sobre las imágenes sagradas en una cuestión cristológica. Él intentaba dar un sólido fundamento dogmático a la discusión sobre las imágenes. Nada podía llevar el culto icónico a mayor desprestigio que demostrando que estaba en contradicción con los grandes concilios cristológicos. ¿Qué podía tener más peso en Bizancio que inculpar a los amigos de los iconos de ser nestorianos y monofisitas?

El teólogo imperial Nicéforo (+ 828/829), partiendo de la confesión de fe de Calcedonia, confiesa: «Nuestro Señor Jesucristo es una persona (prosopón) de dos naturalezas, la inmaterial y la material, por su unidad inconfusa».76 Sólo esa pequeña de no hubiese molestado a ningún calcedonense estricto, pero éste hubiese preferido decir «en dos naturalezas». El acento se hace más problemático cuando Constantino dice: «Según esa

  1. Mansi 13, 345CD.

  2. Nicéforo, Antirrhetici adversus Constantinum Copronymum 1 (PG 100, 232A).

unión, la realidad (que nace de aquí) es inseparable».77 Éste sigue siendo aún el lenguaje de Calcedonia, pero Constantino pone tanto el acento en «inseparable» que apenas se puede percibir la diferencia entre las dos naturalezas. Para el monofisitismo, como también para Constantino, el resultado de la encarnación es una realidad inseparable, surgida de las dos naturalezas, pero en la que divinidad y humanidad no son prácticamente distinguibles.

Para el emperador Constantino, una imagen real es aquella que es esencialmente igual a su modelo primigenio (Urbild). Y lo precisa aún más: «Si una imagen no reproduce los rasgos de la forma, como el rostro personal (prosopón) de su ejemplar, no puede ser en absoluto un icono».78 El icono tiene, pues, que reproducir los rasgos faciales de la persona representada. Pero para hacer realmente justicia a lo que exige un icono: ser auténtica imagen, éste tiene que representar este prosopon, este «rostro personal» exactamente como es. Si traemos a colación la definición de icono de Constantino, concluiremos que un icono sólo es aquello que es idéntico en todo con el ejemplar, o, como dice Constantino: «en el que está garantizada la totalidad (del ejemplar)».79

Partiendo de estos prolegómenos, saca Constantino la siguiente conclusión: Si el prosopón o hipóstasis de Cristo no se puede separar de las dos naturalezas, y si una de ellas, la divina, no se puede pintar, porque es indescriptible, será igualmente imposible pintar o describir el prosopon de Cristo. Cuando aquí se dice que la naturaleza divina es «indescriptible», en lo que está pensando Constantino es en que es inasequible, incomprensible, pero, al mismo tiempo, en que, en el sentido concreto de la palabra, no es asequible ni por escrito ni diseñándola.

La conclusión de Constantino ha tenido consecuencias inexorables para el enjuiciamiento de la veneración de las imágenes. Como el único prósopon de Cristo no puede ser separado de sus dos naturalezas, los argumentos de los defensores de los iconos no se pueden refugiar bajo el argumento de que ellos lo que hacen es representar únicamente la naturaleza humana de Cristo, porque el icono muestra siempre el «rostro personal». Ahora bien, este rostro personal es de tal magnitud que no se le puede diseñar, pues consta de dos naturalezas, de las cuales una es «indescriptible». Los partidarios de los iconos no tienen, pues, más remedio que elegir entre dos herejías. Si quieren mantener la unidad de Cristo, estarán describiendo

  1. Nicéforo, Antirrhetici adversus Constantinum Copronymum 1 (PG 100, 248D).

  2. Ibid., (PG 100, 293A).

  3. Ibid., (PG 100, 228D).

también la Palabra eterna. Si quieren evitar esta consecuencia y mantenerse en la indescriptibilidad de la divinidad de Cristo, tendrán que decir que la humanidad de Cristo tiene su propio «rostro personal». La primera variante implica monofisitismo; la segunda, nestorianismo.

El error fundamental de esta argumentación está basado en la falsa idea que se tiene del prósopon de Cristo. Constantino tiene, es verdad, razón cuando dice que todo icono representa el prósopon de aquel del que es imagen. Pero es una falacia afirmar que pintar un icono de Cristo es «describir» también su «indescriptible» naturaleza divina. El rostro de Cristo es el rostro de la persona encarnada de la Palabra eterna. Este rostro humano no «describe» la naturaleza, ni siquiera la humana, sino el prósopon, la persona de la Palabra. En un icono no vemos ni la naturaleza divina ni la humana, sino el rostro de la persona humana-divina de Jesús.

Los defensores de los iconos

El más importante teólogo de entre los primeros defensores de los iconos es, sin duda, alguna, Juan Damasceno (+ 749). Él fue el primero que presentó una verdadera síntesis de la teología icónica. Contra el reproche de los enemigos de los iconos de que la veneración icónica estaba demasiado afectada por lo humano y lo material, destaca Juan, desde la cristología, el sentido positivo de la materia.

"En los antiguos tiempos, Dios, que no tiene ni cuerpo ni figura, nunca fue representado icónicamente en absoluto. Pero ahora, cuando Dios se ha hecho visible en la carne y está entre los hombres, me es posible representarlo con imágenes visibles. Yo no adoro la materia, sino al creador de la materia, que, por mí mismo, se hizo materia y aceptó vivir en la materia, poniendo en obra mi salvación, por medio de ella».80

En Cristo la materia ha sido santificada: primero el cuerpo de Cristo, que, por la unión con el Lógos, se ha hecho santo, lleno de gracia, «semejante a Dios»; después, además, la materia, en sentido amplio. Juan ha encontrado en esto el nervio de toda la corriente iconoclasta, para la que la materialidad de los iconos es una deshonra del ejemplar divino. La materia ya no es el límite más lejano ni el más bajo de la lejanía de Dios, como en el Neoplatonismo; no es lo más lejano al espíritu ni por ello, lo más privado de salvación. Más bien es la economía total de la salvación, mediada por la materia. La imagen sagrada está llena de gracia y, en cierto sentido, es portadora de espíritu, tal y como lo está aquel a quien ella representa. A

80. Juan Damasceno, Contra imaginum calumniatores oratio I, 16 (PTS 17, 89).

Juan le importa más la gracia mediada por el icono, que la semejanza representativa. Esta tendencia se manifiesta también en la forma cómo él compara los iconos con las reliquias. Ambas cosas tienen en común estar llenas de gracia y de energía divina. Aquí pasa a segundo plano lo característico de los iconos, la relación de semejanza, y el icono se convierte, sobre todo, en un santuario como mediador de la gracia.

El culto a las imágenes fue repuesto, después de sesenta años de persecución, por el concilio reunido en Nicea. El concilio de Nicea no entró en los argumentos cristológicos del Concilio de 757, enemigo de las imágenes, sino que se limitó a reconocer la legitimidad de las imágenes (DH 600-603; 605-609).

El culto a las imágenes no puede figurar bajo ninguna idolatría prohibida por el Antiguo Testamento, con tal de que se realice de acuerdo con su verdadero sentido. Sólo así conducirá el corazón de los que rezan a las imágenes a la veneración amorosa de aquel a quien el icono representa. «Quien venera a los iconos, venera en ellos a la persona representada» 81 Esta frase parece evidente, pero por muy sencilla que lo sea, se encuentra en ella la clave para la solución de la complicada dialéctica de los enemigos de los iconos. Sólo tendría necesidad de las grandes aportaciones de Teodoro Estudita para abrir, con esta clave, la puerta hacia una teología icónica bien desarrollada.

San Teodoro, abad del monasterio Studion de Constantinopla, construyó toda su teología icónica sobre la paradoja de la encarnación. «Lo invisible se hace visible».82 La palabra eterna del Padre se ha aparecido ante nuestros ojos mortales. Hemos visto la persona del Hijo de Dios, o, para decirlo en lenguaje teológico, la hipóstasis del Lógos. Teodoro Estudita construyó toda su teología icónica desde esta perspectiva. «El icono de uno cualquiera no representa su naturaleza, sino su persona»83 –así lo observa él–. El icono es siempre el retrato (portrait) de una persona. El icono refleja sólo lo visible de un hombre, lo que le es propio, lo que le diferencia como tal de otros hombres. ¿Pero qué ocurre si la persona es divina, el eterno Hijo de Dios? Los iconoclastas dicen también que cada icono representa una persona, y, como Cristo es una persona divina, no es posible representarla. Si así se hiciera, se introduciría en Cristo una segunda persona, puramente humana. Teodoro responde a este sutil argumento, recordando la doctrina eclesial de la «Persona compuesta», que había sido desarrollada a continuación del quinto concilio ecuménico (553).

  1. Mansi 13, 378D-380A.

  2. Teodoro Estudita, Anthirretici adversus Iconomachos 1 (PG 99, 332A).

  3. Ibid., (PG 99, 405A).

«Si afirmáramos que la carne asumida por la Palabra posee su propia hipóstasis, tendria razón este argumento (de los enemigos de las imágenes). Pero nosotros seguimos la fe de la Iglesia y confesamos que la persona de la eterna Palabra, se ha hecho persona común a las dos naturalezas, y que ha concedido en ella su consistencia a la naturaleza (concreta) humana -con todas sus propiedades, por las que se diferencia de los otros hombres-. Por esto decimos con razón que una y la misma persona de la divina Palabra es "descriptible", según nuestra naturaleza humana. La naturaleza humana de Cristo no existe fuera de la persona del Lógos, como si fuera una persona consistente en sí misma y autodeterminada, sino que ella recibe su existencia en la persona del Lógos (pues no hay ninguna naturaleza que no tenga su propia y concreta consistencia en una hipóstasis), haciéndose así en la persona del Lógos visible individual y descriptiblemente».84

La persona de la eterna Palabra se hace, al tomar carne, la propia portadora y la fuente de una existencia humana, con toda su individualidad intransferible. Dicho de otra manera: La persona divina se hace visible precisamente en los rasgos que caracterizan a Jesús como un determinado hombre. La paradoja de la encarnación es que la persona de la eterna Palabra se ha hecho «descriptible» en los rasgos faciales individuales y personales de Jesús.

El emperador Constantino tenía, pues, razón cuando dijo que el icono de Cristo «describiría» la Palabra eterna de Dios. Pero rechazaba sin razón alguna los iconos, pues, al hacerse la Palabra carne, ya se ha hecho a sí misma «descriptible», limitada, «condensada» (según una expresión que los Padres de la Iglesia utilizan con gusto), de tal manera que se puede manifestar y participar en una individualidad humana. Más aún: esta existencia individual y humana se ha convertido en su propia existencia. Éste es el escándalo de la fe en la encarnación de Dios. Esta fe dice que la persona divina del Hijo eterno se ha hecho visible en la individualidad humana de Jesús de Nazaret. Gracias a su bien asentada doctrina sobre la «persona compuesta» de Cristo, pudo Teodoro Estudita poner al descubierto el punto de partida de la teoría iconoclasta: una insuficiente y errónea comprensión de la persona.85

¿Qué lugar ocupa el icono en la vida contemplativa? ¿No son acaso incluso los mejores iconos nada más que meras imágenes y, en último término, incapaces en manera alguna de representar a su modelo original (Urbild)? ¿No son ellos nada más que sombras de una realidad más alta y

  1. Teodoro Estudita, Anthirretici adversus Iconomachos 1 (PG 99, 400OD).

  2. Esto mismo manifiesta la correspondencia con Juan el Gramático, cabeza directora de la segunda iconoclasia y del Concilio de 815; cfr. Teodoro Estudita, Brief II, 168 (PG 99, 1532C) = Brief 492 (Ed. G. Fatouros II, 726).

propia? ¿No tendrá la contemplación de una imagen más sentido que el pedagógico de elevamos, en la medida de lo posible, a una visión espiritual? Teodoro Estudita se revuelve con decisión contra estos pensamientos. Para él, el icono tiene sin duda una función «anagógica». Pero la visión espiritual, hacia la que nos eleva el icono, no tiene otro objeto que el icono mismo: la Palabra encamada. De esta manera, Teodoro se distancia de la interpretación platónica de las imágenes. Aquí encontramos el punto decisivo en toda la discusión con los enemigos de las imágenes:

«Si alguien dijese: "Cómo tengo que venerar a Cristo en espíritu, sobra venerarlo en su icono", tendría que saber que con esto niega la veneración espiritual, pues si él no ve a Cristo, en su figura humana, sentado a la diestra del Padre, no lo venera en absoluto. Por el contrario, está negando que la Palabra hecha carne se ha hecho igual al hombre».86

No es suficiente quedarse prendido de las imágenes. De por sí, las imágenes indican algo que está por encima de ellas. La perspectiva, desde la cual se considera la imagen de Cristo, es, pues, profundamente distinta a la platónica. La imagen visible no indica una pura realidad espiritual, sino al Señor resucitado, elevado «a la diestra del Padre» con su corporalidad glorificada. Los iconos no son, pues, algo imperfecto, por pertenecer a una realidad visible-material, pues el mismo Cristo también pertenece a ella, incluso en su corporalidad glorificada. Son imperfectos, porque no son más que imágenes de Cristo. Nos urge poder decir con los apóstoles: «Hemos visto al Señor» (Jn 20, 25). No queremos verlo ya más en su imagen, sino a él mismo, in persona. No se trata, pues, ni de quedamos prendidos sólo de las imágenes, ni de intentar conseguir una visión inimaginable y puramente espiritual. La veneración icónica es, a un mismo tiempo, algo visible y espiritual, pues en la imagen de Cristo se venera espiritualmente su misterio. Sólo en el mundo futuro podremos ver a Cristo mismo. La encarnación de Dios es el argumento para demostrar que la última meta de la meditación cristiana no puede consistir en una pura visión espiritual. «Si esto fuera suficiente, la Palabra eterna no hubiese necesitado más que venir a nosotros de una forma puramente espiritual».87 Pero Cristo «se ha manifestado en la carne» (1 Tm 3, 16). Su encarnación no es una etapa que hay que superar. La contemplación cristiana no puede rodear el camino que Dios mismo ha hecho para venir a nosotros.

«La imagen pintada es para nosotros una luz santa, un monumento de salvación, pues es Cristo el que se nos muestra en su nacimiento, en

  1. Teodoro Estudita, Brief II, 65 (PG 99, 1288CD) = Brief 409 (Ed. G. Fatouros II, 569).

  2. Teodoro Estudita, Antirrhetici adversus Iconomachos I (PG 99, 366D).

su bautismo, obrando milagros, en la cruz, en el sepulcro, resucitando y ascendiendo al cielo. Con todo esto no nos engaña, como si no hubiese sucedido. La contemplación viene en ayuda de la meditación espiritual de manera que nuestra fe queda fortalecida por ambas».88

c) El corazón de Jesús

La contemplación del corazón humano de Jesús se ha convertido en la piedra final que corona el edificio de la controversia sobre la humanidad de Jesús después de los primeros concilios cristológicos. La consideración de los aspectos de la humanidad de Jesús quedaría incompleta si no profundizáramos en el misterio de su corazón humano.89 El concilio Vaticano II, que confiesa con gran decisión la humanidad de Jesús, condensa, en un gran despliegue de la Gaudium et Spes, las etapas del conocimiento que la Iglesia ha ido desarrollando sobre la verdadera y perfecta humanidad de Jesús, como el verdadero y perfecto hombre. Partiendo del segundo concilio de Constantinopla, con el que reconoce que en Cristo «la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida», reconoce también el cuerpo humano, la conciencia humana y la voluntad humana de Cristo. La corona foral de esta confesión conciliar de fe la forma el corazón humano de Cristo: «Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre» (GS 22).

El corazón, en lenguaje bíblico, significa el lugar de la vida íntima, de los pensamientos, de los actos de voluntad y de los sentimientos. Ya hemos hablado sobre la conciencia de Jesús y de su voluntad humana. Que Jesús tenga un corazón humano significa también que él tiene sentimientos como hombre: «El se ha hecho partícipe de nuestras "pasiones"».90 La Escritura atestigua esta verdad con varios ejemplos conmovedores. Nos cuenta, por ejemplo el encuentro de Jesús con la viuda de Naim, cuando llevaba a su hijo al sepulcro. Jesús se conmovió y lleno de compasión le dijo estas palabras llenas de un sentido humano de consuelo: «Mujer, no llores» (Lc 7, 13) La tristeza de María por la muerte de su hermano Lázaro le conmueve de nuevo con tanta profundidad que se puso a llorar con ella (Jn 11, 33-35). En la noche antes de su muerte dolorosa sudó, con angustia, sangre que goteaba al suelo (Lc 22, 44).

  1. Teodoro Estudita, Refutatio carminum Sergii (PG 99, 456BC).

  2. Cfr. M.-L Ciappi (ed.), Le coeur du monde, Paris 1982; I. de la Potterie, 11 mistero del cuore trafitto. Fondament biblici della spiritualitá del cuore di Gesú, Bologna 1988; E. Glotin, Le coeur de Jésus. Approches anciennes et nouvelles, Namur 1997; B. Peyrous (ed.), Le coeur du Christ pour un monde nouveau. Actes du congrés de Paray-le-Monial 13-15 octobre 1995, Paris 1998.

  3. Justino Mártir, Apologia minor 13 (PTS 38, 157).

Ya desde el Antiguo Testamento está claro que Dios tiene sentimientos como los de los hombres. Se aíra contra el pueblo, que adora al becerro de oro (Ex 32, 10), está celoso y exige a su pueblo elegido que lo adore sólo a él (Jos 24, 19-20). En su misericordia, tiene compasión con el pobre y lo escucha, cuando lo llama: (Ex 22, 26). «Para los Padres –provenientes del ideal estoico, el ideal de la impasibilidad del sabio, en el que su inteligencia y su voluntad dominaban los sentimientos irracionales–, éste era uno de los puntos en los que se manifestaba la enorme dificultad de relacionar la herencia helénica con la fe bíblica».91 La piedra de escándalo de un Dios, que sufre, se radicaliza con la encarnación de Cristo. Algunos herejes docetistas intentaron pronto rebajar el dolor de Jesús a pura apariencia. Lo que consiguieron con esto fue que al testimonio que Cristo nos da de su Padre se le quitó su núcleo cordial. También Ireneo de Lyón se opone decididamente a estas ideas: «Si Cristo no hubiese padecido, ¿cómo hubiese podido él animar a sus discípulos a llevar su cruz y a seguirle?» 92

Pero Jesús nos descubre también el núcleo de los sentimientos de Dios: Dios sufre, porque ama. Todos sus sentimientos, ya sea compasión, ira, indignación o celo, tienen que ser interpretados desde la profundidad de su amor personal a nosotros. En el anonadamiento de Belén, en el desprendimiento de su vida pública, en el escarnio del Calvario, en la muerte en la cruz, nos revela Jesús un corazón humano que nos ama. El corazón de Jesús es, con razón, «considerado como el signo eminente y el símbolo de aquel amor... con el que el divino Redentor ama continuamente al Padre eterno y a todos los hombres» 93 La veneración del corazón herido de Jesús no sólo ha de damos a conocer su amor, sino que tiene que movernos a dar una respuesta amorosa. Si contemplamos con fe los misterios revelados, y confesamos con Pablo que Cristo «me ha amado y se ha entregado por mí» (Ga 2, 20), nuestro corazón dará así una respuesta a este amor. Por eso Pablo dice también: «El amor de Cristo nos apremia» (2 Co 5, 14). San Buenaventura expresa de una manera muy especial esta verdad: «¡Se hubiese podido manifestar mejor tu amor de otra manera que dejándote no sólo atravesar tu cuerpo con una lanza, sino tu corazón?... ¿Habrá alguien que no quiera amar este corazón herido por nosotros? ¿Cómo podría alguien no amar respondiendo a quien nos abraza con un amor tan grande?»94

  1. J. Ratzinger, Das Ostergeheimnis — tiefster Gehalt und Grund der Herz-Verehrung, en: Idem, Schauen auf das Durchbohrten, Einsiedeln 1984, 41-59, aquí: 49.

  2. Ireneo de Lyón, Adversus hcereses III, 18, 5 (FChr 8/3, 226-229).

  3. Pío XII, Haurietis aquas (DH 3924).

  4. Buenaventura, Vitis mystica sive Tractatus de passione Domini 3, 5-6 (Opera omnia VIII, 164).

La veneración del corazón de Jesús ha encontrado una gran difusión en la iglesia latina, sobre todo después del reconocimiento eclesiástico de las visiones de santa Margarita María Alacoque (+ 1690). Como ya hemos visto, en la veneración del corazón de Jesús no se trata de algo nuevo, sino de una nueva profundización de un misterio desde siempre meditado. Ya los santos Padres contemplaban, desde Jn 7, 37-39 y Jn 19, 34, el misterio del corazón abierto de Jesús.95 Interpretaban ontológicamente el corazón traspasado, del que salió sangre y agua, como la fuente de vida, como el origen de los sacramentos y de la Iglesia. Las explicaciones tipológicas de Agustín sobre las heridas de Jesús tuvieron una gran influencia en la consideración patrística del corazón de Jesús:

«Aquella sangre fue derramada para el perdón de los pecados; aquella agua estaba mezclada en el cáliz salvífico y es, a la vez, baño y bebida. Un modelo de esto es que a Moisés se le ordenó abrir una puerta a un lado del Arca, por donde no les estaba permitido entrar a algunos animales, destinados a la muerte. En ella está prefigurada la Iglesia. Por esto, la primera mujer está al lado del marido que duerme y es llamada vida y madre de los vivientes. Todo esto indica un gran bien ante el gran mal del pecado. Aquí expiró el segundo Adán con su cabeza inclinada en la cruz, para que se le formase una mujer de aquello que salió del lado del que estaba expirando».96

Con Margarita María Alacoque, comienza a jugar un gran papel, en la veneración del corazón de Jesús, la idea de reparación por la indiferencia y desagradecimiento de los hombres ante el celo amoroso de Cristo, que se deshace hasta el agotamiento, junto a la dimensión sacramental y eclesial. Siempre estuvo claro, por parte de la Iglesia, que la veneración del corazón de Jesús se dirigía al Lógos encarnado.97 En el símbolo del corazón, se contempla, sobre todo, su amor humano. El corazón de Jesús puede, por tanto, ser objeto de veneración y de adoración, que sólo corresponde a Dios. Por pertenecer a la santa humanidad, está hipostáticamente unido al Lógos. Podríamos, pues, decir del corazón de Jesús lo que dijo Juan Damasceno del cuerpo: El corazón de Jesús es digno de adoración, no por sí mismo, sino porque está unido inseparablemente con la persona del Lógos.98

  1. Cfr. K. Rahner, Symbole der Kirche, Salzburg 1964, 177-235.

  2. Agustín, Tractatus in loannem Evangelium 120, 2 (CChr.SL 36, 661).

  3. Cfr. L. Lies, Gottes Herz für die Menschen. Elemente der Herz-Frömmigkeit morgen, Innsbruck 1996, 19-25.

  4. Cfr. Juan Damasceno, Expositio fidei 76; IV, 3 (PTS 12, 174); cfr. también Tomás de Aquino, STh III, q. 25, a. 2 (DthA 26, 189-193).

La veneración del corazón de Jesús es así otro ejemplo de la lógica sacramental de la revelación divina. Dios se manifiesta siempre con signos concretos. Toda la creación es una imagen de Dios; Dios habla en ella. La imagen que Dios revela, finalmente, es Cristo. Pero en todos los misterios revelados consta «una unidad indisoluble entre la realidad y su interpretación».99 Quien piense poder comprender la interpretación sin la imagen, pierde incluso ésta. En la veneración del corazón humano de Jesús se venera, sobre todo, el amor de Dios hecho hombre, por medio de la fuerza natural simbólica del corazón.


3. Sobre la teología de la vida de Jesús: Los misterios de Jesús

Hans Urs von Balthasar ha formulado un axioma importante para la naturaleza y metodología de la teología: «que la teología es la doctrina del sentido divino revelador de los acontecimientos históricos de la revelación, no sobre ellos, no detrás de ellos, no que se pudieran eliminar, es decir, que cuanto más historicidad se abre a la teología tanto más se desarrolla ésta».100 Este principio, que destaca la importancia de la consideración creyente de la vida de Jesús, incluso para la teología científica, ha sido y es todavía pasado por alto con demasiada frecuencia por la teología escolástica. Esta se concentra más en explicar, en sentido ontológico, la importancia de su nacimiento y de la encarnación del Hijo de Dios, y, en sentido soteriológico, el de su muerte. Los treinta y tres años, que median entre su nacimiento y su muerte, parecen tener importancia sólo para el anuncio moral de Cristo, pero no para una reflexión dogmática sobre su persona.

En la resurrección de Cristo, después de su denigrante muerte en la cruz, el Padre emite su juicio sobre la misión y la obra de Cristo: «Tú eres mi Hijo. Yo te he engendrado hoy» (Sal 2, 7, cfr. Hch 13, 33). La resurrección es la confirmación irrevocable y la confirmación del camino terrenal de Jesús. Por eso, la vida de Jesús y su mensaje alcanzan una importancia eminente. De aquí nace también la innegable voluntad de los evangelios de ofrecer una descripción histórica, y su interés por una representación como memorial de aquello que era significativo para Cristo, a pesar de que algunos momentos de su vida, como su anonadamiento y su mesianidad, parecen estar en contradicción. Es precisamente después de la Pascua cuando alcanzan éstos su propio y definitivo sentido. La pregunta de cómo fue en realidad la vida de Cristo, es de central importancia en la medida que el

  1. Juan Pablo II, Fides et ratio, 13.

  2. H. U. v. Balthasar, Schleifung der Bastionen, Einsiedeln 19895, 19.

tiempo de la vida de Jesús, ese breve espacio de tiempo en la historia de la humanidad, significa la revelación escatológica de Dios y su definitiva salvación. Pero entonces, el tiempo de la vida de Jesús, cualquier acontecimiento de su vida y cualquiera de sus palabras tienen tal fuerza que las hace inconfundibles. A la luz de la resurrección, los rasgos individuales de la vida terrena de Jesús obtienen una importancia cristológica de largo alcance, y precisamente como acontecimientos históricos. Pues, por la Pascua, estos acontecimientos, facta et dicta, alcanzan una importancia escatológica y eterna. Si el resucitado es mortal, entonces nada de lo terreno carece de importancia. Si Dios ha manifestado a Cristo en su resurrección como su revelación escatológica, entonces se nos está remitiendo a la vida de Jesús, para leer allí cada una de las palabras y cada uno de los rasgos de esta revelación. En la lectura, en el conocimiento y en la imitación de la vida concreta de Jesús no estamos realizando una tarea teológica o tomándolo como tema de meditación espiritual, sino haciéndonos la pregunta, tan importante y decisiva para la salvación, sobre si aceptamos o rechazamos la autorrevelación de Dios y su obra salvífica.101

a) Historia de la contemplación de los misterios de la vida de Jesús

La Buena Nueva no consiste en «palabras sabias y hábiles palabras», sino en la vida y obra de Cristo, en la «Cruz de Cristo» (1 Co 1, 17). La referencia a los misterios de Cristo ha sido desde siempre fundamental para el anuncio y el culto de la Iglesia. En la iglesia primitiva se anunciaba a los neófitos la fe, antes de su incorporación a la Iglesia por el sacramento del bautismo, por medio del símbolo, cuyo segundo artículo enuncia los principales misterios de la vida de Jesús. En su meditación, encontró siempre la iglesia oriental un apoyo fundamental en su lucha contra las distintas herejías nacientes. Cada herejía así como cada profundización en la conciencia de la fe dependen respectivamente del abandono o de la profunda contemplación de uno o varios misterios de la vida de nuestro Señor Jesucristo. La historia de la contemplación de los misterios es, pues, muy importante también para la historia de la autoconciencia eclesia1.102

  1. Cfr. Schillebebckx, Sakrament der Gottesbegegnung, Mainz 19683, 23-26.

  2. Para la historia de la contemplación teológica de Ios misterios de Cristo, cfr. A. Grillmeier, «Geschichtlicher Überblick über die Mysterien im allgemeinen», en: MySal III/2, 3-22; L. Scheffczyk, Die Bedeutung der Mysterien des Lebens Jesu für den Glauben und Leben des Christen, en: Idem (ed.), Die Mysterien Jesu und die christliche Existenz, Aschaffenburg 1984, 17-34. Para la época medieval, cfr. J. Sieben /W. Loesser, «Mystéres de la vie du Christ», en: DSp 10, 1874-1886 (1980); M. Bordono, Gesú di Nazaret. Signore e Cristo. Vol. III, Roma 1986, 361-364; 880-881. En Tomás de Aquino: J.-P.Torrell, Le Christi et ses mystéres. La vie et l'oeuvre de J"sus selon saint Thomas d'Aquin. 2 vol. (= Jesus et Jesus-Christ 78-79), Paris 1999.

Los primeros testigos de la fe superaron las primeras herejías -como por ejemplo la doctrina dualista de los gnósticos, que quena mantener el cristianismo impoluto de toda mancha terrenal, por predilección de lo «puro espiritual» helénico-, mediante la contemplación de la vida de Jesús. Ejemplares en esto son Ignacio de Antioquía (1 ca. 117) e Ireneo de Lyón. Ignacio habla, el primero de los Padres, sobre los misterios de la vida de Jesús, que ocurrieron en el silencio de Dios, cuando fundamenta con los tres «misterios que hablan en alta voz», la humanidad de Jesús, negada por los gnósticos: la virginidad de María, su alumbramiento y la muerte de Jesús.103 A Ireneo le interesa más que nada la salvación humana íntegra, la salus carnis. Para ello, tiene que defender la verdadera humanidad de Jesucristo. Subraya así la unidad de Jesucristo, el hombre-Dios, refiriéndose a varios misterios: «Pues, como fue hombre, para ser tentado, así también fue Palabra (Lógos) para ser glorificado. Y la Palabra (Lógos) descansaba durante la tentación, la crucifixión y la muerte. Pero el hombre buscaba vencer, resistir, mostrar su bondad, resucitar y ascender (a los cielos)».104

Para Orígenes (+ ca. 235) y la escuela de Alejandria, los misterios de la vida de Jesús tienen, sobre todo, una significación pedagógica para la revelación. El anonadamiento del Lógos en la encarnación permite llegar al conocimiento de Dios a la más pequeña capacidad de entendimiento.105 Orígenes desarrolla, además, el primero, mucho antes de la piedad inspirada por el franciscanismo, una meditación propia sobre el Niño Jesús. En una de sus homilías, pide a los creyentes que imiten al viejo Simeón y que le rueguen al mismo Niño Jesús, pues hablamos con él y lo queremos tener en nuestros brazos.106

Con san Agustín, la consideración patrística de la vida de Jesús alcanza su punto culminante. Concibe con claridad y perfección la importancia teológica de los misterios de Cristo en su triple dimensión, como revelación de Dios, redención y recapitulación.107 Para él el mejor argumento para ir contra la secta maniquea de su tiempo -que separaba radicalmente espíritu y materia como los principios respectivos del bien y del mal- era también la vida de Cristo. Al permitir Jesús que se le insultase y se le escarneciese, al sufrir la cruz, al ser azotado y martirizado, y al sufrir la ig-

  1. Ignacio de Antioquía, Brief an die Epheser 19, 1 (Die Apostolischen Väter, Tübingen 1992, 188-189).

  2. Ireneo de Lyón, Adversus Haereses III, 19, 3 (FChr. 8/3, 240-243).

  3. B. Studer, Soteriologie. In der Schrift und Patristik (HDG III, 2á), Freiburg/Br. 1978, 91-95.

  4. Orígenes, Homilien zum Lukasevangelium XV, 5 (FChr. 4/1, 182).

  5. Cfr. Agustín, De vera religione 16, 30 y 16, 32 (CChrSL 32, 205-206.207).

nominiosa muerte en la cruz, nos enseñó «qué fácilmente se acomoda el cuerpo al alma, cuando ésta se somete a Dios».108

En el siglo IV comienza a celebrarse en Roma la fiesta de Navidad. Las homilías más importantes del tiempo de los Padres para este misterio provienen de León Magno (t 461), en las que anuncia el intercambio admirable: «Se hizo Hijo del Hombre para que nosotros pudiéramos ser hijos de Dios».109 León Magno ve el misterio de la Navidad orientado hacia el misterio de la Pascua, pues Cristo ha nacido de la virgen como verdadero hombre y verdadero Dios para que nosotros podamos morir con él a nuestros pecados en el bautismo y ser justificados por él en la resurrección.110

La Edad Media, como lo muestra el arte plástico, es un gran tiempo de meditación de los misterios de Cristo. Todos los grandes carismas hacen una aportación específica para profundizar en la conciencia eclesial. La vida de Jesús es meditada primero en los claustros. Los benedictinos promueven la contemplación de los misterios, entre otros, con el libro muy difundido Elucidarium de Honorio Augustodunense (+ ca. 1156), en el que éste recoge la doctrina de su maestro Anselmo de Canterbury (+ 1109). Pedro el Venerable (+ 1156), de Cluny, es considerado como el padre espiritual de la fiesta de la Transfiguración, introducida oficialmente más tarde en la iglesia occidental, gracias a sus profundas meditaciones sobre este misterio, que él considera como una anticipación de la resurrección y de la ascensión. La nueva orientación del cisterciense Bernardo de Claraval (+ 1153) hacia la humanidad de Cristo influyó enormemente en la contemplación de los misterios de la siguiente Edad Media. «Observa también que el amor del corazón es, en cierta manera, "de carne", porque él ha inflamado el corazón del hombre más hacia el Cristo corporal y hacia aquello que Cristo ha obrado y mandado "en carne"» .111 Bernardo medita preferentemente el misterio de la Ascensión, base de la esperanza de que «se nos ha preparado una morada en la casa del Padre» (cfr. In 14, 2).

Las órdenes mendicantes obtuvieron una gran influencia en la piedad popular. Francisco de Asís (1 1226) impresionó profundamente a los hombres tanto por la fiesta de Navidad, que él celebró en Greccio (1223), como también por su estigmatización (1224). Su obra entró por el camino de la teología, de la mano de san Buenaventura como inspirador de una piedad «afec-

  1. Agustín, De vera religione 16, 32 (CChr.SL 32, 207).

  2. León Magno, Sermones XXVI, 2 (CChr.SL 138).

  3. Cfr. B. Studer, Soteriologie in der Schrift und Patristik 208-209.

  4. Bernardo de Claraval, Sermones super Cantica Canticorum 20, 6 (Sämtliche Werke, vol. V, Innsbruck 1994, 284-285).

tiva». Los dominicos, por su parte, consiguieron también influir en la piedad medieval por la adoración de la cruz de santa Catalina de Siena (+ 1380).

En la teología escolástica el paso desde el método sapiencial de los Padres al método analítico-sintético de la escolástica no produjo en un principio ninguna ruptura con la contemplación de los misterios de la vida de Cristo, a pesar de que lo que privaba en esta teología eran más los problemas especulativos de la unión hipostática que la comprensión cordial de la infinita vida de Dios entre los hombres. Pedro Lombardo (t 1160) introduce los misterios en el tercer libro de sus Sentencias, libro que se convertiría en la base teológica para la formación teológica medieval. Se refiere en él, sobre todo, a la oración de Jesús, a su sufrimiento, a su tristeza y a su muerte, como argumentos en favor de la verdadera humanidad.112 Tomás de Aquino recoge la división de la cristología en especulativa y concreta. Dedica 33 (no por caasualidad) Quaestiones de la Summa (III, qq. 27-59) al tratado de la vida de Cristo, mucho más espacio que a las cuestiones de la cristología sistemática. Pero mientras que en el tiempo post-tomista las especulaciones sobre la encarnación y la unión hipostática se iban haciendo cada vez más sutiles, el tratado sobre la vida y el sufrimiento de Cristo apenas era tenido en cuenta.113 Una tardía excepción es, sin duda, la amplia exposición de los misterios de la vida de Jesús del jesuita Francisco Suárez (t 1617) en su «De Incamatione».114 Pero esta obra se orienta más, en sus discusiones sobre todos los pormenores, no tanto al seguimiento de los misterios cuanto al casi racionalista examen de los mismos.

Los Ejercicios de Ignacio de Loyola (+ 1556) se inspiran en la Vida de Jesucristo del cartujo Ludolfo de Sajonia (+ 1378), pero mientras que las meditaciones poéticas de Ludolfo quieren conducir a los hombres «al monte de la gloria celestial»,115 las meditaciones ignacianas tienden, sobre todo, al seguimiento del Cristo presente en la Iglesia. Los Ejercicios de Ignacio presentan los misterios de la vida de Jesús en la semanas segunda, tercera y cuarta. Allí se trata de la lucha contra Satanás, que tiene su fundamento en la contemplación de la vida terrenal de Jesús y sus decisivas piedras angulares en el templo y en Nazaret.116 La importancia de los Ejer-

  1. Pedro Lombardo, Sententice III, dd. 17-22 (SpicBon V, 105-140).

  2. Cfr. I. Biffi, 1 misten di Cristo in Tomasso d'Aquino, vol. 1, Mailand 1994, 61-253 y 371ss.; J.-P. Torrell, Le Christ en ses mystéres.

  3. Francisco Suárez, Opera omnia, vol. 19, Paris 1877. [Cfr. Salvador Castellote, De incarnatione según Suárez, en: AA.VV., La encarnación: Cristo al encuentro de los hombres, Valencia 2003, 437-460. N. del T.].

  4. Cfr. Ludolfo de Sajonia, Das Leben Christi III, 5 (Trad. de S. Greiner), Einsiedeln 1994, 116.

  5. Ignacio de Loyola, Exerzitien, N° 135 (Trad. de P. Knauer, Graz 19883, 63); cfr. H. Rahner, Ignatius von Loyola und das geschichtliche Werden seiner Frömmigkeit, Graz 1947, 93.

cicios espirituales ignacianos para la contemplación de los misterios en toda la edad moderna apenas la podemos sobrevalorar.117 Cayeron primero en Francia en un campo abonado, donde Pierre de Bérulle (+ 1629) tuvo, con su Discours de l' état et des grandeurs de Jésus una gran influencia sobre las generaciones siguientes. Su doctrina saca las consecuencias espirituales de la meditación de los misterios de la vida de Jesús: Así como Cristo se entregó en su humanidad a su misión divina, así deben los cristianos mantenerse siempre abiertos a los misterios y actitudes de Jesús, siempre efectivos y siempre presentes. El «berulianismo» continúa vivo en Jean-Jacques Olier (+ 1657), quien destaca, sobre todo, el sacerdocio y la entrega de Cristo, y en Juan Eudes (+ 1680), que insiste por medio del bautismo en la imitación de los pensamiento, afectos y deseos de Cristo.

Al comienzo del siglo XX el abad Columa Marmión (+ 1923) dirige a los monjes unas profundas meditaciones, en las que la persona de Jesucristo, que vive en nosotros por el bautismo y por la gracia de la adopción, ocupa un lugar central. Como precursor del movimiento litúrgico, ilumina los misterios de Cristo, por medio de nuestro encuentro con él en la liturgia.118 Hugo Rahner (+ 1968) hace el primer bosquejo de una teología de la vida de Jesús. Cada pormenor y la totalidad de esta vida la lee él como revelación, como suceso salvífico y como forma original permanente de nuestra vida cristiana. Nos indica, además, que toda la vida cristiana está fundamentada en una conformación sacramental con la vida terrenal de Jesús.119

En el ámbito teológico escolar se va reafirmando durante este tiempo, sin embargo, una separación entre la cristología especulativa y la consideración de los misterios de la vida de Jesús, al dividir la teología en exégesis y sistemática. La dogmática se ocupa sólo de las cuestiones especulativas de la encarnación; la exégesis, del «Jesús histórico». La dogmática no se atreve a meterse en este campo, porque está lastrado en demasía con cuestiones de la crítica exegética evangélica. Pero son varios los movimientos, dentro de la Iglesia, que trabajan en una superación del historicismo y del individualismo, en busca de una base para el encuentro con Cristo. Dignos de mención son, sobre todo, el movimiento litúrgico, la renovación de la teología desde el espíritu de la Patrística y una nueva conciencia de la existencia eclesial de los cristianos, que empieza a despertar.120 Todos estos mo-

  1. Lo mismo ocurre en el desarrollo del arte cristiano; cfr., por ejemplo, A. Besancon, L'image interdite. Une histoire intellectuelle de 1'iconoclasme, Paris 1994, 246-247.

  2. Cfr. C. Marmión, Christus in seinen Geheimnissen, Paderborn 1931.

  3. Cfr. K. Rahner, Eine Theologie der Verkündigung, Freiburg/Br. 19392 (Reimpresión Darmstadt 1970).

  4. Cfr. Grillmeier, Geschichtlicher Überblick über die Mysterien Jesu im Allgemeinen 21-22.

vimientos son recogidos en el concilio Vaticano II, que nos ofrece, en el capítulo 22 de la Constitución Gaudium et Spes, un ejemplo programático para la cristología orientada a los misterios de la vida de Jesús. También el Catecismo de la Iglesia Católica recoge esta perspectiva y trata los artículos de fe cristológicos en el sentido de los misterios de Cristo.

La teología, claro está, ha recibido todos estos impulsos de forma muy limitada -como observa Leo Scheffczyk-: «La teología moderna, para dignificar esta visión "antropocéntrica" del Redentor y de la redención, en su sentido más legítimo, ha redescubierto el antiguo topos de los "Misterios de la vida de Jesús", pero, por lo que parece, sólo por un momento».121 Después de un corto resurgimiento en la enciclopedia dogmática Mysterium Salutis, la consideración de la vida de Jesús desapareció casi totalmente de los tratados sistemáticos escolares.

b) Importancia teológica de los misterios de la vida de Jesús

De la exposición anterior podemos deducir que hablar de los «misterios de Jesús» es referirse, en un determinado momento, a la vida de Jesús. Se trata, pues, de acercarnos a esta vida desde la fe en que Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Las huellas de su misterio sólo las podemos descubrir en toda la vida de Jesús desde una contemplación llena de admiración y de respeto. «En la vida de Jesús -desde los pañales de su nacimiento hasta el vinagre en su sufrimiento y hasta el sudario en su resurrección todo son signos de su misterio más profundo [...] Su humanidad aparece así como el "sacramento", esto es, como signo e instrumento de su divinidad y de la salvación que él nos trae: Lo que podemos ver en su vida nos lleva al misterio invisible de su filiación y de su misión redentora» (CIC).

El carácter mistérico de la vida de Jesús aparece claramente en el segundo Evangelio. Marcos lo inicia con la confesión central de que Jesús -un hombre como era, y que se le podía encontrar por los caminos de Palestina durante sus treinta y tres años-, es el Hijo de Dios (Mc 1, 1). Esta confesión queda reafirmada con experiencias concretas y atestiguadas en las descripciones siguientes de cada uno de los episodios de la vida de Jesús, de tal manera que el lector, al final, puede él mismo decir con el capitán: «Realmente este hombre es Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Al lector le tiene que parecer que todo esto lo va descubriendo -como por un rayo iluminador y una luz convincente, en la vida, la palabra y la muerte de Jesús. En cada uno de los acontecimientos, de los que Marcos nos informa sobre la vida de Jesús, cre-

121. L. Scheffczyk, Zum theologischen Thema der Mysterien des Lebens Jesu, en: Idem (ed.), Die Mysterien des Lebens Jesu 7-16, aquí: 9.

ce nuestra convicción de que él es el Cristo. Y, al mismo tiempo, los misterios de la vida de Jesús cobran importancia desde esta visión, que se extiende más allá de una impresión subjetiva. Son palabras y obras de aquel que se ha manifestado en ellas como Hijo de Dios y Mesías.

A los evangelistas no les interesa dar una información completa sobre los acontecimientos de la vida de Jesús. Los evangelios pasan por alto muchos pormenores, por los que la curiosidad humana estaría interesada, antes que nada por los de la infancia y los treinta años en Nazaret. «Muchas otras cosas hizo Jesús, que si se escribiesen una por una, me parece que ni aún en el mundo cabrían los libros que se habrían de escribir» (Jn 21, 25). Pues bien, a pesar de que cada pormenor es infinitamente valioso, porque son signos que nos conducen hacia Dios, a la fe no le interesan tanto estos pormenores, como el conocimiento de Dios en estos signos. «Es discutible que Dios permitiese que la mayor parte de sus acciones terrenales, desde las cosas de uso cotidiano hasta los datos de su nacimiento y de su muerte fuese olvidada, pero es que esto no tiene ninguna importancia ante la luz brillante de una sola realidad: que él ha venido para redimirnos, para acabar la lucha contra Satanás y para resucitar en una nueva vida».122

Junto a la Sagrada Escritura, la liturgia nos acerca también a la contemplación de los misterios de la vida de Jesús. La Iglesia celebra año tras año, desde la Navidad hasta la Ascensión, todo el ciclo de los misterios de la vida de Jesús. En las memorias, en las fiestas y en las solemnidades del año litúrgico nos permite, por medio de la participación activa en las celebraciones, revivir los misterios del Señor. En estas fiestas celebramos siempre nuestra participación en estos misterios.123

Todos los misterios de la vida de Jesús tienen en común tres rasgos: son revelación del Padre, misterio de redención y misterio de la recapitulación (recapitulatio) de todo bajo una sola cabeza. A estos tres rasgos les corresponden tres maneras de nuestra participación en los misterios de la vida de Jesús: la vida de Jesús es para nosotros modelo; Jesús lo ha vivido todo por nosotros y todo lo que él ha vivido nos lo hace vivir a nosotros en él y él lo vive en nosotros.124

Vida de Jesús – Revelación del Padre

Los misterios de la vida de Jesús son revelación del Padre. Esto lo formula Agustín de forma muy expresiva: «Quia ipse Christus Verbum Dei

  1. H. Rahner, Eine Theologie der Verkündigung 98.

  2. Cfr. Marmión, Christus in seinen Geheimnissen 20-22.

  3. Cfr. CIC 516-521; cfr. Ch. Schönborn, Leben für die Kirche. Die Fastenexerzitien des Papstes, Freiburgar. 1997, 83-90.

est, etiam factum est Verbi verbum nobis est» («Porque el mismo Cristo es el Verbo de Dios, también se ha hecho por nosotros verbo del Verbo»).125 Ningún hombre ha visto a Dios, pues supera en su perfección a toda capacidad de conocimiento de la creatura terrestre: «Dios mora en una luz inaccesible» (1 Tm 6, 16). En su encarnación revela Cristo a los hombres sencillos los misterios inalcanzables del Creador por medio de sus palabras, pronunciadas por boca de hombre, por sus obras, hechas con manos de hombre. Este impresionante misterio es el que la liturgia celebra cada año por las fiestas de Navidad: «Pues la Palabra se ha hecho carne y en este misterio brilla a los ojos de nuestro espíritu la nueva luz de tu gloria. En la figura visible del Redentor nos permite conocer al Dios invisible y que se inflame nuestro amor hacia el que ningún ojo ha visto» .126

Los pastores y los magos que adoran al Niño Jesús que yace en el pesebre, ven a Dios, «que escogió lo débil del mundo para confundir a los fuertes» (1 Co 1, 27). Los habitantes de Nazaret, que vieron trabajar al joven carpintero, ven en él al Padre «que siempre obra» (Jn 5, 17). Los leprosos, tullidos y ciegos, que son curados al paso de Jesús, viven a Dios, «que trae la salvación y saca de la muerte» (Sal 68, 21). La vida de Jesús nos muestra el rostro del Padre. Por eso, es tan importante meditar la vida de Jesús, dejarse impresionar por las más pequeñas indicaciones, por las escenas, los gestos y las palabras de Jesús. Todo en la vida de Jesús es cumplimiento de su palabra: «Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14, 9). En la vida de Jesús se aprecia claramente cuáles son las características de la perfección del Padre: su sabiduría con la que nadie puede competir; su poder, que asombra a las masas; su inaudita misericordia para con los pecadores; su celo ardiente por la justicia; su amor generosamente entregado.

Pero Cristo nos revela con su vida, con sus palabras y obras no sólo el rostro del Padre, sino también el nuestro propio: «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación». (GS 22). Por ello, es él el modelo, el ideal que tenemos que seguir. Su nacimiento en el pesebre nos enseña su humildad; sus treinta años en Nazaret nos enseñan diligencia y perseverancia; sus tres años de su vida pública, el celo por el Reino de Dios; los tres días de su sufrimiento, la obediencia. Por ello, pertenece siempre a la vida de la Iglesia el seguimiento concreto de Cristo. La Iglesia necesita de los santos, en los que Cristo se hace presente. En la

  1. Agustín, Tractatus in loannis Evangelium XXIV, 2 (CChr.SL 36, 244).

  2. Misal Romano, Prefacio de Navidad I.

Imitatio Christi conseguimos participar en su vida. «Yo os he dado ejemplo, para que también vosotros hagáis lo que yo he hecho» (Jn 13, 15).

Vida de Jesús – Misterio de redención

La vida de Cristo es el misterio de la redención. «Él, que es imagen del Dios invisible» (Col 1, 15), es el hombre perfecto, que restituyó a los hijos de Adán la semejanza divina, deformada desde el primer pecado. En él la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime» (GS 22).

La redención es, sobre todo, el fruto de la entrega de Jesús por nosotros en la cruz; «por la cruz tenemos la redención» (Ef 1, 7). El previó todas sus humillaciones, todos sus dolores de la cruz y de la muerte y los aceptó libremente, por amoral Padre y a nosotros. Así, el concilio de Trento nos enseña que «nuestro Señor Jesucristo, "cuando éramos enemigos" (Rp15, 10), "por el gran amor con que nos amó" (Ef 2, 4), y por su más santo dolor en el madero de la cruz, nos mereció la salvación, y Dios, el Padre, ha obrado para nosotros la satisfacción» .127 Los Padres conciliares de Trento acentúan, con sus escuetas maneras de expresión, dos aspectos íntimamente relacionados entre sí: por una parte, Cristo, como nuestro representante, ha satisfecho128 con su pasión por nosotros. Por otra, su mérito no se puede pensar separado, como las citas bíblicas lo demuestran, de su infinito amor a nosotros. Pablo nos enseña que la acción más heroica y la más desinteresada de nada sirven si no nacen del amor (cfr. 1 Co 13, 1-3).

La sangre derramada en la cruz no es la única causa de nuestra salvación. El Hijo de Dios devuelve a los hombres, al asumir la naturaleza humana, la semejanza con Dios. Por ello, todos los momentos de la vida de Jesús son meritorios. 129 Él se somete, obediente a la voluntad del Padre, a la ley en todas las circunstancias de su vida, para redimir a los hombres (cfr. Ga 4, 5). Por eso, ya de niño, cuando acepta los ritos legales de la circuncisión y de la presentación en el templo, se sometió al yugo de la ley, para liberar a los hombres de este yugo (Ga 4, 4-5). En su bautismo en el Jordán no quedó él limpio, sino el agua, para que recibiese, por la carne inocente de Cristo, la fuerza para el bautismo. Obedeciendo a sus padres satisfizo por nuestra desobediencia.130

  1. Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, cap. 7 (DH 1529).

  2. Sobre la satisfacción, cfr. la parte principal, cap. IV/2. Muerto por nosotros en la cruz, Doctrina de la redención, p. 233.

  3. Sobre el mérito de Cristo, véase la parte principal, cap. IV/2c. Redención por los méritos de Cristo, p. 268.

  4. Cfr. CIC 517; Tomás de Aquino, STH III, q. 37, a. 1; q. 40, a. 4 (DthA 27, 69; 105; 151).

En su encarnación, en su vida, sufrimientos y muerte, la salvación se hace palpable, oíble y visible. Algunas de sus acciones salvíficas siguen viviéndose en la Iglesia en forma sacramental. «Los misterios de la vida de Jesús son el fundamento de lo que Cristo administra en los sacramentos, sólo por los servidores de su Iglesia, pues "lo que podemos ver en nuestro Salvador ha pasado a los misterios"».131 Los sacramentos son la continuación de los gestos redentores de Jesús en la historia. Son signos fundamentales, con los que Cristo nos hace partícipes de la salvación, es decir, de sí mismo. Los gestos de la Iglesia son los gestos del mismo Cristo, que se inclina en la Iglesia ante las debilidades humanas, igual que se inclinó ante el malformado cuerpo del tullido; acepta a la Iglesia tal cual es, para transformarla. Las palabras con las que se dirige al pecador Zaqueo: «Zaqueo, baja en seguida, pues es necesario que me hospede hoy en tu casa» (Lc 19, 5), se repiten en cada eucaristía, donde Jesús llama a los hombres: «Yo voy contigo». En la eucaristía, también es posible reclinarse sobre su pecho, como lo hizo el discípulo a quien Jesús amaba, pues él está en nosotros y nosotros en 61.132

Jesús es «hombre por nosotros y por nuestra salvación» (Nicea I, DH 125). Ha venido al mundo, para reconciliamos con Dios, por medio de toda su existencia humana. Sufre hambre, sed, cansancio, persecución, desprecio y traición para que nosotros «tengamos vida y la tengamos en abundancia» (In 10, 10). «Así ha vivido Jesús todos sus misterios por nosotros, para que nosotros estemos, por la gracia, allí donde él, por naturaleza, tiene el derecho de estar: en la gloria del Padre. Verdaderamente, cada uno de nosotros podría decir con el apóstol Pablo: "Cristo me ha amado y se ha entregado por mí"» (Ga 2.20).133

Vida de Jesús — Recapitulación de todo

La vida de Jesús abarca toda la humanidad bajo una sola cabeza. «Pues él, el Hijo de Dios, se ha unido, de alguna manera, en su encarnación, con cada hombre» (GS 22). Jesús ha merecido para nosotros la salvación por medio de su muerte. Esto no se puede explicar sencillamente por la eficacia «moral» de su obra sobre todos los hombres. Es más bien la posición de Cristo, como cabeza de los creyentes, la que hace que su mérito sea efectivo para los otros hombres. Cristo, como cabeza, y sus creyentes, como miembros, pertenecen a un mismo cuerpo, son una «persona mística». To-

  1. CIC 1115; Cita: León Magno, Tractatus 74, 2 (CChrSL 138A, 457).

  2. Cfr. L. Giussani, Perché la Chiesa, vol. 2. Il segno efficace del divino nella storia, Mailand 1992, 84-91.

  3. Marmión, Christus in seinen Geheimnissen 12.

dos los cristianos están unidos con Cristo. Por ello, tiene valor el mérito de Cristo para los creyentes: el mérito de la cabeza es a favor de los miembros.134 «La imagen cabeza-miembros es sólo una representación imaginativa de la esencia de la fe, esto es, que Cristo, desde todos los tiempos, ha sido instituido cabeza de los hombres por una decisión inescrutable de Dios; y, por eso, todo lo que él hace [...] revierte en favor de los miembros».135 Este pensamiento bíblico, mírese como se mire, es importante para la doctrina de la redención en absoluto. Dios nos considera, por así decirlo, como una persona en Cristo; él nos ve como incorporados en Cristo, «pues en él nos ha escogido antes de la creación del mundo (Ef 1, 4).

Como los cristianos son miembros del cuerpo de Cristo, pueden vivir en él todo lo que él ha vivido. Como dice León Magno, estamos crucificados con Cristo en nuestros sufrimientos, hemos resucitado con él en su resurrección y estamos sentados con él a la derecha del Padre.136 En la vida de los cristianos se repite todo lo que Jesús vivió: llorar y alegrase, tener sed y hambre, asistir a un banquete de bodas y cortar espigas, «Hosana» y crucifige. Pues «no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2.20). De forma inimitable lo ha expresado todo esto Juan Eudes (+ 1680):

«Te pido que pienses que nuestro Señor Jesucristo es tu cabeza y que tú eres uno de sus miembros. Él es para ti lo que la cabeza para los miembros. Todo lo suyo es tuyo: espíritu, corazón, cuerpo, alma y todas las capacidades. Tienes que usarlas, como si te perteneciesen, para servir a Dios, alabarle, amarle y glorificarle. Tú eres para Cristo lo que un miembro es para su cabeza. Por eso, desea él con urgencia servirse de todas tus capacidades, como si fuesen suyas, para servir al Padre y para glorificarle».137

Pero no sólo la vida de cada cristiano, sino la vida de toda la Iglesia, ha recibido la forma de la vida de Cristo. Ante la pobreza de Cristo tenemos que reconocer «que la Iglesia –por ser cuerpo místico de Cristo– necesariamente tiene que transformarse también en abiectio plebis (Sal 21, 7), ser despreciada y ser "el último de los hombres [...] escondido su rostro y desechado" (Is 53, 3), "sin gloria será su aspecto entre los hombres" (Is 52, 14). La Iglesia peregrina hacia la cruz».138 Los dramáticos acontecimientos

  1. Cfr. Tomás de Aquino, STh III, q. 19, a. 4 (DthA 26, 106-108); véase también la parte principal, cap. IV/2c. Redención por los méritos de Cristo, p. 268.

  2. O. P. Pesch, Theologie der Rechtfertigung bei Martin Luther und Thomas von Aquin. Versuch eines systematischen-theologischen Dialogs, Mainz 1967, 561.

  3. Cfr. León Magno, Tractatus XXVI 2 (CChrSL 138, 127).

  4. Juan Eudes, Le coeur admirable de la trés sainte mére de Dieu I, 5 (Oeuvres complétes 6, Vanne 1908, 113-114); cfr. CIC 1698.

  5. H. Rahner, Eine Theologie der Verkündigung 114.

de la historia de la Iglesia, que aparecen frecuentemente como demasiado humanos, sólo se pueden comprender vistos desde la participación de toda la Iglesia en la humillación y los sufrimientos de Cristo.139

c) Consideraciones de algunos misterios de la vida de Jesús

Siguiendo a los grandes maestros y, con especial atención, las dimensiones antes esquematizadas, vamos ahora a proponer los rasgos fundamentales de una teología de la vida de Jesús, siguiendo algunos momentos entre el nacimiento y la Pasión.140 La fe en Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, nos posibilita una visión sobre su vida, que por todas partes queda manifestada por las huellas de sus más íntimos misterios.

Los misterios de la vida oculta de Jesús

La mayoría de las veces, son poco considerados aquellos acontecimientos de los treinta años de su existencia humana, que Jesús pasó normalmente en Nazaret. Mateo nos informa de la huida a Egipto, de la muerte de los inocentes en Belén, de la vuelta de Egipto (Mt 2, 13-23). Lucas, del reencuentro con el niño de doce años en el templo (Lc 2, 41-50). El resto de la vida oculta de Jesús la ha condensado Lucas en dos versos: «Y volvió con ellos a Nazaret y les estaba sujeto ...Pero Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres» (Lc 2, 51-52).

De estos datos podemos deducir que Jesús, durante treinta años, llevó una vida que pasaba desapercibida. Esto lo atestiguan, de forma indirecta, las preguntas que se hacían los habitantes de su ciudad de residencia, cuando Jesús vuelve a Nazaret para enseñar en la sinagoga: «¿De dónde le viene a éste todas estas cosas? ¿Qué sabiduría es esta que le es dada y qué maravillas estas que se obran por sus manos? ¿No es éste el artesano, el hijo de María, hermano de Santiago, de José, de Judas y de Simón?» (Mc 6, 2-3). Aunque los escritos canónicos nos transmiten muy pocas cosas concretas sobre la primera etapa de la vida de Jesús, en realidad lo que él entonces dijo y obró pertenece a la revelación divina. La doctrina de los primeros treinta años de la vida de Jesús es muy rica, por parcos que sean los evangelios que nos hablan de ella. Jesús nos enseña el valor de la vida contemplativa, de la obediencia, de la familia y del trabajo. ¿No es ya un milagro sin igual que el Hijo de Dios –que ha tomado figura humana, para salvar al mundo, para traer a las tinieblas la luz divina– haya permanecido, al prin-

  1. Cfr. Gertrud von Le Fort, Hymnen an die Kirche, München 199022.

  2. Acerca del misterio de la Última Cena de Jesús, véase el cap. V/2c: Presente en la Eucaristía, p. 313.

cipio, escondido durante treinta años, haya sido conocido por muy pocos, como fueron María, José, los pastores, los magos, Simeón y Ana? El, que desde su nacimiento poseía la plenitud de la gracia (Jn 1, 16), todos los tesoros del conocimiento y de la sabiduría (Col 2, 3), permanece durante treinta anos en el taller de trabajo, obedeciendo. ¿Por qué permanece él así de «inactivo» durante tanto tiempo, si tenía que anunciar el Reino de Dios a todos los hombres?

El misterio de la vida oculta de Jesús nos enseña, en primer lugar, que los caminos de Dios no son los caminos de los hombres. A los ojos de Dios, no hay nada grande, a no ser que se haga en su honor. Pero la filiación de Cristo, su total obediencia al Padre, expresión de su infinito amor, dan al más pequeño de sus gestos –aunque permanezcan escondidos a los ojos de los hombres– un valor infinito. La real estatura espiritual de su persona no descansa sobre la grandeza de sus obras, sino en el reconocimiento de que todo viene del Padre (Jn 5, 19). El Reino de Dios crece en el silencio; está en lo interior, escondido en las profundidades del alma. «Porque están ya muertos y su vida está escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3).

«Estemos convencidos de que actuaríamos con mucho más éxito a favor de la Iglesia de Dios, de la salvación de las almas y de la gloria de Dios, si primero nos esforzáramos en permanecer unidos íntimamente a Dios por medio de una vida de fe y amor, que si quisiéramos trabajar con un celo que nos consume febrilmente, sin concedernos ni tiempo ni ocio para buscar a Dios en soledad y recogimiento, en oración y autode spre ndimiento» .141

Jesús obedeció a Jesús y a María; se sometió a la ley voluntariamente para superar así la desobediencia de los hombres con su obediencia (Rm 5, 15). Él, a quien Dios «todo lo puso a sus pies» (Ef 1, 22), «el Rey de los reyes y Señor de los señores» (1 Tm 6, 15), se sometió libremente a José y a María. Así cumplió él, de manera plena, el mandamiento del amor y de la obediencia para con sus padres. «En la sagrada familia nos has regalado un ejemplo admirable. Concede a nuestras familias la gracia de vivir en piedad y concordia y de permanecer unidos en mutuo amor».142

La sumisión a su madre y a su padre adoptivo «fue el modelo terrenal de su obediencia como Hijo ante su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y a María fue la señal de su sumisión el jueves santo, y la anticipó» (CIC 532). Jesús se sometió a sus padres libremente por amor, y

  1. Marmion, Christus in seinen Geheimnissen 174-175.

  2. Misal Romano, Oración de la festividad de la Sagrada Familia.

con su sencillez y humildad se ganó su amor. «En la vida contemplativa experimentamos cómo hay que superar esa "dureza de corazón"; la sumisión libre del Hijo de Dios, para hacer partícipes a Maria y a José de su amor, es, a su vez, la fuente de la gracia que nosotros necesitamos para que el amor de Dios sea derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo (Rm 5, 5), de manera que nos sometamos "de corazón a la doctrina de la obediencia", para llegar a ser justos» (Rm 6, 17-18).143

La vida oculta de Jesús en Nazaret es una vida de trabajo. Su enseñanza posterior, su evangelio es «también un "Evangelio del trabajo", porque aquel que lo anunció fue también un trabajador de trabajo manual, como fue el de José de Nazaret (cfr. Mt 13, 55). Aunque no encontremos en sus palabras ninguna exhortación al trabajo, sino más bien incluso una advertencia a no preocupamos en exceso por el trabajo y el mantenimiento (cfr. Mt 6, 25-34), el lenguaje de Cristo es siempre claro: Él pertenece al "mundo del trabajo", reconoce y aprecia el trabajo humano. Se podría incluso decir que él mira con amor al trabajo y a sus diferentes formas, cada una de las cuales es para él un rasgo especial de la semejanza con Dios, el Creador y Padre».14

Los misterios de la comunidad de Jesús

Al comienzo de las informaciones evangélicas sobre la vida de Jesús, aparece el llamamiento de los dos primeros pares de discípulos, Simón y Andrés, Santiago y Juan.145 Aquí apreciamos claramente un rasgo importante para la comprensión del Reino de Dios: Jesús se encuentra, ya desde el principio, en comunidad. El no predica solo, siempre está rodeado de hombres, aunque sólo sean Pedro, Santiago y Juan, que estaban presentes en la Transfiguración y en Getsemaní. Si se dice de Jesús que estuvo solo, esto únicamente ocurrió durante la oración. A Jesús no lo podemos comprender fuera de una comunidad: el círculo de sus discípulos, de los ángeles de Dios y del mismo Padre. La comunidad se convierte en el rasgo principal del Reino de Dios in nuce. «El núcleo y comienzo de este Reino es el "pequeño rebaño" (Lc 12, 32) de aquellos que Jesús reunió en tomo a sí y cuyo pastor era él mismo. Ellos conforman la verdadera familia de Jesús» (CIC 764).

Jesús da a su comunidad una regla, un cierto ordenamiento y una misión. El mismo es el centro de la misma. Todo se funda en su palabra, en

  1. G. Rovira, Der Heilsinn der verborgenen Lebens Jesu, en: L. Scheffczyk (ed.), Die Mysterien des Lebens Jesu, 95-125, aquí: 114.

  2. Juan Pablo II, Encíclica «Laborem exercens», 14 de septiembre de 1981, 26.

  3. Cfr. Ch. Schönborn, Leben für die Kirche, 90-98.

sus instrucciones, y, sobre todo, en su persona. Lo que ningún rabino se atribuyó nunca a sí mismo, es ahora el punto de arranque de su comunidad: «Tú sígueme» (Mc 1, 17). En el círculo de los discípulos de los rabinos, la Toráh está en el centro; aquí, Jesús. Los discípulos de la Toráh se buscan a sus maestros y profesores; aquí lo que vale es esto: «No me habéis elegido vosotros a mí, yo os he elegido a vosotros y os he destinado a que vayáis y deis fruto y vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16). Jesús mismo es el que enseña a su «familia», al círculo de sus discípulos, una nueva manera de vivir y de obrar (cfr. Mt 5-6). Les da una nueva oración, el Padre nuestro (Lc 11, 2-4).

Desde sus inicios, Jesús habla en parábolas sobre cómo reunir a las ovejas perdidas de Israel (Mt 15, 24), sobre su misión de buscar a la «oveja perdida» (Lc 15, 4-7). Todas estas parábolas contienen una «eclesiología implícita». Utiliza la imagen de las bodas (Mc 2, 19), del Dios sembrador (Mt 13, 24), y de la pesca (13, 47). Lo que Jesús anuncia con imágenes y parábolas comienza a realizarse concretamente en la comunidad que se reúne junto a é1.146 El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo, está la elección de los Doce con Pedro, como Cabeza (cfr. Mc 3, 14-15), puesto que representan a las doce tribus de Israel (cfr. Mt 19, 28; Lc 22, 30). Ellos son los cimientos de la nueva Jerusalén (cfr. Ap 21, 12-14). Los Doce (cfr. Mc 6, 7) y los otros discípulos (cfr. Lc 10, 1-2) participan en la misión» (CIC 765). Jesús «llamó a los que él quiso y vinieron a él. [...] Escogió doce» (Mc 3, 13-14).

¿Qué papel juega el servicio de esta comunidad que Jesús reunió a su alrededor? Los escogidos no son llamados para realizar un servicio neutral, sino para introducirse profundamente en la comunidad de destino con Jesús. Marcos dice que Jesús los ha llamado y ha escogido a doce «para que estén con él» (Mc 3, 14). Este estar-con-él es la primera meta de la vocación de los discípulos. «Pues su misión supone estar con Jesús. Y esta comunidad no es en absoluto una comunidad provisional, que acabaría pronto con la misión definitiva».147 La comunidad de Cristo no es una fase previa a la preparación de la misión propiamente dicha. Su servicio apostólico está completamente apoyado en este «estar-con-él». Así dice también su promesa, al final del evangelio, en Galilea, al comienzo de su misión universal: «Mirad que yo estoy con vosotros todos los días hasta la

  1. Cfr. Comisión Teológica Internacional, «Jesus Selbst- und Sendungbewußtsein», en: IkaZ 16 (1987) 36-50, aquí: 46.

  2. G. Lohfink, Braucht Gott die Kirche?, Freiburg /Br. 1998, 219.

consumación de los siglos» (Mt 28, 20). La comunidad de los hombres con Dios por el «amor, que nunca cesa» (1 Co 13, 8), es la primera y fundamental meta de la vocación de todos los hombres por Jesús. El segundo aspecto de la vocación se refiere, sobre todo, a los delegados, a los que Jesús llama «para enviarlos a predicar [...] y para expulsar a los demonios» (Mc 3, 14). El encargo que la Iglesia recibió fue el de ser sacramento de Jesucristo, medio e instrumento a su servicio. La jerarquía, así como todo el orden jerárquico institucional de la Iglesia, está encargada del ordenamiento de los medios. La meta de todos los medios es y debe ser únicamente la santidad, que configura el misterio de la Iglesia. Por eso, María es la esencia de lo que la Iglesia es por su naturaleza.

Los signos del Reino de Dios que viene

Desde el inicio de su vida pública, Jesús acompaña su anuncio del Reino de Dios con numerosas «acciones poderosas, milagros y signos» (Hch 2, 22). Con ellos reivindica Jesús su mesianidad, utilizando un lenguaje real-simbólico, propio de los judíos de su tiempo. Así se da a conocer en su respuesta al Bautista: «Id y decidle a Juan lo que habéis visto y oído: "los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan y a los pobres les es anunciado el Evangelio; bienaventurados los que no se escandalicen por mí» (Mt 11.4-6). Estas obras de salvación atestiguan que Jesús es el Mesías, anunciado en las profecías del Antiguo Testamento (cfr. Is 26.19; 29.18; 35, 5-6; 61, 1).

Las obras de Jesús lo pregonan, primero, como el Ungido esperado, pero, al mismo tiempo, dan a conocer su divinidad, porque el cumplimiento por Jesús de las profecías del Antiguo Testamento sobrepasa todas las expectativas, pues hace obras que en el Antiguo Testamento están reservadas sólo a Dios. Cuando Jesús perdona al paralítico sus pecados, los escribas presentes están pensando en los salmos, en los que el Señor es alabado como el «que te perdona tu culpa» (Sal 103, 3). Por eso, se escandalizan y se preguntan: «,Quién puede personar los pecados, sino sólo Dios?» (Mc 2, 5-7). Cuando Jesús, en el primer encuentro con Natanael bajo de la higuera, le da a conocer sus pensamientos más íntimos, éste está pensando en los salmos, que en Dios honran a aquel «que ha creado mi interior y me ha amparado desde el vientre de mi madre», y, por eso, conoce mi corazón y mis pensamientos (Sal 139). Ésta es la razón por la que Natanael reconoce en seguida: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel» (Jn 1, 49). Cuando Jesús impera a la tormenta y manda al lago con su poder que se calme, los discípulos se están acordando de las palabras del salmo: «Cuantas cosas quiso, todas las hizo el Señor en el cielo y en la tierra, en el mar y en todos los abismos. Hace subir las nubes de los extremos de la tierra, hizo los relámpagos para la lluvia. Saca los vientos de sus tesoros» (Sal 135, 6-7). Casi sin saber lo que hacen, se preguntan: «,Quién es este que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Jn 4, 41).148

Las obras de Jesús intentan mover a los hombres a la fe, pues confirman que él es el enviado del Padre. La relación entre fe y signos es compleja. Frecuentemente éstos suceden sólo después de que los hombres se los piden y han puesto su esperanza y su fe en él. Así, por ejemplo, la hemorroisa, que había sufrido flujos de sangre durante doce años, recibe como respuesta a su petición: «Hija mía, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34). En casos así, en los que se cumplen las esperanzas de los hombres, tal y como lo deseaban, los milagros refuerzan la fe previamente existente. Pero Jesucristo hace, por iniciativa propia, signos para revelar algún rasgo hasta entonces desconocido de su ser. Da a los ciegos la vista, porque él es la luz del mundo (Jn 9, 5). Resucita a Lázaro de entre los muertos, porque él es la vida y la resurrección (Jn 11, 25). Los signos, pues, no se corresponden siempre con las expectativas. Pero también esto es típico para el anuncio del Reino de Dios. Es, en su totalidad, algo nuevo.

Hay realmente signos, pero se quedan en signos, es decir, pueden ser mal interpretados. Tienen, pues, que ser leídos de manera que no se interprete mal a Jesús mismo. El es la clave para su sentido. Los enemigos de Jesús no rechazan el hecho fáctico de los signos (Jn 9, 16.18), pero le niegan su fe. El humilde origen de Jesús de Nazaret (Mc 6, 3) y su comportamiento ante el sábado (Mc 3, 1-6) parecen demostrarles que él no puede ser ningún taumaturgo acreditado por Dios. Le acusan incluso de estar poseído por Satanás (Mc 3, 22). Ni siquiera los signos más grandes son capaces de llevar a los hombres a aceptar a Jesús en la fe y a prestarle obediencia. Algunos fariseos y escribas intentan matarle, a pesar de que habían sido testigos, desde el principio de su vida pública, de sus milagros salvíficos (Mt 3, 6). De la misma manera reaccionan algunos testigos de la resurrección de Lázaro (Jn 11, 46-53). A pesar, pues, de que los milagros son «signos ciertísimos» (signa certissima) –como dice el primer concilio Vaticano– no siempre se puede ver en ellos un argumento evidente que manifieste en ellos la acción de Dios. Está, por ello, infundado el temor de que «un milagro pueda forzar la fe y eliminar así la decisión libre».149 Los milagros

  1. Cfr. R. Glöckner, Neutestamentliche Wundergeschichten und das Lob der Wundertaten Gottes in den Psalmen. Studien zur sprachliche und theologischen Verwantschaft zwischen neutestamentlichen Wundergeschichten und Psalmen, Mainz 1983.

  2. Cfr. W. Kasper, Jesus der Christ, Mainz 19922, 108.

no obran la fe.150 Pero lo que sí es cierto es que –como explica con más pormenor el primer concilio Vaticano– en los milagros se trata de la credibilidad de la fe cristiana, y no de un argumento propio de las ciencias de la naturaleza, sino de la certeza moralmente responsable –que se puede alcanzar en todo el contexto de la vida de Jesús desde sus signos evidentes– de que la fe en Jesús no es irracional.

Los milagros de Jesús son signos definitivos, perfectos y liberadores de la venida del Reino de Dios. «Al liberar a algunos hombres de los males terrenos del hambre, de la injusticia, de la enfermedad y de la muerte, Jesús realizó unos signos mesiánicos» (CIC 549). En su obrar, da cumplimiento a la creación. En la presencia de Jesús, se les hace a los hombres donación real, también física, de su salvación. Aquí se pone de manifiesto la importancia escatológica de los milagros para el anuncio del Reino de Dios por Jesús: «Mira, yo lo hago todo nuevo» (Ap 21, 5). Entre los signos de este cambio están los gestos y las palabras de Jesús, como su acercarse a los pecadores; pero también lo están esencialmente los signos en los que se hace patente la fuerza, que todo lo renueva, del Reino de Dios que viene. No se trata de una mera salvación futura, sino de una que ya ha empezado y que está presente: Quien suprime los milagros de Jesús, suprime lo escatológico.151

El misterio de la lucha de Jesús con Satanás

En las obras de salvación de Jesús, no se trata sólo de una restauración en casos aislados, sino siempre del comienzo del definitivo señorío de Dios. Esto se deja ver en la misma idea que tenía Jesús sobre la expulsión de los demonios. El judaísmo de la época de Jesús reconoce que el mal posee una cierta unidad y organización, pero en el Nuevo Testamento los diversos nombres atribuidos a la cabeza de los demonios (Satán, Belcebú, Belial, etc.) se entienden como un poder integrado. «El mal pierde así el carácter de lo particular y causal; se radicaliza. Detrás de sus diferentes formas de aparición, está sencillamente el enemigo, el destructor de la creación».152 Pero esto significa que nosotros tenemos que decir, desde Jesucristo, primero que nada, lo que significa realmente el poder del mal. Desde esta radicalización se aprecian claramente las dimensiones que tiene la misión de Jesús. En él está todo en juego, la totalidad de todo lo que

  1. Cfr. la homilía de J. H. Newman, Wunder kein Mittel gegen Glauben, 2 de mayo de 1830, en: Idem, Zur Philosophie und Theologie des Glaubens. Oxforder Universitätspredigten (= Ausgewählte Werke 6), Mainz 1964, 279-287.

  2. Cfr. G. Delling, Studien zum Neuen Testament und zum hellenistischen Judentum. Gesammelte Aufsätze 1950-1968, Göttingen 1970, 146-159.

  3. J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie 97.

ha llegado a convertirse en el injustificado campo del señorío, en el reino de Satanás. En ningún otro sitio mejor que aquí se expresa la, por lo menos, implícita universalidad de la misión de Jesús. La misión de Jesús sólo puede tender –desde su misma constitución– a la universalidad. «El señorío de Dios, que se hace efectivo en las obras de Jesús, hace retroceder el señorío de Satanás. Éste es el sentido de la expulsión de los demonios».153

La radicalización y universalización del señorío del mal en el anuncio y en las obras de Jesús tienen también un carácter escatológico. Antes de Jesús a nadie se le había ocurrido establecer una relación objetiva entre las obras de exorcismo, la obra taumatúrgica de un hombre carismático, por una parte, y el final del viejo mundo y el comienzo de uno nuevo, por otra.154 Lo que Jesús hace por los hombres de forma real-simbólica, cuando cura y expulsa demonios, todo ello es un acontecimiento fundamental, que afecta a toda la historia en su totalidad. Sólo con Jesús adquieren las expulsiones de los demonios una validez escatológica.

Pocos fenómenos parecen a la actual mentalidad tan relacionados con el contexto religioso-cultural de Jesús como los exorcismos. Es verdad que la mayoría de los exegetas reconocen la historicidad de los exorcismos, pero los explican desde la mentalidad de los tiempos de Jesús. Los interpretan como fenómenos psicológicos, parapsicológicos o psicosomáticos.155 Pero Jesús –como ya hemos dicho poco antes– ha visto bien a las claras que su anuncio del Reino de Dios, su Buena Nueva a los pobres y la promesa del perdón de Dios a los pecadores, están en relación con su expulsión de los demonios, con que él es el más fuerte, que vence al fuerte, lo encadena y lo saquea (Mc 3, 27; Lc 11, 21). Los exorcismos, pues, constituyen una parte característica de su mensaje y de sus obras.

En la angelología y en la demonología, que hoy están floreciendo, observamos que la lucha escatológica entre Dios y Belial es una lucha de titanes, como una especie de tensa lucha boxística.156 Los testimonios sinópticos sobre exorcismos se aproximan, si los consideramos en sí mismos, a la lucha entre Jesús y los demonios. Pero, a pesar de esto, lo que hay que hacer es no quedamos con esta imagen. La lucha tiene lugar en otro campo, allí donde se encuentra el núcleo propio de la misión de Jesús.

  1. R. Schnackenburg, Gottes Herrschaft und Reich. Eine biblisch-theologische Studie, Freiburg/Br. 1959, 85.

  2. G. Theissen, Urchristliche Wundergeschichten. Ein Beitrag zur formgeschichtlichen Erforschung der Synoptischen Evangelien, Gütersloh 1974, 274-277.

  3. Cfr. O. Böcher, «Exorzismus», en: TRE 10, 750; otra interpretación contraria en A. Sayés, El demonio, ¿realidad o mito?, Madrid 1997.

  4. D. S. Russel, The meyhod and Message of Jewish Apocaliptic, London 19712, 235-262.

La forma cómo Jesús supera a Satanás, la indica ya el pasaje de las tentaciones, al comienzo de su vida pública, en el que la obediencia de Jesús es central. Nos hacemos una idea de lo que se trata, por las ligeras referencias meramente indicativas al Antiguo Testamento. Jesús se encuentra solo en el desierto. Aquí se recapitula y se experimenta toda la situación de Israel en la Alianza con Dios. Así como Israel, «el Hijo de Dios», estuvo cuarenta años en el desierto, así también está Jesús, el Hijo de Dios, cuarenta días en el desierto. Nos encontramos con un momento de soledad ante Dios, soledad ante la terrible cercanía de Dios. Lo que Israel no ha cumplido, aquello en lo que ha fallado (cfr. Sal 95, 10), tiene que ser ahora experimentado y completado otra vez por Jesús. Israel, Moisés, Elías, los tres conocieron esta soledad, pero la Alianza quedó incompleta. «Las tres tentaciones de Israel pueden ser consideradas como una especie de recapitulación de la historia de su marcha por el desierto».157 Jesús las recapitula; en las tentaciones de Jesús se encuentra otra vez puesto en la balanza todo el peso del ofrecimiento de una Alianza por parte de Dios, ante la cual el tentador ofrece «todos los reinos de la tierra y su gloria» (Mc 4, 8). Las tentaciones de Jesús consisten en que abuse de su poder, por encima de la voluntad del Padre; tentar a Dios, como lo hizo Israel «el día de la tentación en el desierto» (Sal 95, 8).

Pero Jesús es obediente. Y en esto consiste su victoria sobre el enemigo. Como dice la epístola a los hebreos: «Aprendió la obediencia por las cosas que padeció» (Hb 5, 8). La lucha contra Satanás no se realiza con alarde de poder, como una lucha de titanes, sino escondida, allí donde Jesús está a solas con y ante Dios. Allí es donde se consigue la victoria definitiva, que tiene su contratipo y su tipo originario (Urbild) en el acontecimiento de la cruz, donde Jesús está de nuevo abandonado y solo con y ante Dios.158

Con esto, toda la cuestión sobre el poder de Satanás queda reducida a este punto central. Todo lo demás es una representación bíblica. En esta confrontación solitaria con Satanás es donde se desvela el ser de este espíritu, como tentación, y donde se descubre por sí misma la glorificación del ser de Jesús por la obediencia inquebrantable del Hijo al Padre. Allí se llega al despojamiento de la impotencia de la autoglorificación ante la obediencia inequívoca.

Los Sinópticos indican, con este prólogo, la dirección en la que hay que ver después, en su vida pública, la victoria de Jesús sobre los demonios.

  1. J. Dupont, «L'arriére-fond biblique du récit des tentations de Jésus», en: NTS 3 (1957) 287-304, aquí: 292.

  2. Cfr. E. Best, The Temptation and the Passion. The Markan Soteriology (= MSSNTS 2), Cambridge 1965.

«Quien se encuentre con Jesucristo en los Evangelios, se encuentra con el Hijo de Dios, que llega de su victoria fundamental sobre el espíritu del poder egoísta, autocomplaciente y tentador, para continuar así, con sus obras y palabras, esta victoria entre y para los hombres, y para completarla en la cruz».159 El Reino de Dios llega allí donde se cumple la voluntad del Padre, no en el escenario apocalíptico, sino por la simple obediencia. Quien no vea que esto es el pleno poder de Jesús, falsea inevitablemente el sentido de la expulsión de los demonios.

Se sigue preguntando por qué precisamente, en tiempos de Jesús, había en Galilea un número tan grande de casos de posesión. Podrían ser piadosas exageraciones de los Evangelios. Pero hay que tomar en serio la razón que para ello aducen: «Allí donde aparece el Jesús obediente, el ser del poderío egoísta se sabe llamado a juicio» .160 En la típica escena de Cafarnaún, que nos describe Marcos (Mc 1, 21-28), se nos manifiesta que el espíritu inmundo «husmea» 161 la presencia del Dios santo. Los demonios saben el peligro que les amenaza por parte de Jesús, incluso reconocen que su tiempo se ha acabado. Lo que les asusta de Jesús no es un poder cualquiera, sino la fuerza de su obediencia, de su santa humanidad. Que los demonios saben de esto, se desprende de que, en las conversaciones con ellos, lo reconocen como el obediente («el Santo de Dios» Mc 1, 24; el «Hijo de Dios» Mc 5, 7).162 Por esto, puede decir Mateo que en las curaciones y en las expulsiones de los demonios se cumple el oráculo del profeta Isaías: «El ha tomado nuestras enfermedades y cargó con nuestras dolencias» (Mt 8, 16-18; cfr. Is 53, 4).

La transfiguración de Cristo

La liturgia de la Iglesia celebra con especial devoción cuatro misterios de la vida de Jesús: Navidad, Epifanía, Transfiguración y Pascua. Por cercanas que estén estas fiestas a la sensibilidad popular, tanto más difícil resulta a la exégesis su tratamiento. Los rodean demasiados elementos maravillosos, que hacen «intuir» a la interpretación científica que se trata de mitos y leyendas: los ángeles en Navidad, la paloma en el Bautismo, el demonio en el desierto, la nube, la luz y la voz en la Transfiguración. Da la impresión de que aquí hay demasiada «epifanía» de lo celestial. En la

  1. H. Schlier, Mächte und Gewalten im Neuen Testament (= QD 3), Freiburg/Br. 19585, 37-38.

  2. Sclier, Mächte und Gewalten 39.

  3. Cfr. R. Pesch, Das Markusevangelium (= HThK 2/1), Freiburg/Br. 19844, 121.

  4. Cfr. E. Broadhead, Naming Jesus. Titular Chrsitology in the Gospel of Mark (= JSNT.S 175), Sheffield 1999, 97-100 y 116-123.

consideración de estos misterios, nos llama la atención un rasgo común a todos ellos: El mundo celestial aparece siempre en situaciones escénicas, donde Cristo es humillado. Los angeles cantan el pobre nacimiento de Jesús. La voz del Padre revela al Hijo cuando se humilla en el Bautismo. El Padre glorifica al Hijo cuando éste emprende el camino hacia Jerusalén, para morir allí. El Padre glorifica siempre al Hijo en momentos cruciales y decisivos de su vida, en los que éste se humilla de manera especial. Parece como si estas escenas fuesen «pruebas» para la Pascua, o como si la Pascua fuese la forma oculta de toda la vida de Jesús. La gloria de la Pascua ya está iluminando toda la vida de Jesús.

Desde el día en que Pedro reconoció que Jesús era el Cristo, el Hijo del Dios vivo (Mt 16, 16), comienza Jesús a hablar de que él tiene que ir a Jerusalén y que tiene que padecer mucho. Les habla a sus discípulos de su muerte y de su resurrección, y les dice que también ellos tienen que negarse a sí mismos y tomar su cruz. Los discípulos no comprenden nada de esto y rechazan sus advertencias. Seis días después, tomó él a sus tres discípulos preferidos, Pedro, Santiago y Juan, y subió con ellos a una montaña en la que tenía que transfigurarse.163

Sobre el Tabor, cuando los discípulos están durmiendo y Jesús orando, su rostro empezó a brillar como el sol y sus vestidos se pusieron más blancos que la nieve. En la Transfiguración, la divinidad de Dios se les manifiesta, con una claridad sin velos, a los tres apóstoles preferidos. Durante su vida terrenal esta divinidad quedaba oculta bajo la debilidad de su carne humana. La Transfiguración no cambió, sin embargo, nada del ser de Jesús, ni le añadió nada accidental, sino que dejó aparecer algo que estaba ya presente en la humildad del pesebre. «No se le añadió a su cuerpo ningún brillo exterior, sino que surgió una luz interior desde la divinidad de la Palabra de Dios, que estaba hipostáticamente unida de forma inefable con él.164

Moisés y Elías aparecen para hablar con Jesús. Ellos representan a los profetas de la Antigua Alianza. Aquí se nos revela toda la historia de la salvación. Los profetas de la antigua Alianza, que anunciaron la venida del Mesías, hablan con Jesús, cabeza de los profetas. La Antigua y la Nueva Alianza no se contraponen, sino que, más bien, se atestiguan mutuamente. En la Transfiguración se da a conocer que los profetas realmente hablan de Cristo y que las palabras proféticas siguen siendo válidas. Moisés y Elías

  1. Cfr. A. E. Ramsey, Doxa. Gottes Herrlichkeit und Christi Verklärung, Einsiedeln 1969; J. Auer, Die Bedeutung der Verklärung Chrsti für das Leben des Christen und für die Kirche Christi, en: Scheffczyk (ed.), Die Mysterien des Lebens Jesu 146-176.

  2. Juan Damasceno, Homilia in transfigurationem salvatoris nostri Jesu Christi 2 (PTS 29, 438).

pertenecen para siempre a Cristo. También se nos dice que Jesús es el centro de la Toráh, que Moisés bajó del Sinaí (Mt 17, 1.9 par).

Ambos profetas hablan con Jesús sobre el «Éxodo», que él tenía que cumplir en Jerusalén (Lc 9, 31). El Padre, con quien él acababa de hablar en su oración, le responde por medio de los testigos del Antiguo Testamento y confirma por ellos su misión. Se trata de un doble éxodo de Jesús. Por una parte, el término de su vida (2 P 1, 15), pero, por otra, él vuelve al Padre, del que había salido (Jn 16, 28). Las palabras proféticas abarcan así todo el misterio de la Pascua.

Los discípulos son introducidos en la nube y, así, en el acontecimiento salvífico. Mientras que el pueblo del Antiguo Testamento sólo podía contemplar este acontecimiento desde la lejanía (Ex 24, 1.14), los discípulos se encuentran en medio de la nube en el momento de la transfiguración. Como advierte Tomás de Aquino, sólo él, Jesucristo, les da a sus discípulos la posibilidad de contemplar la gloria de Dios. Caen al suelo, llenos de estupor, por las palabras del Padre, como le ocurrió a Moisés en la antigua Alianza (Ex 34, 8). «Los hombres son sanados por Cristo de esta debilidad, al ser llevados por él a la gloria. Esto es lo que quieren significar sus palabras: "Levantaos y no temáis"» (Mt 17, 7).165

Santo Tomás se refiere también a la significación trinitaria de la escena de la transfiguración: «La Trinidad entera apareció: el Padre, con su voz; el Hijo, como hombre; el Espíritu Santo, en la nube resplandeciente».166 El amor con el que el Padre ama al Hijo muestra, además, la presencia del Espíritu Santo. La voz del Padre repite el mensaje ya anunciado en el bautismo: «Éste es mi Hijo amado en quien me he complacido» (Mt 17, 5). Confirma con ello la confesión de Pedro, habida seis días antes: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo», a la que Jesús responde con una bienaventuranza: «porque no te lo reveló la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). Sólo el Padre, que conoce a su Hijo, puede revelarlo a los hombres. La voz del Padre confirma a los discípulos en lo que él ya les había hecho sospechar en su corazón.

Pero el Hijo conoce al Padre y les da a todos los que creen en él el poder de llegar a ser hijos de Dios (Mt 11, 27; Jn 1, 12). La transfiguración es, por ello, también una revelación de la promesa dada a los coherederos de Cristo. Cristo prometió a sus discípulos que los justos, al fin de los tiempos, «resplandecerán como el sol en el reino del Padre» (Mt 13, 43). Ésta

  1. Tomás de Aquino, STh III, q. 45, a. 4 (DthA 27, 254).

  2. Tomás de Aquino, STh III, q. 45, a. 4 (DthA 27, 253). Cfr. Torrell, Le Christ en ses mystéres I, 293-297.

fue también la convicción de León Magno: «Jesús está preocupado en poner la esperanza de la Iglesia sobre un sólido fundamento, para que todo el cuerpo de Cristo sepa'cuál iba a ser su transformación y que todos sus miembros estén seguros de que iban a ser miembros de la gloria, que ya antes había empezado en su cabeza».167

Después de la proclamación solemne, añade el Padre: «Escuchadle» (Lc 9, 35), desapareciendo a continuación, con la voz del Padre, Moisés y Elías, pero también la nube, como para decirles: Él está, desde ahora, en el camino que conduce al Padre. «Mientras se oía la voz, hallaron sólo a Jesús» (Lc 9, 36). Él es, para el resto de los tiempos, el único mediador; él solo cumple las profecías y abarca toda la ley. Pues Dios envió a su Hijo, «para redimir a aquellos que estaban bajo la ley, para que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4, 5).

167. León Magno, Tractatus LI, 3 (CChr.SL 138A, 299).