I
Jesucristo como Hijo preexistente de Dios


A la pregunta de cómo es posible que Pablo pudiese decir: «...para que toda rodilla se doble en el nombre de Jesús» (F1p 2, 10); de cómo él pudo animar a que todos se arrodillasen ante Jesús, respondió mi apreciado profesor Francois Dreyfus (+ 1999), un dominico de origen judío:

«Hay que experimentar lo mismo que un san Pablo experimentó en su camino espiritual, para poder estimar la enorme dificultad que representaba para un judío creyente la fe en el misterio de la Encamación. En comparación con esto, todas las demás dificultades son irrelevantes. Esta dificultad es tan radical que es insuperable. Hay que rodearla, como si se tratara de una cúspide de montaña, cuya cara norte es inaccesible y sólo por el sur puede ser escalada. Sólo a la luz de la fe se puede descubrir que la Trinidad y la Encarnación no se oponen al dogma judío monoteísta: "Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, el Señor, es único" (Mc 12, 29; cit. Dt 6, 4). Y así se descubre que no sólo no hay ninguna contradicción, sino que, al contrario, el dogma cristiano representa un desarrollo, como la coronación de la fe de Israel. Y a quien haya realizado una tal experiencia, se le abre una nueva evidencia: el judío piadoso del primer siglo se encuentra en la misma situación que uno de hoy. Sólo una gran seguridad le puede llevar a superar este obstáculo. Y sólo una instrucción bien asegurada sobre Jesús le podría servir de fundamento».1


1. La idea de la preexistencia en los testimonios bíblicos

La fe en la preexistencia de Cristo no es algo «caído del cielo», también en la fe judía hay diversas opiniones sobre realidades preexistentes. En tiempos de Jesús era corriente la opinión de que la Toráh preexistía antes de la «Creación del mundo». Lo mismo ocurre con la sabiduría de Dios, con su Palabra, con su Lógos, y con el mismo Mesías. Su nombre había quedado oculto bajo el trono de Dios. Los límites entre una preexistencia «ideal» en el pensamiento divino y una «real» están indefinidos2. Incluso en relación con el Hijo del hombre encontramos en la literatura apocalíptica opiniones sobre su preexistencia. «Según un Teologoumenon judío transmitido de varias formas existen siete o bien seis cosas "antes de la creación del mundo"... la Toráh, la penitencia, el Gran Edén,3 el Gehinnon,4 el trono de la gloria, el santuario y el nombre del Mesías».5

Interés especial nos merece aquí la tradición rabínica sobre la preexistencia del Mesías, así, por ejemplo el Midrasch Pesiqta Rabbati: «¿Cuál es el argumento que demuestra que el Mesías existía ya antes de la creación del mundo? "El espíritu de Dios se cernía". Es el rey Mesías. Pues así se dice: "El espíritu del Señor descansará sobre él" (Is 11, 2)». El Mesías ya se encontraba «presente en la creación del mundo».6 De una manera igualmente sorprendente se identifica en Pes. R. 36, 1 la originaria luz de la creación (Gn 1, 4) con la luz del Mesías, que Dios esconde bajo su trono. ¿Quién no pensaría en Jn 8, 12: «Yo soy la luz del mundo»? La aportación de la idea de la preexistencia no puede ser, por tanto, considerada como una sorprendente invención, y mucho menos como una sofocación helenística,7 sino que «sucedió por una necesidad intrínseca».8 ¿En qué sentido?

Las ideas sobre la preexistencia neotestamentaria se nutren de fuentes judías. Pero lo novedoso no es que un ser existente cabe Dios hubiese sido enviado al mundo en los tiempos mesiánicos. Los papeles que Henoch y Elías juegan en el Apocalipsis van ya en esta dirección, lo mismo que la imaginación del regreso de Elías, tal y como queda documentado en el Nuevo Testamento. Hoy mismo esperan los judíos en Seder a Elías, que fue arrebatado hacia Dios y que volverá sólo al final de los tiempos. Lo nuevo y lo sorprendente no es, pues, la preexistencia en sí misma, sino el hecho de que la preexistencia «tiene una forma divina». Toráh, sabiduría, Lógos, Mesías, todo esto son magnitudes creadas. Henoch y Elías son criaturas. Pero, tan pronto como el judaísmo ve amenazados estos límites fundamentales, se levantan voces de advertencia. En el tercer libro hebraico de Henoch, éste es arrebatado hacia Dios (cfr. Gn 5, 24) y obtiene un trono cabe Dios, sobre todos los ángeles, transformándose en visir de Dios, en general plenipotenciario. Incluso se le llega a denominar «pequeño Yavé». La misma importancia tiene la advertencia judía de no confundirlo con Dios. En Mishna podemos encontrar que Rabbi Aquiba explica para quién son los dos tronos (Dn 7, 9): uno para Dios; el otro, para el Mesías. Rabbi Jose, el galileo, contesta soliviantado: «Aquiba, ¿hasta cuándo quieres tu profanar la Schekhiná [la casa de Dios]?»9

El problema no es la preexistencia, ni tampoco el envío de una figura celestial y preexistente, o su descenso desde el mundo celestial al terrestre. Todo esto ya lo conoce la teología judía en las especulaciones de la Schekhiná.10 Lo singular de la predicación cristiana es que el Mesías preexistente, el Hijo del Hombre, el Lógos y la sabiduría, el Hijo de Dios «ya no se encuentra de parte de las criaturas, sino, y al mismo tiempo, de parte de Dios.11 Es verdad que el judaísmo conoce la existencia de figuras celestiales, que están de parte de Dios, en forma de propiedades personificadas de Dios, como la justicia y la misericordia. En el Talmud se pide a Dios que su misericordia aparte su ira.12 Pero lo que sí es único y nuevo es que un Hijo del hombre preexistente tiene que ser él mismo Dios.

El pensamiento pagano-helenístico, desconocedor de la doctrina judía de la creación, podía aceptar pasos fluidos entre Dios y el mundo, que algo es más o menos divino, como si se tratara de una escala gradual. Los peligros que de esta posible helenización del mensaje cristiano podrían amenazar al cristianismo se apreciarán cada vez con más claridad. Precisamente el origen judío de las opiniones interpretativas sobre la figura de Jesús nos ponen todavía más de manifiesto lo escandaloso que era el hecho de que Jesús fuese visto como el ser preexistente de parte de Dios (cfr. Jn 1, 1). En el judaísmo no se podía pensar en un ser más o menos divino. Por ello, no se pudo evitar que se propusiese la pregunta sobre el monoteísmo.

¿Cómo se podría cohonestar la confesión de la iglesia primitiva de creer en un Jesús como el Kyrios con la confesión de la unicidad de Dios, tal y como queda expresado en «Oye, Israel» (Dt 6, 4)? Tuvo que ser algo chocante el oír cómo Pablo hablaba de un Dios y, al mismo tiempo, colocaba la unicidad del Kyrios junto a la de Dios, cómo situaba juntas la confesión de un Dios y la confesión de un solo Señor. Tenemos «un solo Dios, el Padre, del que procede todo, y para él vivimos. Y uno solo es nuestro Señor, por el que todo existe y nosotros existimos por él» (1 Co 8, 6; cfr. 1 Tm 2, 5). Todo proviene de un solo Dios y por un solo Señor. Apenas se puede relacionar más íntimamente un solo Dios con un solo Señor. Sólo por la diferencia de las proposiciones sabemos que aquí no se trata de una total identificación. Dios siempre es el origen, él es aquel «de quien todo (11) procede»; el Kyrios, por el contrario, está caracterizado como el medio, «por quien todo existe». Pero Pablo ciertamente no lo ha atribuido todo a Dios y al Kyrios con una ingenuidad retórica. No se pudo evitar que cuando se hablaba de esta manera de Dios y del Kyrios, se sintiese como un problema de cara a la identidad de Dios. Pero –admitido que Pablo hubiese hablado sobre esta conjunción de un solo Dios y un solo Señor con ingenuidad y sin saber con claridad que lo que decía arrojaba serios problemas sobre el monoteísmo–, era inevitable que se reflexionase sobre el mismo. Aunque la comunidad primitiva, en su autoconciencia, no hubiese considerado que aquí se escondía un problema, los judíos, que no creían en el Kyrios Jesús, se escandalizaron y obligaban a los cristianos a que se hicieran estas preguntas.

Si buscamos en el Nuevo Testamento huellas de esta discusión, no encontraremos, con toda seguridad, ninguna explícita expresión sobre ella, en la forma en que se nos ha trasmitido la controversia arriana. Ahora bien, así comienza Marcos: «Comienzo del Evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios», y termina su escrito con la confesión del capitán pagano: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mc 1, 1; 15, 39). Sólo difícilmente encontraremos aquí una ingenua forma de expresión, más bien habrá que darle el valor de una expresión consciente de la predicación. Juan, a quien la Iglesia oriental le dio el sobrenombre de «teólogo» nos habla aquí con un lenguaje sin ambages. Su Evangelio se encuentra entre dos palabras decisivas sobre la divinidad de Jesús. Hay dos pasajes en Juan, en los que se aplica incuestionablemente a Jesús el predicado de «Dios» (OEós), y en los que, al mismo tiempo,. aparece la pregunta de cómo este predicado divino se puede relacionar con la unicidad de Dios. En Jn 1, 1 se trata de: «... y el Verbo era Dios» (xaí. Ecós rív ó Xóyos) y de la confesión de Tomás, Jn 20, 28: «Señor mío y Dios mío». Ambas expresiones configuran el marco del Evangelio, si consideramos Jn 21 como añadido. La confesión de Tomás se configura como la expresión más sublime del Evangelio, junto con la del capitán pagano. Así como en Marcos la confesión del capitán abre el Evangelio a la fe de los paganos, así en Juan se abre la confesión de Tomás a la confesión de los muchos otros que vendrán sin haber «visto ni oído» (Jn 20, 29). No se encuentra en un lugar sin más ni más, sino que tiene que mostrar que todo el Evangelio, como testimonio de la vida de Jesús, quiere llevar a la confesión del oyente: «Señor mío y Dios mío». La finalidad del Evangelio es expresamente ésta: «para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios y para que por la fe tengáis la vida en su nombre» (Jn 20, 31). La confesión de Tomás explica «que la fe en Jesús, el Hijo de Dios (cfr. 20, 31), exigida por la comunidad, lleva implícito el ser Dios de Jesús».13 Visto esto en estrecha relación con el prólogo de Juan, nos clarifica que la identificación de Jesús como Señor y Dios no es contemplada ingenuamente. La donación del título de Kyrios la encontramos varias veces en el Nuevo Testamento, por ejemplo en Hch 2, 21, donde se cita a Joel 3, 5: «Y sucederá que quien invoque el nombre del Señor será salvo». Lo que en el profeta Joel se dice de Dios, se le atribuye aquí a Cristo. De manera semejante, una palabra de Isaías (Is 40, 3 LXX) se la atribuye Marcos a Cristo (Mc 1, 3): «Preparad el camino del Señor». El Señor que viene es Cristo. Estos pasajes, en los que se atribuye a Cristo el sinónimo veterotestamentario para el nombre de Dios, nos hacen profundizar en la forma y manera cómo la divinidad de Jesús no significa cualquier tipo de participación de la esfera divina, sino la total unidad con Dios en el obrar y en el ser.

En relación con Arrio hablaremos sobre el título de Lógos. Este título pertenece a los más importantes títulos cristológicos y toca la relación Dios-Cristo, dándole un contenido determinado. Cristo es, primero que nada, palabra de Dios, que está junto a Dios antes de todos los tiempos. Este Lógos es, después, mediador en la creación, él es aquél por quien Dios lo ha creado todo. Finalmente, él es el solo y único mediador de la salvación (Jn 1, 14). Y lo es de tal manera que se puede decir de él que es Dios. El prólogo joáneo es un texto construido con gran precisión teológica, que tiene como tema central la divinidad y la mediación salvadora del Lógos.

¿Cómo ve el Evangelio de Juan la mutua relación entre el ser Dios de Dios y el Lógos? Es cierto que podríamos afirmar con Oskar Cullmann (1 1999) y otros muchos que todo el prólogo joáneo no trata, en primera línea, sobre la obra reveladora de Dios. Lógos, palabra son títulos de Cristo, que se refieren a su función reveladora: Dios dice su palabra, manifestándose con ella a sí mismo. Pero, al mismo tiempo, se trata de que esta palabra no puede ser separada de Dios. Estaba junto a Dios desde el principio. No se la contempla aquí como una realidad creada, como ocurre con Arrio, sino que «está con Dios mismo». «El Lógos es Dios y un Dios no subordinado, pues le pertenece sin más. Ni está subordinado ni coordinado como un segundo ser».14 Pero tenemos que tener cuidado para no limitar la constitución del Lógos sólo a su función reveladora, como si el título de Lógos fuera simplemente su relación con Dios, en tanto que se revela, es decir una relación con Dios desde el aspecto de la revelación. La palabra, como el modo de ser de Dios en su revelación, es la interpretación que la Iglesia ha condenado como «Modalismo». El Lógos no es sólo un aspecto, un modo de manifestarse Dios. Está expresado en el Evangelio de Juan con categorías personales: «Estaba "junto a Dios" tal y como las personas están juntas»;15 estaba junto a Dios, incluso «antes de la creación del mundo», y así -digámoslo finalmente- era independiente de las razones del mundo. El Lógos no estaba junto a Dios, porque Dios lo ha creado todo por él, sino porque él mismo era Dios. El mismo era Dios y estaba eternamente junto a él. Esto es lo que constituye su ser y sólo visto desde esta constitución esencial se nos permite descubrir toda la consistencia de su «función» como revelador. La función supone el ser.

¿Cómo se cohonesta el Evangelio de Juan, es decir, el ser Dios de Dios con el Lógos? Rudolf Schnackenburg piensa así sobre esto: En el v. lc «el predicado previo Theos no identifica el Lógos con el ó Ocós antes citado. Más bien es el Lógos tan "Dios" como aquel con el que está en íntima comunicación de ser y de vida. Así Theos ya no es un concepto de Dios, sino que significa el ser común al Lógos y a Dios» .16 «La Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios» (Jn 1, 1). Para evitar el malentendido, según el cual el Lógos podría ser un segundo Dios, añade Juan en seguida: «Al principio estaba junto a Dios» (Jn 1, 2). El ser Dios del Lógos nunca es ni será un ser Dios para sí mismo. Es Dios en el sentido de que está totalmente junto a Dios. Hablar y tener que seguir hablando de esta manera tan peculiar de Dios, no significa ningún tipo de politeísmo, pues jamás se pone en cuestión que Dios es uno. Esta forma expresiva rompe, sin embargo, la idea del monoteísmo hasta aquí vigente, pues ahora Dios dice su eterna palabra, siendo ella misma Dios.

Aceptar esto es cosa de la fe, pero la fe no puede consistir en aceptar sin más algo absurdo, aunque sí puede creer en lo inesperado, y lo en sí mismo impensable. Pero esta novedad sorprendente nos abre, al mismo tiempo, un nuevo sentido y nos posibilita una nueva comprensión y una nueva visión. Creer en Dios cristianamente significa algo totalmente nuevo frente al monoteísmo judío: ahora ya no se puede hablar de Dios sin hablar de Cristo. Dios y Cristo son uno, de tal manera que Cristo puede ser significado como Dios, sin que por ello surja una concurrencia entre el ser Dios de Dios. Ahora bien, el sentido de esta unidad, que configura totalmente de nuevo la idea de Dios, sólo puede darse en la vida concreta de Jesús, en su muerte y resurrección. Sólo mediante el testimonio de la vida terrena de Jesús, del Lógos hecho carne, se abrirá para la fe una luz que nos hará ver cómo el Lógos es Dios.. La perspectiva joánica comienza allí donde está el principio de todo: precisamente es este prólogo el que fundamenta que Cristo, desde su propio ser, y en su unidad con Dios, es el mediador perfecto de la salvación. Sólo si el Hijo ha recibido realmente la plenitud del ser divino por el amor del Padre, es decir, que no es de cualquier manera partícipe de lo divino, sino real y completamente, sólo entonces, digo, tiene él también el poder de la salvación y de la revelación, sólo entonces se revelará Dios realmente en él completa y definitivamente.17 En su prólogo pone Juan las raíces de toda la obra de Jesús en esta unidad. Así es precisamente cómo una correcta comprensión de la función nos conducirá a las expresiones esenciales del ser Dios de Jesús. Porque él mismo, Dios eterno y en unidad con Dios, podrá libremente hacerse hombre y hacernos partícipes de la vida divina. Porque el Lógos mismo, en su eterno estar-juntoal-Padre, es Dios, puede decir Juan: «De cuya plenitud todos hemos recibido» (Jn 1, 16). Como última palabra del prólogo, como paso al corpus del Evangelio de la vida y muerte de Jesús, aparece la frase en la que todo se concentra y se resume: «Nadie ha vista nunca a Dios. El único que es Dios y que descansa sobre el corazón del Padre, nos lo ha dado a conocer» (Jn 1, 18). La total dignidad de su unicidad, de su ser divino, queda aquí de nuevo expresada como la capacidad reveladora del Hijo de Dios venido al mundo.18

Esta fe y la reflexión consecuente no surgieron de manera armónica de los presupuestos del judaísmo. Sólo fueron posibles por la autorrevelación de Dios, en la que él superó incluso la revelación veterotestamentaria, al enviar a su Hijo y revelarse así como el que es eterna comunicación.

Se podrá mostrar que la visión joanea explicita lo que se dice implícitamente en los otros evangelios sobre las palabras, hechos y gestos de Jesús. El Evangelio de Juan nos clarifica lo conscientemente que se entendió la reivindicación de la divinidad de Jesús, precisamente ante las preguntas judías. Además, comprenderemos que la respuesta del Evangelio no es algo abstracto, sino que se evidencia en la figura de Jesús. El manifiesta su total ser uno con aquél a quien nombra como su «Padre». La confesión de fe cristiana siempre, desde el principio, reconoció a Jesús como el Hijo de Dios en este sentido de totalidad.


2.
La crisis arriana y el primer concilio de Nicea (325)

La confesión de la divinidad de Cristo está inseparablemente relacionada con las grandes crisis de la historia de la Iglesia, con el conflicto de Arrio y el arrianismo. Se trataba de saber si Cristo, como nos dice Pablo, «es la imagen de Dios invisible» (Col 1, 15), o más bien sólo una imagen semejante, aunque especial como es la de cualquier hombre. El primer concilio ecuménico, el de Nicea, dio una respuesta a esta crisis, reconociendo a Cristo como «ser uno con el Padre».

a) Deseos y doctrina de Arrio

Arrio (¡ ca. 336) era «párroco» de Baukalis, en Alejandría, donde cumplía la tarea de explicar la Escritura. No quiso ser filósofo en absoluto, sino exegeta y predicador. No accedió al cristianismo desde fuera, como fue el caso del filósofo Celso, sino que su deseo era comprender correctamente la Escritura. Perteneció a la jerarquía eclesiástica, y fue discípulo del mártir Luciano de Antioquía (1 312), uno de los exegetas antioquenos más famosos. Fue llamado a su oficio por su obispo, el Patriarca de Alejandría.19

En sus predicaciones intenta contrarrestar las diversas corrientes heréticas de su tiempo, en concreto, el «modalismo». Intenta, por otra parte, mantener la unidad de Dios  La frase fundamental y el punto central de la teoría del presbítero alejandrino es la palabra bíblica: «Oye, Israel. El Señor, tu Dios es único» (Dt 6, 4). En su «confesión de fe» reconoce Arrio a «un solo Dios, el único verdadero e inmortal» Y si Dios es único, hay que rechazar todo aquello que se oponga a su unicidad. El Dios de Arrio está solo, es un Dios solitario, «el único sabio, bueno y poderoso».21

Todas sus otras expresiones siguen este principio fundamental. Por ello no hay nada que se le pueda comparar. El Hijo sólo es su imagen desde la ruptura de una radical diferencia. Entre Dios y lo otro que no es Dios existe una sima infranqueable: la absoluta diferencia entre lo increado y lo creado. Sólo la eterna soledad de Dios queda de parte de lo increado. Para asegurar esta soledad de Dios, Arrio lo aísla en el más allá, haciéndolo inefable y liberándolo de toda determinación positiva. De él sólo podemos decir lo que negamos a las criaturas en cuanto a sus determinaciones positivas. «Sólo Él no tiene igual ni algo parecido (a él)»; con corrección lógica esto habrá que decirlo también del Lógos: «Sólo él es invisible (áóratos) para aquellos que son por el Hijo y al Hijo mismo». Más aún: «Dios es para el Hijo inefable (árrétos); él es lo que es, es decir, infalible (álektos), de manera que el Hijo no puede decir adecuadamente nada de lo dicho. A él le es imposible vislumbrar al Padre, que es para sí mismo».22 Dios es una mónada en el sentido en el que habla la filosofía platónica. El primer deseo de Arrio es, pues, velar por la absoluta soledad de Dios.

Para explicar el papel del Lógos se sirve Arrio de las categorías corrientes en su tiempo. El así llamado «platonismo medio» entiende la relación entre Dios y el mundo como realizada a través de seres intermedios. Entre el Dios solo y trascendente, una mónada incomunicable, y el territorio de la multiplicidad cósmica, está el Lógos, el principio de la pluralidad, el mediador entre lo uno y lo múltiple. Es evidente que desde esta concepción todo pensamiento orientado a la creación se toma conflictivo.

La explicación arriana del papel del Lógos se queda dentro de este esquema. El Lógos fue creado en función de la creación del mundo, y él mismo es contemplado como criatura. Pero, al mismo tiempo, Arrio recoge el pensamiento platónico de que Dios tiene necesidad de un mediador para crear. El mediador se hace imprescindible, porque la creación no puede participar de la «mano poderosa del Padre». Y como la creación no puede soportar el poder de Dios, tiene que haber un mediador. Y por eso crea él «primero al solo, al único, y lo llama Hijo y Lógos, para que sea el mediador, de manera que por él todo lo demás pueda existir» 23 Este pensamiento queda lejísimos de la fe judeo-cristiana en la creación. Dios, el creador, lo crea todo con voluntad libre y da a todos y a cada uno el ser. Para Arrio, Dios necesita, por el contrario, de un «amortiguador» que aminore de tal manera su omnipotencia que ésta sea soportada por la creación. Según las concepciones arrianas sobre la creación, el mundo es la obra de un siervo, por lo que no refleja la huella de Dios ni es transparente hacia Dios.

b) El primer concilio de Nicea. Exposición de la confesión de Cristo

Las tesis que Arrio predicaba pronto despertaron la oposición de su obispo Alejandro. A su expulsión de la iglesia de Alejandría siguió una división en toda la iglesia del Imperio. Con el fin de evitar las desavenencias, el Emperador Constantino reunió en el año 325 a todos los obispos del reino en el concilio de Nicea, el primer concilio ecuménico.

El Concilio se encuentra en el contexto del cambio constantiniano (312). Sólo teniendo en cuenta el edicto de Milán, en una ecumene convertida al cristianismo, es posible que un Emperador cristiano convoque un concilio ecuménico. Con el edicto de Milán se da comienzo al cristianismo occidental y con el concilio de Nicea, a la teología occidental. Hasta hoy se puede seguir trazando este paralelismo. Por cuidadoso que se sea en el empleo de palabras clave, tales como «era postconstantiniana», no es, seguro, ninguna casualidad que en el siglo XX se dé por terminada la cristiandad clásica y que, al mismo tiempo, la teología clásica postnicena se encuentre atravesando un cambio por lo menos tan grande como el que ocurrió en el tiempo de la iglesia nicena. Por ello, es tan importante el intento de establecer una determinación de lugar. En un momento —cuando la Iglesia, el cristianismo se abre a una nueva y desconocida situación, a una nueva ecumene, que ya no es la constantiniana, la occidental—, la teología busca una nueva articulación de la fe, que corresponda a esta nueva ecumene. Por esto, es tan importante la mirada retrospectiva y el análisis cuidadoso de lo que entonces sucedió, porque desde esta reflexión se podrá proponer con sentido una posible reconstrucción de la teología.

Arrio coloca decididamente el Lógos de parte de las criaturas. Nicea está convencida de que esta opinión se aparta del núcleo del mensaje cristiano. Cristo está de parte de Dios. Todo lo que se dice en el Nuevo Testamento sobre el origen, proveniencia y ser del Lógos y del Kyrios Cristo, hay que interpretarlo desde la unidad eterna del Padre y del Hijo. Con esta decisión es con la que la teología cristiana tiene que proponerse definitivamente la cuestión sobre la unidad de Dios, que es la que Arrio no quiere ver. ¿Cómo puede haber en Dios tres personas sin que se cuestione la unidad de Dios? Las mismas profundas consecuencias tuvo para la fe y para la vida tanto la variante arriana como la teología nicena.

Hemos llegado al momento de hablar sobre el símbolo de Nicea (DH 125) en su conjunto.24 En sus rasgos fundamentales se reproducen los antiguos Symbola: la fe en un solo Dios, Padre, Señor y creador de todas las cosas, en Cristo y en su obra salvífica, en el Espíritu Santo. La parte más importante para la teología dice así:

Creemos «en un solo Señor, jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre, a saber de la esencia del Padre, Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado, consustancial al Padre (óµoovoLov iw 11a-T0 por quien todo fue hecho, lo del cielo y lo de la tierra». (DH 125).

Tres aclaraciones hemos aún de añadir en la cuestión cristológica. Nicea confiesa: Jesucristo, el Hijo de Dios es, primero, «Hijo único de Dios, nacido del Padre, a saber de la esencia del Padre»; esto último como explicación de lo que significa que el Hijo es desde el Padre (ek tou patrós). Es, además, consustancial al Padre. Aquí es donde se introduce el famoso homousios. Este concepto es tan importante que se creyó tener que añadir a la traducción latina la frase auxiliar: «lo que en griego se denomina omoousios» (DH 125).

Los antiguos símbolos eran comprendidos como abreviaciones del kerygma apostólico; hablaban, por tanto, con toda naturalidad el lenguaje de la Biblia.25 Creemos «en un solo Señor Jesucristo, Hijo de Dios, Unigénito nacido del Padre». Sólo hay un solo Dios y un solo Señor (xyrios). Es la confesión que ya aparece en Pablo, en un contexto monoteístico: «que ho hay ningún ídolo en el mundo y ningún dios más que uno» (1 Co 8, 4). Y Pablo sigue diciendo: «Sólo tenemos un solo Dios, el Padre. De él procede todo y vivimos por él. Y uno solo es el Señor, Jesucristo. Por él son todas las cosas y nosotros somos por él» (1 Co 8, 6).26 Este es el Hijo de Dios, el unigénito nacido del Padre. La expresión pertenece al salmo 2, 7: «Tú eres mi hijo; hoy te he engendrado» (cfr. Hch 13, 33; Hb 1, 5). También tiene importancia el reconocimiento del salmo 110.

La comparación con antiguas confesiones muestra que estas tres frases añadidas fueron introducidas conscientemente. Hubo que decidirse o por reproducir sencillamente viejas fórmulas o por continuar aplicándolas literalmente. Las tres frases dan al Símbolo un acorde nuevo y desacostumbrado, al utilizar términos filosóficos (esencia, ovoí,o, de igual naturaleza, ó toovoLos). Aquí ya se supera conscientemente el lenguaje bíblico, dando un paso decisivo hacia delante por encima de esta situación del momento, al permitir decididamente términos no bíblicos. Un biblicismo estricto hubiera cerrado de golpe la puerta para cualquier desarrollo teológico; la teología no sólo hubiese seguido diciendo siempre lo mismo, sino también lo igual. En vez de guardar las cosas, se habría echado mano de fórmulas. Si consideramos una a una las expresiones, estas tres frases añadidas se pueden interpretar fácilmente y, desde su propiedad literaria, como explicaciones o precisiones. Esta observación tiene su importancia para la hermenéutica de las expresiones conciliares.

Nacido del Padre como Hijo unigénito

La expresión monogenés (cfr. Jn 1, 14.18; 3, 16.18; 1 Jn 4, 9) se corresponde con el término hebreo jachid, que viene a decir el único, el único engendrado, pero también el único amado. Tiene aquí una gran importancia Jn 1, 18 (literalmente) «el único engendrado, Dios (Hijo), que está en el seno del Padre». Estas dos expresiones dicen lo que hay de eterno «en el ser Dios» de Jesús.27 Pero hay, sobre todo, el hecho, fundamental y propio para el Nuevo Testamento, de que Jesús llama a Dios «Abba», «Padre», de que él es, por tanto, el Hijo. ¿Qué significa esta relación? Es constitutiva para la autocomprensión de Jesús y para su persona. La pregunta sobre el proceso de origen es la consecuencia íntima de la revelación de Jesús de que Dios es su Padre. Fue la gnosis la que realizó los primeros intentos de decir algo, de forma especulativa, sobre esta generación, sobre el cómo de la relación, sobre el modo del proceso generativo. Ireneo de Lyón (t ca. 202) se opone a esto diciendo que la forma y manera de la generación es y permanecerá siendo un misterio.28 Pero con Arrio se cambia la situación. El dice bien claro que el Hijo proviene del Padre, de la misma manera que toda creatura del Padre proviene. Y lo precisa más diciendo que proviene de la voluntad del Padre. Dios lo ha creado con voluntad libre. Engendrado quiere decir creado de la nada como cualquier otra criatura. En un principio el Concilio quería hacer una precisión: «El Hijo no ha sido creado de la nada, sino de Dios; él es la palabra y la sabiduría del Padre».29 Esta formulación bíblica no era suficiente, sin embargo, pues los arrianos se oponían diciendo que este «de Dios» (ek tou theou) sirve para todas las criaturas (cfr. 1 Co 8, 6). Atanasio explica que se han decidido a favor de la expresión: «de la misma naturaleza (ousía) del Padre, para dar así a entender que la forma y manera cómo las criaturas proceden de Dios, es esencialmente distinta de la procedencia del Hijo. De ninguna criatura se puede decir que proviene de la naturaleza del Padre, más bien es Dios quien la crea de la nada de acuerdo con su voluntad.30 Esta explicación atanasiana constituye un instrumento importante de comprensión. La frase: «esto es, de la misma naturaleza del Padre» no figura aquí como una expresión filosófica independiente; más bien se intenta evitar con ella la identificación arriana de la generación del Hijo y la creación de las criaturas. Esto se aprecia más aún si se dice: «engendrado, no creado». El Concilio quiere perfilar las líneas de manera distinta a Arrio. El Lógos está de parte de Dios, no de parte de las criaturas.

Engendrado, no creado

Mas ¿qué significa que el Hijo ha sido engendrado? El punto de partida de las reflexiones arrianas es el lenguaje de la Biblia, el del Nuevo Testamento. Aquí vale: el guennetós es el engendrado (de guennaó, engendrar, dar a luz), mientras que guenétós, el que llega a ser (de guignomai, surgir, llegar a ser) se refiere al que ha llegado a la existencia. Es cosa de la lógica humana el hecho de que el oyente de estos dos conceptos no pueda apreciar en nada su diferencia. Todo lo engendrado, lo nacido significa para la razón humana lo mismo que llegado a ser. Pero Dios ni ha llegado a ser ni es engendrado. Por ello concluye Arrio que si la escritura dice del Hijo que ha sido engendrado, el Hijo unigénito habrá llegado a ser, y, por tanto, no es Dios.

Dios no puede engendrar un hijo igual en la eternidad y en la naturaleza; de ser así –concluye Arrio– habría que admitir en Dios dos principios igualmente eternos. Es incapaz de pensar que la generación del Hijo eterno sea una «procesión» espiritual-inmanente. «Antes de que él [el Hijo] fuese engendrado o creado [...] no era nada, pues no era ingénito».31 Dios llegó a ser Padre en el momento en que engendró al Hijo. El nombre «Padre» no puede significar una propiedad eterna de Dios, de la misma manera que el nombre «Hijo» no nos manifiesta una eterna relación, sino la constitución de una creatura, que Dios ha adoptado como Hijo. El siguiente texto de Arrio expresa claramente la perspectiva de esta radical diferencia entre Dios y la Palabra:

«Sepas que existía el monas y que el Dyas (dualidad) no existía antes de ser llamado a la existencia. Mientras el Hijo no exista, Dios no es Padre. Antes no era el Hijo (pero llegó a la existencia por la voluntad del Padre): él es el único que ha llegado a ser Dios, y cada uno de ellos es ajeno al otro».32

Atanasio desenmascara las debilidades de la especulación arriana con un seguro instinto de la figura existencial y relevante de la confesión cristiana.33 Nos pone de manifiesto que bajo la visión de Arrio se esconde un malentendido sustancial sobre la trascendencia de Dios. Si queremos comprender lo que aquí significa la palabra «engendrado», tendremos que acercarnos a aquél de quien se dice:

«Es claro que Dios no engendra como engendran los hombres, sino como Dios engendra. Dios no imita a los hombres, más bien son los hombres los que, por Dios, el único y verdadero Padre de su Hijo en sentido propio, son llamados padres de sus propios hijos, pues "por él existe toda paternidad en el cielo y en la tierra" (Ef 3, 15)».34

Llamar a Dios «Padre» no significa asignarle algo contingente, como ocurre en el caso de los hombres. Dios es Padre desde toda la eternidad, esto es, antes de toda creación y, por ello, es «no creado». Atanasio solía endosarles a los arrianos que si Dios no tuviese siempre junto a sí su sabiduría y su poder (así describe la misma escritura la palabra), sería señal de que alguna vez no hubiera sido ni sabio ni poderoso.35 «Sólo el Padre es el origen de todo. Pero en este origen está también el Hijo, como nos lo describe el Evangelio. Él es, por naturaleza, lo mismo que el origen, pues Dios es el origen, y la palabra, que está en el origen, es Dios» 36 —así parafraseaba Gregorio de Nyssa (1 395) algunos siglos más tarde en el espíritu del Niceno, el comienzo del Evangelio de Juan—. La expresión «consustancial al Padre» significa, por tanto, que la expresión bíblica «Hijo unigénito del Padre» sólo podrá ser adecuadamente interpretada si se entiende que el Hijo procede «de la naturaleza del Padre», no habiendo sido, por tanto «hecho», esto es, «creado».

Consustancial al Padre

La tercera frase añadida es la más discutible. Cristo, el Hijo, es «consustancial al Padre». Ya no se trata aquí, como ocurría antes en los símbolos cristianos primitivos, de buscar expresiones sobre la obra de Cristo, la economía, sino de las relaciones mismas de Cristo con el Padre. Se pregunta aquí quién es realmente el Kyrios, el Hijo de Dios; qué es la «Trinidad inmanente». Las tres fórmulas paralelas, que anteceden a la frase añadida –«Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero»– ya no eran nuevas para Nicea. Están documentadas ya en símbolos más antiguos, por ejemplo, en la confesión que Eusebio de Cesarea (+ 339) propuso al Concilio como su confesión bautismal.37 No se encuentran así de literalmente formuladas en la Escritura, pero están en las mismas raíces de la terminología joanea. «Dios de Dios» y «Luz de Luz» eran expresiones aceptables para los arrianos. En el sentido del platonismo medio, se puede comprender al Lógos, como Numenio de Apamea (+ ca. 200) lo hace, como un «segundo Dios» (deúteros theos), como un Dios por participación y, por ende, creado.38 Contra esto se dirige el tercer par de expresiones: «Dios verdadero de Dios verdadero». La participación de una criatura no puede llegar nunca a ser Dios.

Todas estas expresiones tienen como contenido la especial relación y el especial respecto de Jesús con el Padre. De la misma manera cómo la expresión «nacido del Padre» dice algo sobre el origen del Hijo, así también «consustancial» tendrá algo que decir sobre el ser de Cristo, pero haciendo resaltar, contra la idea de participación, la divinidad, la igualdad esencial con el Padre.39 Calcedonia completará esto: Jesucristo es consustancial al Padre y de la misma naturaleza de los hombres. Aquí se introduce el homousios para evitar caer en una interpretación simbólica. «Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero». Todo esto hay que entenderlo en su pleno sentido. Pero las dos expresiones «engendrado, no creado» y «consustancial al Padre» parece que estén relacionadas entre sí de una manera dialéctica. La primera tiene que excluir que el Hijo sea visto como una criatura; la segunda debe evitar que en Dios haya algo así como una gradación, un más y un menos. La perspectiva es siempre una bíblico-exegética. Las expresiones sobre el ser Dios de Cristo no se entienden literalmente, si se lee «del Padre» de forma distinta a «consustancial al Padre».

¿Qué significación tiene el concepto de sustancia (ovoLa, substantia) y «consustancial» (ómoousios, consubstantalis) en el contexto? El concepto ya tenía antes de Nicea una concreta significación filosófica. Aunque el concepto de sustancia en el siglo IV gozaba ya de una larga tradición filosófica, nos asombra ver cómo el Concilio lo acepta con tanta naturalidad. Originalmente, el concepto «sustancia» tenía su lugar en el lenguaje común, como sigue ocurriendo aún hoy en día: «Ir a lo sustancial», «no tiene sustancia» son sinónimos de una significación importante y especial.

Si Nicea habla de sustancia es porque aquí un concepto filosófico queda referido a un campo nuevo, ampliando así su actual significación. Y esto no es de extrañar. Aristóteles llega al concepto de sustancia analizando la realidad. El hecho de que debe haber algo así como un último sujeto de atribución, lo podemos deducir tanto del lenguaje como de la misma observación; y lo mismo sucede cuando hablamos del sentido de un sujeto altísimo y último (Dios)

Aristóteles entiende por sustancia (ovoia) aquello que es el último sujeto de toda proposición, a diferencia de los estados y determinaciones que se puedan decir de él; a éstos los llama accidentes. Éstos no pueden existir por sí solos, sino en o junto a algo que no está separado de ellos, sino que más bien sólo en ellos y por ellos es conocido, y de lo que sólo podemos preguntar con sentido qué es. Precisando Aristóteles desde su lógica este concepto, lo denomina (próte oúsia), literalmente, «primera sustancia», el primer ser, concibiéndolo como un ser individual existente por sí: Pedro, Pablo, este hombre, en el sentido de que son los últimos sujetos de los atributos que de ellos se puedan hacer. Distinta de ésta es para Aristóteles la deútera oúsia, la «sustancia segunda» o sustancias, en el sentido de que un concepto expresa una comunidad de seres, esto es conceptos genéricos o generales.40 Ambas significaciones son insuficientes para la teología trinitaria. La primera sustancia no podemos aceptarla, pues de ello se seguiría que no podríamos asignar ninguna diferencia entre el Padre y el Hijo, teniendo que hablar de la Trinidad sólo «en sentido moral». Si concebimos el ser de Dios de acuerdo con la segunda manera de sustancia, entonces la divinidad no sería sino un concepto genérico: Padre, Hijo y Espíritu serían tres individuos divinos.

Un ser, una ovoia, que es una y que tiene tres sujetos de atribución nunca la encontraremos en las reflexiones filosóficas. Hablar de un Dios trinitario, que sólo tiene sus raíces en la tradición, sólo puede estar de acuerdo con el concepto de esencia, una vez que el concepto haya experimentado una transformación cristiana. Esto mismo se puede decir del empleo de concepto de esencia por el concilio de Nicea.41

Teniendo en cuenta el ambiente arriano, la forma de hablar de Nicea era comprensible. La formulación ya estaba dirigida, desde el sentido mismo de las palabras, contra la confesión de Arrio, que había afirmado: «Él [Cristo] no es igual a [Dios], ni tampoco consustancial (homousios) con él» 42

Según Nicea, el Hijo no puede ser comprendido como criatura de Dios, ni tampoco puede ser una figura intermedia. Sólo puede ser Dios, y de tal manera que el mismo y propio ser Dios de Dios no se corrompa, sino que recibe un sentido totalmente distinto, correspondiente a su divinidad, tal y como nos la ha revelado. Los padres de Nicea se referían a este sentido cuando hablaban de homousios. Nicea pensaba que a la unidad viva relacional, que se encuentra en el Nuevo Testamento entre Jesús y el Padre, como constitutiva para la obra reveladora y salvífica de Jesús, sólo le podría hacer justicia si definía la relación entre Jesús y el Padre como la de un Hijo consustancial al Padre.

c) Principio o fin. La tesis helenizadora

El concilio de Nicea formula su confesión con conceptos provenientes de la filosofía griega de su tiempo, elevándolos así a formulaciones dogmáticas. También Arrio había utilizado en su doctrina estos conceptos. ¿Se introdujo así en el cristianismo una manera de pensar que no correspondía a la fe bíblica? ¿Son los concilios partes de un proceso que comenzó al poner la filosofía griega su huevo cucú en el limpio nido del cristianismo naciente y que, entretanto, eclosionó, arrojando del nido los últimos restos del auténtico, «no helenístico» cristianismo? Este reproche se ha presentado repetidas veces en la historia de la teología, con más claridad que nunca por Adolf Harnack, quien lo dio a conocer en su manual de historia de los dogmas bajo el concepto de «helenización del cristianismo». El camino hacia atrás, hacia la verdadera fe sólo se podría encontrar abrir a través de la deshelenización.43

¿Helenización o deshelenización del Cristianismo?

Un esquema tal resulta demasiado simple para ser verdadero. Pero es también lo suficientemente accesible, como para haber sido alabado con éxito. Entre otros ha sido Alois Grillmeier (+ 1998) quien le ha dedicado a este tema estudios que ya se han hecho clásicos.44 Su obra principal «Jesus der Christus»45 es una permanente discusión con esta tesis. Gracias a sus muchos análisis especializados, que fue realizando durante su larga vida de investigador, nos puede ofrecer Grillmeier una idea bien diferenciada de este problema, del que aquí sólo indicaremos los resultados más sobresalientes.

La tesis helenizadora parte de que hablar de un Dios trinitario o de un Dios hecho carne sólo puede haber surgido del contacto de la doctrina de Cristo con la filosofía greco-romana falseada. Verdaderamente, esto es sólo un intento de expresar, de forma filosófica o poética, la importancia de Jesucristo en el lenguaje propio de su tiempo. A las claras y dicho «literalmente» esto quiere decir que «Jesús no fue, desde este punto de vista, la segunda persona divina..., sino un hombre, que correspondió, a la perfección, a la gracia divina y cumplió la voluntad de Dios».46 Tendríamos, pues, que volver al estadio previo a este proceso, en el que el «auténtico kerigma» todavía no había sido encubierto por el helenismo.

En el debate sobre la helenización no sólo se trata de discutir cuestiones históricas, sino y sobre todo, de interpretar la historia, no tanto desde su «génesis», sino principalmente desde su «valor». La cuestión histórica desemboca en la pregunta sobre la verdad. La tesis helenizadora ve en el «trend» hacia «la helenización del anuncio evangélico» el denominador común de las muchas cristologías de la iglesia primitiva. A esto habría que preguntar: ¿Cómo es posible afirmar en absoluto que «la fe en Jesús de Nazaret, como Hijo, Hijo de Dios y Kyrios, haya surgido del interés por acomodar el mensaje cristiano a la comprensión griega, si, por otra parte, sabemos que los filósofos helenistas tenían precisamente sus dificultades ante los cristianos por el hecho de que éstos proponían al Nazareno crucificado como Dios y Kyrios, o como el verdadero "basileus" y emperador del mundo?»47

¿Por qué tenían precisamente los filósofos del platonismo medio, cuyo sistema hacía esperar una especial apertura ante la doctrina cristiana de la encarnación del Lógos, por qué —digo— tenían tales «dificultades para admitir la encarnación del Lógos en Jesús de Nazaret»?48 La crítica filosófica muestra, en el caso del cristianismo, que para la mayoría de los filósofos «significar y adorar a un hombre como Dios o como Hijo de Dios, era una contradicción inaceptable, sobre todo tratándose de un crucificado».49 Léase, si no, con cuánta mordiente burla seguía el filósofo Celso la adoración por los cristianos del crucificado.50 Pero esto no significa que no hubiese habido un «proceso de helenización» en el cristianismo. Grillmeier muestra que la realidad es muy compleja. En la misma teología cristiana hay dos tendencias, la «helenización» y la «deshelenización». Las dos cuestiones fundamentales de la teología cristiana, el «monoteísmo» y la doctrina de la encarnación, requerían una reflexión filosófica. Y esto no podía suceder si los teólogos cristianos no se introducían en la manera griega de pensar, llevando así el mensaje cristiano a un encuentro con el pensamiento griego.

Ortodoxia y herejía como proceso de diferenciación

El fenómeno de la herejía y de su separación de la ortodoxia jugó en este proceso de clarificación un papel muy importante. Grillmeier siempre pone como ejemplo de un cambio el concilio de Nicea. Nos dice con todo pormenor que éste llegó a descartar la doctrina de Arrio, porque en ella se había helenizado muy «agudamente» el «anuncio cristiano»: «El proceso de helenización había alcanzado en Arrio su punto culminante. La imagen de Dios y del mundo se tomaron conscientemente prestadas, precisamente en el sentido de una transformación que hacía variar el kerigma del bautismo».51 La negación de la divinidad de Cristo, su reducción a una especie de ser angélico, separado de un Dios solitario e inasequible por un abismo infranqueable, todo esto sucede en Arrio por haberle concedido claramente un valor excesivo a una determinada concepción filosófica sobre la confesión cristiana de la fe.

«Arrio había puesto una señal. Obligó a la Iglesia a concentrarse fundamentalmente en su propio kerygma y a reexaminar el proceso, iniciado desde el encuentro de su mensaje con el Lógos griego, de dejarse llevar por los hechos... Concentrarse en lo propio exigía una deshelenización allí donde la helenización había llegado demasiado lejos».52 El concilio de Nicea fue en este proceso un decisivo indicador de camino. El homousios, la confesión de la divinidad de Cristo, consustancial al Padre, «Dios de Dios... Dios verdadero de Dios verdadero», significa algo nuevo, que trascendía todas las categorías de la filosofía griega. Atanasio señala a Cristo como «la imagen esencialmente igual» del Padre. Que Dios pudiese manifestar una imagen de sí mismo, sin perder nada y sin quedar en nada disminuida con respecto al original, es algo incomprensible para cualquiera de las categorías de la filosofía griega.53 La teología trinitaria, desarrollada en el siglo IV, vendría a ser un caso de deshelenización.

El cardenal Joseph Ratzinger llamó la atención, en su interpretación de la encíclica «Pides et Ratio», sobre un punto importante de esta temática. El encuentro del cristianismo con la cultura ocurre no sólo al ofrecer la cultura de las religiones un camino hacia los hombres, sino que, al mismo tiempo, la cultura es integrada en la dinámica de lo cristiano, quedando así transformada desde su interior. Esto ya sucede en el Antiguo Testamento. «La fe de Israel significa una autosuperación continuada de la propia cultura hacia la apertura y amplitud de la verdad común».54 La fe se enfrenta hasta contra «lo propio», encaminando así al fiel hacia una verdad más profunda, hacia Dios. Este paradigma sirve también y mejor que nunca para el encuentro del cristianismo con la cultura y la filosofía griegas. También en este caso surge algo nuevo por el encuentro, rompiendo la fe la filosofía y haciéndola llegar a la verdad, superándose a sí misma.

«Los padres no mezclaron sin más una cultura griega autosuficiente y autocomprensiva con el cristianismo. Ellos pudieron entablar un diálogo con la filosofía griega, haciéndola instrumento del Evangelio allí donde ya en el propio mundo griego se venía produciendo, gracias a la búsqueda de Dios, una autocrítica de la propia cultura y del propio conocimiento» .55

El papa formula también un criterio complementario: «Aunque la Iglesia entre en contacto con las grandes culturas, con las que antes no se había encontrado, no puede renunciar a lo que ya se había apropiado por la inculturación en el mundo greco-latino». Este fenómeno histórico de la antigua inculturación pertenece al plan de salvación de Dios para con los hombres. Por ello, sigue manteniendo su importancia para la ulterior historia de la Iglesia, precisamente allí donde este proceso comienza de nuevo, en cualquier sitio en el que el cristianismo se encuentra con otras culturas. «La renuncia a una herencia tal se opondría al plan providencial de Dios, que encamina a su Iglesia por los caminos del tiempo y de la historia».56 El elemento greco-latino ya no se puede suprimir de la forma de la Iglesia en creciente ascensión.57

La situación de los cristianos en su tiempo no es una dualista: aquí, verdad; aquí, error. Los intentos de los teólogos de la primitiva iglesia son claros. No se trata sencillamente de despreciar todo lo demás, para poner en su lugar lo cristiano, sino de intentar escuchar la voz del Lógos en la búsqueda de la verdad de los mismos griegos. Esta apertura se encuentra en la catolicidad del mismo acontecimiento cristiano: Si en Cristo se encuentran escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (cfr. Col 2, 3), entonces todo lo que los griegos fueron recogiendo de conocimiento y de sabiduría tiene que ser redescubierto, pues se encontraba ya «escondido» en Cristo. Desde esta apertura se entiende por qué el cristianismo no se quedó en mera secta, como la comunidad de Qumrán. Al mismo tiempo, se ve que los que despreciaban la filosofía del grupo de Qumrán, estaban, sin embargo, muy cerca de ella en contenidos.

Pero no se puede negar que el encuentro del cristianismo con el pensamiento griego fue también una crisis, un juicio. De esta crisis dice Pablo: «Las armas con las que hemos luchado no son camales, pero son capaces, por la fuerza de Dios, de destruir las fortalezas. Nosotros derrocamos todo razonamiento y toda altura que se eleve contra el poder de Dios y llevamos todo pensamiento cautivo a la obediencia de Dios» (2 Co 10, 4-5). Una crisis así entre la sabiduría griega y la sabiduría de Cristo fue también la crisis arriana, que afectó profundamente todo el desarrollo eclesial, teológico y litúrgico.

La historia de la cristología de la iglesia primitiva es con frecuencia la historia de una confrontación, dolorosa y no siempre llevada con dignidad, entre las exigencias del kerigma y las «necesidades sistemáticas» de las diversas filosofías antiguas. La «helenización», comprendida no al estilo de Hamack, como un encuentro fructífero del cristianismo con la filosofía griega, es sólo una de las partes. Al mismo tiempo, se produce siempre un corte, un avance en la misma cultura y en la misma filosofía, dando un paso en el camino hacia la verdad.

La imagen de Cristo y la política imperial naciancena

Cinco años antes de la irrupción de la disputa arriana, el Edicto de Milán, en el año 312 había traído la «paz constantiniana». Este suceso es muchas veces interpretado de una manera tan indiferenciada y simplificada como si la Iglesia se hubiera vendido al poder imperial. La Iglesia es ahora iglesia del Imperio. La era constantiniana está al comienzo de este proceso que determinará el destino de la Iglesia durante siglos. Pero ¿cómo tuvo lugar realmente el influjo del emperador sobre la Iglesia? Erich Fromm ve en su obra «Das Christusdogma»58 un paralelismo entre la era constantiniana y el «dogma de Nicea».59 El Cristo divinizado aparece como el instrumento de poder para una iglesia, vendida al emperador divinizado y a sus intereses de estado. El Cristo revolucionario de la iglesia primitiva se convierte en el Cristo entronizado, que exige sometimiento obediente, en el Cristo, símbolo de poder. Esta crítica está justificada hasta el momento en que la disputa arriana cambió la imagen de Cristo. Y el arte imperial no ejerció sin duda alguna una gran influencia en la imagen de Cristo. Incluso el desarrollo del arte cristiano es sólo comprensible desde el Credo niceno,60 pues si el Hijo fuera mera creatura, aunque fuera la mayor de todas ellas, la adoración de la imagen de Cristo sería una idolatría, ya que sólo a Dios hay que adorar. Ahora bien, una diferenciada consideración de los acontecimientos históricos nos permite ver todo esto desde una luz completamente distinta. Si bien el Emperador había esperado, desde un principio, que después de la condena de Arrio, en el concilio de Nicea de 325, la disputa hubiese quedado zanjada, lo cierto es que en 330 en el sínodo de Antioquia se llega a una unión entre la política imperial y el arrianismo. En este sentido es digno de mención el hecho de que los dos «obispos imperiales» Eusebio de Cesarea y Eusebio de Nicomedia (+ 341) eran fervientes partidarios de Arrio. Es cierto que Constantino apenas comprendió de qué se trataba teológicamente en esta discusión, pero sí que reconoció que la imagen divina de Arrio se acomodaba mucho más y mejor a su comprensión del imperio y a su función ante la Iglesia que la imagen del Dios trinitario de Atanasio. Su culto del summus deus, del Dios supremo, de quien Constantino se consideraba instrumento y servidor para hacer que su providencia se manifestase sobre todos los pueblos, este culto, digo, se acomodaba mejor a la imagen arriana de Dios como absoluto soberano, que permanece invisible a los poderosos señores orientales, tras la cortina de una lejanía inalcanzable y de una cercanía omnipotente. Éste es el que hace que su voluntad intangible sea manifestada por su heraldo. Este heraldo es el Lógos arriano, el servidor del emperador invisible, quien no puede ni debe trasmitir más que la voluntad, incluso para él irreconocible, del Soberano. La imagen de Dios que se encuentra tras el Credo niceno, reconocía más bien un Dios, que no se escondía bajo su omnipotencia como majestad inalcanzable, sino que su poder consistía más bien en poder manifestarse y darse a conocer. Si Dios tiene un Hijo, eterno como él, entonces el ser Dios de Dios es tal que no excluye el ser Dios de Cristo, sino que lo posibilita, lo descubre y lo significa. Pero entonces el imperio no puede ser comprendido de manera exclusiva como la imagen de un Dios inasequible, intocable, absoluto y soberano. En la lucha de Constantino y de su hijo Constancio contra los obispos «ortodoxos» se trataba de algo más que de política, se trataba de la libertad de la Iglesia y precisamente en un imperio oficialmente cristiano.61

Si quisiéramos ver con más exactitud lo que hubiera sido la variante arriana del cristianismo, en el caso de una victoria de éste, habría que estudiar a Eusebio de Cesarea,62 el historiador de la iglesia, el biógrafo y panegirista del emperador Constantino. El mérito de Eusebio consiste en sus obras históricas, sobre todo, en su historia eclesiástica: Historia eclesiástica.63 Su teología se manifiesta como un cristianismo perfectamente adecuado al pensamiento de su tiempo.64 Jesucristo es el heraldo de un Dios cuasiimperial, un débil reflejo de la luz inaccesible de su gloria. La encarnación ocurre cuando el heraldo, el Lógos de Dios se reviste de la carne humana mortal, para hablar, a través de este instrumento, a los hombres. Este revestimiento terrenal es, a su vez, no más que un lejano resplandor de la hermosura del Lógos. En la cruz fue cuando sufrió este revestimiento terrenal, no el Lógos mismo, que no quedó en nada contaminado por el dolor de su carne, como un arpista al que se le rompen las cuerdas de su arpa. Este cristianismo está sin duda helenizado.

Criterios y límites de la unidad en la pluralidad

¿Cuáles son los criterios de la iglesia primitiva para calificar como heréticas ciertas cristologías? ¿Qué constituye la unidad de las cristologías ortodoxas bien distintas, por cierto, entre sí? Las múltiples indicaciones sobre esta pregunta pertenecen a los más importantes contenidos de las lecturas de la gran obra del cardenal Grillmeier. Su pensamiento básico es que todas las cristologías tienen que ser medidas, en último término, por una misma medida: su fidelidad al kerygma. Durante las grandes crisis del desarrollo doctrinal cristológico fue siempre la vuelta al kerygma, a la sencilla fórmula de la tradición, aquello en lo que se distinguió la ortodoxia.

¿No hemos retrotraído con ello la pregunta? ¿Quién dice cómo ha de ser una auténtica utilización de la tradición del kerygma? ¿No se refieren todos, incluso los heréticos, al kerygma como base de sus cristologías? ¿Habrá alguien que nos quiera decir que lo que él pretende es enseñarnos algo distinto de la predicación primigenia?

Grillmeier opina «que la Iglesia, antes que nada, intuyó la totalidad de la imagen de Cristo más de una forma espiritual que con palabras y fórmulas. Por esta razón, las expresiones pueden diferenciarse entre sí de tal forma que las fórmulas parecen ser contradictorias. Pero la Iglesia puso medida a las nuevas doctrinas surgidas más de su intuición que de sus fórmulas, situándose así en una postura capaz de transformar esas intuiciones creadoras en nuevas formas de predicación».65

Esta «intuición», esta forma intuitiva de comprender, es anterior a toda interpretación especulativa y es el último criterio para cualquier tipo de corrección. El intuitus fidei es común tanto para el «cristiano sencillo» como para el erudito teólogo. De esta intuición consiguen tanto la predicación como la teología aquella certeza, a partir de la cual, se hace comprensible el poder mantenerse fumes en la fe en un solo Señor Jesucristo. ¿Cómo entiende Grillmeier esta «intuición»? Lo primero de todo es un especial impulso dinámico-creador de la experiencia desde y con Jesucristo. Esta experiencia es anterior a la puesta por escrito de la palabra. Se encuentra después «condensada» en aquellas fórmulas de confesión, que desde el Nuevo Testamento constituyen las bases de la comunidad creyente. Por último, vive esta intuición de la relación viva con el Christus prwsens en la liturgia, en la oración y en el servicio divino.66

Ireneo de Lyón puso a este fundamento sencillo y complejo, a la vez, previo a toda teología reflexiva, el nombre de «Regla de la verdad». Tertuliano habla ya de la «regla de la fe». ¿No se corre el peligro de abusar de este tipo de fundamento? ¿Cómo podremos examinar esta intuición? ¿No serán ortodoxia y herejía otra cosa que categorías caprichosas que se manifiestan según las necesidades políticas o de otro orden? Esta sospecha se ha venido manifestando, sobre todo cuando se trata de poner límites a la credibilidad ortodoxa. Contra ello se puede decir que en la fe en Jesucristo sólo se puede dar una unidad en medio de las diferencias de tiempos y culturas, si hay un punto de unidad, previo a todas esas diferencias y capaz de establecer sus límites.

La historia de la cristología de la iglesia primitiva, que Alois Grillmeier ha trazado magistralmente, nos enseña hoy, junto a otras cosas, que el criterio unificador no puede ser establecido por ningún determinado sistema filosófico, sea antiguo o moderno, pero ni siquiera por una reconstrucción histórica por medio de una exégesis, que, con sus propios métodos, se atribuya el derecho a decirnos lo que antes «realmente» fue. Tales intentos de buscar «fuera», bien en sistemas filosóficos, bien en constructos históricos, este punto de unidad entre la fe y la predicación, lo que harían sería desanimar a los fieles, haciéndolos dependientes del dictado del especialista. Pero tampoco puede el magisterio de la Iglesia en cuanto tal y como «desde sí mismo» determinar y prescribir este punto de unidad, pues también el magisterio como, cada cual de manera diferente, la exégesis y la teología, tienen como último punto de referencia, como fuente y medida, la regla de la fe. El magisterio examina si determinados desarrollos teológicos coinciden con la regla de la fe. Anuncia la fe con una fidelidad siempre renovada a la regla de la fe. Exégesis y teología sistemática sólo podrán interpretar, por su parte, creativamente la escritura y acercarse a las preguntas de nuestro tiempo, si sus investigaciones y reflexiones surgen de un contacto vivo con la regla de fe. El creyente «sencillo», por último, al que no le compete ningún magisterio ni ningún estudio especializado, no tiene —ipor Dios!— un menor acceso a los fundamentos comunes de la fe que el de los teólogos y obispos, pues la regla de fe no es dependiente ni de un servicio ni de un estado de conocimiento. Más bien es, en cuanto confesión de fe formulada (Credo) y, al mismo tiempo, como visión de fe intuitiva, aquella base común que ya en la iglesia primitiva había hecho posible la unidad en medio de la diversidad de cristologías y teologías.67 Incluso hoy mismo es la que mantiene unidas, en su desorientadora multitud, las formas de expresión teológicas y eclesiales, midiendo sus límites.

Resumen

El problema arriano es el de una falsificada hermenéutica de la fe. El axioma dice: Dios es uno. A partir de aquí, son interpretadas todas las expresiones sobre el Lógos. Su Dios es uno y sólo uno, todas las expresiones de la escritura, que atribuyen a Cristo la divinidad, deben ser interpretadas de tal manera que el axioma fundamental no se ponga en duda, por lo que todas estas expresiones sólo pueden tener un sentido impropio. En el concilio de Nicea se trata de la misma problemática hermenéutica: con qué concepción previa han de ser interpretadas las expresiones cristológicas neotestamentarias. La pregunta en este contexto es: ¿Es el Lógos Dios o criatura? Para Arrio la pregunta se responde fácilmente: El Lógos es creatura. Nicea dogmatiza de otra manera. Hasta hoy el Credo de Nicea es la confesión de fe de la Iglesia. Esta pregunta es correcta y necesaria: saber con qué criterios se ha llegado a la solución.

El mundo de la experiencia humana es insuficiente para hablar de Dios en su plenitud trinitaria. Dios es comunidad con igualdad esencial, que sólo se nos puede representar con imágenes muy débiles. Pero por imperfecto que sea el lenguaje, los conceptos no han sido fruto de la arbitrariedad, sino que realmente se refieren a Dios, de manera que nuestras palabras alcanzan la realidad de Dios, pero, al mismo tiempo, son incapaces de comprehenderla (cfr. CIC 39-43). El homousios es una expresión válida y definitiva. No podemos ir más allá de la confesión de fe de Nicea. Fue cosa de Dios el haber revelado a los hombres la capacidad de encontrar una expresión también accesible al pensamiento griego. Nicea no es una helenización del cristianismo, más bien es el pensamiento griego el que es ampliado, transformándose en orden al anuncio de salvación. Hubo inculturación. En Nicea no se incorporó inmediatamente un concepto de la filosofía en el lenguaje de la fe, sino que este concepto recibió un nuevo contenido gracias a su nueva posición. Conceptos teológicos como «imagen», «esencia», y también «persona», no son sin más ni más claros, sino que se refieren teológicamente a una realidad distinta de la que tenían en su contexto original, filosófico o vulgar. Una realidad, a partir de la cual quedan afectados.

Después de Nicea tuvo lugar un cambio en la teología. A partir de esta nueva reestructuración postnicena nació lo que se podría denominar «teología clásica trinitaria». En línea con este desarrollo se encuentran los tres capadocios y también la teología trinitaria de Agustín (1 430), quien, a su vez, ha señalado con su marca toda la teología occidental. No fue el concilio de Calcedonia (451) el gran cambio. Éste estaba ya presente en la teología postnicena: la doctrina de las dos naturalezas es impensable sin el homousios niceno.


3. La consistencia de la confesión de fe nicena

En la polémica arriana aparecen siempre con especial relevancia dos argumentos. Si el Lógos no fuese Dios, no podría él revelarnos a Dios. Si Cristo no fuese Dios, Dios no nos habría hablado, ni se nos habría participado. Entonces nuestro conocimiento de Dios no habría superado los límites de nuestras propias fronteras. El segundo argumento, que es el que los Padres de la Iglesia esgrimen contra los arrianos, dice que el Hijo de Dios se ha hecho hombre en la tierra, para que el hombre pueda acceder al ámbito de Dios. Si Cristo no fuese Dios, no nos habría podido traer la «divinización». Estos dos argumentos los vamos a tener en consideración al fin de este capítulo.

a) Cristo corno imagen perfecta del Padre

Los arrianos afirman que la significación de Cristo, como «imagen del Dios invisible» (Col 1, 15) es el argumento de que Cristo es menor que Dios. A partir de aquí, proceden, casi como si todo fuese evidente, desde una interpretación icónica greco-helenista, según la cual, evidentemente, la imagen es algo menor que el modelo, que ella representa. El Lógos arriano de Dios es imagen de Dios en el sentido en el que la filosofía griega pensaba sobre la imagen: se trata de un reflejo, de una débil imitación de una inalcanzable figura. Y como pertenece al mundo cambiante de lo visible, es imposible que albergue en él toda la plenitud de su sencillo e invariable modelo.68

Cuando Cristo fue creado por el Padre, «sacado de la nada»69, recibió, según Arrio, el don de ser «imagen de Dios». El Hijo no sólo puede ser imagen de Dios según la forma limitada de su creaturalidad: «Es evidente que quien tiene principio no pueda abarcar ni experimentar al que no lo tiene, tal y como es».70 Y como el Hijo no es capaz «de rastrear al Padre, que es por sí mismo (ni siquiera el Hijo mismo ha podido ver su esencia)»,71 mucho menos nos podrá hacer ver al Padre, ni ser su imagen perfecta. No podrá tampoco, por tanto, ser la revelación perfecta del Padre. No puede revelar más de lo que él es: una creatura. El Dios de Arrio se queda encerrado en su soledad impenetrable, siendo incapaz de participar su propia vida al Hijo. Por respeto a la trascendencia de Dios, hace Arrio del Dios único y altísimo un prisionero de su propia grandeza.

Atanasio afirma, por el contrario, la paradoja de una imagen perfecta, de una imagen en la que nada falta de la perfección del modelo: Dios tiene una imagen de sí mismo, que le es igual en dignidad y esencia. Este es para Atanasio el sentido verdadero de las palabras de Cristo: «Yo y el Padre somos uno» (Jn 10, 30), y: «Todo lo que el Padre tiene es mío» (Jn 16, 15).

«Realmente el Hijo está en el Padre, como bien se puede comprender, pues todo el ser del Hijo es propio de la sustancia del Padre, como el reflejo de la luz y el río de la fuente, de manera que quien ve al Hijo ve también lo que es propio del Padre, y entiende que la existencia del Hijo tanto es del Padre como en el Padre.

Pero también está el Padre en el Hijo, porque todo lo que viene del Padre y es propio de él, es el Hijo, como lo es el reflejo en el sol, el espíritu en la palabra y la fuente en el río. Pues así ve quien ve al Hijo lo que es propio de la sustancia del Padre y comprende que el Padre está en el Hijo. Pues si la figura y la divinidad del Padre es el ser del Hijo, consecuentemente el Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo».72

Entre el Padre y el Hijo existe una comunidad esencial, perfecta. El Hijo es «Dios verdadero de Dios verdadero»; es, como Atanasio dice: «el fruto más perfecto del Padre».73 Como la fe cristiana reconoce en el Hijo de Dios la divinidad, no pudiendo quitarle ningún «grado» de ser Dios, el concepto-iconográfico pierde por eso todo atisbo de inferioridad en el contexto de la teología trinitaria. El Hijo es imagen consustancial al Padre. Este concepto paradójico de una imagen esencialmente igual a su modelo originario exige, claro, que se excluya cualquier aspecto de participación. La palabra no participa de Dios; es Dios. La relación entre Dios y la palabra no es la del «uno» platónico con su primera emergencia. Atanasio considera incluso que la imagen arriana de la semejanza del Lógos con el Padre por su obediencia y servicialidad es insuficiente. La palabra no es sólo semejante al Padre; es Dios. Mientras que la semejanza afecta únicamente a una determinada manera de ser, aquí se trata de una identidad esencial: El Hijo es, como dice Atanasio, «el renuevo del ser» del Padre.74 La fe católica confiesa por eso la paradoja de una identidad sin mezcla entre Padre e Hijo; de una procedencia del Hijo desde el Padre, sin que este origen signifique inferioridad en el ser; de una imagen que procede de Dios mismo y que posee todo lo que Dios mismo posee: Dios mismo tiene una imagen perfecta de sí mismo. A lo largo de la lucha contra el arrianismo tienen también su aparición las primeras grandes imágenes del Panthocrator. Si la divinidad de Cristo está ya consolidada en la conciencia de fe, el arte podrá arriesgarse a considerar su divinidad como una imagen perfecta del Padre.

Si el Hijo ha sido engendrado, sin ser, por eso, menor en esencia que el Padre, también serán divinos su obrar y su hacer. Así como no se puede introducir ninguna contradicción entre la libre voluntad del Padre y el eterno engendramiento del Hijo, así tampoco se podrá encontrar ninguna contradicción entre la voluntad del Padre y la del Hijo. En un texto muy hermoso del escrito contra Eunomio, medita Gregorio de Nyssa sobre la unidad de la voluntad divina. Sus expresiones fueron motivadas por la afirmación arriana de que la Palabra es un instrumento pasivo de Dios para la creación del mundo. Pues así interpretan los arrianos el pasaje: «por él ha sido creado todo» (Col 1, 16):

«No existe ningún tipo de diferencia en la voluntad del Padre y del Hijo, pues el Hijo es la imagen de la bondad [de Dios], de acuerdo con la hermosura de la imagen primigenia. Quien se mire en un espejo [...] así se parece en todo la imagen a la imagen originaria, que el espejo reproduce. La imagen reflejada no puede moverse si el movimiento no proviene de la imagen originaria. Y si ésta se mueve, se sigue necesariamente el movimiento de la imagen reflejada» .75

La imagen del espejo, que Gregorio utiliza muy a gusto, reúne en sí misma la unidad y la diferencia: queda subrayada la total unidad del Padre y del Hijo hasta en los más finos «movimientos volitivos», y asegura la existencia de dos hipóstasis. El texto es un escrito importante para la profunda comprensión del título de Cristo como «imagen de Dios». Gregorio muestra aquí que el Hijo es imagen del Padre precisamente en su querer, un querer que evidentemente no se enfrenta con el del Padre: «Pues la imagen reflejada no se puede mover si el movimiento no provine de la imagen originaria». La obra del Hijo, como expresión de su propia voluntad, no muestra otra cosa que la voluntad del Padre, pero no en la forma de un instrumento pasivo, sino de tal manera que el Hijo se hace expresión de la voluntad del Padre. No hay, pues, ninguna contradicción si el Padre sólo es la fuente y el origen de la voluntad divina y, con todo, el mismo Hijo quiere personalmente lo mismo precisamente . Lo que para los arrianos era un argumento a favor de la subordinación del Hijo, de su obrar obediente, lo mismo se manifiesta ahora como el misterio de la unidad en el querer de las personas divinas, que se fundamenta en su unidad esencial. Los arrianos dicen «obediencia» y piensan «violencia». Pero es precisamente para nosotros la obediencia del Hijo la que se transforma en imagen del Padre, puesto que el Hijo en todo su-ser-hijo acepta toda la voluntad del Padre, y de tal manera que él mismo es precisamente esa voluntad. Por ello, la unidad de la voluntad no excluye las diferencias personales, sino que las lleva a su total plenitud, pues el Hijo es imagen del querer del Padre, precisamente en su propio querer, según lo más propio de su ser, según «lo más personal».

b) La encarnación del Lógos y la divinización del hombre

«Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda llegar a ser Dios». Estas palabras pueden valer como la frase fundamental de la soteriología de la iglesia primitiva.76 La Escolástica, la Reforma y la Mística se adhieren con fuerza a esta frase. Desde el inicio de la Modernidad, sin embargo, el concepto de divinización del hombre ha sido sometido a un variado tipo de crítica. Los representantes de la tesis helenizadora77 ven en él no ya un argumento, sino «el argumento más decisivo en pro de la helenización del cristianismo, que se ha impuesto en perjuicio del moralismo religioso predicado por Jesús». Todo parece como si el motivo de la divinización no estuviese acomodado a los tiempos. El hombre debería más bien tender a ser realmente hombre. Lo que significa divinización para un cristiano y lo que no, sólo se podrá descubrir con claridad en su significación propia y en sus exigencias como valor si nos acercamos a las implicaciones cristológicas del problema. Si la Iglesia habla de divinización sólo lo puede hacer refiriéndose al misterio de Cristo.78

Uno de los grandes argumentos contra la reducción arriana del Lógos y del Pneuma a un estrato creatural fue el de la divinización del hombre. gos y Pneuma no serían capaces de divinizar al hombre, si ellos mismos no fuesen «uno con el Padre». En su segundo discurso contra los arrianos, formula Atanasio, a la manera clásica, este argumento:

«Si el Lógos se hubiese encarnado como mera criatura, entonces el hombre se hubiera quedado, de todas maneras, tal cual era, es decir sin relación alguna con Dios... Pero el hombre, si el Hijo hubiese sido una criatura, se hubiese quedado, además, en su condición de mortal, porque estaba sin relación con Dios. Pues una criatura no hubiese sido capaz de relacionar a los hombres con Dios... Y tampoco es posible que una parte de la creación pudiese ser la salvación de aquella parte de la creación necesitada de redención. Pero el Lógos ha tomado el cuerpo para renovarlo como creador, para divinizarlo en sí y para introducirnos de esta manera a todos nosotros, según su imagen, en el reino del cielo. Ciertamente, en unión con una criatura el hombre no hubiese podido ser divinizado, si el Hijo no hubiese sido verdadero Dios... Por ello, se ha producido una unión tal (es decir, del Lógos con la Sarx) para que él pusiese en relación al hombre natural con la naturaleza divina, asegurando así su salvación y su divinización».79

Incluso los enemigos arrianos coinciden con Atanasio en que la divinización es la última meta de la acción salvífica de Dios. Este supuesto parece evidente. Aparece también con frecuencia en los textos de los Padres. Basilio lo resume con esta frase: «Lo más alto de todo lo que pueda desearse [es] la divinización».80 En esta época parecía evidente que el meollo de todo lo deseable era la «semejanza con Dios». El Evangelio da la respuesta a todas nuestras ansias, pues no es otra cosa que la promesa de la divinización para todos los que lo acepten con fe. Divinización es, pues, la meta del plan de Dios y también la meta de todo deseo humano. Así se explica la gran difusión del argumento de la divinización en el proceso demostrativo de la divinidad de Cristo: Sólo quien es Dios puede divinizar.

El uso antiarriano de la doctrina de la divinización muestra, por otra parte, no sólo lo profundamente que estaba afectada en el siglo cuarto la imagen cristiana de la salvación por el tema de la divinización, sino que también condujo a precisar esta doctrina en dos puntos: Si, en primer lugar, sólo Dios puede divinizar, entonces el hombre no puede divinizarse a sí mismo, ni saciar por sí mismo su más alto deseo de divinización. En segundo lugar, la divinización puede ser configurada con más exactitud en su contenido: no lleva a la identificación esencial con Dios, sino a una participación de Dios, que aún habrá de ser determinada.

Se dice sin parar que el Oriente cristiano se diferencia del Occidente cristiano, entre otras cosas, en que cuando éste habla de «gracia», aquél introduce la «divinización». Frecuentemente se ha subrayado el proceso «muy diferenciado» de estas dos tradiciones.81 Sin querer negar tales diferencias, quisiéramos destacar más bien sus semejanzas.

El estilo lingüístico de los padres griegos nos pone de manifiesto una bien evidente comunicación entre gracia y divinización. Atanasio coloca juntos jaris y theopoiesis como sinónimos. Se insiste constantemente en decir que theosis es katá jarin. Por el contrario, la gracia queda significada con el adjetivo «divinizada». Máximo el Confesor (+ 662) habla de la divinización como de una «gracia sobrenatural».82 El carácter gracioso de la divinización es destacado con toda claridad, al subrayar constantemente Máximo que ninguna criatura es capaz por sí misma de divinizarse, pues ninguna de ellas es capaz de comprender a Dios: «Esto sólo puede venir de Dios».83 Este carácter gracioso de la divinización no impide que la divinización sea considerada como la meta propia capaz de dar plenitud a la naturaleza humana. Por ella y hacia ella ha sido creado el hombre.

Divinización es, pues, una gracia indebida. Así queda ya expresada la esencial configuración de su contenido, por lo menos en su limitación negativa. Quien por la gracia es divinizado y hecho Dios, no es Dios según la naturaleza, según el ser. Máximo formula con breves frases lapidarias el contenido y los límites de la divinización: «Todo aquel que es divinizado por la gracia llegará a ser todo lo que Dios es, excepto la identidad de su ser».84 Todo, menos lo que es absolutamente incomunicable: ser Dios por esencia. En este «todo» se fijan de la misma manera tanto la iglesia oriental como la occidental, como en el propio contenido de la salvación, la propia meta de la creación y de la redención. La realidad de esta participación en «todo lo que Dios es» constituye, desde Atanasio hasta Gregorio Palamas (+ 1359), el criterio según el cual se juzga sobre las restricciones de una comprensión cristiana de la salvación.

«Todo, menos el ser»: ¿Quiere esto decir que en la divinización el hombre se apropia de todas las características de Dios? ¿No será la divinización, así comprendida, la liquidación de toda creaturalidad? Para llegar a una aclaración de la doctrina de la divinización no sólo hay que considerar el grado de «participación» del divinizador, sino también el del divinizando. La doctrina de la divinización no sólo quiere hacer justicia a la exigencia cristiana de la fe, por la que Dios mismo se hace partícipe en su ser salvador, sino también explicar el ser y la meta del hombre. La doctrina del hombre como «imagen de Dios»85 es el necesario correlato de la doctrina de la divinización. Creaturalidad del hombre no se interpreta aquí como una absoluta contingencia finita, pero tampoco como una «cripto-divinidad», sino como una apertura del hombre hacia la participación en la vida de Dios.86 No hay duda de que se corre siempre el peligro de que la divinización pueda aparecer como una huida de la creaturalidad. La estrecha relación entre ser imagen de Dios y divinización explica que ésta, en lo esencial, no es más que la realización del ser imagen de Dios, en la medida de su ser semejante e igual a Dios. Sólo desde esta perspectiva se descubre que la divinización no es una eliminación de la creaturalidad, que la «finitud» no es suficiente para determinar la creaturalidad del hombre.

A partir de los primeros escritos postapostólicos, la inmortalidad, la indestructibilidad y el carácter imperecedero son contemplados como dones de la gracia, por los que el hombre se «hace partícipe de Dios».87 Teófilo de Antioquía (s. 2/3) habla, por ejemplo, de la suerte que tenemos de ser inmortales como una especie de «hacemos-Dios», que se le concede a aquel que, por la obediencia a los mandamientos de Dios, se va acercando a la inmortalidad.88 Ansia por la «eternidad divina» no es huir de ser hombre, sino que corresponde a la más propia intención del Creador, quien ha puesto este deseo en la naturaleza humana.

De forma más general, la divinización está determinada en su contenido como una participación de Dios. Es la reinstitución y plenitud de la amistad con Dios, instituida en la creación. Se realiza como una real xotvovka con Dios, como un estar-junto-a-Dios y se describe, por último, como una unión con Dios. Así, la divinización es considerada como un real «hacerse-Dios» por la gracia. Así se interpreta en el pasaje del Evangelio de san Juan (Jn 10, 34-35), en el que se cita el salmo 28, 6: «Yo he dicho: "Sois dioses"».

«Divinización» es un término bíblico. Su cercanía latente al emanacionismo plotiniano ha provocado siempre una precaución en su uso. La explicación más clara que ha experimentado el concepto divinización proviene del hecho de que ha sido identificado con el concepto de adopción, de vlo*EOía, tal y como Pablo lo describe: «Cuando se cumplió el tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y sometido a la ley, para que liberara a los que estaban sometidos a la ley y consiguieran así la adopción» (Ga 4, 4-5).89 La theopoiesis cristiana es niothesia: «En el Espíritu Santo glorifica el Lógos la creación, llevándola hacia el Padre por la divinización y aceptación filial (theopoion kai niopoion)»90

Es precisamente la posición antiarriana la que ha ayudado a destacar la divinización en toda su claridad como gracia de adopción: Atanasio subraya, inconmovible, que nosotros, a diferencia del Hijo esencial al Padre, «somos llamados hijos no por naturaleza, sino por adopción filial» 91 Seremos hijos de Dios no q ost, sino &&ots. Esto puede servirnos como una breve fórmula para la doctrina patrística de la divinización.92

La gran tradición cristiana, tanto doctrinal como vital, es consciente de las profundidades de la divinización, pero también sabe de la esperanza en la comunión con Dios, la divinización por la gracia. Oigamos, finalmente, las palabras de Máximo:

« "Lo que ni ojo vio, ni oído oyó, lo que no ha llegado a ningún corazón humano es lo que Dios ha preparado para aquellos que le aman" (1 Co 2, 9). Pues para esto nos ha creado, "para que participemos de la naturaleza divina" (1 P 1, 4) y tomemos parte en su eternidad y seamos igual a él por la divinización por gracia. Pues para la divinización son todas las cosas y se mantienen, y han sido creadas y producidas todas las cosas que no son».93

En el contexto de la controversia arriana, la doctrina de la divinización ha experimentado notables aclaraciones. Por una vez se ha convertido en una clara confesión de fe, de que el Hijo y el Espíritu no son dos seres intermedios o semidioses, sino «de la misma naturaleza del Padre». Sólo así se podrá interpretar la divinización realizada por ellos no como una participación emanativa y degradada de la unidad imparticipada, sino como una donación participante de la vida de Dios por la «filiación» realizada por el Espíritu con y en Cristo.
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  1. Ε Dreyfus, Jésus savai -il qu' ίί était Dieu?, Paris 19843, 63, ηοΐα 16.

  2. Cfr. Μ. Hengel, Der 5ohu Gottes. Die Εrιtstehung der Christologie und die jüdischhelenistische Religiorιsgeschichte, Tubíngen 19772, 108-109.

  1. «Gan Edén» es un térmιnο amρfiamente dιfundίdο en la lΙteratura judía para denotar la recompensa esffirítual de lοs justos. Νο hay que cοnfundιrlο con el Edén del Génesis.

  2. El nombre gehenna ο gehίnnοn deriva del valle del Ηίnnοn, que era un basurero ya mucho antes de la época de Jesús. El sίgnίfίcadο que le han dado sίempre lοs judíos ha sιdο el de un lugar de castΊgο cοπscίente para lοs malvados (N. del T.).

  3. R. Schnackenburg, Das Johanneseναngehum. I (=HThK 4/1), FreίburgΒr. 19927, 291.

  4. Este texto ρτονιene de Pesίgta Rabattι (Pes. R. 33, 6 edίt. por Fríedmann 1526), cίt. por Ηengel, Der Sohn Gottes 110-111, nota 126. Jesús mΙsmο refiere este texto a sí mίsmο, por lο que sólo puede ser Ίnterρretadο en sentιdο mesίάnίcο.

  5. Sobre la tesΙs heleffizadοra, véase más adelante, ρ. 79.

  6. Ηengel, Der Sohn Gottes, 111-112.

  7. Hengel, Der Sοhιι Gottes, 73-75.

  8. Véase el εαρ. ΙΙ/1α: Ε1 αutoanonadamiento de Dio en 1α teologi judía, ρ. 99.

  9. Hengel, Der Sohn Gottes 119.

  10. Ber Ι, 1, 7α (Goldschmídt 1, 22).

  11. R. 5chnackenburg, Das Johannesevangelium ΙΙζ 397.

  12. Ο. Cullmann, Die Chri5tologie des Neuen Testaments, Τ111 ηg en 19755, 272.

  13. R. Schnackenburg, Das Johanneseνωι lίυm, I, 209.

  14. R. Schnackenburg, Das Jοhαααesevangehum, I, 211.

  15. Cfr. R. Schnackenburg, Das Ιοhαιιπε eναngelium,1, 211.

  16. Cfr. R. Schnackenburg, Das ίοhannesεναηgelium, 1, 255-256; Cullmann, Die Chτί81ο1ogίe des Neueιt Testameιιts 317.

  17. Sοbτe Απίο: Th. Bϋhm, Díe Christologie des Arius. Dogmengeschichtliche Uberlegungen unter besonderer Berücksichtigung der Hellenisíerungsf rge, St. Ottilíen 1991; OnIDmeíer, Jesus der Christus Ι, 357-373; Ε Court, Der Gott der dreifaltigen Liebe (= ΑΜΑΤΣCΑ 6), Paderboιn 1993, 179-183; Η. Drobner, Lehrbuch der Patrologie, Freiburg/Βτ. 1994, 197-200; Έ. Boularand, L'héresie d'Arius et 1α «Εσί» de Nicée, 2 νο1., París 1972.

  18. Cfr. Bekenntnis des Arius, &te/un A1exa, der von Alexandrien (Ed. Opítz, Athanasíus 111/1, 12-13); Trad. Orillmeíer, Jesus der Chrístus Ι, 364-366.

  19. Arius nach λ1/αηs íus von Alexandríen, De synodis Arimini Ιο Ι'α1Ια et Seleuciae in Isauria 15. (Ed. Optíz 11/1, 243).

  20. Die Β1α shemien νοη Arius 2; 12; 32-35, en Αταηαsίο, De synodis 15 (^t. Optíz Π/1, 242-243), Τταά. Grίllmeίer, Jesus der Christus ζ 372-373; véase tambιen ΤτΤD 4, 1 Τ 1ο 90, ρρ. 131-133.

  21. Αtαηαsίο, Ora1ienes contra Ariaues ΙΙ, 24 (Ed. Tetz ζ 201); según Grίllmeer, Jesus der Christus 1, 371.

  22. ί&. Counh, Der Gott der drei faltien Liebe 186-189, Idem, Trinit· t. Ιη der Schrift und Patristik (= HDG 11/1 α), Freiburg/r. 1988, 113-119; J. D. Kelly, Altchristliche Glaubensbekenntnisse. Geschichte der T1e o1ogie, Οου!ng en 19932, 205-259; Grllmeier, Jesus der Christus Ι, 405-412; Idem, Bekennmisse dm- alten Kirche — das Νίιαeηο-Constantínopolitanum, en Idem, Fragmente zur Christo1ogie. Studien zum altkirchlichen Christusbίld. Ed. por Theresiα Haínthaler, Freiburg/Br. 1997, 112-133.

  23. Η. de Lubach, Credo. Gestalt und Lebendigkeit unseres Glaubensbekenntnisses, Einsiedeln 1975, 235-286; Τ. Schneider, Was wir glauben. Είηe Auslegung des Αρο stlischen Glaubensbekennmίsses, Dusseldorf 19862, 11-62.

  24. Véase más απιbα, ρ. 64ss.

  25. R. Schnackenhurg, Das Johannesevangelium Ι, 246-247.

  26. Ireneo, Adversus haereses 1I 13, 3 (FChr 8/2, 94-97); cfr. Η. U. ν. Baltasar, Auswahlausgabe Ιτ ιάυs, Gott ίη Fleisch und Blut. Είη Durchblίck ίη Texten (= Chrίstlίche Meίster 11), Einsíedeln 1981, 24-29.

  27. Atanasio, De decretιs Νία ιιΙ synodί 19 (&1. Optiz 11/1, 15-16).

  28. Atanasío, De decreris Nicani synodi 19.25 (Id. Optíz ΙΙ/1, 16.20-21).

  29. Arrio, Brief αη Ευ s eus von Nicomedien (entre Ιαα obras de Atanasío, Ed. Optiz ΙΙΙ/1, 5).

  30. Die Blasphemίen des Arius 19-22, en Atanasio, De synodis 15 (Ed. Optíz ΙΙ/1.243).

  31. Sobre 1α Crístologia de Atanasío, vease Α. Grillmeíer, Jesus der Christus Ι, 460-479.

  32. Atanasio, Orationes contra Arianos Ι, 23 (Ed. Teu Ι, 133).

  33. Atanasío, Οτα(iones contra gentes 46 (SC 18bis, 206-208).

  34. Gregorio de Nyssa, Contra Eunomium ΙΙΙ, νι, 222 (Γd. Jaeger 2, 193).

  35. Cfr. Gríllmeier, Jesus der Christ I, 405-406.

  36. Cfr. Grillmeier, Jesus der Christ 1, 364.

  37. Véase el cap. II/3c: El símbolo de Calcedonia p. 137.

  38. Aristóteles, Καtegοrien 2a-4b.

  39. Cfr. J. Hαlfwasse, Substanz, $υ εαnz(Akzidens I, en HWΡ 10, 495-507 (1998).

  40. «Díe Βlαsphemienn des Arius» 9 en: Atαnαsίο, De synodίs 15 (Εd. Ορtz II/1, 242. Trad. Grιllmeíer 1, 372); véase también ΤΖΤ D 4, 1 Texto 90, p. 132).

  41. Para Ι descrίpcíón de lα tesis heleníudorα en los diversos capítulos del Manual, νέαe Κ.-Η. Νeufeld, Adοlf volt Ηαrtnack. Τ/υο1οgie als Suche ι αch der 10-che. «Tertíum genus Εcclesiα» (= ΚΚΤS), Ραderborn 1977; η . Βόhm, Díe Christologle des Ar1us 16-23.

  42. Sobre todo, Grillmeier, Hellenιsierung-Judaιsierung des Crίstentums als Deutepriipie η der Ο hschte des katho!i. c h en Dogmas, en Idem, Μίτ ¡hm und ίη ίhm. Chrιsto1ogι che Forschungen und Perspektίven, Freiburg/Br. 1975, 423-488; Idem, Chrίstus licet vobis ίηνί[ίs deus. Είη Β&i-g zur Dίskussion über die Hellenίsierung der chtistlίchen Botscha , en Α. Μ. Rítter (ed.), Kerigma und £οχο (Fs. Andresen), Gδttíngen 1979, 227-257, nueva edícion en: Α. Gdllmeíer, Fragmente zur Chrίstologie. Studίen zum altkirchlichen Christusbild. &t. mr Theres1 ΗαΙπΜα1ος Freiburg/Br. 1997, 81-111.

  43. Α. Grillmeíer, Jesus der Chrίstus ίm Glauben der Kirche. νο1. 1 νο Αρο stbschen Ζείt bis zum Κοηzί1 νοη Chalcedοn (451), Freíburg/Βτ. 19862; νοι. 2/1 Das Κοηzί1 νοn Chalcedοn (451). Rezeption und Widerspruch (451-518), FreibuτgBr. 1986; νο1. 2/4 Die Kirche von Alexandrίen mit Νυbίeη und tt/ιίορΙ η nach 451, Freiburg/Βτ. 1990. Επ ρτ ρ& cion, νο1. 2/3 Die Kirche νοn Antίochien und Jerusalem mit Armenien, G eo-gien und Persιen ίm 6. Jahrhundert; νο1. 2/5 υίε Kirche des lateίnischen Westens ίm 6. Jahrhuundert.

  44. J. Híck, The Μetaphor of God Incdrnate, London 1993, aqui: 108: Cfr. en esρ11 27-46 γ 99-111.

  45. Grillmeier, Christus lice[ vobis invitis deus 227.

  46. Idem, 232.

  47. Idem, 234.

  48. Cfr. Odgenes, Contra Celsum Υ1, 74 (SC 147, 364-366).

  49. Grillmeíer, Christus licet vobis invt s deus 250.

  50. Grillmeíer, Chrístus licet vobis ínvítis deus 251.

  51. Cfr. Ch. Schδnbom, Díe Christus-Ikοne. ΕΙηe theologiosche Hínführung, Wíen 19892, 21-27.

  52. J. Rαtzinger, «Glaube, Wahrheit, Kultur. Reflexionen im Anschluβ αη díe Enziklíka "Fídes et Ratid"», en ΙΚαΖ 28 (1999) 289-305, aqui: 294. ΕΙ artículo es υηα redaccion conegida de Ια conferencía: Idem, «Ilíe Einheit des Glaubens und die Víelfαlt der Kulturen. Reflexionen im Anschluβ αη ώ Enziklíka «Fídes et ^ fin», en ThGI 89 (1999) 141-152. Cfr. Idem, Theologísche Pr ínzípíenlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologíe, luchen 1982, 339-348.

  53. J. Rαtzinger, Glaube, %hrheít, Κultur 294. Cíta corregída por el mísmo autor, Die Einheít des Glaubens und díe Víelfαlt der Relígíonen 148.

  54. Ambas citas de Juan Pablo II, Encíclica «Pides et Ratίο», n. 72.

  55. Cfr. en general, el ιntercambίο epistolar entre ^u Peterson y Adοlf Harnack del año 1928, así como el Epílogo de Peterson sobre el tema, edítadο en: E. Peterson, Ausgeωάhlte $ιhτίρεn I. ΤΙτ οΙοgische Τraktate, editado por V. Barbara Νιchtweíss, Würzburg 1994, 177-194.

  56. «Εl dogma cnstíano» (Ν. del Τ.).

  57. Ε. Fromm. Das Christusdogma und «ndere Essays, Μί πώ η 19903.

  58. Α. Grabar, Die Kunst des frühen Chίrstentums. νοη den ersten Zeugnίssen chri81licher Kunst bis zur Zeit Theodosέus, Ι, Μϋπεhεπ 1967.

  59. Η. Rahner, Dίe konstantίnίsche Wende, en Idem, Abendland, Reden uns Aufsktze, Freíburg/Βr. 1966, 1898-198; cfr. Idem, Kirche und Staat ίm frühen Chrίstentum. Dokumente aus acht Jahrhunderten und ίhre Deutung, Μünchen 1961, 73-201 (Valencia, Edícep 2004).

  60. Cfr. V. Τ woomey, Apo.1ohkos Thronos. The Prίmacy of Rame as reflected ίη the Church Historys of Eusebίus and the ffistorιco-apo1ogetίc Writings of Saint Athnasius the Great (= ΜΒΤh 49), Μünster 1982, 346-476.

  61. Eusebio de Cesarea, Kιrchengeschίchte, Darmstadt 19773.

  62. Cfr. Α. Weber, `ARXH. Είη Beitrag zue Chrίstologίe des Eusebius von Cesarea, Rom 1965; Ε. Peterson, Der Monotheίsmus als politίsche Problem. Είη Beίtrag zur Geschichte der polίtίschen Theologίe ίm Imperίum Rοιιυιιυm, Leipzig 1935 = Idem, Ausgewdhlte Schrίften Ι. Theologische Traktate. Edit. por Barbara Nictweíss, Würzburg 1944, 23-81; cfr. α1 respecto Barbara Nichtweiss, Erίk Peterson. Neue Sίcht auf Leben und Werk, Freíburg/Βτ. 1992.

  63. Grillmeíer, Jesus der Christus Ι, 136; cfr. 257.

  64. 66. Grillmeer, Jesus der Christus Ι, 12-14 γ 133-136.

  65. Cfr. el hermoso estudio de B. Ηάgglund, «D!e Bedeutung der "regula fide!" als Grundlage theοlοglscher Aussagen», en Stuάία Theοlοgica (Lund) 12 (1958) 144.

  66. Ραrα lο siguiente, cfr. Ch. Schónborn, Dίe Christu s ikoe 17-27; 45-54.

  67. Αrrίο, &te! αn Ευ. eb ius νοη Nίcomedien (Ed. Oprtz 111/1, 5).

  68. Die Blasphemien des Arius 40-41, en: Atan as, De synodis 15 (Bd. Ophz 11/1, 243; Grillmeíer, Jesus der Christus 1, 373; vease tambíén ΤΖΤ D 4, 1 'reste 90, ρ. 133).

  69. Dίe Blasphemien des Ατίυι 35-36 (Ed. Oprtz Ι1/1, 243).

  70. Atanasio, Orationes contra Arianos ΙΙζ 3 (ΡΟ 26, 328ΑΒ).

  71. Αtanasio, Contra gentes 46 (SC 18bis, 208).

  72. Atanasio, De .)7 odis, 36 (Ed. Opitz 11/1, 263).

  73. Gregorio de Nyssa, Contra Elmomium Π, 215 (Ed. 7aeger ζ 288).

  74. Atαnαsíο, De incarnatione 54, 3 (SC 199, 458). Lα fórmula se encuentra de una u otra forma en todos lοs Padres de lα Iglesíα, en lα Edad Medía y en lα Mοdernídαd. Para otras fuentes sobre el tema y para lο que sigue, en general, cfr. Ch. Schόnbοrπ, «Über die ríchtíge Ραssung des dοgmαtíschen Begríffs der νergόttlíchuπg des Menschen», en FZPhTh 34 (1987) 3-47; Ideen Existen. Pílgerschafi – Reink(rnat1On – ιΩ/ergιttlíchung, Είnsíedeln 1987, 35-51.

 

77.J. Grοss, Ι α dίνίnisation du chrétien d'αρrés les Péres grecs. Cαπtribution historique ά Ιο doctrine de la gráce, Ραrιs 1938, 4.

  1. Cfr. J. Ρ 1ίαη, The Chrέstian Tradido. Α Ηί5ΐοτ' ffie Developmerz[ ο/Doctri te, νο1. 1, Chicago 19844, 155; cfr. Gríllmeier, Jesus der Chsrists Ι, 539.

  2. Atanasio, Orationes contra λrίαηοs,11 67-70 (Ed. Opítz 1, 244-247).

  3. Basílio ι1 Ces=a, De Spirίtu &me^ 9, 23 (FChr 12, 142-143.)

  1. Cfr. 1.41 9almas, Divinisation Π. La Patristíque grecque, en: DSp 111, 1376-1389, aqui: 1389; de forma parecída, pero demasiado esquematizado, Ch. Dumont, Katholiken und Ortodoxen am horabend des Kouzíls, en Ε. ν. Ινάηkα (ed.), Seít neuenhundert Jahren getrennte Christenheít. Studien zur ókumeníschen Begegnung mít der Orihodoxie, Wíen 1962, 11-135, aqui: 116-117.

  2. Ραχα informacion sobre estos pasajes, cfr. Ch. Schδnborn, Uber die richtige Fassung 26.

  3. Μάχιmο el Confesor, Qucestiones ad Τ/α11 sium 22 (CChr SG 7, 141).

  1. Máximo el Confesor, Ambigua αd Ισhannem, 41 (ΡG 91, 13813).

  2. Lα literatura más importante acerca de Ι interρretαdόn ραtrístίcα de Gn 1, 26, véase en Gríllme τ, Jesus der Chr&stus I, 102, nota 287.

  3. Cfr. Gregorio de Νγssα, Orαίίο catechetίca magna 5, 2 (Ειl. Jιeger 3/4, 17-18).

  4. Textos 1.41. Dalmώís, Dwίnίsatιοn 11, 1376-77.

  1. Teofilo de ΑηΙ!ο4υία, Ad Autolycum 2, 27 (ΡΤ$ 44, 77).

  2. J. 8cott, Adoption as Sons 0f God. Αη Exegetical lnvestigatidn into the Bαckground of Ην1ο1ε.1α ίη the Ραυίίη Corpus (= WUNDT 2, 48), Τυ1 i eη 1992.

  3. Atanasio, ΕρΙ 1υ1α αd Serap1onum ζ 25 (PG 26, 589Β).

  4. Atanasio, Ora1innes contra Arianos ΙΙ, 59 (Ed. Tetz 1, 236).

  5. Do cume ntacion sobre el tema: art. $έσις en G. Lampe, Α Patr1. tic Greek Lexicorι; Oxf od 1961, 645-646; 1α continuacion medíeval en Ε. Η. 1(011~1", «Deus per naturam, deus per gratíam. Α note οη medíeval poli1ical 1he o1ogy», en ΝΤh~ 45 (1952) 253-277.