INTRODUCCIÓN

PREÁMBULOS DE LA CRISTOLOGÍA

 

¿Podemos hoy sin más anunciar a Jesucristo? ¿Lo podemos conocer? Todo anuncio presupone un conocimiento. ¿Podemos seguirlo, a El y no a una ilusión, a una quimera, a una proyección de nuestros deseos o imaginaciones de otros hombres de hoy o de generaciones pasadas? ¿Conocemos a Jesucristo?1 Esta pregunta es importante, si lo que buscamos, hacemos y vivimos debe ser «ser-cristianos». Es verdad que hablamos del seguimiento de Cristo, que intentamos vivirlo, pero ¿a quién seguimos de verdad? ¿No se habrá transformado entretanto aquél a quien seguimos en otro distinto al que vivió en Galilea hace 2000 años?

Pablo nos escribe que él siempre anuncia a Jesucristo (2 Co 1, 19 «Jesucristo es el que es anunciado por nosotros»; 2 Co 4, 5: «Nosotros no nos anunciamos a nosotros mismos, sino a Jesucristo»). A los ignorantes gálatas les dice: «¿No se os ha presentado ante vuestros ojos a Jesucristo el crucificado?» (Ga 3, 1). Pablo «conoce», pues, a Jesús, ¿pero de dónde y cómo?2 ¿No está acaso la imagen que Pablo nos diseña ya prefijada? Algunos así lo estiman. El Cristo de Pablo sería una interpretación teológicamente diseñada del verdadero Jesús «histórico».

Si la imagen que Pablo nos da de Cristo ya estuviera cuestionada de esta forma, nuestra manera actual de hablar de él sería dudosa. ¿Acaso no será el Jesús predicado hoy en África una mera proyección de los parámetros culturales africanos? ¿Y no estará nuestra imagen europea de Jesús constreñida por las cadenas de una mentalidad burgueso-capitalista? ¿Estamos en un círculo vicioso? ¿No serán acaso las muchas imágenes de Jesús de nuestro tiempo una especie de fata morgana, una ilusión engañosa de nuestros propios deseos? Sigmund Freud (t 1939) ha sometido la fe en Cristo a la sospecha de ser sólo una proyección de este tipo.3 Por su parte, la crítica histórica ha ahondado en esta sospecha. ¿Podemos acaso percibir otra cosa que reacciones distintas y diferentes entre sí, ante una personalidad histórica, cuya imagen verdadera desaparece en la niebla?

¿Conocemos a Jesús? Todo parece deshacerse en incógnitas, cuando nos enfrentamos críticamente a esta pregunta. De todas formas, a esta incertidumbre se le podría contraponer algo totalmente distinto. De alguna manera, de una forma que habrá que determinar aún, tenemos muy a las claras una certeza de Jesús. Es, por ejemplo, significativo que consideramos espontáneamente ciertas actitudes como opuestas al «espíritu de Jesús», o que algunos hombres sean admirados como «imágenes» de Jesús, especialmente transparentes (Francisco de Asís, Juan XXIII y otros más). Hay muchos hombres para quienes Jesús representa una realidad entrañable, con la que tienen una relación, en la oración, en la liturgia, en el compromiso del amor al prójimo. Y son éstos los que, ante la pregunta de si conocen a Jesús, responden, con un sentido propio e indudable, que sí. Toda la cristología se encuentra en medio de esta tensión. Por una parte, es un hecho que hay una fe viva, de la que Cristo es el centro, el fundamento y la meta. Por otra, sigue barrenando la pregunta de si este fundamento es consistente, de si esta meta no será una ilusión.

Wolfhart Pannenberg dice: «La doctrina de Jesucristo constituye el elemento nuclear de toda cristología cristiana».4 La consistencia de toda la teología está en juego ante la pregunta sobre la consistencia de la doctrina de Jesús. No nos ha de extrañar, pues, que las discusiones cristológicas hayan sido tratadas desde siempre con especial apasionamiento. Incluso las rabaneras de Constantinopla discuten sobre la Jota 5. Y esto es comprensible si consideramos que aquí no está en juego sólo el fundamento de la teología, sino el de toda la vida cristiana. La doctrina de Jesucristo nunca ha sido una cosa neutral, porque no se trata en ella de un saber cualquiera, que se pueda tratar con un distanciamiento objetivo. En el campo de las ciencias naturales, por ejemplo, el interés personal por el progreso de las investigaciones no es, en último término, algo decisivo. Pero, por el contrario, en las discusiones sobre la auténtica doctrina de Jesucristo se hacen notar el apasionamiento y el interés personal. Así le ocurrió a Pablo: «Si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe, pues aún estáis en vuestros pecados; y por consiguiente también los que durmieron en Cristo han perecido» (1 Co 15, 17-18; cfr. también 15, 12-16). Se observa aquí una relación directa entre la doctrina y la vida. Quien falsea la doctrina de Jesucristo, arranca de los cristianos la base vital y hace que su vida se tome en un sinsentido.

Sólo así comprenderemos por qué la discusión sobre la cristología se hizo con un gran apasionamiento, no sólo en la antigüedad, sino también desde la Ilustración.6 Siempre se está cuestionando la identidad de Jesús: ¿Quién es? ¿Qué quiso? ¿Qué enseñó? ¿Dónde podríamos encontrar las respuestas a estas preguntas? Un protestante, buen conocedor de la Biblia, replicaría: «en la Biblia». Un católico tradicional: «en la doctrina de la Iglesia»; un cristiano comprometido políticamente: «en América Latina, por ejemplo», o diría que la identidad de Cristo la encontramos en la experiencia popular. Los tres tienen, a su manera, razón, pero no aisladamente, cada una de por sí. Todos se refieren a una correspondiente forma de conocimiento cristológico.
__________________

  1. H. U. von Balthasar, Kennt uns Jesus — kennen wir ihn? (nueva edición), Einsiedeln 1995.

  2. Para las relaciones entre Pablo — Jesús, cfr. J. Klausner, Von Jesus zu Paulus, Jerusalem 1950; H. Merklein, Studien zu Jesus und Paulus (= WUNDT 105), Tübingen 1998.

  3. S. Freud, Massenpsychologie und Ich-Analyse. Die Zukunft einer Illusion (= WW 13, 71-161).

  4. W. Pannenberg, Grundzüge der Christologie, Güttersloh 19722, 13.

  5. Cfr. E. Gibbon, Decline and Fall of the Roman Empire, XXVII, 13.

  6. Sobre la historia de la cristología alemana en el siglo XIX son dignos de leerse los libros de R. Slenczka, Geschichtlichkeit und Personsein Jesu Christi. Studien zur christologischen Problematik der historischen Jesusfrage, Góttingen 1967; F. Courth, Christologie. Von der Reformation bis ins XIX Jahrhundert (= HDG 3/1 d), Freiburg/Br. 2000.

El escritor británico, enemigo del cristianismo, Edward Gibbon, cuenta, con exageración manifiesta, que en Constantinopla observó que hasta las mujeres del mercado discutían sobre la «jota», es decir, sobre temas especializados, mientras que en el siglo XVIII los cristianos no sabían dar razón de su fe en la encarnación (N. del T.).

 

I
Las tres columnas de la Cristología
(Escritura — Tradición — Experiencia)


Tres columnas soportan conjuntamente la Cristología: la Escritura, la Tradición y la Experiencia. La consistencia de estas tres es decisiva para la consistencia de la Cristología. Nuestro primer capítulo está dedicado a este trío y a su credibilidad.


1. Las tres columnas

La primera columna es la Escritura. Lo que sabemos —históricamente—de Jesús de Nazaret proviene casi exclusivamente —si prescindimos de algunas pocas noticias de Plinio, Tácito o de algunos escritos judíos— del Nuevo Testamento, sobre todo de los cuatro Evangelios. Estos, a su vez, contienen tradiciones de Jesús, de sus palabras y de sus hechos. Todo el canon neotestamentario es una tradición estratificada, comprimida y filtrada. Escritura y Tradición son, desde un principio, inseparables. La Escritura sin Tradición es impensable; ella misma es producto de la Tradición.

Como casi todo lo que sabemos de Cristo proviene de la Sagrada Escritura, la pregunta sobre la credibilidad de los Evangelios se hace enormemente importante. A lo largo de siglos no se había puesto esto en cuestión. Se estaba convencido de que los Evangelios trasmitían fielmente las experiencias de los primeros testigos de Jesús, de sus discípulos, de los testigos que le habían oído y visto. La Escritura es, pues, al mismo tiempo, Tradición, una tradición testimoniada por escrito, que nos transmite aquellas experiencias concretas que los hombres habían tenido con Jesús.

Ahora bien, esta tradición continúa como traditio apostolica,1 como un contenido del depositum fidei, y encuentra su expresión especial en los grandes concilios de la Iglesia primitiva, los cuales desarrollaron y consolidaron la confesión de Cristo. La tradición doctrinal evidentemente no hay que separarla de la tradición vital. Atanasio de Alejandría (1 373) no sólo defiende la divinidad de Cristo, sino que nos escribe también una vida de san Antonio, en la que resplandece con toda su fuerza el misterio de Cristo.

Los santos son «cristología vivida». A la Tradición no sólo pertenecen los eruditos, sino también la celebración cristológica: la liturgia es la fuente viva de la tradición del misterio de Cristo. En ella no sólo se lee de nuevo la historia de Jesús, sino que se celebra y se hace presente. Tradición es, pues, a un tiempo, fidelidad a este testimonio de Jesús desde los primeros testigos (Escritura), revitalizada por las experiencias de sus seguidores y de la vida cristiana. En la Tradición se encuentran, por tanto, la Escritura y la Experiencia.

Al fundamento de la cristología pertenece, finalmente, la experiencia vivida del Señor que se hace presente y eficaz. Antonio escucha un domingo el Evangelio del joven rico en la iglesia y lo escucha como una palabra que Dios le dirige: «Tú sígueme» (Jn 21, 22).2 El sentido, la fuerza salvífica, la importancia salvífica se pueden manifestar en el encuentro con la Escritura, en la escucha y en la aceptación de la palabra de los testigos del Nuevo Testamento. La experiencia particular, pero también la experiencia conjunta de todo un pueblo, pertenecen a la historia de la fe y, por ende, también a la cristología. Tal experiencia no se realiza aisladamente; está en relación con otras experiencias, no sólo pasadas, sino también con aquellas que han hecho otras generaciones anteriores a la nuestra. La teología de la liberación fue un intento de hacer fructificar para la cristología la propia experiencia de un pueblo. La experiencia cristiana no se puede separar ni de la Tradición ni de la Escritura.

Escritura, Tradición, Experiencia, son, pues, las columnas de la cristología, por las que tenemos la certeza de que también hoy hablamos de Cristo, de que podemos realmente anunciarlo, a El, a quien los apóstoles habían conocido, que había sido su maestro y cuyas palabras y hechos experimentaron y nos confiaron.


2.
Las columnas se quiebran

Esta unidad había sido considerada y vivida, a lo largo de siglos, sin problemas. Tanto más explosiva es, por tanto, la problemática actual. Cuando una de estas tres columnas se rompe, toda la cristología, más aún la teología en su conjunto, se tambalea. La cristología tiene hoy que preocuparse del hecho de que en los últimos siglos, exactamente desde la Reforma, una columna tras otra se ha ido resquebrajando. Este proceso, característico de la cristología actual, es el que vamos a diseñar aquí brevemente. En él se nos manifestará que en el esfuerzo por determinar el fundamento de la cristología, se va haciendo cada vez más clara la figura viva del Señor.

La primera ruptura es la Reforma, al poner en duda la Tradición y al partir del hecho de que la doctrina originaria del «puro Evangelio» ha sido falsificada. Ni «Roma», el Papado, ni la Iglesia católica han sabido conservarlo en toda su pureza. Hay, pues, que volver, según Martín Lutero (+ 1546), a lo originario, a la Biblia, sorteando toda la Tradición. Sólo la Escritura tiene valor; ella es la única medida –sola scriptura! Pero, diremos, ¿cómo es posible tener certeza sobre la Escritura, cuando sus interpretaciones se contradicen? Hasta entonces, era la Tradición, comprendida como una continuación de la interpretación escriturística, el medio hermenéutico para ello. Y aquí se equivoca Lutero. ¿Quién le dice a él que sus palabras «lo que nos acerca a Cristo» están de acuerdo con la Escritura? Como bien ha propuesto Gehard Ebeling, en Lutero la sola experientia complementa la sola scriptura. La experiencia se toma en el criterio para decir «lo que nos acerca a Cristo». Escritura y Experiencia son las que permiten a Lutero entrar en batalla contra los magistri y doctores, contra la Tradición y la teología escolástica. La Reforma soluciona el problema hermenéutico diciendo que las tres columnas de la cristología se reducen a dos. Para Lutero «Escritura y Tradición» son «los dos testimonios coincidentes para una incondicional credibilidad».3 Su propia experiencia parte, como él dice, de que «sola... experientia facit theologum».4 Con la misma seguridad, le consta que esta experiencia suya coincide con la Escritura o que, por lo menos, es apta para comprender correctamente la Escritura. Escritura y Experiencia nos aseguran el acceso a Cristo. El tercer eslabón, la Tradición, se hace sospechoso.

La Ilustración hace tambalear la siguiente columna. Aquí se hace sospechosa ya la sola scriptura. La radical crítica histórica de la Biblia, según Hermann Samuel Reimarus (+ 1768), desplaza la Escritura al lado de una tradición que la falsea y desfigura.5 También aquí es la Escritura la que oculta, falsea y oculta lo originario, que es precisamente lo que tenemos que destacar de forma histórico-crítica: la Biblia es sometida a una crítica despiadada. Poco queda ahora de aquella certeza que Lutero creía encontrar en la Escritura. Con Friedrich Schleiermacher (+ 1834) y Rudolf Bultmann (+ 1976), la teología se vuelve hacia la tercera columna, hacia la Experiencia, dejando la Escritura sometida a la crítica. Para Bultmann ya no es importante la certeza histórica sobre Jesús, sino la experiencia existencial.

Es después, con la psicología -especialmente con la de Sigmund Freud, pero también con la de Ludwig Feuerbach (+ 1872)-, cuando la experiencia religiosa se hace problemática. Se la considera como una proyección de las necesidades humanas, deslarvándola como una ilusión, que, fundamentalmente, encierra otra cosa muy distinta que es la que hay que descubrir ahora: esto es, los subconscientes deseos del hombre, que se manifiestan como el propio contenido detrás de estas proyecciones. Al socaire de la las proyecciones religiosas lo único que hay son otro tipo de necesidades, de sublimaciones y de proyecciones.

¿Sobre qué podríamos, pues, construir la cristología? Si la Tradición ya no es de fiar, porque en ella sólo se pueden vislumbrar los colores dogmáticos que la repintan y que ocultan la simple figura de Jesús; si la Escritura misma se hace sospechosa de ser ya una tradición que falsea al Jesús original; si, finalmente, la Experiencia personal queda expuesta a la sospecha de crearse la imagen de un redentor y salvador, desde meras proyecciones de deseos subliminales... ¿dónde encontraremos su fundamento? ¿Sobre qué fundamento puede seguir construyéndose la cristología?
_______________________

1. Este concepto es utilizado en el concilio Vaticano II en la Constitución sobre la Revelación «Dei Verbum», 8.

2. Atanasio de Alejandría, Vita Antonii (SC 400). La historia de la conversión de Antonio constituye también un hito decisivo en el camino que llevó a san Agustín a la fe. Agustín, Confessiones VIII, 6, 14-15 (CChrSL 27, 121-123).

3. G. Ebeling, Die Klage über das Erfahrungsdefizit in der Theologie als Frage nach ihrer Sache, en: Wort und Glaube III. Beitrüge zur Fundamentaltheologie, Soteriologie und Ekklesiologie, Tübingen 1975, 12.

4. WATR 1; 16, 13 (Nr. 46, 1531). Otras aportaciones se pueden ver en Ebeling, Die Klage über das Erfahrungsdefizit, 10.

5. A. Schweitzer, Die Geschichte der Leben-Jesu Forschung, Tübingen 19335.

 

II
Las tres crisis de la modernidad


Para que Escritura, Tradición y Experiencia puedan seguir teniendo el valor de fundamento, hay que analizarlas también, en un paso siguiente, desde su propio sentido. Al preguntarnos por las crisis de la cristología, veremos si estas columnas son consistentes y en qué se funda su consistencia. Diferenciaremos tres crisis: la científico-natural, la histórica y la existencial.


1. La crisis científico-natural

«El eterno silencio de estos espacios infinitos me asusta»1 –decía Pascal (+ 1662). El inicio de la modernidad está caracterizado por el descubrimiento de los «espacios infinitos». Los descubridores abandonan Europa y descubren «el nuevo mundo» de América, los amplios espacios de Africa y de Asia. La pluralidad de religiones, las diferencias culturales, la cuestión sobre la unidad o diversidad del género humano se cuestionan de forma nueva y dramática. Sigue el descubrimiento del heliocentrismo, de la amplitud del universo: la tierra no es más que uno entre otros planetas, perdiendo así su posición central. ¿Se podrá, pues, seguir hablando de que el hombre es el centro del universo, de que el hombre es la corona de la creación? ¿Será lógico creer que Dios se ha hecho hombre por nosotros (propter nos homines)? ¿Podremos seguir manteniendo que el «antropocentrismo», tal y como lo expresa el concilio Vaticano II, es sostenible: «creyentes y no creyentes están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos» (GS 12).

La oposición al antropocentrismo cristológico no es nueva. Ya existía, derivada de la cosmovisión de los antiguos, desde los comienzos del cristianismo. Celso (s. 2/3), el filósofo que alrededor de 178 escribió contra el cristianismo, cree que los judíos sólo dicen cosas absurdas, cuando tanto ellos como los cristianos afirman que Dios lo ha creado todo a favor de los hombres. El hombre es, más bien, una parte del universo, de la naturaleza, en la que se encuentra inmerso; a ella tienen que ofrecerle su contribución2 En el caso de Galileo (+ 1642) los representantes de la jerarquía eclesiástica tenían miedo de que una configuración heliocéntrica del universo pudiera poner en peligro la posición central del hombre en el cosmos, y, con ello, su dignidad, como la criatura más conspicua, y también la misma cristología, según la cual Dios se había hecho hombre por los hombres .3 Esta cuestión se ha radicalizado aún más desde la cosmología moderna. Se trata del mismo dilema que ya en el siglo XIX, llevó a muchos hombres a situaciones existenciales verdaderamente trágicas. Se veían ante el dilema de elegir o la fe contra la razón o la razón contra la fe. ¿Podríamos hoy realmente asegurar –ahora que estamos incomparablemente seguros y somos conscientes de la poca importancia cósmica del planeta Tierra– que Dios ha hecho toda su obra de creación para y por los hombres?

«¡Cientos de miles de millones de galaxias del tamaño de nuestra Vía Láctea – y, al mismo tiempo, tener la convicción de que el destino del cosmos dependa de cómo ocurren las cosas en este nuestro planeta, la Tierra! »4 –así dice soliviantado uno de nuestros actuales periodistas dedicado a las ciencias de la naturaleza (Hoimar von Dittfurth + 1899)–. No faltan voces que reprochan a la Iglesia este «desconocimiento antropocéntrico». Algunos quisieran «hacer volver» al hombre a la naturaleza, y contemplarlo como una pequeña parte de toda la naturaleza, que más bien estorba, y a la que no le corresponde ningún lugar especial. Estos lamentos se pueden escuchar especialmente en ambientes propios de una nueva «espiritualidad de la creación». ¿No será el hombre, en la inmensa corriente de la evolución, sólo un corto «flasch», un estadio intermedio, que pronto se disipará? ¿No perderá la cristología, desde este punto de vista, su fundamentación?

Dios, ¿se habrá hecho hombre en esta tierra? ¿No habremos privilegiado indebidamente esta tierra, haciéndola lugar de la encarnación y del acontecimiento de la salvación? ¡Qué pequeño es el hombre! ¡Qué insignificante nuestra tierra en comparación con los inmensos espacios del universo! Pero ha sido Pascal quien ha dado una respuesta a su propio asombro ante estos inmensos espacios. En su doctrina sobre los tres órdenes, en Pensées 289 (793), dice, acerca de los «tres órdenes que se diferencian por su naturaleza», lo siguiente:

«Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y sus reinos no pesan lo que el más pequeño de los espíritus; éstos lo conocen todo y a sí mismos; aquéllos no.

Todos los cuerpos en conjunto y todos los espíritus en conjunto y todas sus obras no pesan lo que el más pequeño acto de amor. Éste pertenece a un orden de cosas infinitamente mucho más alto. No podríamos producir del conjunto de todos los cuerpos ni el más pequeño de los pensamientos. Esto es imposible, pues pertenece a otro orden. De todos los cuerpos y espíritus no podríamos producir ningún sentimiento de verdadero amor. Esto es imposible, porque pertenece a otro orden de cosas, al orden sobrenatural».5

Quien sólo perciba la inmensidad material del cosmos y no el orden de los espíritus y del amor, difícilmente podrá comprender el misterio de la encarnación. Sin el orden del amor es imposible que Dios haya elegido al pequeño e insignificante ser humano en este planeta para ser su hijo, para redimimos.


2.
Crisis histórica

Los acontecimientos históricos son «verdades históricas casuales»; acontecen tal y como vienen; podrían haber ocurrido de otra manera. ¿Cómo, pues, puede ser posible que sucesos casuales históricos puedan representar verdades necesarias de razón? ¿Cómo pueden tener importancia incondicional momentos aislados en el flujo de la historia? ¿Acaso podría ser la historia de un pueblo, más aún si se trata de uno bien pequeño, la historia comprometida de Dios con los hombres? Gotthold Ephraim Lessing (t 1781), el maestro de la Ilustración, expresó esta crisis de manera puntual: «Verdades casuales históricas nunca podrán llegar a ser la demostración de verdades de razón necesarias».6

Así reza lo que afirma la Ilustración: Acontecimientos históricos son siempre relativos, sólo tiene una significación limitada, nunca absoluta. Esta exigencia no se para ante la figura de Jesús. También él tiene que aceptar la relativización de todos los acontecimientos históricos. Así dio comienzo en el círculo de Lessing (con Reimarus) la dramática historia de la relativización de Jesús. La crítica bíblica protestante comienza despojando a Jesús de la «vestidura ornamental» del dogma, y bajándolo de las alturas dogmáticas de la doctrina eclesial, para hacer de él de nuevo, como ya lo había sido, un simple galileo. El Jesús «original» debe ser liberado de las «ataduras mortuorias» del dogma eclesial para volver a ser un simple hombre entre los hombres de su tiempo. En su escrito tardío sacó David Strauss (+ 1874) esta clara consecuencia: «Ya no somos cristianos».7 Sus burlas son mordientes para todos aquellos que creen poder pasar así con soluciones a medias. Él fustiga las «verdades a medias de una teología que ya no puede creer más en la ascensión, pero que no puede admitir que Jesús muriese como uno de tantos».8 El programa desmitologizador de Bultmann fue una consecuencia tardía de este programa de la Ilustración.

El resultado de este camino es la simpleza: Se quiere despojar a Cristo de sus vestiduras «dogmáticas», arrancar de él el «repinte eclesial» y liberarlo de las «ataduras» del dogma. Pero de todo esto no surge el «original» Jesús de Nazaret, sino imágenes de Jesús que sólo reproducen los respectivos gustos de los tiempos. Todo esto se puede encontrar en la literatura sobre la «vida de Jesús» de los siglos XIX y XX: un Jesús que vendría a ser una especie de confabulador masónico, un dechado de virtudes, el hombre sencillo y a la vez noble, el profeta que anuncia amenazantes presagios apocalípticos, el revolucionario, etc.

Pero en la «investigación sobre la vida de Jesús» se procede de una manera curiosa. Las distintas «imágenes de Jesús» se suceden unas a otras, no lo pueden «fijar». Jesús se manifiesta como «más poderoso». Su propia imagen, sus propias palabras y su sencilla figura no se dejan reducir a ideas e imaginaciones preconcebidas.9 La intensiva investigación histórica de la figura, de los hechos y palabras de Jesús ha tenido una espectacular eficacia: cuanto más honradamente y con más exactitud histórica se veía la figura de Jesús, tanto más evidentemente aparecía su irrepetible unicidad y tanto más claro era que el «Jesús histórico» no era «adogmático» ni «predogmático», sino que todos los posteriores dogmas cristológicos no habían sido más que el intento de recoger en palabras y fórmulas todo lo que la misma figura de Jesús nos muestra.

Por ello, la investigación histórica de Jesús se encuentra ante la pregunta de qué podría ser lo que Jesús quería, de cómo es posible que un hombre pudiese hablar de sí mismo y obrar de tal manera, directa o indirectamente, a una época histórica determinada, de que el mismo Dios estuviese en juego en este hombre.

Lógicamente, esto cuestiona un principio fundamental de la Ilustración, que hasta hoy ha influenciado, casi sin damos cuenta, en la exégesis «histórico-crítica: el principio de la total «inmanencia» de todos los sucesos históricos. Si en la naturaleza lo único que hay son procesos inmanentes, entonces la fe en el ser humano-divino de Jesucristo es, desde un principio, insostenible. Consecuentemente, la afirmación de Jesús de ser uno con el Padre y de obrar con su poder pierde toda su validez.

Hoy parece que se está extendiendo un «neoarrianismo», que aunque ve a Jesús como un hombre acreditado por Dios, no lo considera como el Hijo de Dios. Sólo raras veces se niega tan expresamente la encarnación tal y como ocurrió en el libro «Las metáforas del Dios encarnado».10 Con todo, me parece que se está extendiendo mucho la negación implícita de la verdadera encarnación del Hijo de Dios. Bajo este presupuesto de la radical inmanencia, la figura de Jesús queda reducida a un fenómeno histórico entre otros muchos.

La crisis histórica tuvo también resultados positivos, al exigir un profundizamiento de la fe y un trabajo histórico más intenso. Tenemos que dejar que hablen las fuentes. Pero esto ocurre bajo un determinado presupuesto positivo. Si aceptamos, desde un principio, que esto o aquello nunca podrá suceder en la historia, entonces no hacemos más que inmunizamos contra las fuentes y su mensaje.

Pero dirijamos antes una mirada a la tercera crisis, que es la más radical, la existencial. Si se consigue ver que la figura de Cristo queda intacta y con sus propias exigencias, entonces surge una pregunta mucho más seria, más radical que los reproches del relativismo científico e histórico. Es la cuestión de si la misma figura de Jesús «suena bien», de si no es contrariada por el drama de la vida.


3. La crisis existencial

Este cuestionamiento nos adentra profundamente en el problema cristológico, pues toca sus raíces nucleares. El problema lo trataremos desde un lugar histórico, y desde allí trataremos de exponerlo.

El año 1263 tuvo lugar en Barcelona una discusión pública entre un judío convertido al cristianismo, Pablo Christiano, y un gran sabio judío, Moisés Nachmanides (t 1270). Se trataba de si Jesús era el Mesías. Nachmanides presenta contra Christiano un argumento espeluznante: Jesús no puede ser el Mesías, pues está anunciada una gran paz universal para el día de su venida (cfr. Is 2, 4). «Pero desde la venida de Jesús hasta hoy el mundo está lleno de ultrajes y de devastaciones y los cristianos derraman más sangre que los otros pueblos».11 El argumento es realmente duro. Nachmanides muestra desde el presente por qué no se puede ver en Jesús al Mesías que ha llegado. André Schwarz-Bart nos ha descrito en su novela «Der letzte der Gerechten»12 una escena semejante. Según una leyenda judía, tuvo lugar en el año 1240, en París, una disputa, ante el rey san Luis, entre los grandes teólogos de la Sorbona y los más importantes talmudistas del reino. De nuevo se trataba aquí de si Jesús de Nazaret es el Hijo de Dios. Después de un largo silencio, tomó la palabra uno de los sabios judíos, un tímido Rabí, Salomón Levy —la vida o la muerte dependen de una palabra en falso— y «carraspeando ligeramente de miedo y con un hilo de voz», dijo: «Si es verdad que el Mesías, del que hablan nuestros antiguos profetas, ya ha llegado, ¿cómo podéis explicar entonces el estado actual del mundo...? ¡Nobles señores!, los profetas ya han dicho que a la venida del Mesías desaparecerá del mundo toda lágrima y toda angustia. ¿No es así? Y también dijeron que todos los pueblos romperán sus espadas. ¿Sabéis para qué? Para forjar arados. ¿No es así?» Y cuando, por fin, le pregunta al rey: «Bien, Sire, ¿qué diríamos si vos olvidaseis cómo se hace la guerra?»...será arrojado por esta pregunta a la hoguera, en nombre de Jesucristo.13 Los cristianos, sin sentirse aparentemente atacados por el actual estado del mundo, están convencidos de que en Cristo se ha manifestado el Reino de Dios. Éste es el punto de arranque. Si con Cristo ha llegado definitivamente el reino de Dios, entonces «este Cristo definitivo es una amenaza de totalitarismo».14 La consecuencia es que el nuevo pueblo de Dios manifiesta ante el antiguo una actitud más que orgullosa. La larga historia del antijudaísmo cristiano y eclesiástico nos habla aquí con palabras bien claras.

El argumento es radical y quien, como cristiano, no se conmueva ante esta pregunta, es señal que se toma las cosas a la ligera. ¿Cómo es posible que los cristianos afirmen que lo que importa es este Jesús de Nazaret, cuando vemos claramente que no hay paz ni cambios hacia un mundo mejor y que nadie enjuga nuestras lágrimas? ¿Acaso no está hablando en contra de todo esto el hecho de que con el Mesías llegará el momento en que todo se renovará?

La pregunta agobiaba ya a los cristianos de la segunda y tercera generación. Todo parece hablar a favor de que el mundo seguirá siendo «lo que desde el principio de la creación fue» (2 P 3, 4). Pero, ¿dónde está lo nuevo, lo que cambia el mundo? ¿Cómo se puede entender que Jesús es el Cristo, el Kyrios? A la pregunta del Rabí sólo siguió un silencio comprometido. Esta tercera crisis es, como vemos, la más profunda, porque nos conduce directamente a la cuestión cristológica: ¿Quién es él propiamente? Ya no se trata de si el dogma desfigura la Escritura o de si la Escritura (como dogmatización) desfigura la persona histórica de Jesús. Es algo más radical: ¿Hay una imagen de Jesús coherente? Jesús mismo se convierte en la gran pregunta. El mismo Jesús les hace esta misma pregunta a los discípulos en Cesarea de Filipo: «Pero vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8, 29).
_____________________

1. B. Pascal, Pensées 91 (206), citado según Schriften zur Religion (Christliche Meister 17), Einsiedeln 1982, 109.

2. Orígenes, Contra Celsum IV, 74-81 (GCS 16, 342-352).

3. Una introducción a este tema nos la ofrece S. Drake, Galilei, Freiburg/Br. 1999; cfr. también F. Beretta, «Le Procés de Galilée et les Archives du Saint-Office. Aspects Judiciaires et Théologiques d'une condemnation célébre», en: RSPhTh 83 (1999) 441-490.

4. H. von Ditfurth, Wir sind nicht nur von dieser Welt. Naturwissenschaft, Religion und die Zukunft des Menschen, Hamburg 1981, 140.

5. Pascal, Pensées 829 (793), p. 361.

6. G. E. Lessing, Uber den Beweis des Geistes und der Kraft, 1777 (= Obras completas 8. Philosophische und theologische Schriften II, Berlin [Oriental] 1956), 12 = TzT F 5/1 Nr. 101, p. 65. Cfr. J. Moltmann, Was ist Theologie? (= QD 114), Freiburg/Br. 1988, 64, nota 6.

7. D. E. Strauss, Der alte und der neue Glaube, Leipzig 190315, 61.

8. D. E Strauss, Das Leben Jesu. Für das deutsche Volk bearbeitet, Leipzig 1864, 29.

9. A. Schweitzer, Die Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Tübingen 19516, 631-632.

10. J. Hick, The Metaphor of God Incarnate, London 1993. Cfr. también H. Küng, Christsein, München 1974; K.-H. Ohlig, Ein Gott in drei Personen? Vom Vater Jesu zum «Mysterium» der Trinitdt, Mainz 1999; discusiones sobre este tema en la recensión de M. Kunzler, en ThGI 89 (1999) 592-595.

11. Según el protocolo hebreo de Nachmanides § 49; H.-G. Mutius, Die christlich-jüdische Zwangdisputation zu Barcelona. Nach dem Protokoll des Moses Nachmanides (= Judentum und Umwelt 5), Frankfurt/M. 1982, 160, cfr. también K. Schubert, «Das christlich-jüdische Religionsgespríich im 12. und 13. Jahrhundert», en Kairos 19 (1977) 161-186.

12. «El último de los justos» (N. del T.).

13. A. Schwarz-Bart, Der letzte der Gerechten, Frankfurt/M. 1960, 12-13. Citado por Dorothe Sólle, Selbsvertretung (nueva edición), Stuttgart 1982, 123.

14. Sölle, Stellvertretung 124.

 

IV
La oposición a la figura de Jesús


A pesar del resultado, aparentemente demoledor, de la crítica histórica de Hermann Samuel Reimarus, de Fredrich Strauss y otros; a pesar del radical veredicto de la razón práctica, la figura de Jesús se nos manifiesta siempre como el más grande de todos los retos. Si nos fijamos bien, veremos que en el siglo XIX no estaba en el centro de las discusiones la lucha por la fe de la Iglesia, por el dogma, ni tampoco por la credibilidad de la Escritura —por importantes que fuesen estas cuestiones-, sino que lo más decisivo era la figura de Jesús mismo, las exigencias que de él derivan, la pregunta que él mismo propone y de la que no podemos escapar. Si la crítica histórica había relativizado realmente la figura de Jesús, constriñéndola a las limitaciones de su tiempo y manifestándola, finalmente, como un fenómeno junto a otros, no sería comprensible que autores de la categoría de Fjodor M. Dostojewskij (t 1881) o Friedrich Nietzsche (j' 1900) se hubieran preocupado de la figura de Jesús. La preocupación agónica de Nietzsche por ella, en su
«¡Ecce horno!» y en el Anticristo, muestra de qué se trata. Es demasiado grande e inevitable la cuestión, que la figura misma de Jesús nos propone, para que la crítica histórica la hubiese declarado sencillamente periclitada. También Nietzsche había leído a Strauss. En el Anticristo nos dice:

«Ya hace tiempo que yo -como un joven intelectual- saboreé, con la lentitud inteligente de un filólogo refinado, la obra de inolvidable Strauss. Tenía entonces 20 años. Ahora soy demasiado serio para estas cosas. [...] Lo que me interesa es el tipo psicológico del Redentor. Podría muy bien estar contenido en los Evangelios, a pesar de los Evangelios, recargado de rasgos extraños, mutilado, así como el de Francisco de Asís está contenido en las leyendas, a pesar de las leyendas. Nada me interesa sobre la verdad de lo que ha hecho, de lo que ha dicho, de cómo murió, sino la pregunta de si su tipo es imaginable, si ha sido «trasmitido».1

Siguiendo la huella que Nietzsche nos indica, lo que primero trataremos en las páginas que siguen no será la historia de la crítica científico-natural, ni de la histórica y existencial, sino, por el contrario, la cuestión de cuál es el impulso que surge de la misma figura de Jesús. Lo admirable y maravilioso en estos doscientos años de crítica bíblica es que la figura de Jesús no sólo no ha sido destruida, sino que ha ganado en claridad. El hecho de la «resistencia» que ella opone a todas estas críticas, de continuar siendo la gran figura, a pesar de haber sido descompuesta y despedazada por ellas, puede ser el signo de su «poderío». Su figura se impone siempre, está tan pletórica de fuerza que no puede quedar escondida bajo todas esas interpretaciones que intentan sofocarla. Así podríamos encontrar una respuesta a la pregunta de dónde se puede construir una cristología en un tiempo «post-cristiano». La discrepancia, por una parte, entre los resultados de la crítica y la ruptura de las columnas de la cristología, y el hecho, por otra, del «poderío» efectivo de la figura de Jesús, nos parece que son una guía en la búsqueda del fundamento consistente de la cristología.

El punto de partida de nuestras observaciones es la evidente «resistencia» de la figura de Jesús en medio de las crisis. Hasta hoy vienen diciendo los hombres lo mismo que un día dijo Pedro a Jesús: «Señor, ¿a dónde iremos?, tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). En ninguna parte se encuentra este contraste entre el No, proveniente de la crisis existencial, y el Sí creyente, que en la figura de Saulo de Tarso. ¿Cómo pudo llegar este apasionado enemigo de Jesús y de sus seguidores a reconocer en Jesús al Mesías? ¿Cómo llegó Pablo a «cambiar de orientación» de tal manera que ya no viese en Jesús al blasfemo, sino al Hijo de Dios? ¿Cómo pudo ocurrir que lo que a él le pareció, al principio, ser una incongruencia, se le manifestase, de pronto, como la revelación del misterio de Dios, escondido desde el principio (cfr. Rm 16, 25-26)? Lo que entonces le pasó a Pablo, en el momento de su conversión, sigue ocurriendo hasta hoy bajo nuevas formas: Jesús «convierte» a los hombres, acercándose a ellos, los «ilumina», se les «manifiesta» y se les da a conocer.


1. La impresión de la figura. Conocer a Jesús, el Cristo

¿Cómo comprendieron a Jesús los primeros cristianos? La pregunta sobre la impresión que produjo Jesús en los primeros cristianos la iremos siguiendo de la mano de los textos más antiguos del Nuevo Testamento. Se trata de aquel himno, utilizado por Pablo para acercar a Jesús a la comunidad de Filipo:

«El cual, existiendo en forma de Dios,
no tuvo ávidamente el ser igual a Dios,
sino que se anonadó a sí mismo,
tomando forma de siervo,
hecho a la semejanza de hombre,
y hallado en la condición de hombre.

Se humilló a sí mismo,
hecho obediente hasta la muerte,
y muerte de cruz.
Por lo cual, Dios también lo ensalzó
y le dio un nombre sobre todo nombre,
para que, al nombre de Jesús,
toda rodilla de los que están en los cielos se doble
y toda lengua confiese que el Señor Jesucristo
está en la gloria de Dios Padre» (Flp 2, 6-11).

El himno dedicado a los filipenses está hoy reconocido generalmente como prepaulino.2 Debió haber sido compuesto en los años 40, esto es, apenas 10 años después de la Pascua. Este texto contiene quizás las expresiones cristológicas de mayor contenido del Nuevo Testamento, en sentido absoluto. Su trascendencia la comprenderemos si ponemos como fondo el Antiguo Testamento. En el libro de Isaías se dice: «Por mí mismo juré: saldrán de mi boca palabra de justicia y no será revocada. Porque ante mí se doblará toda rodilla y jurará toda lengua. Dirá, pues, en el Señor: Mías son la justicia y el poder» (Is 45, 23-25). Los primeros cristianos, después de la muerte de Jesús, le atribuyeron todo lo que el Antiguo Testamento dice de Dios —algo digno de admiración por la seguridad con que lo hacían—.3 Jesús, el carpintero galileo, ha recibido «el nombre que está sobre todo nombre», el nombre que no es otro que el nombre de Dios mismo. En «el nombre de Jesús» se doblará toda rodilla y confesará: «Jesucristo es el Señor», el xvptos (lo que en los Septuaginta significa el nombre de Dios). Martin Hengel opina así: «En el fondo, los desarrollos posteriores ya están previstos in nuce en el himno a los filipenses».4 Ni la cristología joánica ni la paulina sabrían más que decir. Nos encontramos ante el enigma de que los cristianos de la primera generación adoran a Jesús como algo divino, atribuyéndole la divinidad de una manera insoportable para el sentimiento judío. Hengel dice, por ello, con razón «que en aquel espacio de tiempo, que ni siquiera llegaba a dos siglos, se desarrolló una cristología superior a la habida en todos los siete siglos siguientes, hasta llegar al dogma de la iglesia primitiva».5

No veo más que dos posibilidades para dar una explicación a este desarrollo. Si es posible que la primera generación concluyera por ella misma, en un increíble pequeño espacio de tiempo, este proceso de la «divinización» de Jesús, entonces tendríamos que enfrentamos con la pregunta de cómo surgió esta idea. Desde el comienzo de la crítica histórica se hicieron valer influencias externas para explicar este proceso; así, por ejemplo, el mito griego de Heraclio o el mito oriental antropológico del hombre-redentor, desde la cosmovisión gnóstica. El esquema anonadamiento-elevación, según el cual está elaborado el himno, también se encuentra en la Gnosis. Y como de esta manera se podría dar una explicación a la influencia de los que creen en su preexistencia, nos parece, a primera vista, que esta idea es seductora. Pero hay una serie de razones que hablan en contra de esta hipótesis, una de las cuales es que el himno se encuentra dentro de la tradición bíblica, siguiendo de cerca la literatura sapiencial y el Deuteroisaías. No hay duda, pues, de que hay aspectos terminológicos de contacto, pero es muy cuestionable el hecho mismo de la existencia de un mito gnóstico bien delimitado sobre la redención, que es el que podría haber encontrado el cristianismo primitivo.6

Pero también puede haber otra posibilidad y es el «poder efectivo de Jesús, de cuya impresionante influencia sobre los discípulos y también sobre amplias capas del pueblo, tanto en Galilea como en Judea, apenas nos podemos hacer hoy una idea» .7 Lo que la comunidad primitiva, inmediatamente después de la Pascua, pensó sobre Jesús y de él aceptó, tuvo que tener su origen en Jesús mismo. Sólo podemos imaginarnos un texto como el himno a los filipenses si admitimos que son la acción y la palabra del mismo Jesús las que le ofrecen la base y el fundamento. Hay un malentendido de graves consecuencias si se admite que entre el Jesús histórico y la cristología de la Iglesia primitiva se abre una profunda y «horrible» sima. Este malentendido sólo se da si, como dice Hengel, nos inclinamos a «reconocer el dogma moderno de un Jesús amesiánico».8 No hay manera de responder a la pregunta de cómo la experiencia de Jesús y el conocimiento sobre su figura histórica se «transformaron» con tanta rapidez en la creencia en un Hijo de Dios celestial. Este enorme proceso no se puede comprender sin tener en cuenta el acontecimiento central que ocurrió en Jerusalén, el año 30: la muerte en la cruz de Jesús y la radical transformación por su resurrección en las apariciones. Sea cual sea la forma de entender esto, lo cierto es que aseguraron en los discípulos la certeza de que la muerte en la cruz de Jesús tenía un sentido; más aún, que, tanto su muerte como toda su obra anterior, eran algo que Dios quiso y mantuvo, que su palabra se manifestó como verdadera y sus exigencias justificadas. Todo es obra del propio Dios.


2.
El cambio de mirada. El caso paulino

La experiencia de la iglesia primitiva también la tuvo Pablo. A él se le confió aquel «conocimiento sublime» de Jesucristo, que le hizo dirigir su mirada hacia Jesús. Ya antes de su conversión, sabía quién era Jesús: un revolucionario peligroso y blasfemo de Galilea, a cuyos discípulos, renegados de la tradición de los padres, había que perseguir (F1p 3, 5-6; Ga 1, 13-14). Con todo, Pablo apreciará, después de su conversión, este conocimiento de Jesús como un conocimiento «a la medida humana»; literalmente: «según la carne» (2 Co 5, 16). Lo que le ocurrió a Pablo, en su camino hacia Damasco, lo interpretó él después como un acontecimiento comparable a la grandeza del primer día de la creación: Por su encuentro con Jesús («yo he visto a Jesús, nuestro Señor», 1 Co 9, 1) se transformó en un hombre nuevo y dirigió básicamente su mirada hacia el Jesús de Nazaret: «el Dios que dijo: "Hágase la luz de las tinieblas" (Gn 1, 3) ha iluminado nuestros corazones para que se manifieste el conocimiento de la gloria de Dios sobre la faz de Cristo» (2 Co 4, 6).

Pablo traza aquí un paralelismo entre la conversión a Cristo y el primer día de la creación: La creación de la luz es la que hace posible toda visión. Hay un acto creativo de Dios cuando él «se manifiesta en nuestros corazones». Aquí se produce una nueva creación. Sólo cuando de esta manera se iluminan «los ojos de nuestro corazón» (cfr. Ef 1, 18), o dicho más exactamente, cuando se crean de nuevo por encima de sus posibilidades naturales de conocimiento, es cuando puede resplandecer «la gloria de Dios» en Jesús (es decir, su claridad tal y como aparece en el Antiguo Testamento), de manera que podamos reconocerlo como el Hijo de Dios. La conversión de Pablo, su conocimiento de Jesús como Hijo de Dios es para el hombre una nueva creación (2 Co 5, 17). Esta «clara aparición» no desvió para nada en Pablo su mirada hacia el «auténtico Jesús histórico». Es verdad que deslumbró sus ojos terrenales, pero Jesús le dejó ver su verdadera identidad. Se le hizo, de repente, donación del profundo y verdadero conocimiento de Jesús: la épígnosis.

La iniciativa se la atribuye Pablo claramente a Dios: «Pero cuando Dios, en su bondad, me reveló a su Hijo...» (Ga 1, 15-16; cfr. 2 Co 4, 6). El conocimiento de Dios y el conocimiento de Cristo se superponen, de la misma manera que se superponen el darse-a-conocer y el revelarse de Cristo. Para la cristología paulina esto tiene suma importancia, ya que en ello se descubre la total unidad operativa de Dios y de Jesús, manifestándose como unidad esencial. Así podemos decir que la «conversión» de Pablo se retrotrae al hecho de que fue Cristo el que se le reveló (1 Co 15, 8; 9, 1). Pablo se sintió cogido (F1p 3, 12) y conocido por él (Ga 4, 8-9; 1 Co 13, 12b). En la narración de su conversión de los Hechos de los Apóstoles es la aparición luminosa de Cristo la que desenlaza la conversión, con estas palabras: «¿Por qué me persigues?» (Hch 9, 4). Sólo porque Cristo se le reveló como la «automanifestación» de Dios hay una cristología paulina en su totalidad. Y si todo conocimiento es una gracia, tendremos que preguntamos cómo es que unos la tuvieron y otros no. ¿Será que toda reflexión teológica está de sobra? Lo que sí está claro es que conocer a Cristo no es cosa del saber, por grande que éste sea. Éste es uno de los puntos más sorprendentes: el que no hay para nadie otro acceso al conocimiento de Cristo que la libre y graciosa revelación de Dios. El verdadero conocimiento de Cristo está «oculto a los sabios y entendidos, pero manifestado a los humildes» (Mt 11, 25). El conocimiento vivo sólo es posible si se nos ha dado: «Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado, no lo atrae» (Jn 6, 44 lit.).

Esta manifestación luminosa de la figura de Cristo no es un proceso aislado e individualizado, que se realiza fuera de un contexto social; no es una experiencia privada y subjetiva sin comunicabilidad. La experiencia de que Jesús es el Cristo afecta también a la actitud de Pablo ante aquellos que, por su parte, lo tienen por Mesías, y, además, ante todos los hombres. Las comunidades de Judea «escuchaban: Ese, que antes nos perseguía, está anunciando ahora la fe, que antes quería destruir» (Ga 1, 23). La conversión no sólo significa para Pablo la ruptura con antiguas actitudes, sino la apertura a una nueva comunidad. La fe en Jesús, como el Cristo, y la comunidad de aquellos que creen en Cristo son inseparables. Y Pablo lo toma en serio. Aunque no ha sido llamado por los hombres, sino por Dios. A pesar de que él ha visto a Jesús, sube, al cabo de catorce días, a Jerusalén, para presentar a los «ilustres» el Evangelio que predica, con el fin de asegurarse «de que él ni ha corrido ni corre en vano» (cfr. Ga 2, 1-2).

El «conocimiento de Jesucristo» no lo encuentra él desligado de la «Tradición», del recuerdo de la Iglesia. Esto se manifiesta una y otra vez en sus cartas, ya sea cuando se refiere a las tradiciones comunitarias (1 Co 15, 1-11, precisamente en el kerigma de la resurrección habla Pablo sobre esto), ya cuando recurre a las tradiciones litúrgicas de las Iglesias (himno a los filipenses, Flp 2, 6-11). Al comienzo de su cristología se encuentra la experiencia de la que participó. Pero esta experiencia necesita estar integrada en la memoria, en el recuerdo de la Iglesia, para no caer en vacío. Esta experiencia de Jesucristo sólo puede ser interpretada y anunciada recurriendo siempre a la Escritura, esto es, al Antiguo Testamento. Al fundamento de la predicación corresponde que la figura de Jesús, su sentido y su camino estén «de acuerdo con la Escritura» (1 Co 15, 3). El conocimiento de Jesucristo se identifica con la profunda relectura de la Escritura, partiendo desde ella como el centro y el punto eje.

Pero tenemos que añadir algo más para evitar malentendidos: estos poderes divinos los tiene Jesús como el crucificado. Aquí reside precisamente el escándalo con el que se enfrentaron no sólo paganos y judíos, sino también los cristianos. El himno a los filipenses lo dice claramente: la elevación es la del anonadado. Pablo conocía muy bien el peligro que había si se olvidase la cruz, y recuerda siempre inexorablemente que su predicación es la del crucificado. Pero este momento central de la fe cristiana se enfrenta con incomprensión, desprecio y burla en los más antiguos testimonios paganos.

Algunos de los inculpados de ser cristianos describen, entre 110 y 112 después de Cristo, ante el gobernador Plinio el Joven (113) cuáles fueron sus delitos: «Todas nuestras culpas y errores consisten en que un día nos reunimos, antes de la salida del sol, cantando a coro un canto de alabanza a Cristo nuestro Señor».9 Plinio, que informa al emperador Trajano sobre este suceso, les obliga a renegar de Cristo. Ahora bien, nada se dice aquí sobre este Cristo. Poco después, informa Tácito (siglos 1/2) en su conocida descripción de la persecución de Nerón: «El fundador de la secta cristiana, Cristo, fue ejecutado bajo Tiberio por orden del procurador Poncio Pilato».10 Incomprensible parece que un simple carpintero, originario del odiado pueblo judío, y condenado a una muerte ignominiosa por su crimen contra el estado, sea el que revela la verdad de Dios, el futuro juez y incluso Dios mismo. En el Palatino se encuentra una caricatura del Crucificado con cabeza de asno y con este texto abajo: «¡Alejandro ora a su Dios!»

Lo que nosotros hemos calificado de «crisis existencial» se encuentra claramente formulado en el filósofo pagano Celso (s. 2/3):

«¿Cómo podríamos haber tenido por Dios a uno que no realizó ninguna de las obras que predicaba y que, cuando lo entregamos y condenamos, queriéndolo castigar, se escondió intentando huir, y que de la manera más injuriosa fue aprehendido y traicionado precisamente por los suyos, a quienes él eligió como discípulos? Si era Dios, no tenía por qué huir ni consentir ser conducido atado y, menos que nada, ser abandonado y traicionado por los que convivían con él, y por maestro lo tenían, considerándolo como el Salvador y el Hijo de Dios altísimo».11

Celso pone intencionadamente en boca de un judío estas acusaciones. Judíos y paganos coincidían en esto, y, por ello, subraya Pablo con tanto ahínco: «Nosotros hemos predicado a Cristo el Crucificado» (1 Co 1, 23; cfr. 2, 1-2). Un crucificado, Hijo de Dios, Kyrios, Mesías, 6wi'Ñp (Redentor) - ¡qué escándalo tan enorme! No hay, pues, tampoco nada que «explique» con credibilidad el nacimiento de esta doctrina tan escandalosa, a no ser aceptando que Jesús mismo es el fundamento de la misma. Ni judíos ni paganos pudieron haber «encontrado» la figura de un Mesías crucificado, de un Hijo de Dios muerto en la cruz. Hay sólo una explicación posible: que Jesús mismo, por su palabra y sus obras, por su muerte y resurrección vale por sí mismo. El es el fundamento de la cristología; él es la luz que ilumina su figura. No es cierto, pues, que el dogma cristológico haya «repintado» u «ocultado» su figura. Más bien es la luz la que proviene de El: «En tu luz veremos la luz» (Sal 36, 10). Esta luz es la que deslumbró a Pablo y lo hizo caer al suelo, cegándolo, pero «iluminando los ojos de su corazón» (cfr. Ef 1, 18), de tal manera que él pudiese conocer a Cristo.12

La cristología siempre continuará siendo el intento de ver la figura de Cristo en su propia luz, de encontrar y presentar su «coherencia», intentando así comprender por qué es necesario que «el Mesías tenga que sufrir todo esto para entrar en su gloria» (Lc 24, 26). En la cristología se trata de esta «necesidad», imposible de ser derivada de ninguna lógica o razón humana, pero que es, al mismo tiempo, la respuesta más profunda a todas las preguntas, a todos los fracasos y a todas las ansias humanas: Jesús es la respuesta sorprendente, inesperada, escandalosa, pero, sin embargo, es una gozosa respuesta de Dios, por encima de todo lo esperado, a la desazón del corazón humano.13


3. Plenitud de poder y anonadamiento

¿Cómo experimentaron a Jesús y su obra terrenal sus contemporáneos, su gente? Si consideramos más de cerca el testimonio de los Evangelios, salta a la vista la tensión, en el camino de Jesús, entre la cruz y la gloria. Por una parte, nos sorprende la afirmación de Jesús de obrar en el nombre de Dios. Por otra, vemos que se acerca a los más pobres, que se preocupa de los pequeños y desvalidos. Ambas cosas despertaron el escándalo de sus contemporáneos judíos.

a) La lucha por la plenitud del poder — Un día en Cafarnaún

Quien lea el comienzo del evangelio de san Marcos como una «exposición del drama» de la pasión, sabrá que la primera impresión que produce Jesús al comienzo de su vida pública es la de su sorprendente plenitud de poder. Marcos describe aquí el comienzo de su actividad en Cafarnaún, ofreciéndonos los primeros signos del conflicto (Mc 2, 1-3, 6).

Al cabo de haber alcanzado el momento más alto de su obra en Galilea, vuelve Jesús a Cafarnaún. Aquí se inició, según nos describe Marcos, la discusión sobre la plenitud de poder de Jesús. Marcos nos describe un día en Cafarnaún, que comienza con la curación del impedido (Mc 2, 1-12), continuando con la discusión entre Jesús y los fariseos. Esto nos manifiesta claramente la dimensión del conflicto que se avecinaba: «Hijo mío, tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5). Un escándalo siguió a estas palabras de Jesús. «Blasfema contra Dios. ¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?» (Mc 2, 7). La discusión de los enemigos de Jesús es una discusión a favor de Dios, a favor de la gloria que sólo a Dios pertenece. Según la concepción judía, ni siquiera el Mesías podía perdonar los pecados (cfr. Ex 34, 7; Is 43, 25; 44, 22). Tampoco Jesús pone en duda que sólo Dios puede perdonar los pecados, pero exige que se reconozca que este obrar de Dios se realiza en sus palabras y hechos. Como demostración de su plenitud de poder sirvan estas palabras: «¿Qué es más fácil, decir al impedido: "tus pecados te son perdonados" o decir: "levántate, toma tu camilla y vete?"» (Mc 2, 9). Sus curaciones no son obra de un milagrero carismático, van más allá, tienen un sentido teológico: Jesús es el Hijo del hombre, que tiene sobre la tierra el poder omnímodo de perdonar los pecados (cfr. Mc 2, 10). Desde un principio está en juego la cuestión de Dios. La causa de Jesús es la causa de Dios. Quien en Israel desprecia a Dios, lo hace «por Dios», para «honrar a Dios» (cfr. Jn 9, 24). A quien sigue a Jesús se le abre un nuevo camino, una inesperada mirada hacia Dios.14

En la comida de Jesús con los pecadores (Mc 2, 13-17), en su propia casa (Mc 2, 15), apreciamos lo que quiere decir propiamente la expresión: «El Reino de Dios está cerca» (Mc 1, 15). Los pecadores son perdonados y entran a formar parte de la comunidad de Dios. A Jesús pronto se le burlaron cuando comía con los impuros, según la ley, diciendo: «es un comilón y borracho» (Mt 11, 19). El escándalo que esto produjo no fue porque se relacionaba con los pecadores, sino porque nunca excluía a nadie, superando así la diferencia entre justos y pecadores. En este momento aparece el núcleo de su predicación: Anuncia la Buena Noticia de que Dios perdona a los pecadores. La parábola que Jesús cuenta, con motivo de su encuentro con la pecadora que le ungía con perfume sus pies, tiene como presupuesto que él es quien perdona los pecados (cfr. Lc 7, 36-50). La obra de Jesús nos muestra que su palabra significa lo que él dice: «Yo he venido para llamar a los pecadores, no a los justos» (Mc 2, 17).

Con la venida de Jesús tiene lugar algo nuevo. Los discípulos de Jesús no ayunan, siendo aquí la razón que se da más escandalosa aún que la propia acción: «¿Acaso pueden ayunar los invitados a la boda mientras está con ellos el novio?» (Mc 2, 19). Jesús habla de sus comidas aduciendo como ejemplo el convite de bodas. Y lo mismo sirve para el caso de su comida con los pecadores. La boda es, como sabemos, una imagen veterotestamentaria para significar el tiempo de la salvación mesiánica.15 La única piedra de escándalo está en que aquí no se habla de un tiempo de salvación cualquiera, sino de que Jesús se considera a sí mismo como el novio. El es el que trae la salvación. Los discípulos no necesitan ayunar, porque él ha venido a llamar a los pecadores (Mc 2, 17c). La radicalidad de la reivindicación de Jesús aparece con toda su lapidaria significación en estas palabras, que tienden a justificar por qué los discípulos no ayunan: «¡Vino nuevo, odres nuevos!» (Mc 2, 22). Por primera vez, aparece aquí con toda claridad la reivindicación de Jesús de estar sobre la ley. Tendríamos que tener bien a la vista lo imposible que esto era para los fieles seguidores de la ley. Jesús interpreta lo más sagrado, la Toráh, de forma soberana.16

El conflicto entre Jesús y los sabios de la ley alcanza su momento culminante en la primera discusión sobre el sábado. Los discípulos arrancan espigas en sábado (Mc 2, 23-28). En seguida, culpan los fariseos a Jesús como el responsable, advirtiéndole de que una profanación intencionada del sábado lleva acarreada consigo la pena de muerte. El sábado es para Israel la ley más sagrada, la que lo distingue de los otros pueblos. Pero Jesús se coloca con su respuesta por encima del sábado. Se declara a sí mismo como el auténtico intérprete del orden de la creación, como el que está sobre la ley, que para los judíos significaba la última manifestación de Dios sobre el sentido de la creación. En la frase final con sentido cristológico se dice explícitamente: «Por esto el Hijo del hombre está sobre el sábado» (Mc 2, 28).

El punto álgido del conflicto se alcanza en el informe sobre la curación en sábado (Mc 3, 1). La pregunta de Jesús es irrebatible: «¿Qué está permitido hacer en sábado? ¿el bien o el mal?, ¿salvar una vida o destruirla?» (Mc 3, 4). Obra de Dios es hacer el bien, La ley no puede hacer otra cosa que la voluntad de Dios. ¿Está permitido hacer el mal en sábado, destruyendo una vida? En esta argumentación hay dos cosas dignas de mención que caracterizan la obra de Jesús: Jesús está, en primer lugar, dentro de la tradición de la interpretación de la Toráh. Toda su argumentación se encuentra dentro de su marco y espera conseguir que sus oyentes estén de acuerdo con él. Por otra parte, relaciona con esto la original reivindicación de su directa comunicación con el Padre, de una forma nunca oída hasta ahora, y que sólo podía provocar el escándalo. Exige una autoridad incondicional para interpretar auténticamente la Toráh, según la voluntad de Dios.17

La consideración de la primera perícopa de Marcos nos muestra que la primera impresión que Jesús causa aparece, ya desde el principio, en una la luz teológica. La presencia de Jesús es experimentada con un asombro tal que o bien provoca la alabanza de Dios (Mc 2, 12), o bien es entendida como escandalosa. El fenómeno «Jesús» no es unívoco, pues puede ser comprendido de forma contradictoria, precisamente por razón de los mismos hechos. Por mucho que podamos recopilar todos los datos históricos, incluso los más seguros, nunca nos darán desde sí mismos una unívoca imagen de Jesús. Si consideramos todos los crecientes rechazos de Jesús, veremos que todo su hacer y decir siempre ofrecerán a sus contrarios motivos de que blasfema contra Dios, de que «está fuera de sí» (Mc 3, 21), más aún, de que está poseído (Mc 3, 22; 3, 20). Esta postura puede incluso degenerar en una dureza de corazón, tal y como se manifiesta en los pensamientos homicidas de sus enemigos (Mc 3, 6). Por el contrario, los mismos actos se convierten para sus discípulos en signos cada vez más evidentes de que Jesús viene de Dios. La forma en que es comprendido Jesús depende de la posición que se tenga ante él, de la disponibilidad de seguirlo o no. Aquí está la clave para comprender a Jesús: la fe. Jesús exige conversión, proclama la cercanía del Reino de Dios y lo hace con tal exigencia que la fe en su propia persona está inseparablemente unida a la aceptación o rechazo de su soberanía divina.

b) «Evangelizare pauperibus», principio del anuncio de Jesús

Nos llama la atención el hecho de que en el Nuevo Testamento sean precisamente los pequeños los que comprenden a Jesús. Esto tiene algo que ver con él mismo. El no sólo se identifica con Dios, sino también con los más pobres, y ninguna de las dos cosas puede ser separada de la otra. Para poder ver la imagen de Jesús, dirijámonos ahora a este aspecto complementario. La sorprendentemente grande reivindicación de Jesús hace pareja con el no menos sorprendente anonadamiento, que, tanto antes como después de la Pascua, es tan escandaloso como su reivindicación de poder.

Jesús no sólo ha vivido en la pobreza, también se ha identificado de manera incontestable con los más pobres. Esto se nos manifiesta en la descripción parabólica del «juicio universal» (Mt 25, 31-46). Aquí dice el «rey» (v. 40), el «Hijo del hombre» (v. 31), a los que se encuentran sorprendidos a su derecha: «Lo que habéis hecho con uno de estos mis pequeñuelos, conmigo lo habéis hecho» (v. 40). Jesús se identifica con los más pequeños. Allí está él con ellos. Quien los ve, a él ve. Pero, al mismo tiempo, aparece precisamente aquí la conciencia que él tiene de sí mismo: Él es el Hijo del hombre escatológico, el que anuncia a todos los pueblos el juicio de Dios.18 Jesús une la salvación de los judíos y de los paganos a su persona. Una comparación con un Midrasch nos puede explicar que Jesús insiste en presentarse en lugar de Dios: «Dios habla a Israel: Hijos míos, si vosotros habéis dado de comer a los pobres, os lo tengo como si me hubieseis dado a mí de comer».19

Esta breve consideración del paralelismo nos muestra cómo Jesús manifiesta su identificación con Dios por medio precisamente de su identificación con los pobres. Jesús sabe que ha sido enviado a los pobres y es aquí precisamente donde muestra al Padre como a aquel que salva a los pobres. Jesús —«yo y el Padre somos uno» (Jn 10.10) - y su identificación con los más pequeños (Mt 25, 40) son las dos caras de su figura. Cuando Jesús proclama a los pobres bienaventurados, y les promete el Reino de Dios, lo hace desde la centralidad de su predicación. Su Evangelio se dirige a tres clases de personas íntimamente unidas: los pobres, los pecadores y los pequeños.20 ¿Quiénes son éstos? ¿Cómo es que Jesús dirige especialmente a ellos su predicación?

Los pobres son, en primer lugar los pobres en el sentido literal de la palabra. Lázaro fue realmente un pobre «lleno de llagas y hambriento» (Lc 16, 9-31). Junto a los pobres son bienaventurados los que sufren y los hambrientos (Mt 5, 3-6). Los «más pequeños» entre los hermanos de Jesús son los hambrientos, los sedientos, los extranjeros, los desnudos, los enfermos, los prisioneros (Mt 25, 31-46). Son los que trabajan duramente, los agobiados (Mt 11, 28). A los pobres se les anuncia la Buena Nueva. El signo de todo esto es que los ciegos ven, los paralíticos andan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan (Mt 11, 5). Los «pobres y los cojos, los ciegos y los impedidos son invitados» a las bodas (Lc 14, 21). Se trata aquí de aquellos pequeños que carecen de seguridad, que están abandonados y sin ayuda. Un pobre sano ya no es uno de los más pobres, porque aún tiene la riqueza de la salud. Los más pobres entre los pobres son los pobres enfermos. La opción por los pobres tiene que ser siempre una opción por los más pobres entre los pobres.21

Ahora bien, los pobres de Jesús no constituyen una categoría social. Hay de hecho una gran diferencia entre ellos, hay gente que es considerablemente más rica que los escribas seguidores de la ley. Los enemigos de Jesús le reprochan «ser amigo de publicanos y pecadores» (Mt 11, 19). Pecadores son aquellos hombres que desprecian claramente a Dios, ladrones, mentirosos, adúlteros y, en especial, hombres que ejercen un tipo de oficio despreciable, porque en él se induce a ir contra la ley o porque, por razón del mismo oficio, se sienten movidos a ello: «publicanos y prostitutas» (Mt 21, 32; Lc 11, 18). ¡Y es con ellos con los que Jesús se junta y hace amistad! (Lc 7, 34). También provoca escándalo el que Jesús no sepa descubrir a la «pecadora», sino que la recibe (Lc 7, 36-40). Esto es percibido como una contradicción a su palabra como enviado de Dios. «Si fuera realmente un profeta. debería saber qué clase de mujer es esa que deja que le toque» (Lc 7, 39).

Un tercer grupo es significativo para comprender lo que entiende Jesús cuando dice que se anuncia el Reino de Dios a los pobres. «Quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él» (Mc 10, 15). Ni lo sabios ni los inteligentes tendrán entrada en el misterio de la gloria de Dios (Mt 11, 25). A Dios le ha satisfecho más revelarse a los pequeños, a los niños. Esto constituye uno de los rasgos más escandalosos de los actos y de la enseñanza de Jesús. En contra de nuestra actual manera de comprender, la expresión «ser niño» tenía, en la antigüedad y en el ámbito lingüístico bíblico, un significado despreciativo o representaba, por lo menos, un estado lamentable. En la predicación de Jesús, los pequeños están siempre en el ámbito en el que se encuentran los pobres y despreciados, los «locos», y que es cuestión de parecerse a ellos (Mc 9, 33-37). Lo que, dicho de forma concreta, significa humillarse a sí mismo. Hay que hacerse pobres en el espíritu. Niños, locos, sencillos, todos éstos son los considerados incapaces de saber, y ¿qué pueda haber más despreciable que vivir sin saber? Precisamente, esta actitud de Jesús es la que quizás ha hecho más mella en el punto más débil de los sabios de la ley, pues la pobreza más tremenda que se pueda tener es el desconocimiento de la ley.22

¿Qué significa, pues, esta actitud de cercanía de Cristo hacia los pobres? En el Antiguo Testamento, los pobres se encuentran bajo un especial cuidado de Dios. El canto del Magnificat reproduce esta concepción, haciendo de ella un canto de alabanza: «derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos» (Lc 1, 25-53). Este anuncio profético describe el tiempo de la salvación como el juicio de Dios en favor de los pobres. Entonces se les hará justicia. Ahora siguen los pobres sometidos de muchas maneras, pero Dios, «en su día», se manifestará como Señor, colmándolos definitivamente de favores.23 El tiempo final comienza con la Buena Nueva a los pobres (los anawin), que les hará llegar el definitivo mensajero (cfr. Is 61, 1-3; Lc 4, 18-19).

No puede haber duda de que Jesús se comprendió a sí mismo como el definitivo mensajero. Así es como responde ala pregunta del Bautista: «¿Eres tú el que ha de venir?», no directamente, sino diciendo sólo: «Los ciegos ven, los lisiados andan... y a los pobres se les anuncia el Evangelio... Dichoso el que no se escandalice por mí» (Lc 7.9, 22-23). Jesús indica con ello que en su obra se da cumplimiento a los signos profetizados por Isaías de la gran acción divina. Por ello invita Jesús al Bautista y a sus oyentes a que se alegren.

Ellos tienen que alegrarse sobre todo de que ahora, en el comienzo del tiempo de salvación, los pecadores reciben la misericordia de Dios. Es aquí donde de forma absoluta se manifiesta la conciencia que tenía Jesús de ser el enviado. Jesús se sabe enviado a anunciar a los pecadores la Buena Nueva. Y esto sucede de forma bien concreta. Su estar a la mesa con los pecadores es un «anuncio del banquete escatológico».24 Jesús reta a sus enemigos a sentarse a la mesa en comunidad con los pecadores; tienen que superar su demasiado estrecha manera de comprender la ley. «Un fariseo no se hospeda con ellos (los `amme ha-`arác), ni tampoco recibe a ninguno de ellos, vestido de tal talante».25 El dramatismo que un tal cambio de sentido propuesto por Jesús significó para sus discípulos, se manifiesta en la visión de Pedro en Joppe (Hch 10, 9-23).

Para los fariseos, el mandamiento del amor a los enemigos no era el mayor problema. Así leemos en Qumrán: «Yo (el orante) no quiero compadecerme de todos los que andan descarriados; no quiero consolar a los ultrajados, hasta que su conversión tenga efecto».26 Pero Jesús va más allá que incluso los fariseos-del-amor de la escuela de Hillel (t ca. 10). «Rabi Hanina opinaba que había que amar a los justos y no odiar a los pecadores. Pero Jesús había dicho: Pero yo os digo: "amad a vuestros enemigos y rogad por vuestros perseguidores" (Mt 5, 44)».27 Lo que los enemigos de Jesús no podían admitir parece ser la inseparable relación entre la misericordia de Dios y la propia acción de Jesús, la «implícita situación cristológica». Después de la aparición de Jesús ya no se puede uno atener a la misericordia de Dios sin admitir a Jesús. Nunca se habla así explícitamente, pero en todas partes se da esto por supuesto. Jesús se sabe tan unido a la voluntad de Dios que fundamenta directamente toda su obra en ella. Esta coincidencia con la voluntad de Dios se percibe en toda su vida. «¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado?» (Jn 8, 46). Verdaderamente, nunca se le acusó a Jesús de ser un pecador. Los reproches se dirigen siempre a toda su obra: «Está fuera de sí» (Mc 3, 21). «Blasfema contra Dios» (Mc 2, 7). «Está poseído por un espíritu inmundo» (Mc 3, 30). Jesús, por el contrario, exige una total decisión: «Quien no está conmigo, está contra mí» (Mt 12, 30).

La inclinación de Jesús hacia los pobres, hacia los pecadores y hacia los niños confirma su reivindicación, señalada en las perícopas de Marcos, de que obra en lugar de Dios y con total poder divino. Ella nos lo da a conocer como Dios. Esta reivindicación se manifiesta, si seguimos el Evangelio de Marcos, cada vez con más claridad durante toda la vida terrena de Jesús y alcanza su punto culminante en la cruz. Todo está de acuerdo con la confesión del capitán pagano: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).

Desde el himno a los filipenses hasta la carta a los hebreos podemos comprobar que la imagen divina, la filiación divina de Jesús siempre fue vista en relación con el escándalo de la cruz. Los cristianos adoran a un Dios crucificado. Esta es la impresión que los paganos tienen de ellos y que corresponde realmente a la fe de los cristianos. Las frases sobre la dignidad de Jesús se tornan más escandalosas al ser atribuidas a un crucificado. Todo habla a favor de que esta constelación de cosas no ha podido ser inventada ni por los judíos ni por los paganos. Incluso para los discípulos de Jesús es tan comprometida que siempre hasta hoy han intentado eludirla. Pero ella sólo se deja ser desvirtuada en el caso de que se le quite su fuerza a la divinidad o la cruz de Jesús. La experiencia de los discípulos de Emaús ya nos muestra la fuerza de esta tensión. La cruz parece contradecir todas las esperanzas mesiánicas sobre Jesús. Poco a poco, sin embargo, comienzan a comprender que así y sólo así tenía que suceder: «¿No tenía el Mesías que sufrir todo esto para entrar así en su gloria?» (Lc 24, 26).
______________________________

1. E Nietzsche, Der Antichrist, §§ 28-29 (= Obras, editadas por Coll/Montinari VI, 3), 197.

  1. Cfr. J. Gnilka, Der Philipperbrief (= HThK 10, 3), Freiburg/Br. 1968, 131-133; E. Schnackenburg, Christologische Entwicklungen im Neuen Testament: MySal 111/1, Einsiedeln 1970, 277-388, aquí: 322; W. Egger, Galaterbrief — Philipperbrief — Philemonbrief (= NEB NT 9.11.15), Würzburg 1985, 60.

  2. O. Cullmann, Die Christologie des Neuen Testaments, Tübingen 19755, 242.

  3. M. Hengel, Christologische Hoheitstitel im Urchristentum. Der gekreuzigte Gottessohn, en H. v. Stietencron (ed.), Der Name Gottes, Düsseldorf 1975, 90-111, aquí: 107,

  1. M. Hengel, Der Sohn Gottes, Tübingen 1977.

  2. Cfr. Schnackenburg, Christologische Entwicklungen 321; Gnilka, Der Philipperbrief 138-144.

  3. Hengel, «Christologie und neutestamentliche Chronologie. Zu einer Aporie in der Geschichte des Urchristentums», en H. Baltensweiler (ed.), Neues Testament und Geschichte (FS O. Cullmann), Tübingen 1972, 43-67, aquí, 64.

  4. Hengel, Christologie und neutestamentliche Chronologie, 48.

  1. Plinio, Briefe X, 96 (Trad. de Schuster, Stuttgart 1987, 63) = TzT F 5/1, n. 17, 32-33.

  2. Tácito, Annales 15, 44 (Trad. de E. Heller, München 1982, 749) = TzT F 5/1, n. 19; 33-34.

  1. Orígenes, Contra Celsum 2, 9 (SC 132, 300-303).

  2. Cfr. M. Hengel, Die christologische Hoheitstitel im Urchristentum, 90-92; cfr. Grillmeier, Jesus der Christus, I, 14-16.

  3. «Inquietum est cor meum, donec requiescat in te». — «Inquieto está mi corazón hasta que descanse en ti». Agustín, Confessiones I, 1, 1, 1.

14. Véase más adelante, el cap. III/3c: Los signos del Reino de Dios que viene, p. 211.

  1. J. Gnilka, Das Evangelium nach Markus I (= EKK 2/1), 114.

  2. Cfr. J. Neusner, Ein Rabbi spricht mit Jesus, München 1997; Jacqueline Genot-Bismuth, Un homme nommé Salut. Genése d' une héresie á Jérusalem, Paris 19952; Balthasar, Herrlichkeit III, 2, 2, 10-118.

17. Véase más abajo nuestro cap. IV/la: La Ley, p. 222.

  1. Cfr. la interpretación de Mt en G. Lohfink, Universalismus und Exkklusivitát des Heils im Neuen Testament, en W. Kasper (ed.), Absolutheit des Christentums (= QD 79), Freiburg/Br. 1977, 63-82, aquí: 74-79.

  2. Midr. Tann. 15, 9, cit. en J. Jeremias, Die Gleichnisse Jesu, Góttingen 19622, 205.

  1. Cfr. en lo que sigue, J. Dupont, Les Béatitudes, vol. II, Paris 1969, 13-278.

  2. En el Qumrán, por el contrario, son excluidos expresamente los que arrastran algún tipo de mancha o de impureza. Cfr. 1QM7, 3-6; 4; 4QDb; cit. en Dupont, Béatitudes II, 147-148.

  1. H. L. Strack, / P. Billerbeck, Kommentar zum Neuen Testament aus Talmud und Midrasch, I, München 1922, 190-191. Cfr. también sobre este tema, H. U. v. Baltasar, Wenn ihr nicht werdet wie dieses Kind, Einsiedeln 1998; F. Ulrich, Der Mensch als Anfang. Zur philosophischen Anthropologie der Kindheit, Einsiedeln 1970; H. Spaemann, Orientierung am Kinde. Meditationsskizzen zu Mt 18, 3, Einsiedeln, vol. II, 65-88.

  2. Numerosos textos en Dupont, Béatitudes, vol. II, 65-88.

  1. J. Jeremias, Neutestamentliche Theologie, Gütersloh 1971, 117.

  2. Dam 2, 3; cit. por Jeremias, Neutestamentliche Theologie 120.

  3. 1 QS 10, 20s. Para obtener una visión equilibrada, léanse los textos citados por David, que nos muestran que muchos ya entonces pensaban como Jesús, D. Flusser, Reinbeck 199921, 79-83.

  4. Flusser, Jesus 74.