III

LA VIDA NUEVA EN CRISTO, EN LA IGLESIA PARA EL MUNDO


Para completar nuestro tratado de antropología teológica nos queda ahora proponer una descripción sumaria del novum introducido por el acontecimiento de Cristo. Tras haber recorrido las etapas principales de la doctrina de la justicia propia del orden cristiano desde el punto de vista histórico-dogmático y haber analizado sus categorías teológicas características (participación en la naturaleza divina, filiación adoptiva, justificación, inhabitación, gracia creada, mérito, perseverancia), ahora, sin solución de continuidad, examinaremos esta misma realidad desde el punto de vista del contenido de novedad obrado por la gracia de Cristo en la vida del hombre. La presente reflexión desarrollará los temas constitutivos de la existencia cristiana considerada tanto en su in-separable dimensión individual y comunitaria como en su modalidad histórica de realización: la
sequela Christi.


1. La existencia cristiana como existencia en Cristo

a) La experiencia de la existencia en gracia

LA NOCIÓN DE «EXPERIENCIA»

La teología contemporánea ha recuperado el interés por la noción de experiencia en el ámbito de la reflexión sobre la vida de gracia 235. No sólo la teología dogmática, sino la misma reflexión catequética, pastoral y misionera han reconocido el papel central de la categoría de experiencia 236

Los dinamismos de la gracia con que el Espíritu conforma al bautizado con Cristo, ¿pueden convertirse en objeto de la experiencia humana? Si la respuesta es positiva, ¿cómo se realiza entonces esta experiencia de la gracia?

En la teología espiritual, propia de la época moderna, se tendía a restringir el concepto de experiencia al ámbito de la mística, por cuanto sólo los dones del Espíritu Santo infundidos en algunos creyentes hartan «experimentable» el conocimiento de las Personas divinas. Con frecuencia se explicaba de este modo la inhabitación trinitaria, como si la existencia de una relación personal con Cristo y con el Espíritu tuviese que estar reservada a los estadios más elevados del conocimiento místico, mientras que el común de los bautizados sería destinatario sólo de los dones de la gracia creada 237. Esta explicación corría el peligro de minusvalorar el hecho de que, con el bautismo, la presencia del Espíritu Santo es patrimonio de todos los justos y que la experiencia mística constituye un caso excepcional de la experiencia eclesial normal de fe, esperanza y cari-

 

  1. J. Mouroux, L'esperienza cristiana, Brescia 1952, y K. Rahner, Über der Erfahrung der Gnade, 1954, y otras varias contribuciones de sus Ensayos Teológicos se consideran pioneros en la recuperación de esta temática dentro de la teología católica. Después del Concilio la bibliografía sobre la misma es inmensa, aunque no parece que se haya alcanzado todavía la claridad deseable acerca de una categoría que «es indispensable si la fe es el encuentro de todo el hombre con Dios» (von Balthasar, Gloria. 1... cit., 203). Para una primera mirada de conjunto y bibliografía sobre la experiencia cristiana remitimos a los números monográficos de las revistas «La Scuola Cattolica» 6 (1979) y «R.C.I. Communio» (ed. esp.) 3-4 (1996).

  2. El Magisterio postconciliar ha reflexionado en positivo sobre la catequesis y la experiencia, señalando también el riesgo de reducir el contenido original del acontecimiento cristiano a algo de 10 que el hombre por sí solo puede hacer experiencia (DCG [1971] 74; CT 22; DCG 116-117; 152-153).

  3. La teoría de la inhabitación de Tomás, que ciertamente está toda ella orientada a la plenitud de la fruición de los dones del conocimiento y del amor y, aún más, a la visio beatifica, no permite semejante reducción (cfr. Prades, Deus... cit., 452-455; Ruiz de la Peña, El don... cit., 394-402; Ladaria, Antropologia... cit., 448-454).

dad. Es indudable que en los místicos podemos reconocer a los testigos elegidos y cualificados de la especial presencia trinitaria, pero sin olvidar nunca la analogía y la continuidad existentes entre la experiencia de fe común y la experiencia mística, hasta llegar a la visión beatífica.

La justa preocupación por explicar la entera vida cristiana en términos de experiencia ha llevado, recientemente, a proponer otras soluciones, inspiradas generalmente en el pensamiento rahneriano 238. En esta perspectiva, la experiencia de Dios no sería sino la profundidad última, la dimensión radical, de toda la existencia personal, que puede incluso permanecer anónima en cada una de las experiencias concretas. Allí donde un hombre vive su propia existencia con esta verdad última (amor gratuito, rechazo del mal, lucha contra la injusticia...), no estamos en presencia sólo de experiencia «natural», sino de experiencia de gracia, más allá de la conciencia del propio sujeto 239.

[Rm 14, 6-8; 1 Co 10, 31; 1 Ts 5, 10; Col 3,17]

Ahora bien, si es cierto que la experiencia del Misterio se da a través de experiencias intramundanas y que la presencia de la gracia no debe buscarse fuera de la vida cotidiana, en una especie de dimensión paralela, sino dentro de ella, a causa entre otras cosas de la constitutiva dimensión cristológica de la creación (cfr. Rm 14, 6-8; 1 Co 10, 31; 1 Ts 5, 10; Col 3, 17), no se ve sin embargo por qué precisamente la dimensión que más digna hace la vida del hombre (la conformación del individuo con Jesucristo en todos sus dinamismos humanos) debería quedar oculta a la conciencia. Se haría así imposible comprender en qué sentido las experiencias humanas particulares pode an testimoniar la experiencia de una existencia históricamente determinada en Cristo.

Para responder a las preguntas iniciales, las dos soluciones propuestas –tanto el presentar la experiencia de la gracia en términos de arrebato experimentable reservado a lo místicos, cuanto el interpretarla como una experiencia genérica de profundidad de lo humano– resultan insatisfactorias. Igualmente reductivo sería partir de categorías aparentemente universales (estudio comparado de fenómenos místicos en las religiones...) olvidando el criterio establecido al comienzo de nuestro itinerario: la fe cristiana se entiende en relación a la revelación de Jesucristo que, en cuanto universal concreto, es principio explicativo de la realidad.

[DV 8; GS 21]

La respuesta debe emanar directamente de la existencia en Jesucristo, con la certeza de que este planteamiento no sacrifica la dimensión propiamente humana implicada en la experiencia cristiana. Más bien

  1. Véase la presentación de la noción de existencial sobrenatural que ha elaborado K. Rahner, en el capítulo 1.

  2. Cfr. K. Rahner, Ateismo e «cristianesimo implicito», en AA.VV., L'ateismo contemporaneo, IV, Torino 1970, 91-108.

sucede al contrario, que sólo así se salvaguardan suficientemente los factores constitutivos de toda verdadera experiencia humana 240.

EXPERIENCIA DE LA GRACIA Y LÓGICA DE LA ENCARNACIÓN

[Jn 1, 14.18; Col 1, 15; 1 Tm 6,16; 1 Jn 1, 1-2]

La Sagrada Escritura testimonia que la experiencia de Dios está caracterizada por el hecho de que el Dios invisible (cfr. Jn 1, 18), que habita en una luz inaccesible (cfr. 1 Tm 6,16), ha venido Él mismo al ámbito visible de la existencia propia de las criaturas (cfr. Col 1,15). Dios, en el evento de Cristo, se nos ha revelado como hombre: y del mismo modo que pertenece a la percepción de un hombre el ser visto, escuchado y tocado, aquellos que tuvieron familiaridad con Jesús vieron, oyeron y tocaron al Verbo de la vida (cfr. 1 Jn 1,1-2) 241.

[Jn 14, 7-11; DV 2-4; GS 21]

Este ver, oír y tocar debe, por tanto, entrar necesariamente en la normal relación de gracia con Él, desde el momento en que esta lógica de la Encarnación es insuperable. Aquél para el que el Padre (el Misterio) no se ha hecho de algún modo visible en el Hijo (cfr. Jn 14, 7-11) no ha encontrado todavía el proprium de la revelación cristiana (cfr. DV 2-4; GS 21) 242.

[1 Co 2, 6; Jn 14, 6.26; 1 Jn 2, 28; 1 Jn 5, 4-5.13.15;
Ga 2, 20; 2 Co 6, 4-10]

En el Nuevo Testamento, debido precisamente al carácter visible del acontecimiento de Cristo, la experiencia cristiana adquiere un valor positivo, a partir de una Presencia históricamente dada. Se trata, especial-

  1. En la crisis modernista el concepto de experiencia adquiere connotaciones sentimentales, subjetivistas e inmanentistas que lo vuelven sospechoso a ojos del Magisterio (DS 3484). Fue el concilio Vaticano II el que utilizó el término con sentido positivo (DV 8; GS 21). Cfr. A. Maggiolini, La doctrina del Magisterio sobre la experiencia en el siglo XX, en «R.C.I. Communio» (ed. esp.) 18 (1996), 194-211.

  2. Comentando Ga 3, 1-6, A. Vanhoye, La lettera al Galati II, Roma 19973, 74, observa que cuando se habla de «recibir el Espíritu Santo» «se trata necesariamente de un hecho observable, constatable».

  3. Véase en el capítulo 1 lo que se ha expuesto acerca de la estructura de la revelación cristiana y sobre la singularidad de Cristo. Es valiosa en este sentido la tesis balthasariana que introduce en la experiencia cristiana las categorías de la experiencia estética, en las que se da una unidad entre la concreción máxima de la forma singular y la universalidad máxima de su significado. Por ello la manifestación del significado universal no se alcanza mediante la superación de las determinaciones concretas sino profundizando en la forma singular, que conduce así al valor del que es signo. Cfr. von Balthasar, Gloria. I... cit., 203-336.

mente en el corpus joánico, de una relación de conocimiento amoroso del Dios vivo, que implica el cambio del hombre entero. Es una apertura y una entrega a la Verdad presente que es descrita como un «saber», una «sabiduría» (Jn 3, 10-11; 1 Jn 5,14-20; 1 Co 2, 6). Dicho saber, según la naturaleza viviente y personal de su sujeto, puede adquirirse sólo moviéndose libremente hacia él, adentrándose en la relación con el Dios vivo por obra del Espíritu. Este movimiento (ex-perior; er-fahren) desvela todo su contenido veritativo (cfr. Jn 14, 6.26; 16, 13) 243. La dimensión escatológica («todavía no») de la esperanza del retorno de Cristo (1 Jn 2, 28; 4, 17) no es eliminada sino envuelta por la certeza de poseer «ya», de algún modo, la vida eterna y de haber vencido al mundo (1 Jn 5, 4-5.13.15). Pablo está tan cierto de que su «yo» ha sido objetivamente aferrado por el Resucitado (Ga 2, 20; Flp 3, 10-12), que, al referirse a su propia existencia, llega a hablar de prueba o demostración (dokime') de la verdad de la fe, persuadido de que Cristo se muestra incluso en su debilidad (2 Co 6, 4-10; 12, 9-10; 13, 3-9).

Sobre la base de todo esto, la experiencia cristiana puede definirse sintéticamente como el encuentro con Dios mediante el evento históricamente atestiguado de la persona y de la acción de Cristo. Pertenece de modo constitutivo a este encuentro la posibilidad de que el hombre pueda percibir la Verdad divina, en virtud de la gracia donada por el Espíritu 244 . Finalmente, el hombre debe tener la posibilidad de advertir la correspondencia entre el Hecho encontrado y las inagotables exigencias de su razón y de su libertad 245.
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Para profundizar:

«R.C.I. Communio» (ed. esp.,) 3-4 (1996): número monográfico sobre la experiencia cristiana;

A. Scola, Esperienza cristiana e teologia, en idem, Questioni di antropologia teologica, Roma 19972, 199-213 (ed. esp., o.c.).
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  1. Cfr. von Balthasar, Gloria. 1... cit., 212. Sobre el concepto bíblico de verdad véase AA.VV., 'AktiOata, en GLNT I, 625-674; de la Potterie, Studi... cit., 13-30; 124-154; 316-332; Idem, Veritá, en NDTB, 1655-1659.

  2. El factor veritativo desde el primer momento forma parte constitutiva de la experiencia cristiana, como ingrediente de lo que existencialmente es un encuentro.

  3. La instancia de verificación de la relevancia humana del encuentro es imprescindible para poder hablar de experiencia cristiana; con razón la consideran valiosa Greshake, Der dreieine Gott... cit., 28-31; Scola, Questioni... cit., 199-213; L. Giussani,11 rischio educativo, Milano 1995, 89-95 (trad. esp. Educar es un riesgo, Madrid 1991).


b) La existencia cristiana como vocación

LA VIDA DEL CREYENTE COMO VOCACIÓN

[Jn 15, 16; Rm 12, 1]

Si resulta imposible definir la experiencia cristiana sin hacer referencia a una relación personal e histórica, entonces resultará adecuada la categoría de «vocación» para describir la vida del creyente en cuanto respuesta a una llamada (cfr. Jn 15, 16), que no se produce únicamente en un momento del tiempo (el del encuentro con Jesús), sino que se prolonga en un ensimismamiento progresivo entre el creyente y Cristo, en el Espíritu, para ofrecer todo al Padre (Rm 12,1) 246. Tratándose de la respuesta del hombre al Hijo de Dios encarnado, lo que sucede ya en la experiencia humana natural (el discípulo se introduce poco a poco en el modo de pensar del maestro y descubre que toda su vida se ve afectada por él) ahora no es sólo el ensimismamiento con la mirada de un hombre, sino el ser introducido en la percepción divina (es decir, verdadera) de sí y de la realidad.

[Hch 9; Ga 2, llss.; Jn 1, 35ss.; Jn 13, 23-25]

Las vocaciones de Pablo y Juan –con sus semejanzas y diferencias características– resultan paradigmáticas con vistas a caracterizar la existencia cristiana. Saulo, en el camino de Damasco, es circundado por la voz del cielo de tal modo que toda su vida queda determinada por este hecho (cfr. Hch 9; Ga 2, 11 ss.). Por su parte, Juan está definido por su primer encuentro junto al Jordán: «Venid y veréis», del que recordará incluso la hora (cfr. Jn 1, 35ss.). Si la iniciativa de Dios aferra a Pablo con esa irrupción arrebatadora que caracterizará siempre su obrar, el ensimismamiento con Cristo de Juan resulta más pacífico: su amor se caracterizará por un permanecer, un reposar en Jesús (cfr. Jn 13, 23-25). Hay, sin embargo, entre los dos una perfecta coincidencia en el hecho de concebir su vida como respuesta totalizante a la promesa que el Señor Jesús les ha hecho. No dan su vida por una u otra verdad de fe, sino por Jesús mismo. Del mismo modo, Cristo no imprime en ellos uno de sus rasgos, sino su imagen indivisible, aunque se manifieste en cada uno conforme a todas sus diferencias personales y carismáticas.

246. Aquí utilizamos el término «vocación» en sentido lato, que incluye tanto la dimensión de llamada (Berufung) cuanto la dimensión de disponibilidad (Verfügbarkeit) a la tarea y la misión (Sendung). Corresponde a lo que para von Balthasar era la experiencia cristiana originaria (Ursprungserfahrung), que incluye todas las dimensiones apuntadas; cfr. H.P. Göbbeler, Existenz als Sendung. Zum Verständnis der Nachfolge Christi in der Theologie Hans Urs von Balthasars, St. Ottilien 1997, 24-35. Sobre la dimensión misionera de toda vocación eclesial volveremos más adelante.


VIDA COMO VOCACIÓN Y ENSIMISMAMIENTO CON CRISTO

[Ga 4, 19; Flp 2, 5; 1 Co 2, 16; Jn 10, 17-18; Rm 5,19]

La vida como vocación se despliega entonces como crecimiento de la propia existencia en la de Cristo, sobre la base del formarse progresivo de Cristo en el creyente «hasta ver a Cristo formado en vosotros» (Ga 4,19) 247. Se trata de una asimilación gradual a Cristo, hasta llegar a tener sus mismos sentimientos (cfr. Flp 2, 5), su mismo pensamiento (cfr. 1 Co 2, 16). Asimilándose con el Hijo, la existencia vocacional se traduce en una afirmación de amor que no retiene para sí ningún aspecto de la propia vida, sino que lo ofrece todo al Padre en obediencia filial (cfr. Jn 10, 17-18; Hb 10, 8-10), para la salvación y la justificación de todos (cfr. Rm 5, 19; 6, 17; Flp 2, 8; Hb 5, 8-9). Tampoco el dolor, el sacrificio o la contradicción son cancelados, sino más bien purificados e incorporados a la gran oferta de la Cruz para la vida del mundo 248.

[1 Jn 2, 3-6]

Al mismo tiempo, la existencia en Cristo consiente al hombre la más profunda experiencia de sí mismo, lanzándolo al abrazo de todo lo real. La inhabitación del Espíritu del Resucitado crea una sintonía nueva del hombre consigo mismo y con la realidad 249. El resultado es que todos los factores de la vida espiritual y corporal, incluso los más aparentemente inconciliables, se integran. Así, sin dejar de ser misteriosa, la existencia en su totalidad deja de ser un enigma extraño, para convertirse en un espacio luminoso, en el que el hombre que hace experiencia se hace experto 250, se vuelve sabio. Empieza a comprender algo del Misterio del Ser que es Amor, precisamente en la medida en que se adhiere (1 Jn 2, 3-6) 251.

Pensar adecuadamente la existencia cristiana requiere, por tanto, una presentación tanto de la estructura existencial, cuanto de la natura-

  1. Von althasar, Gloria. 1... cit., 208.

  2. Sobre la existencia en Cristo como definición de la existencia cristiana, cfr. H. Schlier, L'esistenza cristiana, en Idem, Rii lessioni sul Nuovo Testamento, Brescia 19762, 159ss.

  3. Para la explicación analítica de esta sintonía von Balthasar, Gloria. !... cit., 226-237, remite a la tesis tomasiana del cum-sentire.

  4. «Nec lingua valet dicere nec littera exprimere, expertus potest credere quid sit lesum diligere» (del himno medieval Jesu dulcis memoria).

  5. Sobre la recíproca inmanencia amorosa del hombre en Cristo y en el Padre y de Cristo y el Padre en el hombre véase R. Schnackenburg, Die Johannesbriefe, Freiburg 1953, 91-95 (trad. esp. Cartas de San Juan, Barcelona 1980).

leza de la vocación, en cuanto definida por el encuentro histórico con Cristo y la conformación con Él. Sin la unidad de esta doble perspectiva no se logra expresar completamente la originalidad de la existencia cristiana.
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Gloria. I. La percezione della forma, trad. it., Milano 1971, 201-392 (ed. esp., o.c.).

H. Schlier, L'esistenza cristiana, en idem, Riflessioni sul Nuovo Testamento, trad. it., Brescia 19762, 159ss.
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c) La estabilización antropológica del hombre en Cristo

[2 Co 5, 17; Ga 3, 26-28]

La tesis de la existencia cristiana como vocación, vivida enteramente en Christoi (cfr. Rm 8, 1; 2 Co 5, 17; Ga 3, 26-28; 2 Tm 3, 12), desvela así todo su valor antropológico. Cristo es el único en el que adquiere solución el enigma constitutivo del hombre hasta las últimas implicaciones de la vida. En Él las tensiones antropológicas que caracterizan fenomenológicamente lo humano hallan el camino de su estabilización. Veamos sintéticamente cómo se verifica esto en cada una de las tres polaridades 252.

LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE

La polaridad originaria alma-cuerpo halla en el dogma de la resurrección de los muertos, fruto de la muerte en Cruz de Cristo pro nobis, todo su significado. En él la naturaleza de microcosmos del hombre es plenamente salvada y el cuerpo se convierte, en cierto sentido, en el sacramento de toda la persona, el factor que, mostrando visiblemente su diferencia respecto de los otros animalia, manifiesta su naturaleza espiritual que, como tal, constituye el culmen unificador del yo.

252. Véase en el capítulo 3 la presentación de las polaridades antropológicas. Véase también Scola, Hans Urs von Balthasar... cit., 114-118.

CRISTO ESPOSO DE LA IGLESIA ESPOSA

[Gn 1, 27; Ef 5, 25ss.]

La segunda polaridad, hombre-mujer, halla también su adecuada resolución en la profundidad de la Revelación: hombre y mujer son personas por haber sido creadas a imagen de un Dios personal, pero son imagen de Dios precisamente como unidad de dos (cfr. Gn 1, 27) y, en la misma medida, están ordenados a la procreación. Puede reconocerse de este modo la originariedad de la diferencia sexual del ser humano, presentándola como parte de la misma imago Dei, a causa justamente de la originaria unidad de ambos y de su finalidad procreativa. Sólo así la relación Cristo-Iglesia puede arrojar toda su luz sobre la distinción de los sexos, que de otro modo se vería condenada a ser leída en clave meramente funcional, referida a la reproducción y al imperativo ético que derivaría de la voluntad de Dios sobre ella. La diferencia entre hombre y mujer está más bien relacionada con el misterio de la relación Cristo-Iglesia, ya que es en este misterio donde halla el amor esponsal su forma completa (cfr. Ef 5, 25ss.) y, al mismo tiempo, se rompe el vínculo con la muerte que, con vistas a la conservación de la especie, lo ligaba al círculo cerrado de las generaciones. Y esto no sólo porque en Cristo ha sido vencida la muerte, sino también y precisamente porque Cristo inaugura una nueva forma de fecundidad que no coincide con la procreación humana. Se trata de la fecundidad o esponsalidad virginal por el Reino, de ningún modo asexuada, que se convierte en signo escatológico de la nupcialidad entre Cristo y la Iglesia.

COMMUNIO SANCTORUM

[CCE 946-953]

Por último, la polaridad individuo-comunidad encuentra su punto de estabilidad en la experiencia de la communio, de modo particular en la que constituye su culmen: la communio sanctorum. En la comunión eclesial, mediante el gran signo viviente de la unidad de los creyentes, se abre al individuo la posibilidad de una siempre renovada adhesión al Tú divino, que cumple su humanidad sin por ello disolverlo en una colectividad anónima. La tercera polaridad característica de lo humano halla así en la comunidad, y por tanto en el otro que lo constituye, una riqueza pacificadora, el único lugar en que la libertad es sostenida en su plenitud, al estar abierta a la acogida de la iniciativa siempre presente del Misterio 253.

EJEMPLARIDAD DE MARÍA

[Lc 1, 31-48; Jn 19, 25-27; Hch 1, 12-14; LG 65;
CIC 967; LG 68; CCE 972]

María aparece ante nuestros ojos, debido a la gracia singular sima de su Inmaculada Concepción, como la admirable figura de un ser humano en quien las tensiones alma-cuerpo, hombre-mujer e individuo-comunidad hallan la expresión de todas sus potencialidades según una unidad que no destruye, sino que potencia cada uno de los elementos. La obediencia de María a la llamada del Señor se traduce en disponibilidad perfecta, en todo su ser personal, espíritu y cuerpo (Lc 1, 34); se traduce en fecundidad virginal para la construcción del pueblo nuevo en la historia humana (Lc 1, 31-33.42.48); se traduce, por último, en modelo de integración personalizante en la comunidad de los discípulos (cfr. Jn 19, 25-27; Hch 1, 12-14). En María, cuya existencia se resume en el fíat voluntas tua (Lc 1, 38) con el que acepta su vocación, la Iglesia propone un modelo para todos los hombres (cfr. LG 65). Por eso, María puede ser considerada «icono escatológico de la Iglesia»; tras su gloriosa Asunción en cuerpo y alma a los cielos, «la Madre de Jesús es imagen y primicia de la Iglesia que será llevada a cumplimiento en el futuro; pero mientras tanto brilla aquí como signo de segura esperanza y de consuelo para el pueblo de Dios que está en camino, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 P 3, 10)» (LG 68).

RESOLUCIÓN DEL ENIGMA Y PERMANENCIA DEL DRAMA

[Ef 4, 17-23; GS 43; AA 1; Pablo VI (DS 4578);
RM 36-37; FR 45]

Conviene, sin embargo, insistir en que la solución aportada por Cristo al enigma, con la consiguiente estabilización de las tensiones constitutivas, no implica de ningún modo eliminar de antemano el drama del individuo. El don de Cristo se ofrece a la libertad que, en este sentido, «conspira» con la gracia en la realización del designio prestablecido. En la vida cristiana el drama constitutivo no es eliminado. Se puede incluso decir que, en cierto sentido, es radicalizado. Las tensiones natu-

253. Cfr. von Balthasar, Teodrammatica. II... cit., 385-390.

rales se ven radicalizadas al irrumpir en el hombre una nueva conciencia: conoce mejor su naturaleza de criatura que lo debe todo a la iniciativa de Dios que lo crea de la nada 254. La fe no vacía el conjunto de preguntas y exigencias últimas que constituyen el «corazón» del hombre. Es más, si el sentido religioso es la expresión sintética de su naturaleza racional entonces representa la forma más completa de lo humano 255. Por tanto, la fe que nutre el sentido religioso, que estabiliza y radicaliza las tensiones, realiza la plena madurez de la vida cristiana, la del hombre cuya libertad está dramáticamente abierta de par en par a todas las condiciones de lo humano, afrontadas apasionadamente con la conciencia humilde de pertenecer de modo definitivo al Misterio del Hijo de Dios hecho hombre. Por el contrario, la fe sin sentido religioso es una especie de esquema ético y pietista que no lanza a quien la posee hasta los confines del ser, en la confrontación universal con lo real, sino que se yuxtapone a una humanidad no resuelta. Por eso, es una fe que tiende a cerrarse en sí, a no comunicarse y, por tanto, irremediablemente, a experimentar el condicionamiento de la mentalidad dominante (cfr. Ef 4, 17-23) 256.
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Teodrammatica. II. Le persone del dramma: l'uomo in Dio, trad. it., Milano 1982, 370-390 (ed. esp., o.c.).
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2. La dimensión histórico-comunitaria
de la antropología teológica

La conformación de la vida a Cristo, contenido adecuado de la vocación que determina la existencia cristiana, acaece en la relación con Él a través de la vida de la Iglesia como sacramento de comunión, que hace posible la realización de la propia vocación.

  1. Cfr. ibid., 374-381.

  2. Qué es el sentido religioso y su dinámica se descubre en L. Giussani, El sentido religioso, Madrid 1998.

  3. El Concilio se había referido a la separación entre la vida y el orden ético y religioso, con grave peligro para la vida cristiana (GS 43; AA 1). En el postconcilio hay constantes intervenciones que denuncian esta ruptura entre la fe y la vida como uno de los problemas más graves de la Iglesia de hoy (EN 20; CT 22; ChL 2; RMi 36-37; VS 88; FR 45).


a) La Iglesia prolonga la llamada de Cristo al hombre

LA VIDA DE LA COMUNIDAD CRISTIANA PRIMITIVA

[Hch 2, 42ss.; 1 Jn 1, 3]

Por medio del anuncio del kerygma apostólico y la acción del Espíritu del Resucitado los hombres de las generaciones posteriores participan en la experiencia, de otro modo imparticipable, del momento originario. La descripción de la vida de comunión en el libro de los Hechos (Hch 2, 42ss.; 20, 25-32) lo confirma 257. De modo análogo a como los discípulos habían podido compartir una realidad única e irrepetible (la relación con el Hijo de Dios encamado) porque Jesucristo era el signo humanamente visible de lo divino, así los primeros testigos pudieron dilatar en el tiempo esta experiencia mediante el signo visible de su unidad, de sus vidas cambiadas. Juan, testigo ocular del acontecimiento de Cristo, invita a los hombres de la generación sucesiva a la comunión con él, pero introduciendo a los miembros de ésta última en su misma experiencia (cfr. 1 Jn 1, 3).

[Jn 7, 28; Hb 3, 1; Mt 28, 18-20; 1 Co 4, 23; DV 7-8]

La vida de Jesús y la vida de los discípulos, en cuanto generadas aunque de modos diversos por el Espíritu, no se cierran nunca en sí mismas. Jesús, y con Él los apóstoles, viven enteramente de la vocación recibida y para la misión, conferida por el Padre, de ir al mundo entero (cfr. Jn 7, 27-28; Jn 8, 14; Ef 4, 10; Hb 3, 1; Mt 28, 18-20): por eso, su existencia es el «lugar» en que todos los hombres están llamados a incorporarse al origen (cfr. 1 Co 4, 23; 10, 11). El vínculo viviente que liga el momento fundante con todos los tiempos sucesivos se llama Tradición (cfr. DV 7-8) 258.

LA SACRAMENTALIDAD DE LA IGLESIA

[1 Tm 2, 4]

En la participación en la comunión viviente con Cristo el hombre reconoce su propia vocación/misión y descubre su definitiva identidad personal. De este modo alcanza su realización histórica el designio originario con que el Padre ha llamado a cada hombre a la existencia:

  1. Cfr. J. Carden, La permanencia de la experiencia cristiana en el libro de los Hechos, en «R.C.I. Communio» (ed. esp.) 18 (1996), 270-284.

  2. Sobre el fundamento antropológico del concepto de tradición véanse las sugestivas observaciones de J. Ratzinger, Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie, München 1982, 88-98; A. Scola, La realtá dei movimenti nella Chiesa universale e nella Chiesa locale, en «Rassegna di Teologia» 40 (1999), 581-595. Véase también von Balthasar, L'accesso... cit., 19-49.

cada individuo es llamado a participar en la filiación divina junto a muchos hermanos. Este ensimismamiento con Él no se da de modo genérico, sino mediante el flujo de vida que ha nacido de Él, en el signo de la unidad de los cristianos que celebra el Sacramento anunciando la Palabra de Dios. Así se realiza históricamente la intención originaria del Padre que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4).

[LG 3; Conc. Trento (DS 1639); CCE 774-776;
LG 14; VS 25; CIC 556, 737-738, 782, 1085]

La Iglesia instituida por Jesús es «el Reino de Dios presente ya de modo misterioso» (LG 3). Podemos decir que es el sacramento del Misterio de Cristo, que se hace visible bajo la especie del signo, para que los hombres puedan ver, oír y tocar eficazmente el anuncio de la salvación e insertarse en la vida nueva del Cuerpo de Cristo 259. La Iglesia «representa» entonces a Cristo, conforme a toda la fuerza expresiva que este término tenía en la antigüedad cristiana: lo hace verdaderamente presente, hasta el punto que en el sacramento de la Iglesia el Misterio de Cristo es contemporáneo al hoy de la historia 260. La Iglesia no es simplemente la continuación de la obra o de la causa de Cristo, sino propiamente la continuación de Jesucristo mismo, en sentido incomparablemente más real de cuanto una institución humana pueda prolongar a su fundador 261. De ahí que no sea del todo acertado decir que la Iglesia es un medio de salvación: es más bien la salvación de Cristo en la forma histórica de su darse al hombre. Lo cual no significa reducirla a mera continuación corpórea de Cristo –la Iglesia es también la Esposa que espera la venida escatológica del Esposo (cfr. Ap 22, 20)– sino reconocer que en ella vive activamente su Señor. En la Palabra de Dios, en el Sacramento, en la Autoridad y en los Carismas se mantienen presentes tanto la enseñanza como el comportamiento de Jesús, de modo que la acción salvífica, realizada de una vez para siempre en el Misterio pascual, se vuelve ahora, en el «tiempo de la Iglesia», acontecimiento per-

  1. Cfr. DS 1639; CCE 774-776; A. Scola, L'essenza della Chiesa nella Lumen Gentium, en Idem, Avvenimento... cit., 21-56; Idem, La logica... cit., 478-482; Ladaria, Antropologia... cit., 439-444; L. Scheffczyk, La Chiesa, trad. it., Milano 1998, 29ss.

  2. LG 14; VS 25; CCE 556, 782, 1085.

  3. Cfr. H. de Lubac, Cattolicismo (Opera Omnia 7), trad. it., Milano 1978 (Paris 1938), 23-49 (trad. esp. Catolicismo, Madrid 1988).

sonal para el individuo: la misión de la Iglesia consiste únicamente en esto 262. Existe para mostrar a Cristo, para hacerlo presente y comunicar la gracia 263. Sólo la Iglesia puede hacerlo y nunca ha dejado de hacerlo: «si el mundo perdiese la Iglesia perdería la Redención» 264.
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Para profundizar:

H. de Lubac, Cattolicismo (Opera Omnia 7), trad. it., Milano 1978 (Paris 1938), 23-49.157-230 (ed. esp.);

J. Ratzinger, Theologische Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie, München 1982, 88-98 (ed. esp., Teoría de los principios teológicos Herder, Barcelona 1985).
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b) La vocación de la persona en la comunión eclesial

[CCE 787]

La vocación aparece íntimamente ligada, por una parte, a la comunión eclesial y, por otra, a la misión en el mundo. De esta segunda dimensión hablaremos en un segundo momento; por el momento hemos de fijamos en la relación existente entre vocación personal y comunión eclesial.

La inserción del individuo en la Iglesia-comunión, en cuanto evento personalizante, sucede sacramentalmente: comienza por la fe y el bautismo y culmina en la eucaristía (de ahí la dimensión ministerial de la communio) 265.

[Rm 6, 3-5]

Según el Nuevo Testamento por el bautismo los cristianos participan en el misterio de la Cruz y la Resurrección (cfr. Rm 6, 3-5). Se trata de un acontecimiento nuevo, en el que se repropone el acontecimiento original, por el que los cristianos aceptan el nombre de Cristo y comienzan a participar de la realidad de su Persona. De este modo se vuelven realmente, como ya hemos dicho varias veces, «hijos en el Hijo», partícipes de una nueva existencia filial y fraterna.

  1. Cfr. J. Ratzinger, La Chiesa, Milano 1991, 13-14 (trad. esp. La Iglesia, Madrid 1994); Schulte, La conversione... cit., 231.

  2. Véase LG 2-3, 9; RM 3, 4, 9; RH 11, 12.

  3. H. de Lubac, Meditazione sulla Chiesa (Opera Omnia 8), trad. it., Milano 1978 (Paris 1968), 136 (trad. esp. Meditación sobre la Iglesia, Madrid 1988).

  4. Sobre el principio de la communio como constitutivo de la naturaleza de la Iglesia, cfr. O. Saier, «Communio» in der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils, München 1973; J. Hamer, La Chiesa é una communione, trad. it., Brescia 19832; Synodus Episcoporum (in coetum generalem extraordinarium congregata, 1985), Relatio finalis. Ecclesia sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi,7 de diciembre de 1985, Cittá del Vaticano 1985; Congregación para la Doctrina de la Fe, Lettera al Vescovi della Chiesa Cattolica su alcuni aspetti della Chiesa considerata come comunione, Cittá del Vaticano 1992; CIC 787ss.


EL SUJETO ECLESIAL

[1 Co 10, 17; Ga 3, 27; CCE 737]

El bautizado no puede concebirse solo; desde el primer momento participa de una comunión interpersonal cuyos lazos son tan estrechos que Pablo llegará a afirmar: «somos miembros los unos de los otros» (1 Co 10, 17). En el dinamismo sacramental todos son un único sujeto, en el que ya no hay individuos meramente yuxtapuestos, en el que el yo está tan definido por el de Cristo y por el nosotros de los hermanos que se es verdaderamente «uno (eís) en Cristo Jesús» (Ga 3, 27). El yo nuevo se define así por no vivir ya para sí mismo sino para Otro, para Aquel que murió y resucitó por él (cfr. Ga 2, 20).

[2 Co 13, 13]

La expresión eficaz de esta nueva realidad de vida es la eucaristía: «los discípulos se convierten en un "pueblo" mediante la comunión con el cuerpo y la sangre de Jesús, que es, al mismo tiempo, comunión con Dios. La idea veterotestamentaria de la alianza, que Jesús asume en su predicación, recibe un nuevo centro: la comunión con el cuerpo de Cristo» 266. Dicha comunión no puede explicarse horizontalmente, de modo meramente sociológico, sino que puede venir sólo de lo alto. En efecto, nace del Espíritu (2 Co 13, 13) que hace a los hombres partícipes de la unidad de las Personas divinas en la vida trinitaria. Como en las relaciones intradivinas el Espíritu es el vínculo amoroso entre el Padre y el Hijo que constituye su perfecta unidad, así, por Su don, la Iglesia llega a ser imagen de la Trinidad y hace visible al mundo la modalidad perfecta de la unidad entre los hombres.

Conviene subrayar que en la comunión eclesial llega a realizarse la profunda exigencia de unidad del individuo y de la humanidad, que, traicionada con frecuencia, ha terminado por inspirar las utopías sociales y revolucionarias. En la communio individuo y comunidad dejan de contraponerse el uno al otro, para pasar a reclamarse mutuamente, en una circularidad interna que sólo puede explicarse suficientemente en el ámbito del Misterio trinitario 267.

  1. Cfr. Ratzinger, La Chiesa... cit., 20.

  2. Cfr. L. Giussani - S. Alberto - J. Prades, Generare tracce nella storia del mondo, Milano 1998, 43-115 (trad. esp. Crear huellas en la historia del mundo, Madrid 1999).


COMUNIÓN JERÁRQUICA

Un elemento esencial para la salvación del hombre, debido a la naturaleza sacramental de la Iglesia, es la posibilidad de que exista una referencia autorizada, en último término unitaria, que garantice para todos los tiempos la llamada gratuita a la comunión por parte de Cristo mismo.

[LG 18ss.; CCE 875; DV 7ss.]

La autoridad de los Pastores, los Obispos junto con el Papa, en cuanto sucesores de los apóstoles con Pedro, prolonga la de Cristo. Mediante la sucesión apostólica y su constitución jerárquica la Iglesia muestra este factor originario de alteridad, que no puede ser reducido al consenso de sus miembros, como signo duradero en el tiempo de la libre iniciativa de su Cabeza (cfr. LG 18ss.). Sucesión apostólica y transmisión de la revelación (en la Escritura y en la Tradición) están íntimamente ligada, como lo pone de manifiesto el hecho de que la Iglesia lo haya recibido todo de su Señor (cfr. DV 7ss.). En este sentido, la obediencia a la autoridad de la Iglesia como signo eficaz de Cristo presente aquí y ahora, reconocible en último extremo en la unidad visible y jerárquica (guiada por Pedro), es expresión de la fe, que cumple lo humano 268. Si desapareciese esta autoridad presente no quedaría sino el recuerdo de un tiempo originario, irremediablemente destinado a alejarse en el pasado y, al mismo tiempo, cambiaría de aspecto el rostro de la Iglesia conforme a la sensibilidad o los intereses propios de cada momento de los grupos o los individuos.

SACRAMENTALIDAD DE LA IGLESIA Y LIBERTAD HUMANA

Con vistas a la realización de la vocación cristiana como plenitud de lo humano conviene destacar un último factor. Sigue siendo por desgracia actual el riesgo de vivir la Iglesia como una realidad puramente asociativa, exterior a la persona. Dejaría así de constituir un factor de verdadero cambio del individuo, de conformación con Cristo y, por tanto, de verdadera realización de sí. Es necesario, según la conocida

268. Véanse las funciones atribuidas al ministerio en relación con el individuo y la comunidad en H.U. von Balthasar, Cristologia e obbedienza ecclesiale, en Idem, Lo Spirito e l'istituzione. Saggi teologici - IV, trad. it., Brescia 1979, 132-133.

expresión de Guardini, «un despertar de la Iglesia en las almas» 269, de modo que sea acogida en su carácter de realidad vital. La Iglesia vive allí donde se dan hombres alcanzados de modo persuasivo por el acontecimiento cristiano para compartir la realidad de todos sus semejantes. Mediante el encuentro con estas personas se hace efectiva la posibilidad de encontrar a Cristo mismo.

[Lc 22, 19; Jn 8, 36]

La Iglesia, si quiere ser ella misma, debe presentarse existencialmente como una realidad de comunión interpersonal a través de la cual la libertad del individuo se ve reclamada a implicarse con Cristo. En la dinámica descrita no es difícil descubrir tanto la lógica del sacramento, que reproduce en el tiempo y el espacio el acontecimiento de la comunión: «haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19), cuanto la lógica de los carismas, entendidos como aquellos dones que hacen persuasiva y atractiva la participación en la vida eclesial (Palabra y sacramentos) en cuanto camino al cumplimiento de sí. Dentro de esta lógica sacramental y carismática se juega la pertenencia a Cristo y, en ella, la plena realización de lo humano. De hecho, adhiriéndose a Cristo en el sacramento, la razón y la libertad del hombre sacian sus exigencias originales y comienzan a gustar, ya en la tierra, la plenitud prometida definitivamente para el cielo: el hombre en Cristo es «realmente libre» (cfr. Jn 8, 36). La comunión eclesial y eucarística se dilata así a la vida de la persona, se hace visible dentro del mundo, se convierte en signo persuasivo para otros hombres que son incorporados a Cristo. El que vive «en Cristo» se convierte ipso facto en testigo de la misma novedad que Jesucristo suscitaba en sus contemporáneos y toma parte en su misión.

LOS CARISMAS

[LG 4; LG 12; León XIII (DS 3328); Pío XII (DS 3801)]

En esta perspectiva los carismas aparecen como principio de enriquecimiento, coesenciales a la vida de la compañía eclesial fundada sobre la economía sacramental. Puede decirse que toda la vida de la Iglesia es generada por el Espíritu que la provee «de dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4): ella recibe del mismo Espíritu tanto la dimensión ministerial y jerárquica, en cuanto carisma permanente, como los diversos carismas, en sentido estricto. Estos últimos son coesenciales, en cuanto dimensión, a la vida de la Iglesia, si bien resultan contingentes en sus expresiones concretas (cfr. LG 12) 270. El carisma, en sentido estricto, es ese don particular concedido por el Espíritu para una tarea en la que se consuma el ofrecimiento que el cristiano hace de su existencia al Padre. Si carismas y ministerio son vividos en la perspectiva de la vocación y misión del cristiano en el mundo, entonces es claro que en la Iglesia no puede haber oposición entre dimensión institucional y carismas, sino que ambos deben ser vividos en la lógica de la comunión, propia de su naturaleza.
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Para profundizar:

J. Hamer, La Chiesa una communione, trad. it., Brescia 19832, 9-62;
J. Ratzinger, La Chiesa, Milano 1991, 9-33; 95-114.
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c) Los estados de vida del cristiano

En el ámbito de la antropología teológica no tocamos este problema sino para subrayar que el camino de cada hombre en Cristo —descrito como existencia vocacional que unifica las tensiones constitutivas— llega a determinar, dentro de la comunión eclesial, la modalidad particular con que cada uno es llamado a vivir de modo definitivo tanto la dimensión afectiva como el compromiso en el mundo. Los estados de vida no son sino los diversos modos con que la libertad humana es llamada a adherirse al designio objetivo de Dios 271.

  1. Véase León XIII, Divinum illud munus (DS 3328); Pío XII, Mystici Corporis (DS 3801); Juan Pablo 11, Discorso al II Convegno Internazionale dei Movimenti nella Chiesa, 2 de marzo de 1987, en Insegnamenti di Giovanni Paolo II, X,1(1987), 476-479; Idem, Messaggio al Convegno Internazionale dei Movimenti ecclesiali, 27 de mayo de 1998, en «L'Osservatore Romano» 28 de mayo de 1998, 6. Sobre la explicación de la coesencialidad del Carisma, junto a la Palabra y el Sacramento (Institución), para la constitución plena de la comunión eclesial véase una primera síntesis en E. Corecco - L. Gerosa, II Diritto della Chiesa (Amateca 12), Milano 1995, 24ss. y 205ss.

  2. Cfr. A. Scola, Vocazione e missione del fedele laico, en Idem, Questioni... cit., 69-81.


Cuadro de texto:  
Cuadro de texto:  
ESTADOS DE VIDA Y MISIÓN

[CCE 871-873]

Están ordenados a la llamada de cada hombre a la misión, con vistas al ofrecimiento de su vida entera al Padre. No se trata por tanto, ante todo, de entrar en un «orden» particular, sino más bien de conformarse a Cristo para la salvación del mundo. Conviene recordar al respecto que en el «orden» de Jesús la vocación cristiana misma es el estado general al que los otros dos estados (sacerdocio y vida según los consejos) remiten, por cuanto lo específico está precisamente en función de lo general.

[AA 5]El estado del cristiano que no es llamado ni a la vida de los consejos ni al estado sacerdotal no tiene necesidad, para ser definido, de ninguna especificación ulterior. En el bautismo el cristiano recibe su conformación con Cristo que señala, en cierto sentido, el estado «principal» de la vida cristiana 272. Sin éste los otros dos sencillamente no tendrían senti­do. Ésta es la razón de que permanezca, como sustrato insuprimible, incluso en los llamados al camino del sacerdocio ministerial o de los con­sejos evangélicos 273. Este planteamiento, vinculado estrechamente a la vocación cristiana, explica íntegramente el sentido de la vida del bauti­zado en su referencia a Cristo y permite a los laicos vivir con una conciencia clara de su propia vocación y misión en el mundo (cfr. AA 5).
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Gli stati di vita del cristiano, trad. it., Milano 1985, 113-338 (ed. esp., o.c.);.

A. Scola, Vocazione e missione del fedele laico, en idem, Questioni di antropologia teologica, Roma 19972, 69-81.
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272.  Cfr. von Balthasar, Gli stati... cit., 183-194.

273.  La unidad profunda que expresa la consagración bautismal entre los dos estados de vida se conjuga bien con el valor profético y peculiar que la Iglesia reconoce a la virginidad, entendi­da como virtud cristiforme (DS 1810), por lo que «cuanto más esté presente y se afirme en la cris­tiandad el carisma de la vida virginal tanto más el matrimonio se verá llamado a su verdadaer naturaleza y se verá ayudado a conformarse a su ideal» (G. BM, Matrimonio e famiglia. Nota pastorale, Bologna 1990, n. 12).

 


3. La
sequela Christi como modalidad
histórica de realización de la vocación

La reflexión desarrollada hasta el momento requiere una profundización metodológica ulterior tendente a facilitar que toda su riqueza se convierta en contenido de la vida real. La inteligencia completa del misterio de la redención del hombre no puede limitarse de hecho a enunciar las categorías de la nueva antropología 274. Es igualmente importante describir el método con que Cristo ha obrado y obra la transformación de cada hombre. Si tenemos presente que la transformación de la razón y de la libertad del hombre son la condición de posibilidad de todo intellectus fidei, se entiende que hablar de método no significa simplemente reportar algunas indicaciones pedagógicas añadidas, sino más bien indicar el origen existencial y el camino para la profundización de toda reflexión teológica verdadera.

a) Seguimiento como forma y contenido

[CCE 542; Mt 28, 19]

El ensimismamiento de la existencia vocacional con el Hijo se realiza históricamente mediante el seguimiento vital de Cristo. «Del mismo modo que Cristo es su misma doctrina, así para el cristiano el contenido de su ser no puede ser sino su forma: el seguimiento» 275. En efecto, ya que Cristo es la Verdad viviente, es imposible separar adecuadamente «lo que» enseña o propone de «cómo» lo enseña o propone. De ahí que el seguimiento sea una dimensión sin la cual resulta imposible alcanzar y vivir este contenido de verdad (cfr. Mt 28, 19). Podríamos decir que el seguimiento no es una premisa para otra cosa, sino que en sí mismo constituye el inicio de la salvación.

LA PEDAGOGÍA DIVINA

[DV 15; RH 13; CT 58; ChL 61; Lc 19; Jn 1, 35; 4; 9; Lc 24, 13-35]

Dios se ha servido de esta pedagogía original para comunicarse a los hombres, haciéndose su amigo: «Él mismo es nuestro camino (Jn 14, 1 ss.) y el ca-

  1. Véase al respecto el penetrante diagnóstico de J.H. Newman, Grammatica dell'assenso, trad. it., Milano - Brescia 1980, 54-59 (trad. esp. El asentimiento religioso, Barcelona 1960), sobre el cristianismo inglés de su época, enfermo de un asentimiento puramente conceptual a las verdades de fe.

  2. Cfr. H.U. von Balthasar, Sequela e ministero, en Idem, Sponsa Verbi... cit., 89.

mino de cada hombre» (RH 13) 276. Al intentar trazar una aproximación fenomenológica a la dinámica del seguimiento es preciso decir que ésta parte, como en el caso de los primeros discípulos, de un encuentro humano, simple en su estructura –pues es semejante al resto de encuentros humanos– que suscita el estupor de una excepcional correspondencia con las exigencias antropológicas 277. Cristo se presenta como Aquel que responde, de modo absolutamente imprevisible, a las exigencias más profundas del corazón. Por eso, la libertad se adhiere a Él, comenzando un camino que lleva a confesarlo como el Kyrios. Los grandes encuentros con Jesús, descritos de modo incomparable en el Evangelio, son el mejor testimonio de que esto es así: la llamada de Andrés y Juan (Jn 1, 35ss.), la samaritana (Jn 4), el ciego de nacimiento (Jn 9), Zaqueo (Lc 19). En Ios textos citados, y especialmente en las primeras páginas de Juan, se describe admirablemente el método que Cristo ha elegido para alcanzar a los hombres: un itinerario que va del asombro de una correspondencia excepcional al reconocimiento explícito de su divinidad. Incluso después de la Pascua (cfr. Lc 24, 13-35) el encuentro con Cristo resucitado vuelve a proponerse de modo sacramental, por medio de hombres que suscitan estupor, para los que Dios ha llegado a ser, por obra del Espíritu, experiencia concreta y que, por así decir, «lo conocen de primera mano» 278. En ellos y a través de ellos es posible conocer y amar realmente el Misterio de Dios Trino.

[Mc 10, 28-31]

El encuentro inicial prosigue como convivencia en el tiempo con Cristo que se convierte, casi por ósmosis, en criterio del vivir. La correspondencia inicial de su Presencia con las exigencias más profundas del hombre se verifica estando con Él. La estabilización de las polaridades y su radicalización dependen de la libre permanencia del hombre junto a Jesucristo, por obra de su Espíritu. De este modo crece la certeza de que la vida ha sido salvada, que la promesa inicial se ha cumplido y se asegura una plenitud ulterior. La experiencia cristiana se muestra realmente capaz de abrazar todas las dimensiones de la persona, de modo que aumentan los motivos para renovar razonablemente la entrega libre a esa Libertad que ha entrado en la vida iluminándola ple-

  1. La cuestión de la «pedagogía divina» está cada vez más insistentemente presente en los documentos relativos a la educación en la fe. Cfr. CT 58; ChL 61; DCG 139ss. Esta expresión aparecía ya en DV 15.

  2. Una descripción no superada, por su fascinación y eficacia, del significado del encuentro del hombre con Cristo y de la vida con Él se encuentra en L. Giussani, All'origine della pretesa cristiana, Milano 1989, 69-134 (trad. esp. Los orígenes de la pretensión cristiana, Madrid 2001).

  3. La expresión es de J. Ratzinger, Guardare Cristo, trad. it., Milano 1989, 29-31 (trad. esp. Mirar a Cristo, Valencia 1990).

namente, pacificando su condición dramática. En verdad el discípulo de Cristo recibe el ciento por uno aquí (cfr. Mc 10, 28-31). No faltarán persecuciones exteriores ni flaquezas interiores, pero éstas no lograrán nunca cancelar la fascinación de aquella Presencia amorosa. Todo el dramatismo de la vida cristiana está orientado a la realización completa de la persona.

SEGUIR EN LA HISTORIA

[Lc 15, 25-32]

La sequela Christi no implica, evidentemente, la posesión automática de los bienes prometidos, porque lo que se posee de modo natural, sin la distancia del sacrificio, es decir, sin el compromiso verdadero de la libertad, no hace crecer la propia humanidad, como enseña la figura del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 25-32) 279. El itinerario de la gracia es siempre dinámico, en un proceso en el que la invitación de Cristo debe ser siempre ratificada por la libertad del hombre. Y no sólo de una vez por todas, sino todas las veces, es decir: en todas las situaciones y circunstancias que constituyen la trama normal de la existencia humana 280. En la vida del cristiano no desaparecen las tensiones constitutivas, pero deben ser atravesadas dramáticamente por su libertad. La historia se convierte así cada vez más en historia del encuentro de la Libertad misericordiosa de Dios con la libertad del hombre, con la que se mezcla la iniciativa del Padre de las tinieblas. Y este encuentro, a causa del rechazo de la libertad creada, asume con frecuencia los rasgos de un desencuentro. La existencia histórica del ser humano se ve marcada de este modo por la relación misteriosa entre Cristo y el «mundo» en sentido joánico 281. En esta contraposición la libertad del hombre no está ya a merced de su enigma originario, sino

  1. «Así pues, habiendo sido Dios magnánimo, el hombre ha conocido el bien de la obediencia y el mal de la desobediencia, de modo que el ojo de la mente, habiendo hecho experiencia de una y otra, elija el bien con discernimiento y nunca sea ni mezquino ni negligente frente al precepto de Dios» (Ireneo, Contro le eresie... cit., IV, 39, 1, 400 [SC 100, 963]). Más adelante el santo se pregunta por qué ha tenido el hombre que conocer tanto el bien como el mal, y sostiene que el hombre, al conocer por experiencia lo que quita la vida, es decir, la desobediencia a Dios, y lo que conserva la vida, la obediencia a Dios, custodiará ésta con mucha más atención. Y concluye: «si rechazas el conocimiento de una y otra [el mal y el bien] y la doble facultad de percepción, suprimirás sin darte cuenta al hombre» (ibid., 401 [SC 100, 964]).

  2. Cfr. Ladaria, Antropologia... cit., 457-458.

  3. Cfr. von Balthasar, Teodrammatica.111... cit., 33-53.

que se ve asegurada por el abrazo tierno y fuerte de Cristo quien, en cuanto verdadero hombre, ha sido el primero en atravesar las tensiones constitutivas del ser humano.
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Sequela e ministero, en idem, Sponsa Verbi. Saggi teologici - II, trad. it., Brescia 1972, 75-138 (ed. esp., Sponsa Verbi, Cristiandad, Madrid 20012.
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b) Una ética nueva

[GS 10; VS 19; RH 10; CCE 1953, 1965ss.;
Conc. Trento (DS 1551-1552); CCE 1960, 2074]

La sequela Christi, entendida como ensimismamiento con Cristo en el Espíritu, es la norma del obrar del cristiano: «seguir a Cristo es el fundamento esencial y original de la moral cristiana» 282. Él es la ley viviente y personal y, en este sentido, es realmente el núcleo de la ética nueva 283. La moral evangélica se vive como un seguimiento que nos conforma a Cristo hasta en las actitudes más íntimas del corazón. La plenitud que siempre persigue el hombre en su quehacer cotidiano, como búsqueda de felicidad (beatitudo), coincide con la pertenencia a esta Persona singular que se ha introducido en el mundo. Las normas que orientan el comportamiento hacia una vida feliz, si bien de por sí son accesibles a la condición creatural de la razón y la libertad, pueden comprenderse y realizarse estable y completamente solo mediante la fuerza del Espíritu de Cristo, que ordinariamente se recibe dentro de la comunidad histórica que es Su signo 284.

  1. VS 19; cfr. GS 10; RH 10; CCE 1953. Cfr. R. Schnackenburg, El mensaje moral del Nuevo Testamento, 2 vols., ed. esp., Barcelona 1991; H.U. von Balthasar,Nove tesi sull'etica cristiana, en AA.VV., Prospettive di morale cristiana, Roma 1986, 59-79; J. Ratzinger, Prinzipien Christlicher Moral, Einsiedeln 19812; Scola, Hans Urs von Balthasar... cit., 119-125; Idem, Gesú Cristo fonte di vita crsitiana, en «Studia Moralia» 36 (1998) 1, 5-36; L. Melina, Morale: tra crisi e rinnovamento, Milano 1993, 26-38 (trad. esp. Moral, entre la crisis y la renovación, Madrid 1998).

  2. «El punto en el que el seguimiento puede convertirse en imitación, el "tener los mismos sentimientos de Jesucristo" (Flp 2, 5) es el núcleo y el compendio de toda la ética cristiana en toda su extensión y articulación, que Mateo sintetiza en el Sermón de la montaña» (von Balthasar, Sequela... cit., 96). Sobre la ley nueva que es el Espíritu Santo véase 2ST, q. 106ss.; cfr. también CIC 1965ss.

  3. Cfr. DS 1551-1552; CCE 1960, 2074. Sobre la forma eclesial de la conciencia y la maternidad eclesial en la vida moral, cfr. Melina, Morale... cit., 98-102.


JESUCRISTO, LEY VIVIENTE Y PERSONAL

En la base de esta tesis se halla la doctrina sobre Cristo como norma universal y concreta de toda acción moral. Él es el imperativo categórico concreto, no sólo en cuanto norma universal y formal válida para todos, sino en cuanto norma concreta y personal 285. El cristiano está llamado a ensimismarse con el Hijo que ha cumplido plenamente la voluntad del Padre sobre el mundo (pro nobis). De esta actitud se sigue el deber de amar a Dios y, en Dios, a los hermanos y de adorarlo en espíritu y verdad.

Como no podemos desarrollar aquí una reflexión de teología moral fundamental nos limitaremos a indicar algunas implicaciones esenciales que para la moral cristiana tiene el designio antropológico objetivamente cristocéntrico que hemos propuesto.

[DS 3891]

El designio preestablecido del Padre, obrado en la creación, establece entre los hombres una solidaridad cuyo principio verdadero y definitivo no es Adán, sino Cristo. La libertad finita se encuentra, en cambio, en una posición histórica de ruptura respecto de Cristo, ligada formalmente al pecado de Adán. A causa del pecado emerge con todos sus rasgos el plan salvífico del Padre, enunciado ya en la predestinación: su iniciativa misericordiosa de perdonar los pecados, enviando al Hijo, que reclama a la libertad finita a la conversión. De este planteamiento teológico integral se deriva una antropología que sostiene la unicidad del fin sobrenatural del hombre, en cuya perspectiva hemos considerado siempre el conjunto de lo creado efectivamente existente (que podría haber sido de otra manera 286) en que viven, sin confusión ni tampoco separación, la creación y la redención.

En el plano moral puede decirse que la predestinación creativa coincide en el fondo con lo que la gran tradición teológica ha llamado «ley eterna». La ley eterna es la dimensión práctica de ese gran designio trinitario que es la predestinación de Cristo. De este modo, la ley natural, sin perder nada de su espesor, no resulta ya extrínseca a la predestinación creativa, sino que se halla incluida objetivamente en ella. Cristo, el nuevo Adán, asume la totalidad de las exigencias del primer Adán. Ley antigua y ley natural son así objetivamente recapituladas en Cristo y el cristiano, que vive en el tiempo final, aplica un principio hermenéutico elemental: el «entero», en nuestro caso el acontecimiento de Cristo en cuanto norma universal concreta, se convierte en la estructura que regula todas las formas fragmentarias de la ética. No se puede, por tanto, reinter-

  1. Cfr. von Balthasar ,Nove tesi... cit., 59-79; A. Scola, Cristologia e morale, en Idem, Questioni... cit., 107-130.

  2. Cfr.DS 3891.

pretar la lex nova a la luz de la ley antigua o de la ley natural. Lo que hay que hacer es justamente lo contrario. Puesto que el hombre está incluido en Cristo mediante la Redención, la ley natural está incluida en la divina. Ahora bien, la inclusión redentora resulta posible sólo si es el ulterior determinarse de la inclusión del hombre en Cristo, de la que depende todo el sistema de las leyes morales 287.

Semejante concentración cristológica y antropológica de la moral no quita de ningún modo universalidad a la ética. Por el contrario, es justo en su enraizamiento cristológico, antropológico y eclesiológico donde la ética adquiere una universalidad no puramente formal. Queda por superar la falsa convicción de que sólo una ética natural puede ser universal, así como la perniciosa cuanto ilógica consecuencia de que la referencia cristológica impele a la ética a regionalizarse, haciéndole perder el carácter de universalidad.
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Nove tesi sull'etica cristiana, en AA.VV., Prospettive di morale cristiana, Roma 1986, 59-79.

L. Melina, Morale: tra crisi e rinnovamento, Milano 1993, 26-38 (ed. esp., La moral, entre la crisis y la renovación, Madrid 1998).
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c) La dignidad cultural del hombre cristiano

[Ef 1, 10; Col 1, 17; RH 1]

Las consecuencias del seguimiento de Cristo en el ámbito de la cultura son análogas a las de la ética. Si Cristo es el universal concreto y singular puede afirmarse justamente que Él recapitula en sí todo el significado del cosmos y de la historia 288. De ahí que su Presencia no pueda dejar de determinar la concepción que el discípulo tiene de sí mismo y de la realidad entera 289.

De hecho, se puede y se debe decir que en el acontecimiento singular de Jesucristo se produce esa irrupción irreductible del Absoluto en

  1. Tomás afirma que el régimen de la nueva ley asume el decálogo y la ley natural, mientras que deja de lado los preceptos ceremoniales y judiciales de la Antigua Ley. Cfr. A. Scola, La fondazione teologica della legge naturale nello Scriptum super Sententiis di San Tommaso d'Aquino, Fribourg 1982, 215-237.

  2. Cfr. RH 1.

  3. Para Tertuliano, Cristo es el Maestro porque introduce a los discípulos en todo, y les ordena que prolonguen esta misma tarea con los hombres. Cfr. Tertuliano, Scorpiace 12, 1, ed. de G. Azzali Bernardelli, Firenze 1990, 142-145 (CCL 2, 1092). Véase M.B. von Stritzky,Aspekte geschichtlichen Denkens bei Tertullian, en Blume-Mann (hrsg.), Platonismus... cit., 258-266.

la historia que es lo único que le permite al hombre realizar su dinamismo racional y volitivo conforme a su infinita exigencia originaria, al anticipar, en Su entrega, el sentido indeducible de la diferencia.

REDUCCIÓN DE LA «CULTURA» EN LA MODERNIDAD

[VS 35-53]

La parábola descrita por la razón moderna (aquella razón absoluta, es decir, separada del acto de conciencia que intenciona la realidad y con la pretensión de ser medida totalizante 290) hasta llegar a la posición posmoderna comporta graves daños para una cultura auténticamente humana. Hemos visto que la razón y la libertad son las capacidades que el hombre posee para reconocer y adherirse a lo real en toda su profundidad 291. Hoy, por el contrario, es como si la libertad quedase «suspendida» en su relación con la realidad, ya que el nihilismo posmoderno niega precisamente la consistencia de lo real. Ahora bien, lo que sucede cuando la libertad pierde su vínculo con la realidad/verdad es que sencillamente se anula. La libertad, que es capacidad de adherirse a lo real, se convierte paradójicamente en factor de soledad del hombre en las sociedades avanzadas de nuestros días. El resultado final de la pretensión ilustrada de convertir la razón en medida de todas las cosas 292 es que el hombre se queda inerme frente a la realidad. Es fácil reconocer en nuestros días las consecuencias negativas, en la vida humana individual y social, de esta alteración. La diferencia que caracteriza el enigma del hombre y de la realidad es percibido constantemente en términos de amenaza, por lo que se llega a postular la supresión del otro (el hombre o la realidad como algo distinto de sí).

La dirección de la parábola descrita no se invierte condenando simplemente lo moderno. Se trata, más bien, de presentar de nuevo los factores constitutivos de la experiencia humana de modo que se conviertan en fuente de cultura. Nos limitamos aquí a recordar dos de estos factores originales que se han desvanecido en la cultura dominante y que son decisivos a la hora de fundar una cultura verdaderamente humana: la apertura y unidad integrales del dinamismo espiritual del hombre y su receptividad.

  1. Escribe lúcidamente P. Emmanuel: «La tentación de la inteligencia moderna es creerse separada de su objeto, libre de modificar la materia sin tener en cuenta nuestra encarnación, nuestra reciprocidad con el mundo» (P. Emmanuel, Le goút de l' Un, Paris 1963, 22).

  2. Cfr. VS 35-53. Véase el capítulo 1, b, 3-5.

  3. Se puede denominar a este fenómeno «Ilustración insatisfecha»; doblemente insatisfecha porque, habiendo planteado una pretensión demasiado grande para la razón moderna, acaba pidiéndole demasiado poco, hasta considerarla impotente y débil frente a la realidad. Cfr. A. Scola, Ragioni per credere, en «Nuntium» 1 (1997), 43; Idem, Frammentazione del sapere teologico e unitá dell'io, en «Rassegna di teologia» 38 (1997), 581-595.

[GS 53; ChL 44]

El acto de conciencia con que el sujeto «intenciona» la realidad posee una apertura integral, revelando así una medida «adecuada» a la realidad en su misterio. Esta propiedad esencial es la condición que le permite a la conciencia ser y permanecer «una» no sólo en cada acto de conciencia, sino también en la elaboración orgánica de cualquier saber. El hecho de que esta capacidad conserve su unidad en el proceso del conocimiento implica la unidad del sujeto, sobre la que se apoya la posibilidad misma de un saber no condenado a la fragmentación típicamente posmoderna. Esto vale tanto para el saber con que cada hombre, sea cual sea su origen social o su nivel de formación, se relaciona con todas las dimensiones de su vida, como para la elaboración crítica y sistemática de dicha experiencia humana en las diversas ciencias y disciplinas culturales 293.

Por otra parte, en la apertura integral de la razón a la realidad total se capta otra propiedad esencial del dinamismo espiritual, que von Balthasar define mediante la categoría de «receptividad»: «Receptividad indica el poder y la posibilidad de recibir en la propia casa una realidad diversa y, por así decir, ofrecerle hospitalidad" 294. Con una hermosa metáfora la receptividad es definida como la «capacidad de que esto que existe te regale su verdad» 295. Dicha receptividad no implica una posición pasiva, sino que, más bien, es la expresión dinámica de la «inteligencia viva y salvaje del hombre» 296, que en el impacto con la realidad de personas y cosas distintas de sí, acogidas en su novedad, incrementa su ser.

La cultura de un pueblo puede llamarse humana cuando la razón y la libertad se conciben no como medida, sino como apertura, no como instrumento de dominio, sino de reconocimiento asombrado del coexistir de personas y cosas dadas y acogidas como un bien, es decir, reconocidas como aquello para lo que se vive.

[Conc. Vat. I (DS 3019)]

Es precisamente la fe, en cuanto reconocimiento de la correspondencia entre la apertura originaria de la razón y de la libertad y el sentido instituido por la revelación de Dios, lo que salva definitivamente este dinamismo originario. El acto de fe representa el ejercicio de la razón y de la libertad más adecuados

  1. Entendemos cultura en el doble sentido de cultura primaria, es decir, la introducción del hombre en la totalidad de lo real, que es propia de cada hombre por el hecho mismo de que vive, y de cultura secundaria como el desarrollo sistemático y crítico en todas las ramas del saber, de la ciencia, la técnica o las bellas artes. Normalmente se reserva el término de cultura para esta última acepción. Cfr. ChL 44 y GS 53 sobre la definición de cultura. Remitimos también a la intervención de Juan Pablo II en la sede de la UNESCO (Paris, 2-VI-1980).

  2. Von Balthasar, Teologica. 1... cit., 48.

  3. Ibid., 49.

  4. Cfr. J.M. Hass, La ragione al suo posto, en AA.VV., John Henry Newman. L'idea di ragione, Milano 1992,102.

a la apertura constitutiva del hombre, puesto que clarifica el significado último de la diferencia intranscendible 297. En consecuencia, desde el punto de vista de la experiencia cultural, la fe se revela como principio de actuación y perfeccionamiento de lo humano, permitiendo al hombre recuperar —continuamente y no de una vez por todas— su propia posición originaria.

FE Y CULTURA NUEVA

[Rm 12, 2; 1 Co 2, 15; Jn 14, 26; Flp 1, 9;
Ef 4,17ss.; 1 Ts 5, 21; Flp 4, 8]

Mediante la transformación de la mente (metanoia), el creyente se renueva para poder discernir el bien (cfr. Rm 12, 2; 1 Co 2, 15) y descubrir el significado del todo en cada expresión particular de la vida humana (cfr. Jn 14, 26). De ahí que pueda decirse que la fe genera una cultura nueva, capaz de dar valor a todos los aspectos particulares de la existencia reconociendo su sentido unitario. Por otra parte, éste es también el horizonte del problema educativo, ya que la cultura es fruto de la educación. Pedagógicamente, seguir a Cristo significa reconocer continuamente su Persona como el significado de la vida, que da forma al pensamiento, al afecto y, por tanto, a todas las relaciones humanas (cfr. Flp 1, 9; Ef 4,17ss.). La adhesión a Cristo lleva al cristiano a confrontarse con todo, hasta los confines del ser, haciéndolo capaz de valorar y amar todo aspecto positivo del cosmos y de la historia humana, conforme a la doctrina paulina: «Examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Ts 5, 21; cfr. Flp 4, 8).

Podemos decir que la cultura nacida en Occidente bajo el influjo de la fe cristiana ha sido, hasta el nacimiento de la época moderna, una manifestación real aunque limitada, de esta concepción abierta, unitaria e integral del hombre, capaz de reconocer la bondad última del cosmos y de la historia 298. La síntesis entre exigencias humanas constitutivas y acontecimiento de Cristo resuena en la novedad con que el anuncio cristiano entró en el mundo antiguo para procla-

  1. Cfr. DS 3019. Cfr. la bibliografía citada en el capítulo 1, n. 102.

  2. Sobre el concepto y la historia de la «civilización cristiana» o del «humanismo cristiano» la bibliografía es inmensa. Señalamos, entre otros, algunos títulos clásicos: P. Hazard, La Irise de la conscience européenne (1680-1715), Paris 1935 (trad. esp. La crisis de la conciencia europea [1680-1715], Madrid 1975); e Idem, La pensée européenne au XVIIIe siécle de Montesquieu á Lessing, Paris 1946 (trad. esp. El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Madrid 1991); R. Guardini, La fine... cit.; H. de Lubac, Il dramma dell ' umanesimo ateo, ed. esp., Madrid 1997 (Paris 1945); Le Guillou, Il mistero... cit., 123-181: C. Dawson, La religión y el origen de la cultura occidental, Madrid 1995.

mar que un acontecimiento particular (la historia humana de Jesús de Nazaret) tenía alcance universal porque era la verdad en persona 299. Esta concepción ha determinado históricamente ese reflejo de amor a la vida, de respeto por la dignidad del hombre y la mujer y de estima hacia lo creado que hoy es patrimonio irrenunciable de todas las otras culturas.

FE Y LABORIOSIDAD

[Gn 1; Sb 1-2; Ga 5, 6; Ap 21, Iss.; Jn 14, 12;
Jn 5, 17; LG 12; LE 25; ChL 33ss.; 42]

Seguir a Cristo suscita una laboriosidad atenta a la transformación del mundo conforme al designio originario del Padre (cfr. Gn 1; Sb 1-2). La fe cristiana «actúa por la caridad» (Ga 5, 6), imita al Padre en cuanto fuente última del ser, colaborando en imaginar y «crear» una tierra nueva y cielos nuevos (Ap 21, Iss.), hasta el punto que Cristo ha prometido a quien permanece en Él la capacidad de generar obras aún mayores que las suyas (cfr. Jn 14, 12). Mediante el trabajo y sus obras los cristianos colaboran e imitan al «Padre que trabaja siempre» (Jn 5, 17), crecen en la responsabilidad y en la sensibilidad hacia las necesidades de todos, y contribuyen así a la liberación integral de la persona, a todos los niveles de la vida social, desde la familia hasta la política 300. El sujeto adecuado de esta laboriosidad es no sólo el individuo comprometido, sino el pueblo cristiano en su conjunto, del que nacen las iniciativas de ayuda a otros hombres, como expresión de la caridad recíproca fundada en la economía sacramental 301.

[Mt 13, 44-45; 2Co 5, 1-2; LG 17; RM 60; ChL 41; 10; AA 3]

El cristiano que reconoce con asombro este amor comprende que ha recibido lo más verdadero que un hombre puede encontrar en esta vida

  1. El orador romano Mario Victorino (s. IV) reconoce en Cristo la verdad sobre el hombre que había buscado a lo largo de toda su vida (cfr. M. Victorino, Adversus Arium, IV, 27, PL 8, col. 1132; Idem, Commentario alla lettera di Paolo agli Efesini, I1, 4, 14, en Idem, Commentari alle Epistole paoline, ed. de G. Gori [Corona Patrum 8], Torino 1981, 134).

  2. Cfr. LE 25; ChL 42. Véase lo que se ha expuesto sobre la doctrina del mérito en la segunda parte de este capítulo, 359-362.

  3. «El pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio, sobre todo por la vida de fe y de caridad, ofreciendo a Dios el sacrificio de la alabanza, el fruto de los labios que bendicen su nombre (cfr. Hb 13, 15)» (LG 12); cfr. también LG 10-11; ChL 33ss. El cuerpo de lo que se ha llamado Doctrina Social de la Iglesia, a partir de la Rerum Novarum hasta el rico magisterio social de Juan Pablo II, no es otra cosa que la expresión orgánica de esta dimensión de la acción del Pueblo cristiano en la historia.

(cfr. Mt 13,44-45) y no puede dejar de comunicarlo. La caridad, como consecuencia de la pertenencia a Cristo en el bautismo, se convierte en la raíz de la misión (cfr. 2 Co 5,1-2) 302. La caridad más grande es comunicar a Cristo, el único capaz de resolver el enigma del corazón humano respondiendo a sus exigencias de verdad y felicidad. Este testimonio constituye la tarea de la vida, común a todos los cristianos sea cual sea su posición profesional o social, la situación humana o eclesial en que se encuentren 303: «Por el precepto de la caridad, que es el mandamiento más grande del Señor, todos los cristianos están llamados a procurar la gloria de Dios con la llegada de su reino y la vida eterna para todos los hombres, de modo que conozcan al único Dios verdadero y a Aquel que Él ha enviado: Jesucristo» 304
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Teologica. 1. Veritá del mondo, trad. it., Milano 1989, 39-136 (ed. esp., o.c.).
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4. La dimensión escatológica de la antropología cristiana

[CCE 1965]

El tratado De Gratia ha considerado tradicionalmente la continuidad entre estado de gracia y estado de gloria 305, es decir, entre la vida de la criatura «en Christoi» y la definitividad de la vida eterna en la Trinidad. Este vínculo subraya el realismo de la comunicación gratuita de Dios al hombre históricamente situado, por cuanto la vida de gracia es ya comunicación de aquella misma vida trinitaria que constituye nuestro destino definitivo. Sin embargo, la vida del cristiano no ha alcanzado todavía, mediante esta comunicación, la plenitud a la que tiende su libertad y que sólo en el cielo encontrará perfecta satisfacción. Emerge así la dimensión escatológica de la antropología teológica, con su tensión característica entre presente y futuro.

  1. Cfr. LG 17; RM 60; ChL 41.

  2. Cfr. ChL 10.

  3. AA 3.

  4. 1SN, d.14, q. 2, a. 2; Quodlibetum X, q. 8, a. un. Cfr. supra 18.

De nuestro planteamiento se sigue que la reflexión acerca de las «realidades últimas» de la vida humana –muerte, juicio, (retribución-condena) y gloria– debe hacerse cargo de esa «concentración cristológica» propia de la teología contemporánea 306, que también la escatología ha recibido 307. Ahora bien, el carácter escatológico de la antropología cristiana resultaría inexplicable sin tener en cuenta la naturaleza sacramental de la permanencia del evento de Cristo en la historia 308. Esta tensión escatológica se articula respetando la estructura polar que caracteriza la libertad humana en su historicidad constitutiva.

CONCENTRACIÓN CRISTOLÓGICA

[Hch 10, 34ss.; Rm 8, 33; Ef 1,14]

El evento de la muerte y resurrección de Cristo marca el inicio del mundo nuevo, dentro de este mundo. Éste es el verdadero eschaton que abre el eón definitivo, la realidad última y absoluta, porque en este acontecimiento se ha pronunciado ya el «juicio» sobre la humanidad y sobre el mundo 309. Cristo es la meta del hombre, el centro del cosmos y de la historia, y por eso mismo es la vida, la vida eterna, es decir, verdadera, para el individuo y para las naciones 310.

[Rm 6, 23; 2 Co 5, 21; 1 Co 15, 54]

De ahí que las preguntas últimas del itinerario humano hayan sido vistas y vividas en el Nuevo Testamento a la luz de Jesucristo crucificado y resucitado. Él es el nuevo centro al que todo se refiere, centro que arroja su luz sobre todos los aspectos de la vida (y la muerte) del hombre 311. La Escritura es consciente del vínculo entre pecado y

  1. Cfr. supra capítulo 1.

  2. Cfr. Commisione Teologica Internazionale, Problemi... cit. Como punto de partida de la renovación se está de acuerdo en citar a H.U. von Balthasar, Lineamenti di escotologia, en Idem, Verbum Caro. Saggi di teologia. 1, trad. it., Brescia 1968, 277-301 (trad. esp. Verbum Caro, Madrid 2001); Idem, Teodrammatica. V... cit. Se encuentra un panorama bibliográfico actualizado y comentado en S. Ubbiali, Escatologia, en «La Scuola Cattolica» 126 (1998), 109-135.

  3. Cfr. supra en este capítulo, 373-375.

  4. Cfr. Hch 10, 34-43; Rm 8, 33; Ef 1, 14.

  5. Cfr. Scola, Questioni... cit., 55-68; Idem, Guariscimi e rendimi la vita (Is 38, 16), en prensa.

  6. Los textos paulinos que hablan de la justificación en futuro (Rm 2, 13; 3, 30; 5, 19; Ga 5, 5) no se contraponen a los que hablan de ella en presente. Algo semejante puede decirse de los textos relativos a la filiación divina. Cfr. Ladaria, Antropologia... cit., 437-438.

muerte (Rm 6, 23) 312, y por eso sólo Jesús, que se ha dejado reducir a pecado (cfr. 2 Co 5, 21), muriendo en cruz pro nobis ha podido obtener la victoria sobre la muerte (cfr. 1 Co 15, 54). El acento se pone en el hecho de que Cristo ya ha resucitado y por eso la clave de la resolución del problema de la vida eterna no está tanto en un tiempo que ha de venir, cuanto en el Señor que vive ahora. Él es el «fundamento» de nuestra esperanza porque es el paradigma concreto y «causa» de nuestra futura resurrección 313. Pablo ha «cristologizado» la respuesta a las cuestiones escatológicas, porque ha comprendido que Cristo es el «lugar» de nuestra vida indestructible 314.

[Jn 19, 30; 20, 22]

Desde el sepulcro de Jesús la historia experimenta un cambio de sentido y cada instante del tiempo recibe la forma de la irrepetible muerte y resurrección del Señor. Ahora bien, este cumplimiento en Cristo, el eschaton, tiene como condición de posibilidad el misterio de la Trinidad. Cuando el amor del Padre exalta al Hijo a su derecha, la gloria del Resucitado hace accesible a la humanidad de modo pleno la gloria Dei, que se halla contenida desde siempre, aunque velada, en la belleza misteriosa del ser. El Espíritu que Jesús crucificado ha entregado en la Cruz (cfr. Jn 19, 30) y que una vez resucitado infunde sobre sus discípulos (Jn 20, 22), hace posible que cada hombre pueda participar, desde el primer momento, en la vida misma de Dios, en el amor entre el Padre y el Hijo. Del mismo modo que el mundo creado ha tenido origen en el seno del amor trinitario, su destino consiste en volver a este amor fontal en el que halla su cumplimiento.

[CCE 1010-1011, 1020, 1 Co 15, 35ss.; Lc 23, 43; 2 Co 6, 10; Col 1, 24]

Si Cristo ha resucitado podemos tener la certeza de que también la vida donada al hombre en su cuerpo mortal está destinada a un cumplimiento definitivo. Podemos así entender la muerte como un nacimiento (dies natalis) que abre a la posesión de Dios y satisface las exigencias creaturales, en la esperanza suprema de la resurrección de los cuerpos (cfr. 1 Co 15, 35ss.). La muerte del individuo, gracias a la victoria del Resucitado, no es ya un «puro perecer» sino un verdadero na-

  1. Sobre la relación pecado-muerte cfr. supra capítulo 4.

  2. Cfr. Comisión Teológica Internacional, Problemi... cit., § 1, 458-461.

  3. Cfr. F1p 1, 23; 1 Co 15, 21; Col 3, 1.

cimiento en el abrazo eterno del Padre (cfr. Lc 23, 43). Nuestra muerte conserva el aspecto de muerte, el carácter trágico que puede suscitar rebelión y, sin embargo, bajo esta apariencia se esconde ya la verdadera vida. Podemos decir con Pablo que vivimos «alegres en el dolor» (2 Co 6, 10) y que hemos recibido la capacidad de transcurrir nuestra existencia en el ejercicio de nuestra libertad. Nuestro dolor cumple de este modo «lo que falta a las tribulaciones de Cristo» (Col 1, 24): objetivamente no le falta nada a la redención, nada sino nuestra libertad y, al final, la ofrenda total de nosotros mismos en la muerte en El. La experiencia de la muerte de tantos hermanos nuestros, y sobre todo de los santos, nos permite comprender lo que implica la victoria de Cristo para nuestra propia muerte.

ESCATOLOGÍA Y SACRAMENTOS

[CCE 2771-2772; Ap 21, 11]

Hasta que no llegue ese encuentro definitivo el cristiano participa de la experiencia de la Iglesia como anticipo efectivo del mundo venidero, de la communio sanctorum posible ya en esta tierra y que será definitiva en la patria. Mediante los sacramentos comienza la existencia «en Cristo», la identificación con Él. Como hemos visto, en el bautismo y, sobre todo, en la eucaristía, así como en el resto de los sacramentos, se nos dan las primicias y las arras de nuestra futura resurrección y, con ellas, la posibilidad de cumplimiento, de realización de nuestra existencia presente 315. En la Iglesia, lugar vivo y vivificante, generada por los sacramentos, por la escucha de la Palabra y por los dones y carismas del Espíritu, se nos concede experimentar, al menos en germen, la plenitud de la vida nueva y eterna. En la pertenencia a Cristo, en su Cuerpo que es la Iglesia, el cristiano experimenta ya una inicial vida de resurrección que es como un anticipo en el tiempo de lo que será en la definitividad, cuando vivamos en «los cielos nuevos y la tierra nueva» (Ap 21, 1).

TENSIÓN ESCATOLÓGICA DE LA LIBERTAD

El hombre procede como viator en el camino de la vida, siempre en una relación dramática (ya pero todavía no) con el Misterio de Cristo,

315. Cfr. supra en este capítulo, 376-379.

que ha desvelado el enigma pero no ha predeterminado el drama de la libertad. La forma sacramental de la revelación hace siempre posible este paso de la promesa al cumplimiento 316. La objetividad de la redención es así ofrecida —no impuesta— a la libertad históricamente situada de cada hombre.

[Lc 2, 10; Jn 15, 11; 1 Ts 5, 16; Ap 21, 2-4.23]

Se entiende así que la existencia cristiana sea existencia en esperanza y alegria, en cuanto «participación en la alegría insondable, al mismo tiempo divina y humana, que existe en el corazón de Jesucristo glorificado» 317. Esta alegria, anunciada por el ángel para todo el pueblo la noche de Navidad (cfr. Lc 2, 10), recorre toda la vida de Jesús hasta el momento culminante de su muerte propter nostram salutem: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15, 11). El Nuevo Testamento atestigua en múltiples ocasiones la irreductible cualidad de la vida nueva en Cristo, que posee ya en la alegría el reflejo de lo eterno en el tiempo, como confirma Pablo: «estad siempre alegres» (1 Ts 5, 16). La alegría, poseída como anticipo en este mundo, será plena en la Jerusalén celestial «engalanada como una novia ataviada para su esposo. Yoí una fuerte voz que decía desde el trono: "Ésta es la morada de Dios con los hombres. Pondrá su morada entre ellos y ellos serán su pueblo y él, Dios-con-ellos, será su Dios". Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado... La ciudad no necesita ni de sol ni de luna que la alumbren, porque la ilumina la gloria de Dios, y su lámpara es el Cordero» (Ap 21, 2-4.23).
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Para profundizar:

H. U. von Balthasar, Lineamenti di escatologia, en idem, Verbum Caro. Saggi di teologia. I, trad. It., Brescia 1968, 277-301; (ed. esp., Verbum Caro, Cristiandad, Madrid 20012).

S. Ubbiali, Escatologia, en «La Scuola Cattolica» 126 (1998), 109-135.
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  1. Una confirmación de esto, por ejemplo, es la exclamación «¡Ven, Señor Jesús!» inmediatamente después de la consagración eucarística, que hace realmente presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

  2. Pablo VI, Exhortación apostólica Gaudete in Domino, en AAS 67 (1975), 289-322.