VI

LA PENITENCIA
EL PERDÓN DE LOS PECADOS DE LOS FIELES


1. Vida cristiana y pecado en la Sagrada Escritura

El pecado de los fieles

El bautismo, como lavado de renovación en el Espíritu Santo, cambia al hombre y le da la posesión actual de la salvación mesiánica. Nuestro Salvador nos ha salvado con el lavado de la regeneración y ha obrado en nosotros un cambio que es una nueva creación (cfr. Tt 3, 3-7). El cristiano, en esta nueva condición, debe renovarse de continuo (cfr. Rm 12, 1-2; Ef 4, 20-30). Más aún, en ella debe observar la ley divina para obtener la salvación (cfr. Mt 5, 17-18; 7, 21-27). La necesidad de guardar los mandamientos no se opone al Espíritu, sino que indica que el amor de Dios es en nosotros verdaderamente perfecto (cfr. 1 Jn 2, 3-6; 3, 24). De este modo, el hombre se vuelve heredero, tiene derecho a la herencia de la vida eterna y posee una esperanza viva (cfr. 1 P 1, 3-5).

Mientras el cristiano resida y permanezca en la nueva condición de vida y custodie celosamente su nuevo nacimiento en Cristo, no comete pecado ni pierde la unión con El. Mientras permanezca en Cristo y la semilla divina permanezca en él, está lejos del pecado, no es condenable, sino que sigue estando unido a su Salvador: «Todo el que ha nacido de Dios no comete pecado porque su germen permanece en él; y no puede pecar porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3, 9) 1. Mientras que el cristiano permanezca en el nuevo nacimiento, está lejos del pecado, ni está ni puede caer en él.

Pero no siempre obran los bautizados de este modo; entre ellos se dan casos de inmoralidad, incluso graves. A pesar de que Cristo haya destruido la vieja levadura del pecado y haya hecho posible una vida santa y pura, en la sinceridad y en la verdad, los cristianos no realizan en la práctica lo que Él ha puesto en ellos cuando se convirtieron en cristianos (cfr. 1 Co 5). Son numerosas las exhortaciones y los intentos de todo tipo destinados a conseguir la fidelidad de los bautizados; pero ellos vuelven a caer igualmente en el estado en que se encontraban antes de la fe y del bautismo, y se hacen responsables de no poder heredar ya el reino de Dios (cfr. 1 Co 6, 9-11). Los cristianos caídos en tales pecados no sólo son excluidos de la salvación última, sino que pierden también la unión vital con Cristo; en efecto, existe una continuidad indiscutible entre la vida en Cristo poseída y transcurrida aquí en la tierra y la vida eterna (cfr. 2 Co 5, 10). Deben ser alejados de la comunidad, privados del apoyo de la comunidad de los santos y, en consecuencia, expuestos al poder del mal. Pero, incluso en estos casos extremos, la decisión que se toma va dirigida a conseguir el arrepentimiento y la salvación, «a fin de que su espíritu se salve en el Día del Señor» (1 Co 5, 5).

San Pablo enumera diversos pecados que hacen perder la herencia del reino de los cielos (cfr. Ga 5, 19-21; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-11). La incredulidad, el olvido y el rechazo de Cristo, la endeblez y la miseria humanas, presentes también en los bautizados, se manifiestan en actos concretos de diferentes tipos, y precisamente a través de ellos reniega el bautizado y pierde el nuevo nacimiento y la semilla divina que actúa en él. También la negligencia y la omisión de las obras de misericordia impiden el paso del reino de Cristo, presente ahora en la tierra, al reino del Padre, así como ser bendecidos para siempre y recibir la herencia de la vida eterna (cfr. Mt 25, 31-46).

Además de los pecados que quitan la vida y que, por consiguiente, conducen a la muerte (mortales), hay faltas de las que deben pedir perdón a diario a Dios Padre los discípulos de Cristo. Hay pecados que, aunque sin ser conformes con el espíritu cristiano, no excluyen de la salvación; hay predicadores que no edifican sólidamente sobre el único fundamento, que es Cristo, pero serán salvados asimismo, aunque como a través del fuego (cfr. 1 Co 3, 15). En efecto, todos tienen necesidad de arrepentirse y de hacer penitencia, porque de otro modo perecerán (cfr. Lc 13, 5). También los que están en comunión con el Padre y con el Hijo, si afirman que no tienen pecado, se engañan a sí mismos y la verdad no está en ellos: «Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonamos los pecados y purificamos de toda injusticia. Si decimos: "No hemos pecado", le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1 Jn 1, 9-10).

La misericordia de Dios en Cristo

Jesucristo se encontró, durante su vida aquí en la tierra, con muchos publicanos y pecadores, que se sentaban a la mesa con El, a pesar del escándalo de los fariseos y del hecho de ser considerado como un comilón y un bebedor, despreocupado de las leyes y de las tradiciones. En efecto, Jesús vino a llamar a los pecadores (cfr. Mt 11, 19; 9, 10-13). Perdona sus pecados y realiza milagros precisamente para demostrar a los hombres que posee ese poder (cfr. Mc 2, 1-12). Cuando Jesús constata un cambio real del corazón y el amor hacia Él, perdona muchos pecados y despide en paz (cfr. Lc 7, 34-50). Afirma que todos están en pecado y tienen necesidad de perdón. Por eso ha venido precisamente, para que los hombres tengan vida, a continuación les da la paz y les pide que no pequen más (cfr. Jn 8, 3-11). Jesucristo da cumplimiento a la profecía de que Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Perdona al corazón contrito y humillado, y pide la adhesión personal al reino de Dios, alcanzado precisamente con El, que realiza las obras que son signo del mismo. Así, el pecador es acogido por Dios y entra a formar parte de la comunidad mesiánica.

La misericordia de Jesucristo alcanza su punto culminante durante los acontecimientos pascuales, como enseña Juan Pablo II: «En su resurrección Cristo ha revelado al Dios de amor misericordioso, precisamente porque ha aceptado la cruz como vía hacia la resurrección. Por esto –cuando recordamos la cruz de Cristo, su pasión y su muerte– nuestra fe y nuestra esperanza se centran en el Resucitado: en Cristo que "la tarde de aquel mismo día, el primero después del sábado..., se presentó en medio de ellos" en el Cenáculo, "donde estaban los discípulos..., alentó sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados les serán perdonados y a quienes los retengáis le serán retenidos" (Jn 20,19-23)» 2.

De este modo, Jesucristo es Aquel que realiza y constituye el signo de la fidelidad de Dios, que no abandona nunca a sus criaturas y quiere redimir hasta la última. Es el Padre que va al encuentro del hijo, que es considerado en la parábola como tal incluso después de haber abandonado la casa paterna, en cuanto nota el mínimo arrepentimiento: «Estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente. [...] celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (Lc 15, 20-24). Por otra parte, el hijo, al volver a la casa paterna, recobra la plena dignidad y la auténtica humanidad de criatura redimida de su propio límite y pecado.

Jesucristo ejerce su poder de perdonar los pecados sobre la tierra y demuestra que dispone de ese poder con un milagro. La muchedumbre queda presa de temor y da gloria a Dios, que ha dado tal poder a los hombres (cfr. Mt 9, 8) 3.

A continuación, confiere este poder explícitamente a sus discípulos, de manera independiente del bautismo, para que continúen y prolonguen en el tiempo de la Iglesia sus acciones salvíficas. Es innegable que, en Mt 18, 18, reciben los doce el poder de perdonar los pecados 4.

En este pasaje, el poder de desatar o remitir los pecados y el de atarlos o retenerlos en la tierra, tanto en su significado de prohibir o permitir cualquier cosa, como en el disciplinar de infligir o revocar una excomunión, son la realización de la misericordia de Dios. Y eso tiene lugar a través de la mediación visible de la comunidad y con la autoridad conferida en ella. El acto, realizado en nombre de Cristo, tiene validez también en el cielo, o sea, junto a Dios. Tiene validez ahora aquí en la tierra, en cuanto es recibido de nuevo el pecador en el seno de la Iglesia o se ponen las condiciones para ser miembros dignos y vivos; esto no tiene, ni sólo ni en primer lugar, una referencia al juicio final.

Con el poder de desatar o perdonar se otorga la autoridad de readmitir en la comunidad al pecador que acepta la corrección y la realiza en su propia vida. Eso pone de manifiesto que la comunidad es el lugar de la presencia operativa y salvífica de Cristo, que obra por medio de ella. De este modo se realiza la voluntad de Dios, que quiere la salvación de todos los hombres y conducirlos al conocimiento de la verdad, y para ello se vale del único y singular mediador entre Dios y los hombres, «el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo en rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). Con el poder de atar no se otorga la facultad de condenar o de excluir de la salvación, sino simplemente la de retener los pecados por falta de las condiciones requeridas para el perdón, y con la intención de hacer enmendarse al pecador y disuadirle de la conducta inicua.

La remisión de los pecados indicada aquí no puede referirse al bautismo cuando se trata de una persona que vive ya en una comunidad. El pecado u olvido y rechazo de Dios, de su ley según el A.T., es propio de aquellos que han tomado parte en la alianza, y la misericordia de Dios es para aquellos que se han sustraído a la misma. Lo mismo sucede ahora en la nueva y eterna alianza. Por otra parte, en el bautismo no se da el caso de retener, sino sólo el de remitir los pecados, y ello tiene lugar como inicio, la primera vez en que el hombre nace a la vida cristiana y entra en la Iglesia de modo definitivo. Especialmente en los escritos paulinos y joánicos se señala que se toma nota de los pecados cometidos después del bautismo y que existe la posibilidad ulterior de ser perdonados 5.

Para comprender hasta el fondo Mt 18, 18, es necesario tener en cuenta que este pasaje se encuentra en un contexto claramente cristológico y eclesiológico. En efecto, respecto al primero, debemos tener en cuenta que, cuando los discípulos se encuentran reunidos en nombre de Jesús, Él se encuentra en medio de ellos y oran unánimes al Padre, a fin de que se les conceda cuanto piden (cfr. Mt 18, 19-20). Con respecto al segundo aspecto, es preciso señalar que Pedro plantea una cuestión fundamental para la vida comunitaria: ¿debe ser perdonado cometido contra otro hermano? ¿Cuántas veces? La respuesta de Jesús exige la disponibilidad a perdonar sin límites, más aún, al final de la parábola del siervo sin entrañas, Jesús advierte y avisa que es preciso perdonar como el Padre. Si no perdonamos de todo corazón a nuestro hermano, tampoco el Padre nos perdonará (cfr. Mt 18, 21-35). La caridad fraterna es una condición para obtener el perdón divino y merece condena el siervo que no perdona, dado que él ha sido objeto antes de la misericordia divina.

El N.T. habla con frecuencia de la remisión de los pecados y supera la disciplina usada entre los judíos, hasta tal punto que puede ser considerada como un elemento específicamente cristiano en cuanto poder otorgado a los hombres (cfr. Mt 9, 8; Lc 24, 47). El poder, que Jesús reivindicó para sí, ha sido comunicado a los doce en el Espíritu Santo; en consecuencia, éstos deben continuar la misión divina desarrollada por encargo del Padre. En efecto, afirma Jesús que así como el Padre le ha enviado a Él, Él los envía a ellos (cfr. Jn 20, 21-23) 6.

Así pues, en primer lugar, en este pasaje de Juan se trata de confiar por parte de Jesús sus propias tareas a los doce, de hacer potente y eficaz su propia obra reconciliadora, y extenderla, en lo que sea posible, a todo tiempo y lugar. Esa obra se realiza en cuanto se difunde el don y la fuerza del Espíritu Santo. Jesús, glorificado a la diestra del Padre, envía al Espíritu para la remisión de los pecados, que habrá de ser otorgada a través de una intervención visible de los apóstoles, a quienes se confía esa misión. Se trata de una participación en el poder de Cristo y tiene que ver con toda la actividad apostólica. Es un don escatológico presente y operante ya en la Iglesia, no sólo por ser ejercido por los apóstoles, sino también porque no puede dejar de ser útil a la vida de la misma comunidad eclesial. Los cristianos, muertos al pecado, no deben vivir ya en el pecado (cfr. Rm 6, 2). De este modo, establece Cristo el perdón divino en su Iglesia, comunidad de reconciliación y de paz, y confía su celebración a aquellos que poseen el poder con la efusión del Espíritu Santo 7.

La conversión de los hermanos pecadores

La conversión está constituida en el N.T. por una toma de conciencia del pecado por la gracia divina, iniciando un distanciamiento de él, sobre todo con la apertura a Cristo, que realiza el sacrificio redentor en la cruz, e intentando seguirle con la propia vida. Se habla de una conversión que determina la entrada en el reino de Cristo y que desemboca en el bautismo, pero también aparece una conversión que obra después del bautismo, como observa B. Baggioni: «Podemos decir incluso que el N.T. no distingue demasiado entre las dos, y esta falta de distinción nos parece instructiva. Se trata siempre del mismo movimiento que va del pecado al perdón: a lo más, hay tonalidades nuevas, de ingratitud, en los pecados cometidos después del bautismo: como sucedía ya en el A.T., donde el pecado era considerado en el interior de la Alianza» 8.

En consecuencia, la conversión es un someterse a la benevolencia de Dios, como aquellos que, confesando sus pecados, se hacían bautizar por Juan en el río Jordán (cfr. Mt 3, 6), o como el publicano, que, quedándose a distancia, no se atrevía a levantar los ojos hacia Dios y se golpeaba el pecho al tiempo que reconocía su pecado y pedía la misericordia divina (cfr. Lc 18, 13-14). Del mismo modo, los que habían abrazado la fe confesaban en público sus prácticas mágicas, para obtener el perdón (cfr. Hch 19, 18). Si los bautizados reconocen sus propios pecados, la sangre de Jesús, Hijo del Dios fiel y justo, los purifica de todo pecado y perdona sus culpas (cfr. 1 Jn 1, 7-9).

La Iglesia no sólo acoge de nuevo a los bautizados arrepentidos y humillados, sino que obra exhortando de manera insistente y decidida, para que tomen conciencia del mal que han realizado y de su manera indisciplinada de obrar, para que nadie perezca y vuelvan todos a la casa del Padre. Los escritos paulinos nos ofrecen ejemplos fundamentales de todo esto. En ellos se exhorta a los cristianos a no desanimarse, a no extraviarse; al contrario, ordenan mantenerse alejados de comportamientos indisciplinados, interrumpir las relaciones con los que desobedecen, aunque sin tratarlo de enemigo, sino amonestándolo como hermano (cfr. 2 Ts 3, 6-15). Exhorta san Pablo a los cristianos de Corinto a hacer uso de la benevolencia y a confortar a aquel que con su acción le ha entristecido, para que no sucumba a causa de un dolor demasiado fuerte, haciendo prevalecer la caridad, para no hacer caer al pecador en poder de Satanás (cfr. 2 Co 2, 5-11). El apóstol lo hace todo para la edificación de los fieles, pero teme no encontrarlos, cuando vaya, como desea. Por eso los exhorta a examinarse a sí mismos, y quien no se haya convertido, debe liberarse de la impureza, de la fornicación y de los actos de libertinaje cometidos (cfr. 2 Co 12, 20-21). A partir de los pasajes paulinos se constata que los cristianos pecadores no son separados definitivamente de la Iglesia, sino que se les exhorta a convertirse para ser readmitidos en la plena comunión de la comunidad eclesial. La conversión del bautizado pecador, aunque se trata de un hecho profundamente personal, se lleva a cabo con la intervención de la Iglesia; ésta juzga e indica las condiciones de la plena comunión de los santos. El que posee el poder interviene y su acción reconcilia no sólo con la comunidad, sino también con Dios.


2. La Iglesia perdona los pecados de los fieles

Alusiones a la historia del sacramento de la penitencia

Ya desde el comienzo, y sobre la base de la voluntad de Cristo referida por la Sagrada Escritura, practicó la Iglesia la remisión de los pecados de los fieles con una praxis muy variada en la que resaltan, con mayor o menor relieve, algunos aspectos 9.

De modo esquemático, podemos señalar un primer período que llega hasta finales del siglo VI. En él está vigente el principio de la penitencia pública canónica para los pecados graves. Incluye la entrada en el orden de los penitentes con un rito litúrgico después de haber «confesado» el fiel sus propios pecados al obispo o al presbítero. A esto le sigue la realización de obras penitenciales públicas o privadas, que sirven para convertirse y obtener el perdón. Al final de este período, más o menos largo, viene el rito de la imposición de las manos por parte del obispo, que expresa la reconciliación de los penitentes con la Iglesia y el don del Espíritu Santo. Este modo de conceder el perdón se caracteriza por la severidad del juicio y la importancia de las obras penitenciales destinadas a la comprensión de la gravedad del pecado, en particular el posbautismal, y de la necesidad de abandonar las costumbres paganas. Sin embargo, esto tiene como consecuencia que pocos cristianos recurran a esta penitencia pública. Con todo, el carácter excepcional de la penitencia deriva sobre todo de la imposibilidad de ser reiterada (de manera análoga al bautismo). La penitencia canónica, de hecho, es única en la vida y el pecador obtiene una sola vez la remisión de los pecados después del bautismo («segundo» bautismo o bautismo «laborioso»). Sin embargo, es preciso recordar también que en este período aparecen actos de reconciliación y de admisión a la comunión, en particular la eucarística, paralelos a la praxis penitencial descrita 10..

Al comienzo de la praxis penitencial rechazó la Iglesia la rígida posición montanista y novaciana, que niega la existencia de un poder conferido por Cristo para perdonar los pecados o algunos pecados o bien la readmisión en la comunidad de los lapsi, incluso en peligro de muerte. La Iglesia católica confirma, contra tales posiciones, que no hay pecados irremisibles 11.

A partir del siglo VII la penitencia se vuelve progresivamente reiterable. El cristiano que ha caído de nuevo en el pecado grave puede volver a presentarse para recibir de nuevo la penitencia y la absolución. El rito litúrgico se vuelve personal, puesto que decae el rito público de la entrada en el orden penitencial. Por otra parte, se llega a prescribir en los libros penitenciales las «obras» impuestas sobre la base de una tarifa aplicada a las culpas. La absolución tiene lugar mediante la imposición de las manos y las oraciones, sin presencia del pueblo y no necesariamente en circunstancias particulares.

A partir del siglo IX se introduce un cambio esencial. La acusación de los pecados va seguida de la absolución, quedando el cumplimiento de las obras penitenciales para después. Esto trajo consigo una disminución del sentido y del valor de las obras penitenciales en orden a la purificación y al perdón de los pecados. Se atribuye más importancia a la acusación de los pecados ante el sacerdote, considerada como un acto de humillación y asimismo de penitencia. De ahora en adelante se requiere también una cierta periodicidad en la recepción del sacramento de la penitencia. El año 1215 el concilio Lateranense VI establece la obligación de la penitencia anual (cfr. DS 812). Durante los siglos XII y XIII, tras un desarrollo en cierto modo convulso, se produce el paso definitivo de la antigua forma de la penitencia pública canónica a la actual, más centrada en la persona y en los actos del penitente. Ésta se caracteriza por el siguiente orden: acusación, absolución y satisfacción 12.

La posición asumida con respecto a los Reformadores supuso la ocasión para un ahondamiento doctrinal en el sacramento de la penitencia. Lutero muestra en sus escritos notables titubeos. En algunas ocasiones habla sólo de dos sacramentos (bautismo y última cena), en otras pone la penitencia junto a ellos, pero, en todo caso, no la afirma como don objetivo del perdón, sino como medio para suscitar una disposición penitencial interior o como sello de la fe, esto es, de la certeza de que Dios nos ha perdonado los pecados y dado la filiación divina en Jesucristo. Aunque reconoce en algunos pasajes que la penitencia es un signo sagrado que ha de ser referido al poder de atar o desatar dado por Cristo a la Iglesia, en todo caso, como no hay en la Iglesia un sacerdocio con los poderes de perdonar los pecados, todo cristiano tiene la facultad de absolver, es decir, de confirmar en la fe.

Melanchthon otorgó a la acción penitencial un valor más consistente, en cuanto que el creyente necesita la penitencia y la mortificación, mientras que la absolución individual es un signo divino. Pero, según su pensamiento, es preciso poner la confianza únicamente en la intervención del Espíritu Santo y no en el arrepentimiento, que es una presunción humana. Zuinglio y Calvino, aunque niegan el sacramento de la penitencia, se muestran favorables a un ejercicio penitencial público. La confesión privada es un momento de consejo y de ayuda; por otra parte, sólo el bautismo es perdón de los pecados. El acto de la penitencia debe ser referido a la predicación y a la proclamación del perdón divino, es un recuerdo y una renovación de la fe, con los que son «cubiertos» los pecados en el bautismo por los méritos de Jesucristo. En ese contexto, la penitencia es útil y favorece la vida del creyente 13.

El magisterio ha intentado aclarar y precisar, a lo largo de la historia, los puntos esenciales de la penitencia, sobre todo en el concilio de Trento, como respuesta a los Reformadores, y en el concilio Vaticano II. Vamos a ocuparnos ahora de las principales afirmaciones del magisterio. A continuación, estudiaremos el signo sacramental.

El perdón para los bautizados según el magisterio

El concilio de Trento afirma que el sacramento de la penitencia aplica el beneficio de la muerte de Cristo a cuantos caen en el pecado después del bautismo, y es remedio vital para cuantos están sometidos a esta esclavitud y al poder del demonio (cfr. DS 1668). En efecto, el hombre justificado puede pecar de nuevo y perder la gracia santificante, no sólo por abandonar la fe, sino con todo tipo de pecado mortal. Dios llama a todos los pecadores a la salvación hasta el momento de la muerte, y éstos pueden y deben cooperar libremente con la gracia divina (cfr. DS 1525-1527; 1542-1544; 1573). El Señor instituyó la reconciliación del fiel con Dios cuando, una vez resucitado de la muerte, sopló sobre sus discípulos diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, [...]» (Jn 20, 22 ss.). Con esta acción y estas palabras confirió a los apóstoles y a sus sucesores el poder de remitir y de retener los pecados de los fieles caídos después del bautismo, según la interpretación unánime de los Padres. No se le atribuye, sin embargo, un significado exclusivo: el de la comunicación del poder de remitir los pecados, ni el Concilio se refiere exclusivamente a él (cfr. DS 1670; 1703). El Concilio se preocupa, por otra parte, de distinguir entre este sacramento y el del bautismo, insistiendo en la diversidad de la materia y de la forma, y en el hecho de que el ministro de la penitencia es un juez. La diferencia emana, por último, del fruto, que, en el caso del bautismo, consiste en llegar a ser una nueva criatura en Cristo, con la plena y total remoción de todos los pecados, mientras que en la penitencia no llegamos nunca a una integridad de pureza y obtenemos el perdón, aunque no sin obras penitenciales, como requiere la justicia divina. Pero de ambos sacramentos se afirma la misma necesidad. En efecto, del sacramento de la penitencia se dice que es necesario para la salvación de cuantos han caído en pecado después del bautismo, lo mismo que es necesario el mismo bautismo para cuantos no han sido regenerados (cfr. DS 1670-1672) 14.

El concilio de Trento pone de relieve el aspecto cristológico del sacramento, pero no trata directamente del eclesiológico. Este aspecto está presente sobre todo con la referencia al ministro, que actúa en la persona de Cristo, y con la conciencia implícita y cierta de que todo tiene lugar por la autoridad y el influjo benéfico que ejerce la Iglesia, de diversos modos, sobre los pecadores que permanecen en la esfera de su acción salvífica. Pero será el concilio Vaticano II el que aportará una contribución y una luz clarificadoras y decisivas sobre esta cuestión. Afirma éste que, para ser plenamente incorporados a la sociedad de la Iglesia, es preciso poseer el Espíritu Santo y la gracia santificante; no es suficiente una participación puramente externa, como puede intuirse también a partir de Rm 8, 9: «El que no tiene el Espíritu de Cristo, no le pertenece». La encíclica Mystici Corporis (cfr. DS 3803) afirma, en la misma línea, que los cristianos que hayan perdido la caridad, pero conserven la fe y la esperanza cristianas, poseen un sitio en la Iglesia como ramas rotas de un árbol, pero no desgajadas. En ella son invitados por el Espíritu Santo a la penitencia y al retomo a la paz y a la participación en la plenitud de la vida. Los fieles pecadores que están en la Iglesia con el cuerpo, no con el corazón, deben volver a una plena incorporación para poder salvarse (cfr. LG 14).

La razón de todo ello estriba en el hecho de que la Iglesia, como sacramento y realidad de salvación, no se distingue realmente de la comunidad institucional presente sobre la tierra. En efecto, LG 8 afirma: «Pero la sociedad dotada de órganos jerárquicos, y el cuerpo místico de Cristo, reunión visible y comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia dotada de bienes celestiales, no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino». Precisamente en virtud de esta intrínseca unidad entre el aspecto visible y el espiritual, la falta del estado de gracia sobrenatural tiene, por su propia naturaleza, consecuencias inevitables en la relación con la Iglesia como sociedad visible. Y ésta, al tomar nota del estado de pecado de sus miembros, debe poner remedio a esa situación anormal y falsificadora. La Iglesia puede llevar a cabo esto con el sacramento de la penitencia. Así, resulta innegable que la Iglesia es consciente de la existencia de una relación esencial con los pecadores y de la necesidad de su retorno a la plena comunión eclesial, que se obtiene con el perdón de los pecados. El retorno a la plena paz con la Iglesia es asimismo reconciliación y paz con Dios. Así, el concilio Vaticano II pone en el mismo plano y no admite a nivel de principio escisiones entre la paz con Dios y la paz con la Iglesia. El pecador arrepentido, al reconciliarse con la Iglesia, se reconcilia con Dios, como se afirma de manera explícita: «Los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen el perdón de la ofensa hecha a Dios por la misericordia de Éste, y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, [...]» (LG 11; cfr. PO 5) 15.

En consecuencia, no es posible admitir separaciones entre la reconciliación con Dios y el retorno a la paz con la Iglesia. Al ser esta reconciliación visible de por sí, realizada con acciones, puede afirmarse que es propiamente el aspecto visible del retorno al estado de gracia con Dios. Así, todo lo que sea desatado en la tierra, será desatado también en el cielo (cfr. Mt 18, 18). Tampoco es posible presentar a Dios nuestra propia ofrenda en el altar, si no nos reconciliamos antes con el hermano (cfr. Mt 5, 23-24; 6, 14; Mc 11, 25).

El fiel pecador, dado el vínculo imposible de eliminar que posee con la Iglesia, no puede pensar y obrar para obtener el perdón más que dejándose guiar por la Iglesia misma, aceptando las condiciones y el procedimiento establecidos para la plena reconciliación con ella y con Dios.

La dimensión eclesial de la penitencia

La santa madre Iglesia, al practicar desde el principio la remisión de los pecados de sus hijos pecadores, ha obrado con la conciencia de que el Hijo de Dios vino como cordero que carga sobre sí, intercede y quita el pecado del mundo (cfr. Is 53, 7.12; Jn 1, 29). Él ha recibido del Padre el poder de juzgar y de perdonar los pecados, no vino a condenar, sino para que el mundo se salvo por medio de Él. Para realizar esa misión envía a sus apóstoles: «Como el Padre me ha enviado, Yo os envío a vosotros». La misión de Jesús continúa, por tanto, a través de unos hombres que también son pecadores, pero han sido hechos ministros de la obra redentora. Para llevar a cabo la tarea a la que están llamados, recibieron los apóstoles el Espíritu Santo. Este don les fue conferido para que tuvieran definitivamente, en virtud del mismo Espíritu del Señor resucitado y ascendido al cielo, la luz y la energía necesarias para remitir los pecados en el nombre de Cristo y su gesto tuviera validez también en el cielo. Esto mismo fue expresado de una manera verdaderamente incisiva e iluminadora por Isaac de Stella: «Nada puede perdonar la Iglesia sin Cristo, y Cristo no quiere perdonar nada sin la Iglesia. Nada puede perdonar la Iglesia, sino a quien hace penitencia, esto es, a aquel a quien Cristo ha tocado con su gracia; Cristo no quiere perdonar nada a quien desprecia a la Iglesia» 16.

San Agustín había enseñado ya: «Si alguien, después de haber tomado mujer, se ha manchado a sí mismo con una relación sexual ilícita con otra mujer [...] que haga penitencia en la Iglesia según la costumbre, a fin de que la Iglesia ore por él. Que nadie piense que puede tratar a escondidas con Dios porque su acto haya sido un acto a escondidas, diciendo para sí mismo: Dios lo sabe, Dios me perdona porque hago penitencia en mi corazón. No tendría ya sentido aquello que se dijo: Lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo. Y se habría dado sin motivo las llaves a la Iglesia de Dios; no podemos hacer vano el Evangelio, hacer vanas las palabras de Cristo» 17.

A la dimensión eclesial de la penitencia va ligado asimismo el hecho de la sacramentalidad de la reconciliación con Dios. En efecto, la acción de la Iglesia a través de sus ministros destinada a la remisión de los pecados ha sido siempre un acto solemne que readmitía en la plena vida eclesial, una acción necesaria para obtener de nuevo la paz con Dios. A ella se llegaba, en el período patrístico por ejemplo, con la imposición de las manos y la oración del obispo. La obra eclesial fue marcada asimismo, a continuación, por gestos cultuales, de suerte que se hizo manifiesta también la naturaleza sacramental de tales acciones. De este modo, el pecador obtiene en la Iglesia, por voluntad de Cristo, el perdón mediante un procedimiento sacramental. Existe, pues, un camino, una modalidad sacramental en la vida eclesial que conduce al arrepentimiento y hace volver a vivir en la gracia de Dios. En consecuencia, a partir de su propia historia y de su propia conciencia ha definido la Iglesia, en el concilio de Trento por ejemplo, como ya hemos tenido ocasión de señalar, que la remisión de los pecados tiene lugar a través de un ministro que hace presente el misterio redentor de Cristo de manera eficaz y sensible, en un lugar y en un tiempo bien determinados. Llegados aquí, es preciso examinar la naturaleza del gesto con que la Iglesia reconcilia con Dios, o sea, la naturaleza del sacramento de la penitencia. Se trata concretamente, en primer lugar, del ministro y, a continuación, de los actos del penitente.


3. El signo sacramental

El ministro

La penitencia de los bautizados no es un hecho individual, sino que en ella interviene toda la Iglesia con la oración, participando en los gestos penitenciales y exhortando al arrepentimiento y al retomo a la plena comunión eclesial. La comunidad eclesial no considera a los pecadores definitivamente separados, sino que echa el ancla de la gracia para salvar a los caídos en el pecado. En este contexto se inserta el hecho de que la unidad vital de la Iglesia, la comunión eclesial, está garantizada visiblemente por el obispo. En efecto, «cada obispo es el principio y fundamento visible de unidad en su propia Iglesia» (LG 23). En consecuencia, nadie que no participe del sacramento del orden y no sea enviado o delegado por el obispo mismo puede perdonar los pecados, establecer las condiciones de la comunión y de la vida eclesial o realizarlas. Basándose en estos principios, el magisterio, tras una larga reflexión y no sin titubeos al principio, ha precisado quién es el ministro de la penitencia.

El concilio de Trento enseña que el ministerio de las llaves está reservado a los obispos y a los presbíteros y no se puede extender a otros, y sostiene que el Señor dirigió las palabras de la institución no indistintamente a todos los fieles, sino sólo a los apóstoles y a sus sucesores. Afirma el Concilio que la institución de la penitencia por parte de Jesucristo fue querida con la condición de que su celebración, para ser válida, sea obra de los obispos y de los presbíteros, como colaboradores subordinados (cfr. DS 1684; 1706; 1710; cfr. asimismo 1260; 1323). Cumplidas estas condiciones, los sacerdotes, incluso en estado de pecado, ejercen válidamente, como ministros de Cristo, la función de perdonar los pecados en virtud del Espíritu Santo, que les ha sido conferido en el sacramento del orden.

Pero no basta con que el ministro haya recibido el sacramento del orden; en efecto, «la Iglesia de Dios ha tenido siempre la convicción, y este Sínodo confirma que es absolutamente verdadera, de que no debe tener ningún valor la absolución pronunciada por el sacerdote en favor de una persona sobre la que no tiene una jurisdicción ordinaria o delegada» (DS 1686). En consecuencia, el ministro puede perdonar los pecados siempre y en cualquier caso cuando haya recibido la potestad de orden y la de jurisdicción. Incluso cuando el fiel manifieste una contrición perfecta no puede dirigirse o recurrir sino a este ministro en cuanto sea posible; no tiene ningún valor sacramental recurrir a laicos por muy santos que sean (cfr. DS 1260).

El recurso a los testigos de la fe, a «personas espirituales», a monjes no sacerdotes, a diáconos, de los que hay ejemplos en los primeros siglos de la Iglesia, no debe ser concebido ipso facto como recurso a un gesto sacramental, dada la concepción que entonces se tenía, y sobre todo porque se trataba de una petición de ayuda destinada a alcanzar una buena disposición y realización del deseo de no perder la relación, al menos en algunos aspectos, con la vida de la Iglesia. Nadie ignoraba entonces la disciplina penitencial necesaria para el retorno a la plena comunión, sobre todo eucarística, en la Iglesia y la necesaria intervención del obispo, sin la cual nadie creía poder realizar la pertenencia integral a la comunidad cristiana. En algunos casos se recurría al diácono y a laicos para que ayudaran a satisfacer por los pecados y se expresara así mejor el deseo de participar en el sacramento que conducía de nuevo a la plena vida eclesial.

La absolución

Lo que caracteriza el gesto ministerial es, en primer lugar, servir de ayuda para reconocer los pecados y pedir perdón por ellos frente a la misericordia de Jesús crucificado, que expió nuestros pecados y nos amó hasta el final para perdonar siempre. Una vez llevado a mirar a Cristo crucificado, el penitente se descubre y se confiesa pecador necesitado del perdón divino. De este modo le llega el anuncio concreto y específico del evangelio de salvación, dirigido a una persona que se encuentra en una situación particular, y desde ella es levantado y readmitido en la plenitud del cuerpo eclesial al que Cristo comunica ahora su vida y se ratifica como cabeza del mismo.

Por otra parte, el gesto ministerial, en virtud de lo que hemos dicho, está destinado a despertar y madurar la conciencia eclesial, a hacernos dignos miembros de la Iglesia, de la que entramos a formar parte con el bautismo. Todo eso tiene un carácter medicinal, es una cura para la salvación, una posibilidad de curación espiritual que sale al encuentro de la debilidad y de la fragilidad humanas. Afirma san Agustín: «Yo no revelo su pecado, pero tampoco permanezco indiferente; se lo reprocho en secreto: pongo ante sus ojos el juicio de Dios, meto miedo a una conciencia herida, le impulso al arrepentimiento. Debemos estar dotados de esta caridad [...] Pero quizás sepa yo también lo que sabes tú, sin embargo no hago reproches en tu presencia, porque deseo curar, no acusan» 18.

El aspecto medicinal es fundamental para que el pecador no pierda la esperanza de encontrar aún el perdón. En el corazón del pecador debe brillar la luz y la certeza de poder ser perdonado.

Además del gesto que hace redescubrir la fuerza liberadora de Cristo, el ministro pronuncia la fórmula prescrita, que no es un simple consuelo o una mera declaración de que los pecados están perdonados: otorga la absolución «que es como un acto judicial, con el que se pronuncia por parte del sacerdote una sentencia en cuanto juez» (DS 1685; cfr. DS 1671; 1679; 1709). Según la enseñanza conciliar, la absolución ha de ser considerada como un acto judicial (de una manera completamente analógica respecto a los tribunales civiles) en cuanto que se realiza con autoridad, en nombre de la autoridad suprema de Jesucristo, y tiene eficacia sacramental. Mediante ese acto los sacerdotes juzgan con conocimiento de causa y actúan con equidad, imponiendo penas después de la confesión de todos los pecados mortales hecha de manera específica. Pronuncian una sentencia de perdón e indican asimismo las condiciones a satisfacer con el debido conocimiento de la causa (cfr. DS 1679;1705-1707)19.

El juicio eclesial es un signo eficaz del juicio de Dios que otorga su gracia. El pecador vuelve a ser de nuevo partícipe de la resurrección de Jesucristo, aceptando la soberanía de Dios y la necesidad de la pertenencia plena a la Iglesia. Todo esto a fin de que el pecador, con su corazón impenitente, no acumule la cólera sobre sí el día de la ira en el que se revelará el justo juicio de Dios, que da a cada uno, según sus obras, el premio o el castigo (cfr. Rm 2, 5-8).

Podemos afirmar, en síntesis, que las palabras de la absolución «manifiestan que en aquel momento el pecador contrito y convertido entra en contacto con el poder y la misericordia de Dios. Es el momento en el que, en respuesta al penitente, la Santísima Trinidad, se hace presente para borrar su pecado y devolverle la inocencia, y la fuerza salvífica de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús es comunicada al mismo penitente como «misericordia más fuerte que la culpa y la ofensa» [...] Por eso la absolución que el sacerdote, ministro del perdón —aunque él mismo sea pecador— concede al penitente, es el signo eficaz de la intervención del Padre en cada absolución y de la «resurrección» tras la «muerte espiritual», que se renueva cada vez que se celebra el sacramento de la penitencia» 20.

La Trinidad, para hacer de nuevo al fiel bautizado plenamente hijo suyo, hace uso de su benevolencia y omnipotencia sirviéndose de la Iglesia, que obra por medio de un ministro suyo con gestos externos que significan y confieren la gracia.

El concilio de Trento (DS 1673) enseña la importancia de la absolución cuando dice que: «La forma del sacramento de la penitencia, en la cual consiste principalmente su fuerza, está constituida por las palabras del ministro: Yo te absuelvo, etc.» Todas las otras oraciones que han sido añadidas y expresan verdaderamente el sacramento de la penitencia no atañen en modo alguno a la esencia de la forma sacramental. La absolución, aunque presupone un corazón contrito y humillado, no extrae su eficacia de la fuerza de la fe del penitente (cfr. DS 1460-1465). Es cierto que está en relación con la fe del pecador, en cuanto que este renueva su confianza en la fidelidad misericordiosa de la Trinidad, y se confía a ella transmitiendo todos sus pecados, sin embargo es un acto judicial y medicinal que mana de Dios. La fe, el arrepentimiento y la contrición son actos humanos, llevados a cabo con la gracia divina, mientras que la absolución es una acción instituida por Jesucristo.

El concilio de Trento, como acabamos de indicar, prescribe la fórmula indicativa (Yo te absuelvo [...]) para la absolución. A lo largo de los siglos han estado en vigor también fórmulas deprecativas (Dios te perdone [...]), con las que la Iglesia se dirige directamente a Dios para impetrar perdón para el pecador, y fórmulas optativas (Él te conceda [...]), con las que se pide perdón a Dios en tercera persona en forma de deseo. Mientras que el primer modo es el prescrito por la Iglesia latina, en la tradición oriental se ha conservado la primitiva fórmula deprecativa. Los diferentes modos de expresión derivan de la misma conciencia: Dios perdona los pecados por medio de un hombre que es instrumento suyo.

La absolución se debe dirigir, de ordinario, a cada fiel en particular. Puede ser impartida a más fieles sólo en casos excepcionales y en las condiciones indicadas tanto por el Código de Derecho Canónico (cc. 961-963), como por la exhortación apostólica postsinodal Reconciliatio et Paenitentia (n. 33), que expone asimismo los motivos que permiten el recurso a esta modalidad.

Tras habernos detenido en la consideración del ministro y en la absolución como forma del sacramento de la penitencia, es necesario tratar, lógicamente, de los actos del penitente, es decir, de aquello que constituye de manera esencial el gesto sensible de la acción sacramental.

Los actos del penitente

El gesto sensible está constituido, en los sacramentos en general, por la fórmula y por un elemento material, con el que se expresa y se otorga la gracia divina. Este elemento está constituido, en la penitencia, por acciones realizadas por el mismo penitente y no por algo separado del destinatario del sacramento. Dios concede el perdón a los pecadores verdaderamente arrepentidos en su corazón, que confiesan con la boca y satisfacen con las obras. Lo reciben de Dios y así vuelven a entrar en comunión plenamente con toda la Iglesia. El pecado y el dolor del penitente, además de ser experimentados de manera interior, deben ser expresados exteriormente, no en una recepción general y genérica, sino que deben ser gestos de la persona humana que vive en la historia, en un lugar y en un tiempo, su vocación específica. Dada su diferencia con respecto a los otros sacramentos, la contrición, la confesión y la satisfacción han sido definidas por el concilio de Trento (cfr. DS 1673; 1704) como materia de este sacramento. A pesar de ello son partes esenciales de la penitencia, gestos requeridos por divina institución, necesarios para la validez del sacramento y para la plena remisión de los pecados.

Los actos del penitente comienzan cuando éste descubre que su conducta de vida cristiana contrasta con su ser hijo de Dios, con su haber muerto y resucitado con Cristo y su haber sido enriquecido con los dones del Espíritu Santo. Cuando el bautizado, tras haber recobrado la conciencia de su propia dignidad y libertad, se levanta y reconoce en la comunidad cristiana que ha pecado contra el cielo y contra la misma Iglesia, admite que no es digno de ser llamado hijo y se encamina hacia el Padre (cfr. Lc 15, 17-21), impulsado entonces por la gracia realiza personalmente una comparación sincera y confortante con Jesucristo, maestro y modelo de vida, y con el Padre, que nos llama a la bienaventuranza eterna. En el penitente debe prevalecer la actitud de arrepentimiento y de confesión; debe someterse sin reservas a la palabra del Dios vivo, a fin de asimilar el comportamiento del Hijo ante el Padre. Imitar a Jesucristo significa expresamente tender a configurarse con la imagen del Hijo, que obedece y ama al Padre, y a hacer penitencia por las propias culpas. El penitente que tiene un corazón contrito y humillado no sólo vuelve a Dios a través de Jesucristo, sino que recibe también la alegría de ser perdonado y readmitido en la plenitud de la vida eclesial. La Iglesia nos hace pedir que Dios nos conceda sentir gozo y alegría por su purificación, que nos devuelva la alegría para poder exaltar su justicia fiel y proclamar con nuestra boca su alabanza (Sal 51, 10.14.16-17).

La institución del sacramento de la penitencia por parte del Hijo para los pecadores es la vía para acceder a su amor por el Padre. Y el poder de atar y desatar expresa una disciplina eclesial de la que tenemos necesidad para nuestra educación y para el castigo del mal cometido, y expresa asimismo una autoridad que esté en condiciones de juzgar si la actitud humana es de verdad penitente 21.

La contrición

El primer acto del penitente es la contrición, que es descrita por el concilio de Trento como «el dolor y la detestación del ánimo por el pecado cometido, con el propósito de no pecar más» (DS 1676). Pero, siempre según el Concilio, no le basta al bautizado sólo con esto para obtener la remisión de los pecados; a la contrición han de unirse la confianza en la divina misericordia y el deseo de realizar lo que se requiera para recibir bien el sacramento. Entre estos elementos está incluido también el propósito de reemprender una vez más una vida nueva. La contrición no se caracteriza sólo negativamente por la detestación de la vida pasada en el pecado, hecho que puede encontrarse en todo hombre, y que admiten hasta los paganos, sino por la certeza de la fidelidad de Dios, que hace uso de su misericordia con nosotros. No tiene menor valor la disposición para realizar lo que requiere la recepción del sacramento. Así como dejarse guiar por la Iglesia y por el sacerdote, que es su ministro. De este modo, los bautizados pueden llegar a experimentar que no están solos con sus propios pecados frente a la Trinidad, y que precisamente con la recepción de los sacramentos y mediante ellos son miembros de la Iglesia. La confianza en la divina misericordia y el deseo de cumplir lo requerido son igualmente necesarios para el bautizado y especifican su comportamiento cristiano. La Iglesia reconoce en el penitente así dispuesto a un miembro suyo, a una parte de ella misma, alguien a reinsertar en la plenitud de la vida divina.

El concilio de Trento presenta otra precisión con la que afirma que, en ocasiones, la contrición puede ser tan perfecta, por la caridad que posee, que reconcilia al hombre con Dios antes de recibir de hecho el sacramento. Con todo, tampoco en este caso se puede atribuir la reconciliación a la contrición exenta del deseo de recibir el sacramento. Éste está incluido en aquélla (cfr. DS 1677; 1971). En efecto, la contrición, necesaria para la remisión de los pecados, no hace al hombre más pecador encerrándolo en sí mismo, sino que lo dispone para lo que Cristo ha querido. Por otra parte, no hace superflua la confesión externa de los pecados (cfr. DS 1157; 1412). Aunque la contrición sea perfecta en la caridad, no puede excluir la realización de todo lo que Jesucristo estableció para la remisión de los pecados de aquellos que son miembros de la Iglesia. Estos no pueden reconciliarse con Dios, de modo ordinario, sino en la medida en que se reconcilian con la Iglesia y mediante el juicio objetivo emitido en el ejercicio del poder de desatar o retener.

El concilio de Trento se pronuncia también sobre la contrición imperfecta o atrición, y afirma que ésta se basa en la detestación del mal, del pecado y de sus consecuencias, como el miedo de las penas aquí en la tierra o de la condenación eterna. Incluye la voluntad de no volver a pecar junto con la esperanza del perdón, y, por consiguiente, no hace al hombre hipócrita y aún más pecador, sino que es un don divino inicial con el que nos mueve el Espíritu Santo, aunque aún no habite en el bautizado, hacia la justicia. La atrición es una disposición suficiente para impetrar la gracia y la misericordia de Dios en el sacramento de la penitencia, aunque por sí sola no puede conducir al pecador a la justificación. El Concilio pone de relieve que la atrición es una disposición suficiente y apta para recibir el sacramento, es un sentimiento bueno, libre, no arrebatado con fuerza o falso, que proceda del amor de concupiscencia hacia Dios.

La atrición por sí sola no justifica, porque el hombre, para ser justificado, debe amar a Dios sobre todas las cosas, como fin último de toda su vida y no sólo de algunos de sus actos. Con la atrición, el hombre, ayudado por la gracia, realiza obras buenas y empieza a mirar hacia Dios, pero no pasa aún de injusto a justo; no existe aún ni santificación, ni completa renovación interior del hombre22.

La confesión

Enseña el concilio de Trento que la confesión o acusación de los pecados debe ser integral, referir todos los pecados escondidos o evidentes de los que se sea consciente, según su número y naturaleza específica. Da también la razón de la necesidad de una confesión completa: consiste en el hecho de que el ministro debe emitir una sentencia de perdón o de retención de los pecados con un adecuado conocimiento de causa y con equidad en la imposición de las penas. Aun cuando no es obligatorio confesar los pecados veniales, que no excluyen de la gracia y de la vida divinas, han de ser confesados con rectitud, sin presunción, para extraer de ello ayuda y crecimiento en la piedad. Al confesar todos los pecados, éstos son perdonados por la misericordia de Dios. Lo que no se somete al juicio del perdón ni es curado ni sanado (cfr. DS 1679-1681; 1706-1708).

La acusación de los pecados es, en primer lugar, un gesto que completa y hace llegar el arrepentimiento del bautizado a una expresión plena. En efecto, cuando el hombre actúa sólo exteriormente, obra según su naturaleza corporal-espiritual. Al arrepentimiento humano le falta algo hasta que no es vivido interior y exteriormente, hasta que no se expresa en todas las dimensiones humanas. Es un gesto de extrema sinceridad con el que se confía uno mismo, más allá de su propio pecado, a la misericordia de Dios, que perdona en la Iglesia. Por eso, la acusación externa, la apertura del corazón y la admisión del pecado frente al ministro de Dios está, en primer lugar, en función de un arrepentimiento y de una contrición que llegan hasta la expresión completa.

En segundo lugar, la confesión, como afirma la exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia (31, III): «tiene también el valor de signo; signo del encuentro del pecador con la mediación eclesial en la persona del ministro; signo del propio reconocerse ante Dios y ante la Iglesia como pecador, del comprenderse a sí mismo bajo la mirada de Dios. [...] Esta acusación arranca en cierto modo el pecado del secreto del corazón y, por tanto, del ámbito de la pura individualidad, poniendo de relieve también su carácter social, porque mediante el ministro de la penitencia es la comunidad eclesial, dañada por el pecado, la que acoge de nuevo al pecador arrepentido y perdonado». Aunque el pecado es profundamente personal, el penitente es miembro de la Iglesia y a ésta ha confiado Jesucristo la remisión de los pecados de aquellos que son sus miembros. El pecador no puede reconciliarse con el Salvador, sino en cuanto ha sido insertado en el cuerpo eclesial de Jesucristo, y a través de este cuerpo recibe la vida divina.

El sacramento de la penitencia es un acto salvífico eclesial en el que Cristo mismo perdona a través de un ministro suyo. Por consiguiente, no puede ser confundido, ni en su esencia ni en su práctica, con la «dirección espiritual», ni tampoco con la confrontación con un «padre en la fe» que nos ayuda a progresar en la santidad cristiana. La penitencia es un gesto litúrgico-sacramental de gracia y de respuesta personal a Dios en la conversión, acto que se realiza en una dimensión eclesial con la simple acusación y la petición de perdón de los propios pecados.

La Iglesia no actúa en el sacramento de la penitencia sólo a través de sus ministros, que, al perdonar los pecados, ejercen su sacerdocio ministerial. En efecto, toda la Iglesia interviene en la penitencia, porque «con caridad, con ejemplos y con oraciones, les ayuda en su conversión» (LG 11). El pecador, aun habiéndose separado en parte del cuerpo de Cristo, permanece siempre en el ámbito de la acción salutífera de la Iglesia y es ayudado por ella, con los medios que acabamos de indicar, a regresar a la pertenencia plena. De esta suerte, nunca queda abandonado, sino que está siempre sostenido por la oración y la caridad eclesiales, a fin de que llegue a la contrición y a la confesión. En este punto, el penitente no recibe sólo el efecto de la acción de la Iglesia, sino que sus actos de contrición, confesión y satisfacción constituyen, junto con la absolución, la celebración misma del sacramento. Sus actos son ejercicio del carácter bautismal a través de la pertenencia visible a la Iglesia, son actos del sacerdocio bautismal con los que se realiza y se manifiesta una nueva gracia de perdón en el ámbito sacramental de la Iglesia. El penitente está llamado a cooperar, con su arrepentimiento y con la confesión, en su propia reconciliación y en su regreso a la paz eclesial.

La auténtica actitud de confesión brota de la mirada dirigida al comportamiento del Hijo ante el Padre, y de la «confesión» de que Jesucristo es el Salvador y el Señor, Aquel que «pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él» (Hch 10, 38).

La satisfacción

En la vida de la Iglesia ha existido siempre la práctica de imponer obras a los penitentes, incluso duras, para que expiaran sus culpas, compensaran sus pecados y extirparan las consecuencias de los mismos. Esa práctica tiene su fundamento en la enseñanza de Jesucristo, que hace suyas las exhortaciones de los profetas, los cuales amonestaban a los israelitas para que se liberaran de los pecados con ayunos y otras obras de culto, de caridad o imponiendo penas (cfr. J11, 14; Jn 3, 5-10). El mismo Jesús invita a dar frutos dignos de conversión, a no considerar que les basta con ser hijos de Abraham; el ayuno merece una recompensa por parte del Padre (cfr. Mt 3, 8; 6, 16). La caridad sobria y moderada, que facilita la dedicación a la oración; la caridad fraterna, que cubre muchos pecados; la hospitalidad recíproca sin murmuraciones: todo eso debe ser practicado en la Iglesia para obtener la santidad y el crecimiento en la misma (cfr. 1 P 4, 7-10). La práctica de la satisfacción y la imposición de penas son propias de la penitencia, porque, mientras que en el bautismo recibe el hombre una novedad absoluta de vida, dada de manera totalmente gratuita por Jesucristo, y entra en la Iglesia sin ningún mérito o derecho, ni en virtud de una pretendida preparación suficiente, el sacramento de la penitencia pretende volver a llevar a la santidad a alguien que, siendo miembro ya de la comunidad eclesial, liberado una vez de la esclavitud del pecado y del demonio, y recibido los dones del Espíritu Santo, ha violado voluntariamente el templo de Dios y contristado al Espíritu. Ése tiene necesidad de darse cuenta del mal cometido y de ponerle remedio, purificándose con las obras que le ayudarán a volver a la plena vida eclesial.

El concilio de Trento (cfr. DS 1689-1693; 1712-1715) afirma la necesidad de la satisfacción, puesto que la absolución no condona toda la pena y, en consecuencia, no sólo es justo, sino que constituye un deber, imponer penas a quien se confiesa. Añade el Concilio que el valor y el mérito de la satisfacción de Cristo son absolutos y más que suficientes. Pero el mismo Cristo nos hizo capaces de satisfacer uniéndonos a su pasión y muerte. La satisfacción es un modo de configuramos con Cristo, que ha satisfecho por nuestros pecados y de quien procede toda capacidad (cfr. Rm 5, 10; 1 Jn 2, 1-2; 2 Co 3, 5). Añade el Concilio: «Pero esta satisfacción, que realizamos por nuestros pecados, no es nuestra, no puede realizarse más que por medio de Jesucristo; en efecto, nosotros nada podemos sólo por nosotros mismos, en cambio con la ayuda de Aquel "que nos conforta, lo podemos todo" (Flp 4, 13). Por consiguiente, el hombre no tiene ningún motivo para gloriarse, sino que toda nuestra gloria (cfr. 1 Co 1, 31; 2 Co 10, 17; Ga 6, 14) está en Cristo "en el cual vivimos" (Hch 17, 28), en el cual merecemos, en el cual satisfacemos, "dando frutos dignos de penitencia" (Lc 3, 8), que toman su fuerza de Él, por Él son ofrecidos al Padre, y por Él son aceptados por el Padre» (DS 1691).

En consecuencia, la satisfacción no está constituida sólo por la fe con que creemos que Cristo ha satisfecho por nosotros, ni la vida nueva dada otra vez puede ser considerada como la mejor penitencia, sin necesidad de recurrir a las penas infligidas por Dios o prescritas por el sacerdote y satisfechas con aceptación y ofrecidas al Señor para ser descontadas de nuestros pecados. Por último, la satisfacción ni contradice ni oscurece la doctrina de la gracia y el verdadero culto de Dios; no es tampoco una simple tradición humana, sino que es requerida por Dios y por la Iglesia para reparar el mal cometido, al menos en parte, y para lograr una conciencia verdadera del mal que el pecado acarrea, en primer lugar, a nosotros mismos y, a continuación, a toda la Iglesia. Aunque el modo de practicar la satisfacción en la Iglesia antigua ha sido mitigado y no ha de ser restablecido (cfr. DS 212; 2316-2322), deben los ministros infligir una penitencia que corresponda de manera conveniente a los pecados confesados; en caso de cerrar los ojos ante los pecados y ser demasiado indulgentes se harían cómplices de los pecados ajenos.

Una reflexión teológica no puede dejar de tener presente, primero, que la aceptación y el cumplimiento de la satisfacción son un acto del penitente y son necesarios para la constitución del signo sacramental. Sin ellos falta la completa manifestación externa, objetiva y eclesial de la conversión interior, en la que el ministro, médico y juez, impone la obligación de reparar los pecados, enmendar la vida pasada sometida al mal y luchar, con el apoyo de las obras salutíferas, en el futuro.

Además de esto, como afirma la exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia (31, III): «Las obras de satisfacción —que, aun conservando un carácter de sencillez y humildad, deberían ser más expresivas de lo que significan— quieren decir cosas importantes: son el signo del compromiso personal que el cristiano ha asumido ante Dios, en el sacramento, de comenzar una existencia nueva (y por ello no deberían reducirse solamente a algunas fórmulas a recitar, sino que deben consistir en acciones de culto, caridad, misericordia y reparación) [...]». Las obras de penitencia son, evidentemente, una defensa de la vida nueva. Eso no quita su valor de compensación de los pecados cometidos y la necesidad de imponer obras supererogatorias además de aquellas que realiza el cristiano para llevar una vida según la doctrina cristiana. Su carácter medicinal consiste en preservar de otros pecados, volver más vigilantes y fieles a aquellos que ya han sido perdonados. Los pecadores no quedan liberados, de ordinario, con la absolución, de las inclinaciones viciosas y de los hábitos pecaminosos contraídos con los pecados repetidos también con frecuencia. Las obras satisfactorias se imponen para quitar, en lo que sea posible, estas tendencias y reforzar la voluntad debilitada por los malos actos. Todas las consecuencias del pecado, que ciertamente pesan sobre la persona, quedan disminuidas, y tal vez incluso eliminadas, por las acciones contrarias prescritas por el ministro o realizadas personalmente.

Lo que hemos dicho no excluye, sino que más bien confirma, que el fin esencial de la pena infligida es la reparación de la culpa y el restablecimiento del orden violado. El hombre, al pecar, desobedece y se opone a la voluntad de Dios, se prefiere a sí mismo en vez de a Dios, alejándose de El. Cuando el sacerdote impone la satisfacción, pretende reconducir y someter a Dios, creador y redentor, la voluntad rebelde, y restaurar el orden violado. Que éste debe ser reparado y compuesto, en lo que al hombre le sea posible, constituye una exigencia de la justicia misma: quien subvierte un orden justo y bueno, como es el creado por Dios, debe ser reconducido a su observancia.

San Pablo declara: «Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 24). Ciertamente, san Pablo no pretende añadir algo al valor y a los méritos de la satisfacción de Cristo crucificado. Pero él, que un tiempo fue pecador y ahora es apóstol, se asocia, como es deber de todo bautizado, sobre todo de los pecadores que deben reparar sus propias culpas, a Jesucristo, a fin de que su cuerpo eclesial realice, haga propia y extienda a toda la humanidad la obra redentora y satisfactoria del Salvador.

Los aspectos antropológicos de los actos del penitente

Son muchos los aspectos antropológicos implicados en el sacramento de la penitencia, especialmente en los actos del penitente. En la actualidad son estudiados con una particular insistencia, aunque se siente la necesidad de ulteriores estudios más profundos y objetivos. A partir de los actuales estudios de las ciencias humanas, sobre todo de la psicología, aparecen en este momento los puntos siguientes. En primer lugar, se manifiestan la experiencia común de la culpa y la necesidad –extrema, nos atreveríamos a decir– de perdón que el hombre experimenta23.

La experiencia de la culpa afecta directamente y se impone de manera evidente a cada hombre antes de cualquier reflexión. Engendra miedo y angustia; lleva a admitir responsabilidades morales personales en la percepción de una norma o ley que forma parte de la vida humana. El hombre experimente así, con sufrimiento, también una culpabilidad interior que resquebraja su autenticidad. De este modo, puede verse inducido al arrepentimiento, que es propiamente voluntad de renovación, y no sólo disgusto por las consecuencias negativas del acto realizado. Partiendo así de la experiencia de la culpa, el hombre llega a la necesidad de contar, de liberarse de su propio mal.

El sacramento de la penitencia responde asimismo a estas situaciones existenciales y representa la justicia de Dios, que se realiza a través de la misericordia y del perdón de Jesucristo dirigidos al fiel pecador, que no está dispensado de vivir las mismas situaciones por las que pasa todo hombre. Por consiguiente, en primer lugar: «[...] el pecador cristiano se encuentra ante Dios y lo que le libera de la angustia no es la simple adecuación de la conducta a la regla, sino el perdón por parte de un amor infinito» 24.

Así se hace evidente la diferencia radical que existe entre el modo de concebir la culpa y el perdón en la experiencia cristiana y en cualquier otra.

La primera está constituida por el hecho de la encarnación del Hijo de Dios, hecho conocido y vivido como acontecimiento objetivo. A partir de ahí, el arrepentimiento significa también tomar conciencia de la misericordia de Dios, no de nuestra propia insuficiencia, de nuestro propio malestar, de nuestra necesidad de estima por parte de los otros. El arrepentimiento que procede de la confianza en Dios conduce, además, a la conversión, rescata el pecado y abre la vía de la certeza de la salvación. El acto con el que se obtiene todo esto es la confesión, gesto concreto que nos restablece en el reino de Dios y en su justicia.

4. La gracia de la penitencia

El magisterio, siguiendo la Sagrada Escritura y la tradición, afirma que la gracia de este sacramento consiste en la absolución o perdón de los pecados confesados y en la reconciliación con Dios (cfr. DS 1323; 1674). Estos efectos van acompañados en las personas devotas por la serenidad y la paz de la conciencia, y por un profundo consuelo procedente del Espíritu. La reconciliación con Dios tiene como consecuencia otras reconciliaciones: con nosotros mismos, a través de la recuperación del sentido de nuestra propia vida; con los hermanos, lesionados en cierto modo por nuestros propios pecados; por último, el pecador se reconcilia con todo lo creado25. De ahí brota además, y de una manera genuina, el sentido de la gratitud a Dios por el don de la misericordia obtenida y la alegria que le acompaña. Por otra parte, el concilio de Trento afirma que la absolución sacramental perdona la culpa y las penas eternas, mientras que sigue por descontar la pena temporal, que no es condonada de modo total, cosa que sí sucede en el bautismo (cfr. DS 1543; 1580; 1689; 1715).

El concilio Vaticano II completa y amplía lo dicho por el magisterio precedente, y afirma como efecto del sacramento tanto el perdón de los pecados por parte de Dios, como la reconciliación con la Iglesia (cfr. LG 11; PO 5), sin dar explicaciones sobre su relación. De todos modos, no existe ninguna duda en la fe de la Iglesia de los tiempos patrísticos sobre la unión entre la reconciliación eclesial y la divina. La paz con la Iglesia no sólo establecía el final del estado penitencia, sino que existía también la conciencia de que no se podía readmitir en la vida eclesial a los pecadores sin concederles de nuevo el Espíritu Santo. El gesto de la Iglesia no consistía simplemente en crear disposiciones propicias para la remisión de los pecados, sino que producía la misma reconciliación con Dios, en virtud de la potestad de las llaves recibida de Jesucristo, con la posibilidad de hacer que un miembro volviera a estar vivo en su propio seno. Si los efectos de la penitencia están indicados en la reconciliación con la Iglesia y con Dios, será preciso indicar ahora su significado y su relación.

La reconciliación con Dios y con la Iglesia

Afirma santo Tomás 26 que el primer efecto objetivo es la penitencia interior del pecador, mientas que hoy se sostiene, por lo general, que consiste en la reconciliación con la Iglesia. Ésta constituye el primer efecto inmediato del sacramento y es, a su vez, signo eficaz de otro fruto del sacramento, esto es, de la remisión de los pecados. Aunque es posible armonizar la doctrina tomista con esta última, que remonta, como ya hemos señalado, a los Padres, parece ahora definitivamente demostrado que la reconciliación con la Iglesia, le remoción de la separación visible y espiritual de la Iglesia que el pecado lleva consigo, es verdaderamente el efecto inmediato y objetivo (res et sacramentum) de la penitencia 27.

Está claro que, desde el punto de vista ontológico, viene, en primer lugar, la remisión de los pecados y, a continuación, la paz con la Iglesia, en cuanto que Dios, al justificar, infunde el principio de vida sobrenatural en el penitente, que se convierte así en miembro vivo de la Iglesia. Pero, desde el punto de vista del significado y de la causa eficiente sacramental, vienen, ciertamente, en primer lugar, la paz y la reconciliación eclesiales, que hacen que Dios infunda en el pecador la gracia de la unión viva con la Iglesia. Con todo, no se trata de dos reconciliaciones, con la Iglesia y con Dios: se trata de un único y mismo acto, que se refiere a Dios y a la Iglesia, aunque con una referencia distinta. En efecto, la referencia de un hecho salvífico a Dios y a la Iglesia sólo puede ser analógica: la reconciliación con la Iglesia es el medio con el que se lleva a cabo la reconciliación con Dios. La primera está subordinada a la segunda, en cuanto que la Iglesia ha recibido de Jesucristo la potestad de perdonar, y sólo por este motivo puede reconciliar consigo y con Dios. Esta diferente referencia al hecho salvífico no es óbice para que la paz con la Iglesia sea el mismo don de gracia santificante, en cuanto que ésta significa y causa el cambio mismo de la relación del pecador con el cuerpo eclesial: el pecador vuelve a ser miembro vivo suyo.

La gracia de un nuevo perdón

El bautizado pecador es miembro del cuerpo eclesial, aunque en un sentido disminuido, puesto que su unión con el cuerpo místico, aunque no se ha interrumpido del todo con el pecado, sufre un cambio profundo. En efecto, ha perdido la gracia santificante y, aunque conserva su carácter bautismal, no participa ya de la vida divina presente en la Iglesia. Impide que el Espíritu, alma del cuerpo místico, prosiga en él su obra de santificación y de crecimiento en Cristo. Cada pecado mortal pone al bautizado en una situación de extraño con respecto a los otros miembros de la Iglesia. Este, con la contrición suscitada por la gracia, empieza de nuevo el camino de la reconciliación con Dios. Su arrepentimiento cambia el estado y la orientación para con la Iglesia y Dios mismo, mas la conversión puede quedarse en una acción humana vacía si Dios no otorga el perdón en la Iglesia, de la que el pecador es miembro en ciertos aspectos.

Los actos del penitente –la contrición, la confesión y la satisfacción–, aunque son, ciertamente, partes constitutivas del sacramento, están destinados por la gracia divina a recibir de nuevo, de modo humano y activo, el don de la vida divina en la Iglesia. No constituyen el punto de llegada del sacramento, sino que significan la acogida del don divino, del perdón eclesial. De este modo, no existe ni la menor sombra de una autojustificación humana, sino nuevamente la iniciativa gratuita de Jesucristo, que ha dado a la Iglesia la posibilidad de celebrar su infinita misericordia. Así, el perdón de los pecados que otorga la Iglesia es su autorrealización aquí en la tierra como reino de Dios operante y salvífico, en cuanto pide al bautizado reconocer al Otro, Jesucristo, como vida y resurrección. La Iglesia, con la absolución sacramental de un ministro suyo, readmite al pecador, llevando a cumplimiento y realizando la disposición a acoger a Jesucristo, principio y destino de su vida, confiriéndole una vez más el don de la gracia santificante.

Con la absolución recibe de nuevo el pecador la gracia de la unión plena con la Iglesia, que implica necesariamente la santificación. Así, el perdón cristiano en la Iglesia es el acto poderoso con el que Jesucristo reconstruye el destino de sus fieles, ayudándoles y transformando su deseo de vida eterna. Es de nuevo Jesucristo quien, a través del perdón de la Iglesia, pide al Padre que perdone, porque el hombre no sabe lo que hace (cfr. Lc 23, 34). De este modo: «Volver a tomar el camino abandonado, "recuperarse" con una decisión renovada eso es la penitencia o, mejor aún, la contrición. La contrición es el rompimiento del corazón, donde "rompimiento del corazón" quiere decir dolor por una lejanía, resultado de una rebelión [...] Se trata, sin embargo, de reconocer el Hecho, el misterio de Jesucristo como presencia: la Iglesia. La contrición es reconocer ese Hecho dentro del cual estamos presos [...]» 28.

Arrepentimiento, confesión y satisfacción, y la misma reconciliación con la Iglesia, son, para el pecador, reconocer que la plena y renovada pertenencia a la comunidad cristiana es lo que da sentido a su propia vida. Y sólo esto es lo que nos hace humildes sin presunción, porque es preciso recibir el perdón, y sin desesperar, porque encontramos la misericordia. De este modo, tampoco nos detenemos o teorizamos sobre nuestros propios pecados ni sobre nuestros propios sentimientos. Cuando reconozco haber pecado contra Dios, entonces me rescata Jesucristo como miembro de la Iglesia, en ese «lugar» o contexto que es sacramento universal de su salvación. Además de esto, la Iglesia permite una confrontación objetiva en la que se hace verdadero el reconocimiento del propio pecado, da salida a la necesidad de expresarse hacia el exterior, de admitir ante los otros nuestras propias culpas. Observa L. Giussani con toda justicia: «En cualquier caso, el perdón no es verdadera paz si no resuena como juicio de la comunidad humana, signo de Dios. El hombre está hecho con una estructura tal que cuando esta objetividad no está anclada en la obra de Cristo, la Iglesia, en la comunión visible que es la Iglesia, tiene que buscarla en la sociedad, en una sociedad determinada por una cierta mentalidad» 29.

Necesidad del sacramento de la penitencia

El concilio de Trento, después de hacer distintas alusiones, enseña de manera inequívoca: «Así pues, el sacramento de la penitencia es necesario para la salvación de los que han caído en pecado después del bautismo, como es necesario el mismo bautismo a todos aquellos que aún no han sido regenerados» (DS 1672). La penitencia es necesaria por divina institución, porque Jesucristo dejó a sus ministros, con la potestad de las llaves, la tarea de pronunciar una sentencia de perdón o de retención de los pecados. Es la voluntad de Cristo, y nadie, ni siquiera la Iglesia puede cambiarla, e indica de manera concreta la modalidad con que Cristo ha establecido que el bautizado pecador sea reconciliado. Por consiguiente, nadie puede pensar en volver a la vida sobrenatural en Cristo y en la Iglesia sin tener al menos el deseo de recibir este sacramento 30.

En consecuencia, la vía ordinaria para obtener el perdón de los pecados graves cometidos después del bautismo es el sacramento de la penitencia. Desde este presupuesto: «Sería, pues, insensato, además de presuntuoso, querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de gracia y de salvación que el Señor ha dispuesto y, en su caso específico, pretender recibir el perdón prescindiendo del sacramento instituido por Cristo precisamente para el perdón» 31.

La necesidad de la penitencia sacramental depende también, sin embargo, del hecho de que los actos requeridos al pecador incluyen en sí mismos un cambio radical para con Cristo y la Iglesia. Con ellos se arrepiente del pecado y pide perdón a Jesucristo a través de una conversión personal. Por eso, también los actos del penitente están dirigidos en sí mismos y conducen a restablecer la unión con Cristo. Por otra parte, el pecador no puede negar la necesidad de recibir el perdón por parte de la comunidad, de la que siempre forma parte. No puede pensar en reconciliarse con Dios mediante una conversión subjetiva, prescindiendo de la conciencia de ser miembro de la Iglesia. Puesto que la Iglesia es la continuidad de la vida que Jesucristo resucitado ha recibido del Padre, y la ha recibido para darla a todos los hombres en el bautismo, y para restituirla a los pecadores que son ya miembros suyos, éstos no pueden recurrir más que a aquellos que poseen y gozan de aquello que ellos han perdido e intentan recuperar.
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1. Para el sentido de este pasaje y. en general, sobre la cuestión de la posibilidad de que el bautizado pueda pecar o no. véase I. de la Potterie, L'impeccabilitá del cristiano secoiulo 1 Jn 3, 6-9, en: I. De La Potterie-S. Lyonnet, La vita secondo lo Spirito, Roma, 1967, pp. 235-258 (edición española: La vida según el Espíritu, Sígueme, Salamanca, 1967).

2. Juan Pablo II, Carta encíclica Dives in Misericordia, del 2-12-1980, n. 8.

3. Cfr. G. Gnilka, 11 vangelo di Malteo, I, Brescia, 1990. ad locura; J. Dupont, Le paralytique pardonné (Mt 9, 1-8), en: NRT 12 (1960), pp. 940-958. Muestra Dupont que la muchedumbre se maravilla de que se haya dado tal poder a los hombres y continúe presente en la Iglesia.

4. Para el sentido de Mt 18, 18, cfr. G. Gnilka, o.c. II, Brescia, 1991, ad locmn. Para la referencia particular a la penitencia, véase B. Maggioni, Peccato, misericordia di Dio e conversione. Temi biblici per la comprensione del sacramento della penitenza, en: AA.VV., La penitenza. Dottrina, storia, catechesi e pastorale, Toríno, 1967, pp. 27-65.

5. Para la interpretación de Mt 18, 18 y de los otros pasajes bíblicos en los Padres de la Iglesia, cfr. É. Amann, Pénitence-sacrement, en: DThC, XIII, Paris. 1933. cols. 748-948.

6. Cfr. R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan, Herder, 1987, ad locura. Este autor prueba de manera convincente que Jn 20, 23 se refiere a la remisión de los pecados concedida, después del bautismo, con la penitencia, sin excluir la otorgada en el bautismo.

7. Firmiliano, en una carta dirigida a san Cipriano, aplica Jn 20, 23, al parecer por primera vez en la tradición, a la disciplina penitencial pública del tiempo y hace referencia sobre todo al juicio sobre la penitencia ya realizada, sin excluir, no obstante, la relación con una readmisión o absolución. Cfr. Cipriano, Opere, Torino, 1980, p. 733.

8. B. Maggioni, a.c., p. 52.

9. Para una historia del sacramento, cfr. estas obras fundamentales: É. Amann-A. Michel y otros, Pénitence-sacrement, en: DThC Xll.l, Paris, 1933. cols. 748-1138; B. Poschmann, Busse und letzte Oelung, Freiburg, 1951; J. Ramos-Regidor, II sacramento della peniteuza. Riflessione teologica, biblico-storico-pastorale alta luce del Vaticano II, Torino, 1985 5, pp. 107-248 (edición española: El sacramento de la penitencia, Sígueme, 1997; C. Vogel. 11 peccatore e la penitenza nella Chiesa antica, Torino. 1967; Idem, El peccatore e la penitenza uel medioevo, ibid., (1970); H. Vorgrimler, El cristiano ante la muerte, Herder, 1981.

10. Cfr. J. Ramos-Regidor, o.c., p. 168-171.

11. Cfr. K. Baus. Le origini. Inizi e affennazione della comunitó cristiana, vol. I en Storia della Chiesa dirigida por H. Jedin, Milano, 1976, pp. 261-267; 428-432 (edición española: Manual de historia de la Iglesia, Herder, 1978).

12. Cfr. J. Ramos-Regidor, o.c., pp. 173-198.

13. Para una presentación más amplia del pensamiento de los Reformadores sobre los sacramentos, véase el parágrafo dedicado a ese tema en el capítulo primero de la primera parte. Para el sacramento de la penitencia, cfr. J. Ramos-Regidor, o.c., pp. 201-209. Respecto al diálogo ecuménico actual hay tres documentos significativos de la Comisión conjunta Católica romana-Evangélica luterana titulados: L'Eucaristia, Va verso la cornunione y L'unitá davanti a noi, de los años 1978, 1980 y 1984 respectiva-mente. Cfr. Enchiridion Oecwnenicum, vol. I. Bologna. 1986. pp. 635ss.; 678ss.; 793ss.

14. Sobre el magisterio tridentino sobre la penitencia sacramental, cfr. A. Amato, I prouuuicianreuti trideutini sulla necessitá della confessione sacramentale nei canoni 6-9 della sessione XIV (25 novembre 1551), Roma. 1974; J. Lecuyer, La confession sacrmnentelle au Concile de Trent, en: «La Maison-Dieu» 134 (1978), pp. 74-84.

15. Para el sentido de los pasajes citados de la LG, véase G. Philips, La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano 11, Herder, 1968, ad locura. Es oportuno señalar que los documentos posconciliares confirman con vigor e insistencia la dimensión eclesiológica de la penitencia. Debemos recordar en particular la constitución apostólica Paenitemini, del 17.2.1966; la carta encíclica Dives in misericordia, del 2-12-1980; el documento postsinodal Reconciliatio et poenitantia, del 2-12-1984.

16. Isaac de Stella, Senno XI (In dominica Hl post Epiphaniam), PL 194, 1729.

17. San Agustín, Senno 392. 3.

18. San Agustín, Sereno 82, 8, 11.

19. Cfr. Z. Alszeghy, De paenitentia christiana, Roma, 1962, pp. 176-184; M. Schmaus, 1 sacramenti, Torino. 1966. pp. 544-552.

20. Documento postsinodal Reconciliatio et Paenitentia, 31, III.

21. Cfr. A. Von Speyr, La confessione, Milano, 19952, pp. 57-61.

22. El concilio de Trento no resolvió todas las cuestiones sobre las relaciones entre contrición y atrición, por ejemplo: cómo la atrición unida al sacramento justifica al pecador. Por eso, tras el Concilio, surgieron dos tendencias: una «atricionista», que tendía a disminuir la importancia del arrepentimiento en el sacramento, y otra «contricionista», que insistía en el extremo opuesto. Cfr. J. Périnelle, L'attrition d'aprés le concile de Trente et d'aprés Saint Tiontas d'Aquin, Kain (1927); P. Anciaux, Differentia ínter contritionem etattritionem, en: «Coll. Mechl.» 43 (1958), pp. 34-37.

23. Cfr. AA.VV., Senso di colpa e coscienza di pecato, Casale Monferrato, 1985; G. Charron, Freud et le problénae de la culpabilité, Ottawa. 1980; Idem, Le probléme de la culpabilicé in psvchanalise, en: «Dialogue» 27 (1988), pp. 321-350; W. Kasper, Antropolische Aspekte der Busse, en: ThQ 163 (1983), pp. 96-109.

24. C. Zuanazzi, L'esperienza della colpa. Aspetti psicologici, en: AA.VV., Senso di colpa.., p. 38.

25.  Cfr. Exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia, 31. V.

26. Cfr. S. Th. III, 84. 1.

27. Por lo que respecta a la armonización. cfr. M. Schmaus, 1 sacramenti, pp. 607-609. Z. Alszeghy, Carita ecclesiale nena penitenza cristiana, en: «Gregorianum» 44 (1963), pp. 5-31. muestra que la reconciliación con la Iglesia es el efecto primero e inmediato de la penitencia.

28. L. Giussani, Moralitó: memoria e disiderio, Milano, 1980, p. 118 (edición española: Moralidad: memoria y deseo, Encuentro, 1990).

29. [bid., p. 130.

30. La afirmación tridentina de la idéntica necesidad de los sacramentos del bautismo y de la penitencia en los dos respectivos momentos de la salvación dada por Jesucristo, nos autoriza a remitir a cuanto expusimos sobre la necesidad del bautismo. Eso nos permite limitarnos sólo a aludir a la del sacramento de la penitencia. La S. Th., Suplem. 6, 1, propone también la misma necesidad para ambos sacramentos.

31. Exhortación apostólica Reconciliatio et Paenitentia. 31, I.

 

 

 

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