I

MYSTERION Y SACRAMENTUM
EN LA SAGRADA ESCRITURA
Y EN LA
TRADICIÓN

 

Los sacramentos, en la religión cristiana, establecen una relación entre Dios y los hombres, así como una participación de estos últimos en la vida divina. Por eso, para clarificar la naturaleza del gesto sacramental, nos ha parecido necesario empezar este tratado recordando el origen y el sentido de las palabras que han expresado tal relación. En consecuencia, explicaremos los términos mysterion (misterio), typoi (figura) y sacramentum (sacramento). Junto a esto veremos la importancia que, para la concepción cristiana del sacramento, tienen estas acciones, que, queridas por el mismo Cristo, fueron realizadas desde los primeros días de la vida de la Iglesia, como continuación de la obra redentora del Verbo hecho carne. Al mismo tiempo, constataremos el hecho de que los apóstoles y, después, su sucesores reciben el poder y la tarea de ser ministros de Jesucristo. Esto es lo que intentará exponer este primer capítulo, junto con algunas fases del desarrollo del concepto de sacramento.

 

1. «Mysterion» y «typoi» en la Sagrada Escritura

El término bíblico que enlaza, según la opinión común, el inicio y el desarrollo posterior de la doctrina sacramental de la Iglesia es el término griego mysterion, que encontramos ya en la Setenta, en la literatura apocalíptica veterotestamentaria y en el judaísmo rabínico. Para nuestro objetivo es preciso tener en cuenta el carácter religioso inherente al vocablo, que está presente asimismo en los cultos mistéricos de las religiones. Ahora bien, no nos interesa propiamente el sentido religioso general, sino el del A.T., que se desarrolla, después, en el N.T.

En el A.T., Sb 6, 22 afirma que la sabiduría es una manifestación de los misterios, que se vuelven así accesibles y cognoscibles. Quien se deja instruir por tal sabiduría alcanza la salvación, del mismo modo que el rey sabio es la salvación del pueblo. La sabiduría introduce en la ciencia de Dios. Ni la riqueza, ni la inteligencia, ni la justicia humanas son mayores que la sabiduría (cfr. Sb 8, 4-7). Los que están cegados por su propia malicia «no conocen los misterios de Dios, no esperan recompensa por la santidad ni creen en el premio de las almas intachables» (Sb 2, 22). En Dn 2, 27-30 este término indica un acontecimiento futuro querido por Dios, que no puede ser explicado por ningún sabio ni adivino. A Daniel le ha sido revelado este misterio, no porque posea una sabiduría superior, sino para que dé la explicación y puedan ser conocidos los pensamientos del corazón humano. En la teología rabínica se habla de los secretos (misterios) de la Torá. Bornkamm afirma a propósito: «Esta [Torá] es por eso una forma de aquel misterio divino de la creación, sobre el que se apoya la misma Torá y todo lo que existe, y hasta el cual hace ella penetrar con una interpretación mística» 1 .

En los evangelios encontramos el vocablo en Mc 4, 11, donde Jesús, en respuesta a los doce, que le preguntan sobre las parábolas, afirma: «A vosotros os ha sido dado el misterio del reino de Dios; a los de fuera, en cambio, todo les sucede en parábolas» 2. A los doce se les ha conferido algo que los distingue de los de fuera, de los incrédulos, de los adversarios de Jesús; a ellos se les ha otorgado ver y oír, en la fe, el reino de Dios, el misterioso y escondido señorío divino, que se comunica de manera oscura en las parábolas. Jesús descubre todo a sus discípulos (v. 34); es más, se revela como portador de la palabra de Dios. El misterio del reino de Dios revelado en este pasaje a los discípulos, según Bornkamm, es el mismo Jesús en su calidad de Mesías.

La primera carta a los Corintios, la dirigida a los Efesios y la dirigida a los Colosenses representan, tras el ya citado pasaje del evangelio de Marcos y otras cuantas referencias, un desarrollo verdaderamente fundamental del sentido del mysterion neotestamentario. Podemos resumir las principales afirmaciones de la manera siguiente. En primer lugar, afirma san Pablo que él ha conocido el mysterion de Dios: es Jesucristo (cfr. Col 2, 2). Cuando se pasa a afirmar que Jesús es el misterio de Dios se afirma ya que el plan salvífico de Dios se nos hace accesible y se realiza en su forma terrestre. Debemos tener presente esta afirmación, porque ya el mismo N.T. señala que hay acciones que hacen presente y viva la obra redentora de Jesucristo y transforman a los hombres en hijos adoptivos de Dios. Predicar a Cristo crucificado es anunciar el misterio de Dios (cfr. 1 Co 1, 23; 2, 1.7). La presencia de Jesús en la tierra es el acontecimiento misterioso de Dios que salva al hombre y, al mismo tiempo, el anuncio de tal acontecimiento. La crucifixión y la glorificación de Cristo han sido preparadas, queridas y llevadas a su término por Dios, y no admiten ninguna interferencia humana. Es el misterio de la voluntad de Dios (cfr. Ef 1, 9) y se lleva a cabo según el modo que ha establecido: «A mí, el menor de todos los santos, me fue concedida esta gracia: la de anunciar a los gentiles la inescrutable riqueza de Cristo, y esclarecer cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios [...]» (Ef 3, 8-9).

La realización del mysterion que es Cristo tiene lugar en la tierra a través de acontecimientos que son ellos mismos mysterion. En primer lugar, Jesucristo ha llamado a los gentiles a participar en la misma heredad de los judíos, a formar el mismo cuerpo y a ser partícipes de la promesa por medio del evangelio. Este cuerpo misterioso, cuya cabeza es Cristo, revelado por medio del Espíritu, es la Iglesia (cfr. Ef 3, 3-6). El designio eterno realizado en Cristo Jesús, nuestra paz, ha hecho de los dos pueblos uno solo, derribando el muro de la enemistad (cfr. Ef 2, 14-18). Y no sólo esto, sino que ha creado un solo hombre nuevo (cfr. 2, 15), el prototipo de la nueva humanidad que Dios ha creado de nuevo (cfr. 2 Co 5, 17) en la persona de Cristo resucitado, después de haber redimido en la cruz a la estirpe del primer Adán, corrompida por el pecado (cfr. 1 Co 15, 21-22.45-50). También los acontecimientos de la vida humana pueden convertirse en mysterion en Jesucristo. Ef 5, 30-32 nos brinda un ejemplo. El hecho de que el hombre se una a su mujer y formen los dos una sola carne, una realidad de la creación, recibe el nombre de mysterion en referencia a la unidad que Cristo ha establecido con su Iglesia. Así como Cristo se ha entregado a sí mismo por la Iglesia, haciéndola santa y purificándola con el bautismo, así también la unión del hombre con la mujer es presentada en la Sagrada Escritura como mysterion, en el sentido del mysterion de Cristo: éste llega a transfigurar los acontecimientos de la creación.

Sobre el significado del mysterion paulino, y en particular con referencia a los «misterios» de las religiones, no podemos dejar de tener presente el juicio de J. Ratzinger: «El mysterion establece sus límites precisamente al contrario de como los establecen los hombres. Este elimina todos los "misterios", en cuanto da lo que prometen y no son: el acceso a los pensamientos más íntimos de Dios, que abre al mismo tiempo la más íntima razón de vida del mundo y del hombre [...] Tengamos presente, como digno de ser señalado, que Pablo acoge por eso la terminología y el mundo de las representaciones de las religiones mistéricas, pero a partir del cristianismo las convierte justamente en lo contrario»3.

Así, el misterio de Dios se ha abierto por gracia, como y cuando Dios ha querido. Aquellos que lo acogen, viven y confiesan el gran misterio de la fe y de la piedad (cfr. 1 Tm 3, 9.16).

Los Padres de la Iglesia usan rara vez, al principio, el término mysterion, después lo hacen con mayor frecuencia, pero como asume diferentes significados no alcanza un sentido claro. El término se vuelve importante para la teología cuando llega a indicar los episodios centrales de la redención de Jesucristo, y las figuras y los acontecimientos del A.T. que anticipan las realidades espirituales de la era mesiánica. Tiene también un significado interesante cuando indica el bautismo y la eucaristía4, y con esa aplicación se recupera el aspecto cultual del misterio. Puede decirse que se usa el término para indicar el designio divino de salvación y sus distintas manifestaciones. Éstas reciben el nombre de misterio, porque provienen de la voluntad divina y comunican la gracia que salva, todas ellas centradas en la figura de Jesucristo.

Particular atención merece la doctrina de san Juan Crisóstomo sobre el mysterion, que confirma lo que acabamos de exponer y, sobre todo, precisa su significado 5.

Según este Padre de la Iglesia, el misterio es la realidad ignota y arcana, maravillosa y digna de veneración, que sólo puede ser conocida por la fe y no por el conocimiento natural. El Espíritu Santo proporciona la capacidad de ver con los ojos espirituales el designio divino que se realiza en Jesucristo muerto y resucitado. Misterio es asimismo la Iglesia, los dogmas cristianos, la acción salvífica de Cristo en los fieles, los ritos del bautismo y de la eucaristía.

El segundo elemento decisivo, para la comprensión del sacramento cristiano, se encuentra en las figuras (typoi) del A.T. que se realizan en Jesucristo. Las figuras veterotestamentarias, entre las que podemos recordar la pascua hebrea, la circuncisión, la bendición, el agua que brota de la roca, son anticipaciones de los acontecimientos redentores de Jesucristo y de su prolongación en el curso de la historia. En efecto, como Noé y los suyos fueron salvados del agua en el arca, así ahora salva el bautismo a los creyentes en Cristo (cfr. 1 P 3, 20-22; véase también Hb 9, 1-12). Del mismo modo, el sentido misterioso de toda la Sagrada Escritura es Cristo; piénsese, por ejemplo, en Gn 2, 24, citado en Ef 5, 31. Asimismo las realidades en ella descritas se vuelven remisiones simbólicas a Cristo; en lo pequeño aparece la refracción del gran misterio de Cristo; ahí se hace presente y operativo Cristo. También Justino afirma que sólo aquellos que confirman su fe como Abraham saben discernir todos los misterios, a saber: el hecho de que las prescripciones veterotestamentarias fueron dadas y formuladas tanto para dar culto a Dios y obrar según la justicia, como en vistas al misterio de Cristo 6.

El pasaje que indica de una manera más clara y extensa la interpretación tipológica -con otras palabras: cristológica- de los acontecimientos y de la Escritura veterotestamentarios se encuentra en 1 Co 10, 1-11, que se encuentra inserto, por otra parte, en el contexto de la eucaristía (vv. 14-18)7.

En este pasaje, Pablo, señalando la existencia de las figuras del bautismo y de la eucaristía en la historia de Israel, pone de manifiesto que los dos momentos de la cena del Señor, el comer y el beber, están ya prefigurados en el misterio del maná y del agua brotada en el desierto (cfr. Ex 16, 4-17, 7). Y todos estos hechos han sido escritos para nosotros, que vivimos en el final de los tiempos, llevados a su cumplimiento por Jesucristo. Y como Cristo actúa en la historia de Israel con el alimento y la bebida espirituales, así también actúa en el tiempo de Pablo en la memoria de la última cena, en la que se da la comunión con su Sangre y con su Cuerpo.

 

2. Acontecimientos y ministros de la
salvación de Jesucristo

Hemos examinado el inicio y el desarrollo del vocablo mysterion y de su significado, las figuras veterotestamentarias realizadas por Cristo y continuadas después en la memoria de sus discípulos. Ahora, antes de exponer cómo ha pasado la Iglesia de estos dos factores al uso del término latino sacramentum, determinando su significado, haremos referencia al hecho de que el bautismo y el banquete eucarístico son ya, en el N.T., acontecimientos propios de la Iglesia, con los que ella comunica el misterio de la salvación y de la vida divina. A esto se añade la consideración del hecho de que algunos discípulos han sido llamados a ser ministros de Jesucristo, que les confía el ministerio de la reconciliación con Dios. Con tales acciones, queridas expresamente por Cristo, y con la presencia de los ministros en la comunidad cristiana desde el principio, toma conciencia la Iglesia de que está llamada a proseguir la obra salvífica del Redentor con acciones y obras. De este modo se encuentra ya en el camino de los acontecimientos salvíficos sacramentales.

En particular el bautismo y la eucaristía, en el N.T., son acciones mandadas por Jesucristo, que anuncian y representan la muerte y la resurrección de Jesucristo, como es bien sabido. Comunican la gracia, con la condición de la fe, y exigen el correspondiente comportamiento moral. Por otra parte, eso está de acuerdo con el hecho de que Jesús, durante su vida sobre la tierra, afirmó haber venido a dar cumplimiento y no a abolir ni la ley ni el culto de Israel (cfr. Mt 5, 17ss.). Respeta las fiestas judías, celebra el banquete pascual siguiendo el ritual. También forma parte del misterio de Cristo su misión respecto al culto. En efecto, afirma que su cuerpo es el nuevo templo, que toma el sitio del de la antigua Alianza (cfr. Mc 14, 58; 15, 29.38; Jn 3, 13-22). Es el hijo del hombre que también es señor del sábado (cfr. Mt 12, 8). La ofrenda cultual tiene sentido si se practica el amor fraterno (cfr. Mt 5, 23-24). Nada de eso le impide repudiar de la manera más absoluta toda interpretación farisea de que actúa contra la pureza ritual y cultual, falsamente concebida, cuando invita a los pecadores a la conversión y comparte sus necesidades.

En este contexto de transformación y transfiguración radicales del culto divino, en cuanto todo tiene ahora sentido en referencia a Jesús, que se ofrece a Dios Padre para cumplir su voluntad (cfr. Mc 14, 36), no son hechos salvíficos únicamente el bautismo y la eucaristía, sino también otras acciones que brindan la salvación o el poder obrarla, como la imposición de las manos para invocar al Espíritu (cfr. Hch 8, 17; 19, 6); el don del ministerio mediante la imposición de las manos y la oración (cfr. Hch 14, 23; 1 Tm 4, 14; 2 Tm 1, 6; etc.); el poder de perdonar los pecados (cfr. Jn 20, 22); la unción con óleo para la curación de los enfermos (cfr. St 5, 14-15).

Estos gestos, como prueban en particular el bautismo y la eucaristía, son también un anuncio representativo del Señor muerto y resucitado, como ha señalado y mostrado justamente H. Schlier8

La acción sacrificial del banquete del Señor es el evangelio de la muerte y resurrección de Jesucristo (cfr. 1 Co 10, 16-18; 11, 23-32). Al celebrar el sacrificio de la nueva y eterna alianza y al participar de este banquete «anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Co 11, 26). La celebración del banquete es la proclamación y la participación de los fieles bautizados en el acontecimiento de Cristo muerto y resucitado. El anuncio conduce al gesto que lo realiza, aunque también el hecho mismo anuncia el misterio de Jesús salvador. Son, en el N.T., dos aspectos inseparables y complementarios, hasta un punto tal que no puede tener lugar uno prescindiendo del otro.

Jesucristo, para celebrar y continuar en el tiempo los hechos redentores de su existencia a través de las acciones señaladas hace un momento, dotó a sus apóstoles de un poder (exousia) y los convirtió en ministros: «y nos confió el ministerio de la reconciliación [...] poniendo en nosotros la palabra de la reconciliación. Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros» (2 Co 5, 18-20). A Pablo se le ha concedido, en particular, la gracia de ser «para los gentiles ministro de Cristo Jesús, enviado a administrar como sacerdote el Evangelio de Dios, para que la oblación de los gentiles sea agradable, santificada por el Espíritu Santo» (Rm 15, 16) 9.

Pablo asume funciones y un servicio sacerdotales en cierto modo en el anuncio del evangelio para ofrecer a los gentiles a Dios. Lo mismo ocurre también en la organización de la colecta por los pobres de Jerusalén (cfr. Rm 15, 27; 2 Co 9, 12) y en el servicio apostólico por la fe de la comunidad (cfr. Flp 2, 17). La de Pablo es una misión recibida de Jesucristo, pública y extendida al mundo entero. La gracia y la autoridad le han sido conferidas por Jesús salvador, para que pueda conducir a los paganos, con palabras y obras, a la obediencia de la fe, en la cual, y con el poder del Espíritu Santo, se ofrece el sacrificio a Dios (cfr. Rm 15, 16-19; 16, 19.26). El ministro es, por tanto, alguien que ha sido llamado y diputado para rendir culto a Dios y anunciar a Cristo, hasta conducir al hombre a la obediencia de la fe.

El ministro, en el N.T., es un encargado por Dios. La elección y la toma de posesión de los ministros en la comunidad tienen lugar por encargo del Pastor supremo, que compromete ante Dios (cfr. 1 P 5, 1-5). También la elección del sucesor de Judas, que había recibido el ministerio, se confía a la oración y a la voluntad de Dios, a fin de que designe a aquel a quien ha elegido para tomar el puesto en este ministerio y apostolado (cfr. Hch 1, 17-26). De este modo, las palabras dirigidas por el ministro y apóstol no son humanas, sino palabra de Dios, que obra la salvación en aquellos que creen; el oyente reconoce que Dios habla por medio de su enviado (cfr. 1 Ts 2, 13). El apóstol reconoce que «nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza, no de la letra, sino del Espíritu» (2 Co 3, 5-6).

 

3. Los sacramentos en la tradición y en el magisterio

«Sacramentum» en la tradición

El término latino sacramentum 10, que ha asumido después tanta importancia hasta llegar a ser usado para indicar los siete gestos definidos por el concilio de Trento como signos eficaces que confieren la gracia que significan, instituidos por Jesucristo, no tiene un origen hebreo o cristiano, sino que deriva de la cultura y del uso clásicos. Indicaba el gesto que producía una acción, un estado de vida o un lugar o un acontecimiento sagrados, no simplemente religiosos, con intervención de la autoridad pública. Indicaba, en particular, el juramento militar con el que los soldados se comprometían, invocando a los dioses, a la fidelidad y a la obediencia. De este modo, pertenecían a quien les pagaba. Con ese acto profesaban in patriam pietas et amor: devoción y fidelidad a la patria. Indicaba asimismo el depósito de una caución de dinero en un lugar sagrado por parte de los contendientes en un proceso judicial, acompañado de juramento. Al vencedor se le restituía todo lo que había depositado, el perdedor debía dejar su parte para usos sagrados. Todo eso como testimonio de la verdad o la falsedad por parte de los que prestaban juramento invocando a los dioses.

El término, usado ya en el ámbito cristiano en las primeras traducciones latinas de la Sagrada Escritura para verter el término mysterion, asume en Tertuliano, a pesar de que registra una aplicación múltiple, un significado teológico. Además de traducir siempre con esta palabra el término bíblico griego mysterion, se sirve del mismo para indicar los elementos del designio salvífico divino, prefigurado en la antigua alianza. El término asume, por otra parte, el sentido ritual cristiano, refiriéndose tanto a la acción de la celebración como a la obligación que asume el creyente al beneficiarse del sacramentum. Así, el bautismo se convierte en el sacramento de la milicia cristiana, y las promesas bautismales en el compromiso solemne ante Cristo 11.

Aunque Tertuliano carece de una teoría sobre el sacramento, es preciso retener dos puntos consolidados que tendrán a continuación un peso relevante. En primer lugar, el término sacramentum indica la realidad escondida, misteriosa y sagrada (sentido que deriva sobre todo de la traducción de mysterion) de los acontecimientos bíblicos (salvíficos). En segundo lugar, evoca un compromiso sagrado de fidelidad a Cristo por parte de aquellos que se han consagrado a él por la fe y el bautismo.

Tras la introducción del término sacramentum en las traducciones de la Sagrada Escritura y en la patrística para indicar las acciones litúrgicas salvíficas como el bautismo y la eucaristía, no podemos dejar de interrogarnos sobre la legitimidad de la compresión católica de sacramento acaecida en la Iglesia antigua, que se ha tratado de exponer.

Para aclarar el problema podemos tener presente cuanto afirma E. Jüngel 12.

Este autor, partiendo de la afirmación de que en los Padres sacramentum es la traducción de mysterion, sostiene que es posible obtener el verdadero sentido de sacramentum profundizando en la acepción de mysterion en el N.T. La palabra se emplea allí raras veces y expresa conexiones cristológicas y escatológicas. No tiene relación con el culto, con la liturgia, con los cultos mistéricos, ni con las acciones sacramentales. Fue la Iglesia antigua la que propuso el vínculo de mysterion con sacramentum, un vínculo no creado por el N.T., y desarrolló los sacramentos en competencia y sobre la base de los misterios paganos. Jüngel considera esta comprensión católica del sacramento como discutible, de suerte que se hace necesaria una reinterpretación radical, como propone, en general, el pensamiento protestante.

No sólo para responder a Jüngel y, de modo más general, a toda crítica que niegue la visión católica de los sacramentos, sino también para obtener una mejor comprensión de lo que ya hemos expuesto, vamos a proponer algunas consideraciones. Antes que nada, es preciso señalar que no es suficiente, ni correcto, desarrollar toda la cuestión a partir del análisis del significado de un solo vocablo, sino que es preciso mostrar todos los factores que entran en juego en el origen del concepto de sacramento y en su desarrollo histórico, como señala justamente J. Ratzinger 13, no se puede olvidar que la palabra typos adquiere en el uso lingüístico del N.T., y todavía más en el de los Padres, casi el mismo significado que mysterion, que sacramentum. A la formación del concepto católico de sacramento contribuyó, además de los términos mysterion y typos y de sus respectivos significados (piénsese, en lo que respecta a este último, por ejemplo, en 1 Co 10, 1-11), cuanto hemos dicho sobre el ministro y el ministerio en el N.T., y el hecho de que el bautismo y la eucaristía, celebrados ya por la Iglesia poco después de la ascensión de Jesucristo y pentecostés (cfr. Hch 2, 38-42), representan la continuidad y la prolongación, queridas por el mismo Jesús, de sus actos redentores. En estas condiciones se puede constatar que el concepto católico de sacramentum, tal como tuvo su origen en la Iglesia antigua a partir del N.T. y de san Pablo, se fundamenta en la «fusión» de los conceptos de mysterion y typos, basada en la comprensión cristológica de la Sagrada Escritura, presente de manera particular en san Pablo, es decir, en la interpretación de toda la historia bíblica de manera unitaria en referencia y en conformidad con Cristo 14.

Puede decirse que sólo porque la Iglesia antigua vivió y tuvo presente todos estos factores y tuvo una comprensión de los mismos guiada por el Espíritu Santo, se pudo llegar al concepto cristiano de sacramento. En consecuencia, puede afirmarse de manera sintética que: «La comprensión de los sacramentos presupone, por tanto, la continuidad histórica del obrar de Dios y la comunidad viva de la Iglesia, que es el sacramento entre los sacramentos, como su lugar concreto. Eso significa: la palabra bíblica puede llevar y dar presencia únicamente cuando no es sólo palabra, sino que tiene un sujeto vivo; cuando pertenece a una relación de vida que viene determinada por él y que ella misma lleva de nuevo» 15

Después de Tertuliano la visión católica de sacramento se va aclarando y precisando cada vez más, siguiendo una evolución sorprendentemente unitaria e integral, ligada a la vida y a los desafíos que ha debido superar la Iglesia. Recordemos sólo algunos momentos de ese desarrollo.

El pensamiento patrístico vivió un período interesante con las catequesis prebautismales y mistagógicas, particularmente en la segunda mitad del siglo IV, con Ambrosio, Teodoro de Mopsuestia, Juan Crisóstomo y Juan de Jerusalén 16.

Estas catequesis explicaban el misterio revelado en la Sagrada Escritura y celebrado en la liturgia; van dirigidas a los catecúmenos y a los bautizados recientemente, y acompañaban a la realización de una acción sagrada, en particular a la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana. Elaboraron contenidos teológicos verdaderos y apropiados. En efecto, los autores de estas catequesis usaron, sobre todo, la tipología manteniendo en una estrecha relación el A. y el N.T., y afirman que los hechos antiguos hablan de los acontecimientos salvíficos que han encontrado cumplimiento y plenitud en Cristo. Por eso, reciben su verdadero significado de El. La celebración litúrgica, con el fundamento histórico objetivo del A. y del N.T., es concebida como imagen y presencia de la salvación realizada en Cristo. En efecto, en los Padres citados: «La doctrina de la imitación y semejanza tiene una precisa y vigorosa connotación ontológica, que implica decididamente la presencia: en el momento en que la alteridad es considerada en oposición a la identidad prevalece la presencia, que, después, se convertirá en la única categoría del realismo sacramental. El acontecimiento se ha transformado en el rito litúrgico: el cuerpo y la sangre de Cristo se han transformado en pan y vino y, en consecuencia, están dentro del pan y el vino, como el Espíritu Santo está dentro del agua bautismal o del óleo de la unción» 17.

La mistagogia es, por consiguiente, un modo con el que se construye una teología de los sacramentos abierta a una evolución en la que el acontecimiento histórico-salvífico se considera realizado en la acción litúrgica.

El ejemplo preclaro de la mistagogia en Occidente es san Ambrosio de Milánl8 cuyos escritos De mysteriis y De Sacramentis constituyen una presentación significativa, tipológica y teológica, de los sacramentos. En todos sus escritos muestra un estrecho vínculo entre A. y N.T. y los actos litúrgicos de la Iglesia. Lo que decimos puede ser constatado en la exégesis y en los términos que usa en el ámbito mistagógico: mysterium, sacramentum, figura, forma, typos, imago, similitudo... El proyecto de Dios se realiza en la historia bíblica a través de muchas realidades sensibles (personas y acontecimientos) que son, precisamente, signos por ser visibles y dones de gracia. Todos ellos están referidos a Jesucristo y parten de El. El signo es ahora el medio o el lugar de la intervención salvífica divina. En este contexto hay que entender, en las obras mistagógicas, la distinción entre mysterium —que indica el sentido de la Escritura, el designio divino y la relación con Jesucristo— y sacramentum —que es el rito sagrado o los elementos exteriores 19.

Existe asimismo un nexo entre el sacramento y el misterio, entre la acción de la Iglesia y la salvación que debemos a Jesucristo 20.

Aquí se encuentra el inicio del recorrido de la idea ambrosiana de sacramentalidad. Aflora también la admisión de la presencia operativa de Cristo en la historia bíblica y en las celebraciones eclesiales. Éstas se basan en el acontecimiento histórico arquetipo de Jesucristo.

San Agustín representa, en la tradición latina, una piedra miliar para la reflexión sobre los sacramentos. El obispo de Hipona usa el término sacramentum en el sentido de signo exterior que mira a las cosas divinas, como signo sagrado, como una «palabra visible». En efecto, el signo es: «una realidad que, más allá de la imagen que transmite a los sentidos, hace venir a la mente algo diferente de ella misma»21.

Contra los donatistas afirma, después, san Agustín el don interior de la gracia que tiene lugar en el alma. De este modo, les muestra que poseen el sacramentum, pero no la res. Quien posee la gracia del sacramento es sólo la Iglesia viva de Dios. En consecuencia, el sacramento es una acción celebradora en la que lo que se recuerda se realiza de tal modo que hace comprender que esa acción significa y entrega otra realidad que hay que recibir santamente 22.

El sacramento querido por Jesucristo difiere de la figura, de la profecía, etc., por el hecho de incluir su presencia eficaz y santificadora. San Agustín intenta clarificar la cuestión introduciendo también la noción de sphraghis, sigillum, la contraseña imborrable e irrepetible que se impone con el bautismo. Por consiguiente, este sacramento no puede ser repetido ni siquiera a los herejes, los cuales para recibir su gracia deben convertirse y volver a la comunión con la Iglesia católica. De este modo, se lleva a cabo un paso fundamental hacia la doctrina del carácter.

Según san Agustín, en el gesto sacramental se da la unión entre un elemento material y la palabra de la fe de la Iglesia. En el bautismo, por ejemplo, si quitas la palabra de la fe, ¿qué es el agua sino agua? Si a este elemento se une la palabra, se realiza el sacramento, como afirma en un pasaje muy discutido 23.

También la eucaristía se realiza por la palabra divina, que asegura su permanencia objetiva 24.

Eso tiene lugar porque en el acto sacramental es el mismo Cristo quien actúa, el Christus totus agustiniano evidentemente, la Cabeza con su cuerpo, Cristo presente en su Iglesia. Así, sacramentum en san Agustín llega a significar realidades sensibles que realizan el misterio salvífico divino, es decir, acontecimientos que conducen a participar en la vida del cuerpo de Cristo. Por otra parte, el misterio salvífico divino opera en los sacramentos, porque es el misterio de Dios encamado el que ha hecho accesible y visible la salvación.

En el período comprendido entre san Agustín y las formulaciones clásicas medievales del siglo XIII, es preciso recordar tanto a san Isidoro de Sevilla como a Berengario de Tours; el primero porque sus textos fueron muy leídos y citados en el Medioevo, el segundo por la ocasión que brindó para proceder a una reflexión sobre los sacramentos, en particular sobre la eucaristía.

Afirma Isidoro de Sevilla: «Los sacramentos reciben este nombre porque bajo la cubierta de las realidades corporales opera el poder divino (la gracia), de modo secreto, la salvación, por tales razones se les denomina sacramentos a causa de su virtud secreta o realidad sagrada» 25.

A este pasaje clásico podemos hacerle dos observaciones. En primer lugar, nada se dice del sacramento como signo o significado ni, por consiguiente, de su vinculación con la gracia. Se trata de un velo que cubre o de una realidad sagrada que recuerda de este modo la acepción griega clásica de misterio. En segundo lugar, aun teniendo presente en algunos casos el sacramento como memoria, ni aquí ni en otros lugares se alude a la memoria de Jesucristo, a la memoria de su muerte y resurrección. En la lectura de los escritos de Isidoro prevalecerá su concepto de secreto sagrado, de poder oculto y escondido tras las forma visible.

Berengario de Tours vuelve a la idea agustiniana de sacramento como signo sagrado (sacrum signum), forma visible de la gracia invisible, señalando también la similitud que une las realidades materiales con la gracia dada26.

Esto hace disminuir, aunque no desaparecer, el influjo de Isidoro de Sevilla. Pero con Berengario los dos factores del sacramento, signo y gracia, símbolo y realidad, no sólo son distinguidos, sino también disociados; o al menos así aparece en el debate que le siguió. Sostenía Berengario con respecto a la eucaristía que, tras la consagración, el pan y el vino colocados en el altar son el sacramento o signo, no el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre de Jesucristo. Por eso se le pidió en la profesión de fe que reconociera que la substancia del pan y del vino se cambia por la del Cuerpo y Sangre (cfr. DS 690-700). Berengario había sostenido que una cosa era el sacramento del Cuerpo y otra el Cuerpo de Jesucristo. Por consiguiente, representa la recuperación de las expresiones del sacramento y del problema del vínculo entre sus elementos.

Restablecida la índole de signo, signo visible de la gracia invisible (invisibilis gratiae visibile signum), los teólogos medievales no buscan ya una definición amplia, sino una que se refiera sólo a los sacramentos de la nueva alianza. La característica específica de estos sacramentos, ahora individuados y consignados en una lista de siete, procede de la gracia que significan y confieren. Eso es lo que distingue a los sacramentos veterotestamentarios de los instituidos por Jesucristo.

Una vez especificados los dos elementos constitutivos del sacramento, el signo (sacramentum) y la gracia (res), con el examen de la doctrina eucarística, primero, y de la doctrina bautismal, después, se llega a un tercer factor en su acepción general de sacramentum et res, efecto de todo sacramento. Este emana de la individuación de un efecto del sacramento que se da siempre cuando el sacramento es válido, y se distingue de la gracia santificadora presupuesta y dada. Este efecto referido al bautismo, a la confirmación y al orden recibe el nombre de carácter. Santo Tomás afirma que el sacramento es el signo de las cosas sagradas destinadas a santificar a los hombres 27.

Dos son las realidades significadas y realizadas: el Cuerpo real y el cuerpo místico de Cristo, en cuanto se constituye la Iglesia y los hombres se convierten en hijos adoptivos de Dios. Además de esto, el signo sacramental es conmemoración del pasado, porque la pasión de Cristo sigue siendo siempre su causa eficiente; es signo demostrativo, porque concede ahora la gracia y las virtudes; es signo profético, porque su causa final es la consecución futura de la vida eterna. Por último, según santo Tomás, en la celebración sacramental es esencial considerar dos cosas: el culto divino, deber del hombre respecto a Dios, y la santificación del hombre, que compete a Dios 28.

Tras las grandes síntesis de la escolástica, en particular de santo Tomás y de san Buenaventura, que expresa la «escuela franciscana» del mejor modo posible, resulta significativa y determinante en el desarrollo de la teología sacramental la doctrina del magisterio, sobre todo la del concilio de Trento y la del Vaticano II. Mas, para comprenderla, es preciso detenernos primero, aunque sea con brevedad, en la diferencia entre los sacramentos del A.T. y los del N.T., elaborada de modo particular en la teología medieval, y en el pensamiento de los Reformadores, a quienes respondió el magisterio católico en el concilio de Trento.


Los sacramentos en el A. T

El testimonio de los Padres de la Iglesia y el juicio unánime de los teólogos medievales afirman la existencia de sacramentos, antes de la venida de Jesucristo, en el A.T. Sostienen que la noción de signos santificadores se encuentra realizada ya y, en cierta medida, verificada en los ritos religiosos que precedieron a la encarnación de Cristo. Hay también en el mundo extrabíblico signos naturales, que no reciben, sin embargo, el nombre de sacramentos, con los que el hombre profesa su fe en Dios y expresa la ofrenda de cuanto posee y está ligado a su propia vida. Pero los signos santificadores entre los signos veterotestamentarios son significativos sobre todo porque prefiguran los neotestamentarios. Los concilios de Florencia y de Trento reciben de la tradición y sancionan la existencia de los sacramentos veterotestamentarios y su naturaleza de figuras anticipadoras, que, sin embargo, no producen la gracia, que habría sido dada únicamente a través de la pasión de Jesucristo (cfr. DS 1310, 1602).

Los sacramentos del A.T. no son considerados, en la teología católica, simplemente como remedios salvíficos, que obran antes de Cristo, o como signos bíblicos que anticipan y nos introducen en la comprensión de los signos sacramentales neotestamentarios. Muestran, antes que nada, la originalidad de los signos salvíficos presentes en el pueblo hebreo, en cuanto representan la memoria de un acontecimiento histórico, no mítico, expresión de la iniciativa divina, una introducción a una novedad absoluta adquirida en la historia para siempre. Manifiestan la autocomunicación de Dios en la historia, celebran su alianza y revelan el misterio mismo de Dios. De este modo, fundamentan también la unidad histórico-salvífica del pueblo de Israel con el acontecimiento de Jesucristo. Pero ¿qué ritos o signos del Antiguo Testamento pueden ser considerados, en cierto modo, como sacramentos? A. Michel responde a la pregunta de la manera siguiente: «Sin embargo, entre los ritos simbólicos de la antigua ley pueden pretender el título de sacramentos sólo aquellos que, según la institución divina, poseían la virtud de hacer a aquellos que los recibían aptos para tomar parte en el culto legal, comunicándoles una cierta pureza, proporcionándoles una cierta consagración» 29.

Por esa razón, sólo los ritos que representaban una consagración y una habilitación para el servicio divino son considerados como sacramentos del A.T. En efecto, su simbolismo es análogo al de los sacramentos neotestamentarios, evoca y representa la santificación interior del hombre de modo indirecto y lejano, no llega al interior del hombre, pero lo libera de las irregularidades legales.

Los sacramentos veterotestamentarios tenían como elemento fundamental la introducción en una unidad étnica elegida por Dios, en un pueblo constituido y que obra en la historia por medio de una intervención preferencial de Dios, que definía también sus confines. Puesto que la existencia de los sacramentos de la antigua ley emanaba de la voluntad salvífica de Dios, no se excluía, más aún, se seguía de ello que debían poseer asimismo una acción santificadora destinada al hombre. Mas ésta era substancialmente distinta de la que encierran los sacramentos instituidos por Jesucristo, como se puede precisar de inmediato.

Los sacramentos del A.T. no producían la gracia como los del N.T.: ex opere operato 30.

Eran un signo de la profesión de fe por parte de los miembros del pueblo de Dios en vistas al Mesías futuro, que había de salvar a los hombres de sus pecados. Con la circuncisión, por ejemplo, se entraba a formar parte del pueblo elegido, y a través de la alianza divina estipulada con él y a través de la fe se accedía a la gracia ex opere operantis, es decir, a la fe con que el pueblo y cada uno de sus miembros reconocía y se adhería a la alianza y a las iniciativas de Dios y esperaban sus promesas. Los sacramentos del Antiguo Testamento eran sombras y «tipo» de cuanto acaecerá en el futuro. Existían como signos visibles mediante los cuales se profesaba la fe en la futura venida del Redentor para ser así salvados. Los miembros del pueblo hebreo son justificados precisamente por la fe en la redención futura de Jesucristo. Los sacramentos del A.T. eran signos queridos y requeridos por Dios al pueblo, manifestaciones concretas e históricas de la fe en el Cristo que había de venir, en su futura pasión redentora.

Aunque los puntos de correspondencia y continuidad son importantes (revelación, alianza y fe) y unen al pueblo de Israel con el nuevo pueblo mesiánico, son mayores la diferencia y la discontinuidad. En efecto, la diferencia substancial consiste en la presencia en la antigua alianza de signos de la espera basada en las promesas que se realizarán en el futuro, mientras que en la nueva y eterna alianza encontramos el acontecimiento de la encarnación, de la presencia entre nosotros del Verbo de Dios comunicado de manera eficaz con los sacramentos. Ahora recibimos y poseemos la participación real en la vida divina a través y en el acto mismo de la celebración sacramental. En virtud del mismo signo sacramental celebramos la memoria eficaz de la pasión y resurrección de Cristo, acaecidas ya históricamente.

Los sacramentos en el pensamiento de los Reformadores

La Iglesia había tomado ya conciencia desde hacía tiempo de los siete sacramentos como institución divina, que significa y entrega la santidad y la justicia, y los celebraba como momentos esenciales y frecuentes para la propia santidad, cuando surgió un modo substancialmente distinto de concebirlos con los Reformadores 31.

Para Lutero, los sacramentos deben servir sólo como medios de confirmación de la fe, como testimonios y sellos de la benevolencia y de la gracia divina para el hombre; dan seguridad a la conciencia y son signos de la acaecida y cierta remisión de los pecados. Entre los símbolos veterotestamentarios y los sacramentos neotestamentarios no existe una diferencia substancial, dado que en ambos casos la justificación depende únicamente de la fe. El bautismo y la eucaristía son signos de la alianza, como la circuncisión, y obran sólo a través de la fe en la divina promesa. No son medios de gracia que posean una virtud verdaderamente santificadora. Su efecto se limita a la situación del sujeto en el momento de la recepción y a la fe en el perdón de los pecados. Lutero, en particular, considera el sacramento como un símbolo de la promesa de Dios que perdona, acompañada del gesto que remonta a Jesucristo, pero Éste «no liga su gracia a las cosas», ni al agua ni al pan, . y da su Espíritu de modo soberano como y cuando quiere. Afirma Lutero además: «Es evidente que toda la Escritura está compuesta de preceptos y promesas: los preceptos humillan a los soberbios, las promesas confortan a los oprimidos. Sin embargo, ha parecido oportuno llamar sacramentos a las promesas unidas a los símbolos... De ahí se sigue, si queremos hablar con propiedad, que hay dos sacramentos en la Iglesia: el bautismo y la eucaristía, puesto que sólo en éstos vemos un símbolo instituido por Dios y la promesa de la remisión de los pecados»32.

Además de esto Lutero sostiene que los sacramentos son la palabra visible de Dios. De este modo vuelve a conectar con la noción bíblica de la palabra de Dios como intervención que nos transforma con su poder. Mas decir que es una palabra visible equivale a admitir que es de valor inferior, apta para aquellos que son incapaces de penetrarlo todo; representa sólo lo que ha sido dado por la palabra proferida por Dios y escuchada.

La promesa que nos ha sido dirigida en la palabra de Dios nos justifica en la fe. En efecto, afirma Lutero: «Mas los símbolos o sacramentos nuestros y de los Padres llevan consigo una palabra de promesa que requiere la fe y no puede ser hecha eficaz con ninguna obra: por eso se llaman sacramentos que justifican, por ser sacramentos de la fe y no estar fundados en las obras; toda su eficacia se funda en la fe... No es el sacramento, sino la fe en él, lo que justifica... Así, el bautismo ni justifica ni sirve a nadie; sirve la fe en la promesa de Dios, a lo cual se añade el bautismo; sólo ella justifica y realiza lo que el bautismo significa. La fe incluye la inmersión del hombre antiguo y el surgimiento de un hombre nuevo» 33.

Cuando existe la promesa divina y un signo instituido por Dios a través de Jesucristo y no de los hombres, y es creída la promesa, entonces puede hablarse de un sacramento que da la gracia. El receptor debe tener la fe junto con la confianza absoluta en la promesa. La fe expresada con ocasión del gesto sacramental obra la salvación.

Lutero sostiene la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Jesucristo en el acto mismo de la celebración de la cena, pero niega la transubstanciación y que tenga lugar en ella ningún tipo de sacrificio. Establece un paralelismo con el que afirma que así como encontramos a Dios en el anuncio a través de palabras humanas, así también le encontramos en la eucaristía como alimento y bebida, queriendo darse por pura gracia a nosotros mediante estos signos y mediante la palabra proferida sobre el pan y sobre el vino y recibida con fe.

Calvino, en conformidad con su doctrina sobre la predestinación, considera que los sacramentos son eficaces en cierto modo para los predestinados, no en cuanto necesarios para dar la gracia, sino en razón de la naturaleza sensible del hombre y de la debilidad humana. Separa de manera nítida la virtud justificante del sacramento, que es un signo sensible. Aquélla no depende del elemento material. Los sacramentos, por obra del Espíritu Santo, están destinados y están en condiciones de sostener la fe, es decir, de influir en nuestro espíritu e inducirlo a acoger la convalidación de la fe. Precisa Calvino: «Por lo demás, (los sacramentos) desarrollan su eficacia cuando el maestro interior de las almas, el Espíritu, les añade su poder, el único que están en condiciones de llegar a los corazones y tocar los sentimientos para dar acceso a los sacramentos. En ausencia del Espíritu no están en condiciones de ofrecer al espíritu más de lo que da la luz a un ciego o la voz a los oídos de un sordo» 34.

Los dos sacramentos, bautismo y eucaristía, queridos por Jesucristo, son un signo externo, una palabra de Dios anunciada, una palabra visible. A este propósito, precisa Calvino: «Los sacramentos tienen, pues, para nosotros, el significado de acciones que deben incrementar nuestra confianza en la palabra y en las promesas de Dios. Han sido presentados en forma de objetos carnales, por ser carnales, a fin de que puedan educarnos según la capacidad de nuestra ignorancia y, cual pedagogos, conducirnos y dirigirnos como niños. Por esa razón llama san Agustín al sacramento palabra visible, porque nos representa de manera plástica las promesas de Dios y lo hace de manera visible» 35.

El bautismo se hace así comprensible sólo a partir de la fe que nos justifica; es un distintivo de nuestra fe cristiana con el que somos acogidos en la comunidad eclesial. De este modo, nos sirve de ayuda tanto para nuestra fe cristiana, como para confirmarla delante de los hombres. Debemos recibir el bautismo porque existe la promesa de que aquellos que hayan creído y sean bautizados serán salvados. Nos recuerda además que estamos injertados en el acontecimiento de la muerte y resurrección de Jesucristo. Así, el bautismo de Juan, del mismo modo que los sacramentos de la antigua alianza, como signo de la fe no tiene una eficacia menor al de Cristo. Bautizar a los niños significa realizar el signo de que son herederos de la bendición que Dios ha prometido a la posteridad de los fieles, a fin de que, una vez llegados a la edad del uso de razón, reconozcan la verdad de su fe.

Calvino, adoptando una posición intermedia entre Lutero y Zuinglio (en este último prevalecen las afirmaciones de tipo espiritualista y puramente simbólico), afirma que el pan y el vino siguen siendo lo que son y significan sólo el cuerpo y la sangre de Cristo. Cuando el fiel asume estos signos recibe una fuerza conciliadora con Dios. Así realiza el Señor su promesa de salvación, entregando al creyente a Jesucristo muerto y resucitado. La presencia de Cristo en la cena es verdadera en cuanto se desprende una gracia espiritual entregada a quien participa con fe. En todo caso, no se realiza ninguna acción sacrificial.

Hemos presentado, de una manera muy breve, algunos aspectos del pensamiento de Lutero y Calvino sobre los sacramentos, que figuran a buen seguro entre los principales Reformadores. Ahora, para comprender mejor su doctrina, es oportuno plantear algunas observaciones que nos parecen no ser de naturaleza secundaria ni en su posición ni en su pensamiento. Podemos empezar poniendo de manifiesto una tendencia decisiva presente en los Reformadores y expresada por L. Bouyer en los siguientes términos: «De entrada, notamos la supervivencia y la exageración de una tendencia agustiniana, más o menos platonizante, que se hacía ya sensible a lo largo de toda la Edad Media, y que ha predominado sin correctivo alguno en las Iglesias de la Reforma. Se trata de la tendencia a reducir todo a lo espiritual, a considerar lo corpóreo, lo sensible —en la religión— a lo menos como superfluo y ambiguo. Cuanto más nos abstengamos de la mediación de lo sensible, más "espirituales" seremos» 36.

Eso ha ido acompañado también del hecho de que, en los tiempos de la Reforma, la piedad sacramental iba acompañada de fuertes deformaciones, y la recepción de los sacramentos presentaba el aspecto de un mecanismo de gracias, la realización de unas acciones destinadas a obtener protección, junto a formas de devoción materializadas sin más.

En segundo lugar, la posición y el pensamiento de los Reformadores no pueden ser comprendidos sin tener en cuenta su interpretación de la doctrina tradicional del carácter y de la eficacia sacramental ex opere operato.

Esta no es entendida como acción justificadora y santificadora, que procede únicamente de la gracia de Dios, por la que los sacramentos son para nosotros signos eficaces y objetivos de su amor, al que debe corresponder el hombre con su propio corazón. Los Reformadores piensan que esta eficacia es concebida, entre los católicos, como si el hombre hubiera descubierto un mecanismo o una estratagema para obligar a actuar a Dios según nuestras demandas y prácticas. Así, llegan a considerar los sacramentos de un modo principalmente subjetivo, aceptados como medios de confirmación de la fe en la remisión de los pecados. Mas, para comprender de modo completo el pensamiento protestante, es preciso no olvidar que el concepto ex opere operato no puede ser separado del modo de concebir la justificación y la santificación, como señala justamente A. J. Móhler37.

Según los Reformadores el hombre es perdonado por la fe recibida ya de adulto. La fe es sellada después por medio del bautismo, a pesar de que el pecado original continúa estando en el bautizado, es decir, en aquel que ha renacido del agua y del Espíritu, porque la relación del bautizado con Cristo es concebida de una manera diferente. Para los Reformadores, el pecado original no se cancela, aunque sea perdonado. Y puesto que sólo Dios obra la santificación, sin colaboración alguna por parte del hombre, con el bautismo únicamente se asegura que existe un signo del perdón de todos los pecados cometidos antes de su recepción y se da como prenda de la remisión de los futuros.

Para precisar aún más la comprensión del concepto que tienen los Reformadores del ex opere operato, es indispensable examinar el modo como conciben la presencia redentora de Cristo entre los fieles hoy. El sacramento celebrado no toma su eficacia y virtud de la palabra instituidora pronunciada por Jesucristo en su vida terrena, palabra que El mismo estableció que prosiguiera en sus discípulos y, después, en los ministros que les sucedieran, de suerte que puedan hablar en su nombre y hacer memoria suya, representando los hechos de su pasión, muerte y resurrección. Así, no es posible que los sucesores de los apóstoles puedan renovar las palabras que Jesús dijo, realizando cuanto dicen, en el momento en que lo dicen y lo significan.

Por último, nos parece indispensable tener presente asimismo la posición de los Reformadores sobre la autoridad de la Iglesia. La rechazan, porque piensan que cuanto se le atribuye a ésta se le sustrae a la autoridad de la Palabra de Dios, o la posponen a la conciencia religiosa individual. De este modo, los Reformadores evitan someter su propio punto de vista al juicio de toda la Iglesia, tener presente toda la tradición, incluido el magisterio, superar la conciencia individual. Es cierto que al rechazo de la autoridad doctrinal de la Iglesia se le pone remedio con la autoridad de la Palabra de Dios. Mas eso no puede evitar que se note la falta de una autoridad viva que, aquí y ahora, dé un significado objetivo a la vida cristiana y a las acciones sacramentales.

Desde la época de los Reformadores no había habido nunca tantos encuentros entre las comunidades cristianas como hoy, ni nunca se había desarrollado un diálogo ecuménico tan amplio 38.

Recorrer este camino es una gracia del Espíritu Santo, que suscita el deseo de la unidad visible de todos los creyentes en Cristo. Limitándonos a los sacramentos, parece ser que en estas iniciativas quedan por recuperar sobre todo dos puntos en todos sus aspectos y en su verdadero y pleno significado.

El primero se refiere a la Palabra de Dios como acto con el que El mismo se hace presente en la tierra. La Palabra es «Dios mismo que se revela a nosotros en el Hijo, su Palabra eterna que se hace carne para salvamos. Por consiguiente, Jesús es la Palabra más elevada dirigida por Dios a los hombres: no sólo todo lo que ha dicho, sino todo lo que ha hecho... y, en última instancia, todo lo que es, permanece en su ser resucitado, glorificado, que ha vencido a la muerte y nos ha establecido para siempre en la vida divina con Él, vida del Espíritu que nos ha sido comunicado» 39.

Jesucristo, Palabra viva del Padre, nos conduce al encuentro con la vida divina y a hacernos con su posesión. El hecho de que Dios se inserte en nosotros y en la historia, sirviéndose de nuestra acción, constituye la afirmación que figura en la base de la realidad sobrenatural.

El segundo punto en el que debemos profundizar y tomar en el sentido pleno de la tradición, extrayendo toda la lógica implícita en él, es el hecho de que Jesucristo crucificado y resucitado está presente en aquellos a quienes ha enviado a predicar. A través de ellos quiere comunicarse hoy a los hombres de todos los tiempos y lugares, para reconciliarlos, en su cuerpo eclesial, con el Padre y entre ellos. Y todo eso acontece porque existe un designio divino de salvación, destinado a acoger de este modo, tal como la Trinidad lo ha querido y llevado a cabo sin impedimentos, un designio que es un don absolutamente gratuito. Los dos puntos que acabamos de señalar tendrán el desarrollo deseado, si se convierten en objeto de la preocupación y de la educación en el sentido integral de la vida cristiana, especialmente en la celebración sacramental.


Los sacramentos en el magisterio

El primer concilio ecuménico que expuso algunos puntos doctrinales, sin aludir sólo a los sacramentos, fue el Lateranense IV de año 1215 (cfr. DS 802). Más completo fue el celebrado en Florencia, con la decisión doctrinal tomada sobre los armenios el año 1439 (DS 1310-1328) 40.

En ella se fijó el número de los sacramentos, se aclaró la diferencia con respecto a los de la antigua ley, que representaban la gracia únicamente en vistas a la pasión de Cristo, sin conferirla. Los sacramentos de la nueva ley se realizan mediante tres elementos: cosas como materia, palabras como forma y el ministro que confiere el sacramento con la intención de hacer lo que hace la Iglesia (como había indicado ya la profesión de fe de Inocencio III contra los valdenses el año 1208; cfr. DS 793-794). Entre los sacramentos hay tres que imprimen en el alma un carácter indeleble, un signo espiritual que distingue de los otros y son, por ello, irrepetibles.

El concilio de Trento (cfr. DS 1600-1613, en lo que corresponde a los sacramentos en general), contra las desviaciones de la Reforma y para completar la doctrina sobre la justificación, vuelve a confirmar el número de siete, pero insiste sobre todo en su institución por parte de Cristo, de quien deriva su eficacia salvífica. Esta no procede sólo de la fe que consiguen suscitar de manera particular en el receptor. Por otra parte, es independiente del estado de pecado del ministro, aunque sí es necesaria por parte de éste la intención de hacer lo que hace la Iglesia. Particular importancia tiene la afirmación de la necesidad de los sacramentos para la salvación; por esa razón no son una cosa superflua. Los hombres no pueden obtener de Dios la justificación con el solo deseo y mediante la sola fe.

Respecto a la institución por parte de Cristo, la constitución apostólica Sacramentum Ordinis de Pío XII, del año 1947, afirma que «la Iglesia no tiene poder alguno sobre la "substancia de los sacramentos", es decir, sobre aquellos elementos que, según el testimonio de las mismas fuentes de la revelación, el mismo Cristo Señor estableció que debían conservarse en el signo sacramental» (DS 3857), reafirmándose en una tradición que está presente en el mismo concilio tridentino (cfr. DS 1728). Con todo, la jerarquía de la Iglesia tiene autoridad para determinar todo aquello que se requiere para la validez y para el modo fructuoso en la celebración de los sacramentos.

El concilio Vaticano II presenta el orden de la salvación sacramental en la constitución dogmática sobre la liturgia (cfr. SC 59-82) y en la consagrada a la Iglesia (cfr. LG 10-11). En el primer documento se pone de manifiesto el contexto litúrgico del sacramento y su relación con la fe. Con respecto al primer aspecto afirma que los sacramentos son signos «ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios», y respecto al segundo dice: «No sólo suponen la fe, sino que, a la vez, la alimentan, la robustecen y la expresan por medio de palabras y de cosas; por esto se llaman sacramentos de la "fe"» (SC 59). La LG enseña que el sacramento es un acto de toda la Iglesia, del pueblo de Dios reunido, aquí y ahora, con el ministro ordenado, que participa en la ofrenda de Cristo al Padre. El sacramento es una acción de Cristo con la que se constituye un reino y sacerdotes que ofrecen sacrificios espirituales y dan a conocer los prodigios de Aquel que nos hace partícipes de su luz admirable. Dicho esto, presenta los sacramentos como realizaciones del sacerdocio bautismal de los fieles (cfr. LG 11), que junto con el ejercicio de las virtudes conduce al pueblo de Dios hacia la perfección de la santidad y hace entrever los cielos nuevos y la tierra nueva.

Tres parecen ser los puntos fundamentales de la doctrina del magisterio sobre los sacramentos recordados constantemente. En primer lugar, aquel con el que la Iglesia se preocupa de confirmar la existencia de los sacramentos como institución de Cristo, a los que El mismo quiso asociar la comunicación de la gracia para todos los tiempos y para todos los hombres. En segundo lugar, se confirma insistentemente la modalidad de la eficacia de los actos sacramentales: la continuación de la obra salvífica de Cristo no puede desvanecerse por la insuficiencia o por el pecado del hombre. La Iglesia no permite nunca una mengua subjetiva de la eficacia objetiva de los sacramentos, que procede de la obra realizada por Cristo, cuando el signo sacramental se lleva a cabo de manera correcta. Éste es un camino que va de Dios al hombre para conducirlo a Él. El último elemento, que emergió sobre todo en el período patrístico y ahora en este siglo, es el eclesial. Los sacramentos constituyen la Iglesia como cuerpo y esposa de Cristo, como pueblo de Dios. Es todo el pueblo sacerdotal, jerárquicamente ordenado, el que celebra al mismo tiempo el culto divino, obteniendo así la gracia de los hijos adoptivos de Dios. Los sacramentos son presentados como acciones realizadas por la Iglesia a partir de la eucaristía, a la que son referidos todos los otros sacramentos y a la que se considera como fuente y cima de toda la vida cristiana (cfr. LG 11.26; SC 47) 41.

 

Notas

1. G. Bornkamm, Mvsterion. en: Glnt, VII, Brescia. 1971, col. 686.

2. Para la traducción que presentamos y sobre el sentido global del pasaje (y paralelos), cfr. R. Pesch, II cancelo di Marco, I, Brescia, 1980. pp. 380-388.

3. J. Ratzinger, Zunt Begrii f des Sakraments, München, 1979, pp. 8-9 (Eichstlitter Hochschulreden 15). Véase también L. Bouyer, «Mysteriou>>, Du uaistére á la rnystique, París, 1986.

4. Cfr. G. Bornkamm, a.c., col. 706-713. Para el uso del término niysterion en los Padres, además del estudio de Bornkamm, véase G. Van Roo, De sacramentis in genere, Roma, 1960, pp. 11-18; P. Smulders, La Iglesia sacramento de salvación, en: G. Baraúna (ed.), La Iglesia en el mundo de hoy, Studium, 1967, con la bibliografía allí citada; C. Mohrmann, Sacramentum daos les plus anciens textes chrétiens, en: «Harvard Theological Review» 47 (1954), pp. 141-145.

5. Cfr. G. Fittkau, Der Begriff des «mvsterium» bei Johannes Chrysostomus, Bonn, 1953; G. Van Roo, De sacramentis..., pp. 13-17.

6. Justino. Dial., 44. Cfr. Justino, Dialogo con Trifone, Milano. 1988, p. 180.

7. G. Martelet. Sacrements,igures et exhortatiou en 1 Co 10, 1-11, en: RSR (1956), pp. 323-359; 515-559. Sobre el concepto y sobre la importancia de las «figuras» (typoi) en la Sagrada Escritura, cfr., entre otros, P. Beauchamp, L'uno e l'altro testamento, Brescia, 1985. sobre todo pp. 108-116; L. Goppelt. Tvpos, en: Glnt, XIII. Brescia. 1981. col. 1465-1504; E. Mazza, L'interpretazione del culto nena Chiesa antica, en: AA.VV., Celebrare il mistero di Cristo, 1, Roma, 1993, pp. 229-279.

8. Cfr., en particular. H. Schlier, L'an,,uncio nel culto della Chiesa, en: Idem. Il tempo della Chiesa. Bologna. 1966. pp. 392-424. Es preciso tener presente asimismo que. en Rm 6, 17, se describe el bautismo como ser transferido al ámbito de un cierto tipo de enseñanza: tipos didachés, forma doctrinae. El texto afirma en efecto: «Pero gracias a Dios. vosotros, que erais esclavos del pecado, habéis obedecido de todo corazón a aquel modelo de doctrina al que fuisteis entregados». Cfr. H. Schlier. La lettera al Romani, Brescia, 1982. ad locura. El bautismo es, por tanto, para el creyente. una acción con la que obedece y se adhiere al tipo de la doctrina de Cristo.

9. La traducción del pasaje se inspira en la de H. Schlier. La lettera al Romani, Brescia, 1982, ad locura. Para el significado del pasaje, véase H. Schlier, La «liturgia» dell'evaigelo apostolico (Rin 15, 14-21), en: Idem, La fine del tempo, Brescia, 1974, pp. 191-207.

10. Cfr. J. de Ghellink (ed.), Pour 1'histoire du mot sacramenrion, I. Les Anténicéens, Louvain, 1924; II. Patristique et Moyen áge, Louvain, 1947; C. Mohrmann, a.c.; J.G. Pagé. Qui est 1'Église, I. Montreal. 1977. pp. 39-52; W. A. Van Roo, The Christian Sacra,nent, Roma, 1992. pp. 36-44.

11. Cfr. Ep. 44, 1; 73. 5; Ad Martyr. 3. 1: De Spect. 24, 4; De Idol. 19. 2; De Cor. 11. 1.

12. Cfr. E. Jüngel-K. Rahner, Was ist ein Sacrarnent?, Freiburg. 1971.

13. J. Ratzinger, a.c.. p. 11.

14. J. Ratzinger, a.c., pp. 11-12. Ya no se puede sostener la concepción según la cual la idea cristiana de mvsterion, primero, y de sacramentan, después, fue tomada prestada de las religiones mistéricas, aun cuando hayan existido contactos lingüísticos con este mundo. Efectivamente, en el ámbito cristiano ninguno de ambos términos significa, hasta el año 200. celebración cultual, sino la revelación divina, que alcanza su cima en la encarnación y que se realiza como continuación de los actos redentores de Jesucristo.

15. Ibid., p. 17. Con este modo de ver la evolución de los términos nrvsterion y sacramentan y de sus contenidos está de acuerdo también el estudio de H. Rahner, Miti greci nell'interpretazione cristiana. Bologna, 1971. Tiene una importancia particular el juicio que formula en el texto: «Sólo la Iglesia ha salvaguardado el nrvsterion. Con su sacramentum ha santificado el sol y la luna, el agua y el pan, el aceite y el amor de la came, y nunca cesará de enseñar a los hombres que. tras los velos de lo visible, se esconden los eternos arcanos, y que sólo por la Palabra de Dios, que sobrevive en la Iglesia, puede vivirse el verdadero sentido de las cosas terrenas», ibid. pp. 419-420.

16. Cfr. A. Hamman (ed.), L'iniziacione cristiana, Casale Monferrato, 1982; E. Mazza, La mistagogia. Una teologia della liturgia in epoca patristica, Roma, 1988; Cirilo y Juan de Jerusalén, Catechesi prehattesimali e mistagogiche, Milano, 1994 (existe edición española en: Apostolado mariano 1997; Sígueme 1989; catalana en: Proa 1997: Fac. Teol. de Cataluña, 1980).

17. E. Mazza, o.c., pp.I87-188.

18. San Ambrosio, Spiegazione del credo, 1 sacranzenti, l misteri, La penitenza (ed. de G. Banterle), Milano-Roma, 1982; G. Francesconi, Storia e Simbolo, Brescia, 1981; E. Mazza, o.c., pp. 27-59.

19. Cfr. De Mysteriis 1, 2; G. Francesconi, o.c., p. 74; E. Mazza, o.c., pp. 36-37.

20. Cfr. De Mvsteriis 3-4, donde cita Ambrosio la curación del sordomudo realizada por Jesús.

21. De Doctrina christiana 2, 1,1. Sobre el concepto de sacramento en san Agustín. cfr. C. Couturier, Sacramentum et mvsterium dans l'oeuvre de st. Augustin. en: Études Augustiniennes, Paris. 1953, pp. 163-332; G. Van Roo, De sacramentis.... cit. pp. 21-35.

22. Cfr. Ep. 55. 1. 2: «Sacramentum est autem in aliqua celebratione, cum rei gestae commemoratio ita fit, ut aliquid etiam significara intelligatur, quod sancte accipiendum est».

23. Cfr. In lo. Ev. 80, 3.

24. Cfr. Sermo 227.

25. Etymologiae, VI. 19, 40. El texto latino dice así: «Quae ob id sacramenta dicuntur, quia sub tegumento corporalium rerum virtus divina secretius salutem eorumdem sacramentorum operatur; unde et a secretis virtutis vel a sacris sacramenta dicuntur». Respecto a la teología sacramental de Isidoro de Sevilla, cfr. J. Havet, Les sacrements et le róle de l'Esprit-Saint d'aprés /sidore de Séville, en: «Eph. Th. Lov.» 16 (1939), pp. 32-93; A. Carpin, 11 battesimo in Isidoro di Siviglia, Bologna, 1984.

26. Respecto al concepto de sacramento de Berengario de Tours, cfr. N. Háring, Berengar's definitions of sacrament and their influence on medieval sacramentologv, en: «Mediaeval Studies» 10 (1948). pp. 109-146; D. Van Den Eynde, Les définitions des sacrements pendant la prenúére période de la théologie scolastique (1050-1240). Roma-Louvain, 1950.

27. S. Th. III, 60, 2: «Signum rei sacrae in quantum est sanctificans homines».

28. Para el desarrollo de la teología sacramental durante la Edad Media, cfr. A. Michel, Sacrenients, en: DThC XIV, 1. Paris, 1939, col. 485-644; D. Van Den Eynde, o.c.; W.A. Van Roo. The Christian..., pp. 45-60.

29. A. Michel. Sacrements préchrétiens, en: DThC. XIV.1. Paris, 1939, co. 644-645.

30. Para el significado de las expresiones ex opere operara y ex opere operantis, véase la parte dedicada a la eficacia de los sacramentos.

31. En la presentación del pensamiento protestante, dada la naturaleza de este trabajo, nos limitaremos a los Reformadores. La referencia directa a los mismos y la confrontación entre los símbolos de su fe y los actos del magisterio católico parece ser el método adecuado. puesto que estos documentos constituyen siempre el origen y la base a la que es preciso recurrir de manera inevitable, sin negar otros interesantes desarrollos posteriores. Entre los escritos de los Reformadores, véase sobre todo: M. Entero, La cattivitó babilonese della Chiesa, in Scritti politici (edición de G. Panzieri Laija), Torillo, 1959 2, (edición española: La cautividad babilónica de la Iglesia. Orbis, 1985): J. Calvino, Istituzioue della religione cristiana (edición de G. Tourn). Torillo. 1971. (edición española: Institución de la Religión cristiana, Rijswijk-Z.H.. 1967).

Para un conocimiento más amplio del pensamiento de los Reformadores, véase: L. Bouyer, Parola, Chiesa e sacramenti nel protestantesimo e cattolicesbno. Brescia, 1962; AA.VV., Dizionario del pensiero protestante (ed. de H.J. Schultz), Brescia, 1970; A.J. Möhler, Simbolica. Esposizioni delle antitesi dognmtiche tra cattolici e protestanti secondo i loro scritti confessionali pubblici, Milano, 1984; H. Strohl. II pensiero della Rifornm. Bologna. 1971; W.H. Van de Poi. II cristianesimo della Rifonna, Roma, 1958; Sacramentum Mundi, art. Reforma protestante, vol. 5.

Para la historia y la situación actual del protestantismo, cfr., en esta misma colección, G. Bedouelle, La historia de la Iglesia, Valencia, 1993, especialmente pp. 111-121 y 225-266, con la bibliografía allí indicada. Con respecto al diálogo ecuménico actual hemos tenido presente los principales documentos publicados sobre todo en los últimos años. Serán citados al tratar cada uno de los sacramentos.

32. M. Lutero, o.c., p. 345 (de la versión italiana). En este pasaje afirma que los sacramentos son dos, a diferencia de otros lugares donde sostiene que también la penitencia es un sacramento, mostrando así cierta vacilación. Las razones que aduce para no retener la penitencia como sacramento son la falta de un símbolo instituido por Jesucristo y la consideración de la penitencia únicamente como vía para volver al bautismo. Véase, en este mismo manual, la parte referente al pensamiento de los reformadores en las páginas dedicadas al sacramento de la penitencia.

33. M. Lutero, a.c., p. 285.

34. J. Calvino. Institución de la Religión cristiana, Rijswijk-Z.H.. 1967. IV, 14. 9: cfr. a.c., p. 1498.

35. Ibid.. IV. 14, 6; cfr. a.c., pp. 1494-1495.

36. L. Bouyer, a.c., p. 51.

37. Cfr. A.J. Möhler, o.c.. pp. 232-235: cfr. asimismo L. Bouyer. o.c., pp. 52-56.

38. Al tratar cada sacramento en particular suministraremos las indicaciones de los principales documentos elaborados en los encuentros ecuménicos. a través de los cuales se podrá constatar las diferentes posiciones y los resultados ya alcanzados.

39. L. Bouyer, o.c., p. 61; cfr. asimismo pp. 7-26: cfr. H. Schlier. Wori Gottes, Würzburg 19622.

40. Con respecto al sentido de sacramento en el magisterio, véase W.A. Van Roo, The Christian..., pp. 60-67.

41. Para una comprensión adecuada de la doctrina magisterial sobre los sacramentos, cfr. A.J. Móhler. o.c., pp. 229-276.

 

Bibliografía

La bibliografía que presentamos no tiene ni la intención ni la posibilidad de ser, aunque sólo fuera de un modo relativo, completa. La obra de M. Zitnik, Sacramenta. Bibliographia internationalis, I-IV, Roma, 1992, permite encontrar con rapidez informaciones precisas y detalladas sobre las publicaciones aparecidas en los últimos 25 años, y sobre los estudios más importantes publicados anteriormente en las lenguas en que se expresa de ordinario la reflexión teológica sobre los sacramentos. Las indicaciones bibliográficas pueden ser utilizadas con facilidad gracias a los índices del último volumen, que permiten disponer de toda la bibliografía relativa a cualquier cuestión de teología sacramental. A esta obra fundamental nos remitimos para obtener una bibliografía exhaustiva sobre los problemas tratados en este manual. En consecuencia, nos limitaremos a indicar al final de cada capítulo únicamente algunas obras consideradas como más significativas para plantear los problemas de manera correcta.

AA.VV., Celebrare il mistero di Cristo, vol. L• La celebrazione: introduzione alla liturgia cristiana, Roma, 1993.

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