TEMA 4. La naturaleza de Dios y su obrar
Ante la Palabra de Dios que se revela sólo cabe la adoración y el agradecimiento; el hombre cae de rodillas ante un Dios que siendo trascendente es interior intimo meo.
1.
¿Quién es Dios?
A lo largo de la historia, toda cultura se ha planteado esta pregunta; tanto
es así que las primeras señales de civilización se encuentran generalmente en
el ámbito religioso y cultual. Creer en Dios es lo primero para el hombre de
todo tiempo[1].
La diferencia esencial es en qué Dios se cree. De hecho, en algunas religiones
paganas el hombre adoraba a las fuerzas de la naturaleza en cuanto
manifestaciones concretas de lo sagrado, y contaban con una pluralidad de
dioses ordenada jerárquicamente. En la antigua Grecia, por ejemplo, también la
divinidad suprema entre un panteón de dioses, era regida a su vez por una
necesidad absoluta, que abarcaba al mundo y a los mismos dioses[2].
Para bastantes estudiosos de la historia de las religiones, en muchos pueblos
se ha dado una progresiva pérdida desde una “revelación primigenia” del Dios
único; pero, en todo caso, incluso en los cultos más degradados se pueden
encontrar destellos o indicios en sus costumbres de la religiosidad verdadera:
la adoración, el sacrificio, el sacerdocio, el ofrecimiento, la oración, la
acción de gracias, etc.
La razón, tanto en Grecia, como en otros lugares, ha tratado de purificar la
religión, mostrando que la divinidad suprema tenía que identificarse con el
Bien, la Belleza y el Ser mismo, en cuanto fuente de todo lo bueno, de todo lo
bello y de todo lo que existe. Pero, esto sugiere otros problemas,
concretamente el alejamiento de Dios por parte del fiel, pues de ese modo la
divinidad suprema quedaba aislada en una perfecta autarquía, ya que la misma
posibilidad de establecer relaciones con la divinidad era vista como una señal
de flaqueza. Además, tampoco queda solucionada la presencia del mal, que
aparece de algún modo como necesaria, pues el principio supremo está unido por
una cadena de seres intermedios sin solución de continuidad al mundo.
La revelación judeo-cristiana cambió radicalmente este cuadro: Dios es
presentado en la Escritura como creador de todo lo que existe y origen de toda
fuerza natural. La existencia divina precede absolutamente la existencia del
mundo, que es radicalmente dependiente de Dios. Aquí está contenida la idea de
trascendencia: entre Dios y el mundo la distancia es infinita y no
existe una conexión necesaria entre ellos. El hombre y todo lo creado podrían
no ser, y en lo que son dependen siempre de otro; mientras que Dios es, y es
por sí mismo. Esta distancia infinita, esta absoluta pequeñez del hombre
delante de Dios muestra que todo lo que existe es querido por Dios con su
voluntad y su libertad: todo lo que existe es bueno y fruto del amor (cfr.
Gn 1). El poder de Dios no es limitado ni en el espacio ni en el tiempo, y
por eso su acción creadora es don absoluto: es amor. Su poder es tan grande
que quiere mantener su relación con las criaturas; e incluso salvarlas si, por
causa de su libertad, éstas se alejaran del Creador. Por lo tanto, el origen
del mal hay que situarlo en relación con el eventual uso equivocado de la
libertad por parte del hombre –cosa que de hecho ocurrió, como narra el
Génesis: vid. Gn 3–, y no con algo intrínseco a la materia.
Al mismo tiempo, hay que reconocer que, en razón de lo que se acaba de
señalar, Dios es persona que actúa con libertad y amor. Las religiones y la
filosofía se preguntaban qué es Dios; en cambio, por la revelación, el
hombre es empujado a preguntarse quién es Dios (cfr. Compendio,
37); un Dios que sale a su encuentro y busca al hombre para hablarle como a un
amigo (cfr. Ex 33, 11). Tanto es así, que Dios revela a Moisés su
nombre, «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14), como prueba de su fidelidad a
la alianza y de que le acompañará en el desierto, símbolo de las tentaciones
de la vida. Es un nombre misterioso[3]
que, en todo caso, nos da a conocer las riquezas contenidas en su misterio
inefable: sólo Él es, desde siempre y por siempre, el que transciende el mundo
y la historia, pero que también se preocupa del mundo y conduce la historia.
Él es quien ha hecho cielo y tierra, y los conserva. Él es el Dios fiel y
providente, siempre cercano a su pueblo para salvarlo. Él es el Santo por
excelencia, “rico en misericordia” (Ef 2, 4), siempre dispuesto al
perdón. Dios es el Ser espiritual, trascendente, omnipotente, eterno, personal
y perfecto. Él es la verdad y el amor» (Compendio, 40).
Así pues, la revelación se presenta como una absoluta novedad, un don que
recibe el hombre desde lo alto y que debe aceptar con reconocimiento
agradecido y religioso obsequio. Por tanto la revelación no puede ser reducida
a meras expectativas humanas, va mucho más allá: ante la Palabra de Dios que
se revela sólo cabe la adoración y el agradecimiento, el hombre cae de
rodillas ante el asombro de un Dios que siendo trascendente se hace
interior intimo meo[4],
más cercano a mí que yo mismo y que busca al hombre en todas las situaciones
de su existencia: «El creador del cielo y de la tierra, el único Dios que es
fuente de todo ser, este único Logos creador, esta Razón creadora, ama
personalmente al hombre, más aún, lo ama apasionadamente y quiere a su vez ser
amado. Por eso, esta Razón creadora, que al mismo tiempo ama, da vida a una
historia de amor (...), amor [que] se manifiesta lleno de inagotable fidelidad
y misericordia; es un amor que perdona más allá de todo límite»[5].
2. ¿Cómo es Dios?
El Dios de la Sagrada Escritura no es una proyección del hombre, pues su
absoluta trascendencia sólo puede ser descubierta desde fuera del mundo, y por
eso como fruto de una revelación; es decir, no hay propiamente una revelación
intramundana. O, dicho de otro modo, la naturaleza como lugar de la revelación
de Dios[6]
envía siempre a un Dios trascendente. Sin esta perspectiva, no hubiera sido
posible para el hombre llegar a estas verdades. Dios es al mismo tiempo
exigente[7]
y amante, mucho más de lo que el hombre se atrevería a esperar. De hecho,
podemos imaginar fácilmente a un Dios omnipotente, pero nos cuesta reconocer
que esa omnipotencia nos pueda querer[8].
Entre la concepción humana y la imagen de Dios revelada hay, al mismo tiempo,
continuidad y discontinuidad, porque Dios es el Bien, la Belleza, el Ser, como
decía la filosofía, pero a la vez ese Dios me ama a mí, que soy nada en
comparación con Él. Lo eterno busca lo temporal y eso cambia radicalmente
nuestras expectativas y nuestra perspectiva de Dios.
En primer lugar Dios es Uno, pero no en sentido matemático como un punto, sino
que es Uno en el sentido absoluto de ese Bien, esa Belleza y ese Ser de quien
todo procede. Se puede decir que es Uno porque no hay otro dios y porque no
tiene partes; pero al mismo tiempo hay que decir que es Uno porque es fuente
de toda unidad. De hecho sin Él todo se descompone y vuelve al no ser: su
unidad es la unidad de un Amor que también es Vida y da la vida. Así pues,
esta unidad es infinitamente más que una simple negación de la multiplicidad.
La unidad lleva a reconocer a Dios como el único verdadero. Incluso más, Él es
la Verdad y la medida y fuente de todo lo que es verdadero (cfr. Compendio,
41); y esto porque justamente Él es el Ser. A veces, se tiene miedo a esta
identificación, porque parece que, diciendo que la verdad es una, se hace
imposible todo diálogo. Por eso, es tan necesario considerar que Dios no es
verdadero en el sentido humano del término, que es siempre parcial. Sino que
en Él la Verdad se identifica con el Ser, con el Bien y con la Belleza. No se
trata de una verdad meramente lógica y formal, sino de una verdad que se
identifica con el Amor que es Comunicación, en sentido pleno: efusión
creativa, exclusivo y universal a la vez, vida íntima divina compartida y
participada por el hombre. No estamos hablando de la verdad de las fórmulas o
de las ideas, que siempre son insuficientes, sino de la verdad de lo real, que
en el caso de Dios coincide con el Amor. Además, decir que Dios es la Verdad
quiere decir que la Verdad es el Amor. Esto no da miedo ninguno y no limita la
libertad. De modo que, la inmutabilidad de Dios y su unicidad coinciden con su
Verdad, en cuanto que es la verdad de un Amor que no puede pasar.
Así se ve que, para entender el sentido propiamente cristiano de los atributos
divinos, es necesario unir la afirmación de omnipotencia con la de bondad y
misericordia. Sólo una vez que se ha entendido que Dios es omnipotente y
eterno, uno puede abrirse a la apabullante verdad que este mismo Dios es Amor,
voluntad de Bien, fuente de toda Belleza y todo don[9].
Por eso los datos ofrecidos por la reflexión filosófica son esenciales aunque
de algún modo insuficientes. Siguiendo este recorrido desde las
características que se perciben como primeras hasta las que se pueden
comprender sólo mediante el encuentro personal con Dios que se revela, se
llega a entrever cómo estos atributos son expresados con términos distintos
sólo en nuestro lenguaje, mientras que en la realidad de Dios coinciden y se
identifican. El Uno es el Verdadero, y el Verdadero se identifica con el Bien
y con el Amor. Con otra imagen, se puede decir que nuestra razón limitada
actúa un poco como un prisma que descompone la luz en los distintos colores,
cada uno de los cuales es un atributo de Dios; pero que en Dios coinciden con
su mismo Ser, que es Vida y fuente de toda vida.
3. ¿Cómo conocemos a Dios?
Por lo que se ha dicho, podemos conocer cómo es Dios a partir de sus obras:
sólo el encuentro con el Dios que crea y que salva al hombre puede revelarnos
que el Único es a la vez el Amor y el origen de todo Bien. Así Dios es
reconocido no sólo como intelecto –Logos según los griegos– que otorga
racionalidad al mundo (hasta el punto de que algunos lo han confundido con el
mundo, como pasaba en la filosofía griega y como vuelve a pasar con algunas
filosofías modernas), sino que también es reconocido como voluntad personal
que crea y que ama. Se trata, así, de un Dios vivo; más aún, de un Dios que es
la Vida misma. Así, en cuanto Ser vivo dotado de voluntad, vida y libertad, en
su infinita perfección, Dios permanece siempre incomprehensible; o sea,
irreducible a conceptos humanos.
A partir de lo que existe, del movimiento, de las perfecciones, etc. se puede
llegar a demostrar la existencia de un Ser supremo fuente de ese movimiento,
de las perfecciones, etc. Pero, para conocer al Dios personal que es Amor, hay
que buscarle en su actuación en la historia a favor de los hombres y, por eso,
hace falta la revelación. Mirando su obrar salvífico se descubre su Ser, del
mismo modo que poco a poco se conoce a una persona a través del trato con
ella.
En este sentido, conocer a Dios consiste siempre y sólo en reconocerle, porque
Él es infinitamente más grande que nosotros. Todo conocimiento sobre Él
procede de Él y es don suyo, fruto de su abrirse, de su iniciativa. La actitud
para acercarse a este conocimiento debe ser, entonces, de profunda humildad.
Ninguna inteligencia finita puede abarcar a Aquél que es Infinito, ninguna
potencia puede sujetar al Omnipotente. Sólo podemos conocerlo por lo que Él
nos da, es decir, por la participación que tenemos en sus bienes, fundamentada
en sus actos de amor con cada uno.
Por eso, nuestro conocimiento de Él es siempre analógico: mientras afirmamos
algo de Él, al mismo tiempo tenemos que negar que esa perfección se dé en Él
según las limitaciones que vemos en lo creado. La tradición habla de una
triple vía: de afirmación, de negación y de eminencia, donde el último
movimiento de la razón consiste en afirmar la perfección de Dios más allá de
lo que el hombre puede pensar, y que es origen de todas las realizaciones de
esa perfección que se ven en el mundo. Por ejemplo, es fácil reconocer que
Dios es grande, pero más difícil es darse cuenta de que Él es también pequeño,
porque en lo creado lo grande y lo pequeño se contradicen. No obstante, si
pensamos que ser pequeño puede ser una perfección, como se ve en el fenómeno
de la nanotecnología, entonces Dios tiene que ser fuente también de esa
perfección y, en Él, esa perfección debe identificarse con la grandeza. Por
eso, tenemos que negar que es pequeño (o grande) en el sentido limitado que se
da en el mundo creado, para purificar esa atribución pasando a la eminencia.
Un aspecto especialmente relevante es la virtud de la humildad, que los
griegos no consideraban virtud. Por ser una perfección, la virtud de la
humildad no sólo es poseída por Dios, sino que Dios se identifica con ella.
Llegamos así a la sorprendente conclusión de que Dios es la Humildad; de tal
modo que, sólo se le puede conocer en una actitud de humildad, que no es otra
cosa que la participación en el don de Sí mismo.
Todo eso implica que se puede conocer al Dios cristiano mediante los
sacramentos y a través de la oración en la Iglesia, que hace presente su obrar
salvífico para los hombres de todos los tiempos.
Giulio Maspero
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 199-231; 268-274.
Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 36-43; 50.
Lecturas recomendadas
San Josemaría, Homilía Humildad, Amigos de Dios, 104-109.
J. Ratzinger, El Dios de los cristianos. Meditaciones, Ed. Sígueme,
Salamanca 2005.
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[1]
El ateísmo es un fenómeno moderno que tiene raíces religiosas, en cuanto niega
la verdad absoluta de Dios apoyándose en una verdad que es igualmente
absoluta, es decir, la negación de su existencia. Precisamente por eso, el
ateísmo es un fenómeno secundario respecto de la religión, y puede también
entenderse como una “fe” de sentido negativo. Lo mismo puede decirse del
relativismo contemporáneo. Sin la revelación estos fenómenos de negación
absoluta serían inconcebibles.
[2]
Los dioses estaban sujetos al Hado, que lo dirigía todo con una necesidad
muchas veces sin sentido: de aquí el sentimiento trágico de la existencia que
caracteriza el pensamiento y la literatura griegos.
[3]
«Dios se revela a Moisés como el Dios vivo: “Yo soy el Dios de tus padres, el
Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob” (Ex 3, 6). Al
mismo Moisés Dios le revela su Nombre misterioso: “Yo soy el que soy (YHWH)” (Ex
3, 14). El nombre inefable de Dios, ya en los tiempos del Antiguo Testamento,
fue sustituido por la palabra Señor. De este modo en el Nuevo Testamento,
Jesús, llamado el Señor, aparece como verdadero Dios» (Compendio, 38).
El nombre de Dios admite tres posibles interpretaciones: 1) Dios revela que no
es posible conocerle, apartando del hombre la tentación de aprovecharse de su
amistad con Él como se hacía con las divinidades paganas mediante las
prácticas mágicas, y afirmando su propia trascendencia; 2) según la expresión
hebraica utilizada, Dios afirma que estará siempre con Moisés, porque es fiel
y está al lado de quien confía en Él; 3) según la traducción griega de la
Biblia, Dios se manifiesta como el mismo Ser (cfr. Compendio, 39), en
armonía con las intuiciones de la filosofía.
[4]
San Agustín, Confesiones, 3, 6, 11.
[5]
Benedicto XVI,
Discurso en la IV Asamblea Eclesial Nacional Italiana, 19-X-2006.
[6]
Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998 , 19.
[7]
Dios pide al hombre –a Abraham– que salga de la tierra prometida, que deje sus
seguridades, se fía de los pequeños, pide cosas según una lógica distinta de
la humana, como en el caso de Oseas. Es claro que no puede ser una proyección
de las aspiraciones o de los deseos humanos.
[8]
«¿Cómo es posible darnos cuenta de eso, advertir que Dios nos ama, y no
volvernos también nosotros locos de amor? Es necesario dejar que esas verdades
de nuestra fe vayan calando en el alma, hasta cambiar toda nuestra vida. ¡Dios
nos ama!: el Omnipotente, el Todopoderoso, el que ha hecho cielos y tierra»
(San Josemaría, Es Cristo que pasa, 144).
[9]
«Dios se revela a Israel como Aquel que tiene un amor más fuerte que el de un
padre o una madre por sus hijos o el de un esposo por su esposa. Dios en sí
mismo “es amor” (1 Jn 4, 8.16), que se da completa y gratuitamente; que
“tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que el mundo se salve por él”
(Jn 3, 16-17). Al mandar a su Hijo y al Espíritu Santo, Dios revela que
Él mismo es eterna comunicación de amor» (Compendio, 42).