TEMA 1. La existencia de Dios
La dimensión religiosa caracteriza al ser humano. Purificadas de la superstición, las expresiones de la religiosidad humana manifiestan que existe un Dios creador.
1. La
dimensión religiosa del ser humano
La dimensión religiosa caracteriza al ser humano desde sus orígenes.
Purificados de la superstición, debida en definitiva a la ignorancia y el
pecado, las expresiones de la religiosidad humana manifiestan la convicción de
que existe un Dios creador, del cual dependen el mundo y nuestra existencia
personal. Si es verdad que el politeísmo ha acompañado muchas fases de la
historia humana, también es verdad que la dimensión más profunda de la
religiosidad humana y de la sabiduría filosófica han buscado la justificación
radical del mundo y de la vida humana en un único Dios, fundamento de la
realidad y cumplimiento de nuestra aspiración a la felicidad (cfr.
Catecismo, 28)[1].
A pesar de su diversidad, las expresiones artísticas, filosóficas, literarias,
etc. presentes en la cultura de los pueblos, a todas les acomuna la reflexión
sobre Dios y sobre los temas centrales de la existencia humana: la vida y la
muerte, el bien y el mal, el destino último y el sentido de todas las cosas[2].
Como estas manifestaciones del espíritu humano testimonian a lo largo de la
historia, se puede decir que la referencia a Dios pertenece a la cultura
humana y constituye una dimensión esencial de la sociedad y de los hombres. La
libertad religiosa representa, por tanto, el primero de los derechos, y la
búsqueda de Dios, el primero de los deberes: todos los hombres «por su misma
naturaleza y por obligación moral están obligados a adherirse a la verdad, una
vez conocida»[3].
La negación de Dios y el intento de excluirlo de la cultura y de la vida
social y civil son fenómenos relativamente recientes, limitados a algunas
áreas del mundo occidental. El hecho de que los grandes interrogantes
religiosos y existenciales permanezcan invariables en el tiempo[4]
desmiente la idea de que la religión esté circunscrita a una fase “infantil”
de la historia humana, destinada a desaparecer con el progreso del
conocimiento.
El cristianismo asume cuanto hay de bueno en la investigación y en la
adoración de Dios manifestadas históricamente por la religiosidad humana,
desvelando, sin embargo, su verdadero significado, el de un camino hacia el
único y verdadero Dios que se ha revelado en la historia de la salvación
entregada al pueblo de Israel y que ha venido a nuestro encuentro haciéndose
hombre en
Jesucristo,
Verbo Encarnado[5].
2. De las criaturas materiales a Dios
El intelecto humano puede conocer la existencia de Dios acercándose a Él a
través de un camino que tiene como punto de partida el mundo creado y que
posee dos itinerarios, las criaturas materiales y la persona humana. Aunque
este camino haya sido desarrollado especialmente por autores cristianos, los
itinerarios que partiendo de la naturaleza y de las actividades del espíritu
humano llevan hasta Dios, han sido expuestos y recorridos por muchos filósofos
y pensadores de diversas épocas y culturas.
Las vías hacia la existencia de Dios también se llaman “pruebas”, no en el
sentido que la ciencia matemática o natural da a este término, sino en cuanto
argumentos filosóficos convergentes y convincentes, que el sujeto comprende
con mayor o menor profundidad dependiendo de su formación específica (cfr.
Catecismo, 31). Que las pruebas de la existencia de Dios no puedan
entenderse en el mismo sentido de las pruebas utilizadas por las ciencias
experimentales se deduce con claridad del hecho que Dios no es objeto de
nuestro conocimiento empírico.
Cada vía hacia la existencia de Dios alcanza solamente un aspecto concreto o
dimensión de la realidad absoluta de Dios, el del específico contexto
filosófico en el cual la vía se desarrolla: «partiendo del movimiento y del
devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede
llegar a conocer a Dios como origen y fin del universo» (Catecismo,
32). La riqueza y la inconmensurabilidad de Dios son tales que ninguna de
estas vías por sí misma puede llegar a una imagen completa y personal de Dios,
sino solamente a alguna faceta de ella: existencia, inteligencia, providencia,
etc.
Entre las llamadas vías cosmológicas, unas de las más conocidas son las
célebres “cinco vías” elaboradas por Santo Tomás de Aquino, que recogen en
buena medida las reflexiones de filósofos anteriores a él; para su comprensión
se precisa conocer algunos elementos de metafísica[6].
Las primeras dos vías proponen la idea de que las cadenas causales (paso de la
potencia al acto, paso de la causa eficiente al efecto) que observamos en la
naturaleza no pueden proseguir en el pasado hasta el infinito, sino que deben
apoyarse en un primer motor y sobre una primera causa; la tercera, partiendo
de la observación de la contingencia y limitación de los entes naturales,
deduce que su causa debe ser un Ente incondicionado y necesario; la cuarta,
considerando los grados de perfección participada que se encuentran en las
cosas, deduce la existencia de una fuente para todas estas perfecciones; la
quinta vía, observando el orden y el finalismo presentes en el mundo,
consecuencia de la especificidad y estabilidad de sus leyes, deduce la
existencia de una inteligencia ordenadora que sea también causa final de todo.
Estos y otros itinerarios análogos han sido propuestos por diversos autores
con diversos lenguajes y distintas formas, hasta nuestros días. Por tanto,
mantienen su actualidad, aunque para comprenderlos es necesario partir de un
conocimiento de las cosas basado en el realismo (en contraposición a formas de
pensamiento ideológico), y que no reduzcan el conocimiento de la realidad
solamente al plano empírico experimental (evitando el reduccionismo
ontológico), así que el pensamiento humano pueda, en definitiva, ascender de
los efectos visibles a las causas invisibles (afirmación del pensamiento
metafísico).
El conocimiento de Dios es también accesible al sentido común, es decir, al
pensamiento filosófico espontáneo que ejercita todo ser humano, como resultado
de la experiencia existencial de cada uno: la maravilla ante la belleza y el
orden de la naturaleza, la gratitud por el don gratuito de la vida, el
fundamento y la razón del bien y del amor. Este tipo de conocimiento también
es importante para captar a qué sujeto se refieren las pruebas
filosóficas de la existencia de Dios: Santo Tomás, por ejemplo, termina sus
cinco vías uniéndolas con la afirmación: “y esto es a lo que todos llaman
Dios”.
El testimonio de la Sagrada Escritura (cfr. Sb 13,1-9; Rm
1,18-20; Hch 17,22-27) y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia
confirman que el intelecto humano puede llegar, hasta el conocimiento de la
existencia del Dios creador, partiendo de las criaturas[7]
(cfr. Catecismo, 36-38). Al mismo tiempo, ya sea la Escritura, ya sea
el Magisterio, advierten que el pecado y las malas disposiciones morales
pueden hacer más difícil este reconocimiento.
3. El espíritu humano manifiesta a Dios
El ser humano percibe su singularidad y preeminencia sobre el resto de la
naturaleza. Aunque comparte muchos aspectos de su vida biológica con otras
especies animales, se reconoce único en su fenomenología: reflexiona sobre sí
mismo, es capaz de progreso cultural y técnico, percibe la moralidad de las
propias acciones, trasciende con su conocimiento y su voluntad, pero sobre
todo con su libertad, el resto del cosmos material[8].
En definitiva, el ser humano es sujeto de una vida espiritual que trasciende
la materia de la cual, sin embargo depende[9].
Desde los orígenes, la cultura y la religiosidad de los pueblos han explicado
esta trascendencia del ser humano afirmando su dependencia de Dios, del cual
la vida humana contiene un reflejo. En sintonía con este común sentir de la
razón, la Revelación judeo-cristiana enseña que el ser del hombre ha sido
creado a imagen y semejanza de Dios (cfr. Gn 1,26-28).
La persona humana está ella misma en camino hacia Dios. Existen itinerarios
que conducen a Dios partiendo de la propia experiencia existencial: «Con su
apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su
libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la
dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En estas aperturas,
percibe signos de su alma espiritual» (Catecismo, 33).
La presencia de una conciencia moral que aprueba el bien que hacemos y censura
el mal que realizamos o querríamos realizar, lleva a reconocer un Sumo bien al
cual estamos llamados a conformarnos, del cual nuestra conciencia es como su
mensajero. Partiendo de la experiencia de la conciencia humana y sin conocer
la Revelación bíblica, varios pensadores desarrollaron desde la antigüedad una
reflexión sobre la dimensión ética del obrar humano, reflexión de la que es
capaz todo hombre en cuanto creado a imagen de Dios.
Junto a la propia conciencia, el ser humano reconoce su personal libertad,
como condición del propio actuar moral. En ese reconocerse libre, la persona
humana lee en sí la correspondiente responsabilidad de las propias acciones y
la existencia de Alguien ante el cual ser responsable; este Alguien debe ser
mayor que la naturaleza material, y no inferior sino mayor que nuestros
semejantes, también llamados a ser responsables como nosotros. La existencia
de la libertad y de la responsabilidad humanas conducen a la existencia de un
Dios garante del bien y del mal, Creador, legislador y remunerador.
En el contexto cultural actual se niega frecuentemente la verdad de la
libertad humana, reduciendo la persona a un animal un poco más desarrollado,
pero cuyo actuar estaría regulado fundamentalmente por pulsiones necesarias; o
identifican la sede de la vida espiritual (mente, conciencia, alma) con la
corporeidad de los órganos cerebral y de los procesos neurofisiológicos,
negando así la existencia de la moralidad del hombre. A esta visión se puede
responder con argumentos que demuestran, en el plano de la razón y de la
fenomenología humana, la auto-trascendencia de la persona, el libre arbitrio
que obra también en las elecciones condicionadas por la naturaleza, y la
imposibilidad de reducir la mente al cerebro.
También en la presencia del mal y de la injusticia en el mundo, muchos ven hoy
en día una prueba de la no-existencia de Dios, porque si existiera, no lo
permitiría. En realidad, esta desazón y este interrogante son también “vías”
hacia Dios. La persona, en efecto, percibe el mal y la injusticia como
privaciones, como situaciones dolorosas no debidas, que reclaman un bien y una
justicia a la que se aspira. Pues si la estructura más íntima de nuestro ser
no aspirase al bien, no veríamos en el mal un daño y una privación.
En el ser humano existe un deseo natural de verdad, de bien y de felicidad,
que son manifestaciones de nuestra aspiración natural de ver a Dios. Si tal
pretensión quedase frustrada, la criatura humana quedaría convertida en un ser
existencialmente contradictorio, ya que estas aspiraciones constituyen el
núcleo más profundo de la vida espiritual y de la dignidad de la persona. Su
presencia en lo más profundo del corazón muestran la existencia de un Creador
que nos llama hacia sí a través de la esperanza en Él. Si las vías
“cosmológicas” no aseguran la posibilidad de llegar a Dios en cuanto ser
personal, las vías “antropológicas”, que parten del hombre y de sus deseos
naturales, dejan entrever que el Dios del cual reconocemos nuestra
dependencia, debe ser una persona capaz de amar, un ser personal ante
criaturas personales.
La sagrada Escritura contiene enseñanzas explícitas sobre la existencia de una
ley moral inscrita por Dios en el corazón del hombre (cfr. Sir
15,11-20; Sal 19; Rm 2,12-16). La filosofía de inspiración
cristiana la ha denominado “ley moral natural”, accesible a los hombres de
toda época y cultura, aunque su reconocimiento, como en el caso de la
existencia de Dios, puede quedar en oscuridad por el pecado. El Magisterio de
la Iglesia ha subrayado repetidamente la existencia de la conciencia humana y
de la libertad como vías hacia Dios[10].
4. La negación de Dios: las causas del ateísmo
Las diversas argumentaciones filosóficas empleadas para “probar” la existencia
de Dios no causan necesariamente la fe en Dios, sino que solamente aseguran
que tal fe es razonable. Y esto por varios motivos: a) conducen al hombre a
reconocer algunos caracteres filosóficos de la imagen de Dios (bondad,
inteligencia, etc.), entre los cuales su misma existencia, pero no indican
nada sobre Quién sea el ser personal hacia el cual se dirige el acto de
fe; b) la fe es la respuesta libre del hombre a Dios que se revela, no una
deducción filosófica necesaria; c) Dios mismo es causa de la fe: es Él quien
se revela gratuitamente y mueve con su gracia el corazón del hombre para que
se adhiera a Él; d) ha de considerarse la oscuridad y la incertidumbre con la
que el pecado hiere a la razón del hombre obstaculizando tanto el
reconocimiento de la existencia de Dios como la respuesta de fe a su Palabra (cfr.
Catecismo, 37). Por estos motivos, particularmente el último, siempre
es posible una negación de Dios por parte del hombre[11].
El ateísmo posee una manifestación teórica (intento de negar positivamente a
Dios, por vía racional) y una práctica (negar a Dios con el propio
comportamiento, viviendo como si no existiese). Una profesión de ateísmo
positivo como consecuencia de un análisis racional de tipo científico,
empírico, es contradictoria, porque –como se ha dicho– Dios no es objeto del
saber científico-experimental. Una negación positiva de Dios a partir de la
racionalidad filosófica es posible por parte de específicas visiones
apriorísticas de la realidad, de carácter casi siempre ideológico, ante todo,
el materialismo. La incongruencia de estas visiones puede ponerse de
manifiesto con la ayuda de la metafísica y de una gnoseología realista.
Una causa difundida de ateísmo positivo es considerar que la afirmación de
Dios supone una penalización para el hombre: si Dios existe, entonces no
seríamos libres, ni gozaríamos de plena autonomía en la existencia terrena.
Este enfoque ignora que la dependencia de la criatura de Dios fundamenta la
libertad y la autonomía de la criatura[12].
Es verdadero más bien, lo contrario: como enseña la historia de los pueblos y
nuestra reciente época cultural, cuando se niega a Dios se termina negando
también al hombre y su dignidad trascendente.
Otros llegan a la negación de Dios considerando que la religión,
específicamente el cristianismo, representa un obstáculo al progreso humano
porque es fruto de la ignorancia y la superstición. A esta objeción puede
responderse a partir de bases históricas: es posible mostrar la influencia
positiva de la Revelación cristiana sobre la concepción de la persona humana y
sus derechos, o hasta sobre el origen y progreso de las ciencias. Por parte de
la Iglesia Católica la ignorancia ha sido siempre considerada, y con razón, un
obstáculo hacia la verdadera fe. En general, aquellos que niegan a Dios para
afirmar el perfeccionamiento y el avance del hombre lo hacen para defender una
visión inmanente del progreso histórico, que tiene como fin la utopía política
o un bienestar puramente material, que son incapaces de satisfacer plenamente
las expectativas del corazón humano.
Entre las causas del ateísmo, especialmente del ateísmo práctico, debe
incluirse también el mal ejemplo de los creyentes, «en cuanto que, con el
descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la
doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han
velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión»[13].
De modo positivo, a partir del Concilio Vaticano II la Iglesia ha señalado
siempre el testimonio de los cristianos como el principal factor para realizar
una necesaria “nueva evangelización”[14].
5. El agnosticismo y la indiferencia religiosa
El agnosticismo, difundido especialmente en los ambientes intelectuales,
sostiene que la razón humana no puede concluir nada sobre Dios y su
existencia. Con frecuencia sus defensores se proponen un empeño de vida
personal y social, pero sin referencia alguna a un fin último, buscando así
vivir un humanismo sin Dios. La posición agnóstica termina con frecuencia
identificándose con el ateísmo práctico. Por lo demás, quien pretendiese
orientar los fines parciales del propio vivir cotidiano sin ningún tipo de
compromiso hacia el que tiende naturalmente el fin último de los propios
actos, en realidad habría que decir que en el fondo ya ha elegido un fin, de
carácter inmanente, para la propia vida. La posición agnóstica merece, de
todos modos, respeto, si bien sus defensores deben ser ayudados a demostrar la
rectitud de su no-negación de Dios, manteniendo una apertura a la posibilidad
de reconocer su existencia y revelación en la historia.
La indiferencia religiosa –también llamada “irreligiosidad”– representa hoy la
principal manifestación de incredulidad, y como tal, ha recibido una creciente
atención por parte del Magisterio de la Iglesia[15].
El tema de Dios no se toma en serio, o no se toma en absoluta consideración
porque es sofocado en la práctica por una vida orientada a los bienes
materiales. La indiferencia religiosa coexiste con una cierta simpatía por lo
sacro, y tal vez por lo pseudo-religioso, disfrutados de un modo moralmente
descuidado, como si fuesen bienes de consumo. Para mantener por largo tiempo
una posición de indiferencia religiosa, el ser humano necesita de continuas
distracciones y así no detenerse en los problemas existenciales más
importantes, apartándolos tanto de la propia vida cotidiana como de la propia
conciencia: el sentido de la vida y de la muerte, el valor moral de las
propias acciones, etc. Pero, como en la vida de una persona hay siempre
acontecimientos que “marcan la diferencia” (enamoramiento, paternidad y
maternidad, muertes prematuras, dolores y alegrías, etc.), la posición de
“indiferentismo” religioso no resulta sostenible a lo largo de toda la vida,
porque sobre Dios no se puede evitar el interrogarse, al menos alguna vez.
Partiendo de tales eventos existencialmente significativos, es necesario
ayudar al indiferente a abrirse con seriedad a la búsqueda y afirmación de
Dios.
6. El pluralismo religioso: hay un único y verdadero Dios, que se ha
revelado en Jesucristo
La religiosidad humana –que cuando es auténtica, es camino hacia el
reconocimiento del único Dios– se ha expresado y se manifiesta en la historia
y en la cultura de los pueblos, en formas diversas y a veces también en el
culto de distintas imágenes o ideas de la divinidad. Las religiones de la
tierra que manifiestan la búsqueda sincera de Dios y respetan la dignidad
trascendente del hombre deben ser respetadas: la Iglesia Católica considera
que en ellas está presente una chispa, casi una participación de la Verdad
divina[16].
Al acercarse a las diversas religiones de la tierra, la razón humana sugiere
un oportuno discernimiento: reconocer la presencia de superstición y de
ignorancia, de formas de irracionalidad, de prácticas que no están de acuerdo
con la dignidad y libertad de la persona humana.
El diálogo inter-religioso no se opone a la misión y a la evangelización. Es
más, respetando la libertad de cada uno, la finalidad del diálogo ha de ser
siempre el anuncio de Cristo. Las semillas de verdad que las religiones no
cristianas pueden contener son, de hecho, semillas de la Única Verdad que es
Cristo. Por tanto, esas religiones tienen el derecho de recibir la revelación
y ser conducidas a la madurez mediante el anuncio de Cristo, camino, verdad y
vida. Sin embargo, Dios no niega la salvación a aquellos que ignorando sin
culpa el anuncio del Evangelio, viven según la ley moral natural, reconociendo
su fundamento en el único y verdadero Dios[17].
En el diálogo inter-religioso el cristianismo puede proceder mostrando que las
religiones de la tierra, en cuanto expresiones auténticas del vínculo con el
verdadero y único Dios, alcanzan en el cristianismo su cumplimiento. Solamente
en Cristo Dios revela el hombre al propio hombre, ofrece la solución a sus
enigmas y le desvela el sentido profundo de sus aspiraciones. Él es el único
mediador entre Dios y los hombres[18].
El cristiano puede afrontar el diálogo inter-religioso con optimismo y
esperanza, en cuanto sabe que todo ser humano ha sido creado a imagen del
único y verdadero Dios y que cada uno, si sabe reflexionar en el silencio de
su corazón, puede escuchar el testimonio de la propia conciencia, que también
conduce al único Dios, revelado en
Jesucristo.
«Para esto he nacido y para esto he venido al mundo –afirma Jesús ante
Pilatos–; para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad
escucha mi voz» (Jn 18,37). En este sentido, el cristiano puede hablar
de Dios sin riesgo de intolerancia, porque el Dios que él exhorta a reconocer
en la naturaleza y en la conciencia de cada uno, el Dios que ha creado el
cielo y la tierra, es el mismo Dios de la historia de la salvación, que se ha
revelado al pueblo de Israel y se ha hecho hombre en Cristo. Este fue el
itinerario seguido por los primeros cristianos: rechazaron que se adorara a
Cristo como uno más entre los dioses del Pantheon romano, porque estaban
convencidos de la existencia de un único y verdadero Dios; y se empeñaron al
mismo tiempo en mostrar que el Dios entrevisto por los filósofos como causa,
razón y fundamento del mundo, era y es el mismo Dios de Jesucristo[19].
Giuseppe Tanzella-Nitti
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia Católica, 27-49
Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 4-22
Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, 16-35.
Benedicto XVI, Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, 4-12.
---------------
[1]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 14-IX-1998, 1.
[2]
«Más allá de todas las diferencias que caracterizan a los individuos y los
pueblos, hay una fundamental dimensión común, ya que las varias culturas no
son en realidad sino modos diversos de afrontar la cuestión del significado de
la existencia personal. Precisamente aquí podemos identificar una fuente del
respeto que es debido a cada cultura y a cada nación: toda cultura es un
esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y, en particular, del
hombre: es un modo de expresar la dimensión trascendente de la vida humana. El
corazón de cada cultura está constituido por su acercamiento al más grande de
los misterios: el misterio de Dios », Juan Pablo II, Discurso a la O.N.U.,
New York, 5-10-1995, «Magisterio», XVIII,2 (1995) 730-744, n. 9.
[3]
Concilio Vaticano II, Decl. Dignitatis humanae, 2.
[4]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 10.
[5]
Cfr. Juan Pablo II, Carta Ap. Tertio millennio adveniente, 10-XI-1994,
6; Enc. Fides et ratio, 2.
[6]
Cfr. S. Santo Tomás de Aquino, Summa theologiae, I, q. 2, a. 3;
Contra gentiles, I, c. 13. Para una exposición detallada se remite al
lector a estas dos referencias de Santo Tomás y a algún manual de Metafísica o
Teología Natural.
[7]
Cfr. Concilio Vaticano I, Const. Dei Filius, 24-IV-1870, DH 3004; Motu
Proprio Sacrorum Antistitum, 1-IX-1910, DH 3538; Congregación para la
Doctrina de la Fe, Inst. Donum veritatis, 24-V-1990, 10; Enc. Fides
et ratio, 67.
[8]
«Con agradecimiento, porque percibimos la felicidad a que estamos llamados,
hemos aprendido que las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y
para Dios: las racionales, los hombres, aunque con tanta frecuencia perdamos
la razón; y las irracionales, las que corretean por la superficie de la
tierra, o habitan en las entrañas del mundo, o cruzan el azul del cielo,
algunas hasta mirar de hito en hito al sol. Pero, en medio de esta maravillosa
variedad, sólo nosotros, los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos
al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al
Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe», San
Josemaría, Amigos de Dios, 24.
[9]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 18.
[10]
Cfr. Ibidem, 17-18. En particular, la doctrina sobre la conciencia
moral y la responsabilidad ligada a la libertad humana, en el cuadro de la
explicación de la persona humana como imagen de Dios, ha sido extensamente
desarrollada por Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 6-VIII-1993,
54-64.
[11]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 19-21.
[12]
Cfr. Ibidem, 36.
[13]
Ibidem, 19.
[14]
Cfr. Ibidem, 21; Pablo VI, Enc. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975,
21; Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 93; Juan Pablo II, Carta Ap.
Novo millennio ineunte, 6-I-2001, cap. III y IV.
[15]
Cfr. Juan Pablo II, Ex. Ap. Christifideles laici, 30-XII-1988, 34; Enc.
Fides et ratio, 5.
[16]
Cfr. Concilio Vaticano II, Decl. Nostra Aetate, 2.
[17]
Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, 16.
[18]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 7-XII-1990, 5;
Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Dominus Iesus, 6-VIII-2000,
5;13-15.
[19]
Cfr. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 34;
Benedicto XVI,
Enc. Spe salvi, 30-XI-2007, 5.