XVII. LOS SACRAMENTOS


La estructura sacramental

La gracia se recibe por medio del Bautismo. Una persona que, sin culpa por su parte, no está bautizado puede también recibir la gracia; la Iglesia enseña que cualquiera que alcanza el uso de razón consigue de Dios la suficiente gracia actual como para poder, si quiere, elevar su alma en un acto de amor de Dios y recibir de El la gracia santificante. En palabras de San Agustín: «Nosotros estamos sujetos a los sacramentos, pero Dios no».

Pero el Bautismo es el sistema pensado por Dios para nosotros. Su forma consiste en echar agua sobre la cabeza, al mismo tiempo que se pronuncian las palabras: «Yo te bautizo en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo». Nuestro Señor señaló a Nicodemo su papel en la donación de la nueva vida: «Si no volvieres a nacer del agua y del Espíritu Santo, no entrarás en el Reino de los Cielos». En este sentido, San Pablo dice a los Romanos (VI, 3-4): «Cuantos hemos sido bautizados en Cristo Jesús (...), con El hemos sido sepultados por el bautismo para participar en su muerte, de forma que como El resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva».

Para el que oye hablar del Bautismo por primera vez, puede resultar un tanto extraña la idea de que algo material, como es el agua, tenga una función tan importante en la recepción de la gracia, que es algo totalmente espiritual. De hecho, hay hombres religiosos que lo rechazan, considerándolo como una mezcla absurda de cosas sin relación, como una profanación de lo más elevado por parte de algo inferior. Los que así opinan se olvidan de ellos mismos, de ellos mismos, de quiénes son ellos; si fueran espíritus puros, ángeles caídos, los que considerasen monstruosa la unión de materia y espíritu, todavía tendrían una excusa. Pero resulta que ellos mismos son una unión de materia y espíritu: así es nuestra naturaleza, la naturaleza sobre la que la gracia se edifica. Tanto en el hombre como en el sacramento, esa unión es misteriosa; pero el mismo Dios que hizo una ha hecho la otra.

Acabamos de mencionar la palabra sacramento, ya que el Bautismo es el primero de los siete canales que el Señor eligió para que la gracia llegase al alma, a partir de cosas materiales. Este término se utiliza para designar cada uno de estos caminos. Vale la pena profundizar en su significado.

Hay dos formas en las que el sistema sacramental sigue los mismos esquemas que la naturaleza en la cual se infunde.

En primer lugar, las cosas materiales que se utilizan son agua, pan, vino, óleo y las palabras humanas. En un cierto sentido, estas cinco cosas son como el esqueleto sobre el que se edifica la vida natural del hombre; son sus elementos básicos, los cuatro primeros son esenciales para la vida del cuerpo, el quinto es indispensable para la relación con los demás. En segundo lugar, están relacionadas con lo que podemos denominar la secuencia, estructura o modelo de la vida humana en general: nacimiento, desarrollo y muerte; a lo cual corresponden el Bautismo, la Confirmación y la Unción de Enfermos; entre unos y otros, está la unión de sexos para la continuidad de la raza, a la que corresponde el Matrimonio; y, para algunos, el deber de representar a Dios ante la comunidad y a la comunidad ante Dios, para lo cual Cristo previó el Orden Sagrado. De estos cinco sacramentos, hay tres que no pueden recibirse más que una vez —Bautismo, Confirmación y Orden Sagrado— ya que, como nos dice Santo Tomás, son formas de participación en el sacerdocio de Cristo. Volveremos sobre esto más adelante. El matrimonio puede recibirse más de una vez si muere el marido o la mujer; también la Unción de Enfermos, puesto que se recibe en peligro de muerte, y aunque ésta sólo se produzca una vez, su proximidad puede repetirse.

Además, existen otros dos elementos, uno esencial para la vida y otros prácticamente inseparable de él. Uno es la necesidad de alimento y otro la necesidad de salud. Estos tienen también su correspondiente sacramento: la Penitencia, confesión de los pecados al sacerdote, seguida de su absolución para estar sanos; la Sagrada Eucaristía, para darnos el Pan de vida.

Un estudio más completo de este tema debe realizarse a un nivel más avanzado de Teología. Nosotros vamos, al menos, a intentar contestar a las tres preguntas fundamentales: quién los administra, cómo se administran y para qué nos sirven.

El Ministro

Tan importante es el de  Bautismo que Dios ha permitido que cualquiera lo administre, ya que es el comienzo de nuestra vida como miembros de Cristo, y quien no ha sido bautizado no puede recibir ningún otro sacramento. Lo normal, por supuesto, es que lo administre un sacerdote; pero, si fuera necesario, también un laico puede hacerlo, incluso uno que ni siquiera esté bautizado, con tal de que tenga intención de hacer lo que hace la Iglesia.

Por cierto, que la intención con la que se administra un sacramento tiene importancia en todos ellos: el ministro actúa en nombre de Cristo, siendo utilizado por El (obsérvense las palabras: siendo utilizado). Nuestro Señor no lo utiliza como un simple instrumento, ya que éste siempre responde a la voluntad del artista y no se requiere su consentimiento. El ministro, en cambio, debe dejarse utilizar como Cristo quiere utilizarlo; en esto consiste, en líneas generales, la doctrina de la intención.

Hay un sacramento que no puede ser administrado nunca por un sacerdote: el Matrimonio. En él, los cónyuges (siempre que estén bautizados) son ministros uno del otro. A pesar  de  de esto, el párroco u otro sacerdote, con el consentimiento del primero, debe estar presente. En caso de que el sacerdote más próximo viva lo suficientemente lejos como para que su presencia sea prácticamente imposible —si hiciera falta un mes para llegar a donde se encuentre o si se está en una isla desierta, por ejemplo—, dicha presencia no es necesaria.

El Obispo confiere el Orden Sagrado y, normalmente, administra la Confirmación, aunque en ocasiones delega en su clero para esta última. Los otros tres sacramentos —Penitencia, Eucaristía y Unción de los Enfermos— deben ser administrados por el sacerdote.

Cómo se administran los sacramentos

La administración de los diversos sacramentos no requiere un tratamiento detallado a un nivel elemental de Teología. La Iglesia distingue materia y forma en cada uno de ellos; los teólogos no están totalmente de acuerdo sobre algunos puntos concretos acerca de la materia y de la forma. Nosotros vamos a fijarnos sólo en lo que debe hacer se y en lo que debe decirse.

Ya hemos hablado del Bautismo. En la Confirmación el obispo impone las manos y unge la frente con óleo consagrado.

El Matrimonio, por su parte, requiere que los cónyuges manifiesten ante testigos su consentimiento de ser marido y mujer.

La persona que acude a la Penitencia debe confesar al menos todos los pecados mortales cometidos desde la última vez que se confesó, con contrición y propósito de cumplir la satisfacción impuesta (más adelante explicaremos la contrición y la satisfacción). El sacerdote debe pronunciar las palabras de la absolución: «Yo te absuelvo de tus pecados...».

La Eucaristía requiere que el sacerdote pronuncie las palabras «Esto es mi cuerpo» sobre pan de trigo sin fermentar y «Esta es mi sangre» sobre vino de uva. Los teólogos explicitan mucho más todo esto, pero no es éste el momento adecuado para referirnos a ello.

En el sacramento del Orden, el Obispo extiende sus manos sobre la persona que va a ser ordenada, al tiempo que pide para él la gracia sacerdotal (esta palabra viene del latín, y está relacionada con la ofrenda del sacrificio).

En la Unción de Enfermos, son ungidos los órganos de los sentidos con el óleo, y el sacerdote implora el perdón de los pecados cometidos a través de cada uno de ellos (si bien se ha establecido que basta con una oración general para el perdón de todos los pecados del enfermo).

Sólo hemos señalado las acciones y palabras más importantes de cada sacramento; hay más detalles necesarios para su validez, así como otros que, si bien no son esenciales para ésta, son exigidos por las leyes de la Iglesia.

Efectos del sacramento

Todos los sacramentos nos dan la gracia santificante: el Bautismo la inicia, la Confesión la restaura cuando se ha perdido, y los demás sacramentos —así como la Penitencia, en el caso de que no existan pecados mortales— la incrementan. Además, cada sacramento tiene una función específica, que vamos a limitarnos a explicar brevemente, dado nuestro nivel actual de conocimientos.

Ya hemos dicho que la Confirmación puede compararse al crecimiento: por ella nos convertimos en miembros adultos de la Iglesia. Es la que lleva nuestra vida de la gracia a su madurez, aunque tal vez lo entendamos mejor si decimos que nos lleva a la madurez en la vida de la gracia. Por el Bautismo, como nos dice Santo Tomás, recibimos las facultades necesarias para llevar a cabo todo lo que se refiere a nuestra propia salvación; en la Confirmación se nos dan las fuerzas necesarias para llevar a cabo la lucha interior contra los enemigos de la fe, para confesarla públicamente y de palabra, como ex-officio, es decir, no sólo recibimos esas fuerzas, sino el derecho y el deber de ejercitarlas. No sólo somos miembros de la Iglesia, sino sus soldados: la guerra que la Iglesia mantiene no es ajena a nosotros.

El Matrimonio es, para algunos, el sacramento más sorprendente; nunca hubieran podido imaginarse que la unión conyugal, que lleva consigo el uso del sexo ligado a la razón más primaria de su existencia como institución, pudiera convertirse en una de las vías específicas de recepción de la gracia santificante. De hecho, el Matrimonio tiene un valor sobrenatural supremo: San Pablo (Ef V, 23-30) compara la unión de marido y mujer a la de Cristo y Su Iglesia. Después de recibido, el sacramento del Matrimonio continúa operando mientras vivan ambos cónyuges, concediendo nuevas gracias y ayudas cuando las circunstancias así lo pidan o las dificultades lo requieran.

La Unción de Enfermos se nos describe en la Epístola del Apóstol Santiago (V, 14) en los siguientes términos: «¿Está alguno de vosotros enfermo? Haga llamar a los presbíteros de la Iglesia y oren sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le hará levantarse, y los pecados que hubiera cometido le serán perdonados».

El Concilio de Trento llama anatema al que diga que la Unción de Enfermos «no confiere la gracia, o no perdona los pecados, o no conforta a los enfermos». Sobre cada uno de estos efectos hay mucho escrito, pero se sale del alcance de este libro. Sabemos con absoluta certeza que se produce un aumento de la gracia y un fortalecimiento del alma al llegar la aflicción que la proximidad de la muerte lleva consigo; que son perdonados los pecados, incluso los mortales en el caso de que no hayan podido confesarse; y que el cuerpo puede recobrar la salud, si ésta conviene al bien del alma: si, por ejemplo, con una prolongación de la vida el alma puede llegar a amar más y a servir mejor a Dios, alcanzando un más alto nivel de gracia que el que posee en ese momento.

Con el Orden Sagrado llegamos al último de los tres sacramentos que sólo pueden recibirse una vez, por ser formas de participación en el sacerdocio de Cristo. Los otros cuatro, si bien constituyen verdaderas formas de participación, no pueden compararse con éste: mientras el Bautismo nos hace miembros del Cuerpo del Sacerdote eterno y la Confirmación nos otorga el derecho y la facultad de servir a las verdades que El ha revelado, el Orden Sagrado convierte en sacerdote a quien lo recibe.

Ya hemos visto qué sacramentos debe administrar el sacerdote. Cabe resaltar dos poderes entre los que el sacramento del Orden le confiere, de capital importancia:

Por la Penitencia se nos perdonan los pecados; por la Eucaristía se fortalece la unión con Cristo y se alimenta el alma. Dada la importancia de ambos sacramentos, vamos a estudiarlos más detenidamente.

El perdón de los pecados

Por el pecado que llamamos «mortal» —que nos trae la muerte— rompemos la unión entre nuestra voluntad y la de Dios y perdemos la vida sobrenatural; el que llamamos «venial» es menos grave o menos deliberado, ya que no supone una negación de Dios; por tanto, no lleva consigo un rechazar a Dios: nos deja la gracia santificante en el alma, pero debilita la naturaleza en la que la gracia está infundida, aumentando con ello el peligro de pecado mortal.

No es fácil encontrar en la Sagrada Escritura algo que nos permita distinguir claramente estas dos clases de pecado, ya que ésta se ocupa casi siempre del pecado mortal. En realidad, la distinción se basa en un hecho evidente: en ambos casos incumplimos la ley de Dios, pero uno supone rebelión y el otro no. De alguna manera, puede hacerse una analogía con el Derecho: ayudar en la guerra a un país enemigo es ilegal, como conducir a mayor velocidad que la permitida. Pero el primer caso constituye una traición, mientras que el segundo puede ser protagonizado por alguien que sería capaz de dar la vida por su patria.

El sacramento de la Penitencia, como medio para obtener el perdón de los pecados, fue lo primero que el Señor instituyó después de Su Resurrección, en el mismo día. Habiendo redimido con Su muerte el pecado, nos dio el medio para que los pecados personales de cada uno pudieran ser perdonados. San Juan (XX, 19-23) nos narra cómo se presentó en el lugar donde estaban los Apóstoles y les dijo: «La paz sea con vosotros; como el Padre me ha enviado, así os envío yo». Luego sopló sobre ellos (sólo conocemos otra ocasión en que Dios sopla sobre el hombre: al principio, cuando Dios creó la primera alma humana). A continuación les dijo: «Recibid al Espíritu Santo. A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados; a quienes se los retuviereis, les serán retenidos».

La Iglesia, habiendo recibido el poder de perdonar los pecados en nombre de Cristo, ha determinado el modo de ejercerlo: a través de la confesión de los pecados a un sacerdote (cuando la confesión individual es imposible —en el caso de que una muchedumbre esté expuesta a un peligro inminente, por ejemplo— el sacerdote puede absolver sin ella). Los pecados así confesados están bajo secreto; es decir, el sacerdote no puede mencionarlos fuera del confesonario, ni siquiera al penitente, a menos, claro está, que éste mismo se los mencione.

La primera condición necesaria es que tengamos dolor por nuestros pecados, y no basta un dolor genérico; ha de ser dolor de nuestros pecados, porque han ofendido a Dios: lo que hace que el pecado sea pecado no es el daño, si es que lo causamos, a los demás, que pueden o no perdonarnos, sino la desobediencia a la Ley de Dios. Y eso sólo puede perdonarlo Dios, si nuestro dolor está orientado hacia El. Lo mejor sería que tuviéramos lo que se llama dolor de «contrición», dolor por haber ofendido a un Dios infinitamente bueno y amable, al que le debemos todo —también obediencia—. Pero, con tal de que obedezcamos el mandato divino de confesar a un sacerdote nuestros pecados, basta un dolor menor —dolor por haber perdido el Cielo y merecer el castigo de Dios—, llamado de «atrición». Por sí mismo no bastaría, pero lo hace suficiente el poder del sacramento.

Para el no-católico, y a veces para el católico insensible por el peso o número de sus pecados, el sacerdote no pinta nada, es un intruso en algo que no es de su incumbencia. Si hemos ofendido a Dios —afirman— es Su perdón el que buscamos: ¿por qué no pedírselo a Él por nuestra cuenta? ¿Cómo puede perdonarnos alguien que no es Dios?

Para el católico, aunque en algún momento le asalte el deseo de que fuera de otra manera, la cuestión quedó resuelta después de aquellas palabras del Señor que ya hemos citado: «A quienes perdonareis los pecados, les serán perdonados». No corresponde al pecador decir cómo se le han de perdonar sus pecados.

Con todo, la cuestión merece un examen más detallado, ya que está relacionada con un principio fundamental: el plan que Dios tiene para otorgar sus dones a los hombres. La vida procede de Dios, pero utiliza una madre y un padre para dárnosla; aunque este ejemplo se refiere al orden natural, el principio se aplica al orden sobrenatural de igual manera. Su Revelación, por poner otro ejemplo, nos ha llegado a través de otros hombres. Los que están tan seguros de que deben ser perdonados directamente por Dios, no hubieran sabido que Dios se hizo hombre, ni —mucho menos— que murió por ellos, a no ser que otros hombres se lo hubieran dicho; tanto si se lo han enseñado personas vivas —los que pertenecen a la Iglesia docente— como si se lo han enseñado los que escribieron la Biblia, muertos hace siglos (por no mencionar a las personas vivas que se la dieron a leer y les explicaron lo que era).

Todo esto es aplicable al conjunto entero de la Revelación; en el Bautismo se nos da una vida nueva por la intervención de un hombre; lo mismo ocurre con la Comunión (cualquiera que sea el valor que los hombres le reconozcan). Podemos pensar que uno de los motivos por los que los protestantes no admiten, como única excepción, la intervención de un hombre en el perdón de los pecados debe obedecer a que la Confesión consiste en manifestar los propios pecados a un hombre, y sienten por ello una cierta repugnancia.

De hecho, quienes practican la Confesión han encontrado siempre motivos convenientes para ella; he aquí dos fundamentales:

-Que es el proceso inverso al del pecado. Cuando ofendemos a Dios, la voluntad elige lo que le place, en contra de lo que quiere Dios; cuando acudimos a la confesión, la voluntad elige algo que no es de su agrado, pero sí del de Dios.

-Que nuestros pecados, vistos un tiempo después de haberlos disfrutado, se ven como lo que en realidad son. Un vaso de cerveza —por hacer una comparación de algo que no tiene nada que ver con el pecado— puede hacer las delicias del bebedor. Pero si dejamos el vaso sucio, y lo volvemos a ver al cabo de un mes, nos produciría náuseas. Los pecados del último mes, cuando nos vemos obligados a examinarlos, exhalan su natural pestilencia.

Suponiendo que nuestro dolor sea verdadero y que estemos dispuestos a reparar todo el daño que hemos causado a las víctimas de nuestros pecados —devolver el dinero robado o la buena fama de otros, por ejemplo—, estamos en condiciones de recibir la absolución: se borra la culpa de nuestras faltas. Si nuestro dolor, aunque genuino y rectamente inspirado, no es tan intenso como la gravedad del pecado requiere, tal vez habrá que reparar más tarde por él; pero ya no hay culpa, y la penitencia —satisfecha aquí o en el Purgatorio— es medible y, por lo tanto, finita. Por lo que se refiere a esos pecados, nos hemos salvado del castigo eterno. Lo que hemos llamado «satisfacción» comprende, por su parte, tanto la reparación del daño causado a otros como la voluntad de cumplir la penitencia que nos ha sido impuesta.

Pero lo más grandioso del sacramento no es el perdón de los pecados. El alma estaba envuelta en las tinieblas del pecado, y la forma de salir de ellas no es quitar lo que tuviera dentro, sino darle luz. Con la confesión y la absolución, se restaura la gracia en el alma, volvemos a tener vida sobrenatural. Como miembros del Cuerpo Místico, estábamos insertados en Cristo, pero Su vida había sido bloqueada en nuestra alma por el pecado sin confesar. Después de hacerlo, El vive de nuevo en nosotros.