XIV. EL CUERPO MISTICO DE CRISTO

Hemos echado una ojeada a la Iglesia fundada por nuestro Señor. Hemos visto cómo en Ella y a través de Ella tenemos acceso a la verdad, la vida y la unión con Cristo, que es en lo que consiste nuestra Redención. Hemos explicado suficientemente qué significa la verdad, y un poco hemos dicho acerca de la vida, aunque podría decirse mucho más. Y ahora, ¿qué es la unión?

Con lo que hemos dicho hasta aquí, podríamos afirmar que la unión consiste en el amor y la obediencia; como tal, es una maravilla que supera los mejores sueños del hombre. Pero eso no es más que el otro lado del tapiz: la plenitud de la unión que Cristo nos ha preparado —unión con El y, a través de El, con Dios— es mucho mayor, y mucho más profunda. Vamos a intentar comprenderla, ya que es la verdad central de la Iglesia y, por tanto, de nosotros mismos.

Tomemos como punto de partida la pregunta que nuestro Señor, desde la diestra de Su Padre en el Cielo, hizo a Saulo en el camino de Damasco (Cfr. Hech IX ,1-8). Saulo había perseguido a muerte a los cristianos (y digo «a muerte», porque nunca hizo nada a medias, ni como Saulo el fariseo ni como Pablo el Apóstol); iba camino de Damasco para capturar también a los cristianos que allí hubiera, cuando perdió la vista y escuchó una voz que le decía: «Saulo, Saulo: ¿por qué Me persigues?» Observemos que no dice «Mi Iglesia», sino «a Mí».

Nuestro Señor establecía así una identidad entre su Iglesia y El mismo, una identidad verdadera; podríamos preguntarnos: ¿deben tomarse literalmente las palabras o no es más que una expresión retórica, una forma de afirmar que la Iglesia le pertenecía, de forma que si alguien la perseguía era como si le estuviera persiguiendo a El? No, porque no era ése el momento apropiado para la retórica: para Saulo, era el momento de la verdad. Tenía que aprender que esa identidad era real. Años más tarde, escribía a los gálatas: (III, 28): «Todos sois uno en Cristo Jesús» .

Nuestro Señor ya lo había dicho —aunque Saulo no lo supiera cuando iba a Damasco— en la Ultima Cena; o, mejor dicho, entre ésta y la agonía en Getsemaní: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn XV, 5). Esta afirmación es contundente; la unión de los cristianos con el Señor no es meramente de amor y obediencia: es una unidad viva y orgánica. Los sarmientos no son simplemente una sociedad que la viña decida fundar y cuidar. La viña vive en los sarmientos y los sarmientos en la viña, por la misma vida de ésta.

Así, nuestra unión con Cristo es tal, que El vive en nosotros y nosotros en El, por Su misma vida.

Esta verdad es, a la vez, maravillosa y misteriosa. San Pablo profundizó en este misterio, puesto que sólo a él le había sido manifestado en el momento de su conversión: La Iglesia es el Cuerpo de Cristo, y nosotros somos «miembros» de ese cuerpo, partes de él. Con el conocimiento actual de la estructura del cuerpo humano, podemos pensar que somos células de Su Cuerpo. Volveremos a San Pablo más tarde, pero no sin antes citar un texto: «Vosotros sois el Cuerpo de Cristo, miembros dependientes de los otros miembros» (1 Cor XII, 27).

Hemos llamado a la Iglesia el Cuerpo Místico de Cristo; «místico» significa misterioso. Lo distinguimos así del cuerpo natural, que fue concebido en el vientre de Su Madre y nació en Belén, que fue clavado en la cruz, que está ahora a la diestra del Padre, y que recibimos bajo la apariencia del pan en la Sagrada Eucaristía. Los teólogos hablan del segundo cuerpo como del que sucede al primero, ya que en él nuestro Señor continúa actuando entre los hombres, como hacía en Su cuerpo natural durante Su corta vida en la tierra.

Llamar a la Iglesia el Cuerpo de Cristo no es más retórico que la frase dirigida a Saulo: la Iglesia no es sólo una organización que nos proporciona los dones que El quiere darnos; pensar en Ella sólo como una sociedad fundada por Cristo no basta. Gracias a nuestra experiencia humana, podemos pensar en el cuerpo de un ser vivo para hacernos una idea más exacta de la Iglesia, ya que la esencia de todo cuerpo vivo es tener un principio de vida, por el que todos sus elementos viven una misma vida.

Ser células vivas de un cuerpo del que el Señor es la cabeza constituye, por tanto, nuestra función más importante. Por ello, vamos a profundizar en ese hecho.

San Pablo, en su Epístola a los Efesios (I, 22), afirma: «Le puso por cabeza de toda la Iglesia, que es su Cuerpo». En otras palabras: Nuestro Señor, que vive en su Cuerpo natural en el Cielo, tiene otro Cuerpo en la tierra. Este no es una copia del primero, puesto que pertenece a otro orden, si bien ambos pueden ser llamados «Cuerpo» con la misma propiedad, y «Cuerpo de Cristo». Todos los miembros, órganos y células de un cuerpo viven una misma vida, la vida de aquel a quien el cuerpo pertenece; lo mismo ocurre con el Cuerpo natural de Cristo, y lo mismo con su Cuerpo místico.

Pero ambas vidas son diferentes: vida natural en el primero, y vida sobrenatural —gracia santificante— en el segundo. Dentro de la Iglesia, cada miembro tiene su propia vida natural y debe esforzarse por corregir sus defectos; pero la vida de la gracia, por la que alcanzaremos la visión de Dios en el Cielo, es la vida de Cristo en nosotros, nuestra participación en su propia vida. «Yo vivo —dice San Pablo—; o, más bien, no soy yo el que vivo: es Cristo quien vive en mí».

De la misma manera que tenemos células en nuestro cuerpo que viven nuestra vida, debemos convertirnos en células del Cuerpo de Cristo, que vivan su vida; debemos ser incorporados a Cristo, insertados en su cuerpo. ¿Cómo? Por el bautismo: Nacidos en la raza de Adán, hemos renacido en Cristo. Dice San Pablo a los Romanos: «Hemos sido insertados en Cristo por el bautismo» (VI, 3); y a los Gálatas (III, 27): «Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo (...) porque todos sois uno en Cristo Jesús».

Eso es la Iglesia; eso significa pertenecer a Ella. Estamos insertados en la humanidad de nuestro Señor, hechos uno con El. Y esa humanidad es la de Dios Hijo, por la que estamos unidos a la segunda Persona y, a través de ésta, a la Trinidad entera. Descubrimos así un nuevo sentido en dos frases pronunciadas por el Señor en la Ultima Cena.

En el texto que ya hemos citado, ruega porque todos los que crean en El «sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros» (Jn XVII, 21; léase hasta el final del capítulo). Antes del principio del gran discurso, ya había enunciado la verdad en una sola frase: «Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn XIV, 20).

Sería una pena ser católico y no hacerse cargo de lo que eso significa, por lo mucho que nos estaríamos perdiendo. Ahora bien, saberlo puede resultar también aterrador, ya que, además de la vida sobrenatural que Cristo nos ha logrado, tenemos otra vida natural, y pocos de nosotros podemos jactarnos de triunfos espectaculares a la hora de armonizar ambas. Pero aun con nuestra mediocridad, tenemos una especial grandeza: no hay ninguna otra dignidad al alcance del hombre que pueda compararse a la que hemos adquirido cada uno de nosotros por el bautismo.

Nuestra unión con Cristo, que es Dios, es mucho más estrecha que cualquier relación humana; la madre y el hijo, por ejemplo, están muy relacionados, pero son dos. Nuestra unión con Cristo, por el contrario, es mucho mayor que ésa pueda llegar a serlo nunca, por dos razones:

-porque somos miembros de Cristo; no pensamos en los órganos de nuestro cuerpo —corazón o hígado, por ejemplo— como algo relacionado con nosotros, como pensamos en nuestros parientes: son algo más cercano a nuestro propio ser, como nosotros los somos a Cristo.

-nuestra unión con Cristo es de orden sobrenatural, y la mínima relación en el orden de la gracia es mayor que la más grande en el orden de la naturaleza. Así lo vemos, por ejemplo, en nuestra Señora: San Agustín afirma que fue más ensalzada por su santidad que por su relación con el Señor; e insiste: «Más santa es María por haber recibido la Fe de Cristo que por haber concebido Su carne».

Aunque conozcamos la realidad del Cuerpo Místico, muchos sabemos el poco esfuerzo que hacemos para vivir en El. Un ejemplo: la relación que nos une a cualquier católico por nuestra común unión en Cristo es mucho más fuerte que los lazos de la sangre. Si tuviésemos esto en cuenta a la hora de tratar a los demás, el mundo no sería el mismo.

Tratar a otro católico con crueldad o injusticia es, sencillamente, ignorar la existencia del Cuerpo Místico; más aún, aunque no lleguemos a maltratarle, si le vemos como uno más, olvidamos lo principal acerca de él y de nosotros mismos.

Acabamos de referirnos a nuestra Señora; de Ella, como primer miembro del Cuerpo Místico, vamos a hablar a continuación.