XI. EL REDENTOR

 

Dios se hizo hombre

La verdad suprema acerca del Salvador, que los elegidos ni siquiera habían sospechado, es que era el mismo Dios. Para llevar a cabo la Redención del mundo, Dios se hizo hombre. No vamos a entrar ahora en el tema más profundo del plan salvífico de Dios, de lo que hizo que fuésemos redimidos. Sólo después de haber contemplado lo que El llevó a cabo, estaremos en condiciones de estudiar cómo se enfrentó con la situación originada por el primer pecado de Adán y empeorada por todos los pecados de los demás hombres que seguirían a aquél primero. Por el momento, pues, vamos a limitarnos a ver los hechos.

Dios se hizo hombre. No la Trinidad, sino la segunda Persona de Ella, el Hijo. el Verbo. Volvamos a leer los primeros versículos del Evangelio de San Juan: «El Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Todas las cosas fueron hechas por El... Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros». Nos encontramos en ellos con un hecho: que fue la segunda Persona la que se hizo hombre; y con su explicación: «todas las cosas fueron hechas por El».

Si echamos una ojeada al apartado en que tratábamos de la atribución, nos daremos cuenta de que la Creación, como obra de la Omnipotencia —dar el ser a algo que no era nada—, se atribuye a Dios Padre. Pero el orden del Universo, como obra de la Sabiduría, se atribuye al Hijo. Si el orden se había alterado, y había que crear un nuevo orden, el Hijo era el más apropiado para hacerlo.

Con este fin, se hizo hombre; el primer capítulo de San Mateo y los dos primeros de San Lucas nos narran este hecho. Una virgen, María, concibió un hijo; en aquel tiempo estaba desposada —y, más adelante, casada— con un carpintero, José. La criatura concebida era Dios Hijo. La segunda Persona de la Santísima Trinidad, que ya existía incluso externamente por su naturaleza divina, se encarnó —tomó la humana naturaleza— eri el vientre de María.

Su concepción fue virginal: tuvo a una mujer por madre, pero ningún hombre fue su padre; la parte de la concepción que ordinariamente corresponde al padre, fue realizada en ese instante por un milagro del poder de Dios. Como cualquier toro niño, se desarrolló en el vientre de su madre, y —a su debido tiempo— nació en nuestro mundo, en Belén, cerca de Jerusalén. Le fue dado el nombre de Jesús al que sería llamado el Cristo, que quiere decir el Ungido.

Sabemos muy poco de los treinta años siguientes. Fue un carpintero de Nazaret, al norte de Galilea. Luego llegaría su vida pública, que duró tres años, en la que viajó por toda Palestina con los doce discípulos que había elegido, los Apóstoles. Predicó sobre Dios y el hombre, sobre el Reino, y sobre Sí mismo como su Fundador. Con toda clase de milagros —especialmente curaciones— demostró que Dios garantizaba la verdad de sus palabras. No tuvo contemplaciones con los pecados de los líderes religiosos del pueblo judío, que sólo deseaban su muerte. El mismo les dio el pretexto para que pudieran matarle, en nombre de la verdadera religión: no sólo pretendía ser el Mesías, sino que afirmaba ser el mismo Dios.

Acusándole de blasfemia, convencieron al gobernador romano de Judea para que le crucificara.

Fue clavado en una cruz en el monte llamado Calvario. Murió tres horas más tarde. Fue enterrado, y el tercer día resucitó. Se apareció a sus Apóstoles por espacio de cuarenta días, y después subió al Cielo hasta que una nube lo ocultó. Por su Muerte, Resurrección y Ascensión la humanidad había sido redimida.

Esta es, en pocas palabras, la historia de nuestra Redención. Vamos a intentar comprender su significado, o al menos todo lo que pueda comprenderse desde este lado de la muerte.

El primer paso consistirá en penetrar tan profundamente como nos sea posible en el ser de Cristo Nuestro Señor; para ello debemos leer los Evangelios. El que comienza a estudiar Teología, aunque ya haya leído el Nuevo Testamento con anterioridad, deberá hacer lo que aconsejaba Chestenton: leer los Evangelios como si no se hubieran leído nunca, casi como si no hubiera oído su historia jamás. Debe hacer el esfuerzo considerable de enterarse de lo que lee.

Existen dos dificultades para ello:

-la primera es la gran brevedad de las cuatro narraciones. Son extremadamente densas y están llenas de contenido. Hay que aprender a leerlas despacio, comparando una parte con otras, intentado ver lo que nos narran o describen, viviéndolas mientras las leemos.

-la segunda es que tendemos a pensar que ya las conocemos. Esto puede ser un verdadero obstáculo para entender lo que dicen los Evangelios. Nos deslizamos a través de los capítulos primero y segundo de San Lucas, con la vaga impresión que han dejado en nuestra memoria los villancicos, los «nacimientos» o las felicitaciones navideñas. No prestamos demasiada atención a las cuatro narraciones de la Pasión y Muerte del Señor, porque tenemos la sensación de haber pensado en ellas mil veces al contemplar los misterios dolorosos del Santo Rosario. Sobre todo, adaptamos a la lectura la popular imagen del Señor como una persona amable y sonriente, que se dejaba maltratar, que siempre ofrecía la otra mejilla, que era feliz acariciando a los niños. La influencia que este retrato imaginario puede ejercer es tan grande, que llega a ocultarnos al verdadero Cristo, fuerte y enérgico.

Nuestra visión del Señor

Debemos, por tanto, leer con el propósito de encontrarnos con el Señor tal como es. El lector que no conociera la historia, que ni siquiera la hubiera oído nunca, se daría cuenta de lo que podríamos denominar una doble fuente de palabras y obras. En ocasiones, Nuestro Señor habla y actúa simplemente como hombre —como un gran hombre extraordinario—, pero nada más que eso. Otras veces, en cambio, dice y hace cosas que superan lo humano: o es sobrehumano, o no tiene ningún sentido. Ni siquiera la palabra «sobrehumano» bastaría para calificarlo, ya que dice cosas que sólo Dios podría decir y hace lo que sólo Dios podría hacer.

No voy a intentar poner ejemplos detallados de esta doble fuente. Para que éstos alcancen el valor que sólo la experiencia puede dar, cada uno debe hacerlos suyos al leer los Evangelios. De alguna manera, deberá hacer suyo el angustioso dilema que vivieron los Apóstoles durante, los tres años que permanecieron a Su lado: cuando, en alguna ocasión, se convencían de que tenía que ser algo más que un hombre, esa impresión des-aparecía para renacer con mayor firmeza, y tal vez volver a desaparecer, aunque renaciendo siempre..

Nuestro Señor no se lo dijo abiertamente desde el principio. La realidad de que el carpintero con el que vivían de forma tan familiar, al que veían hambriento, sediento y cansado, era el Dios que todo lo había creado, no debía serles impuesta sin más, o manifestada violentamente. Estos hombres creían verdaderamente en Dios, y Su Majestad in-finita estaba impresa en lo más profundo de sus vidas. Tenían que ser preparados para la verdad, que, conocida de repente, les habría hecho pedazos.

Nuestro Señor no se lo dijo de una vez. No es una exageración afirmar que les fue conduciendo al punto en el que fueron ellos quienes se lo dijeron: al «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt XVI, 16) de San Pedro, al «Señor mío y Dios mío» de Santo Tomás (Jn XX, 28)... Con todo, sí que dijo de vez en cuando cosas que sólo podían ser tomadas como una afirmación de su divinidad.

Muy al principio vino el «Nadie conoce al Hijo sino el Padre, nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt XI, 27 y Lc X, 22). Es ésta una afirmación de la igualdad; (y repasando de nuevo el capítulo sobre la Santísima Trinidad, nos damos cuenta de que es precisamente el conocimiento del Padre el que genera al Hijo). De vez en cuando, siguiendo la sucesión de los hechos, nos vamos encontrando con otras afirmaciones: cabe resaltar: «Antes de que Abraham existiese, Yo ya era» (Jn VIII, 58) y «El Padre y Yo somos uno» (Jn X, 30).

Los Apóstoles escuchaban estas cosas; le oían perdonar los pecados y completar la Ley que Dios había dado a Moisés, siempre con total autoridad; veían los milagros, garantía divina de su mensaje. A pesar de todo, dudaban.

Conociendo la respuesta, podemos tener la tendencia a asombrarnos de su lentitud, para comprenderlo. Pero, como suele ocurrir, lo que les impedía dar una respuesta clara a la cuestión era haberse planteado erróneamente la pregunta. Se dirían: «¿es hombre o Dios?» Había suficientes hechos para probar cada una de las dos posibilidades, y ¿cómo iban a pensar que era las dos cosas? ¿Cómo iban a pensar en esa posibilidad, si no se había dado nunca? Además, ¿qué significaba en realidad que una persona fuese hombre y Dios al mismo tiempo? La Teología de la Encarnación debe, pues, ser el próximo tema que estudiemos: qué significa que el Verbo se haga carne. No pensemos que esto es mera Teología, el trabajo que ocupa a algunos hombres cultos, demasiado lejos de nuestro alcance: mientras no profundicemos en ello, no entenderemos nada de lo que el Señor dijo o hizo, ni empezaremos a comprender nuestra propia Redención.

Jesucristo, Dios y Hombre verdadero

Comprender qué es Jesucristo —en lo poco que podemos aquí abajo— es esencial para comprender Sus obras. Podemos, desde luego, decir que no nos interesa comprender nada, y edificar toda nuestra vida interior sobre el amor y la obediencia exclusivamente. Esta actitud puede responder, en el mejor de los supuestos, a una profunda humildad intelectual, pero también puede revelar una negligencia total. En cualquier caso, significa empobrecimiento, negarnos a recibir el alimento que el alma necesita. Estar dispuesto a morir por defender la verdad de que Jesucristo es Dios es algo glorioso, pero la gloria no está en la afirmación por la afirmación, si no hemos hecho nuestra la riqueza de su contenido.

Jesucristo fue un carpintero, la clase de persona a la que cualquier vecino avisaría para ponerle un mango a una azada o hacer el marco de una puerta. Había uno de ellos en cada una de las aldeas de Palestina. Lo que le hacía especial era ser, al mismo tiempo, el Dios infinito que hizo todas las cosas de la nada (inclusive al cliente que le hacía el encargo, o —ciertamente— Su propio Cuerpo y su propia Alma), que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Decir esto es hablar de un misterio. A pesar de ello, debemos empezar a enterarnos de lo que decimos.

La clave para hacer nuestra esa realidad radica en la distinción entre persona y naturaleza. Para ello, puede resultar interesante volver a leer el capítulo cuarto, en el que se examinan estos términos, por la claridad que infunden a la doctrina de la Santísima Trinidad; es posible que repitamos aquí alguno de los puntos de esa distinción. Pues bien, la naturaleza de algo determina lo que ese algo es; tomando un ejemplo que nos resulta familiar, podemos decir que nosotros —que poseemos una naturaleza humana, unión del alma y el cuerpo— somos hombres. Pero la naturaleza, si bien responde a la pregunta qué, no nos dice nada sobre el quién. En todas las naturalezas racionales hay algo misterioso, capaz de decir «yo»; pues bien, ese algo es la persona (y esto se refiere no sólo al hombre, sino también a los ángeles —como hemos visto— y al mismo Dios). Aquello capaz de decir «yo» es la persona, es lo que responde a la pregunta de quién es cada uno de los seres racionales.

Hay una distinción más: la naturaleza determina lo que un ser es capaz de hacer; pero la persona lo hace. Mi alma y mi cuerpo hacen posibles todas mis acciones, pero soy yo quien las hago. Todo aquello que una naturaleza racional hace, sufre o experimenta, es hecho, sufrido o experimentado por la persona que posee esa naturaleza.

Si sólo nos fijamos en nosotros mismos, podríamos dar por supuesto, sin más, que cada persona posee una naturaleza, y que cada naturaleza —si es racional— tiene una persona. Ya hemos visto lo equivocada que resultaría esa presunción: no es más que uno de los muchos errores que pueden cometerse cuando se pone al hombre corno medida de todo. En Dios no hay más que una Naturaleza, poseída en su totalidad por tres Personas distintas. Pues bien, esta pluralidad de Personas en una sola Naturaleza se invierte en Cristo Señor Nuestro, ya que en El hay una sola Persona y dos naturalezas.

Esa única Persona, por la que Cristo era capaz de decir «yo» es la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Dios Hijo, el Verbo. Cristo no es la primera Persona, ni la tercera, ni las tres juntas (con la profundidad debida, los teólogos han estudiado y discutido estas posibilidades, a la hora de plantearse una Encarnación distinta de la de Jesús). Ya hemos visto por qué, destruido el primer orden de la Creación, correspondía a Dios Hijo instaurar un nuevo orden. Para eso se hizo hombre: Aquel qúe poseía la naturaleza divina desde la eternidad tomó para Sí e hizo suya la naturaleza humana, en un momento determinado, con un cuerpo concebido en una mujer y un alma especialmente creada por Dios, como todas las almas humanas.

Ya que Cristo Nuestro Señor —y sólo El— tenía dos naturalezas, podía dar dos respuestas a la pregunta «¿qué eres?», puesto que es la naturaleza lo que determina qué es una persona. Y tenía dos principios —fuentes, podemos decir— de acción. Por una, podía hacer todo aquello que es propio de Dios —leer el corazón del hombre o resucitar a Lázaro, por ejemplo—; por otra, era capaz de lo que es propio del hombre —nacer de una madre, tener hambre y sed, sufrir, morir—. Hiciera cosas de Dios o cosas de hombre, siempre era la Persona quien las hacía. Las acciones se hacen siempre por la persona y en El había una sola Persona. Todo lo que El hizo —hasta el más pequeño y el más corriente acto— estaba hecho por Dios.

Cada una de las acciones de Cristo es la acción de la segunda Persona de la Santísima Trinidad, incluyendo las que llevó a cabo según Su naturaleza humana, pues la naturaleza es principio de acción y no agente. Siempre es la persona la que actúa, y Su naturaleza humana era poseída por una sola Persona, esa Persona es Dios. No tenía una persona humana, porque si no, hubieran sido dos personas, cada una de ellas con una naturaleza. Su naturaleza humana era completa, pero estaba unida a una Persona divina, no humana. El que decía «yo» en ella era Dios, no un hombre.

Esto ,puede quedar más claro si contemplamos dos grandes verdades del cristianismo: María es Madre de Dios y Dios murió en la cruz.

Recuerdo la primera vez que alguien me dijo: «Si María fuese Madre de Dios, tendría que haber existido antes que El». Yo era entonces un novato en las discusiones al aire libre de la «Catholic Evidence Guild», y lo único que se me ocurrió fue bostezar. Pero él siguió hablando más alto: «Supongo que se dará cuenta de que las madres existen antes que los hijos, ¿verdad?». La respuesta inmediata —aunque no fui capaz por aquel entonces de exponerla con mucha brillantez— era que las madres deben existir antes que los hijos nazcan; y Nuestra Señora existió antes de que la segunda Persona de la Santísima Trinidad tomara la naturaleza humana; que este Hijo existiera ya con una naturaleza divina no cambia el hecho de que fuese concebido como hombre en su vientre, y que naciera de su vientre en el mundo. Su existencia eterna como Hijo del Padre celestial no resta nada en absoluto a lo que Ella le dio: no hay nada que un ser humano pueda recibir de su madre que El no recibiera de Ella.

Hay almas fuera de la Iglesia para las que resulta intolerable que una mujer pudiera ser Madre de Dios, por lo tanto, intentan salvar este escollo, diciendo que sólo fue madre de Su naturaleza humana. Pero las naturalezas no tienen madre. Como el que nació de Ella fue Dios Hijo, es tan madre suya como la mía es mía.

La otra verdad que vamos a considerar en conexión con el tema que venimos tratando es la muerte de Dios en la cruz. Recuerdo, una vez más, una de las discusiones que mantuve como speaker del mismo estilo: «Si dice que Dios murió en la cruz, ¿qué sucedió con el Universo mientras estaba muerto?». La cuestión planteada era que no fue Dios quien murió en el Calvario, sino la humanidad de Cristo. Pero la muerte siempre se refiere a alguien, a una persona; y sólo una persona colgaba de la cruz del Calvario: Dios Hijo, en Su humanidad santísima.

Así, fue Dios Hijo el que murió; no —por supuesto— en Su naturaleza divina, que no puede conocer la muerte y mantiene al Universo en la existencia, sino en su naturaleza humana, que era tan suya como la primera. Recordemos que la muerte no significa la aniquilación; significa la separación del alma y el cuerpo, que sólo durará hasta el día del juicio final. En el Calvario, el cuerpo que pertenecía a Dios Hijo se separó del alma que era igualmente Suya. Y al tercer día se volvieron a unir. En su naturaleza humana, Dios Hijo resucitó de la muerte, de Su muerte según su humana naturaleza.

Es muy importante que, a la hora de leer los Evangelios, no olvidemos jamás que cada una de las palabras y acciones de Cristo fueron pronunciadas y realizadas por Dios Hijo. Esto puede resultar difícil de ver en las palabras, incluso más que en las acciones, porque esa única Persona dice «Yo» para referirse tanto a la Naturaleza divina como a la humana, una infinita y la otra finita. De esta manera, pudo decir: «Yo y el Padre somos uno»; y también: «El Padre es mayor que yo». Es la misma Persona, que se refiere a distintas naturalezas, atribuyéndose ambas como propias.

Profundizaremos en esto más tarde. Mientras tanto, cabe resaltar que uno de los beneficios de leer los Evangelios —como vengo recomendando—es la luz que nos dan sobre Dios mismo. Tendemos a pensar en la verdad «Jesucristo es Dios» como en un dato acerca de Cristo, y así es. Pero no lo entenderemos bien si no lo vemos también como una realidad acerca de Dios. Aparte de esto, debemos conocer a Dios —en la medida en que son capaces nuestras mentes— en Su Naturaleza divina. Debemos conocerle, por ejemplo, como Creador de todas las cosas desde la nada; aunque, dicho sea de paso, nos resulte algo remoto, ya que no tenemos experiencia de crear algo desde la nada. En cambio, en los Evangelios vemos a Dios con nuestra naturaleza, en nuestro mundo, enfrentándose con situaciones que nos resultan familiares. Fuera del Cristianismo no hay nada que pueda compararse a este conocimiento tan íntimo; sólo nosotros lo poseemos. Es maravilloso ver a Dios como Dios, por así decirlo; pero produce un gozo todavía mayor ver a Dios hecho hombre.

La Humanidad santísima

La segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre. Vamos a tratar de atisbar la profundidad de esto: no tomó la naturaleza humana como quien se pone una máscara que, acabada la función se pudiera quitar para recibir los aplausos. Es hombre también en el Cielo, y para siempre. Tampoco tomó simplemente la apariencia de hombre, como el ángel que guió a Tobías; no tomó la humanidad como un vestido que El se puso o como un instrumento que El utilizó. No es que tuviera que llevar a cabo determinadas acciones para cuya realización necesitaba tener un cuerpo humano y un alma humana a Su disposición y, una vez que le hubieran servido, se deshiciera de estos instrumentos.

Se hizo hombre, y puede atribuírsele ese nombre con tanta propiedad como a nosotros mismos. Leyendo los Evangelios, hay una sola cosa que pudiera hacernos dudar de ello: jamás cometió un pecado. El mismo lanzó el siguiente reto: «¿Quién me acusará de pecado?»; y la Epístola a los Hebreos puede decir (IV, 15): «Fue tentado en todo a semejanza nuestra, menos de pecado». Pues bien, el pecado no es algo propio de la naturaleza del hombre; todo lo contrario, es una forma desordenada de actuación del hombre. Nosotros actuamos desordenadamente muchas veces, pero El jamás lo hizo: su humanidad es mucho más perfecta que la nuestra.

Esta plenitud de la humanidad que se da en el Señor ha supuesto un grave problema para no pocos cristianos. Para éstos, ya era un problema el que Dios se hubiera hecho completamente hombre, pero —de alguna manera— lo aceptaban, aunque siempre con la impresión de que en realidad no lo hizo absolutamente del todo; en cierta manera, les parecía que había que reservar en exclusiva para la dignidad de Dios algo de lo que de modo total El había asumido en Su humanidad. Así, muy pronto surgieron los docetistas, diciendo que su cuerpo no era más que una apariencia, San Pedro, por el contrario, dice (1 Pdr II, 24): «Cargó con nuestros pecados sobre Su cuerpo en el Madero». Los docetistas no serían más que el principio de múltiples herejías que, más que negar el Cuerpo de nuestro Señor, pretendían negar la existencia de Su alma.

De esta forma, hubo quien dijo que no tuvo alma humana, y que Su divinidad cumplía las funciones de ésta en el cuerpo que nos redimió. La Iglesia entonces, recordó a todos la terrible frase que El pronunció en el huerto de Getsemaní: «Triste está mi alma hasta la muerte». Muchos otros, que que aceptaban el alma, negaron la inteligencia o la voluntad. Merece la pena detenernos en éstas dos potencias, si queremos entender algo de la plenitud y el misterio que se conjugan en la Humanidad santísima de nuestro Señor.

Por ser Dios, Cristo era omnipotente: conocía todas las cosas, Su conocimiento era infinito. ¿Qué podía hacer, entonces, con una inteligencia finita, capaz sólo de conocer una minúscula porción de lo que El ya conocía? Por ser verdadero hombre, hizo todo lo que se podía hacer con ella y lo hizo gustoso. Su cuerpo y Sus sentidos eran reales; a través de ellos, el mundo exterior llegaba a Su cerebro, como llega al nuestro; y su inteligencia humana operaba a partir de esos datos, como todas. La Persona que, en una naturaleza conocía todas las cosas, en la otra naturaleza crecía en sabiduría, como nos narra San Lucas. (Lo que técnicamente se llama «conocimiento experimental»; además de éste, la Iglesia nos enseña que tenía —como dones divinos— dos formas más de conocimiento, ciencia infusa y visión beatífica. No es éste el lugar para explicar las últimas con detalle; pero obsérvese que ambas son formas de conocimiento de las que es capaz el alma humana.)

Hacia el final del siglo v, los monotelitas empezaron a enseñar que, aunque nuestro Señor tuvo un alma humana y una inteligencia humana, no tuvo voluntad humana. De alguna manera, no es más que una nueva objeción contra la inteligencia finita del Señor. El mismo la respondió en Getsemaní, cuando le pidió a su Padre: «No se haga mi voluntad, sino la tuya». Jamás se dio la más mínima desunión entre ambas voluntades —la finita y la infinita—, pero una no es la otra.

Lo horrible de esta herejía, que ni siquiera los que cayeron en ella llegaron a intuir, es que lleva consigo que al corazón de Cristo le faltara la capacidad de amar, ya que el amor es el acto de la voluntad. Por grande que sea el misterio que podamos encontrar en imaginarnos una persona con una inteligencia infinita y otra finita, con una voluntad infinita y otra finita, nunca pasará de ser un misterio; y nunca nos horrorizará tanto como la idea de un alma humana incapaz de amar.

Acabamos de referirnos a la capacidad de amar del alma humana de Jesús. Como debe ocurrir en todo amor humano, es amor a Dios y amor a los hombres. Por lo demás los Evangelios están llenos de referencias a ambos.

Lo que hay que señalar de Su amor humano puede decirse brevemente, puesto que es lo único que todos los cristianos conocemos, lo que, de hecho, todo el mundo conoce. Pero ya hemos mencionado un error, bastante común: Jesucristo no fue en la tierra tan sólo una persona amable que decía a los demás que les amaba. De hecho, no se lo dijo a casi nadie. No hay en El un sólo rasgo de sentimentalismo, de dulzonería. Sus palabras son duras y realistas, nunca empalagosas. Los hombres no aprendimos Su amor de Sus palabras, sino de Sus obras, de todas Sus obras; pero lo aprendimos: fue uno de Sus discípulos el que escribió la frase posiblemente más maravillosa de toda la religión: «Dios es amor». Así resumía San Juan las dos verdades que había aprendido: Cristo es Dios y Cristo es amor.

Lo que sin duda sorprenderá al que comience a leer los Evangelios es la intensidad de la devoción del Señor a Su Padre celestial, desde sus primeras palabras recogidas en ellos --«¿No sabíais que debo ocuparme de las cosas que miran al servicio de mi Padre?» — hasta las últimas en la cruz «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». Entre esos dos momentos, su amor al Padre encuentra siempre el modo de expresarse: leemos, una y otra vez, que se retiraba con sus Apóstoles a rezar al Padre celestial.

Nos encontrarnos aquí con una tercera dificultad, que ya hemos considerado en otras dos ocasiones: ¿cómo puede rezar una persona siendo Dios? Cada una de las acciones del Señor —como Dios o como hombre— lo eran de su Persona. Cuando Cristo rezaba, era la segunda Persona de la Santísima Trinidad la que estaba rezando. Y rezar es —por definición— la comunicación entre la criatura finita y el Dios infinito. Nos estamos enfrentando de nuevo con el misterio, aunque podemos hallar un hilo de luz en él; toda persona tiene la función, el deber, de manifestar externamente su naturaleza; habiendo tomado y hecho suya una naturaleza humana, Dios Hijo debía manifestarla externamente, incluyendo la adoración, la acción de gracias y la petición. Con todo, hay que señalar que, aun siendo verdadera oración humana, no era como la oración de un hombre que no sea más que hombre: nuestro Señor enseñó a los Apóstoles a rezar, pero ellos nunca participaron de Su oración.

Ya que Su cuerpo y Su alma eran reales, nuestro Señor sentía también emociones reales. El amor, por ejemplo, puede darse perfectamente como el movimiento de la voluntad hacia el bien de los demás, sin ningún sentimiento que lo acompañe; así hemos aprendido que aman los ángeles. Pero sería un hombre extraño el que no hubiera sentido la emoción de amar; sería un hombre que —en eso por lo menos— no se parecería a nuestro Señor. El amó —y debió de demostrarlo— a uno de sus discípulos: San Juan es, especialmente, «el discípulo al que amaba»; y uno tiene la impresión clara de Su amor por la familia de Betania —Lázaro, María y Marta—.

También lloró; no sólo por Lázaro de Betania, sino también por Jerusalén. Y dejó que estallara su ira: el largo reproche a los fariseos que nos ha transmitido San Mateo es un verdadero ataque —justificado—, estimulante tal vez para los que no somos fariseos, pero aterrador para todo aquel que se ha parado alguna vez a examinar su conciencia

Resulta tentador seguir hablando del Hombre que encontramos en los Evangelios; pero vamos a terminar con una cuestión que —en cierta forma— resume todas las anteriores: ¿qué hace con un alma humana una Persona que es Dios?

Evidentemente, hace todo lo que es posible hacer con ella, utilizando cada una de sus potencias hasta el máximo de sus posibilidades; algo que, por lo demás, ningún hombre ha sido capaz de hacer nunca: la mayor parte de nosotros sólo utilizamos nuestra cabeza cuando, por así decir, no tenemos más remedio que hacerlo, y no con demasiada brillantez. Los genios de nuestra raza son un constante recuerdo de nuestra propia mediocridad. Aún así, ni siquiera éstos han hecho todo lo que podían con su alma, utilizando al máximo sus potencias. En realidad, los hombres mostramos un cierto desarrollo en la realización de las posibilidades del alma racional: en los últimos cien años se ha producido un avance muy considerable en el conocimiento de los poderes de la mente. Los hombres hemos visto la posibilidad de un control más profundo del alma sobre el cuerpo, por ejemplo. Pero el Señor no tuvo necesidad de esperar a esto, porque había creado Su propia alma, que, por tanto, no tenía secretos para El: sabía lo que era capaz de hacer.

Era capaz de hacer todo lo que podía hacerse con Su alma humana, pero nada más. Hemos visto cómo el destino del hombre es hacer algo que su naturaleza no puede hacer: ver la faz de Dios; no lo puede hacer, no porque use deficientemente su naturaleza, sino porque esa naturaleza por sí sola, sin ayuda, no lo puede hacer. Esa sublime, esa incomparable alma de Cristo estaba santificada en gracia. Estaba, como debería estar toda alma espiritual, habitada por el Espíritu Santo.