VII. LA CREACIÓN

Dios no necesita ningún otro ser distinto del ser que El tiene. No sólo posee en Sí la razón suficiente para Su existencia, sino que también es suficiente para Sí mismo en todo. Nada le falta a Su ilimitada perfección; no hay ninguna necesidad en Su naturaleza que un ser inferior pudiera satisfacer; no hay felicidad que un ser inferior pudiera ofrecerle. En su propia naturaleza se halla todo el ser, toda la perfección, toda la bienaventuranza.

¿Por qué creó, pues, el Universo? Puede entablarse una grandiosa discusión teológica al respecto, que, no obstante, cabe resumir, sin demasiada imprecisión, en una frase: sabía que nos gustaría. La creación no suponía para El ninguna ventaja, mientras que el beneficio que a nosotros nos reporta es inmenso: significa que somos algo en vez de nada, con todas las posibilidades de vida y de desenvolvimiento y de felicidad, en vez del mero vacío de la nada.

Aquí tenemos una luz nueva acerca del amor de Dios: nuestro provecho podría ser un motivo de. Su acción. Sabiendo que había seres que disfrutaban con la existencia, les dio la existencia. Por .:1 hecho de existir, dan gloria a Dios; pero, ¿quién es el que se beneficia de eso? No Dios, que no necesita nada de las criaturas, sino las criaturas, cuya mayor gloria es poder dar gloria a Dios.

Todas las cosas, de la nada

Utilizamos la palabra «crear» como sinónimo de dar la existencia. Dios hizo todo de la nada. ¿De qué otra cosa podía haberlo hecho? No de Sí mismo, ya que El es manifiestamente simple: no hay en El partes que se puedan separar y, por así decirlo, «funcionar por su cuenta». Por lo tanto, no de Sí mismo; y además de El, aparte de la creación, no hay nada.

Así pues, Dios no utilizó ninguna materia prima para crear el Universo. Lo creó totalmente; ése es, por cierto, el significado originario de «crear»: hacer algo completamente, en su totalidad. Un carpintero no hace la totalidad de una silla, pues la madera ya existía; un poeta no hace la totalidad de un poema, pues las palabras ya existían. Pero Dios hizo la totalidad del Universo; no existía materia a partir de la cual hacerlo, pero tampoco le hacía falta, porque su poder es ilimitado: «Puede dirigir su llamada a lo que no es, lo mismo que a lo que es» (Rom IV, 17).

Para un católico, todo esto puede sonar a cosa sabida. Ni se acordará de cuándo oyó por primera vez que Dios le había creado de la nada. Yo tampoco me acuerdo. Pero sí recuerdo muy bien la primera vez que me di cuenta de lo que eso significa.

Estaba hablando en un puesto de la «Catholic Evidence Guild» en Hyde Park. Repetía por centésima vez —o tal vez por milésima— que Dios me había hecho de la nada. Pero en esta ocasión escuché lo que yo mismo estaba diciendo, y la impresión fue terrible. Darse cuenta de que uno ha sido creado de la nada produce un sentimiento de inseguridad, la impresión de que uno no tiene ningún apoyo en la existencia y puede esfumarse en cualquier momento.

Todo ello porque no había prestado atención a la verdad que se deduce de haber sido creados de la nada: que Dios continúa manteniéndonos en la existencia.

Dios nos hizo de la nada, por el mero acto de su voluntad nos convirtió en algo. Y se requiere esa misma voluntad que nos trajo a la existencia para mantenernos en ella. Hay que pensar en esto a menudo, porque es una de las verdades fundamentales sobre nosotros mismos: si no lo hacemos, no podremos saber ni lo más mínimo de nuestra existencia... ¡ni lo más mínimo!

Cuando un carpintero hace una silla y la deja, la silla continúa existiendo; ¿por qué? Porque el material del que está hecha conserva la forma que le ha dado. En otras palabras, cuando alguien que hace algo lo deja, se mantiene en la existencia gracias al material del que está hecho. Pero si Dios habiéndonos hecho, nos abandonase, ¿podría mantenernos en la existencia el material del que estamos hechos, que es la nada?

Esta es la verdad acerca del Universo en su totalidad y en cada una de sus partes (incluidos nosotros). A menos que Dios no lo mantenga en la existencia momento a momento, dejaría de existir sin más.

Independientemente de lo que —en último término— esté compuesta la materia, Dios la hizo de la nada y la mantiene en la existencia. El más elevado de los espíritus creados ha sido igualmente hecho de la nada por Dios y, sin El, no podría seguir existiendo.

Aquello de lo que esté hecho un ser al que se le da la existencia o al que se mantiene en ella no importa para nada; todo depende en cada instante del Dios por el que ha sido hecho. He aquí una de las razones para poner toda la capacidad de nuestra inteligencia en conocer a Dios.

Sin Dios, nada tiene sentido

Dios lo ha hecho todo de la nada. Es posible que, al mirarnos, nos sintamos satisfactoriamente seguros de nosotros mismos, con tanta carne, sangre y huesos; pero Dios también hizo la materia de nuestro cuerpo de la nada, igual que hizo nuestra alma; y no hay en él nada que Dios no le haya dado. El nos mantiene —a nosotros y a todas las criaturas— en la existencia. Como hemos visto, si dejase de querer que existiésemos, no seriamos nada: no quiero decir sólo que moriríamos, sino que no seríamos nada.

No conocer estas verdades es estar equivocado en todo. Si nos olvidamos de Dios, no veremos nada como es (¿no es ésta la definición de insensatez?).

Dios es la explicación de todo. Dejando a un lado a Dios, dejamos a un lado la explicación de todo, dejamos todo sin explicación. La ciencia estudia la constitución de la materia: de qué están hechas las cosas. Pero no hay ciencia experimental que pueda estudiar dos aspectos mucho más importantes: quién las ha hecho y para qué las ha hecho.

Hemos llamado a estos aspectos «más importantes», y lo son. Bastará con que consideremos una sola cosa: nada puede ser utilizado racionalmente, si no se sabe para qug ha sido hecho. La ciencia no puede decirnos para qué ha sido hecho el Universo: sólo su Creador puede decirlo, porque El sabe lo que tuvo en mente cuando lo hizo.

Y no es sólo el Universo lo que no entendemos si dejamos a un lado a Dios, sino que tampoco tendremos una visión correcta de las demás cosas. Dios está en el centro de cada ser individual, dándole la existencia que tiene y manteniéndolo en ella. Ver cualquier cosa —a uno mismo, por ejemplo-- sin ver al mismo tiempo a Dios manteniéndolo en la existencia, es ver un mundo de fantasía, y no el mundo real.

Si uno ve un abrigo colgado en la pared, no ve —con los ojos de cuerpo— la percha, porque está bajo el abrigo; pero sí la ve con los ojos de la inteligencia. De no ser así, uno estaría suponiendo que el abrigo está suspendido en el aire por su propia virtud: no conocería la naturaleza del abrigo, ni de la pared, ni la ley de la gravedad: estaría en la luna. Si no ver algo tan pequeño como una percha nos lleva a tener una visión errónea del Universo, cuánto más el no ver a Dios, de quien todo depende, incluida la percha.

Dios no es algo sublime, pero añadido. No es que veamos lo mismo que la demás gente, y —además— a Dios. Incluso, parece que nosotros veamos distintas cosas que ellos, y es que son distintas en realidad. Imaginemos un paisaje durante la puesta de sol: no es que veamos las mismas colinas, árboles y casas que antes, y además el sol. El sol no es una cosa más, sino que se ve todo bañado por él. Dios no es una cosa más; vemos todo bañado por Dios. Sólo así veremos las cosas como son.

Por supuesto que no se trata sólo de «ver». Esa;. verdad afecta también a nuestras acciones. El pecado,. por ejemplo, no es más que la acción de realizar algo contrario a la voluntad de Dios; y la voluntad de Dios es, precisamente, lo único que nos mantiene en la existencia; cuando pecamos, estamos tirando por la borda nuestro único apoyo. ¿Qué puede haber más absurdo? Tal vez el darnos cuenta de ello no evite que pequemos; pero nos servirá para saber que es una locura hacerlo. La voluntad de Dios es la única ley por la que puede regirse la gente sensata.

Con todo, la insistencia acerca de la nada de la que Dios nos creó no nos debe hacer pensar que somos nada. Eso sería un insulto al Creador. Porque si bien nos ha hecho de la nada, nos ha hecho algo. No somos sólo ideas en su mente. Existimos realmente. Y el que la voluntad de Dios sea lo único que nos mantenga en la existencia no significa que no estemos seguros en ella; estamos tan seguros —o, mejor dicho, Dios nos mantiene tan seguros en ella— que podemos convencernos de que no nos abandonará jamás; incluso la muerte no es más que un cambio en la condición de nuestra existencia: no podemos dejar de ser.

Materia, ángeles, hombres

El Universo que Dios ha creado tiene dos partes fundamentales: espíritu y materia. Desde el punto de vista de la Creación, la diferencia entre ambas es fundamental. Aunque todas las cosas creadas por Dios lleven su «sello» y nos digan mucho acerca de El, sólo los seres espirituales han sido hechos a su imagen y semejanza. Puede compararse a la diferencia que existe entre las obras del artista que pinta un cuadro —de un paisaje o de un amigo, por ejemplo—, y del que se hace un autorretrato. El Universo material es la obra de arte de Dios, pero los seres espirituales son su autorretarto. Nuestra propia alma es un espíritu, por lo que cada alma contiene un retrato de Dios —pintado por El— dentro de sí. Está pintado por Dios, puesto que cada alma es una nueva creación, hecha por Dios a su propia imagen. Ahora bien, en muchos de nosotros, el parecido con Dios se ha desfigurado lamentablemente por el pecado.

Como hemos visto, el alma del hombre no es —desde luego— el más elevado de los espíritus creados, sino el más inferior de todos ellos. Sobre ella están los ángeles, que son espíritus puros —esto es, que no tienen ningún elemento material—, inteligencia y voluntades simplísimas, inteligencias que conocen, voluntades que aman, con una intensidad que supera nuestra capacidad de conocimiento.

Conocemos la existencia de los ángeles por revelación divina. La ciencia, que ha desarrollado un conocimiento maravilloso en el estudio de la materia, no puede en absoluto pronunciarse en lo que se refiere a estos seres, en los que no existe el más remoto vestigio de materia.

Les llamamos ángeles —que significa mensajeros— por las múltiples ocasiones que en la Escritura Dios se sirve de ellos para comunicar su voluntad a los hombres. Ahora bien, eso no significa que existan para nosotros en mayor medida que nosotros para ellos: tanto nosotros como ellos, existimos para Dios. Con todo, son nuestros hermanos más fuertes, y a nosotros corresponde pedir su amor y protección: «¿No son todos ellos espíritus que hacen el oficio de servidores, enviados para ejercer su ministerio en favor de los que han de heredar la salvación» (Heb I, 14). Cuando Nuestro Señor estaba en agonía en Getsemaní. Su Padre envió un ángel para confortarle. Nosotros también necesitamos, algunas veces, alguien que nos conforte.

Desde el principio hasta el fin, la Escritura está tan llena de las actividades de los ángeles, que es asombroso ver la cantidad de cristianos que los ignoran, excepto para adornar las felicitaciones navideñas. Incluso nosotros —los católicos—nos olvidamos de ellos con gran facilidad, no sin grave perjuicio para nosotros mismos. Sabemos —porque lo dijo el Señor— que cada niño tiene un ángel que le protege; y la enseñanza universal de los teólogos nos dice que todos —y no sólo los niños— lo tenemos. A pesar de ello, rara es la vez que acudimos a su protección.

Tendemos a olvidarnos de los ángeles por el simple hecho de que son espíritus; la materia no es tan fácil de olvidar. Aunque los ángeles puedan alimentar nuestras almas como las vacas nuestros cuerpos, nos preocupamos más del alimento que las vacas nos proporcionan. Aunque los ángeles caídos pueden hacer tanto daño a nuestra alma como los microbios a nuestro cuerpo, tomamos más precauciones para evitar los microbios. La sensatez exige que corrijamos esta extraña desviación de la vista.

El Universo que Dios llamó a la existencia contiene en sí dos grandes partes: el mundo de los espíritus y el de la materia. La razón especial de la existencia del hombre es unir ambos mundos —conjugar ambos, podríamos decir—, perteneciendo a los dos. Sin el hombre, espíritu y materia serían dos esferas separadas; pero el hombre, que pertenece a la primera por su alma y a la segunda por su cuerpo ha venido a unirlas. Puede pensarse en el Universo, por tanto, como dos esferas no distantes, sino unidas en forma de ocho, con el hombre a ambos lados del punto en el que se juntan.

Esta es la función específica del hombre en el Universo: su cuerpo no es sólo un accidente, un castigo por su pecado del que habrá de liberarse, un obstáculo temporal que abandonará con la muerte (Cfr. Jn 5, 5; Heb 1, 2).

Hemos visto cómo se conjugan ambas verdades; que algo pueda recibir el ser de la nada es un mero «originar»: como tal, se «atribuye» al Padre, que es el Origen en la Santísima Trinidad; pero ese algo que resulta no es cualquier cosa, sino algo ordenado en sí mismo y en sus posibilidades de desarrollo: como tal, es obra de la sabiduría, y se «atribuye» al Hijo que es la manifestación de la Sabiduría del Padre. Cuando el orden se rompió, fue el Hijo quien se hizo Hombre para restaurarlo.

La segunda cuestión se refería al significado que el acto de la creación tiene para el Universo: si hubiésemos podido contemplarlo, ¿qué habríamos visto? Desde luego, nadie estaba allí para poder contarlo. De ese primer instante —antes del cual no existía el tiempo— sólo podemos saber lo que Dios nos ha dicho. Y lo que Dios nos ha dicho está en los dos primeros capítulos del primer libro de la Biblia: el Génesis (que significa «principio»). Vale la pena leerlos atentamente, pues nos vamos a ocupar de ellos en profundidad.

Dichos capítulos nos cuentan la Creación del Mundo en seis días; si seguimos leyendo el Antiguo Testamento, parece indicar a primera vista que todo sucedió aproximadamente cuatro mil años antes de Cristo. (La Escritura no postulaba que fuera obligado aceptar este dato, pero —no teniendo motivo para aceptar otro— hasta hace un siglo generalmente se daba por supuesto que había ocurrido en esa fecha).

¿Qué se puede decir de los seis días? ¿Qué del orden de aparición del sol, la luna, y el resto de los seres que el Génesis da? Los Padres y Doctores de la Iglesia nunca pensaron que el Génesis nos daba una visión científica de la Creación. Hacia el final del siglo IV, más de mil cuatrocientos años antes de Darwin, San Agustín escribió De Genesi ad Litteram, afirmando que el Génesis no debía tomarse al pie de la letra. Su propio punto de vista era el de que al principio Dios creó las «semillas», los elementos que, desarrollados, habiendo evolucionado, se convertirían en nuestro Universo. (Expone también un par de teorías acerca de los seis días, en ninguna de las cuales éstos son tomados de forma literal.)

La cuestión candente, por supuesto, era la Creación del hombre. El Génesis habla de dos elementos, el barro y el aliento de Dios: «Dios formó el hombre del barro de la tierra» e «inspiró en él el aliento de la vida; y el hombre se convirtió en alma viva». ¿Significa la palabra «formó» un acto único e instantáneo, o se refiere más bien a un largo proceso, a través del cual se fueron lentamente desarrollando las especies —bajo la dirección de Dios— hasta que al fin una de ellas estuvo en condiciones de unirse a un alma espiritual? Evidentemente, la palabra «formó» puede significar ambas cosas: por sí misma, no significa necesariamente la una ni la otra.

Tampoco ha querido definirlo la Iglesia. Los católicos podemos —si es ésa nuestra voluntadcreer en una creación inmediata del cuerpo humano, a partir de los elementos de la tierra; podemos creer, asimismo, en un proceso evolutivo por el que el primer cuerpo humano procede de la tierra, a través de los cuerpos de otros animales.

Lo que no podemos negar es la creación inmediata del alma del primer hombre y de la de todos los demás. El alma, siendo un espíritu que no tiene partes, no puede evolucionar a partir de una forma inferior; sólo puede existir si Dios la crea.