I. ¿POR QUE ESTUDIAR TEOLOGÍA?


Hace un par de años, visité una ciudad en la que iba a dar una conferencia. Una mujer joven que iba a asistir a la misma, me «abordó» por la calle para preguntarme:

—¿Sobre qué va a tratar su intervención?
— «La Santísima Trinidad» —respondí.
—¡Oh! —exclamó con gesto de desilusión; luego, como resignándose a su suerte, dijo—: ¡Muy bien!

Más tarde tuve ocasión de enterarme que el Obispo le había pedido que fuese; y ella, por supuesto, era incapaz de negarse a una petición del Obispo. Pero, en cualquier caso, quedó perfectamente claro que no iba porque le pareciese interesante, y en eso creo que representaba una actitud común a muchos millones de católicos.

Tenemos el deseo de ir al cielo, es decir, de pasar toda la eternidad en compañía de la Trinidad Beatísima, y confiamos en que eso va a ser una experiencia absolutamente gloriosa; pero ante la perspectiva de estar una hora con la Santísima Trinidad aquí abajo, no se nos ocurre que eso pueda ser como una anticipación de la gloria.

Esta anécdota me hizo recordar algo que me sucedió hacía treinta años. Yo, que entonces era apenas un muchacho, le expresaba a un teólogo mi desilusión porque un laico no pudiera asistir a un curso de teología. «¿Para qué quiere estudiar teología —me respondió—, si no tiene obligación de hacerlo?» A pesar de mi joven entusiasmo por el dogma, no fui capaz de dar una respuesta lúcida. Musité algo acerca de que la verdad me haría iibre, y que yo quería ser libre. Ahora voy a tratar de responder a, aquella pregunta de hace treinta años.

En cierto modo me resulta hoy tan desconcertante como entonces tener que buscar una razón para explicar algo tan atractivo y gozoso. No obstante, hay que advertir que el atractivo y el gozo del conocimiento teológico son como los de cualquier otro amor: no pueden explicarse a quien no los ha experimentado, al tiempo que no necesitan explicación para quien los posee. Por ello, he elegido para hacerlo la razón más evidente: la Verdad es alimento y es luz.

«No sólo de pan vive el hombre», dice Jesucristo Señor Nuestro a Satanás, citando el Deuteronomio. La frase es conocida por todo el mundo, y muchos tratan de completarla según su propia conveniencia. Pero la continuación más adecuada es —por supuesto— la que se lee en el mismo Deuteronomio, la que el Señor recordó también al diablo: «...sino de toda palabra que sale de la boca de Dios». Por tanto, la verdad revelada es alimento. Y uno de los caracteres del alimento es que sólo nutre a quienes lo toman. Nosotros no nos alimentamos de lo que otros comen; para alimentarnos, necesitamos comer.

Pero la Verdad es también luz. No ver es estar a ocuras; ver algo de manera equivocada es estar doblemente a oscuras. La mayor parte de la realidad sólo puede ser conocida si Dios nos la muestra. Y lo que Dios nos muestra se llama Doctrina; si falta la Doctrina nos falta luz. Andar a tientas en la oscuridad, aunque tengamos la tranquilidad de saber que quien nos guía ve con claridad, no es lo mismo que andar a la luz del pleno día; peor sería, claro está, dejarse llevar en la oscuridad por guías ciegos. No obstante, no deja de ser aquélla una situación bastante precaria.

Podría objetarse que ningún católico está totalmente desnutrido —porque tiene la Eucaristía—ni totalmente a oscuras —porque la Iglesia se las arregla para lograr que sus verdades lleguen a todos sus hijos, hasta a los menos interesados en ella—. En lo que se refiere a la Eucaristía, es totalmente cierto, si bien supone una gran ayuda profundizar en la Doctrina tanto como la Iglesia le ofrece, para poder conocer mejor qué clase de alimento da vida al alma. Ahora bien, con respecto al conocimiento de las verdades de fe, no estoy tan seguro. En ocasiones, pasan por la cabeza del cristiano ideas realmente monstruosas. Recuerdo que un católico culto, cuando le preguntaron cómo era posible que hubiera en Dios tres personas, respondió: «Dios es omnipotente, y puede tener las personas que quiera.» Otro, que quería comulgar habiendo roto el ayuno, pensó que no pasaría nada si, antes de comulgar, se confesaba de no haberlo guardado. No sé con precisión —porque no me he dedicado a contarlas— el número de ocasiones en las que habré oído: «¡Pobre Espíritu Santo, qué olvidado está!», lo que es tanto como decir, en otras palabras: ¡Como nosotros no le prestemos nuestra atención, tendrá que apañárselas lo mejor que pueda con la compañía del Padre y del Hijo!

Dejémoslo aquí. Gracias a Dios, un católico no puede estar nunca absolutamente desnutrido o totalmente a oscuras. Pero sí que puede estar viviendo subalimentado y a media luz; lo cual resultaría una lástima.

No sé cuántas veces me han dicho que un anciano irlandés que no sepa más que rezar el Rosario puede ser más santo que yo, con todos mis estudios. Es muy posible que así sea; y por su propio bien, espero que así sea. No obstante, si el único motivo para hacer tal afirmación es el de que sabe menos teología que yo, ese motivo no me convence; ni a mí ni a él. No le convencería a él, porque todos los ancianos irlandeses con devoción al Santo Rosario y al Santísimo que he conocido (y muchos de mis antepasados lo han sido) estaban deseosos de conocer más a fondo su Fe. No me convencería a mí, porque si bien es evidente que un hombre ignorante puede ser virtuoso, es igualmente evidente que la ignorancia no es una virtud. Ha habido mártires que no hubieran sido capaces de enunciar correctamente la doctrina de la Iglesia, siendo el martirio la máxima prueba del amor. Sin embargo, si hubieran conocido más a Dios, su amor hubiera sido mayor.

El conocimiento facilita el amor, aunque también pueda salirse de su lugar y servir al orgullo o al capricho, y no al amor. Contra esto, nosotros —los desterrados, hijos de Eva— debemos estar prevenidos.

El conocimiento facilita el amor. Por una parte, supera cualquier malentendido en ese amor que, de otra forma, se enfriaría. Por ejemplo, la existencia del infierno puede dar lugar a que alguien que no conozca todo lo que la Iglesia nos enseña, dude del amor de Dios; esa persona —en cambio— lograría mantener su amor inalterable si contemplase algunas otras verdades acerca de Dios. Pero el conocimiento facilita también el amor de otra forma mejor: cada cosa nueva que se aprende de Dios es una razón más para amarle.

A pesar de ello, un católico podría pensar que lo anterior es convincente en principio, pero no para su caso concreto, ya que la Iglesia no le exige profundizar en el conocimiento teológico. Si sualma no está recibiendo todo el alimento que es capaz de asimilar, no sufrirá los síntomas de la inanición, porque la semioscuridad le parecerá una luz hermosa. Sabe que ama a Dios, y lo demás —en definitiva— es asunto suyo.

Si un católico está satisfecho con lo que tiene, no hay más que hablar. Es asunto suyo, o al menos, no es mío. Pero la vida no consiste sólo en tener, sino también en dar, y difícilmente podrá estar un católico satisfecho —ni mucho ni poco— con lo que esté dando. La realidad más evidente de nuestros días es que nos encontramos rodeados por millones de almas que no reciben el alimento que el Señor ha querido que reciban, sino sólo una pequeña ración de la verdad, y ninguna ración de la Eucaristía. Nos da pena su falta de alimento —desde luego—, pero no nos quita el sueño; lo que, dicho sea de paso, plantea la cuestión de hasta qué punto nosotros mismos apreciamos el alimento que recibimos de la Iglesia. No nos quedaríamos tan tranquilos si les faltara la comida del cuerpo, porque apreciamos el valor del alimento perecedero.

Si la falta de alimento espiritual debe ser resuelta, deben ser los laicos —que están en constante contacto con las víctimas de esa falta de alimento— los que lo hagan. Debemos llegar a entender los principales dogmas, para conocerlos en sí mismos y conocer su capacidad de alimentación. No debemos ahorrar ningún esfuerzo para dominar su contenido, porque sólo así acabaremos con la inanición que nos rodea. Cuando comprendamos esto, nos daremos cuenta de que hay que poner manos a la obra; ante todo, por los demás hombres, pues es intolerable que perezcan deseando la verdad que nosotros podemos darlgs. Pero no sólo por ellos, también por nosotros: porque no es bueno para nosotros —ni para nuestros hijos— ser una minoría sana en una sociedad que está perdiendo su relación con Dios.

En este libro nos vamos a ocupar de la Teología, de acuerdo con esta doble necesidad: la necesidad que nuestras propias almas tienen del alimento, la luz y el amor de Dios que los Dogmas nos ofrecen; y la necesidad que todos los hombres tienen de nosotros, necesidad que sólo será satisfecha si nosotros la satisfacemos.

La lectura de éste y, ciertamente, de todos los libros de Teología, debe acompañarse de la lectura de la Sagrada Escritura. Sin ella, es posible obtener un conocimiento preciso de las verdades de la Revelación, pero sólo la Escritura tiene el poder maravilloso de dar vida a esas verdades en el alma: es posible que un hombre posea la verdad, pero que la verdad no le posea a él. Los Evangelios, desde luego, deben ser leídos; después, los Hechos de los Apóstoles y algunas de las Epístolas de San Pablo, especialmente la primera a los Corintios y las Epístolas a los Gálatas, Efesios, Filipenses y Colosenses. No exhaustivamente —pero sí antes o después— deberá leerse toda la Escritura.