B. EL PERDÓN DE LOS PECADOS COMO SACRAMENTO

 

§ 8. SACRAMENTALIDAD DEL PERDÓN DE LOS PECADOS


1. Realidad del sacramento de la penitencia

El perdón de los pecados que se concede en el tribunal de la penitencia es un verdadero y propio sacramento distinto del bautismo (de fe).

El concilio de Trento hizo la siguiente declaración, en contra de los reformadores : «Si quis dixerit in catholica Ecclesia poenitentiam non esse vere et proprie sacramentum», a. s.; Dz 911; cf. 912.

En la acción de perdonar los pecados se verifican todas las notas esenciales de la noción de sacramento : a) un signo exterior y sensible que simboliza la gracia ; b) un efecto de gracia invisible e interno; c) la institución por Cristo.


2. Esencia física del sacramento de la penitencia

Desde el concilio de Trento, es sentencia común la explicación de los tomistas, la cual hace consistir la esencia física del sacramento de la penitencia : por un lado, en los actos del penitente (arrepentimiento, confesión de los pecados, satisfacción o propósito de dar satisfacción) que constituyen la quasi-materia (Dz 699, 896, 914) ; y, por otro. lado, en la absolución del sacerdote, que constituye la forma. Los actos del penitente están ordenados a la absolución, lo mismo que la materia está ordenada a la forma, y constituyen con la absolución el signo sacramental obrador de la gracia.

Por el` contrario, los escotistas enseñan que la esencia física del sacramento de la penitencia consiste únicamente en la absolución que imparte el sacerdote, y que los actos del penitente son únicamente condición necesaria para la digna recepción del sacramento.

a) En favor de la sentencia tomista abogan los siguientes argumentos:

a') Como enseña el concilio de Trento (Dz 896), la virtud del sacramento de la penitencia reside «principalmente» (praecipue) —y, por tanto, no de manera exclusiva — en la absolución. Ahora bien, como la virtud de un sacramento no puede residir sino en aquello que constituye su esencia,. los tres actos del penitente (denominados quasi materia sacramenti y partes poenitentiae) constituyen, juntamente con la absolución (denominada forma), la esencia del sacramento.

b') La analogía con los demás sacramentos (exceptuando el matrimonio) nos permite esperar que también el signo sacramental de la penitencia se componga de dos elementos realmente distintos entre sí. Los actos del penitente son considerados acertadamente como materia, pues se ordenan a la absolución y son en cierto modo informados por ella. Por faltar toda sustancia material, se habla de quasi-materia; cf. Cat. Rom. ci 5, 13.

c') Como el perdón de los pecados se otorga por medio de un proceso judicial, tendrán que darse en la penitencia todos los elementos esenciales de un proceso de tal índole. Ahora bien, el proceso judicial no consta únicamente de la pronunciación de la sentencia, sino además del conocimiento de causa y del examen de la cuestión. Y esto último se verifica en el sacramento de la penitencia por la acusación que el pecador hace de sus propios delitos. Como el tribunal de la penitencia tiene por fin propio el perdón de los pecados, la confesión de la propia culpa tiene que ir acompañada del sentimiento de arrepentimiento y del propósito de dar satisfacción.

d') SANTO TOMÁS considera los actos del penitente como materia del sacramento de la penitencia, perteneciente a la esencia del sacramento; cf. S.th. ui 84, 2.

b) Los escotistas alegan que el concilio de Trento califica de quasi-materia los actos del penitente, entendiendo, por tanto, una materia impropiamente tal. Dicen también que el citado concilio solamente afirma que los actos del penitente se requieren para la integridad del sacramento ((ad integritatem sacramenti»), pero no que pertenezcan a la esencia del sacramento. La expresión de «partes poenitentiae» la entienden los escotistas en el sentido de partes integrantes. Aparte de todo esto, los escotistas aducen en su favor las siguientes razones : Los actos del penitente no podrían ser signo apropiado para significar el efecto de la gracia sacramental, y, por tanto, no constituyen la causa de tal efecto. El sacerdote, como único ministro del sacramento, tiene que poner todo el signo sacramental. La práctica seguida en la Iglesia de absolver bajo condición a los que se hallan en estado de inconsciencia presupone que el signo sacramental de la penitencia reside exclusivamente en la acción del sacerdote.

 

Capítulo primero

EL SIGNO EXTERIOR DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

 

1. LA CONTRICIÓN


§ 9. LA CONTRICIÓN EN GENERAL


1. Concepto y necesidad

El concilio de Trento definió la contrición («contritio, compunctio») como «dolor del alma y aborrecimiento del pecado cometido, juntamente con el propósito de no volver a pecar» ; «animi dolor ac detestatio de peccato commisso, cum proposito non peccandi de cetero» ; Dz 897. Según esto, el acto de contrición consta de tres actos volitivos que confluyen en una unidad : dolor del alma, aborrecimiento, propósito. No es necesario, ni será siempre posible, que el dolor de la contrición — que es un acto Libre de la voluntad — se manifieste con sentimientos sensibles de dolor. El propósito de no volver a pecar se incluye virtualmente en la verdadera contrición por los pecados cometidos.

La contrición, como se deduce de la esencia de la justificación, es el elemento primero y más necesario del sacramento de la penitencia y fue en todos los tiempos condición indispensable para conseguir el perdón de los pecados ; Dz 897. Después de instituido el sacramento de la penitencia, el arrepentimiento debe contener el propósito de confesarse y dar satisfacción. Como la contrición es parte esencial del signo sacramental, debe concebirse formalmente siempre que se reciba el sacramento de la penitencia («contritio formalis»).


2. Propiedades

La contrición saludable («contritio salutaris») ha de ser interna, sobrenatural, universal y máxima en cuanto a la valoración.

a) contrición es interna cuando es acto del entendimiento y la voluntad. Ioel 2, 13: «Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras.» Pero, por ser parte del signo sacramental, ha de manifestarse también al exterior (acusación de los propios pecados).

b) Es sobrenatural cuando se verifica bajo el influjo de la gracia actual y se concibe el pecado como una ofensa a Dios, nuestro fin último sobrenatural. El arrepentimiento puramente natural no tiene valor saludable; Dz 813, 1207.

c) Es universal cuando se extiende a todos los pecados graves cometidos. No es posible que un pecado mortal se perdone desligado de todos los demás.

d) Es máxima en cuanto a la valoración («appretiative summa») cuando el pecador aborrece el pecado como el mayor mal y está dispuesto a sufrir cualquier mal antes que ofender de nuevo a Dios con culpa grave. Sin embargo, no es necesario que la contrición sea también, en cuanto al sentimiento, grande sobre todas las cosas («intensive summa contritio»).


3. División

La contrición se divide en perfecta («contritio caritate perfecta», o simplemente contrición en sentido estricto), e imperfecta (llamada también atrición).

SANTO TOMÁS distingue dos clases de contrición, conforme a la relación quc guardan con la gracia santificante : La contrición — según este santo doctor— es el arrepentimiento del justo («poenitentia formata, sc. caritate»), y la atrición es el arrepentimiento del que todavía no está justificado («poenitentia informis, caritate non formata»); cf. De verit. 28, 8 ad 3.

Desde el concilio de Trento distinguimos dos clases de contrición, tomando como norma su motivo: La contrición perfecta está motivada por la caridad perfecta para con Dios; la atrición procede de la caridad imperfecta para con Dios o de otros motivos sobrenaturales que se reducen en último término a dicha caridad imperfecta (tales motivos son, v.g., la esperanza de la eterna recompensa o el temor del castigo eterno). De esta diversidad de motivos se deduce que las dos clases de arrepentimiento difieren no sólo gradual, sino también específicamente.

 

§ 10. LA CONTRICIÓN PERFECTA


1. Esencia de la contrición perfecta

El motivo de la contrición es el amor perfecto a Dios o caritas perfecta. Esta caridad consiste en amar a Dios sobre todas las cosas por ser El quien es (amor de benevolencia o de amistad). Su objeto formal es la bondad de Dios en sí misma («bonitas divina absoluta»).

Una etapa previa p ra llegar a esta caridad perfecta de Dios la constituye el amor /e gratitud, pues la verdadera gratitud no mira tanto el beneficio como el sentimiento del que procede ese beneficio. El objeto formal del amor de gratitud es la bondad de Dios, que se manifiesta en numerosos beneficios y, sobre todo, en el más grande de todos ellos, que fue la muerte redentora de Cristo («bonitas divina relativa»). El amor de gratitud desemboca en la caridad.

El amor de concupiscencia (amor concupiscentiae o spei), con el cual se ama a Dios por el propio provecho, es primariamente amor a sí mismo, y secundariamente —y, por tanto, de manera imperfecta— amor a Dios. Este amor no constituye un motivo suficiente para la contrición perfecta. Sin embargo, la caridad perfecta no exige la renunciación a la propia felicidad en Dios, sino únicamente la subordinación del interés propio al interés de Dios. Por eso, la Iglesia ha condenado la doctrina del arzobispo Fénelon de Cambrai (+ 1715), según la cual la caridad cristiana consiste en el amor puro a Dios con exclusión de todo otro motivo (amour désintéressé); Dz 1327 ss.

Para la esencia de la caridad perfecta o de la contrición perfecta no se requiere grado alguno determinado de intensidad o una duración prolongada. Estas cosas constituyen únicamente la perfección accidental de la contrición perfecta.


2. Justificación extrasacramental por medio de la contrición perfecta

a) La contrición perfecta confiere al que se encuentra en pecado mortal la gracia. de la justificación aun antes de que éste reciba actualmente el sacramento de la penitencia (sent. próxima a la fe).

El concilio de Trento declaró : «etsi contritionem hanc aliquando caritate perfectam esse contingat hominemque Deo reconciliare, priusquam hoc sacramentum actu suscipiatur», etc. ; Dz 898.

Fue reprobada la doctrina de Bayo, según la cual la caridad podía subsistir con el pecado mortal (Dz 1031, 1070), y la contrición perfecta sólo producía la justificación extrasacramental en caso de peligro de muerte o del martirio (Dz 1071).

b) Sin embargo, la contrición perfecta solamente opera la justificación extrasacramental cuando va unida al deseo de recibir el sacramento («votum sacramenti») (de fe).

El concilio de Trento enseña : «reconciliationem ipsi contritioni sine sacramenti voto, quod in illa includitur, non esse adscribendam» ; Dz 898. Por medio del votum sacramenti se unen entre sí los factores subjetivo y objetivo del perdón de los pecados : el acto de arrepentimiento por parte del penitente y el poder de las llaves por parte de la Iglesia. Este deseo del sacramento se contiene virtualmente en la contrición perfecta.

En el Antiguo Testamento, la contrición perfecta constituía para los adultos el único medio de alcanzar el perdón de los pecados ; cf. Ez 18, 21 ss; 33, 11 ss; Ps 31, 45. También en el Nuevo Testamento se atribuye a la caridad perfecta el efecto de conseguir el perdón de los pecados ; cf. Ioh 14, 21 ss; Lc 7, 47 («Le son perdonados [a la pecadora arrepentida] sus muchos pecados, porque amó mucho») ; 1 Iah 4, 7.

El pasaje de 1 Petr 4, 8: «caritas operit multitudinem peccatorum», que visto el contexto se refiere al mutuo perdón de los hombres, es interpretado a menudo por los padres en el sentido de que la contrición perfecta alcanza de Dios el perdón de los pecados ; cf. SAN CLEMENTE ROMANO, Cor. 49, 5; ORÍGENES, In Lev. hom. 2, 4; SAN PEDRO CRISÓI.OGO, Sermo 94. Orígenes (1. c.) cita en sexto lugar, entre los siete medios para conseguir el perdón de los pecados, «la abundancia de caridad» («abundantia caritatis») y se basa en Lc 7, 47, y 1 Petr 4, 8.

 

§ 11. LA ATRICIÓN


1. Esencia de la atrición

La contrición imperfecta o atrición es verdadera contrición, aunque procede de motivos sobrenaturales inferiores a los de la contrición perfecta. La atrición detesta el pecado como mal para nosotros, porque el pecado mancha al alma con la culpa («malum culpae») y atrae los castigos divinos («malum poenae»). Según esto, los motivos principales de la atrición son — como dice el concilio de Trento — «la consideración de la fealdad del pecado» («consideratio turpitudinis peccati») y «el temor del infierno y de [otros] castigos» («metus gehennae et poenarum») ; Dz 898. El temor del castigo es, sin duda, el motivo más frecuente de la atracción, pero no el único.

El temor que constituye el motivo de la atrición no es ni el timor filialis, es decir, el temor filial, que coexiste con la caridad y que teme el pecado como ofensa al Sumo Bien, al que ama en caridad, ni tampoco el timor serviliter servilis, es decir, el temor servilmente servil, que solamente teme el castigo y persevera en su deseo de pecar, sino el timor simpliciter servilis, es decir, el temor simplemente servil, que no solamente teme el castigo, sino que al mismo tiempo teme al Dios castigador y, en consecuencia, detesta todo propósito o deseo de pecar. La atrición que sirve para disponer a la justificación ha de excluir todo apego al pecado y debe ir unida a la esperanza del perdón; Dz 898.

Es corriente usar la palabra «atrición» desde el último cuarto del siglo xii (Simón de Tournai; antes de 1175). La significación de este término osciló mucho en la teología escolástica. Bastantes teólogos entienden por ella un arrepentimiento que no incluye el propósito de confesarse o dar satisfacción o enmendar la conducta. De aquí que la califiquen a menudo de medio insuficiente para conseguir el perdón de los pecados. Nosotros aquí la entendemos como término sinónimo de «contrición imperfecta».


2. Carácter moral y sobrenatural

La contrición motivada por el temor es un acto moralmente bueno y sobrenatural (de fe).

Contra la aseveración de Lutero según el cual la contrición inspirada por el temor a los castigos del infierno haría del hombre un hipócrita y, más aún, un pecador, declaró el concilio de Trento que tal arrepentimiento es «un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo, con el cual el penitente se prepara el camino para la justificación» (Dz 898), proclamando también que la atrición «es dolor verdadero y provechoso» (Dz 915). Por consiguiente, esta clase de dolor es moralmente bueno y sobrenatural ; cf. Dz 818, 1305, 1411 s, 1525.

La Sagrada Escritura nos amonesta en numerosos pasajes recordándonos los castigos que Dios impone por el pecado ; Mt 10, 28: «Temed más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo a la perdición del infierno >; cf. Ex 20, 20; Ps 118, 120; Mt 5, 29 s ; loh 5, 14.

También los santos padres echan mano con bastante frecuencia del motivo de temor. TERTULIANO anima al pecador a que acepte la penitencia pública haciéndole ver que por este medio escapará de las penas del infierno (De poenit. 12). SAN AGUSTÍN recomienda el temor al castigo divino, porque prepara el camino al amor que conduce a la justificación (Enarr. in Ps. 127, 7 s). SAN JUAN CRISÓSTOMO dice : «i Qué hay peor que el infierno? Y, sin embargo, nada hay más provechoso que temerle; pues el temor al infierno nos procura la corona del reino» (De statuis 15, 1).

No responden a la realidad histórica las graves inculpaciones que A. W. Diekhoff y A. Harnack lanzan contra la doctrina de fines de la edad media, sobre la contrición, acusándola de contentarse con un arrepentimiento inspirado por el mero temor al castigo («contrición patibular»).


3. La atrición y el sacramento de la penitencia

La atrición es suficiente para conseguir el perdón de los pecados por medio del sacramento de la penitencia (sent. común).

Mientras que los contricionistas exagerados (Pedro Lombardo, Alejandro de Hales, Bayo y los jansenistas) exigen para recibir válidamente el sacramento de la penitencia que se posea la contrición perfecta, que es inmediatamente justificativa, la mayor parte de los teólogos postridentinos sostienen que la contrición imperfecta (atrición) basta para obtener el perdón de los pecados por medio del sacramento de la penitencia. El concilio de Trento no dio ninguna definición autoritativa sobre este particular, pero enseñó de manera indirecta que la atrición es suficiente declarando que la atrición sin el sacramento de la penitencia no es suficiente por sí sola para justificar al pecador, pero que puede disponerle para recibir la gracia de la justificación por medio del sacramento de la penitencia : «Et quamvis sine sacramento poenitentiae per se ad iustificationem perducere peccatorem nequat, tamen eum ad Dei gratiam in sacramento poenitentiae impetrandam disponit» ; Dz 898. Por todo el contexto de esta cita se ve claramente que el concilio se refiere a la disposición próxima e inmediata que, en unión con el sacramento, basta para conseguir la gracia de justificación.

Si para la validez del sacramento de la penitencia fuera necesaria la contrición perfecta, entonces este sacramento cesaría de ser sacramento de muertos, porque el penitente se encontraría ya justificado antes de la recepción actual del sacram nto. La potestad de perdonar los pecados perdería todo su objeto, pues/de hecho el sacramento de la penitencia nunca perdonaría pecados grave Dz 913. La absolución tendría únicamente valor declaratorio, como enseñó, en efecto, Pedro Lombardo. No tendría razón de ser la ordenación emanada del concilio de Trento de que en peligro de muerte cualquier sacerdote puede absolver de todos los pecados y todas las censuras, a fin de que nadie se pierda por serle rehusada la absolución; Dz 903. La institución del sacramento de la penitencia, lejos de hacer más fácil la consecución del perdón de los pecados, no haría sino dificultarla.


4. El contricionismo y el atricionismo

Según las enseñanzas del concilio de Trento sobre la justificación, con la atrición debe ir unido un comienzo de amor a Dios, el llamado amor initialis («diligere incipiunt» ; Dz 798). Sobre la esencia interna del amor initialis se encendió en el siglo xvii una controversia teológica entre los contricionistas moderados y los atricionistas. Mientras que los primeros enseñaban que el amor inicial es un acto formal de incipiente caridad perfecta para con Dios («initium caritatis»), los segundos aseguraban que para conseguir la gracia de la justificación por medio del sacramento de la penitencia no se requería — fuera de la atrición-- ningún acto formal de caridad divina, aunque la atrición procediera del motivo de temor a las penas del infierno, y, desde luego, no se requería ningún acto de caridad perfecta para con Dios.

El papa Alejandro VII prohibió en 1667 que las partes litigantes se censurasen mutuamente hasta que la Santa Sede hubiera propuesto una solución definitiva, pero calificó de sentencia más común la doctrina de los atricionistas; Dz 1146. Conforme a esta declaración, se puede admitir que no es necesario suscitar expresamente en sí un acto especial de amor de benevolencia para con Dios, ni siquiera de amor de concupiscencia, porque el «amor inicial» se contiene ya virtualmente en la atrición unida con el verdadero aborrecimiento interno del pecado y con la esperanza de conseguir el perdón.

La caridad inicial que exigen los contricionistas viene a coincidir con la caridad exigida por los contricionistas exagerados, porque el grado de intensidad no es factor decisivo para distinguirlas.


II. LA CONFESIÓN DE LOS PECADOS


§ 12. INSTITUCIÓN DIVINA Y NECESIDAD DE LA CONFESIÓN


1. Noción y dogma

La confesión es la acusación que el penitente hace de sus propios pecados ante un sacerdote debidamente autorizado, para recibir de él el perdón de los pecados en virtud del poder de las llaves (Cat. Rom. II 5, 38).

La confesión sacramental de los pecados está prescrita por derecho divino y es necesaria para la salvación (de fe).

Los reformadores, siguiendo los precedentes de Wicleff y Pedro de Osma, negaron que la confesión particular de los pecados fuera de institución divina y que los cristianos tuvieran necesidad de ella para alcanzar la salvación, aunque admitieron el valor pedagógico y psicológico que tenía. Los reformadores podían invocar en su favor la doctrina de algunos canonistas medievales que fundaban exclusivamente la necesidad de la confesión en una ordenación positiva de la Iglesia. Tal era, por ejemplo, la Glossa ordinaria al decreto de Graciano y el Panormitano (= Nicolás de Tudeschis) invocado por Melanchthon; cf. la Confesión de Augsburgo, art. 11, 25; Apol. Conf., art. 11, 12.

Contra los reformadores declaró el concilio de Trento : «Si quis negaverit, confessionern sacramentalem vel institutam vel ad salutem necessariam esse iure divino», a. s.; Dz 916; cf. Dz 587, 670, 724. El precepto de la confesión, que se funda en una ordenación divina, no se cumple únicamente por la confesión pública, sino también por la confesión privada que se hace en secreto ante el sacerdote (confesión auricular). El citado concilio salió en defensa de esta última clase de /%nfesión, para defenderla especialmente de los ataques de Calvino, que la despreciaba como «invención de los hombres» ; Dz 916.


2. Prueba de Escritura

En la Sagrada Escritura no se expresa directamente la institución divina de la confesión particular de los pecados y su necesidad para conseguir la salvación, pero estas verdades se deducen del hecho de que Cristo instituyera la potestad para perdonar los pecados dándole forma judicial. La potestad para retener o para perdonar los pecados no puede ejercerse debidamente si el que posee tal poder no conoce la culpa y la disposición del penitente. Para ello es necesario que el penitente se acuse a sí mismo. De igual manera, la imposición de una satisfacción proporcionada a la culpa presupone la confesión particular de los pecados; cf. Dz 899.

Los pasajes de 1 Ioh 1, 9; Iac 5, 16; Act 19, 18, que nos hablan de la confesión de los pecados, no dejan ver con claridad si se trata en efecto de una confesión sacramental; hay razones poderosas que parecen abogar en contra.


3. Prueba de prescripción

No se puede señalar ningún momento de la historia de la Iglesia en que un Papa o un concilio hayan introducido el precepto de la confesión. Todos los testimonios históricos están concordes en suponer que la confesión es una institución que descansa en una ordenación divina. El concilio Iv de Letrán (1215) no introdujo la necesidad de la confesión, sino que se limitó a concretar el precepto de confesarse, ya existente entonces, prescribiendo la confesión anual ; Dz 437; CIC 906.

La Iglesia ortodoxa griega enseña en sus profesiones oficiales de fe que es necesaria la confesión particular de los pecados (cf. la Confesióo orthodoxa de P4mto MOGILAS, pars 1, q. 113; Confesióo Dosithei, decr. 15). Los cánones penitenciales de los padres y los libros sobre la penitencia de principios de la edad media suponen la confesión particular de los pecados.


4. Prueba patrística

Mientras que son imprecisos los más antiguos testimonios de los santos padres que nos hablan de la confesión de los pecados (v.g., Didakhé 4, 14; 14, 1), aparece claro en SAN IRENEO (Adv. haer. I 13, 7), TERTULIANO (De poenit. 9 y 10) y SAN CIPRIANO (De lapsis, y sus cartas) que la confesión detallada que el pecador hace de cada uno de sus pecados es parte de la penitencia instituida en la Iglesia. Todo el proceso de la penitencia toma su nombre precisamente de la confesión de los pecados y es denominado exhomológesis (= confesión).

El primer testimonio de la época antenicena que nos habla de la confesión en secreto lo encontramos en ORÍGENES. Después de enumerar este autor los seis medios que hay para alcanzar el perdón de los pecados, nos dice del sacramento de la penitencia : «Hay también otro séptimo medio, aunque duro y penoso, que es el perdón de los pecados por medio de la penitencia, cuando el pecador empapa de lágrimas su lecho y las lágrimas son su alimento día y noche, y cuando no se avergüenza de confesar sus pecados al sacerdote del Señor y buscar remedio en él» (In Lev. hont. 2, 4). En otro pasaje distingue ORÍGENES entre la confesión secreta y la pública: «Reflexiona cuidadosamente siempre que hayas de confesar tus pecados. Considera primeramente al médico a quien tú has de exponer la causa de tu enfermedad... Si él piensa y prevé que tu enfermedad es de tal índole que ha de ser confesada y curada ante toda la Iglesia (esto es, públicamente), con lo cual los demás quedarán sin duda edificados y tú mismo conseguirás más fácilmente la salvación, entonces hazlo así con madura reflexión y siguiendo el consejo prudente de aquel médico» (In Ps. 37, hom. 2, 6).

El papa San León Magno (+ 461), hablando de algunos que exigen a los fieles la confesión pública de sus pecados, califica tal hecho de «abuso en contra de la norma apostólica», de «medida ilícita», de «costumbre reprobable», e insiste en que «basta indicar la culpa de la conciencia a solos los sacerdotes mediante una confesión secreta» ; Dz 145.

 

§ 13. EL OBJETO DE LA CONFESIÓN


1. Los pecados mortales

En virtud de una ordenación divina, hay obligación de confesar todos los pecados mortales indicando su especie, número y circunstancias que cambien la especie (de fe).

El concilio de Trento recalcó de manera especial que hay que confesar también los pecados ocultos y los que se cometen contra los dos últimos preceptos del decálogo (pecados de pensamiento y deseo) ; Dz 899, 917. La imposibilidad física y moral dispensan de la integridad material de la confesión de los pecados. Cuando la confesión es formalmente íntegra, los pecados olvidados o no confesados en detalle por Gusta causa quedan perdonados indirectamente. Queda, sin embargo, la obligación — fundada en el precepto de Cristo — de dar cuenta de esos pecados en la próxima confesión, una vez cesada la causa excusante, y aceptar la satisfacción correspondiente ; Dz 1111; CIC 901.

En los primeros siglos de la era cristiana, la confesión se limitaba a los pecados gravísimos, sobre todo a los llamados «capitales». Como es natural, era relativamente rara la recepción del sacramento de la penitencia. Para todos aquellos pecados no sometidos al tribunal eclesiástico de la penitencia bastaba la confesión de los mismos hecha ante Dios.


2. Los pecados veniales

La confesión de los pecados veniales no es necesaria, pero sí lícita y provechosa (de fe).

Según doctrina del concilio de Trento, no es necesario confesar los pecados veniales, pues éstos se perdonan por muchos otros medios, como son la contrición, la oración («perdónanos nuestras deudas»), las obras de caridad y mortificación, la sagrada comunión: «taceri tamen citra culpam multisque aliis remediis expiari possunt» ; Dz 899. Sin embargo, es lícito, bueno y provechoso confesar también los pecados veniales ; Dz 899, 917; cf. 748. Tal licitud se funda en el carácter universal del poder de la Iglesia para perdonar los pecados.

La confesión de los pecados veniales empezó a usarse, primero, como ejercicio disciplinario y, más tarde, como confesión sacramental, en los monasterios, sobre todo en Irlanda. Por medio de los monjes irlandeses (San Columbano) la confesión privada reiterable, que podía extenderse a los pecados veniales, se propagó por el continente. El concilio de Trento defendió contra los reformadores la costumbre eclesiástica de confesar también los pecados veniales.

Pío vi salió in defensa de la doctrina del concilio de Trento contra las declaraciones del sínodo de Pistoya (1786), que por un supuesto respeto al sacramento quería que se restringiera la confesión realizada «por devoción» ; Dz 1539. Pío XII, en sus encíclicas Mystici Corporis (1943) y Mediator Dei (1947), recomienda encarecidamente «el uso piadoso de la confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo», y condena el menosprecio de la confesión frecuente calificándolo de «ajeno al Espíritu de Cristo y funestísimo para el cuerpo místico de nuestro Salvador».


3. Los pecados ya perdonados

Los pecados que han sido perdonados directamente por el poder de las llaves son también objeto suficiente de la confesión (sent. cierta; CIC 902).

Conforme enseña Benedicto XI (Dz 470), el repetir la confesión es un acto de humildad y, por tanto, de satisfacción. En tal caso, la absolución — como enseñan los teólogos — hace que vayan desapareciendo los impedimentos que dejaron como reliquia los pecados ya perdonados y que estorban a la acción de la gracia (reliquiae peccatorum), e igualmente logra que vayan condonándose las penas temporales debidas por los pecados.


III. LA SATISFACCIÓN


§ 14. NOCIÓN E ÍNDOLE DE LA SATISFACCIÓN SACRAMENTAL


1. Noción

Por satisfacción sacramental entendemos las obras de penitencia impuestas al penitente para expiar las penas temporales debidas por los pecados, penas que quedan después de haberse perdonado la culpa del pecado y su castigo eterno. El propósito de dar satisfacción, que se contiene virtualmente en toda verdadera contrición, es un elemento esencial del sacramento de la penitencia, mientras que la realización de dicho propósito es sólo parte integrante del mismo.


2. Base dogmática de la doctrina sobre la satisfacción

Dios no siempre perdona todas las penas temporales debidas por el pecado al perdonar la culpa del mismo y su castigo eterno (de fe).

El concilio de Trento, declaró contra los reformadores : «Si quis dixerit, totam poenam simul cum culpa remitti semper a Deo, satisfactionemque poenitentium non esse aliam quam fidem, qua apprehendunt Christum pro eis satisfecisse», a. s.; Dd 922; cf. Dz 807, 840, 904, 925.

El concilio de Trento, para probar este dogma (Dz 904), nos remite a «los ejemplos bien claros y significativos que se encuentran en la Escritura», los cuales muestran que el pecador, después de perdonada su culpa, tiene que sufrir todavía castigos; v.g., Gen 3, 16 ss (nuestros primeros padres) ; Num 12, 14 (María, hermana (le Moisés) ; 14, 19 ss (Israel) ; 20, 11 s (Moisés y Aarón) ; 2 Reg 12, I.3 s (David). Cristo pide a sus discípulos que lleven la cruz juntamente con El (Mt 16, 24; 10, 38), esto es, que hagan obras de penitencia.

La mente de los padres, a este respecto, aparece bien clara en la disciplina penitencial de la antigua Iglesia. Cuando, por motivos especiales, se concedía la reconciliación antes de haber transcurrido el plazo fijado para la penitencia, entonces había que continuar esa penitencia aun después de la reconciliación ; cf. Dz 57. SAN AGUSTÍN dice : «El castigo dura más que la culpa. De lo contrario, podría ser que alguno considerase pequeña la culpa, si con ella cesase también el castigo» (In loh., tr. 124, 5).


3. Determinación más precisa de la satisfacción sacramental

El sacerdote tiene el derecho y el deber de imponer al penitente saludables y convenientes obras satisfactorias, según la índole de los pecados y la capacidad del penitente (de fe).

El concilio de Trento declaró : «Debent sacerdotes Domini... pro qualitate criminum et poenitentium facultate salutares et convenientes satisfactiones iniungere» ; Dz 905, CIC 887.

El derecho de imponer una penitencia se funda en el carácter judicial de la potestad de perdonar los pecados. La obligación de imponerla se desprende del hecho de que el sacerdote, como ministro del sacramento, debe procurar la integridad del mismo, y, como médico del alma, ha de prescribir los remedios apropiados para sanar las heridas del espíritu. La penitencia impuesta tiene como fin la expiación y corrección ; cf. Dz 904, 925.

La satisfacción sacramental, como parte del sacramento de la penitencia, produce «ex apere operato» la remisión de las penas temporales y la curación de las reliquiae peccatorum, o sea, la debilitación de las malas inclinaciones. La extensión de las penas perdonadas depende de la penitencia que se imponga y de la disposición del que realiza la satisfacción. El efecto de la satisfacción sacramental depende de que se encuentre uno o no en estado de gracia.

No es necesario que la satisfacción se cumpla antes de recibir la absolución; cf. Dz 728, 1306-1308, 1535. En la antigüedad cristiana era ordinario cumplir la satisfacción antes de ser reconciliado. Por vía de excepción, v.g., cuando había peligro de muerte o eran tiempos de persecución, se concedía la reconciliación antes de realizar la satisfacción, o al menos antes de terminarla. Cuando a principios de la edad media y por influjo de la penitencia céltica (Columbano + 615) se introdujo la confesión privada repetible, la recepción de la penitencia y la reconciliación estaban todavía separadas entre sí, a no ser que hubiera peligro de muerte. A consecuencia de dificultades de índole práctica, se concedió como excepción, desde fines del siglo Ix, el otorgar la reconciliación inmediatamente después de la confesión y la imposición de la penitencia. Hacia fines del siglo x y principios del xi (Burcardo de Worms t 1025) se estableció como práctica universal el conceder inmediatamente la reconciliación.


4. Apéndice: La satisfacción extrasacramental

Las penitencias extrasacramentales, como son los ejercicios voluntarios de penitencia y el sufrimiento paciente de las pruebas divinas, poseen también valor satisfactorio (de fe).

El concilio de Trento declaró que «por medio de las penas que Dias envía, soportadas con paciencia, así como también por medio de las obras de penitencia realizadas voluntariamente, tales como ayunos, oraciones, limosnas y otras obras de piedad, se da satisfacción a Dios (en virtud de los méritos de Cristo) por los, pecados (por lo que respecta a la pena temporal)» ; Dz 923 ; cf. 906. De la condenación de una proposición de Bayo (Dz 1077) se desprende también como doctrina eclesiástica cierta que las obras de penitencia del justo son satisfactorias de condigno, es decir, de estricta exigencia.

Mientras que la satisfacción sacramental, como parte del sacramento de la penitencia, obra «ex opere operato», la satisfacción extrasacramental produce únicamente sus efectos «ex opere operantis». Para que la penitencia surta su efecto satisfactorio, que es eliminar las penas temporales debidas por el pecado, tienen que verificarse las mismas condiciones que para la realización de una obra meritoria (libertad, bondad moral y sobrenaturalidad de la acción ; estado de peregrinación y estado de gracia en el que obra). Además, la obra satisfactoria, como compensación voluntaria del castigo debida a Dios, ha de tener carácter penal, esto es, ha de ir asociada a cierta molestia e incomodidad, cosa que en el estado de naturaleza caída se verifica de hecho en la realización de toda obra buena. La posibilidad de dar satisfacción, io mismo que la de adquirir mérito, se funda en la gracia redentora de Cristo; Dz 923: per Christi merita.


IV. LA ABSOLUCIÓN


§ 15. LA ABSOLUCIÓN SACERDOTAL COMO FORMA DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


1. Esencia de la forma sacramental

La forma del sacramento de la penitencia consiste en las palabras de la absolución (de fe; Dz 896; cf. 699).

En la Iglesia latina las palabras de la absolución son : «Ego te absolvo a peccatis tuis in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Amen.» Las palabras «in nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti» no se requieren para la validez de la forma ni por ordenación de Cristo ni por la naturaleza misma de la sentencia judicial. Las oraciones que preceden y siguen a la absolución no pertenecen a la esencia de la forma y pueden omitirse por alguna razón poderosa; Dz 896; CIC 885.


2. Sentido de la absolución

La absolución, en unión con los actos del penitente, opera la remisión de los pecados (de fe).

La absolución no es meramente declaratoria, como suponían numerosos teólogos escolásticos desde el punto de vista de su doctrina contricionista y como enseñaban los reformadores desde el punto de vista de su doctrina sobre la justificación. La absolución no se limita a anunciar la remisión de los pecados, sino que además opera tal remisión (cf. § 5). El concilio de Trento condenó la doctrina de los reformadores; Dz 919.

Partiendo del supuesto de que la contrición produce siempre la justificación antes de que se reciba actualmente el sacramento, llegaron Pedro Lombardo y muchos de sus partidarios a sostener que la absolución tenía únicamente valor declaratorio. No obstante, siguieron defendiendo que era necesario recibirla y que producía la reconciliación con la Iglesia. SANTO TOMÁS rechazó la teoría de la declaración, aplicando lógicamente el concepto de sacramento al de la penitencia y estableciendo un paralelo entre el perdón de los pecados por el sacramento de la penitencia y el del bautismo; S.th. u1 84, 3.


3. Forma verbal de la absolución

En la Iglesia primitiva, la absolución tenía forma deprecatoria, o sea, de oración de súplica. El papa León I comenta : «El perdón de Dios solamente puede alcanzarse por las oraciones de los sacerdotes» («supplicationibus sacerdotum») ; Dz 146. Al llegar la edad media, se añadieron en la Iglesia latina algunas expresiones indicativas dentro de la forma deprecativa. En el siglo xiii se impuso exclusivamente la forma indicativa, que correspondía mejor al carácter judicial de la absolución. Santo Tomás salió en defensa de dicha forma. La Iglesia oriental sigue usando hasta el presente formas deprecativas, aunque no de manera exclusiva. Como esa forma de súplica fue usada en toda la Iglesia durante siglos enteros y nunca recibió censura alguna, debe ser considerada como suficiente y válida. La intención del ministro da significación indicativa a la forma materialmente deprecativa. Debe considerarse como inválida la forma que sea deprecativa tanto material (en cuanto al tenor literal de las palabras) corno formalmente (en cuanto al sentido que se pretende dar a las mismas), es decir, que no sea más que una simple oración para conseguir el perdón de los pecados, porque entonces tal forma no estaría conforme con el carácter judicial del acto de perdonar los pecados.

La absolución solamente se puede dar oralmente y a personas que se hallaren presentes; cf. Dz 1088.

 

Capítulo segundo

EFECTOS Y NECESIDAD DEL SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA

 

§ 16. EFECTOS DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


1. Reconciliación con Dios

El efecto principal del sacramento de la penitencia es la reconciliación del pecador con Dios (de fe).

El concilio de Trento hizo la siguiente declaración : «res et effectus huius sacramenti, quantum ad eius viril et efficatiam pertinet, reconciliatio est cum Deo» ; Dz 896. La reconciliación con Dios no sólo comprende la remisión del pecado, sino también la concesión de la gracia santificante, pues precisamente el perdón de los pecados tiene lugar por la infusión de la gracia santificante. Esta gracia se devuelve al que la había perdido y se acrecienta al que la seguía poseyendo. Con el perdón de la culpa va necesariamente unida la remisión de la pena eterna, aunque las penas temporales no siempre se perdonan íntegramente (cf. § 14, 2).

La gracia específica del sacramento de la penitencia es la gracia santificante, en cuanto ésta se ordena a que el alma sane del pecado (Dz 695: «per poenitentiam spiritualiter sanamur»). Con la gracia santificante se concede también el título a las gracias actuales necesarias para preservarse de caer en pecado.


2. Paz del alma

La reconciliación con Dios tiene a veces (interdum) — y, por tanto, no siempre y en todos los casos — un efecto psicológico accidental, que es producir la paz y tranquilidad de conciencia y una intensa consolación espiritual («conscientiae pax ac serenitas cum vehemente spiritus consolatione» ; Dz 896).


3. Reviviscencia de los méritos

Las obras buenas realizadas en estado de gracia que por el pecado mortal habían quedado «mortificadas», esto es, convertidas en ineficaces, reviven de nuevo por el sacramento de la penitencia (sent. común).

No poseemos definición alguna del magisterio eclesiástico sobre este particular, pero el concilio de Trento enumera entre las condiciones para la meritoriedad de las buenas obras (Dz 842) la duración no interrumpida del estado de gracia. Pío xI comenta en la bula jubilar Infinita Dei misericordia (1924) que todos aquellos que hacen penitencia «reparan y recuperan íntegramente la abundancia de méritos y dones que habían perdido por el pecado» ; Dz 2193.

Los pasajes bíblicos citados para probar la reviviscencia de los méritos (Ez 33, 12; Hebr 6, 10; Gal 3, 4; Mt 10, 42; Apoc 14, 13) no son por sí mismos suficientemente probativos. Pero los padres y los teólogos defienden casi unánimemente esta tesis. San Jerónimo comenta a propósito de Gal 3, 4: «De quien ha trabajado por la fe en Cristo y después cae en el pecado se dice que todos sus afanes anteriores han sido vanos mientras se encuentra en pecado; pero no perderá su fruto si se convierte a la primera fe y al celo antiguo.» Santo Tomás prueba la reviviscencia de los méritos haciendo ver que las obras meritorias — en cuanto a su aceptación por Dios — siguen siendo aun después del pecado las mismas que eran antes de él. Pero el pecado impide la recepción de la eterna recompensa. Ahora bien, en cuanto cesa este impedimento, las obras buenas recuperan su efecto correspondiente, que es conducir a la vida eterna; S.th. tu 89, 5.


4. Apéndice: No hay reviviscencia de los pecados

No se puede admitir la reviviscencia de los pecados ya perdonados («reviviscentia sive reditus peccatorum»), contra lo que sostuvieron algunos teólogos de la escolástica incipiente. Así como Cristo perdonaba Ios pecados incondicionadamente (absolutamente), así también concedió a su Iglesia el poder de perdonarlos de manera absoluta y definitiva. La reviviscencia de los pecados tendría como consecuencia el que hubiera que volver a confesar todos los pecados mortales cometidos anteriormente e incluso que hubiera que volver a recibir el bautismo. Algunos padres, como SAN AGUSTÍN y San Gregorio Magno, refiriéndose a la parábola del siervo despiadado (Mt 18, 23 ss), hablan en sentido impropio de la reviviscencia de los pecados, por cuanto un nuevo pecado mortal nos sitúa de nuevo en nuestro estado anterior de separación de Dios y castigo eterno; cf. S.th. III 88, 1.

 

§ 17. NECESIDAD DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

Para lograr la salvación, tienen necesidad del sacramento de la penitencia todos los que hubieren caído en pecado mortal después de recibido el bautismo (de fe).

El concilio de Trento parangona la necesidad del sacramento de la penitencia con la del sacramento del bautismo; Dz 895. Lo mismo que el sacramento del bautismo, el de la penitencia es también necesario con necesidad de precepto y de medio. La necesidad de precepto se deriva del hecho de la institución divina, y la necesidad de medio, de la finalidad que tiene este sacramento, que es reconciliar con Dias a los cristianos que han caído en pecado mortal. En caso de necesidad se puede sustituir la recepción actual del sacramento por el deseo de la misma (votum sacramenti).

La mente de los padres acerca de la necesidad del sacramento de la penitencia aparece bien clara en los frecuentes parangones que establecen entre este sacramento y el del bautismo, y en los epítetos que le aplican, tales como «bautismo penoso» (SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. Iv 9), «bautismo de penitencia» (SAN FILASTRO, De haer. 89), «bautismo de lágrimas» (SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 39, 17), «bautismo por penitencia y lágrimas» (SAN JUAN DAMASCENO, l.c.) o «segunda tabla de salvación después del naufragio» («secunda post naufragium tabula»; SAN JERÓNIMO, Ep. 130, 9).

El precepto divino implícito en la institución ha sido concretado por la Iglesia en el concilio IV de Letrán (1215) y en el de Trento dando una ley universal que obliga a todos los fieles a confesarse por lo menos una vez al año. La obligación comienza con la edad del discernimiento, esto es, con el uso de razón, que suele aparecer hacia lds siete años de edad; Dz 437, 918, 2137; CIC 906. Quien no haya cometido pecado mortal no está sometido a esta ley, según la opinión más probable. La razón es que los pecados veniales no son objeto obligatorio de confesión.

 

Capítulo tercero

EL MINISTRO Y EL SUJETO DEL SACRAMENTO
DE LA PENITENCIA

 

§ 18. EL MINISTRO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA


1. Los obispos y sacerdotes, únicos titulares del poder de absolver

Solamente los obispos y sacerdotes son los poseedores del poder eclesiástico de absolver (de fe).

El concilio de Trento hizo la siguiente declaración contra Lutero : «Si quis dixerit... non solos sacerdotes esse ministros absolutionis», a. s.; Dz 920, cf. 670, 753. La palabra «sacerdotes» denota aquí tanto a los obispos como a los presbíteros.

Cristo prometió a sólo los apóstoles el poder de absolver (Mt 18, 18) y tan sólo a ellos confirió tal potestad (Iah 20, 23). De los apóstoles pasó este poder a sus sucesores en el sacerdocio, los obispos y presbíteros. La esencia misma de la constitución jerárquica de la Iglesia exige que no todos los fieles sin distinción posean el poder judicial de absolver, sino que únicamente lo tengan los miembros de la jerarquía.

En la antigüedad cristiana —como sabemos por testimonio de la tradición — los obispos y presbíteros tenían en sus manos la dirección de la penitencia. Según SAN CIPRIANO, el perdón de los pecados y la concesión de la paz se hacían «por medio de los sacerdotes» («per sacerdotes» ; De lapsis 29). SAN BASILIO ordena confesar los pecados a aquellos a quienes está confiada la dispensación de los misterios de Dios (Regulae brevius tractatae, reg. 288). SAN AMBROSIO dice: «Este derecho se concede solamente a los sacerdotes» («solis sacerdotibus» ; De poen. 12, 7). SAN LEÓN I comenta que el perdón de los pecados en el sacramento de la penitencia solamente se puede alcanzar por las oraciones de los sacerdotes («supplicationibus sacerdotum» ; Ep. 108, 2; Dz 146).


2.
La llamada confesión diaconal y laical

La absolución impartida por diáconos, clérigos de rango inferior y laicos no puede ser considerada como verdadera absolución sacramental (de fe).

SAN CIPRIANO (Ep. 18, 1) y el sínodo de Elvira (can. 32) concedieron que el diácono, en caso de necesidad, impartiera la reconciliación. No está claro si por ello se entendía la absolución del pecado o el levantamiento de la excomunión. Los libros penitenciales, las colecciones de cánones antiguos y los teólogos de la alta edad media (Lanfrarico) prescriben que en caso de necesidad se haga la confesión ante un diácono. Parece muy problemático que a tal confesión fuera unida ordinariamente la absolución. Desde fines del siglo XII algunos sínodos protestaron contra esa costumbre, alegando que los diáconos no poseían la potestad de absolver. Para comprender históricamente esa confesión diaconal conviene tener en cuenta que en la antigüedad lo que se consideraba como más importante en el proceso del perdón sacramental de los pecados era la satisfacción, y en la alta edad media se insistía más en la confesión de los pecados como saludable humillación de sí mismo, mientras que tenía mucha menos importancia la absolución sacramental.

Por la razón indicada, era corriente en la alta edad media confesar los pecados aun ante un laico, en caso de no hallar a mano un sacerdote. A esta amplia difusión de la confesión laical contribuyó no poco el opúsculo del SEUDO-AGUSTÍN, De vera et falsa poenitentia (siglo xi). Muchos teólogos escolásticos, como PEDRO LOMBARDO (Sent. iv 17, 4) y SANTO TOMÁS DE AQUINO (Suppl. 8, 2), llegaron a declararla obligatoria. Escoto, que ponía exclusivamente en la absolución del sacerdote la esencia del sacramento de la penitencia, se pronunció en contra de la confesión laical. Los teólogos postridentinos la impugnaron, porque fácilmente podía entenderse erróneamente en el sentido del sacerdocio universal de los laicos propugnado por los reformadores. La confesión laical, como expresión del sentimiento de penitencia y del deseo del sacramento, podía operar la justificación «ex opere operantis».

En la Iglesia griega, desde fines de la controversia de las imágenes (hacia el 800) hasta el siglo XII, la administración de la penitencia estuvo principalmente en manos de los monjes, los cuales a menudo no eran sacerdotes. El perdón de los pecados que ellos concedían era considerado erróneamente como absolución sacramental. Esta costumbre se basaba en la creencia, que se remontaba a los tiempos de Orígenes, de que sólo los «pneumáticos» (favorecidos con carismas) eran los que tenían poder para perdonar los pecados y comunicar el Espíritu Santo.


3. Necesidad de la potestad de jurisdicción

Debido al carácter judicial del sacramento de la penitencia y para la validez del mismo, se requiere la potestad de jurisdicción además de la de absolver concedida por la ordenación sacerdotal ; Dz 903, 1537; CIC 872.

Por esta misma razón, tanto el Papa como los obispos tienen el derecho de reservar la absolución de ciertos pecados de sus súbditos a su propio tribunal de la penitencia, de modo que los confesores ordinarios no pueden absolver válidamente de tales pecados a no ser en caso de peligro de muerte y en los casos previstos especialmente por el derecho eclesiástico; Dz 903, 921; CIC 882, 900. Históricamente, las reservaciones episcopales y pontificias se remontan a princippios del siglo xiI (sínodo de Londres 1102, can. 20; sínodo de Clermont 1130, can. 10). En la baja edad media llegaron a tomar un incremento indebido, en perjuicio de la cura de almas.

 

§ 19. EL SUJETO DEL SACRAMENTO DE LA PENITENCIA

El sacramento de la penitencia puede ser recibido por todo bautizado que después del bautismo haya cometido un pecado mortal o venial (de fe; Dz 911, 917).

Para la recepción válida se requieren — según sentencia común — Ios tres actos de contrición, confesión de los pecados y satisfacción.

Para la recepción digna se requiere, además de la fe, el sentimiento de dolor por Ios pecados. Como este sentimiento es parte esencial de la materia, coincide de hecho la recepción digna con la recepción válida.

 

APÉNDICE


§ 20. LA DOCTRINA SOBRE LAS INDULGENCIAS


1. Noción de indulgencia

Por indulgencia (indulgentia) se entiende la remisión extrasacramental, válida ante Dios, de las penas temporales restantes debidas por los pecados (ya perdonados en cuanto a la culpa) y que la autoridad eclesiástica, disponiendo del tesoro satisfactorio de la Iglesia, concede para los vivos a modo de absolución y para los difuntos a modo de sufragio: «remissio coram Deo poenae temporalis debitae pro peccatis ad culpam quod attinet iam deletis, quam ecclesiastica auctoritas ex thesauro Ecclesiae concedit pro vivis per modum absolutionis, pro defunctis per modum suffragii» ; CIC 911 ; cf. PAULO VI, constitución apostólica Indulgentiarum doctrina, de 1-1-1967.

La indulgencia no es una remisión de los pecados, antes bien presupone como condición necesaria tal remisión. La fórmula indulgencial empleada en la edad media: «concedimus plenam (plenissimam) remissionem peccatorum», significa que por la remisión de las penas temporales restantes debidas por los pecados se eliminan los últimos efectos del pecado. Como condición se exigen ordinariamente la contrición y la confesión; cf. Dz 676.

La indulgencia no es tampoco una mera remisión de las penas canónicas, sino también de las penas temporales en las que se ha incurrido ante Dios por los pecados; cf. Dz 759, 1540.


2. Poder de la Iglesia con respecto a las indulgencias

La Iglesia tiene potestad para conceder indulgencias (de fe).

El concilio de Trento declaró, contra los ataques de Wicleff y Lutero : «Sacrosancta synodus... eos anathemate damnat, qui (indulgentias) aut inutiles esse asserunt, vel eas concedendi in Ecclesia potestatem esse negant» ; Dz 989, 998; ,cf. Dz 622, 676 ss, 757 ss. El papa LEÓN X, en su decreto sobre las indulgencias Cum postquam (1518), funda el poder de la Iglesia para conceder indulgencias en el poder de las llaves. Mas por este poder de las llaves no hay que entender, en sentido estricto, el de perdonar los pecados, sino, en sentido amplio, el poder eclesiástico de jurisdicción; porque no todo poseedor del poder de perdonar los pecados posee también el poder de conceder indulgencias. Dentro de la potestad de absolver de la culpa del pecado y del castigo eterno no se contiene sin más la potestad de remitir las penas temporales debidas por los pecados. La indulgencia, por su esencia, no es un mero acto de gracia por el cual se perdone gratuitamente la pena temporal de los pecados sin reparación alguna, antes bien, la indulgencia es una compensación tomada del tesoro satisfactorio de Cristo y los santos. A los perfectos de la comunidad eclesiástica les corresponde distribuir a los fieles este tesoro espiritual. La posibilidad de tal satisfacción vicaria se deriva de la unidad del cuerpo místico de Cristo, de la comunión de los santos. La potestad de conceder indulgencias radica, por tanto, en la potestad de jurisdicción que posee la jerarquía eclesiástica y en la fe en la comunión de los santos ; cf. Dz 740a; Suppl. 25, 1.

Las indulgencias, en su forma actual, aparecieron en el siglo xi. Procedían de las «absoluciones» extrasacramentales que tenían lugar en la alta edad media y en las cuales el Papa, los obispos y los sacerdotes, a menudo invocando su poder de atar y desatar, imploraban la misericordia de Dios en favor de algunas personas o de todos los fieles en general para que Dios les concediese el perdón de los pecados. Cuando en el siglo xi el perdón de las penas temporales debidas por los pecados, que se esperaba de Dios, comenzó a atribuirse a la penitencia eclesiástica, y conforme a eso ésta fue reducida, la absolución se transformó en indulgencia. El poder de otorgar indulgencia, aunque en forma distinta, lo ha ejercitado ya la Iglesia desde la antigüedad cristiana. Por las «intercesiones (cartas de paz) de los mártires», la Iglesia —sobre todo la del norte de África en el siglo iii (San Cipriano) — concedía de vez en cuando a algunos penitentes la remisión parcial de la penitencias que les habían sido impuestas. Se tenía la confianza de que Dios, por la intercesión y los méritos de los mártires, les condonaría la restante pena debida por las pecados. En la alta edad media aparecieron las «redenciones» (conmutación de penitencias), por las cuales se cambiaban penitencias graves en otras obras compensatorias más ligeras (limosnas, peregrinaciones). Aunque en principio se exigió la equivalencia de la penitencia conmutada con la otra primitivamente impuesta, de hecho la conmutación significó siempre un alivio de dicha penitencia. En atención a la comunión de los santos, se concedió que otras personas (monjes) ayudasen al cumplimiento de las penitencias o representasen al penitente, sobre todo cuando éste se encontraba enfermo. Con ello existía, sin duda, el peligro de una exteriorización de la penitencia. Los precedentes inmediatos de las indulgencias fueron las «absoluciones», muy corrientes en la alta edad media, que al principio consistieron en meras oraciones de intercesión, pero que después fueron tomando sucesivamente el carácter de absolución autoritativa.


3. Fuente de las indulgencias)

La fuente de las indulgencias es el tesoro satisfactorio de la Iglesia, que se compone de las sobreabundantes satisfacciones de Cristo y los santos (sent. cierta).

Dios podría perdonar a los hombres sus pecados sin ninguna clase de satisfacción y no por eso quedaría quebrantada la justicia (S.th. tii 64, 2 ad 3). Pero, de hecho, en el orden de la salvación que Dios estableció por medio de Cristo, el perdón de los pecados exige una satisfacción conveniente. Cuando, por las indulgencia, se perdonan de ,forma extrasacramental las penas temporales debidas por los pecados, la Iglesia ofrece a la justicia punitiva de Dios una compensación satisfactoria correspondiente a las penas temporales que se condonan al que recibe las indulgencias; y tal compensación satisfactoria la toma la Iglesia de las satisfacciones infinitas de Cristo y de las excedentes de los santos, esto es, de las satisfacciones que sobrepasan la medida de lo que éstos debían por sus propios pecados. Todo este cúmulo satisfactorio de Cristo y sus santos se denomina «tesoro de la Iglesia» («thesaurus Ecclesiae»). La autoridad eclesiástica posee el poder de disponer de este tesoro espiritual, aunque esto no debe entenderse en el sentido estrictamente jurídico de un derecho formal para disponer de una cosa, porque en este caso no se trata de valores materiales, sino morales, inseparables de la persona de Cristo y de los santos. Cuando concede una indulgencia, la autoridad eclesiástica se vuelve suplicante a la misericordia de Dios para que éste conceda la remisión de las penas temporales, no expiadas todavía, a los miembros necesitados del cuerpo místico de Cristo que cumplieron las condiciones prescritas, haciendo esta remisión en atención a las sobreabundantes satisfacciones de Cristo y los santos. La oración de la Iglesia necesita ser aceptada por Dios, pero puede contar con ello con certeza moral en consideración de la particular situación que ocupa en el cuerpo místico aquel que concede las indulgencias.

La doctrina sobre la existencia del «thesaurus Ecclesiae» y el poder dispositivo de la Iglesia sobre este tesoro se fue creando en la teología escolástica a comienzos del siglo xiii (Hugo de San Caro), siendo propuesta oficialmente, aunque no definida, primeramente por el papa CLEMENTE VI en su bula jubilar Unigenitus Dei Filius (1343) y más tarde por LEóx x en la bula sobre las indulgencias Cum postquam (1518) ; Dz 550 ss, 740a. Esta doctrina se apoya en la satisfacción vicaria de Cristo y en la comunión de los santos. Los ataques de Lutero, Bayo y el sínodo de Pistoya contra esta doctrina fueron condenados por la Iglesia ; Dz 757, 1060, 1541.


4. Los poseedores del poder de conceder indulgencias

El ejercicio de la potestad de conceder indulgencias no es un acto de la potestad de orden, sino de la de jurisdicción. El Papa, como poseedor de la suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, posee un poder absoluto, es decir, ilimitado, para conceder indulgencias. Los obispos, en virtud de su potestad ordinaria, pueden conceder indulgencias tan sólo a sus súbditos y en una amplitud Limitada por el derecho eclesiástico; cf. CIC 912, 274, n. 2; 349, § 2, n. 2. También los cardenales tienen un poder limitado de conceder indulgencias ; CIC 239, § 1, n. 24.


5. División de las indulgencias

a) Por su extensión, las indulgencias se dividen en plenarias («indulgentia plenaria, totalis») y parciales («indulgentia partialiss.), según que quede remitida total o parcialmente la pena temporal debida por el pecado. La amplitud de esa remisión depende de la decisión de la Iglesia : «tantum valent, quantum pronuntiantur» (o «praedicantur» ; Suppl. 25, 2). Las indicaciones de tiempo que antes se usaban en las indulgencias parciales significan que se condona la misma cantidad de pena que se habría expiado en el tiempo indicado según las normas de la antigua disciplina penitencial de la Iglesia.

Hay unos pocos teólogos que disienten de la sentencia común (así, por ejemplo, Cayetano) y afirman que la indulgencia plenaria es la remisión de aquella medida de pena temporal que corresponde a todo el valor expiatorio de la peniteneia canónica que debía imponerse según las antiguas normas. Como tal valor expiatorio no correspondía sin más a la satisfacción debida ante Dios, no es seguro — según esta sentencia — que la indulgencia plenaria opere la remisión de todas las penas temporales. Esta teoría se apoya en la fórmula usual con que se concedían las indulgencias con anterioridad al siglo xiii, en la cual se afirmaba que quedaba condonada toda la penitencia (impuesta). URBANO II declaró (1095), al proclamar la primera indulgencia de la Cruzada: «Inter illud pro omni poenitentia [ei] reputetur» (MANSI xx 816).

b) Según su aplicación, las indulgencias se dividen en aplicables a los vivos y a los difuntos. A los fieles vivos se les aplican las indulgencias a modo de absolución («per modum absolutionis»). La Iglesia no tiene jurisdicción sobre los fieles difuntos que se encuentran en el purgatorio. Por eso, las indulgencias «por los difuntos» no se pueden aplicar directamente por absolución, sino de manera indirecta por vía de intercesión o sufragio, y por lo mismo su efecto es incierto. La posibilidad de aplicar indulgencias se funda en la comunión de los santos.

Los pareceres de los teólogos no están de acuerdo sobre la significación de la frase «per modum absolutionis». Según su sentido original, esta frase significaba la absolución judicial de la penitencia impuesta por la Iglesia. Se pensaba que con la remisión de la penitencia eclesiástica iba siempre unida una correspondiente remisión de la pena merecida ante Dios y que había que pagar en la vida futura. Después que dejó de practicarse la penitencia pública, esta expresión siguió empleándose (cf. Dz 740a [León x] ; CIC 911). Según L. Billot y P. Galtier, tiene aún hoy día la significación de que las penas temporales debidas por los pecados son remitidas «per modum solutionis», es decir, por pago efectuado con el tesoro de la Iglesia. B. Poschmann pretende conformarse al sentido primitivo de la expresión, entendiendo la concesión de la indulgencia como acto de absolución judicial, pero que inmediatamente sólo se refiere a la remisión de la pena canónica que debe imponerse — hoy tan sólo hipotéticamente— según las antiguas prescripciones penitenciales, mientras que la condonación de las penas del más allá es efecto de la oración que va implícita en la absolución y que pide la aceptación de la compensación tomada del tesoro satisfactorio de la Iglesia.

Las indulgencias en favor de los difuntos aparecen históricamente en la segunda mitad del siglo xv (Calixto iii, 1457; SIxTO IV, 1476), aunque la teología de la alta escolástica había afirmado ya la posibilidad de aplicar indulgencia a los difuntos (Suppl. 71, 10). La doctrina de Lutero de que las indulgencias nada aprovechan a los difuntos, así como también la negación de las mismas por el sínodo de Pistoya, fueron reprobadas por la Iglesia ; Dz 762, 1542.


6. Condiciones para conceder y ganar indulgencias

El uso de las indulgencias resulta útil y saludable a los fieles (de fe; Dz 989, 998).

a) Las condiciones para la concesión de indulgencias son : a') poseer legítimo poder para ello; b') que exista motivo razonable.

Según SANTO TOMÁS (Suppl. 25, 2) es motivo razonable todo aquel que contribuya a la gloria de Dios y al provecho de la Iglesia. Muchos otros teólogos, v.g., Cayetano, exigen una «causa proportionata», es decir, una ventaja de orden moral que corresponda a la importancia de la indulgencia.

b) Las condiciones para ganar indulgencias son, además de estar bautizado y no excomulgado : a') el estado de gracia santificante, por lo menos al terminar las obras prescritas; b') ser súbdito del que concede la indulgencia ; c') intención, al menos habitual, de ganar indulgencia ; d') exacto cumplimiento de las obras prescritas. Cf. CIC 925, 927; Suppl. 25, 2.

Es objeto de controversia la cuestión de si para ganar indulgencias en favor de los difuntos se requiere el estado de gracia. La mayor parte de los teólogos se deciden por la afirmativa (contra Suárez, Chr. Pesch, P. Galtier), porque es improbable que Dios acepte la oración del que está en pecado mortal cuando éste le pide que sea aplicada la indulgencia a los difuntos. Algunos teólogos del siglo xv (v.g., G. Biel) sostienen la inadmisible sentencia de que el Papa posee también potestad de jurisdicción sobre las almas del purgatorio y que, por tanto, puede aplicarles indulgencias bajo la forma de absolución autoritativa. De ahí se sacó en la práctica la perniciosa conclusión de que el mediador de la indulgencia solamente tenia necesidad de cumplir la obra prescrita (de ordinario dar limosnas en metálico), y no era necesario hallarse en estado de gracia para ganar la indulgencia.

Para ganar indulgencia plenaria no basta el simple estado de gracia, esto es, el estar libre de pecados graves, sino que se requiere además la carencia de pecados veniales.