CAPÍTULO VIII

LA VIDA HUMANA A LA LUZ DE LA
ENCARNACIÓN DOLOROSA
 

El primer hombre fue creado a imagen de Dios, que es su Hijo. Y por esto el Hijo se hizo hombre más bien que las otras Personas divinas, porque Él es el módulo, la idea y el modelo de nuestra creación. Y por consiguiente lo debía ser de nuestra reparación. Porque una obra destruida debe repararse sobre la idea que le dió origen. Se reforma un cuadro ajustándolo al original. Debemos pues, reformarnos sobre la Imagen de Nuestro Seílor puesto que sobre ella hemos sido fcrmados ; y en esta semejanza consiste nuestra santidad y nuestra perfección. (J. CRASSET) (1).

 

Jesucristo es Dios, el Hijo de Dios, el Verbo Encarnado. Al llamarlo así y al tener conciencia de toda la grandeza de la realidad que estos nombres evocan, nos hallamos colocados ante un problema inmenso, cuyos efectos alcanzan ni más ni menos a la eternidad.

Este problema requiere de nosotros una actitud clara —aceptación o rechazo— y esto antes de que acabe nuestra vida de aquí abajo. En verdad "Él ha sido puesto para caída y resurgimiento de muchos... y para ser un signo expuesto a la contradicción" (Luc. II, 34). "El mismo que en el comienzo nos creó, al fin envió a su Hijo. Y el Señor obedeció a su mandato, naciendo de la mujer, derribando a nuestro enemigo y perfeccionando al hombre según la imagen y la semejanza de Dios... De esta manera, la prevaricación de la ley divina, de la que en otro tiempo fue culpable Adán, fue abrogada por la observancia del mandamiento de la ley de parte del Hombre-Dios que no quebrantó en nada el mandamiento de Dios" (S. Ireneo) (2 )

En otros términos: Cristo vino para salvar a la humanidad del pecado por su Encarnación, para merecerle el estado de gracia y para expiar, en su lugar, el pecado. Por esta razón la humanidad está en Cristo y vive por él, en el propio sentido de la palabra , Y porque hay un hombre que es Dios y que al mismo tiempo está estrechamente ligado al género humano por todos los lazos de la comunidad de naturaleza e, infinitamente más, por los lazos de la gracia, ser hombre, por lo menos en derecho, ya no es ser para Dios un extraño o un desconocido. "Es tal el amor de Dios por los hombres, que se hace el padre de aquellos a quienes ha creado, dice San Atanasio. Esto se produce cuando los hombres reciben en su corazón al Espíritu del Hijo, el cual clama : Abba, Padre (Gál. IV, 6). Son todos los que han recibido al Verbo y han adquirido de él el poder de ser hijos de Dios. Porque, en cuanto naturalezas creadas, no podrían en manera alguna ser hijos, si no hubieran recibido en sí al propio Hijo de Dios. Precisamente por esto el Verbo se hizo carne, para que los hombres fueran capaces de recibir a la divinidad... Porque nosotros no somos hijos por nosotros mismos, sino por el Hijo que está entre nosotros; y Dios no es tampoco por naturaleza nuestro Padre, sino el Padre del Verboque está entre nosotros, en quien y por quien clamamos : Abba, ¡Padre! Y por su parte el Padre dice a los hombres en quienes ve a su Hijo: Yo te he engendrado (Salmo II, 7) y los llama hijos" (3).

Se podría decir con el Cardenal de Bérulle: "El estado del universo ha cambiado... Porque hasta ahora las luces de la tierra estaban en el cielo... y ahora las luces del cielo están en la tierra ; y la tierra que lleva a Jesús, lleva la llama que alumbra el cielo y la tierra" (4).

El valor real, profundo del hombre, está, por lo tanto, ligado a un hecho: Cristo no es solamente Dios, es también hombre. Si el hombre como criatura está ya unido a Jesús, Verbo de Dios, por el lazo inefable de la creación, el nuevo lazo que resulta de la Redención lo acerca de nuevo y con más intimidad aún a Cristo. En adelante estamos unidos a Él por tina unión que no puede compararse a la que existe entre Él y el Padre (Jo. VI, 57; XV, 9). Por la Redención, en efecto, la naturaleza humana ha sido introducida en la vida misma de la Santísima Trinidad. Unidos al Salvador, unidos entre nosotros en Él por una unidad misteriosa derivada de la unidad de la Trinidad, somos "de su raza" (Hechos, XVII, 29), como Él es de la nuestra. "Reconoce, cristiano, tu alta dignidad, dice San León. Tú participas de la naturaleza divina; no vuelvas a tu estado inferior de otro tiempo por una vida que no es digna de tu condición real. Recuerda siempre a qué cabeza perteneces y de qué cuerpo eres miembro. Recuerda que has sido arrancado al poder de las tinieblas y trasplantado a la luz y el Reino de Dios" (5).

El Verbo encarnado no ha cesado y no cesará jamás de ser hombre. Sus dos naturalezas permanecen inseparables, adiairétos, unidas la una a la otra, y "su reino no tendrá fin". Por lo mismo nada nos puede ya separar de Cristo ni arrancarnos de sus manos divinas. Nada, excepto nuestra propia debilidad, puede arrebatarnos la vida eterna. Aun cuando suceda que se aleje de Él, que se pierda hasta en medio de sus peores enemigos, el alma a quien Él ha amado, o que le ha pertenecido una vez, se traicionará siempre por "su lenguaje". Porque siempre se es un "Galileo" (Marc. XIV, 70).

Todo esto quiere decir que Cristo es mucho más que un recuerdo amado o una dulce esperanza, más que un maestro de la humanidad. Cristo es para nosotros un imperioso deber. Porque, desde que el Verbo se hizo carne, cada virtud no es sino el prolongamiento de su Encarnación, y el Verbo es el fundamento de cada virtud. La esencia del cristianismo no consiste, pues, en "la ética del sermón de la montaña", ni en ninguna de sus manifestaciones particulares como tales, sino en su contenido dogmático, o por mejor decir, en su experiencia de la vida eterna que ha entrado muy concretamente en la trama de nuestra vida histórica. La esencia del cristianismo reside en la experiencia de la victoria radical lograda sobre la vida de aquí abajo, y este triunfo se extiende sobre el universo entero y sobre toda existencia creada.

Por consiguiente, ser cristiano es aceptar la vida como tal, con sus altos y sus bajos, es decir, con sus tribulaciones y sus alegrías, sin contar con nada ni exceptuar nada —porque el Verbo se ha hecho carne— y es al mismo tiempo, reconociendo enteramente los límites de esta vida, entregarse a la victoria, dejarse tomar por Dios, dirigirse a la vida eterna "que estaba en el seno del Padre y que nos ha sido manifestada" (I Jo. 1, 2, 3) ; es ser captado por la nueva realidad y al mismo tiempo estar lleno de la revelación futura y definitiva de esta misma realidad. Ser cristiano es dejarse penetrar por el "pensamiento de Cristo" (I Cor. II, 16), por el espíritu de amor, por el amor espiritual que no procede ni de discusiones filosóficas ni de razonamientos, sino de la invasión ininterrumpida del alma por la conciencia siempre más penetrante de la unión vital con Cristo triunfante, que es el Verbo de Vida.

Ser cristiano es, pues, elegir como fundamento de los propios actos no una moral de preceptos o de párrafos, sino de una actitud viviente, fundada sobre la convicción de que en nosotros ha sido depositado un germen de esplendor oculto, que agranda y crece a través de todas las tribulaciones y de todas las deficiencias de nuestro existir. Es, como dice Romano Guardini, ser "el eco viviente" de todos los misterios que representan el tesoro de nuestra fe. Brevemente, ser cristiano es, para hablar con San Pablo y emplear sus términos preferidos, crecer con Cristo y en Cristo. El Apóstol designa así una unión inefable con Cristo (6), una unión muy real, aunque oculta, fundada en el misterio de la Encarnación y "cuya profundidad no encuentra ningún término de comparación con la experiencia natural" (Guardini). Es renunciar voluntariamente a nuestro aislamiento individualista, es tener "una participación activa en la vida de Cristo, es decir, un entrar en contacto, de una manera o de otra, con ese abismo de anonadamiento que él experimentó, es revestirse del Señor Jesús" (7). Es aceptar el estar incluido en la hipóstasis vivificante del Unigénito (Hechos, IX, 5), a fin de ser miembro de un todo orgánico y de realizarse así como hombre en el sentido más profundo de la palabra.

"Cada hombre, escribe el Cardenal de Bérulle, no forma más que parte de la que jesús es el todo ; y no le basta al hombre estar subordinado, sino que debe desapropiarse y anonadarse y apropiarse de Jesús, subsistir en Jesús, estar injertado en Jesús, vivir en Jesús, obrar en jesús" (8). De esta obra interior y constante, que consiste en "ganar a Cristo" (Jristòn kerdáinein) (Fil. III 8) , todo lo demás saca su sentido y su valor. Esta obra no se presenta, es verdad, "como una casa cuya construcción está acabada, y en la cual basta entrar para morar en ella" (Guardini) (9), sino más bien como algo semejante al "yo" humano, en el que siempre se adentra uno más y siempre se lo experimenta más. Por esto es una verdadera diformidad para un cristiano el que nada lo distinga de un pagano (Efes. IV, 17-24). Sería sorprendente, ilógico, que un César o un Aristóteles puedan conversar conmigo sin advertir que yo no estimo ni admiro lo que ellos aman, alaban o desean ; sorprendente e ilógico que, como ellos, yo no aprecie más que lo que promete lucro; que con ellos declare malo todo lo que me contraría; que está orgulloso de haber empleado para la victoria o el éxito los mismos medios que ellos. ¡ Con qué dureza sonarán entonces en mis oídos las palabras de Cristo!: "¿Qué hacéis en esto de extraordinario? ¿No hacen los paganos otro tanto?" (Mat. V, 47).

La Encarnación no sólo ha cambiado nuestras relaciones con Dios; ha transformado igualmente nuestro género humano en lo que él era en sí mismo. En efecto : sólo por Cristo podemos llegar a la fuente de toda vida que es el Padre. Esto mismo es lo esencial. La naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a la unión hipostática con el Verbo, y esto precisamente es lo que se designa con la palabra "Encarnación". En consecuencia, nosotros somos sus "miembros"; no somos ya solamente hombres (10) Por la Encarnación nos es concedida una elevación —la gracia— que nos cambia en hombres divinos (Jo. XV, 9). Ella no suprime ni aniquila nuestra naturaleza, no le quita ni su carácter ni su valor. Muy por el contrario, ella presupone la naturaleza y preserva nuestra vida natural perfeccionándola y contemplándola. Ennoblece la naturaleza. Y hay que añadir: el hombre adquiere su propio valor únicamente por este elemento divino. "Sería erróneo concebir el reino del espíritu nuevo como elevándose por encima de la naturaleza, como si en el hombre se debiera distinguir la existencia de dos esferas y separar lo que es puramente y noblemente humano de lo que es específicamente cristiano. Habría que decir más bien que el espíritu obra sobre la sangre, con la sangre y por la sangre" (11).

Esta es la razón por qué respetamos mucho la naturaleza y el orden natural, y respetamos también la materia y el bien material. La gran bendición de Dios lo penetra todo. ¿ Por qué distinguir a Dios y a su obra como dos realidades antagónicas? "Lo que Dios ha declarado puro nosotros no debemos declararlo manchado" (Hechos, X, 15). Todo, sin excepción alguna, es una mina de oro confiada a nosotros para que la explotemos. Todo, supuesto que es detenido en el camino, conduce al "Verbo que habita en medio de nosotros" (Jo. I, 14). El lazo por el cual el Verbo encarnado une, con "su vida vivificante", al hombre con la tierra, es un lazo sólido y lleno de sentido. (Dostoiewski) (12).

Respetamos especialmente por eso el misterio de la generación humana. Como símbolo de la unión con sus miembros, Cristo ha escogido el amor y la unión de los esposos, es decir, "el acto mismo en el cual el esposo y la esposa se convierten en una sola y la misma carne" (13). "Este misterio es grande, yo quiero decir, con relación a Cristo y a la Iglesia" (Efes. V. 31-32). Y si la castidad perfecta se presenta como una virtud más alta aún, no es porque ella dispense de las solicitudes y de las dificultades de la vida familiar, sino porque consagra a Dios y al servicio de Dios toda la plenitud del amor humano que lleva en sí el corazón del hombre, haciendo que así se eleve por encima de sí mismo; en una palabra, porque ella es un sacrificio de generosidad.

Se ha dicho más arriba, a propósito de la unión hipostática, que la humanidad de Cristo es digna de adoración. Tenemos, pues, que respetar al hombre. "Nada es tan sagrado como el hombre, dice Nicolás Cabasilas, a él se ha asemejado Dios por lá naturaleza" (14). Desde que los miembros de Cristo están perfectamente unidos, son dignos de un culto de dulía : son los santos. Pero los otros hombres, siendo también ellos, al menos en derecho, los miembros del Hombre-Dios, pueden pedirnos amor sobrenatural y respeto. Todos son objeto de amor, de caridad —virtud teologal—, un objeto de ternura que, en ellos y por ellos, a causa de la profundidad de su unión con Dios por Cristo, tiene a Dios mismo por fin. "Si amáis, en efecto, a los que os aman,. .. ¿ no hacen los paganos otro tanto?" (Mat. V, 47).

Un tal amor no es ni filantropía natural, ni compasión protectora. "Es éste un tesoro inapreciable, dice Dostoiewski, con el cual puedes rescatar todo el universo y expiar no solamente tus faltas personales, sino también las otras". Cristo no dió a este amor ningún otro ideal, ningún otro fin que Él mismo. Este amor consiste en olvidarse a sí mismo en servicio de los demás. Es "una mano que el hombre tiende a su prójimo en nombre de Dios". Es nuestra participación en la acción creadora de Dios. La caridad que une a los cristianos está vinculada en Cristo a la operación en la que el Padre y el Hijo se unen en la "espiración" del único Espíritu. Como el Hijo es uno con el Padre (Jo. VIII, 21), también nosotros, los cristianos, debemos ser uno. Y así como en la sobreabundancia de su amor Dios quiere tenernos, no sólo como criaturas, sino también como hijos, entrando para esto en relaciones personales con nosotros y llegando hasta a bajar en medio de nosotros por la Encarnación, así debemos hacer de los que nos rodean nuestro prójimo, testimoniándoles el amor exigido por las circunstancias (15).

Así, pues, la conciencia de nuestra unión natural racial, es decir, fundada en la comunidad de la sangre, como también el instinto natural que favorece en nosotros esta unión, no son trabas, sino más bien el terreno fértil que permite a la caridad desarrollarse y difundirse.

Este amor cristiano, esta caridad está anclada en el misterio de la Encarnación. Si, en efecto, se mira a los hombres con los ojos abiertos, si se observa lo que son y lo que hacen, se encuentra uno en la imposibilidad de amarlos y sobre todo en la imposibilidad de perseverar en la buena voluntad para con ellos, a menos que se tenga una fe profunda y ardiente en el Hombre-Dios. Amar a la humanidad no resulta posible si no se ve al Hombre-Dios en cada hombre, al Hombre-Dios con su cruz, cubierto de oprobios y de burla. No hay testimonio más poderoso para mostrar a los hombres lo que es Cristo y lo que ha llegado a ser la humanidad en Él. Desde que el Verbo ha habitado entre nosotros, todo hombre tiene el deber de "dar testimonio de la luz", y las palabras severas de Nietzsche deberían resonar continuamente en los oídos de todos: "Sería necesario que sus discípulos tuvieran un aire más suave para que yo aprenda a creer en su Salvador" (16).

El Verbo asumió nuestra naturaleza toda entera. Como lo dice un adagio patrístico, "lo que no fue asumido no fue salvado". Pero el Verbo lo tomó todo: cuerpo, alma, espíritu, voluntad, inteligencia, todo. Así nada de lo humano permanece como exclusivamente nuestro. Esta consagración total de nuestro ser entraña en sí exigencias divinas totales. Todo lo humano en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu es materia de holocausto y en el sacrificio Dios no sufre ni distribución ni rapiña. "Maldito sea el defraudador, el que, teniendo en su rebaño un macho, hace un voto o sacrifica al Señor un animal raquítico. Porque yo soy un gran Rey, dice el Dios de los ejércitos, y mi nombre es temido en las naciones" (Mal. I, 14).

La abnegación, el sufrimiento, el sacrificio juegan en la vida cristiana un papel importante. ¿ Acaso no han llenado también la vida del Señor? Si se quiere abandonar al influjo de la gracia divina el yo verdadero, natural, superior, sólo con el cual es posible la reconciliación, es inevitable abandonar el yo inferior, ese yo miserable que reside más en el corazón que en el espíritu : en otros términos, hay que despojarse del egoísmo,, que la teología denomina más vigorosamente "ipseidad". "¿La madera debe convertirse en fuego? dice Tauler. Antes es menester que se despoje de lo que la hace madera. ¿Quieres ser transformado en Dios? Es menester que te despojes de ti mismo" (17). Sólo el desprecio de sí mismo y el don de sí conducen a la formación y al triunfo de la personalidad. Desde los días en que el Verbo se hizo hombre "a fin de que el hombre recibiera en sí al Verbo y se hiciera hijo de Dios" (S. Ireneo) (18), este deber ha tomado una forma muy determinada y muy concreta. Todos los que participan de la herencia deben primeramente deshacerse de su forma de esclavo para adquirir los rasgos del Unigénito y comparecer delante del Padre con el ropaje de su belleza. "Es necesario que él crezca y que yo disminuya" (Jo. III, 30). Debo disminuir en mi forma terrena y crecer en la forma de un esplendor nuevo y rescatado (19). No hay por qué lamentarse de que este trabajo implique luchas íntimas, penas y sufrimientos; porque precisamente la lucha, la pena y el sufrimiento son "el corcel más rápido para llevarnos a la perfección. Nada semeja tanto el gusto de hiel como el sufrir; pero nada se parece tanto al gusto de la miel como el haber sufrido" (Eckhart) (20).

Puesto que el Verbo no ha despreciado nada de nuestra naturaleza, nosotros tampoco debemos despreciar nada en nosotros, si queremos unirnos a Él. Las palabras del Cardenal de Bérulle deberían servirnos aquí de guía : "Hemos recibido de Dios el espíritu de naturaleza y el espíritu de gracia; el uno en cuanto hombres, el otro en cuanto cristianos. Puesto que la naturaleza es de Dios nosotros la dejaremos sin echarla a perder" (21). Por pecadores queseamos, debemos sin embargo, con todo nuestro pobre corazón, con todas nuestras fuerzas, por ridículas que sean, con todo nuestro espíritu, cuyas alas son cercenadas con tanta frecuencia, debemos, digo, tender a Dios, para "seguirlo", para "entregarnos al Hijo de Dios". Todos los pecados del mundo no pueden impedirnos que vayamos a É1 para ser "de los suyos". Más aún: los pecados deben servirnos de escalones, de caminos que nos hagan llegar a Cristo, puesto que por ellos nos ha venido y nos vendrá siempre su perdón. Dios no quiere, es verdad, que cometamos el pecado. "¿No ha asumido también Él la semejanza de la carne del pecado para condenar el pecado y expulsarlo de la carne, para llamar al hombre a su seguimiento destinándolo a la imitación de Dios, dándole a Dios, como modelo, a fin de que lo contemple?" (S. Ireneo) (22). Pero Dios se sirve de los pecados como de un azote que nos hiere y nos estimula. Y porque es esencialmente el Redentor, se puede decir que muchos de los que están en pecado aceptan la ayuda de la gracia con más ardor y se dan a Dios con más sinceridad que los otros que se estiman como justos y que, si no caen en faltas graves, no se dan con alegría ni se entregan a Dios. Siempre es verdad, en efecto, que los tibios, los que no son ni fríos ni calientes, serán vomitados de la boca de Dios (Apoc. III, 15-17) y que el Hijo del hombre "ha venido para buscar y salvar lo que estaba perdido" (Luc. XIX, 10).

Verdad, sinceridad... no son ya nociones abstractas, sino el mismo Verbo encarnado. Y bien: una persona no se deja arrebatar: se da libremente. Nuestra santidad no consiste, pues, en nuestras ofrendas, sino en la aceptación incondicional, sin reservas, de Dios que se da; no consiste tampoco en exageraciones, aun piadosas, sino en la docilidad a todas las inspiraciones y exigencias de la gracia divina. Esta santidad es, en efecto, como el mismo Cristo, totalmente humana. Ella da a las cosas pequeñas y a los detalles su justo valor : nada más. A lo esencial le da todo el valor de lo absoluto: nada menos. Ser dócil, adaptarse a la gracia, estar desasido, ser libre es también vivir, porque la vida no es otra cosa que una conformación con la realidad, una adaptación continua; y todo el que tiene buena voluntad y consiente en adaptarse a la gracia reconoce al mismo tiempo su dependencia y consiente en ella. Esto es precisamente lo que más profundamente nos choca.

En otros términos : la perfección no está hecha de cosas exteriores, de la multiplicidad de las restricciones y de las prohibiciones (Col. III., 21-23). Ella está en nosotros, en la renovación y en el renacimiento del hombre interior por Jesucristo (Col. III, 10). Sin la unión con Él, todas las ordenanzas y reglamentaciones positivas son inútiles e ineficaces. Brevemente : la moral cristiana consiste mucho menos en huir del pecado que en subir hasta Dios por Cristo y en Cristo (23). Nuestro modelo debe ser Jesucristo, el hombre verdadero y perfecto, que nos ha redimido llorando en el pesebre y muriendo en la cruz, y no Hércules, el "hijo de Júpiter", o cualquier otro héroe o estoico que recorre el mundo con la maza en el puño haciendo sus leyes y mostrándose duro con las cosas que encuentra. Un maestro de la vida interior, el Padre Juan Rigoleuc (1595-1638), ofrece una síntesis notable de la actitud que debe adoptar todo cristiano que reciamente tiende a la perfección: "Basta contemplar con una simple mirada a Jesucristo., sus perfecciones, sus virtudes. Esta sola vista es capaz de operar en el alma maravillosos efectos, así, como la sola mirada de la serpiente de bronce, que Moisés hizo levantar sobre una cruz en el desierto, curaba de la mordedura de las serpientes. Porque todo lo que hay en Jesucristo no es solamente santo, es también santificante, y se imprime en las almas que se dedican a Él, si están bien dispuestas. Su humildad nos hace humildes, su pureza nos purifica, sú pobreza, su paciencia, su dulzura y sus demás virtudes se imprimen en aquellos que las contemplan. Es lo que se puede hacer sin ninguna reflexión sobre sí mismo, sino simplemente contemplándolas con estima, con admiración, con respeto, con amor y complacencia" (24).

¿Austeridad?, ¿mortificación?, ¿renunciamiento? Sí, es verdad, y totalmente; pero sólo para mejor curar y para mejor preservar la vida contra las apariencias. "Todo el aparato de la penitencia ha sido inventado y aplicado, escribe Máitre Eckhart, por esta razón particular de que el cuerpo y la carne se yerguen sin cesar contra el espíritu... Para que el cuerpo no domine al espíritu, se le impone un freno y se lo reprime, se lo humilla para que el espíritu pueda defenderse... Si quieres contener, encadenar el cuerpo con un éxito mil veces más seguro, ¡ aplícale el freno del amor!... Por esto Dios nos acecha sobre todo con el amor..., porque si su muerte separa al alma del cuerpo, el amor arranca del alma todo lo que no es Dios o de Dios" (25). Esto es lo esencial. Todas las delicadezas de nuestros sentimientos, todos los matices de nuestra psicología merecen, pues, ser respetados. Y también nuestro cuerpo. "La carne, dice Tertuliano, es semejante a una esposa unida a su esposo, es decir, al alma, por los lazos de la sangre. Ningún otro, oh alma, y ninguna otra cosa está tan cerca de ti como el cuerpo, y después de Dios es lo que tú debes amar más que todo", (26) evidentemente durante todo el tiempo que está sometido al alma y la "ayuda a servir a su Creador y Señor.. (27). Más aún :.todos nuestros recursos deben ser cultivados y desarrollados. La ley de la naturaleza es de crecer ; y Dios, el Verbo, que quiso como un niño crecer en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres, quiere también que cada uno de nosotros sea hombre, en la medida en que pueda serlo, para hacerse semejante a Él.

No se deja de caminar hacia el cielo por detenerse a contemplar los lirios de los campos. Al contrario, cuanto más se deja al alma vibrar al unísono con toda la naturaleza, más se adquiere un corazón verdaderamente humano. Se reproduce con ello el gesto del Verbo encarnado que, también él, se entretuvo con la belleza creada para contemplar en ella los reflejos del amor eterno. Seamos, pues, como Él, hombres de nuestra raza y de nuestro tiempo. Estudiemos y amemos, con justa medida, todo lo que apasiona a nuestro tiempo. No dejemos que se marchiten en la inactividad nuestras facultades de simpatía y de ternura, encariñémonos con nuestra patria y sirvámosla según nuestras fuerzas; honremos "al príncipe", "no sólo por temor del castigo, sino también por motivos de conciencia..., porque no lleva la espada en vano, sino para el servicio de Dios" (Rom. XIII, 4-7). La admirable plegaria de acción de gracias de la carta de San Clemente Romano a los corintios, escrita hacia el año 96, en plena época de persecusiones, prueba de una manera irrecusable que las palabras del Apóstol no han quedado como letra muerta en la vida de los cristianos (28).

La idea de patria como tal no es ni extraña al cristianismo ni opuesta a su ideal; tanto menos cuanto que Jesús dió a sus apóstoles la orden de ir a enseñar a todas las naciones (Mat. XXVIII, 19). "Existe un amor divino y un amor humano del prójimo, dice San Agustín. Este último puede estar permitido o prohibido... Tened el que está permitido, ... es humano, pero, como ya lo he dicho, está permitido. No sólo permitido en el sentido de tolerado, sino en el sentido de que el no tenerlo es cosa reprensible. Amad con un amor así a vuestros maridos, a vuestras esposas, a vuestros hijos, a vuestros amigos, a vuestros compatriotas" (29).

La fe obliga : no debe ser ni muerta ni inactiva. Cuando ella se apodera de un hombre exige de él que la realice en su vida. "Si alguno dice: Yo amo a Dios, y odia a su hermano, es un mentiroso; ¿ cómo el que no ama a su hermano que ve, puede amar a Dios a quien no ve? Y nosotros hemos recibido de Él este mandato: Que el que ama a Dios ame también a su hermano" (1 o. IV, 20-21). Las palabras del mismo Salvador no son menos claras: "Si un hombre dice a su padre o a su madre: Aquello con lo que yo hubiera podido socorrerte es corban, es decir, ofrenda a Dios, vosotros no lo dejáis que haga nada más para su padre o su madre, anulando de este modo la palabra de Dios por la tradición que habéis establecido" (Marc. VII, 11-13). No hemos venido al mundo en tal o cual nación por puro azar. Nuestra patria es nuestra madre común (30). Si lo olvidamos, es decir, si despreciarnos sus cuidados y sus necesidades, si tratamos de retirarnos a tina especie de religiosidad abstracta, faltarnos al precepto de Cristo. Porque después que Él ha llorado sobre Jerusalén y pagado el impuesto, el amor de la patria se ha convertido en una virtud cristiana, y violarla no es sólo faltar a las leyes humanas, sino pecar más o menos gravemente delante de Dios. Por el contrario, el que da su vida por su patria por espíritu de deber o por sumisión, aun implícita, al orden intentado por Dios, a ése, "al guerrero amado de Cristo" (31) se le abrirán las puertas del cielo (32).

Otro tanto se puede decir de la amistad. ¿ Cómo se puede arrancarla del corazón cuando se ve a Cristo amar a San Juan y dejarlo que repose sobre su pecho? Por lo tanto se puede, se debe estimar y respetar toda afección humana, exigiendo únicamente de ellas el que sean claras y límpidas como miradas de niños, y fuertes como la muerte, porque también Cristo amó a los suyos hasta dar su vida por ellos.

La verdadera vida cristiana a imitación del misterio de la Encarnación es, pues, tan simple como la simplicidad con la que Cristo se entregó en este misterio. Que se sea simplemente hombre, pero que se lo sea plenamente, noblemente, alegremente y sobre todo piadosamente a causa del Verbo que se hizo hombre por nosotros, y haciendo todo en Él por la gloria de Dios (I Cor. X, 31). Estas palabras : Todo por la gloria de Dios, no deben estrechar nuestro corazón ; muy al contrario. San Agustín lo dice excelentemente. "¿Quién puede alabar a Dios todo el día? Yo te propongo un medio para conseguirlo. Haz bien lo que haces y habrás alabado a Dios..., en la mesa no te embriagues y habrás alabado a Dios; cuando vas a tomar tu descanso no te levantes con la intención de hacer el mal y habrás alabado a Dios; si trabajas la tierra, no te quejes ni con tus vecinos ni con los de la casa, y habrás alabado a Dios. La inocencia de tus acciones es la que te permite alabar a Dios sin cesar" (33).

"El Verbo asumió todo lo de nuestra naturaleza, todo excepto la personalidad humana" (Máximo el Confesor) (34). A partir del instante en que nuestra naturaleza formó una sola persona con Dios, en Cristo, también nuestra vida se convirtió en un gran misterio. Así como en Cristo la naturaleza humana no posee una persona propia, sino que subsiste en el ser del Hijo, así también pasa en nosotros. Nosotros no cesarnos, es verdad, de ser personas humanas, pero dejamos de serlo de una manera puramente natural, es decir, aislada y acabada en su estrechez, como hubiera sido la suerte de los hombres si no se hubiera realizado la Encarnación. Porque actualmente nuestra naturaleza no está arraigada en sí misma. Subsiste ya en el orden sobrenatural en la medida en que es sostenida por la gracia. Por lo tanto, el que no quiere vivir más que como "un animal racional", sin otro deseo ni aspiración superior que supere el egoísmo de su yo, semejante a un "Adán vencido y arrojado fuera del Paraíso" (S. Ireneo) (35), éste renuncia a ser enteramente hombre. Enlugar de dejar que su alma desborde de vida, se entorpece. Porque el alma tiene sed de lo infinito. ¿ Cómo podría, pues, contentarse con lo que no es más que fugitivo? "El ojo ha sido creado para la luz, el oído para los sonidos, cada cosa para su fin, y la aspiración del alma para lanzarse hacia Cristo" (Nicolás Cabasilas) (36). Si el cosmos material todo entero ha sido transformado y ennoblecido por la Encarnación, por la sangre de Cristo, las lágrimas de su Madre y el rocío del Espíritu Santo, ; cuánto más nuestras almas y nuestras acciones! La bondad de Dios puede transformar el menor de nuestros actos. Es cierto que nuestro ser y nuestros actos, en sí mismos, permanecen tales cuales eran antes: cosas humildes e insignificantes; pero, una vez penetrados de la gracia, si están exentos de pecado, se hacen no sólo buenos, sino además dotados de un valor eterno. Tanto más cuanto que un ideal de vida puramente natural significa en realidad para nosotros una decadencia.

He aquí por qué —y esto es algo esencial— no es lícito imaginar esta existencia sobrenatural nueva como una especie de suplemento a nuestra naturaleza, que nuestra voluntad humana pudiera libremente aceptar o rehusar. Nada más erróneo. Precisamente porque Dios quiso darnos parte en Sí mismo, o por mejor decir, 'porque quiso expresarse en la multiplicidad de los redimidos incorporados místicamente a Cristo, así corno Él se expresa en Cristo, porque quiso darse así a los hombres, por eso creó seres que fueran capaces de Él: los seres espirituales. Por esta razón, si el orden sobrenatural es un don del amor de Dios, si es enteramente libre y gratuito, porque supera toda exigencia natural, no podría ser facultativo. Exige nuestra acogida y el don recíproco (37). No existe, pues, el hombre puramente natural ; y el que rechaza la invitación del Hombre-Dios a seguirlo experimentará interiormente la división de dos realidades que forman armoniosamente su ser, conocerá la "emancipación de la carne" y, corno consecuencia inevitable, la anarquía de las fuerzas inferiores. Brevemente: sólo por Cristo puede el hombre, como dice Dostoiewski, "llegar a ser hombre". Sólo por Él su vida puede transformarse en una existencia que hallará su cumplimiento en "la vida de más allá de la tumba" (38). Porque lo que sucede en el interior del hombre supera los límites de nuestra razón natural. Lo que pasa en nosotros es el rescate del universo, y "las mallas de la red no se sostienen sino por el amplio conjunto; cuando se repara una, es en función del todo" (39).

Subsistente no en sí misma, sino en el Verbo, fuente de vida y alma de la luz eterna, la humanidad de Cristo, por todas sus acciones, por todas las fibras de su ser, es para nosotros principio de vida, de luz y de divinización. Esta elevación fluye, como lo demás, de la cabeza a los miembros. A Cristo toca el ordenar toda nuestra vida, el suscitar nuestras energías y nuestros actos, el sostenerlos y elevarlos, el hacer que perseveren hasta el fin, sin que ellos valgan por sí mismos nada para nuestra salvación. "¿Dónde está la jactancia? Queda excluida" (Rom. III, 27).

En Cristo la naturaleza humana está tan íntimamente unida a la naturaleza divina, que nos formaríamos una idea errónea de ella si quisiéramos representarla separada del Verbo. La ausencia en Él de persona creada no es una carencia intrínseca : esta naturaleza está adherida, en el más estricto sentido, hipostáticamente al Verbo. Así también nuestra insuficiencia no representa en el orden sobrenatural una laguna que la gracia hubiera llenado a continuación: es sólo la consecuencia de nuestra dignidad trascendente y de los deberes que nos impone esta grandeza (40). "A todos aquellos que lo recibieron les dió el poder de ser hijos de Dios" (Jo. I, 12). Lo cual quiere decir que en cuanto al poder inmenso que nos ha sido ofrecido, somos por nosotros mismos ineptos para todo. "Sin mí no podéis hacer nada"(Jo. XV, 5). ¿Qué es un hombre cuando se trata de ser perfecto "como el Padre celestial es perfecto"? (Mat. V, 48). Ante un fin de esta especie todas nuestras disposiciones, todos nuestros esfuerzos como tales, es decir, cuando no están penetrados del amor divino, son estériles. Sólo el amor sobrenatural puede llegar a Dios: creciendo siempre más en contacto íntimo con él, hace crecer, en la misma medida, todas las demás virtudes. Un proverbio ruso lo expresa por medio de una imagen: "Sin Dios, ni siquiera hasta el umbral; con Dios, en plena mar..."

Nuestra divinización por la gracia es la prolongación de esa excelencia de que goza la humanidad del Salvador en virtud de su unión hipostática con la divinidad. Es "como la extensión de la Encarnación del Verbo eterno en cada uno de los miembros de la humanidad" (41). No difiere de la gloria de Cristo sino como la participación difiere del arquetipo. "Por el hecho de ser el hombre Jesucristo el mediador entre Dios y los hombres, los fieles son sus miembros, dice San Agustín. Por esto Cristo ha dicho: "Yo me santifico por ellos" (Jo. XVII, 19). ¿Qué es esto sino decir, en efecto: Yo los santifico a ellos en mí mismo, puesto que también ellos están en mí? Y en verdad, aquellos de quien Él lo dice son, como hemos visto, sus miembros, y la cabeza unida al cuerpo no forma más que un solo Cristo... Cuán innegable sea esta unidad lo dice bastante el pasaje que nos ocupa. Porque después de haber dicho: "Y yo me santifico por ellos..." agregó en seguida: "a fin de que ellos también sean santificado en la verdad". Esto no quiere decir otra cosa que "en mí", puesto que la verdad es el Verbo que, en el comienzo, era Dios. En este Verbo ha sido santificado el mismo Hijo del hombre.. . cuando el Verbo se hizo carne, porque no hubo entonces más que una sola persona, del Verbo v del hombre... Pero respecto de sus miembros añade: "Y yo por ellos", es decir, a fin de que todo esto les aproveche también, puesto que ellos también son yo; lo mismo que me ha aprovechado a mí que soy hombre sin ellos. Y por ellos yo me santifico, es decir: Yo los santifico en mí como a mí mismo, porque en mí ellos también son yo, a fin de que ellos también sean santificados en la Verdad. ¿Qué significan estas palabras "ellos también", sino de la misma manera que yo: "en la Verdad", lo cual soy yo mismo?" (42). En otros términos, la unión que nosotros tenemos con Cristo linda con la identidad. San Agustín llega hasta a atreverse a decir que hemos sido admitidos en el "Yo" de Cristo; o mejor, no es San Agustín sino el Salvador mismo quien dice "Yo" al hablar de nosotros. En verdad debemos tratar de representarnos lo que significa todo esto.

La unión de nuestra naturaleza con la gracia supone la dependencia. En las manos de la gracia nuestra naturaleza es como el instrumento de nuestra salvación, exactamente como la naturaleza humana del Verbo fue el instrumento de la redención del mundo. Y respecto del Maestro que vive en nosotros, esta dependencia supone una obediencia. Sólo Él conoce todos los obstáculos que impiden la obra de nuestro perfeccionamiento, es decir, la obra de su habitación eh nosotros. Sólo Él puede hacerse sitio en nosotros. Si es verdad decir que nuestra redención no es posible sino por Cristo, Él no nos redime, lo hemos visto, sin nosotros, y sin nuestro consentimiento. "El que te ha creado sin ti no te redime sin ti" (S. Agustín) (43).

De nuestra divinización debernos hacer nuestro propio negocio. Por eso nuestra obediencia debe ser no puramente pasiva, sino activa, perseverante, firme, sumisa sinceramente, si no alegremente, a todos los deseos del Maestro único. Debe ser "un amén que nunca se debilita, como un hilo perseverante que, vuelto diez mil veces sobre sí mismo, cruzado y vuelto a cruzar, siempre flexible v siempre sólido, se convierte en el tejido maravilloso del vestido sin costura" (44). "Entonces seremos transformados en Cristo por la participación en el Espíritu Santo hasta la semejanza con la belleza de Cristo... El Espíritu Santo opera esta transformación por medio de la santificación y por una vida de justicia" (S. Cirilo de Alejandría) (45).

Tenernos que llegar a ser, pues, entre las manos de Dios un instrumento muy flexible de la gracia. Un instrumento que se realiza, se forma y se desarrolla, por su misma acción, hasta la perfección. Este fin es de una grandeza tal que no se debe descuidar nada que ayude a su realización: ni nuestra propia naturaleza con su psicología particular, ni las tesis de la filosofía, ni cualquier otra disciplina o experiencia práctica. Desde el momento en que una tal ayuda es útil o necesaria no es lícito pensar que es exagerada, y todo, absolutamente todo, sin restricción alguna, el saber como la vida, debe ser puesto a los pies del Salvador encarnado.

Al asumir la naturaleza humana el Verbo no le quitó toda iniciativa, no la disminuyó en nada ni la aniquiló. Al contrario : "El es la Vida. No sólo principio de vida como los padres, sino la vida misma; y no se lo llama vida a la manera con que se llama luz a sus apóstoles porque han sido constituidos en nuestros guías hacia la luz, sino porque Él mismo es la Vida, por la cual se vive verdaderamente" (Nicolás Cabasilas) (46). Él hace a nuestra naturaleza humana intensamente viva comunicándole sin medida la fuerza divina. Todos sus recursos, los del alma como los del cuerpo, los de la acción como los del sentimiento, los del amor y los del sufrimiento, han sido puestos en tensión, enriquecidos, reforzados a fin de transmitir a nuestra raza la vida sobrenatural en todo su vigor y en toda su plenitud (Jo. I, 16).

Sería uno hereje, sospechoso de monotelismo, si pretendiera negar la energío humana de Cristo en favor de su actividad divina. Lo mismo ocurre en nosotros, porque, digásmolo una vez más, la gracia no santifica un objeto inanimado, un juguete. Ella llama a la acción a un hombre ; lo estimula a una vida nueva en el espíritu, lo convida a participar en la cruz de Cristo, porque sin la cruz no hay salvación (Mat. X, 38; Rom. VIII, 17). Afirmar que Dios obra solo, sin nosotros, nuestra santificación, y predicar la para pasividad, es caer en el quietismo, que la Iglesia ha condenado severamente en 1687. Creer por otra parte que podemos realizar por nuestras fuerzas naturales, sin la ayuda de la gracia divina, nuestra unión con Dios, es hacer un acto de pelagianismo, el cual fue rechazado desde el año 431. Creer, en fin, que no hemos de tener para nada en cuenta a nuestra humanidad para tender más fácilmente a Dios, como si fuéramos ángeles, es una necedad que Pascal estigmatizó de una vez por todas: "El hombre no es ni ángel ni bestia, y la desgracia quiere que el que quiere hacerse el ángel en realidad se hace la bestia" (47).

Así que ni nuestra naturaleza, ni su actividad, ni interés alguno que sea en sí razonable, ni lo que nos agrada o nos procura la alegría constituye un obstáculo para nuestro perfeccionamiento. El único verdadero obstáculo es el apego deliberado a nuestro yo, por grande o pequeño que pueda ser ese apego. En efecto : nuestra perfección no consiste en no tener faltas, "ni en quedar impasible a todo amor y a todo sufrimiento. No se han visto todavía, no se verán apenas santos a los cuales el sufrimiento no haya hecho mal, a los que la alegría no haya causado placer" (48). La perfección consiste en detestar todas las faltas y en librarse de ellas y en ofrecerse en sacrificio como Jesús para que el sacrificio de Jesús sirva a muchos v para que su amor triunfe en el alma de muchos. La perfección es una línea de conducta que imita la del mismo Dios: ahora bien: Dios jamás aprueba pecado alguno, pero acepta el sufrimiento que es su consecuencia, y por este medio nos aparta del pecado. La perfección es una actitud de la voluntad que se adapta dócilmente al influjo divino. Esta actitud culmina en el amor, el cual es cosa muy distinta del sentimiento de ternura. Es el don de sí mismo, total y activo, a la conducta paternal de Dios, que nos quiere para su servicio como un ser viviente, poderoso y libre, consciente de sí mismo y de la infinita realidad en la cual está sumergido; brevemente, nos quiere como una persona. "Porque la vida eterna, comenzada por la santidad aquí abajo, consiste simplemente ser uno con Dios" (49). Por lo tanto, si aportáramos a la gracia una naturaleza humana sin consistencia, careceríamos de docilidad respecto de la voluntad de Dios.

De todo lo que acabamos de decir hay que concluir que jamás debemos copiar a nadie, sino que permaneciendo fieles al carácter particular de nuestra personalidad, hemos de aprovechar los estimulantes dondequiera que puedan presentarse, a fin de "poseer las perfecciones del Salvador en quien consiste en último término toda la perfección cristiana" (S. Gregorio Niseno) (50). Una oposición entre la naturaleza y la gracia es imposible. La gracia se preocupa de la naturaleza y la perfecciona. Cada alma particular tiene su propio camino, su propio carácter sobrenatural. Todo el dinamismo de nuestra santificación personal que, todo entero debe tener por fin hacer de nosotros instrumentos más y más aptos para el servicio de Dios, puede reducirse a una sola regla : someterse, abrirse, darse a la gracia que nos consolida en Jesucristo y hace de nosotros un sarmiento de la cepa divina.

Tal como se ha desarrollado históricamente, la Redención fue a la vez una lucha y una expiación. La transfiguración de nuestra existencia terrena, la vida eterna, todo lo que es el objeto de nuestra esperanza y lo que atiza nuestro amor, todo esto lo hemos adquirido por la muerte de Cristo, por su pasión, por sus humillaciones, por la "locura de la cruz". En el sentido más verdadero de la palabra tenemos la vida por su muerte.

"Por el Verbo de Dios todo está bajo el influjo de la economía de la Redención, dice San Ireneo, y el Hijo de Dios fue crucificado después de haber trazado sobre todas las cosas la señal de la cruz" (51). Esto es un hecho: en medio de nosotros se ha levantado una cruz, y el espacio que ella ocupa aquí abajo es inmenso. "Porque Cristo penetra en el cosmos, fue crucificado en él y en él resucitó, ya todo se modificó y se renovó. Todo el cosmos sigue su camino de crucifixión y de resurrección" (Berdiaeff) (52).

El sufrimiento y la muerte son realidades, realidades cotidianas. Es inútil negarlas o cegarse para no verlas. Aquí no hay término medio: no hay que aguantarlas bajo el yugo del oprobio, como un esclavo, porque todo sufrimiento es una maldición, o bien hay que aceptarlas, hasta desearlas, como conviene a hombres verdaderamente libres. Sin embargo no basta para esto someterse estoicamente a lo inevitable y soportarlo con coraje porque no se puede hacer otra cosa. Someterse de este modo sería también sufrir como un esclavo. En toda sumisión de esta clase, cuando se admite que no hay nada más normal que el sufrir, hay siempre, sea que se confiese o que no se confiese, una secreta protesta que prueba la insinceridad de la aceptación expresada por las palabras. Porque para no rebelarse contra el sufrimiento y la muerte, la cual es el "gran sufrimiento de la vida", para aceptarlos sinceramente y desde el fondo del corazón, es necesario ver, a través de estas tribulaciones y más allá de ellas, algo distinto de lo que ellas nos muestran. Es necesario que nuestra fe se extienda más allá de lo que los sufrimientos humanos tocan en nosotros. Amar una potencia y no sentir escalofríos cuando uno se debe colocar bajo su brazo, es para el hombre, creado para la vida, una cosa normalmente imposible. Debemos, pues, creer que la vida, a la cual somos llamados pasando por el sufrimiento y la muerte, es una vida más perfecta y más profunda que la que destruyen el sufrimiento y la muerte y que nosotros llamamos por error "la verdadera vida". Por dentro debemos vencer esta tendencia que lleva al hombre a no buscar más que el "agua de este mundo" y que rehusa mezclarla con el "vino celestial" (S. Ireneo) (53). En una palabra, no se puede amar la cruz sino porque el Verbo de Dios ha sido clavado en ella. Sin el Verbo la cruz no es sino un patíbulo ordinario (54).

La cruz, es decir, los sufrimientos y la muerte, es la consecuencia del pecado, o más exactamente, la consecuencia de que nuestra libertad es una voluntad creada. El Verbo encarnado tomó sobre sí estas consecuencias del pecado para transformarlas en un remedio contra el pecado. "Venció la muerte por la muerte". En él la naturaleza humana sirve de instrumento a la divinidad para realizar la Redención del género humano. El debe ser así uno de los nuestros. Dios se sirve de los hombres para purificar a los hombres. Y éste, es el sentido que debemos dar, con Él y por Él, a nuestros propios sufrimientos y a nuestra propia muerte para participar así en su obra. Porque en realidad todo está aquí. En la medida en que damos un sentido a nuestro sufrimiento y a nuestra muerte, en la medida en que superamos el escándalo que provocan y que siempre reaparece de nuevo, en la misma medida se nos aclara el misterio de nuestro existencia. Entonces los sufrimientos y las tribulaciones serán para el alma tentada como "un seno fecundo" que da la vida a un "nuevo Cristo", como un mar inmenso que lleva en sí la perla escondida que el flujo de la marea vendrá un día a depositar sobre la ribera. "El cristianismo no es la ciencia de la vida sino porque es., por la cruz, la ciencia del sufrimiento y de la muerte, porque nos enseña que en lugar de dejarnos absorber por ellos, no tenemos que mirarlos más que como accidentes y medios, y más allá de los cuales y por encima de los cuales somos llamados a realizarnos en la plenitud del ser y en la plenitud de la vida" (55).

La cruz es el medio de nuestro crecimiento interior. En el sufrimiento bajo todas sus formas es donde se conquista nuestra personalidad interior. La cruz nos ayuda a crearnos a nosotros mismos. Hegel (1776-1831), ha expresado esta verdad con un maravilloso juego de palabras, casi intraducible: "Eine Qual ist eine Quelle der Qualitát." El sufrimiento está cercano a la gracia, la atrae como hace la oración. Aceptando el sufrir y llevando la cruz sobre los hombros el hombre ve abrirse delante de él "las puertas del nuevo paraíso". "Reconociendo la solidaridad general en la falta —cada uno es responsable de los demás (Dostoiewski)— y la solidaridad en el sufrimiento —cada uno debe sufrir por los demás— el hombre supera la falta y el sufrimiento, y prepara el camino a la solidaridad del perdón y de la gracia" (56). Porque el sufrimiento ha sido aceptado en y por el Verbo encarnado, por eso ha sido transformado. Porque el sufrimiento no forma. más que una cosa con Dios, por eso ha adquirido un valor divino; y lo mismo que fue en otro tiempo el resultado del pecado es ahora el principio de una vida superior y el antídoto del pecado.

Así para nosotros sufrir no es ya sólo una especie de conveniencia que debemos soportar como hombres y como pecadores; es una vocación. Si creemos que vivimos con Cristo una vida común, debemos, como dice San Pablo, morir con Cristo (Rom. VI, 8). "Porque el alma que no se alimenta con el conocimiento de las penas de Cristo no tendrá participación con Cristo" (57). Como en otro tiempo Cristo, el cristiano nace aquí abajo para sufrir y morir, "y todo lo que sucedió con jesucristo debe ocurrir con todos sus miembros" (Pascal) (58).

Por representar una participación misteriosa en las más profundas consecuencias de la unión hipostática, la vida que todo cristiano recibe en el bautismo es, sustancialmente, "una vida destructora", es decir, una vida que tiene el poder de destruir todo lo que en el hombre hay de pecaminoso. Dios es el viñador, y cada sarmiento de vid que da fruto, "Él lo poda a fin de que dé más fruto" (Jo. XV, 2). Todo el negocio del hombre consiste en dejarse preparar y en dejar al Espíritu Santo "el sitio libre para que pueda cumplir en él su obra" (Tauler) (59). Por esta razón esta vida "se nutre" de mortificación y de renunciamiento, los cuales son necesariamente exigidos por nosotros porque, entre los dos términos, la separación es demasiado grande y demasiado flagrante la contradicción. En efecto : por una parte está la cruz de Cristo "con quien yo estoy crucificado" (Gál. II, 19), y que "vino no para hacerse servir, sino para servir y dar su vida" (Marc. X, 45) ; y por otra parte está el hecho no menos real de nuestro egoísmo, de nuestro propio espíritu, de nuestro amor propio, de nuestra propia vanidad, brevemente, el reino del "yo" bajo todas sus formas. "Debes desprenderte de todo esto, dice Tauler, y cuanto más vacío estés, en verdad recibirás más ; cuanto menos quede de ti, más recibes de Él" (60). Cuanto más nos inunda la vida, más retrocede la muerte, es decir, nuestro "yo" egoísta que no se ama más que a sí. Por esto también la última palabra pertenece no al renunciamiento, sino a la plenitud por la que se renuncia. El progreso hacia la perfección no hay que busclrlo en el gesto de dar siempre más a fin de poseer siempre menos, sino en la voluntad de dar siempre mejor para ser más y más Aquél a quien uno se da. Esto no significa en manera alguna que para permanecer fiel a Cristo doliente sea necesario entregarse a mortificaciones sobrehumanas. También en este punto Cristo debe ser nuestro modelo. Nuestro esfuerzo ha de ser enteramente humano. Baste decir que cuanto más unidos estemos a la divinidad del Salvador, más aptos seremos para seguir a su humanidad. Como límites, como preceptos, no hay aquí otra cosa que el amor. Cristo es la vida y también es el amor, porque morir en Cristo es vivir y resucitar con Él. Lo esencial es que cada uno, con su perseverancia personal, lleve el vestido del crucificado, el ropaje de la locura y del escándalo, como si fueran ornamentos de gloria tejidos para él por el amor divino, y que así todo el cuerpo de Cristo llene en su propia carne "la medida del sufrimiento y de las tribulaciones redentoras de su jefe" (Col. I, 21).

El sufrimiento, ya se ve, es verdaderamente la "perla preciosa" (Mat. XIII, 46) de la fe cristiana. Porque si la cruz era conocida mucho antes de Cristo, entonces no llevaba consigo otra cosa que la muerte. No era la cruz dispensadora de vida que diseñó la Iglesia de Oriente cuando imaginó la cruz de ocho brazos, llamada comúnmente "cruz rusa" (61). Querríamos ir más lejos y reconocer algo de este valor infinito a todo sufrimiento como tal, haciendo abstracción de las virtudes positivas que lo acompañan, constancia, paciencia, amor, magnanimidad... Gracias a su participación en los sufrimientos y en el amor de Cristo, todo sufrimiento humano se relaciona con su sacrificio único, con la facultad que Él tuvo de satisfacer por nuestros pecados y por los de los demás (62). Así el sufrimiento es la fuente inagotable de donde "fluyen los ríos de agua viva" (Jo. VII, 38) que llevan la vida y conducen a Dios a aquellos mismos que ignoran la fuente y la causa de esta potencia.

El sufrimiento puede servir; pues, de instrumento de salvación. Esta posibilidad está expresada con predilección en la piedad rusa. Ella ve, no sin razón, el fundamento de todo sufrimiento en esta dignidad que da a cada hombre la unión con el Verbo encarnado. Cuando un cuerpo humano sufre o cuando un alma humana es torturada, su sufrimiento cuenta para algo ante los ojos de Dios. El que nos ve, que nos ha elegido a todos y nos ama en su Hijo encarnado, no ha establecido ni división ni separación entre los que ha unido. Todo sufrimiento es como un encuentro sacramental con Dios. Es como una irrupción de Dios, una lucha por Dios, que, en todos los casos, siempre quiere ser conquistado. "El sufrimiento es una buena cosa", dice Dostoiewski (63). Y un místico, Juan Crasset, afirma también: Como Dios, Cristo "obra con y en todas las cosas que obran, y sufre como hombre con todos los hombres que sufren; así yo miro los tormentos como sacramentos" (64). Para Dostoiewski, como en general para los rusos, todo "se expía con el sufrimiento", porque el sufrimiento, y sobre todo la prueba de ja injusticia, la perseverancia en el perpetuo renunciamiento, son como un himno de alabanza que el hombre hace subir a Dios y en Dios (65), aunque no hay que entenderlo como si la glorificación de Dios dependiese de nuestros dolores y de nuestras humillaciones. Por esto resulta de nuestras pruebas el que Dios sea glorificado, es decir, por nuestra santidad, que no es otra cosa que la participación siempre más profunda en su perfección divina.

Si tal es el precio de los sufrimientos en general, ¿cuánto no se debe estimar el que los resume y los abarca a todos: la muerte? Para el Hombre-Dios la muerte no fue una necesidad natural, sino un acto voluntario redentor, un instrumento de salvación.

Así es como debemos encarar la muerte. No tiene que ser a nuestros ojos un fenómeno puramente fisiológico. Mucho antes de su llegada, o por lo menos cuando se nos anuncia, debemos transformarla haciendo de ella nuestro último sacrificio. "Consideremos, pues, la muerte en Jesucristo y no sin Jesucristo, dice Pascal. Sin Jesucristo es horrible, es detestable y el horror de la naturaleza. En Jesucristo es cosa muy distinta; es amable, santa y la alegría del fiel... Por esto sufrió y murió: para santificar la muerte y los sufrimientos... No consideremos, pues, a la muerte como si fuéramos paganos, sino como cristianos, es decir, con la esperanza, como ordena San Pablo, puesto que es el privilegio especial de los cristianos" (66). Una gracia especial, una gracia de perseverancia nos ayuda a morir cristianamente. Un sacramento especial, la extremaunción, ha sido instituido, al menos para una buena parte, con esta finalidad. La muerte cristiana, la "muerte santa" es una obra maestra del Espíritu Santo. Por esto es tan importante la oración al Espíritu Santo para obtener una tal muerte; por esto también la liturgia oriental pide en toclas las misas "un fin cristiano de nuestra vida, sin dolor, sin vergüenza, apacible y una digna defensa ante el terrible tribunal de Cristo" (67).

Previendo la suerte que le esperaba durante la revolución, la emperatriz Alejandra de Rusia (1872-1918) tenía la costumbre de decir: "Yo no comprendo cómo se puede temer la muerte. Siempre he mirado la muerte como a una amiga y como a un mensajero de paz". En verdad., la muerte es, en una vida, el resultado más bien que la conclusión.

En espera de este "fin", durante este tiempo provisorio, la palabra de orden es: alegría en la tribulación, alegría ante la cruz vivificante. Porque la cruz ha sido coronada por una victoria adquirida de antemano. Aunque es cierto que llevamos nuestro tesoro en vasos de arcilla, en el sufrimiento somos conscientes del triunfo de la omnipotencia divina ya manifestada en la resurrección de Cristo. Una fuerza nueva fluye de esta victoria y penetra toda nuestra vida, estimulando la seguridad de la victoria que en adelante marca nuestra existencia con su sello (68). "Que vuestro corazón no tema: Creed en Dios, creed también en mí... En el mundo tendréis tribulaciones, pero tened confianza : ¡ Yo he vencido al mundo !" (Jo. XIV, 1; XVI, 33).

El Verbo ha asumido la naturaleza humana como un instrumento para la redención de todo el género humano. Este carácter universal de su acción debe pasar de la cabeza a los miembros. Por consiguiente cada uno de nosotros es un instrumento para la redención de todo el universo. Dios salva al hombre por el hombre, es decir, Dios llama al hombre por Cristo, habida cuenta con las condiciones en las que de hecho vive el hombre, englobado en un conjunto. Así como ninguno de nosotros lo puede conocer de una manera verdaderamente vital (69) por una función aislada, sino más bien por todo el comportamiento de su vida, en la plenitud y en la totalidad de su ser, así Dios ha querido que el hombre no sea salvado aisladamente y por sí solo, sino unido por el vínculo del amor. como un miembro vivo del organismo místico del cuerpo de Cristo, en comunidad con todos sus hermanos. Desde que el Hijo de Dios se hizo hijo del hombre, el espíritu de catolicidad (70) y de comunidad se convirtió en algo esencial para la salvación (Mat. XVIII, 20; XXVIII. 19). En efecto: ¿ cómo se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama al hermano a quien se ve? (I Jo. IV, 20).

Esto vale por todo, aun para la salvación. Ser digno de Dios no significa que se deba huir de las filas de los hijos de los hombres y separarse de la vira para no ocuparse más que de la propia salvación. El que se abstiene para sufrir menos, el que se repliega sobre sí mismo por temor de los contactos, ése no hace otra cosa que buscarse a sí mismo v no piensa más que en su vo. Un tal modo de abstenerse, de sacrificarse, no es sino una vil hipocresía, porque no es sino pensar en sí, en su sola paz, en sus gustos o a lo sumo en sola virtud. Esto es ser extraño al espíritu de catolicidad. El alumno que renuncia al saber y no se preocupa del resultado de sus estudios es un perezoso a quien se castiga. El soldado que rehúsa combatir porque el éxito de la campaña le es indiferente es un traidor a quien se fusila. El esposo que renuncia a su compañera y no se preocupa de su hogar lleva un corazón adúltero, y se le niega la absolución. Esforzándonos en saltar los límites de nuestros intereses mezquinos para fundar nuestra vida en la obra total de Cristo, en la obra de la reconciliación universal (71) es como podemos y debemos mortificarnos y negarnos a nosotros mismos.

Lo importante no es satisfacer nuestra piedad personal despreocupándonos de lo que hacen los otros por la salvación de sus almas. Ciertamente, las relaciones con Dios para toda alma individual son el "sancta sanctorum" de la religión. Dios y el alma, he aquí el objeto de todo el culto cristiano, de toda la tradición cristiana, de toda la mística. "Pero no se trata solamente de un diálogo ; por el contrario, es un coro potente de voces innumerables, un reino potente, una comunidad universal de hermanos, una Iglesia de Dios —la forma social de la manifestación de la gracia (72)— en la cual el individuo se ve englobado como un miembro entre innumerables miembros" (73).

Esta idea está expresada de un modo sorprendente por las palabras de un eminente pensador ruso, Alexis Chomiakof (1804-1860) : "Nosotros lo sabemos: si uno de nosotros cae, cae solo; pero ninguno de nosotros se salvará enteramente solo. El que será salvado, será salvado en la Iglesia, como miembro de una unidad, en unidad con los otros miembros; si alguno ama, está en la comunidad del amor; si alguno ruega, está en la comunidad de la oración. Si alguno cree, está en la comunidad de la fe... No digas: ¿Para qué le sirve mi oración al prójimo, si él mismo ruega y si Cristo implora al Padre por él? Cuando ruegas, es el Espíritu de amor el que ruega en ti. No digas: El juicio de Dios está ya resuelto y no puede ser modificado. Porque tu plegaria está también en los caminos de Dios, y Dios la ha previsto. Si eres miembro de la Iglesia, tu oración es necesaria a todos los miembros. Y si la mano dice que la sangre del resto del cuerpo no le sirve para nada, y que ella no dará al resto del cuerpo su sangre, la mano se secará. Así tú eres necesario a la Iglesia tanto como ella lo es para ti ; y si renuncias a estar en comunión con ella, tú mismo pereces (jo XV, 6) y no cuentas más entre sus miembros" (74).

Estamos, pues, maravillosamente unidos con todos los redimidos; todos están incluidos en la comunión de la gracia, y cada uno tiene su parte en la obra común de la Iglesia : la salvación y la santificación del mundo. Esta es la razón de por qué cada uno es solidario de las faltas de los demás. En cierto modo cada uno es responsable por todos los pecados en general y por cada pecado en particular; porque el hecho de que haya todavía pecado en el mundo depende para una inmensa mayoría del hecho de que los santos, los que "se dicen hijos de Dios y lo son" (I Jo. III, 1), no son aún ni bastante luminosos ni bastante santos. Esta verificación no debe turbarnos ni desanimarnos, sino conservarnos humildes y estimularnos dándonos un gozo y una conciencia de niños; porque "les hasta a los hombres conocer esta verdad para que el reino de los cielos se les abra no sólo en imagen sino también en realidad" (75). "La vida futura se ha inclinado para mezclarse con la vida presente, y el Sol de la gloria se nos ha aparecido también a nosotros con una gran complacencia, y el perfume celestial se ha difundido en este mundo corrompido, y el pan de los ángeles ha sido dado a los hombres" (76).

Mientras se espera, la vida futura se ha mezclado a la vida presente en la tierra. Por eso la Iglesia no es solamente divina, sino divina y humana, y los que creen en Cristo, aun sus sacerdotes, están lejos de ser todos santos. ¡Cuántos cristianos realizan su salvación valga lo que valiere, sin preocuparse del heroísmo y del amor! Así contribuyen por su parte a hacer más pesado aún el fardo de este mundo, que Cristo y sus verdaderos discípulos deben llevar para conducir el mundo al Padre. En efecto: es difícil, muy difícil, ser verdaderamente cristiano y responder dignamente al ideal que un no-cristiano se forja con frecuencia del cristianismo. La tierra, ¡ay! no es todavía un paraíso, y se está muy lejos de que la lucha sea la victoria. Así la hierba crece en la Iglesia en medio de las bellas flores (Berdiaeff). Hay muchas flores, es verdad, pero también mucha hierba, y cada uno de nosotros en particular es causa de lo uno y de lo otro. Cada uno tiene su parte activa en la vida de la Iglesia, cada uno se aprovecha de su fuerza estimulante, pero también cada uno participa de su cruz. La Iglesia es para cada uno una luz y una alegría, pero es también una carga. Ella libra atando, cura haciendo sufrir.

Para que la Iglesia crezca debemos crecer, pues, nosotros mismos. La semilla divina debe producir fruto en el alma. Cristo debe ocupar siempre más sitio en ella, a fin de que no aborte en el corazón el maravilloso nacimiento del Verbo (Orígenes) (77). Dios no permanece en el que confiesa sólo con los labios que Jesús es Hijo de Dios y lo niega con sus obras y con su vida. Didimo el Ciego (313-398), doctor y maestro de la escuela catequética de Alejandría, ha escrito: "Sólo el que une a su fe en Jesucristo, Hijo de Dios, principios justos y buenas obras, permanecerá en Dios por participación en su ser. Y por su parte Dios, de quien participa, permanecerá en él" (78). Creer en Cristo no significa solamente confesar a Cristo, sino también estar unido orgánicamente a El, "permanecer en ti" (Jo. XV, 4). Y lo que salva al mundo "no es la letra muerta del Evangelio, encerrada en un libro impreso. No es una doctrina abstracta, incapaz de remover las profundidades de las almas. Es el Evangelio hecho vivo en tina vida de cristiano... sobre todo en la vida de los que, por su estado, representan a Cristo Salvador" (Cardenal Mercier, 1851-1926).

De manera que nuestra acción humana es una imitación del acto creador de Dios, y en alguna forma su ratificación. Por eso nuestra vida tiene también un valor para el Reino de Cristo. El Señor quiere crecer en nosotros para extenderse, por nosotros, cada vez más lejos; y nuestro deber es colaborar en esta extensión según la medida que Cristo ha fijado para cada uno de nosotros. Si descuidamos este deber, es decir, si no tratamos de que "crezca y viva Cristo en nosotros", somos miembros muertos o secos, que tienen el peligro de desfigurar el cuerpo entero.

He aquí por qué nuestros actos no pueden ser perfectamente comprendidos sino en el todo al que se incorporan, y por qué su sentido no halla explicación adecuada en el cuadro estrecho de nuestra personalidad. No se encuentra sino en "la plenitud de Aquel que completa todas las cosas en toda manera", tó plérolna tú pánta en pásin ¡leruménu (Efes. I, 23), en la Iglesia (79), y en su reflejo, es decir, en toda verdadera comunidad ,nacional que, como todo el universo, tiene su subsistencia en el Verbo encarnado (Col. I, 17). El hombre no es un ser de una sola idea que lo dominara con exclusión de cualquier otra, sino más bien un ser a quien se puede llamar, con toda la fuerza del término, "católico", es decir, creado en vista del todo (80). Si él reconoce y acepta algo superior, no niega por esto lo demás, sino que lo eleva y lo ennoblece. "El que dispone del reino celestial no se apodera de reinos terrenos", canta la Iglesia (81). Hay aquí algo que recuerda el dominio de nuestros sentimientos puramente humanos. El amor de preferencia que debemos tener para con Cristo no destruye nuestro amor para con los hombres. El "no forma multitud con los afectos humanos: enciende por encima de todos ellos un cálido y luminoso fuego donde se purifican, se reaniman y se atizan, pero sin impedir que alcancen al hombre" (82). Así lo ecuménico no impide lo nacional, sino que le da su consagración y su perfección. "El Señor nos edifica la casa y protege la ciudad" (83). Por su parte lo nacional es una expresión necesaria y legítima de lo ecuménico. En la plenitud de su particularidad, lo nacional "hay que encararlo como si estuviera al servicio de una grandeza supranacional, destinada a todos los pueblos, a toda la humanidad, más aún : de una grandeza que decide acerca de todas las cosas, al servicio de la Verdad divina" (84).

Para hablar más concretamente, cada pueblo como tal, como comunidad de hombres, está llamado a servir a la Verdad divina, es decir, a Dios, según los medios de que dispone. No se sigue de ello, sin embargo, que se pueda deducir la posibilidad de un cristianismo nacional o de una Iglesia puramente nacional, que sean verdaderamente un cristianismo y una Iglesia. Esto sería oponerse a la idea misma de la Iglesia, que es necesariamente "católica", universal. La diversidad de los santos nos suministra aquí la materia de una comparación. Los santos no existen para nosotros, es decir, como santos, sino en la medida en que están unidos a la Persona del Verbo. Cuanto más se pierden en sí y en su acción santificadora, mejor reproducen la variedad de su modelo y más se encuentran a sí mismos. Y nosotros mismos, cuanto más los perdemos para no ver en ellos sino a Cristo, mejor los descubrimos con sus caracteres propios y con los méritos personales que los diferencian a unos de otros. La Verdad sobre la esencia de la Iglesia en sus relaciones con el elemento nacional ha sido felizmente expresada bajo forma de símbolo por Karl Adam : "Así como las iglesias y las catedrales católicas se levantan en medio de las ciudades y de los pueblos sobre terrenos consagrados, separados del resto de las viviendas profanas y del tumulto de las calles, arrojando al cielo sus flechas parecidas a un Sursum corda evocador, así la Iglesia católica universal, en su majestad y en su misión particular, se levanta en el seno de cada nación, inquebrantable en medio de las olas de los tiempos que pasan, llevando únicamente en su corazón a Cristo crucificado y anunciándolo al mundo" (85). El sacerdote, el hombre de Estado, el monje, el soldado, todos tienen que colaborar para establecer la obra de Dios sobre la tierra. Todos son coeducadores del alma de un pueblo. Los unos gobernando, defendiendo, vigilando; los otros rezando, dispensando la vida a los hombres, arraigando a los hombres en Dios. No se trata, pues, sino de repartir las zonas de influencia en el acorde orgánico de los deberes y del objetivo final (86).

Todo lo que es humano ha sido transfigurado por el contacto de Cristo sin padecer deformación. "Como Dios y como hombre, ( Jesús) fue todo lo que hay de más grande y todo lo que hay de más abyecto, a fin de santificar en sí todas las cosas, excepto el pecado" (Pascal) (87). En verdad Él es el ideal más sublime de toda actitud cristiana y basta meditar profundamente el dogma cristológico para hallar en él la línea de conducta de todas nuestras acciones.

La fórmula abstracta, teórica y jurídica de nuestros deberes desaparece para dar lugar al ideal vivo, Jesucristo. Por eso la imitación de Jesucristo no es simplemente una imitación exterior, sino una adhesión vital y vivificante al divino modelo. Imitar a Cristo es, pues, permanecer bajo el influjo de sus gracias, descubriéndole voluntariamente y ampliamente el corazón, para que Él pueda, en mí y por mí, completar su obra e irradiarla sobre toda mi vida. Imitar a Cristo es hacer que mi renunciamiento se parezca al suyo, mi abnegación a la suya ; es revestirse de todo; sus pensamientos, de todos sus esfuerzos, de todo su espíritu. Es olvidarse de sí mismo, como Él lo hizo por amor a los demás. Es experimentar en sí mismo que "hay más felicidad en dar que en recibir" (Hechos, XX, 35), es sacrificar los derechos más caros para servir al prójimo, es amar en tal forma a los hermanos que se esté pronto "a dar su vida por ellos" (Jo. XV, 13). Es abrazar voluntariamente la cruz en lugar del gozo que se ofrece y que hasta es permitido. A nadie le será concedido el realizar perfectamente en tierra este programa de santidad. Sin embargo es ya cosa hermosa tender a él incansablemente. sin echar una mirada atrás para medir el camino recorrido (Fil. III, 1344) (88).

Unión con Dios, unión con Cristo, unión con todos los hombres en Cristo, he aquí lo esencial, he aquí lo que. en cierto sentido, es todo. Por eso nuestro primer deber v nuestro principal cuidado serán ayudar en nosotros y en los demás a esta extensión mística de la Encarnación, que no es otra cosa que la divinización del género humano.

Entonces esta imitación de Cristo en su obra de redención marcará también todas nuestras relaciones con los hombres, ya se trate de nuestras relaciones con los individuos, ya de nuestras relaciones con la comunidad humana. Por lo tanto, ningún orden, cualquiera que sea, debe servir jamás al discípulo de Cristo como un medio para lograr un éxito personal; por el contrario, todo orden debe ser únicamente un medio de salvación sobrenatural común, ofrecido a todos. En otros términos, el discípulo de Cristo se aplicará a él no para recibir, sino para dar, para darse, como un fermento espiritual destinado a penetrar toda la masa espiritualizándola. Cada desilusión será, para el hombre que se consagra como corredentor en la obra de Cristo, no una razón de escándalo o de desaliento, sino algo así como una revelación, un llamado a un nuevo renunciamiento, una nueva etapa en un ascensión hacia Dios. En resumen: el cristiano no debe rebelarse jamás contra la comunidad solidario, sino aceptarla tal cual es, esforzándose en transformarla en una comunidad de almas en el seno del Padre celestial (89).

Esta actitud exige un gran caudal de optimismo cristiano. Este optimismo podrá parecer hasta ilimitado, precisamente porque no cree necesario cerrar los ojos ante la presencia del mal y del dolor, ni tampoco negarlos. Hasta se juzgará capaz de transformar ambas cosas en bienes, porque la muerte ha sido "vencida", porque este optimismo se llama Jesucristo, "el Verbo de Vida", última palabra de todas las aspiraciones de la humanidad, y no solamente a causa de la divinidad del Salvador, fin último del universo, sino también a causa de su humanidad. Cristo es, como dice Dostoiewski, "la única figura positivamente bella, la más infinitamente bella, un milagro infinito de la gracia" (90). Él vino para que la humanidad sepa que "su naturaleza terrena y el espíritu humano pueden aparecer revestidos de un resplandor celestial, no sólo espiritualmente en cuanto ideal, sino real y corporalmente... y esto es tan posible como natural" (91).

Cristo es el único mediador en el orden de la creación material y espiritual. Es el Don perfecto y absoluto que Dios ha hecho a los hombres para santificarlos (Col. L, 28). El es el jefe del universo, el Hijo de Dios hecho hombre que, solo Él, une la criatura con su Creador, el universo y el hombre con Dios. En Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col. II, 3). En Él el problema esencial de la vida humana, la participación del hombre en la vida divina, halla su solución (Efes. II, 18). El es la "Alfa y la Omega, el Primero y el Ultimo, el Comienzo y el Fin" (Apoc. XXII, 13) en quien subsisten todas las cosas (Col. I, 17).

Con Dostoiewski (92) reconocemos y confesamos: "La fuente de la vida, la salvación ante la desesperación, para todos los hombres, como también la condición sine qua non de la existencia del inundo entero está contenida en estas palabras: "El Verbo se hizo carne", y en la fe en estas palabras".

A Él, el Dios aparecido
Y que bajó a este mundo,
A El, que transfigura el universo,
Alabanza y gloria sempiterna (93).

 

QUE EL DIOS AMABLE,
QUE ES LA VERDAD MISMA,
ME CONCEDA A Mí Y A TODOS
LOS QUE LEYERON ESTAS PÁGINAS,
EL VER EN NOSOTROS LA VERDAD.

Maitre ECKHART
El Libro de la Consolación

_______________

  1. Le Chrétien en Solitude, Bruxelles, 1723, P. 182.

  2. Adv. Haer. V, 21, 2. PG 7, 1181.

  3. Adv. Arianos, Orat. II, 59. PG 26, 273.

  4. Oeuvres de Piété, París, 1856, P. 1087.

  5. Sermo XXI. De Nativ. Domsns I, 3. PL 54, 192-193.

  6. PRAT, Théologie de saint Paul, II8, P. 360 sig. y 476-479.

  1. Cf. GUARVZNI, Der Herr, P. 494-495.

  2. Oeuvres de Piété, P. 914.

  3. Wille und Warheit, P. 153.

  4. Cf. E. MERscu, Incarnation et Doctrine spirituelle (en Revue d'Ascétique et de Mystique, vol. X, Toulouse, 1929, P. 337-367). Este artículo, excelente y profundo, ha suministrado preciosas inspiraciones para este capítulo.

  5. K. ADAM, Theologische Quartalschrift, Tübingen, 193.3, P. 53.

  6. Do9TOIEwsxr, Literarische Schriften, Ed. Piper XII, Munich, P. 304.

  7. Cf. J. CREUSEN, S J., Le Commandement de la Pureté (en Revue des Comm. religieuses, Louvain, 1932, P. 48).

  8. Vita in Christo VI. PG 150, 649.

  9. Las palabras de Cristo nos lo confirman. A la pregunta de un doctor de la I,ey: "¿Quién es mi prójimo?", responde con la parábola del Buen Samaritano (Luc. X, 25-27). Luego Él mismo hace la pregunta : "¿Cuál de los tres te parece que fué el prójimo de la víctima de los ladrones?". "El que practicó la misericordia con él", respondió el doctor de la Ley. "Ve y haz lo mismo", concluyó Jesús.

  10. Also sprach Zaratustra II (Von den Priestern), Obras, vol. VI, Stuttgart, 1921, P. 133.

  11. Sermons II, P. 85.

  12. Adv. Haer. III, 20, 2. PG 7, 943-944.

  13. Cf. TYCIAx, Ostliohes Christentum, P. 21.

  14. Schrif ten, Iena, 1934, P. 50.

  15. Obras, op. cit., P. 1292, 1307.

  16. Adv. Haer. III, 20, 2. PG 7, 943-944.

  17. Cf. HUBY, Saint Paul, Épitres de la Captivité, P. 17-'8.

  18. J. RIGOLEUC, S. J., Oeuvres spirituelles (L'Homme d'Oraison), Avignon, 1822, P. 35-36.

  19. Schrif ten, op. cit. P. 84-85.

  20. Liber de Resurrectione Carnis LXVIII. PL 2, 885-886.

  21. Cf. Carta de San Ignacio de Loyola (1491-1556) a San Francisco de Borja (1510-1572).

  22. "Haznos sumisos a tu nombre poderosísimo y excelentísimo, a nuestros príncipes y a los que nos gobiernan sobre la tierra. A ti, Maestro, te ha sido dado el poder de la realeza por tu magnífico e indecible poder, a fin de que, conociendo la gloria y el honor que tú les has concedido, nosotros les estemos sujetos y no contradigamos tu voluntad."

Epitre de saínte Clément de Rome aux Corinthiens, trad. H. HEMMER (Les Péres Apostoliques), París, 1909, P. 127.

  1. Sermo CCCXI,IX, 1, 1. PI, 39, 1529.

  2. Cf. N. ARSENIEw Iz Gizni Doukha, P. 89-90.

  3. Plegaria de la Iglesia rusa por el ejército.

 32. Se puede decir que el que da su vida por su patria terrena, con este espíritu de obediencia al deber y de subordinación al orden querido por Dios, realiza un acto de caridad, que, aun sin saberlo el interesado, reverencia a Dios y el orden de Dios. Este acto de caridad perfecta (Jo., XV, 13) tiende de sí a abrir el cielo al moribundo, si faltan los otros sacramentos. Esto no es más que una opinión. Parece, sin embargo, de gran valor e "inatacable" a muchos teólogos. (Carta de Monseñor Miguel d'Herbigny, S. J., al autor, 4 de septiembre de 1936). Véase también VL. SOLOVIEF, Las tres Conferencias, 1899, la Conferencia.

  1. Enarrr. in Psalsn. XXXIV (Ser. 2, 16). PI, 36, 341.

  2. Ambiguorum Liben. PG 91, 1320.

  3. Adv. Haer. V, 1, 3. PG 7, 1123.

  4. Vita in Christo II. PG 150, 561.

  5. Cf. L. RICHARD, Le Dogme de la Rédemption, P. 159.

  6. Théod. KAMPMANN, Licht aus dem Osten, Breslau, 1931, P. 219; y DOSTOIEWSKI, Los Posesos, ed. Piper, P. 1083.

  7. P. CHARLES, S. J., La Priére de toutes les Heures II, P. 155.

  8. Cf. G. DE BROCLIE, (en Rech. de Science Relig. vol. XIV), París, 1924, P. 240.

  9. M. BLOxnEL. Carta inédita del 13 de julio de 1927, citada por P. ARCHAMBAULT en L' OEuvre philosophique de Maurice Blondel. (Cahiers de la Nouvelle Journée, n. 12), París, 1928, P. 98-99.

  10. In. Ioh. CVIII, XVII, 5. PI, 35, 1916 Trad. francesa de E. MERSCH, en Le Corps mystique du Christ II, I,ouvain, 1933, P. 119-120.

  11. Sermo CLXX, 13. PI, 38, 923.

  12. P. CHARLES, op. Cit., 1, P. 112.

45. In Isaiam Commentarius, IV, Or. 2. PG 70, 936.

46. Vita in Christo IV. PG 150, 612-13.

47. Pensées, P. 493.

48. ECKEHART, Schriften, Iena, 1934, P. 254-255.

49. Cf. P. CHARLES, op. cit. 11, p. 32.

50. Cf. De Perfeccione christiani Forma. PG 46, 256.

51. Démonstration apostolique, loc. cit. 34.

52. Esirit et Liberté, P. 349.

  1. Adv. Haer. V, 1, 3. PG 7, 11, 23.

  2. Francois MAURIAC, Journal II, París, 1937.

  3. P. SANSON, L'Inqusétude humasne, París, 1925, P. 25.

  4. KAMPMANN, op. Ctt., P. 223-224.

  5. Mons. THEOPHANE, obispo de Tambov. Svjatootchesskija Nasstavlenila o Al olity. s Tresvennosts (Las Enseñanzas de los Padres sobre la Oración y la 1/sgilancia del alma), Moscú, 1881, P. 702.

  6. Pensées, P. 98.

  59. Sermons II, P. 28.

  1. Ibid., P. 28.

  2. Esta cruz "Rusa" de ocho brazos fué introducida en la Iglesia oriental en el siglo IV y fué sobre todo adoptada en ella en los siglos IX y X. La ne:esidad de esta forma apareció cuando numerosos herejes, gnósticos y otros, aun reconociendo un verdadero símbolo en la cruz habitual (de cuatro brazos). rehusaban ver en ella el símbolo de Cristo, es decir, el instrumento de la Pasión. Si a veces la reconocían como tal, se apartaban a sabiendas de la Pasión, que consideraban como indigna de Cristo. Al oponerse a los herejes la cruz de ocho brazos entiende subrayar particularmente los sufrimientos de Cristo como fuente de nuestra salvación Ella es la señal indudable de la Pasión, "el crucifijo". La inscripción colocada sobre la cabeza de Cristo y el "Suppedancum" donde descansan los pies del Crucificado tienen la misma significación Es la cruz de nuestra Redención.

  3. ¿No es el sufrimiento, por esencia, algo pasivo? Habiéndolo tomado Cristo tal como es, en Él y en nosotros, ¿no puede decir que se recibe con las disposiciones indispensables desde que se acepta por lo menos pasivamente, es decir, desde que se soporta sin rebelión positiva en la parte superior del alma? "Se podría decir entonces que así como Cristo toma nuestra actividad en lo que ella tiene de activo y nos santifica por nuestros actos, une también a sí nuestra pasividad en lo que ella tiene de pasivo y nos purifica por nuestros dolores, non ex opere operato sed quasi ex passione passa" (E. MERSCH, Incarnation et Doctrine spirituelle, P. 363-364).

  4. Crxme et Chátiment, VI, ch. II, P. 407.

  5. J. CRASSET, Considérations chrétiennes, op cit., t. IV, P. 190-194.

  6. Así la piedad rusa venera bajo el nombre de "strasstoterptzy" es decir, "los que han padecido el sufrimiento", los "Pasionistas", a toda una serie de personajes cuyo heroísmo consistió únicamente en no rebelarse contra la muerte violenta, por imitar la muerte de Cristo. Para muchos de esos "siervos de Dios" no existe culto oficial. Citemos por ejemplo a Juan de Ouglitch ( t 1683), asesinado per un servidor de su nadre; a Basilio de Mangaseia, en Siberia (t 1602), martirizado por su maestro y final-mente condenado a muerte por haber rehusado cometer el pecado de sodomía; al emperador Pablo 1 (1801), etc. Otros han sido beatificados o canonizados. Se venera sobre todo a los príncipes Boris y Esleo, hijos de San Víadimiro. Los dos fueron muertos por su hermano Sviatopolk (1015). Su culto fué reconocido por la Iglesia Romana (Cf. el deoreto de Urbano VIII, 1634) Parece así que la no oposición a la muerte violenta tuvo un carácter de sacrificio voluntario. Es notable verificar que muchos de estos santos "pasionistas", que en tal forma se deiaron conducir a la muerte, ocupan los primeros puestos a la cabeza de los ejércitos celestiales de los defensores de la tierra rusa contra sus enemigos. Así quedó transformada la cruz, símbolo de los "Pasionistas".

    De un instrumento de muerte ignominiosa, pasó a ser el signo invencible contra los enemigos. He aquí una paradoja fundamental del cristianismo (cf. G. FEDOTOE Syiiatyje dremet Russs, (Los Santos de la antigua Rusia), París 1931, P. 221-223.

         66. Pensées, P. 99, 101.

  1. Liturgia de San Juan Crisóstomo, letanía diaconal antes de la comunión. Cf. PC 63, 914.

  2. N. V. ARSENIEW. Die Auferstehung (Evangelische Jugendhefte, Heft 3), 1937, P. 50-51.

  3. Se trata aquí de un conocimiento penetrado de luz y de amor, por el cual el hombre se entrega todo entero, corazón y alma, a Dios.

  4. "Catolicidad significa totalidad, es decir, un ser orgánico completo en la diversidad de sus funciones y de sus manifestaciones... Este término no significa sólo extensión a la tierra encera, sino plenitud de verdad v de vida, totalidad y universalidad de la verdad de fe anunciada y conservada por la Iglesia, así como valores vitales protegidos y dispensados por ella". (FR. HEILER, Urkirche und jstkirche, Munich, 1937, P 2-5).

  5. Cf. P. CHARLES, op. cit. II, P. 157-158.

  6. J. A.JUNGMANN, S. J., Die Frchbotschaft und unsere Glaubenszerhiindsgz.ng, Regensburg, 1936, P. 83.

  7. N. V. ARSENIEW. Die Kv-che des Morgenlandes, P. 87.

  8. Obras completas (en ruso) II, Moscú, 1900, P. 21-23.

  1. DosTOIEwsKI, Das Gut Stepantschikovo und seine Bewohner, (Piper, XVI), P. 340.

  2. Nicolás CABASILAS, Vita in Christo I, PG 150, 496. Trad. francesa, op. cit., P. 21.

  3. Comment. in Matth. XVII, 21 PG 13, 1540-41.

  4. Enarr. in Epist. 1. S. Joh., IV, 15. PG 39, 1800.

  5. Aducimos este texto según la exposición de HuBY, Saint Paul, Epitres de la Captivité, P. 169-170.

  6. Cf. F. HEILER, Urkirche und Ostkirche, P. 111.

  7. Himno de la Epifanía (Iglesia occidental).

  1. L. DE GRANDMAISON. S. J., Religión personelle (en Études, 1913, t. 134), P. 625.

  2. Ultima antífona de las Vísperas del martes (Iglesia occidental).

  3. N. V. ARSENIEW, en Kijrios, Heft. 3. Kónigsberg, 1936, P. 241.

  4. Theologische Quartalschrift, Tübingen, 1933, P. 44.

  5. Citaremos sólo a Ambrosio de Milán (t 397), Juan Crisóstomo (t 407), Remigio de Reims (t 532), Teodosio de Kiev (t 1076), Bernardo de Claraval (t 1153), Sergio de Radonége (t 1392), Felipe de Moscú (t 1580), Vicente de Paúl ( t 1660), Juan de Constadt (t 1908).

  6. Pensées, P. 98.

  7. Cf. P. CHARLES, op. Cit., I. P. 70.

  8. Esta idea ha sido brillantemente expuesta por Vl. Solovief : "el reino del mundo debe estar sometido al reino de Dios; las potencias seculares de la sociedad y de cada individuo deben estar subordinadas al poder espiritual...; pero, ¿cuál debe ser esta subordinación y por qué medios hay que realizarla?... La subordinación del principio secular al principio divino debe ser una sumisión libre, obtenida por la virtud de la fuerza interior del principio mismo que es el objeto de esta sumisión.., todo tiene su lugar en el Reino de Dios, todo puede estar armoniosamente unido en él... la sociedad espiritual —la Iglesia—, debe someter a la sociedad terrena... elevándola hasta ella espiritualizándola y haciendo del elemento terreno su instrumento... su cuerpo". (Douae lecons sur le Théandrisme, Ile. lecon).

90. Lettres, Lettre á sa niéce (janvier 1868).

  1. Materiales para su novela Bessy (Los Posesos), t. II, Apéndice, Berlín, 1921.

  2. Ibídem.

  3. Maitines de la Iglesia oriental en la fiesta de la Epifanía (6 de enero).