CAPÍTULO
VII

JESUCRISTO,
GRAN SACERDOTE Y VICTIMA EXPIATORIA
POR LOS PECADOS DEL MUNDO


Verás cómo Jesús... fue traicionado, y cómo, con él, clavó mis pecados en la cruz. Como cordero fue sacrificado, como sacerdote sacrifica; como hombre fue enterrado, como Dios resucita; después de lo cual sube al cielo de donde volverá en su gloria. ¡ Cuántas solemnidades en las que yo he celebrado todos estos misterios de Cristo ! Y todos tienen el mismo fin principal: mi perfeccionamiento y mi transformación y mi retorno al estado inocente del primer Adán.

SAN GREGORIO NACIANCENO) (1)

La Encarnación del Hijo de Dios es ya en sí un acto heroico de inmolación voluntaria de sí mismo por los pecados del mundo, un sacrificio redentor de reconciliación del mundo con Dios. Toda la vida terrena del Redentor, del pesebre a la cruz, no es más que una oblación expiatoria de sí mismo por nosotros. Toda su vida es un continuo sufrimiento, inagotable, que crece sin cesar, que le causan los pecadores en medio de los cuales quiso vivir.

Jesucristo ha sido, pues, nuestro Redentor desde el primer instante de su concepción, y todas sus acciones, toda la aceptación voluntaria de sus sufrimientos han producido la salvación de los hombres. Pero, como nos lo enseña el dogma fundamental del cristianismo, el acto con el cual corona y perfecciona la obra de nuestra Redención es su muerte sobre la cruz. Acerca de este punto toda la tradición está concorde en repetir con San Cirilo de Alejandría : "Si Jesús no hubiera muerto por nosotros, jamás hubiéramos sido salvados" (2).

Ya en previsión de lo que iba a suceder, Cristo reprendía a sus discípulos cuando ellos soñaban con los primeros puestos en el reino de los Cielos: "El que de entre vosotros quiera hacerse grande deberá hacerse vuestro servidor; y el que quiera ser el primero deberá ser el esclavo de los demás". Y, poniéndose como ejemplo, añadía: "Así el Hijo de Dios vino, no para ser servicio, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos" (Mat. XX, 26-28). Lo mismo cuando habla del pan de vida dice: "Yo soy el pan vivo bajado del cielo; si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el que yo le daré es mi carne, para la salvación del mundo" (Jo. VI, 51).

El se entregó por nosotros como una oblación y un sacrificio, prosforán kái thysían tó theó, escribe San Pablo a los Efesios (V, 2). La palabra thysía indica claramente la inmolación, mientras que prosforá designa la oblación que Cristo hace de sí mismo a Dios Padre. El Padre "manifiesta su amor hacia nosotros en que Cristo murió por nosotros cuando nosotros éramos aún pecadores" (Rom. V, 7). En su Epístola a los Colosenses San Pablo profundiza la misma idea : "Porque Dios quiso que toda la plenitud habitara en Él; y quiso reconciliar por Él todas las cosas consigo mismo: las que están en la tierra y lasque están en los cielos, construyendo la paz por la sangre de su cruz" (I, 19, 20). De modo, pues, que no sólo la humanidad, sino todo el universo ha sido "rescatado" por la sangre de Cristo.

Nuestra santificación es una "redención". Jesús es el "rescate", apolytrosis, no cesa de repetir San Pablo (3) cuando nos muestra a Cristo derramando su sangre en la cruz y atrayendo sobre los hombres la benevolencia de Dios que justifica a todos los que creen en su Hijo y en la virtud de su sangre (Rom. III, 21-26).

La epístola a los Hebreos presenta toda ella esta verdad en el marco del culto levítico ritual: "Todo pontífice, tomado de entre los hombres, está constituido para los hombres en lo que se refiere al culto de Dios, a fin de ofrecer oblaciones y sacrificios por los pecados" (Hebr. V, 1). Es, pues, en primer lugar un mediador. Jesucristo es el verdadero Pontífice de la humanidad. No se arroga esta dignidad, sino que le ha sido conferida por Dios el cual le ha dicho: "Tú eres mi Hijo, hoy te he engendrado" (Hebr. V, 4-10). Aunque es verdad que el Hijo es Hijo desde toda la eternidad, estas palabras, según el salmista, no le fueron dirigidas sino cuando asumió la naturaleza humana (Hebr. V, 5, 6, 10). Por la Encarnación, es decir, por la unión hipostática con la divinidad, que se difunde sobre su naturaleza humana como una unción, el Hombre-Dios está sin mancha, es puro, "separado de los pecadores y más elevado que los cielos". Por esto no tiene necesidad "como todos los demás grandes sacerdotes de ofrecer cada día sacrificios primero por sus propios pecados y luego por los de su pueblo, porque esto lo hizo El una vez por todas" (Hebr. VII. 26-27), puesto que "por el eterno Espíritu se ofreció a Sí mismo inmaculado a Dios, a fin de purificar nuestra conciencia de las obras muertas para servir al Dios vivo" (Hebr. IX, 14). "Como pontífice de los bienes futuros, pasando por un tabernáculo más excelente y más perfecto, que no ha sido construído por mano de hombre, es decir, que no pertenece a esta creación, y no con la sangre de los machos cabríos y de los novillos, sino con su propia sangre entró una vez por todas en el "sancta sanctorum", después de haber adquirido una redención eterna" (Hebr. IX, 11, 12). El no tiene necesidad de ofrecerse a Sí mismo muchas veces, como hacía cada año el gran sacerdote al entrar en el santuario con sangre que no era la suya. Se mostró una sola vez en los últimos tiempos para abolir el pecado con su sacrificio. Este sacrificio único (Hebr. IX, 25, 28) tuvo lugar en el Gólgota, donde Cristo está en adelante siempre vivo, manteniéndose "delante de la faz de Dios" (Hebr. IX, 24) e intercediendo en nuestro favor (Hebr. VII, 25).

Esta doctrina sobre el valor "redentor" de la muerte de Jesucristo es una verdad fundamental del cristianismo. "El nos ha librado de la caída, con toda justicia, por su sangre", dice San Ireneo en el siglo II. "Se entregó con bondad para reunirnos a todos en el seno de su Padre" (4). "La inmolación del Cordero había librado ya a los israelitas de la muerte y de la perdición, y les había hecho encontrar la gracia del ángel exterminador. Aquél era un símbolo de Cristo, porque Cristo ha sido inmolado por nosotros por ser nuestro Cordero pascual, a fin de que pueda destruir el triste dominio de la muerte y conquistarse, por medio de su sangre, toda la tierra... Por Él hemos sido reconciliados con el Padre, porque 111 sufrió por nosotros en la carne, a fin de lavarnos de los pecados... (5). En adelante, redimido y destruido el pecado,, también la muerte, como consecuencia del pecado, debe desaparecer... (6). Por su Encarnación, como por su muerte, Cristo se convirtió en el segundo Adán, raíz y jefe de la humanidad regenerada. . . (7), en el mediador entre Dios y los hombres (8), en la fuente de toda santidad y de toda vida sobrenatural" (9). Así habla en el siglo V San Cirilo de Alejandría, uno de los testigos más representativos de la tradición que la Iglesia ha incluido como verdad de fe en su Credo: "Propter nos et propter nostram salutem descendit de coelis..., crucifixus..., passus et sepultus est".

"El Dios hecho hombre es sacerdote, sacerdote único, únicamente sacerdote, sacerdote en todas partes, sacerdote siempre. Porque el Verbo, que es a la vez imagen perfecta del Padre y ejemplar de la creación, desde que se encarna no puede dejar de ser el mediador, el vínculo religioso entre Dios y el hombre, y por consiguiente, el Sacerdote. Su ordenación es la Encarnación misma. Lo que lo consagra..., es la misma Divinidad uniéndose a su humanidad, que le confiere, como su nombre propio e incomunicable, el nombre de Cristo. Es decir, que es Sacerdote sustancialmente, por todo lo que es, por todo Él. Lo cual quiere decir también que todas sus acciones serán, y necesariamente, sacerdotales. O mejor, hay que afirmar que no hay en su corazón y en su vida más que un acto real, "numenal", supratemporal, iluminado por su ciencia privilegiada de Redentor, un acto que será vivido con toda la secuela de episodios, desde la paja del pesebre hasta el lanzazo, y que será expresado por todas sus palabras, desde la primera frase misteriosa referida por San Pablo: "He aquí que vengo...", hasta el "consummatum est...". Este acto es la caridad por la chal Jesucristo sacerdote se ofrece como víctima a su Padre" (10). En verdad, "la obra maestra de Dios es su Iglesia y su religión. Pero lo que hay de más grande, de más santo, de más augusto en Jesucristo, en la Iglesia y en la religión cristiana, es el sacerdocio y el sacrificio de Jesucristo" (Ch. de Condren, 1588-1641) (11)

El Concilio de Trento (1562) resume muy bien toda esta doctrina: "Nuestro Dios y Señor... se ofreció a sí mismo a Dios Padre por su muerte, una vez por todas, sobre el altar de la cruz, como intercesor, a fin de cumplir, con ello la Redención eterna" (12)

Jesucristo se ofrece, pues, a sí mismo como Pontífice, por el Espíritu Santo a su Padre. En otros términos: Cristo no es solamente la víctima, el "Cordero que ha sido inmolado", sino también el sacerdote sacrificador. puesto que su ofrenda es su acto libre: "Porque tú eres, en efecto, el que ofreces y eres ofrecido, el que recibes y eres repartido" (13)

Todo lo que Jesucristo dijo a sus discípulos sobre el significado oculto de su muerte, lo expresa finalmente en una sola acción en la cual primero hace participar a los suyos, v después, por ellos, a todo el género humano: "Una personalidad poderosamente desarrollada, dice Dostoiewski, perfectamente consciente de su derecho de ser una personalidad, que no tiene, por consiguiente, nada que desear ni temer por sí misma, no puede hacer nada mejor de esta personalidad, quiero decir, no puede hacer de ella un uso mejor que sacrificarla completamente y absolutamente a todos, para que todos los demás se conviertan igualmente en personalidades semejantes a ella, tan conscientes y felices corno lo es ella misma" (14)

Como se ha dicho, por el hecho de haber aceptado interiormente el Hombre-Dios y haber vivido su destino según la voluntad del Padre, su vida, su pasión y su muerte han adquirido el sentido de un sacrificio de expiación por el pecado. Esta acción íntima de la sentencia divina contra el pecado, este "deseo de la cruz", este acto interior de obediencia hasta la muerte que Él trajo al venir al mundo (Hehr. X, 5-7), el Hombre-Dios los confirma ahora por un arito exterior que, al ser al mismo tiempo un arto de oblación litúrgica sensible, "ohiatio hostiae" se presenta como la acción sacerdotal por excelencia, es decir, como la acción propia del sacerdote en cuanto sacerdote.

En la noche misma en que "fué entregado (I Cor. XI, 23), en que sabía "que le había llegado su hora... y que el Padre le había puesto todo en sus manos, que había salido del Padre y que se iba hacia Dios" (Jo. XIII, 1-3) —por lo tanto con la plena conciencia de su dignidad y de su misión—, Jesús, segundo Adán, "el Hombre-Humanidad", se cargó con la cruz, es decir, tomó sobre Sí a la humanidad entera y a cada hombre en particular con todas sus miserias. Al poner su naturaleza humana inocente en lugar de la naturaleza culpable del viejo Adán, es decir, de todo el género humano, y al asumir, por así decirlo, toda responsabilidad por la humanidad entera, Cristo acepta voluntariamente la muerte que lo espera corno el símbolo del estado culpable de las almas, como el castigo. justo y correspondiente, de una manera vital, ontológica, al estado del pecado. Consciente de su acto, vuelve voluntariamente a su Padre "entregando el templo de su cuerpo a la muerte por todos, a fin de librar a todos los hombres de la antigua prevaricación y mostrarse Señor y dueño de la misma muerte" (S. Atanasio) (15).

Para hablar de este misterio del sacrificio perfecto y de su maravillosa unidad, el genio de San Agustín ha hallado términos incomparables que se pueden considerar corno definitivos: "En todo sacrificio hay que considerar a quién es ofrecido, por quién es ofrecido, lo que es ofrecido y para quién es ofrecido. Pues bien, he aquí que el mismo, el único, el verdadero Mediador nos ha reconciliado Él mismo con Dios por su sacrificio pacificador, resultando uno con Aquel a quien lo ofrece, unificando en sí a aquellos en favor de quienes lo ofrece, siendo Él mismo juntamente el que ofrece y lo que ofrece" (16).

En la noche en que instituyó la Eucaristía, el Señor nos dejó el legado más importante de su vida terrena, coronando y sellando así todas las relaciones que había tenido con los hombres. Y porque todo sacrificio en general es una expresión de la fuerza del amor, el amor de Dios para con el mundo es lo que se reveló aquella noche. Porque el Hombre-Dios "ama al Padre y obra según el mandato que el Padre le ha ciado" (Jo. XIV, 31), porque da su vida por sus amigos (Jo. XV, 12) y porque es la imagen del Dios invisible, revela que Dios por su misma esencia es Amor. "Por esto, dice San León el Grande, entre todas las obras de Dios no hay un solo acto que regocije más nuestro espíritu y lo subyugue más que la pasión del Señor" (17).

Era antes de la fiesta de la Pascua, en la Cena. Ya el demonio había puesto en el corazón de Judas Iscariote la decisión de entregar a Cristo (Jo. XIII, 2). Tomando "pan entre sus santas y puras manos" y ofreciéndolo "a Ti, Dios y Padre, dió gracias, lo bendijo, lo partió y lo dió a sus santos discípulos y apóstoles diciendo: Tomad y comed. Este es mi cuerpo... que ha sido partido por vosotros (18). En igual forma, habiendo tomado el cáliz del fruto de la vid..., lo dió diciendo: Bebed todos de él. Esta es mi sangre... que ha sido derramada por vosotros y por muchos para la remisión de los pecados" (Mat. XXVI, 26-28; Luc. XXII, 19-20). Afuera, sin embargo, "era de noche" (Jo. XIII, 30), en el sentido más profundo de la palabra. Todo esto está admirablemente expresado en un himno antiguo del siglo V, que se canta en la Iglesia oriental una sola vez por año, en la misa del Sábado Santo : "Que toda carne mortal se calle, que se mantenga inmóvil con temor sin detener su espíritu en nada terreno. Porque el Rey ele los reyes y el Señor de los señores se adelanta para ser inmolado y para darse en alimento a los fieles".

¿Qué pueden significar estas palabras, sino que Cristo, puesto simbólicamente en estado de víctima, ofrece a Dios por nosotros la muerte sangrienta con que reviste los signos sacramentales? Esta inmolación mística la empeña a la inmolación efectiva v dolorosa del Calvario. En el Calvario será obra de los verdugos, mientras que en Cenáculo se desenvuelve su oblación ritual, el sacrificio del soberano sacerdote "según la orden de Melquisedec" (Hebr. V, 6). Es el sacrificio de un sacerdote que se ofrece "a sí mismo por su Eterno Espíritu" (Hebr. IX, 14), bajo las apariencias del pan y del vino, como víctima de expiación por la redención de los hombres. Todo esto ha sido muy bien expresado por el heresiarca Nestorio, patriarca de Constantinopla, en términos que se creería que son de San Gregorio Nacianceno: "Cristo fue crucificado simbólicamente, inmolado por la espada de la oración sacerdotal" (19)

"Por ellos me santifico, a fin de que sean santificados en la verdad" (Jo. XVII, 19). Restaurar, santificar, unir con Dios, ofrecer a Dios, es todo la misma cosa. Cristo, el Hombre-Dios, el sacrificarse, ofreció, por consiguiente, a Dios para santificarlo, el mundo que llevaba en sí mismo. Y como toda justicia debía ser cumplida, y el mundo, una vez cometido el pecado, no podía ser ofrecido sino en el sufrimiento y la muerte, Él nos ofreció en el sufrimiento. Y este sacrificio doloroso fue un sacrificio verdaderamente perfecto, puesto que lo que él ofrece lo había santificado eminentemente, habiéndolo ofrecido por un acto de santidad infinita, después de haber ido en los sufrimientos hasta el límite, hasta la consumación definitiva, hasta la muerte.

Al instituir la Eucaristía y ordenar a sus discípulos que repitiesen su gesto "en memoria de Él" (Luc. XXII 19), Cristo confirió a su sacrificio una duración que debe perseverar "hasta que venga" (I Cor. XI, 26). Haciendo esto consagró toda la aspiración religiosa de la humanidad entera que, conscientemente o no, no cesaba de tender hacia Él (20). ¿No era Él "el deseo, la luz de todos los tiempos", Él que es "la plenitud de los tiempos"? (21). Haciendo entrar el "misterio de la salvación" en la vida religiosa del género humano, que iba a tientas en busca de la salvación, abolió, si no expresamente, por lo menos de hecho y definitivamente, todo el culto sangriento de la antigüedad.

Así la Cena y la Pasión se compenetran, se completan y se esclarecen mutuamente. "Toda la pasión es sacrificio, porque toda la pasión es inmolación sangrienta ofrecida por el Sacerdote; y la Cena es el mismo sacrificio, único e indiviso, porque es el gesto del Sacerdote que ofrece en un rito incruento la misma cruenta inmolación" (22).

En adelante el Hombre-Dios ya no se pertenece. El sepulcro lo mira como su presa. En adelante Él tan libre en todos sus movimientos y determinaciones, dueño de su vida, de la que dispuso a su voluntad hasta la Cena, una vez acabada la Cena, cae a tierra bajo el peso de la agonía redentora que comienza "como un gusano de tierra y oprobio de los hombres" (Salmo XXII, 7). Porque Él se ofreció, y no se le quita a Dios sin sacrilegio lo que una vez se le ha consagrado. Y Cristo muere, obedeciendo no a un mandamiento particular de su Padre, sino a esa ley natural que quiere que sea respetada la justicia, y por consiguiente pagadas las obligaciones contraídas con Dios. La obligación de dejarse llevar a la muerte la había contraído Cristo libremente en la oblación eucarística de su cuerpo y de su sangre. Desde el momento en que ofrecióse a Dios para morir no le era va lícito retractarse (23).

Y ahora ha llegado la hora en que va a ser entregado a los pecadores (Mat. XXIV, 45). La hora del poder de las tinieblas (Luc. XXII, 53), que es también "su hora" (Jo. XIII, 1), porque Él nació para "llegar a esta hora" (Jo. XII, 27).


 

Jesús ha atravesado la espantosa noche de agonía de Getsemaní. El, el Hijo único, el Dios hecho hombre, helo colocado bajo la mirada del Dios de justicia, cargado, como consecuencia de su identificación voluntaria con la humanidad pecadora, con toda la deuda de la raza humana. Piénsese en las palabras terroríficas de San Pablo: "Cristo se hizo maldición por nosotros" (Gál. III, 13). Piénsese en las expresiones que usa el Apóstol para indicar la solidaridad que reina entre el Salvador y nosotros: "El que no conoció el pecado, (Dios) lo hizo pecado por nosotros, a fin de que nosotros seamos en Él justicia de Dios" (II Cor. V, 21). Doblado bajo el peso de las faltas que Él ha tomado sobre sí con plena realidad y con las que se siente manchado sin haber pecado, está delante de Dios —hay que atreverse a decirlo— como un pecador, como "la humanidad pecadora", como la "contrición universal" por el pecado del mundo, como "el Responsable por todo y por todos..." En el horror de este estado su alma santa se turbó "hasta la muerte" (Mat. XXVI, 38). Toda la profundidad de su conciencia divina, todo el triunfo de su victoria de la que da testimonio el discurso de adiós a sus discípulos (Jo. XVI, 33), toda la fuerza de su unión con el Padre, en una palabra, toda la vida divina de Cristo, no ha disminuido en nada la cruel realidad de su agonía, no la ha evitado, no ha quitado nada de su intensidad. Él, "el Grande, el Fuerte, el Valiente, el Invencible" (24), se separa de sus discípulos, postra el rostro contra la tierra y se siente envuelto por "la tristeza, la angustia y el pavor" (Mat. XXVI, 37; Marc. XIV, 33). La agonía espiritual de una vida inmortal, preludio de la agonía física cuya perfección tendrá lugar en la cruz, comienza.

Pero ¿ cómo es esto sólo posible? ¿ Cómo conciliarlo con la visión inmediata de Dios, cle la que goza el alma de Cristo en virtud de la unión hipostática desde el primer instante de su concepción? Es éste un misterio que perturba, inconcebible, "el verdadero misterio de Jesús". ¿Quién podría describir lo que pasó entonces en Él, ese drama único que no era posible más que por la unión perfecta de las dos naturalezas, el exceso de sufrimiento de un corazón humano en el tormento de Dios mismo? Se pueden ensayar algunas consideraciones para facilitar la meditación (le este misterio ; ellas ayudarán tal vez a "concebirlo", pero jamás a "comprenderlo".

En toda la pasión la divinidad del Hombre-Dios permanece, por decirlo así, escondida. El poder no se manifiesta sino en que soporta y experimenta todo. La acción de Dios consiste aquí en un "no-obrar". La divinidad se revela negativamente, no aniquilando a sus enemigos, y positivamente, permitiendo los sufrimientos que quiere libremente (25). Como lo dice San Ireneo: "El Verbo se callaba a fin de poder ser tentado, deshonrado, crucificado, y morir" (26).

Por otra parte, el testimonio de las almas que gozan de gracias místicas, como santa Teresa de Avila (1515-1582), nos ayuda no a comprender, pero por lo menos a representarnos —y todavía imperfectamente— la posibilidad de la coexistencia en una misma alma de un conocimiento muy alto de Dios y del tormento de una espantosa soledad. "Con frecuencia he aquí que un deseo surge de pronto yo no sé cómo. De este deseo que en un instante penetra el alma toda entera nace un dolor que la transporta muy por encima de sí misma y de todo lo creado. Dios la coloca entonces en una separación tan universal de todas las criaturas, que en medio de su más cruel sufrimiento le parece que ya no hay nadie para ella sobre la tierra... Dios aparece entonces a una inmensa distancia del alma. Por momentos, sin embargo, le descubre sus perfecciones por un camino extraordinario más allá de todo pensamiento y de toda expresión. Para creer en esto y hacerse de ello una idea es necesario (estoy convencida) haberlo experimentado. Esta comunicación no tiene por fin consolar al alma, sino mostrarle cuán justo es su dolor al verse privada de un bien que encierra todos los bienes; por eso se acrecienta su deseo y la agudeza del sentimiento de su destierro.. El alma parece estar realmente en un estado en que no recibe consolación alguna ni del cielo en que todavía no habita, ni de la tierra en que no habita más y de donde no puede ya recibirla. Está, pues, como crucificada entre el cielo y la tierra, presa de su sufrimiento, sin recibir socorro ni de una parte ni de la otra. Y en efecto, el que le viene del cielo — quiero decir este admirable conocimiento de Dios que supera en mucho todo lo que se puede desear — no hace más que aumentar su tormento. Él da a sus deseos un tal grado de intensidad que por momentos el exceso del dolor hace perder el conocimiento, lo cual, por lo demás, dura poco. Se diría que son los terrores de la muerte. Sólo este sufrimiento está acompañado de una felicidad tan grande, que no sé a qué compararlo. Es un martirio a la vez delicioso y cruel" (27).

Este martirio "delicioso y cruel", como lo llama la santa, no es más que un reflejo de la agonía de Jesús. Sin embargo es un reflejo de ella, una participación, una crucifixión, una muerte con Cristo. Así como la más sublime contemplación de Dios puede, en ciertos momentos, agudizar el tormento de las almas, es decir, el hambre y la sed que ellas tienen de Dios, así en Cristo la visión intuitiva, al consumar su amor por el Padre, llevó hasta el extremo su horror por el pecado y su contrición por las faltas de la humanidad. Hasta se puede pensar que precisamente la unión hipostática hizo crecer hasta el infinito los sufrimientos del Hombre-Dios, puesto que ella no está menos en relación con la justicia de Dios que con su fortaleza (28). Si se admite, además, que en virtud de una disposición divina libremente aceptada por Cristo en conformidad con el plan general de la Encarnación, el gozo beatífico que resulta de la visión intuitiva estuvo en él comprimido, por así decirlo, en el santuario más íntimo y como en la punta del alma, entonces no parece tan inverosímil o contradictorio que durante toda su vida terrena y sobre todo durante su pasión, el alma de Cristo se haya sustraído a la influencia del gozo beatífico y como abandonado a sí misma (29).

Una vez más, todo esto es sin duda alguna misterioso y está muy lejos de revelarnos el misterio de la agonía de Cristo. Para comprenderlo habría que comprender primero lo que es Dios, lo que es el pecado, lo que es la unión del Padre y del Hijo (30), cosas todas que sobrepasan infinitamente nuestra inteligencia. Como dice Pascal: "Jesús está solo en la tierra, no solamente para sentir y compartir su dolor", sino solo también "para saberlo: el cielo y la tierra están solos en este conocimiento" (31).

Sin embargo se puede comprender que, durante esa noche de agonía en Getsemaní, el pecado debió ser sentido y vivido por el Salvador de una doble manera, por así decirlo. Primero como algo extraño, temible y horrible, algo cuya sola aproximación apenaba y torturaba hasta lo infinito su alma santa e inmaculada. Después como un contagio inmundo, que proviene del conjunto de nuestras maldades y que, semejante a una lepra, llegaba hasta su alma y la llenaba de un insoportable horror, como si ella fuera efectivamente culpable.

Tomar sobre sí un pecado no quiere decir solamente atribuírselo de un modo teórico, sino sobre todo vivirlo por dentro, hasta lo último, y soportarlo enteramente. En otros términos, si de parte del que está "sin pecado", el hecho de cargar sobre sí con el pecado, es decir, si la identificación de su naturaleza humana con la de Adán ha costado a la caridad de Cristo tantos amargos sufrimientos, ¿qué decir entonces del pecado mismo, sobre el que pesaba la cólera de Dios y cuyo castigo es la consecuencia inevitable? En cuanto es un estado del mundo y del hombre, el pecado es, como ellos, una realidad, con esta única diferencia: que el mundo y el hombre, como obra de Dios, son indestructibles, mientras que el pecado, al ser un efecto de la libertad creada, puede ser destruido, debe serlo interiormente, a fuerza de sufrimientos y de pruebas. Sólo entonces será "consumado" por la cólera de Dios. Una tal operación hace padecer dolor y sufrimiento a Aquel que toma sobre sí el pecado —y en esto consiste precisamente la Redención, tal como se ha realizado históricamente—. El pecado que el Hombre-Dios ha tomado sobre sí estuvo acompañado por la cólera divina. "Fué herido a causa de nuestros crímenes..., yo lo maltraté a causa de las iniquidades (le mi pueblo" (Is. LIII, 5, 8). La justicia de Dios es tan absoluta como infinito es su amor. No tiene acepción de personas (I Pedr. I, 17). Unido inseparablemente a nosotros por amor en la Encarnación, Cristo, bajo el peso de los pecados, parece ser como un extraño a su Padre. A los ojos de Dios fue colocado en la esfera de los pecadores, rechazado a las tinieblas de la muerte, y debe padecer este dolor y este abandono "en el horror de la noche" (Pascal).

Hasta aquí se ha visto a Cristo obrar en estrecha intimidad con el Padre, dependiendo plenamente del Padre en su vida, no queriendo más que una cosa: el cumplimiento de la voluntad y de la obra del Padre (Jo. IV, 34). Esta es su fuerza, su gozo, su luz. Puestos los ojos perpetuamente en la voluntad del Padre que conoce tan bien y en la que halla su complacencia, persigue su misión terrena. Y ahora, por primera vez se oven palabras o se percibe una disonancia: "No mi voluntad sino la tuya" (Luc. XXII, 42). No es ésta la expresión de una resistencia al querer del Padre. Por el contrario, la plegaria dice sumisión total. Pero en este momento esta voluntad santa y tan amada no se deja más sentir; el contacto sensible que se había mantenido hasta entonces en Jesús, se ha roto. Su Padre está lejos de él. Entre los dos hay un obstáculo : el pecado del mundo. Se sienten ganas de decir: el Creador se ha contaminado por su criatura. El olor de la muerte, de esta muerte espiritual de la que la muerte corporal no es más que el símbolo real, ontológico, flota sobre Él. Y todo esto es en tal forma aplastante y terrible que su naturaleza humana se hunde bajo su peso. El abandono, la soledad, el vértigo en las tinieblas de la confusión se manifiestan en la súplica dolorosa: "Si es posible, ¡ que se aparte de mí este cáliz ! Sin embargo, no como yo lo quiero, sino como Tú lo quieres" (Mat. XXVI, 39) (32).

Sólo a este precio podía ser vencido el poder del pecado y la desobediencia del viejo Adán expiada por la obediencia del nuevo Adán. Delante de este misterio nuestra razón humana permanece muda. Delante de este sacrificio del amor salvador nuestro corazón humano desfallece. Y cada uno de nosotros puede oír como dichas para sí las palabras que Pascal pone en los labios del Salvador : "Yo pensaba en ti en mi agonía, he derramado tales gotas de sangre por ti" (33).

El genio trágico de un Dostoiewski había comprendido bien la profundidad del alma humana cuando decía que hay momentos en la vida, en los que cada hombre debe tener "la posibilidad de salir e irse no importa a dónde, no importa a casa de quién, en el supuesto de que pueda ir a casa de alguien"(34) Cristo se vió privado de esta alegría simple, la alegría de ver a los que son los más próximos, en una hora en que el alma está triturada por los dolores. "Jesús busca la compañía y el alivio de parte de los hombres. Me parece que esto es algo único en toda su vida. Pero no recibe nada de ellos porque sus discípulos duermen" (35). Sí, hasta Juan, el más amado, hasta Pedro, el más amante. ¡ Pedro, sobre quien Jesús puso un día los ojos para cimentar su Iglesia, y que hasta le juró fidelidad hace poco tiempo!.... Ellos duermen...

No era la fatiga sino la angustia la que los había sumido en el sueño. No era tampoco la angustia de un hombre que tiembla por su vida, ni la que había aprisionado a los otros apóstoles a la entrada del huerto. Esta angustia no era una angustia ordinaria, sino una especie de misteriosa participación en la agonía del Hombre-Dios. Si, como lo enseña la experiencia cotidiana, existen entre hombres ordinarios vínculos que no se pueden ni pesar ni medir, pero que unen las almas con hilos invisibles, el estado del alma del Verbo encarnado debía influir de un modo terrorífico sobre aquéllos que eran los más queridos para Él y que en ese momento no se hallaban alejados de Él más que por un tiro de piedra. Esta angustia no era a la verdad más que un eco bien débil de la pasión que había derribado a Cristo. Pero era un nuevo lazo particular, redentor también él, que iba a unir en adelante a los hombres con el Verbo hecho carne. En este sentido jesús estará, como dice Pascal, "en agonía hasta el fin del mundo; ¡ no hay que dormir durante este tiempo!" (36). Eso sería despreciar y rechazar el cáliz que nos tiende Cristo, sería "caer en tentación", es decir, jugar la carta de Satán en lugar de ser redentor con Cristo. Antes bien "velad y orad para que no caigáis en tentación. El espíritu está pronto, pero la carne es débil" (Marc. XIV, 38).

Entonces se alejó de sus discípulos por segunda vez "y de nuevo, puesto en agonía, oraba con más insistencia aún... y su sudor era como gotas de sangre que caían hasta el suelo" (Luc. XXII, 44, 45).

¿Cuál es el sentido exacto de esta oración de Cristo en Getsemaní, de la que los tres Evangelistas nos hablan casi con los mismos términos: "Abba, Padre, todo te es posible, aparta de mí este cáliz... Sin embargo, no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres"? (Marc. XIV, 36).

¿ Su agonía no tenía por objeto más que la muerte espiritual, el pecado, o bien asimismo la muerte física? ¿ Permaneció implacable el Padre ante las súplicas tan humildes de su Hijo bien amado, Él que, según el testimonio del Hijo, "siempre lo escucha"? (Jo. XI, 42). Ese sería el caso si la plegaria de Jesús: "Aparta de mí este cáliz" no se hubiera aplicado realmente más que a la preservación (le la muerte.

No hay duda —lo testifica la descripción de su agonía en el Evangelio—, Cristo sufrió y sintió el temor de la muerte física, inevitable y muy próxima. Para darnos cuenta de lo que esto representa, abramos a Dostoiewski y leamos lo que él hace decir a un condenado a muerte, después de haberlo experimentado él mismo cuando debió subir al patíbulo: "¿Cómo referir esto? Habría que representar aquí todo lo que ha precedido, todo, todo... Es extraño que, en los últimos instantes, se produzca el síncope. Por el contrario, la cabeza conserva una vida muy intensa y trabaja con una fuerza extraordinaria, como una máquina en movimiento... Y sin embargo lo sabéis todo, os acordáis de todo; hay un punto que es imposible olvidar, no puede borrárse, y todo gravita alrededor de este punto. Y pensad que esto dura hasta el último cuarto de segundo, cuando la cabeza, ya pasada por el agujero, espera... sabe todo" (37). En una palabra: "Morir es algo muy distinto que un salto de arlequín, y estar en agonía es peor que morir" (Schiller).

Cristo quiso experimentar este terror, este gemido de todo el ser que se siente tocarlo por la muerte.

Hubiera podido mirar la muerte en la cara, con la sonrisa en los labios, como muchos. Prefirió, en el momento en que se aproximaban los horrores de la crucifixión, dejar toda su sensibilidad despierta, a fin de ser "en todo igual a sus hermanos, a fin de poder ser ante Dios un pontífice misericordioso y fiel y, de este modo, socorrer a los que serían probados" (Hebr. II, 18).

El amor del placer sensual y la huida ante el dolor representan, en último análisis, el único pecado de los hombres, mientras que el temor y el deseo desordenado son sus dos grandes pasiones. Al renunciar voluntariamente a todo goce y al padecer toda clase de sufrimientos, al sacrificar toda alegría natural y al soportar todo temor, Jesús venció a estos enemigos del hombre (38). En verdad "sus llagas son nuestra curación, su renunciamiento nuestra reconciliación..., su humillación nuestra gloria" (S. Atanasio) (39).

Y Dostoiewski, el "poeta del dolor", que conoce todos los caminos del sufrimiento y los que conducen al infierno y los que hacen subir al cielo, podrá decir un día con muchos otros que encontró la solución y el origen de todos sus sufrimientos en el Hombre-Dios, que bajó hasta nosotros en este abismo de dolores santificando con ello todos nuestros sufrimientos.

Por otra parte, la sumisión libremente consentida de la voluntad a una conciencia superior que obra de acuerdo con la voluntad de Dios, es decir, la sumisión de todo lo que en el hombre está ligado a la materia y obra inconscientemente e irracionalmente, ¿no es la solución de la suerte trágica del hombre prisionero en el combate que se libra en cada uno de nosotros entre la naturaleza sensible y la naturaleza espiritual? En otros términos: el fin último de la Encarnación, el objeto supremo del ideal del cristiano, ¿no es precisamente hacernos lograr la victoria sobre todas las debilidades humanas, con la ayuda de la fuerza que nos viene de Dios? Partiendo de esta idea se puede decir con Reuss: "En ninguna parte este ideal se halla realizado de una manera tan perfecta como en esta escena de Getsemaní, que sería la página más sublime de un poema si no fuera el trazo más divino de una historia vivirla" (40).

La agonía de Cristo no quiere decir, sin embargo, que el hombre-Dios haya rogado para descartar la muerte. ¿ No había consagrado, un tiempo antes, en el momento de la Cena, su ser a la muerte al instituir la Eucaristía? Había dicho entonces que su cuerpo sería "entregado" y que su sangre sería "derramada" por la remisión de los pecados (Luc. XXII, 19, 20). La plegaria suplicante que dirigió al Padre es sin embargo una oración en el sentido más verdadero de la palabra, y la epístola a los Hebreos testimonia que El fue oído "por Aquel que podía salvarlo de la muerte y que lo escuchó por su piedad" (Hebr. V, 7).

¿Salvarlo? ¿Cómo? Como a todos los demás hombres, pero sólo que de una manera mucho más sublime y por una razón muy diferente: como a jefe de todo el género humano rescatado por El. Fué, pues, salvado de la muerte, en sí mismo y en sus miembros. Ser salvado de la muerte no significa, pues, ser dispensado de morir, sino ser vencedor de la muerte. Lo que Cristo pide a su Padre "con grandes clamores y lágrimas" (Hebr. V, 7) es su resurrección personal y en El la resurrección de toda la humanidad. Su "acto de gran sacerdote", el sacrificio de su persona, ha sido aceptado por Dios "en olor de suavidad" (Efes. V, 2) : la victoria de la vida sobre la muerte por la muerte del Verbo de Vida (41).

Por el momento parece ser Satanás el que triunfa y derriba al Salvador del mundo. Haciéndole ver el mal que triunfa y el pecado esparcido por el mundo, agrava más aún los tormentos de su agonía. Estos dolores, conviene repetirlo, no son más que simples ecos de los sufrimientos de otro, de los sufrimientos que se experimentarían en virtud de un vínculo exterior, por compasión o por amor. Son tormentos físicos, comparables al dolor causado por la célula de un cuerpo enfermo a otras células del mismo cuerpo. Así el Hombre-Dios sufre por nosotros, no separadamente de nosotros, sino con nosotros — es una verdadera "compassio" de nuestro jefe, "locum tenens", por todos los males de la tierra.

He aquí en primer lugar el pecado horrible del pueblo judío, el deicidio, su asesinato, el asesinato del Salvador y todas las consecuencias que de él derivan : "¡ Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos!" (Mat. XXVIi 25). Su sangre, la sangre "que fue derramada por muchos", no como El lo quería, "por la remisión de les pecados" y "por la resurrección", sino por la perdición de muchos en Israel (Luc. III, 34), por la maldición y la condenación.

Más cerca de Jesús están sus discípulos. Pero aquí también ¡qué amargura! Sin hablar de Judas que había sido un amigo, los otros, todos, van a abandonarlo...

El odio de los judíos, la cobardía de los suyos, la eterna rebelión de lo que no está "con Él", el pecado pérfido y lastimoso de los que se dirán sus "discípulos" y que no serán salvados sino porque su malicia no es bastante grande para llevarlas a su perdición, pero cuyo amor no es bastante fuerte para conducirlos a El y que por eso va extinguiéndose...

El ve también los ataques inexorables de que será víctima su Iglesia, ataques que vendrán de dentro y de afuera: las persecuciones crueles y el martirio de aquéllos a los que El ama y que son débiles. Persecuciones de las arenas de Roma a las cámaras de tortura de Solowki, de 'Barcelona y de otros lugares, hasta el fin de los tiempos. Ve a su iglesia recorrer el mundo como El va a recorrer pronto las calles de Jerusalén, en medio de las burlas, de los gritos de odio y de los golpes. Porque no es sólo el jefe simbólico de esta Iglesia. La Iglesia es verdaderamente su cuerpo, el cuerpo crucificado de Cristo, y ella está verdaderamente toda cubierta de sangre.

"Todos vosotros seréis odiados por causa mía... Regocijaos y estremeceos de alegría, porque vuestra recompensa es grande en los cielos... En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened confianza, yo he vencido al mundo" (Mat. V, 12; X. 22; Jn. XVI, 33). ¡Cómo debió sufrir para hablar así y hacer a los suyos tales promesas!

Pero lo más terrible es que en la Iglesia no hay solamente mártires, sino también pecadores y apóstatas. Entre los Doce no hubo más que un Judas, pero en lo futuro ¿cuántos de ellos habrá? "¿Murió Cristo por nada?", exclamaba un día San Pablo, conturbado ante la infidelidad de los Gálatas a los que él había conducido a Cristo. ¿Muere El realmente en vano? ¿Sus crueles sufrimientos serán verdaderamente inútiles para muchos, como lo fueron para Jerusalén y para los judíos, y no serán un día más que una causa de responsabilidad más grave y de un castigo más severa? "Si yo no hubiera venido y no les hubiera hablado, no tendrían pecado. Pero ahora ellos no tienen excusa por su pecado" (Jo. XV, 22).

En la espantosa soledad de esta noche el llanto de su apóstol debió salir de su propio corazón. Repasa todas sus palabras, todos sus actos, todos sus perdones, toda su misericordia. Todo está perfectamente según la orden del Padre: el reino de los cielos, anunciado y predicado, concuerda verdaderamente con el ideal divino. Es un reino del espíritu, un reino de amor y de paz, un reino que debe extenderse "hasta los confines de la tierra" (Hechos I, 8): el Reino de Dios. Y he aquí que El lo ve como mutilado y desfigurado por aquellos que se dicen "los hijos de la luz". Durante siglos rehusarán reconocer que el alma de este Reino es el amor, y que no puede ser sino el amor. Por causa de ellos el primer ideal divino será desfigurado, revestido con un hábito de burla, como va a revestirse muy pronto El mismo. ¿No les ha anunciado, con la palabra y el ejemplo, la necesidad del renunciamiento? Sin embargo "los hijos del Reino" se conducirán aquí abajo como "los hijos de este siglo", mostrando como ellos la misma avidez por los bienes terrenos y la misma certeza en su duración. ¿ No les ha dicho que un corazón puro es necesario para acercarse a Dios Padre? Y "los hijos del Altísimo" lo adorarán con un corazón lleno de bajas codicias y extinguirán el espíritu, su Espíritu, por su grosera sensualidad. En lugar de ver hermanos en sus prójimos, tratarán de dominarlos, hacerles violencia y someterlos. Se servirán de la verdad como de una espada para herirlos y, cosa más chocante aún, blandirán el Evangelio de vida como si fuera un arma mortífera.

Dios sin embargo "no envió a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que se salvara por El" (Jo. III, 17). Y este cruel estado de cosas, a saber, que "Cristo debe callarse en la muerte, que su voluntad de realizar las posibilidades mesiánicas infinitas del vasto Reino de Dios y de transformar el mundo con el fuego del Espíritu no encuentra su cumplimiento, que todo se termina en una inmolación inaudita, este estado de cosas va a prolongarse en la historia de la cristiandad como su misterio íntimo y su fuerza profunda" (42), hasta el día de la cólera (Sof. I, 15), cuando tendrá lugar la separación definitiva de las ovejas de Cristo, a su derecha, y de los machos cabríos de Satanás, a su izquierda. "Hasta la siega" (Mat. XIII, 30), estos últimos tendrán la posibilidad no solamente de seguir "los caminos de perdición" (Prov. XXI, 8), sino también de hacerse pasar por la "verdadera esposa del Cordero" (Apoc. XXI, 9). Porque el mal, como el pecado, dice Dostoiewski, "es a pesar de todo algo pasajero, transitorio. Es como esas exhalaciones nauseabundas y mefíticas que se disipan apenas nace el sol... Cristo es eterno" (43).

Todo el mal del mundo, todo el pecado en la Iglesia y fuera de la Iglesia, todos los pecados del género humano, todos los pecados de cada hombre en particular en el pasado, en el presente y en el porvenir, toda hipocresía, todo orgullo, toda crueldad, impudicicia, odio, calumnia, injusticia, intemperancia, toda muerte, robo y sacrilegio, todo olvido de Dios, toda traición, toda negligencia, todo ha sido expiado en esta noche terrible por "el Cordero de Dios que borra los pecados del mundo". Como consecuencia de su identificación ontológica con nosotros, El aniquiló, sufriéndolas, todas nuestras maldades, con todas sus consecuencias, como si hubieran sido sus propios crímenes.

Sería blasfemia pensar que durante su agonía Cristo sufrió, como castigo por los pecados del género humano, el castigo que padece un condenado. Queda sin embargo, que si no sufrió idénticamente y formalmente la misma pena que debía herirnos a nosotros, este sufrimiento no fue por eso menos torturador y total. No hay por qué decir que este sufrimiento de Cristo no puede ser medido con la duración que nosotros asociamos a la idea de pena por el pecado. Pero el Hijo agotó hasta las heces el cáliz que le presentó el Padre. "Y si los males de todas las criaturas hubieran caído sobre uno solo, dice Maitre Eckhart, ello no huhrera sido tan espantoso corno todo lo que sufrió Cristo" (44). En otros términos, se puede decir que la intensidad de los sufrimientos del Salvador fue tan grande, en este lapso de tiempo, que tuvo verdaderamente el poder de destruir los pecados del mundo.

"A la abundancia de nuestros pecados Tú has opuesto la sobreabundancia de tu amor generoso" (45). Las primicias de "la obra maravillosa de la reconciliación universal con Dios" (46) que nos apareció en las profecías bajo el símbolo de la santísima Virgen María, han sido ofrecidas espiritualmente en espera de la hora en que "el acta escrita contra nosotros y que nos condenaba debía ser definitivamente destruida y clavada en la cruz" (Col. II, 14).

A partir de este momento la justicia divina tiene, en la persona de Cristo pontífice, la posibilidad de perdonar sus faltas al pecador, en el supuesto de que él acepte con fe esta remisión (Jo. III, 16). "La sangre de Cristo es, para aquellos que lo quieren, la salvación; para los que no lo quieren, la condenación" (S. Agustín) (47). "Si conocieses tus pecados, hace decir Pascal a Cristo, te desanimarías... A medida en que los expíes, los conocerás y se te dirá: Mira los pecados que te han sido perdonados" (48). Pero, pregunta Dostoiewski, "¿existe sobre la inmensidad de la tierra un ser que pueda perdonar, que tenga el derecho de perdonarlo todo?" Y responde: "Sí, un tal ser existe, y puede perdonarlo todo, todo y a todos, porque El mismo sacrificó su sangre inocente por todos y por todo... (49). Cristo perdona todo... Cristo es padre de todos. Cristo no falta a nada y reina en lo más profundo de las tinieblas" (50).

Tal aparece el fundamento inquebrantable, consolador v terrorífico a la vez, de la fe cristiana. El ilumina también la sombría noche de Getsemaní, revelando la realidad que se halla escondida detrás de este terrible drama: el Amor. El amor del Dios trino por su criatura caída: el amor del Padre que da a su Hijo único para salvar al mundo; el amor del Hijo que se carga con los pecados del mundo para expiarlos; el amor del Espíritu Santo que realiza este sacrificio de amor del Hombre-Dios por su Padre y por sus hermanos humanos. Desde el punto de vista de Dios la Redención es, pues, el don total del amor que se sacrifica por la salvación del mundo. El rostro de este Amor está como recubierto por el de la justicia de Dios, lleno de misericordia y de santidad, que quiere que el pecado sea borrado por el sufrimiento, a fin de que Aquel que soporta su peso, aun cuando sea su Hijo único que no conoce el pecado, sea reconciliado con El.

Y ahora el rito sacrificador va a proseguir. La inmolación mística del Cordero debe ser realizada físicamente. Y porque "el Hijo del hombre" debía morir por los hombres y por medio de los hombres, un beso será el que dé la señal de la matanza.



"Era la hora tercera cuando lo crucificaron" (Marc. XV, 23). "Ellos lo crucificaron". Cuando fueron escritas estas palabras se sabía bien lo que esto significaba. La pena de la crucifixión era considerada en todos los tiempos como el castigo más infamante y más horrible. No en vano dijo san Pablo: "Está escrito: ¡maldito el que ha sido colgado de un madero!" (Gál. IIl, 13). Este suplicio era infligido a los esclavos por faltas muy graves, a los bandidos, ladrones, piratas y facciosos. La crucifixión de un ciudadano romano era considerada como una ofensa inaudita (Cicerón). No era sólo el suplicio más deshonroso sino también uno de los más crueles: desgarrados por los clavos, agotados por las terribles pérdidas de sangre, torturados por la sed, los crucificados eran abandonados a los perros y a las aves de presa. Tal es la muerte que Jesús` quiso sufrir, libremente, "despreciando la ignominia" (Hehr. XII, 2).

¡Qué ingratitud, qué espantosa injusticia humana encierra esta condenación que, según lo hace notar Schopenhauer (1788-1860), lleva, con la de Sócrates, los rasgos más característicos de la humanidad!

El mundo jámás lo comprenderá. Un día la multitud había querido hacer de Cristo un rey (Jo. VI, 15). Sin duda así hubiera pedido contentar mejor sus deseos materiales y su limitada vanidad. Pero los que en la prueba han reconocido su miseria incurable, su culpabilidad, su "nacimiento en el pecado", ¿qué necesidad tienen de un rey, por generoso, por poderoso que pueda ser? Ellos piden un Salvador, aspiran a una transfiguración de su vida. El Hombre-Dios muere por ellos. Y muere, no para restaurar en la historia una civilización por bella que se la pueda imaginar, sino para fundar el reino de la unión íntima con Dios.

Y si a los ojos del mundo no se desarrolla aquí más que el espectáculo cruel de un odio feroz, una ejecución como tantas otras, un incidente sin importancia, se trata, a los ojos de Dios, de un hecho único en la historia del mundo y que da a todo el resto su sentido y su unidad. Este es el centro a donde todo converge y de donde todo se irradia. Porque, a despecho de los múltiples acontecimientos de la historia, los cuales no son más que apariencias, no hay más que dos realidades vitales: el pecado y su reparación; y si se quiere, dos hombres: el pecador y el redentor; o más exactamente aún : un solo hombre, el Dios hecho hombre, un hombre, jefe del género humano al que unifica y recapitula (51). La muerte de Cristo no es solamente un acto heroico, sino para el orden del mundo, fundado sobre el egoísmo y el pecado, una revolución total. Es el comienzo de esta revolución. Dos mundos, dos formas de vida se enfrentan en el Calvario. Por una parte, el llamado al renunciamiento y a la oblación de sí a Dios; por otra parte, la revivificación, ocasionada por este mismo llamado, de las fuerzas del mal y del odio que se encuentran en el mundo. El grito "¡crucifícalo, crucifícalo!" no expresa solamente los sentimientos de una multitud en estado de delirio furioso. Manifiesta también la aspiración profunda de un mundo que se ha apartado de Dios, que quiere vivir según su voluntad para sí mismo y pretende ser su dueño absoluto. En otros términos: la muerte de Cristo no es sólo un acontecimiento exterior o un azar cruel, que bien hubiera podido no ser, un fin desgraciado en un destino individual. La muerte de Cristo "es lo que hay de más esencial, es el contenido, la médula de la vida inmolada del Dios-Hombre" (52). "Tu cruz, Señor, canta la Iglesia, es la vida y la muralla de los hombres. Sobre ella fundamos nosotros nuestra esperanza, y te alabamos, oh Dios crucificado: ten piedad de los hombres" (53).

Este es, en efecto, el punto decisivo: ni la pasión de Cristo ni su muerte son comparables a ningún sacrificio, a ninguna muerte humana. Desde luego Cristo, puesto que no estuvo marcado con el pecado original, no estaba, en sí, expuesto a las debilidades, a las enfermedades, a la mortalidad del cuerpo. Todas estas cosas no podían nada sobre El sino por su libre voluntad. Si pues —según la divinidad— la muerte de Cristo fué, por el hecho de su determinación de padecerla, una muerte voluntaria, fue sin embargo —según la humanidad— una muerte violenta. Y esta muerte violenta, y por ende contraria a la naturaleza, al herirlo, pese a la plenitud de vida que llevaba en sí mismo, le hizo sufrir más que cualquier muerte natural. Cristo experimentó no sólo su propia muerte, sino la misma mortalidad, "a fin de destruirla" (54). Murió en cuanto portador de toda la humanidad, es decir, que su muerte resume, de modo misterioso, místicamente y no menos realmente, la muerte de cada hombre en particular: ella equivale a la muerte de todo el género humano. He aquí por qué san León el Grande podrá llamar a la cruz de Cristo "el altar, no de un templo, sino de todo el universo" (55).

"La muerte de Cristo es una muerte general, una muerte que recapitula la muerte de toda la raza humana, así como sus sufrimientos espirituales y físicos recapitulan los sufrimientos de todos los hombres. Y en esto consiste la virtud redentora y vivificadora de la muerte de Cristo; ella es el triunfo sobre la muerte, la "muerte por todos" (Hebr. II, 9) (56). En virtud de su identificación con todo el género humano, "todos han muerto en El" (II Cor. V, 14). "Nosotros estamos todos en El, el único", dice San Agustín (57). Y San Cirilo declara de acuerdo con San Pablo y San Atanasio: "Hemos sido crucificados con Cristo, cuando la carne que recapitulaba a la naturaleza entera fue puesta en cruz" (58).

Todo esto no hace más que repetir una vez más que la humanidad se levanta a sí misma y por sí misma en el sacrificio perfecto que ofrece a Dios en Cristo y por Cristo. Así la Redención no es solamente el efecto de una acción que le sería extraña y como impuesta desde el exterior; es una verdadera liberación interior por medio de la cual, con Cristo, nos libramos de nosotros mismos, es decir, de nuestro egocentrismo y de nuestro egoísmo.

Lejos, pues, de dispensarnos, por sus sufrimientos y por su muerte, de la necesidad de apropiarnos y de perfeccionar la obra de la redención, Cristo nos impone la obligación de esa necesidad. Como dice San Agustín: "Aunque todos los sufrimientos hayan sido colmados, no lo fueron más que en el jefe; en su cuerpo todavía hay que experimentarlos" (53). Cristo es nuestro "locum tennens", nuestro "lugarteniente", no en el sentido de que El hubiera tomado simplemente nuestro lugar, sino en el sentido de que nos hizo solidarios con El, haciendo de nosotros "partes de un conjunto". Y esto es cosa muy distinta. El ocupa nuestro lugar, pero nosotros ocupamos con El el suyo. El es nosotros, pero también nosotros somos El. Precisamente por ser Cristo el Salvador del mundo, el único Redentor de todos los hombres, nuestra participación personal en la Redención y en la reiteración del sacrificio del Calvario bajo tal o cual forma es necesaria. El Padre Juan Crasset (1618-1692), que fue un director de conciencia y un escritor místico eminente, lo dice de una manera admirable: "No sois cristianos sino por la cruz, y se puede  decir que ya no lo sois cuando sentís horror a la cruz o cuando estáis sin la cruz" (60). En esta voluntad de "dejarse crucificar" con Cristo encuentra también su solución la contradicción aparente entre la gracia y la actividad humana. Por una parte la participación en la cruz del Redentor, en la nueva vida, se presenta corno el más alto grado de la actividad humana; por otra parte no hay don más alto que la misericordia de Dios, que se da a nosotros y condesciende con nosotros, porque esta fuerza activa de nuestra parte es también su propio don (Jo. XV, 5).

Además Cristo es la Unidad perfecta, la unidad que es la riqueza sin límite, una unidad que encierra de una manera misteriosa a todo el universo y a toda la historia del mundo. La multiplicidad sola, desplegándose sucesivamente y unificándose en El, puede revelar y expresar esta unidad. Cristo es seguramente, ya en el Calvario, el Cristo total; pero nadie lo comprueba porque no está representado más que por su jefe. En la cruz Cristo ofrece perfectamente toda la humanidad y cada hombre en particular; pero esta ofrenda es silenciosa e invisible. Si, pues, la muerte del Redentor es una muerte que contiene y resume todas las muertes humanas, es necesario que aparezca tal, que todos los miembros del jefe vengan a unirse sucesivamente con El en el sacrificio mismo que es ofrecido por ellos; es necesario que mueran con Cristo por la redención del inundo y por la suya propia: es necesario que se dejen crucificar con Aquel que ha aliviado el peso de la cruz, pero que no lo ha quitado de nuestros hombros. Este peso, esta carga es la suya, y es también la de todo el género humano.

Según la bella imagen, toda ella cargada de símbolos, de San Cirilo de Alejandría, el Salvador se presenta como una gavilla que nos contiene a todos y que se extiende sobre nosotros como las primicias de una humanidad consumada en la fe y destinada a los tesoros celestiales (61). En este sentido cada uno de nosotros participa en el sacerdocio de Cristo; cada uno pertenece a "la raza escogida, al sacerdocio real. al pueblo santo y conquistado para Dios" (I Pedr. II, 9), y cada uno "lleva en sí su holocausto que enciende sobre el altar de sí mismo a fin de que siempre arda" (Orígenes) (62). En todo caso, en la medida en que cada uno se dé por Cristo y en Cristo, la cruz deja de presentarse como un incidente histórico cualquiera y ordinario, y se revela para nosotros como lo que es en realidad: el contenido esencial o, más exactamente aún, la historia misma de la humanidad.

Así se confirma que los misterios de Cristo, puesto que han sido vividos para el bien de todo el género humano, "no adquieren su significado y no revelan su riqueza total sino en los misterios de las vidas cristianas" (63).

Esta unión vital, ontológica y maravillosa de la majestad interior de lo divino con la ignominia exterior, no aparece en ninguna parte mejor expresada que en los himnos de la liturgia oriental de la Semana Santa. "Hoy es suspendido de la cruz Aquel que ha consolidado la tierra sobre las aguas, canta la Iglesia en la noche del Jueves Santo. El Rey de los ángeles es coronado de espinas. Es vestido con una púrpura de burla el que viste con nubes a los cielos. El esposo de la Iglesia es clavado con clavos; el hijo de la Virgen es traspasado por una lanza... Cada una de las partes de tu carne sagrada sufre una injuria por nosotros: la frente, la corona de espinas; el rostro, los salivazos; las mejillas, las bofetadas; los labios, el vinagre mezclado con hiel; los oídos, las burlas groseras; los hombros, los golpes; la mano, la caña... ¡ Oh todopoderoso Redentor que has sufrido por nosotros y nos has librado de los sufrimientos, que has descendido en medio de nosotros por tu amor hacia los hombres a fin de exaltarnos, ten piedad de nosotros!... Veneramos tus sufrimientos, oh Cristo : Haznos ver tu gloriosa resurrección".

Se puede decir que el fondo de esta contemplación es metafísica: a pesar de sus humillaciones se entrevé la divinidad, "porque en la pasión vemos aparecer lo inconcebible, lo increíble, la gloria".

¡La gloria, e dóxa! ¿No es ella la irradiación de la íntima realidad de Dios? Y porque Dios es caridad (1 Jo. IV, 9), esta realidad se revela en el extremo anonadamiento, "hasta la muerte de cruz" (Fil. II, 8). Así la cruz es la gloria de Dios, la gloria cuyo esplendor es tan grande que debe parecer como tina locura y una falta de sentido al que no nace al amor.

La cruz es la repuesta de Dios "que es amor" a todos los sufrimientos del mundo que Él ha creado, a los gemidos interrogantes de Job como a todas las cuestiones angustiosas que atormentan a la humanidad, la respuesta al problema del mal y de sufrimiento en este mundo. La cruz nos dice que en el momento de la creación Dios puso como fundamento del mundo, no sólo su omnipotencia, sino también la muerte, pagando Él mismo con este precio la existencia de la libertad creada, es decir, la posibilidad del pecado, del desorden y de la destrucción que una tal libertad podía aportar al mundo. La cruz confirma la real presencia de Dios aquí abajo, junto a nosotros, en todos nuestros sufrimientos y dolores v hasta los terrores ole la muerte. La cruz de Cristo es la solución del problema del mal, la victoria obtenida sobre el mal por la realidad triunfante de Dios, por la presencia de Cristo doliente y resucitado (64). Es la escala mística que conduce a Dios, el "trofeo" de nuestra salvación; ella es, en el sentido más perfecto del término, la "fuerza de Dios" (I Cor. 1, 18).

Las primeras palabras de Cristo en la cruz fueron de perdón. San Lucas nos las ha conservado: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen !" (Luc. XXIII, 34). Palabras de perdón para aquellos que han obrado como instrumentos inconscientes del odio de los otros, verdaderos instigadores de todo el drama. ¿Se puede olvidarlo? En verdad, en la narración de esta ejecución que los evangelistas nos refieren con los términos de un proceso verbal oficial, nunca se debería dejar de meditar acerca de estos dos puntos: los verdugos que clavan a Cristo en la cruz, y Cristo que pide a su Padre que los perdone.

"A eso de la hora sexta las tinieblas se extendieron sobre la tierra toda hasta la hora nona" (Marc. XV, 33). La naturaleza misma parece montar guardia en la muerte de su Creador. "El universo sufre con Aquél que ha creado el universo" (65), canta la liturgia oriental.

Otro canto de la liturgia oriental, el Jueves Santo, patentiza admirablemente este duelo de la naturaleza visible. "La creación toda entera está aterrada de espanto al verte suspendido de la cruz, ¡ oh Cristo! El sol se oscureció y la tierra tembló; todo sufre con el Creador del universo, que sufre voluntariamente por nosotros".

En los profetas el oscurecimiento del sol es el símbolo que ellos usan para describir las grandes revelaciones de la justicia de Dios, "el día del Señor". "Sucederá en ese día, dice el Señor Dios, yo haré que se ponga el sol en pleno mediodía y envolveré a la tierra con tinieblas en día sereno. Cambiaré vuestras fiestas en duelo y vuestros cantos de alegría en lamentaciones. Y pondré el saco sobre vuestros riñones y haré calva toda cabeza; y pondré al país como en duelo por el Hijo único, y su fin será como un día amargo" (Amós, VIII, 9-10). Este cuadro del juicio de Dios corresponde perfectamente a las manifestaciones extraordinarias que acompañaron a la muerte del Señor. "Contra vosotros,, judíos, exclama San León el Grande, el cielo y la tierra han dado una sentencia de condenación" (66).

"A la hora nona Jesús exclamó con una fuerte voz en arameo : "Eloi, Eloi, lama sabactani", que significa : "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Marc. XV, 34). Lamento conmovedor, terrible, que con el grito de angustia de Getsemaní es tal vez lo que hay de más trágico en la pasión del Salvador. Y sin embargo no es un grito de desesperación. Porque un abandono en el que Dios es todavía y siempre nuestro Dios no es un abandono total; y el grito de Jesús no es ni un llamado desesperado ni un grito de rebelión (67). Su lamento es el comienzo del Salmo XXII, esa plegaria del Justo que se ve rodeado de enemigos y convertido en "el oprobio de los hombres y el desecho de la plebe", y que, en medio de todas sus angustias, llama y espera de Dios ayuda y protección.

Sea como fuere, la queja del Salvador nos revela una desolación sin límite, cuya profundidad jamás podremos medir. Si ello hubiera sido posible, se hubiera podido creer que la individualidad misma de la Santísima Trinidad se hubiera rasgado en aquel momento: el Hijo quedó solo en su abandono. Y por medio de este sacrificio insondable de Dios se realizó la salvación del mundo (68).

Jesucristo bebe así, hasta las heces, el cáliz que le presenta su Padre. Luego, en un acto de caridad divina y de confianza heroica, le entrega su alma: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Luc. XXIII, 46). Y la Santísima Trinidad se vuelve a reunir en su indestructible unidad: "Todo está consumado" (Jo. XIX, 30).

"Entonces el velo del santuario se rasgó en dos de arriba abajo" (Mc XV, 38), habiendo destruido Dios el doble obstáculo: el de nuestra naturaleza, al encarnarse, y el de nuestra voluntad pervertida, al dejarse crucificar. A los hombres separados de Él por una triple barrera, naturaleza, pecado, muerte, Él les concede el poseerlo plenamente y el unirse a Él sin ningún intermediario (69). Desde entonces nada separa ya a Dios del género humano. "Los que pertenecen a la tierra son admitidos en comunidad con el que está en el cielo" (70). Y ante la realidad todos los símbolos desaparecen : el culto antiguo, el sacrificio del Antiguo Testamento, las profecías, todo, excepto el Salvador (Hechos, IV, 12) y su cruz, fuente de vida (71).

El mundo entero, el mundo visible e invisible, está envuelto en la sombra de esta cruz, cuya cima alcanza hasta el trono de la misericordia eterna y cuyo pie se hunde en los abismos del infierno para aplastar en él la cabeza de la serpiente (Gén. ITI, 15). Y como la muerte de Cristo es el precio de la libertad de los hombres, la virtud de la cruz penetra profundamente en el alma contrita y arrepentida. Ella destruye la vida del pecado, libra al alma de la falta que pesa sobre ella por el hecho de sus malas inclinaciones; y porque ella es una fuerza cuyo precio ha sida pagado por la "sangre del Cordero", mata a la muerte misma, a ese "aguijón del pecado" (I Cor. XV, 55).

Pero si el pecado cesa de obrar sobre el cuerpo, que no es más que una parte (le la naturaleza, se puede decir que pierde también su poder sobre el conjunto de la naturaleza exterior. Después de la primera falta, esta naturaleza, sometida a la vanidad, no espontáneamente sino por la voluntad de Aquél que la sujetó a ella, aspiraba a su liberación (Rom. VIII, 19-22). "Los brazos extendidos sobre la cruz estrechan a todo el universo y la sangre derramada sobre el altar de la cruz es la fuente del amor que se derrama sobre el mundo y, al santificarlo, lo consagra a Dios. Donde triunfaban las tinieblas ha surgido la luz; donde reinaba el pecado triunfa el Rey de la gloria; el abismo de la miseria y de la culpabilidad humanas ha provocado el abismo de la misericordia divina" (72).

Así, pues, a pesar del duelo y de la profunda aflicción, el canto de la Iglesia a la Exaltación de la Cruz resuena con una alegría plenamente triunfante: "Venid, hombres, venid a ver el prodigio admirable; venid, adoremos la virtud de la cruz. Como en el paraíso el árbol trajo la muerte, así la cruz trae la vida desbordante, porque ella lleva clavado sobre sí al Señor exento de pecado. Y nosotros, que por ÉI hemos adquirido la incorruptibilidad, le cantamos: "Tú has destruido la muerte por tu cruz y tú nos has liberado. ¡ A Ti la gloria por toda la eternidad!" (73).

Esto es, en efecto, lo que hay de único y de sorprendente en la muerte del Señor: su muerte "nos conduce, no a la tristeza, sino a la alegría. El que murió por nosotro, vive. Porque su origen parte, no de la nada, sino del Padre" (S. Atanasio) (74). En otros términos: el misterio de la cruz y del sufrimiento se revela en el de la resurrección.

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Un sacrificio llega plenamente a su fin cuando la parte de Dios y la parte del hombre se reúnen y se juntan En otras palabras: el sacrificio logra su objeto cuando Dios acepta la acción del hombre, que consiste en la inmolación y en la ofrenda de la víctima. Si Dios no recibe la ofrenda humana, ésta no puede pasar al "estado de lo divino", y por consiguiente no puede obtener la santificación. Sucedió que Dios señaló en algunos casos su favor y su benevolencia por medio de prodigios, ya con un arco iris (Gén. IX, 13), ya con el fuego que caía milagrosamente del cielo y consumía a la víctima (III Reyes, XVIII, 38). En ausencia de tales señales, el altar auténtico y debidamente consagrado simbolizaba la aceptación divina. Por esto Cristo dijo: "El altar santifica al don" (Mat. XXIII, 19).

Lo mismo respecto del sacrificio de Jesucristo, Pontífice supremo, ofrecido por sí mismo como un segundo Adán en nombre de todo el género humano, debía corresponder su aceptación de parte de Dios.

El viacrucis del Señor se había terminado en una gruta sombría y estrecha, donde habían colocado de prisa su cuerpo cubierto de llagas y envuelto en un sudario. Ningún fuego creado había bajado del cielo para consumirlo en su sepulcro; es el fuego divino el que encenderá la llama inextinguible del reino eterno de su gracia y de su gloria. El destruirá toda la mortalidad, toda la corruptibilidad que se hallaban en el Salvador, y lo hará pasar, cuerpo y alma, al estado divino del Hijo único y Señor, imprimiendo en toda su obra el sello del vencedor. Del sepulcro de piedra debidamente sellado, morada de la muerte, he aquí que sale la vida. El Salvador ha destruído los lazos de la muerte, "porque ha resucitado, porque es todopoderoso" (75).

Resurrección significa revelación definitiva y triunfante del poder supremo de Dios. Es el poder supremo de la vida eterna, su victoria sobre la muerte. No significa el restablecimiento de la existencia mortal, sino el despertar a una vida nueva e inmortal en un cuerpo transfigurado. Es la irradiación de una aparición determinada de Dios en este cuerpo que en adelante será glorioso, aparición que hasta el presente había estado impedida por el estado mortal de la carne. En otros términos: la resurrección es el fin del anonadamiento voluntario y el desenvolvimiento de todas las consecuencias de la unión hipostática.

Esta glorificación del Dios-Hombre no es más que un suceso puramente exterior. Ella es, al mismo tiempo, una acción interior. Al glorificar a su humanidad el Hijo no se glorifica sólo a sí mismo por su omnipotencia; recibe también del Padre esta glorificación como un don que le es debido (Hechos, III, 13; Rom. VI, 4).

Conservando fielmente la pureza increada de la imagen divina, la humanidad inocente de Cristo alcanzó los últimos límites de la santidad por la unión con la divinidad en acuerdo libre de las dos voluntades, en la unidad de la vida hipostática, sin confusión ni división de las naturalezas. Este acuerdo de las dos voluntades en el Hombre-Dios, que está confirmado por la muerte en cruz, tenía como consecuencia natural la glorificación del Hombre-Dios, es decir, la divinización perfecta y radiante de su humanidad. Esto no significa, sin embargo, que la humanidad haya sido absorbida por la divinidad. Por el contrario, la naturaleza humana permanece como tal, aun "sentada a la diestra del Todopoderoso" (Mat. XXVI, 64), pero desde entonces está divinizada hasta tal ponto que puede penetrar en la intimidad de la vida interior de la Santísima Trinidad. Y esta divinización es la obra de ese mismo Amor que produce la glorificación como ha producido la Creación. la Encarnación y la Redención. En otras palabras, el Padre glorifica a su Hijo, el Hombre-Dios (Rom. IV, 24) por el Espíritu Santo, según el ritmo interior de la vida divina.

Así desde el punto de vista divino, la resurrección de Cristo es una advertencia por la cual el Padre da por el Espíritu Santo a su Hijo encarnado —porque es el Hijo, es decir, el "Engendrado del Padre""el poseer la vida en sí mismo" (Jo. V, 26).

Si por otra parte consideramos la resurrección de Cristo desde el punto de vista teándrico, ella se presenta a nosotros como una verdadera resurrección, puesto que por su sacrificio sacerdotal Cristo adquiere poder sobre su naturaleza humana: su inmolación le da la vida. Su muerte fue libremente aceptada por amor, por la salvación del género humano. Una tal muerte lleva en sí misma una contradicción interior. Porque la muerte es la fuerza de la nada, la vida de la nada en la criatura. Ella echa sus raíces en la afirmación de su yo por la criatura, como si no dependiera más que de ella. El amor triunfa sobre el egoísmo de la criatura. No queda, pues, ya nada en Cristo que pueda servir de fundamento a la muerte. El poder de la muerte está totalmente destruido, ella no puede ya "retenerlo" (Hechos, II, 24). La unión perfecta entre Dios y la criatura se ha restablecido de nuevo. La inmortalidad del cuerpo —testimonio y prueba de la presencia interior de Dios— estalla hacia afuera: el Señor surge de entre los muertos, "después de haber vencido a la muerte por la muerte" (76).

La resurrección de Cristo es un hecho dogmático o, como dice Schelling, "un hecho por el cual la historia trascendente, es decir, la verdadera historia, la historia interior, se manifiesta súbitamente en la historia puramente exterior" (77). Todo el tesoro de la fe y de la esperanza cristiana descansa sobre este hecho como sobre un fundamento profundo. "Si confiesas con la boca a Jesús como Señor, dice San Pablo, y si crees en tu corazón que Dios lo ha resucitado de entre los muertos, serás salvo" (Rom. X, 9). "Si Cristo no ha resucitado, nuestra predicación es entonces vana, vana es también nuestra fe... Porque si no tenemos esperanza en Cristo más que para esta vida, somos los más desgraciados de todos los hombres" (I Cor. XV, 14, 19).

La victoria de Cristo sobre la muerte en su humanidad es también, para el género humano salvado por Él, el comienzo de la victoria sobre la muerte. En efecto, por haber querido ser el "Hombre-eterno" resucitó; pero también por la razón misma que tuvo de hacerse hombre, de sufrir, de morir y de vivir todos los misterios de su vida terrena : "Propter nos homines et propter nostram salutem" como "jefe del cuerpo entero" (Col. I, 18) y como "primicias de los que se durmieron" (I Cor. XV, 20). Su triunfo es el triunfo de toda la raza humana.

"Puesto que por un hombre vino la muerte, por un hombre viene también la resurrección de los muertos", afirma San Pablo. Y éste es uno de los puntos centrales de toda su enseñanza: "Como todos mueren en Adán, así todos serán vivificados en Cristo... Como primicias, el Cristo" (I Cor. XV, 21-23). Las palabras de San Gregorio Niseno son más explícitas aún : "Dios se unió a nuestra naturaleza de la manera más íntima a fin de que por esta unión con Él esta naturaleza se hiciera divina, en tanto que Él la arranca de la muerte y la libera de la tiranía del enemigo. Porque el hecho de levantarse de la muerte inaugura para la raza mortal el hecho de levantarse a la vida inmortal" (78). Y he aquí como explica Él estas palabras : "La carne que recibió a la divinidad y que fue exaltada en la resurrección con la divinidad, esa carne proviene de la misma materia de que nosotros formamos parte. Por esto, como en nuestro cuerpo la actividad de uno solo de nuestros sentidos produce al mismo tiempo una impresión en los órganos que le están unidos, así la resurrección de una parte de la humanidad se extiende al todo, como si la humanidad entera no fuera más que una sola persona. Supuesta la estrecha conexión de nuestra naturaleza, se trasmite de la parte al todo" (79).

Hemos sido, pues, salvados, no sólo interiormente, es decir, del pecado, sino también salvados de la muerte. Debemos participar en la gloria de Cristo resucitado. Aun nuestro mismo ser corporal debe tomar parte en ella hasta que se haga semejante al cuerpo glorioso del Salvador. (Fil. III, 21). Verdaderamente la Resurrección es la revelación más poderosa, la irrupción más triunfante de la vida eterna, su manifestación concreta aquí abajo, irrupción real en esta vida, en la trama histórica de nuestro mundo. "Porque la vida se ha manifestado y nosotros la hemos visto y damos testimonio de ella y os anunciamos la vida eterna que estaba en el seno del Padre y que se nos ha manifestado" (I Jo. I, 2). Así la resurrección es la abrogación de la ley de muerte, de esta ley sobre la cual descansa todo el universo en su estado actual. Referido a una tal revelación todo lo demás parece más aceptable, aun la cruz, que no parece ya tan imposible ni tan increíble (80).

Sin embargo, como lo escribió en su "Carta pascual" Vladimiro Solovief, la verdad de la resurrección de Cristo "es una verdad perfecta y total ; no es solamente un dogma de fe, sino también una verdad accesible a la razón. En efecto : si Cristo no hubiera resucitado, si se hubiera probado que Caifás tenía razón y que Herodes y Pilatos se habían mostrado prudentes, el mundo sería un contrasentido, un reino del mal, de la ilusión y de la muerte. No se trata aquí de la cesación de una vida cualquiera, sino de la cuestión que se plantea de saber si la verdadera vida, la vida de un justo perfecto puede tener un fin. Si esta vida no pudiera triunfar del enemigo, ¿qué esperanza nos quedaría para el porvenir? Si Cristo no hubiera resucitado, ¿quién hubiera podido entonces resucitar? Pero Cristo resucitó" (81). El gran amor que clavó en la cruz toda miseria, todo pecado, toda indigencia y todo sufrimiento, transfigura y eleva todo. En Él vive el universo. Iesús Jristós nikâ, ¡Cristo es vencedor!

De esta realidad fluyen olas de alegría sobre el género humano y sobre toda la creación.

"En verdad, hay de qué alegrarse, escribe San Atanasio, cuando contemplamos ahora la victoria sobre la muerte, es decir, cuando contemplamos nuestra incorruptibilidad gracias al cuerpo resucitado del Señor. Porque si realmente resucitó en la gloria, es manifiesto que nuestra propia resurrección se realizará un día también. Y si su cuerpo quedó incorruptible, nuestra propia incorruptibilidad está fuera cle duda" (82). Un gozo, sí, pero este gozo tiene su raíz en la fe, y su camino está enrojecido con mucha sangre...

La Resurrección es un hecho extraordinario, de un alcance cósmico. Toda la creación toma parte en él y encuentra en él su renacimiento; con ese hecho recupera su sentido y su valor. La Resurrección ilumina al mundo y lo corona con una nueva dignidad. Antes del pecado de Adán el mundo material había sido en su conjunto un cosmos, un todo ordenado. El pecado del hombre lo falseó y lo desfiguró. Y el mundo sufre el no poder servir para alabar a Dios, como Dios lo quería de él... Así queda a los ojos del hombre como una parábola, de la que se puede tomar a la verdad el detalle, pero no el sentido completo.

La creación toda entera no recibe de nuevo la semilla de la gloria y no puede ser ofrecida a Dios según su voluntad sino por la mediación de la naturaleza humana de Cristo. Por esto "cada criatura y todo lo creado, la más pequeña hoja tiende al Verbo.. . y llora aspirando a Cristo..." (83) La liberación del hombre de las trabas de la muerte deposita en adelante en el mundo el germen de la inmortalidad y de la vida eterna... El sufrimiento desaparece para dar lugar a la alegría. Esta alegría no es aún, es cierto, la alegría perfecta que reinará en la resurrección general y en la renovación universal al fin de los tiempos; pero es una alegría duradera. porque la humanidad de Cristo no muere más (Rom. VI, 9).

Cristo "resucitó como Dios y resucitó al mundo entero con Él... Al darle la vida iluminó al mundo entero y lo unió al mundo celestial. ¡ Que la creación salte de gozo y se expansione como un lirio en flor! ¡ Que toda la creación se llene de júbilo con los profetas y entone el himno de la victoria" (84). Este sentimiento atraviesa como un hilo de oro toda la liturgia oriental que, por esta razón, no conoce descanso en el canto del Aleluya.

"¡ Que toda la creación se regocije !" ¡Qué unión con toda la naturaleza reflejan estas palabras! No es ese sentimiento de ternura, de piedad casi infantil que se siente por la creación, obra de la omnipotencia, ni tampoco un sentimiento de amor por la "belleza de la naturaleza", sino algo muy diferente, mucho más grande, mucho más profundo. La creación aparece aquí como un inmenso todo, vivo, del que el hombre siente que es una partecita: el hombre y la naturaleza, juntamente rescatados y liberados por dentro, están ambos emparentados y son infinitamente felices, porque acaba de sonar la hora de la salvación común.

Con indecible entusiasmo resuenan los clamores de alegría de la humanidad y de la creación entera en los himnos triunfales del canon pascual de San Juan Damasceno. Lo cósmico se une en ellos estrechamente e inseparablemente a lo humano y a lo divino. La alegría de la Resurrección se extiende sobre el mundo entero, el mundo celestial y el mundo terreno. La presencia del Resucitado embalsama e ilumina todo el universo: "¡ Que el cielo se regocije, que la tierra se llene de alegría, que el mundo visible e invisible esté de fiesta! Porque Cristo ha resucitado, ¡ El, la eterna alegría!...

"He aquí que todo está inundado de luz, el cielo, la tierra y los infiernos. ¡Que toda la creación celebre a Cristo resucitado en quien ella está fortificada!

"De la muerte celebramos la destrucción y del infierno la ruina. ¡ Cantamos con entusiasmo al autor de una vida inmortal !

"Hoy toda criatura está en el gozo y la alegría porque Cristo ha resucitado y el infierno ha sido subyugado.

"Una Pascua sagrada (pasaje) nos ha aparecido hoy: ¡ Pascua nueva y santa, Pascua mística, Pascua muy pura !

¡ Pascua de Cristo, nuestro libertador, Pascua inmaculada, Pascua grandiosa, Pascua de los creyentes, Pascua que nos abre las puertas del paraíso, Pascua que santifica a todos los fieles ! ¡ Oh Pascua, Pascua del Señor, abracémonos los unos a los otros! Digamos: "hermanos" a aquellos que nos odian, perdonemos todo a causa de la Resurrección y cantemos :

"Cristo ha resucitado de entre los muertos. Por su muerte ha vencido a la muerte. ¡ Ha devuelto la vida a los que yacían en los sepulcros!" (85).

Así la resurrección de Cristo es la prenda de nuestra propia resurrección. Más aún: ella es desde ahora —en Él— nuestra victoria sobre la muerte. San Juan Crisóstomo expresa esta verdad con mucha fuerza en un sermón que se le atribuye y que se lee en todas las iglesias le Oriente en la noche de Pascua: "¡Que todo hombre piadoso y que ama a Dios se regocije en esta bella y luminosa solemnidad!... Entrad todos en la alegría de vuestro Maestro. ¡ Primeros o segundos, recibid vuestra recompensa; ricos o pobres, todos juntos, haced fiestal... La mesa del festín está preparada: ¡venid todos a participar de ella ! Que nadie se lamente de su pobreza, porque ha aparecido el reino que pertenece a todos. Que nadie gima por sus faltas, porque de la tumba ha saltado el perdón. Que nadie tema a la muerte: la del Salvador nos ha libertado. ¿Dónde está tu aguijón, oh muerte? Infierno, ¿dónde está su victoria? Cristo ha resucitado y los demonios han caído. Cristo ha resucitado y los Ángeles se regocijan. Cristo ha resucitado y la vida permanece. Cristo ha resucitado, nada de muertos en los sepulcros, porque Cristo ha surgido de entre los muertos, Él, el primero de entre ellos. A Él gloria y poder en los siglos de los siglos" (86).

Pero ¿no es una audaz ilusión proclamar: "Nada de muertos en los sepulcros?", ¿no es un desafío arrojado al buen sentido y que contradice a la experiencia diaria?

Es cierto. Pero, por esta fe pascual tocamos ya el dominio de la eternidad. Aquí, en este reino de la vida eterna que nos es dado, tan próximo a nosotros, tan triunfante, las barreras desaparecen entre el presente y el futuro. (87). ¿No pide el cristianismo en general una "extirpación" del fundamento racional ordinario que reposa únicamente sobre la experiencia de los sentidos? ¿Y no es, precisamente por esta razón, según las palabras inmortales de San Pablo, "un escándalo para los judíos y una locura para los paganos"? (I Cor. I, 23).

Esto no significa, sin embargo, que debemos cerrar los ojos ante la caducidad de nuestra vida, ante los terrores de la muerte, las angustias de la separación del alma con el cuerpo, ante el horror de la corrupción inminente, ante el triunfo aparente del mal. No debemos tampoco cerrar los ojos ante las bellezas de aquí abajo, ni ante todo lo que nos es caro en la tierra. "Yo lloro y sollozo, canta la Iglesia, cuando me acuerdo de la muerte y cuando considero nuestra belleza creada a la imagen de Dios, ahora desfigurada, horrible y sin forma en un ataúd... ¡ Oh prodigio! ¿ Dónde está el amor por el mundo? ¿ El oro y la plata? Todo es polvo, todo no es más que ceniza, todo no es más que sombra... pero... ¡venid todos a aclamar al Rey inmortal ! ¡ Oh Señor, da a los que nos han dejado tu salvación eterna!" (88). Porque `"nosotros no morimos en adelante como los que son condenados, sino como los que esperan ser resucitados cuando llegue la resurrección universal". (S. Atanasio) (89).

En estas lamentaciones, en estos gemidos vibra una grande e inquebrantable esperanza. Ella es luminosa y decisiva. No desprecia la vida terrena, no niega el sufrimiento ni el mal en el mundo; no pacta tampoco con uno u otro. Ella hace más: triunfa de todas estas contingencias por la fe viva en Cristo, el Verbo de Vida encarnado. Lo que nos salva y nos da la victoria es la seguridad de que el amor redentor está siempre presente para nosotros en la tierra, y de que ilumina los fondos más sombríos de esta "casa de los muertos" que es nuestro mundo. Por esto, a despecho de nuestras lágrimas, besamos "a nuestra madre, la tierra", creada por Dios y rociada con la sangre de su Hijo al hacer el juramento de amarla "hasta la eternidad" (90)

Desde ahora la vida futura germina aquí abajo para mezclarse con nuestra vida terrena. Desde ahora en nuestro mundo tal cual es, mundo de carne y de polvo, vivimos la vida gloriosa. Desde ahora, en este tiempo intermedio, la Jerusalén celestial ha comenzado ya, aunque invisiblemente. El cielo nuevo, la tierra nueva crecen. Es el misterio de la Eucaristía. En este sacrificio de la resurrección, anastásimos thysía (91), hallamos por anticipado la victoria sobre el mal y el triunfo del Señor resucitado. La Eucaristía rompe todas las barreras temporales y hace que se descubran las profundidades de la eternidad, donde el futuro y el presente se cambian en una sola vida eterna. "No se puede imaginar ninguna gracia que pueda ser el objeto de un deseo humano cualquiera y que no esté comprendido y contenido en este misterio", dice Tauler (92). La Eucaristía es ya, en el cuadro de la existencia terrena, la presencia y la posesión del mismo Señor en su cuerpo resucitado y transfigurado. Es el banquete celestial donde nos vemos sumergidos en esta gloria del Señor. Es la semilla y la levadura de la nueva creación. Es el memorial y la reproducción mística, es decir, a la vez real y espiritual de su muerte, "hasta que venga" (1 Cor. XI, 26). Es la "posesión del tesoro" y al mismo tiempo la aspiración ardiente del alma hacia la plenitud de la revelación definitiva del Señor.

Aquí tiene su nacimiento, en su sangre, el "Nuevo Testamento", es decir, la vida nueva por su pasión. Aquí somos transportados sobre un plan superior del ser. Aquí comienza la santificación del hombre, el principio de su restauración. Aquí se verifica su "incorporación" al Hijo de Dios, su identificación con El syssomoi kái symmétojoi kái súmmor foi tú Jristú sú (93). Aquí se realiza el misterio más íntimo, el más secreto, entre el hombre y su Dios. Aquí toda la creación, como una familia única, es invitada a la alabanza del Señor "por cuya pasión toda criatura ha sido renovada... (94), y la bendición divina se infunde sobre todo lo que es creado" (95). Por todos los hombres, vivos y muertos, por toda la creación sube la plegaria hacia el trono de la gloria divina: "Nosotros te ofrecemos lo que es tuyo (le lo que es tuyo, en todo y por todo" katá pánta kái diá pinta (96). Aquí toda la naturaleza visible es santificada en germen, porque Cristo ha "reconocido como su propia sangre el vino tomado de la creación... y declarado como que es su cuerpo el pan sacado de la creación" (S. Ireneo) (97). Aquí, en fin, se revela y se realiza incesantemente, místicamente, la unidad de todos en todas las cosas, la unidad de lo que está lejano y de lo que está próximo, de lo terreno y de lo celestial, la unidad de la que el mismo Cristo es el signo eficiente bajo sus apariencias eucarísticas, la unidad de la que Él es, en una palabra, el sacramento.

"Para unirnos, dice San Cirilo de Alejandría, para fundirnos en la unidad con Dios y con otros, aunque cada uno de nosotros esté separado en personalidades distintas por nuestras almas y nuestros cuerpos, el Hijo único inventó un medio que halló en su sabiduría... Por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, bendice a su fieles en la comunión mística incorporándoselos e incorporándose a ellos... ¿Quién podría ahora separar, quién podría privar de su unión física (fysikés enóseos) a los que han sido ligados juntos por la unidad en Cristo en medio de su único y santo cuerpo? No puede producirse división en Cristo. Por esto la Iglesia es llamada cuerpo de Cristo y nosotras sus miembros" (98).

Todos se alimentan con el mismo alimento sagrado, y en Él todos son uno. Al alimentarnos con su cuerpo resucitado y glorioso, Cristo deposita en nosotros como un germen de inmortalidad "la prenda (arrabón) de la gloria futura" (99), de la resurrección general. "Así como el pan sacado de la tierra, cuando ha recibido la orden de Dios, no es ya pan ordinario, sino el pan eucarístico, constituido de dos partes, la una celestial, la otra terrena, así nuestros cuerpos, cuando reciben la Eucaristía, no pertenecen más a la corruptibilidad, sino que poseen la esperanza de la resurrección" (S. Ireneo) (100). "El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo lo resucitaré en el último día" (Jo. VI, 54). Entonces, donde quiera que esté el cuerpo de Cristo en la persona de sus miembros inanimados, las águilas —las almas santas del Paraíso— vendrán, reunidas desde los cuatro vientos, para levantar lo que estaba abatido y edificar en todas sus partes el cuerpo definitivo y completo del Hijo de Dios, cuya gloria, una vez más, habrá devorado hasta los últimos restos de corruptibilidad y de mortalidad (I Cor. XV., 53) (101) ¡ Cristo ha resucitado ! ¡ Nosotros también resucitaremos ! "El transformará nuestro cuerpo tan miserable haciéndolo semejante a su cuerpo glorioso, por su virtud poderosa que le sujeta todas las cosas" (Fil. IJI, 21). Entonces "estaremos para siempre con el Señor" (Tesal. IV, 17).

La glorificación personal del Hombre-Dios se realizó gradualmente. Durante los cuarenta días que pasa aún sobre la tierra, su misión terrena va a proseguir a pesar de la resurrección. Estos días son para Él una ascensióngradual y misteriosa hacia su Padre y su Dios (Jo. XX, 17). Para los suyos es éste un tiempo de transformación espiritual. De tímidos y temblorosos que eran "por temor de los judíos" (Jo. XX, 19), se convierten en los testigos inquebrantables del Señor. A partir de esos días, bajo la empresa de un irresistible impulso interior (Hechos, IV, 20), serán subyugados por la potencia de la realidad nueva y darán "con fuerza" (Hechos, IV, 33) testimonio del Señor. Hasta estarán prontos a sellar este testimonio con su propia sangre en favor del Resucitado. Sin embargo en estos días Cristo debió experimentar muchas veces aún la languidez y la falta de fe de sus discípulos (Mat. XXVIII., 17), y oponerles sus palabras y sus milagros. Durante estos cuarenta días abrió la inteligencia de los suyos al sentido de las Escrituras (Luc. XXIV, 45) y conversó con ellos acerca de cosas del reino de Dios" (Hechos, I, 3), de su preparación y de su realización en la comunidad que, después de la Ascensión, debía continuar su obra sobre la tierra.

Esta estada de Cristo fue una manifestación de su cuerpo espiritual sobre la tierra, según que ella podía soportarlo, aun sin recelar por ello. 'Si Cristo hubiese dejado el mundo inmediatamente después de su resurrección, su sepulcro vacío no hubiera podido testimoniar, él solo, que se estaba en presencia de una verdadera resurrección de la carne, y no de su destrucción o de "su rapto al cielo" como había sucedido, según la creencia comúnmente difundida, con Elías o Henoc (Gén. V, 24).

La permanencia del Hombre-Dios resucitado y su aparición en medio de la humanidad no aun resucitada, en un mundo todavía no transfigurado, presentaban algo de absolutamente esencial en lo que respecta a la misma obra redentora de Cristo. Esta fué, por la acción y por el ejemplo, la prueba de la "unidad ontológica" de los hombres con su propia carne, divina y humana, resucitada y transfigurada, con su cuerpo espiritual (102) : en una palabra, la unión del cielo con la tierra, de la criatura caída con la criatura transfigurada, unión que había comenzado por la Encarnación del Verbo (Jo. I, 51) y que fue definitivamente consumada por la Ascensión.

La misma Ascención es narrada por San Lucas en su Evangelio (XXIV, 50-53) y, con más detalles y de una manera a la vez más simbólica y más sensible, en los Hechos de los Apóstoles (I, 9-12) : "En el cuarto día después de su resurrección, el Señor llevó a sus discípulos hasta Betania, sobre el Monte de los Olivos... Allí, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se fue elevando bajo sus miradas, y una nube lo arrebató a sus ojos. Ellos cayeron en tierra y lo adoraron. Y como tuvieran la vista fija en el cielo, mientras Él se iba yendo, he aquí que dos hombres vestidos de blanco se presentaron ante ellos y les dijeron: "Hombres de Galilea: ¿por qué os quedáis mirando hacia el cielo? Este Jesús que ha subido al cielo de en medio de vosotros, volverá de la misma manera que lo habéis visto irse al cielo". Entonces ellos se volvieron a Jerusalén, desde el monte llamado de los Olivos... llenos de gran gozo".

Con esta narración concluye la permanencia visible del Verbo encarnado sobre la tierra.

Entró al cielo "por encima de todos los principados, de toda autoridad, de toda potencia, de todas las dominaciones y de todo lo que se puede nombrar, no sólo en el siglo presente, sino también en el siglo futuro" (Efes. I, 21), y se mantiene a la diestra del Padre, donde se encuentra su sitio desde toda la eternidad, y donde le es dado al Hombre-Dios "estar en adelante siempre presente por nosotros ante la faz de Dios" (Hebr. IX, 24).

"Al subir al cielo" Cristo deja al mundo y al género humano diferentes de lo que eran cuando Él bajó hasta ellos. Entonces la tierra era una tierra maldita, y el género humano no contaba más que con "hijos de ira". Pero después esa misma tierra lo había llevado, había sido testigo de su transfiguración, lo había guardado en su seno durante tres días y había sido iluminada por su resurrección. Y el género humano recibió también de Él "el poder de ser hijo de Dios creyendo en su nombre" (Jo. I, 12). La bendición de Dios descansa de ahora en adelante sobre la creación (Luc. XXIV, 50). El Señor se elevó hasta los cielos bendiciendo. Bendijo a sus discípulos y en su persona a toda la raza humana. Bendijo la tierra y las aguas, el aire y todo lo que ellos contienen. Esta bendición descansa sobre el mundo salvado, rescatado y vuelto a bendecir. El mundo no lo olvida y guarda esta bendición.

Así como la Encarnación no fué, de parte del Verbo, un descenso del cielo a través del espacio, así el dogma de la Ascensión no sitúa los acontecimientos en el espacio: declara que la naturaleza humana transfigurada de Cristo fue elevada al cielo "por la diestra de Dios" (Hechos, II, 33), es decir, que fue recibida en el seno de la Divinidad, allí mismo donde la naturaleza divina tiene su vida desde toda la eternidad en unión con el Padre y el Espíritu Santo. El honor y la dignidad, que corresponden al Hijo de Dios como consustancial al Padre desde toda la eternidad, en adelante los adquiere su humanidad. El estado de anonadamiento cede el lugar al estado de gloria (Jo. VII, 39; XII, 16) y, para llegar a la comunión y a la unión con Dios, en adelante cada uno deberá, como dice San Ireneo, "no sólo creer en el Padre, sino también en su Hijo desde ahora revelado" (103)

El misterio de esta gloria de Cristo supera en mucho toda inteligencia creada. Ante ella se cubren el rostro miles y miles de coros angélicos "cantando con voz fuerte: El Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir' el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición... en los siglos de los siglos" (Apoc. V, 11-13).

Si la Resurrección del Señor es, en la persona de Cristo, la victoria de toda la humanidad sobre la muerte, la Ascensión, es decir, la glorificación definitiva del Hombre-Dios en su naturaleza humana, representa más todavía. Los límites puestos a la naturaleza humana son, se podría decir, suprimidos; y el abismo infranqueable que separa al Creador de la criatura queda salvado en Cristo. El hombre, es decir, la naturaleza espiritual creada, tiende hacia Dios y aspira a la vida eterna. Una inmensa nostalgia de lo infinito lo trabaja y le impide encontrar en otra parte su descanso (104).

"Seréis como Dios" (Gén. III, 5). Estas palabras de las primeras páginas del Génesis se ciernen sobre toda la historia del género humano. La humanidad, en cuanto criatura, no puede subir por sí misma al cielo, es decir, no puede participar en la vida divina ; no puede entrar al cielo sino por Dios, como holocausto que Cristo, Pontífice supremo, ofrece al Padre. Pues bien: Dios ha recibido el perfume del holocausto (Gén. VIII, 21). Esta aceptación es la que acaba y completa en realidad el sacrificio de Cristo. La glorificación de Cristo sigue inmediatamente a su holocausto: "Después de haber ofrecido un solo sacrificio por los pecados, está sentado para siempre a la diestra de Dios" (Hebr. X., 12). El Hijo del Hombre "asciende a donde estaba antes" (Jo. VI, 62). La imagen se junta con su prototipo. El mundo creado se une por el hombre —su corona— al mundo divino. Con ello toda la creación alcanza su última y más alta consagración. Toma parte en la gloria y en la felicidad del Hijo de Dios. "Se convierte, en fin, en un himno infinito a la gloria del Padre, y a la voz de este himno se une el mismo Verbo eterno, ordenando todos los sonidos en un acorde perfectamente armonioso" (105). Exactamente en esto, desde el punto de vista ontológico, consiste la Redención.

"Así como si un vaso de alabastro lleno de perfume, por un artificio cualquiera se volviera perfume, dice Nicolás Cabasilas, el perfume no quedaría aislado de su ambiente exterior, puesto que no quedaría retenido en lo interior ni encerrado en sí mismo, así estando nuestra naturaleza deificada en la carne del Salvador, nada separa ya a Dios del género humano, y por lo tanto nada se opone ya en adelante a nuestra participación en las gracias, fuera del pecado" (106)

"Habitando en el seno de la Trinidad, escribe San Cirilo de Alejandría, Cristo nos coloca a todos en presencia del Padre. En efecto: lo mismo que, siendo la vida misma, murió sin embargo y resucitó por nosotros según la Escritura, así, aunque ve siempre al Padre y siempre es visto por el Padre, con todo, conforme a las sagradas letras, he aquí que aparece delante de Dios. Esto se entiende cuando Él se hizo hombre, no por Él, sino por nosotros, en cuanto era hombre y en cuanto faltaba aún a la obra de nuestra salvación el que subiésemos nosotros mismos a los cielos, lo cual sucedió en Cristo, el primero" (107)

La Ascensión de Cristo, primicia y jefe del género humano, es la maravillosa realización de esta esperanza que vive en el corazón de todo hombre y la justificación de toda la aspiración de su espíritu. En efecto: ella no se ha agotado por la glorificación personal del Salvador. A causa de la "identificación" de Cristo con todo el género humano, la ascensión de la humanidad terrena todavía no transfigurada debe seguir a la de su jefe. Esta ascensión no deja de continuar. Es el fundamento y el objeto, el principio y el fin de todo.

Así: como en todos los cultos de la antigüedad la yíctima del sacrificio era considerada como el símbolo de la unión de los fieles con la divinidad, como algo santo y santificador, así Cristo "el Cordero inmolado desde el comienzo del mundo" (Apoc. XIII, 8) será en adelante "un espíritu vivificante" (I Cor. XV, 45), la fuente de toda vida espiritual. Elevado por sobre los límites y los lazos del tiempo y del espacio, ya no es más que una "inmensa gracia" (P. Lippert).

La plenitud de la gloria, que clarifica al jefe de la raza en su humanidad como Hijo de Dios, se difunde también sobre todos sus miembros, a fin de que a su vez sean llenos de la dignidad y de la fuerza divinas, en unión con su jefe, y se conviertan en lo que Él es: un Cristo único.

Tal es, en otros términos, el cumplimiento perfecto de la oración sacerdotal de Cristo en la víspera de su muerte: "Padre, yo quiero que todos los que me has ciado estén también conmigo allí donde yo estaré, a fin de que vean mi gloria que Tú me has dado, porque Tú me has amado antes de la fundación del mundo... Yo les he hecho conocer tu nombre y se los haré conocer, a fin de que el amor con que me has amado esté en ellos y yo también esté en ellos" (Jo. XVII, 24-26).

Las relaciones que en adelante existen entre Dios y los hombres deben ser semejantes a las de un padre con sus hijos. Son la extensión de este primer amor que el Padre tiene al Unigénito. A nuestra manera también nosotros entramos en esta unidad en la cual el Hijo está vinculado al Padre. Seremos uno, como el Padre y el Hijo son uno; seremos uno en el Padre y en el Hijo; seremos uno con una unidad perfecta. Y el Padre nos amará como ama a su Hijo, con el mismo amor de donde procede el Espíritu Santo (108)

En una palabra, Cristo nos da la "vida eterna". Esta no se presenta como una "vida sin fin" (una tal vida es ya nuestra por el hecho de que Dios nos ha creado como seres espirituales), sino que es una participación en la vida misma de la Santísima Trinidad. Y no sólo para que podamos conocer algo de esta vida, sino además para que podamos participar inmediatamente en ella, para que "seamos llamados hijos de Dios y para que lo seamos en efecto" (I Jo. III, 1) y para que llevemos verdaderamente en nosotros a la Santísima Trinidad. Con excepción de la unión hipostática, Dios no puede estar más cerca de su criatura.

Es, pues., claro que la ascensión de Cristo no es comparable a ninguna otra separación habitual que pueda tener lugar en el espacio y en el tiempo. "Jesucristo se fue y se alejó de los hombres, dice San Ireneo; sin embargo, dondequiera que uno de los que creen en Él lo llama y lo invoca cumpliendo su voluntad, Jesús se acerca, se presenta y escucha las demandas de los que se dirigen a Él con un corazón puro" (109). Aunque estemos privados de su presencia visible, Él permanece entre nosotros. Esta presencia hace pensar en su presencia eucarística en nosotros después de la recepción del sacramento y en la unión que es su consecuencia. A la verdad, esta presencia eucarística, símbolo y causa eficiente de la unión vital que se establece entre Cristo y el alma, es pasajera; pero la unión de que se trata aquí, es decir, la habitación recíproca de Cristo en el alma y del alma en Él, permanece y se realiza en la unión espiritual de Cristo con el alma. "El que me recibe vivirá por mí..., como yo vivo por el Padre" (Jo. VI, 37).

Algo análogo se produce en el caso de la ascensión. Cristo se va, visiblemente, sensiblemente, pero permanece junto a los suyos por toda la eternidad. Por sus méritos, que le valieron su propia glorificación, el Salvador merece también ser el autor de nuestra santidad y de nuestra bienaventuranza. Para hablar con exactitud, es el mismo mérito el que se extiende a Él y a nosotros, de la cabeza a los miembros. E inversamente, precisamente por este mérito adquiere el poder de hacer de los hombres hijos de Dios, el poder de "completarse" en el género humano, de perfeccionarlo, de restaurarlo, de recapitularlo en sí para siempre (110). Y esto tiene por efecto producir un modo de presencia muy especial del Salvador aquí abajo. "Una es la presencia que Él tiene en nosotros, porque nosotros somos su templo, dice San Agustín, y otra es la que Él tiene porque nosotros somos Él mismo (quia et nos ipse sumus). Y lo somos en cuanto somos su cuerpo y en cuanto que Él mismo, para hacerse nuestra cabeza, se hizo hombre" (111)

Así es como funda y anima su Iglesia, o por mejor decir, así es como realiza su Iglesia, corona y perfección de la obra de la Redención. En ella se revela el fruto de su muerte (Hechos, XX, 28).

El, el Hijo único, y su pueblo, es decir, "la humanidad reunida de nuevo con su principio divino por la mediación de Cristo" (Solovief) (112), he aquí lo que es la Iglesia. Ella no es, por lo tanto, sólo una sociedad, sino "la ciudad santa, la nueva Jerusalén", "la comunión viviente de todos entre todos y Dios", en la cual cada uno encuentra el camino que conduce al Reino de Dios, y no en forma aislada, sino en un todo orgánico, con sus hermanos que, como él, buscan la vida en Cristo. Todos necesitan los unos de los otros, y todos se completan bajo el influjo vivificante de Cristo que obra místicamente en cada miembro, a la manera de un principio ordenador y vital de todo el conjunto.

Así crece la Iglesia, y aunque tenga necesidad de la sangre y de la tierra, no serán estos elementos los que condicionarán su origen. Así como el Verbo, al unirse a la carnes, la elevó sin destruirla (113) hasta asemejarla a Él, así Cristo se apodera aquí, con su poder redentor, de lo más profundo del ser natural. Así transforma al hombre natural en su imagen y le da parte en la vida divina, sin destruir, sin embargo, su carácter de criatura. Estas dos acciones son similares ; es lo mismo, o para hablar con propiedad, es una sola y misma acción que se prolonga sin cesar, la única y misma vida que se desarrolla y se extiende. El hombre es el centro más elevado de la creación, el "microcosmos" del "macrocosmos". Así el universo entero, con derecho si no de hecho, aparece divinizado por el género humano con él.

La idea exacta de la Iglesia es, pues, la de un "cosmos cristianizado". La Iglesia es todo, ella sola es la plenitud del ser, de la vida, del mundo y de la humanidad, pero en el estado de "cristianización", de santificación (114). Ella es el cuerpo vivo del Verbo Divino que crece primero como "un pequeño germen... y se desarrolla poco a poco para reunir al fin de los tiempos a toda la humanidad y a toda la naturaleza en un organismo universal a la vez divino y humano" (115)

Por esto, si todo no es divino en la Iglesia visible, el elemento divino es ya visible en ella. Es absoluto e inmutable ; forma y domina la Iglesia ; sin él no hay Iglesia. El es la fe, los sacramentos y la jerarquía. Porque Cristo dijo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida". Si continúa estando constante y plenamente presente en su Iglesia, lo está como Camino, Verdad y Vida. La sucesión jerárquica que instituyó es el camino, la fe en el dogma de su encarnación es el testimonio de la verdad presentada por Cristo, los sacramentos son los fundamentos de la vida de Cristo en nosotros. En el orden jerárquico es el mismo Cristo el que está presente en cuanto camino; en la profesión de fe está presente en cuanto verdad; en los sacramentos está presente en cuanto vida (116). Por la unión de estos tres elementos se establece el Reino de Dios, en el que Jesucristo es Rey y, por mejor decir, cuya "verdadera naturaleza es la realidad divina de Cristo en la tierra" (117). La voz y el órgano de este Reino están representados por la jerarquía; en cuanto a su vida interior y mística, ella encuentra su expresión visible en los dogmas y en los sacramentos.

Y como el fin que persigue Cristo es ante todo un fin religioso —unir consigo a todos los hombres y por él a Dios—, lo realiza sobre todo por la Eucaristía. La Eucaristía es el gran medio que usa el Espíritu Santo para hacer de cada uno de nosotros un portador de Cristo, un "cristóforo" (118). Ella es el camino de Dios a nosotros y de nosotros al seno de la divinidad. "Así como si alguien se acerca a dos trozos de cera y los funde en el fuego, los reduce a no ser más que uno, así, por la recepción del cuerpo de Cristo y de su preciosa sangre Él está en nosotros y nosotros estarnos unidos a Él" (S. Cirilo de Alejandría) (119)

Así el objeto supremo de la Encarnación —su extensión al mundo entero— halla su cumplimiento en la Eucaristía. Por ella se realiza la transformación real y completa de nuestro ser de criatura pecadora en el ser glorioso de Cristo. A los que se han hecho semejantes a Él, los toma y los eleva, por la virtud de los sacramentos, por encima de los límites de la vida de aquí abajo y los conduce hacia el Padre (120). En esto consiste la inmensa importancia de la Eucaristía, no sólo corno sacrificio sino también como banquete, en la obra de la Redención. Por la Eucaristía se opera, a diferencia de lo que sucede en la unión moral 'de pensamiento y por amor, la "participación física" (121) de toda la humanidad con Dios en Cristo. Por la Eucaristía la Iglesia se forma y se mantiene. La Eucaristía es el recuerdo vivo del principal acontecimiento de toda la obra redentora del Señor. Ella es la apropiación real de toda la abundancia de la salvación contenida en la Redención, por la unión con el Hijo de Dios y por la participación en su vida y en su naturaleza divina.

"Partiendo de la idea de la Iglesia como cuerpo de Cristo, 'dice Vladimiro Solovief, entendido no en sentido metafórico, sino en el sentido de tina proposición metafísica, debemos persuadirnos de que un cuerpo debe absolutamente crecer y perfeccionarse" (122). En todas partes,, de un extremo al otro del mundo, hasta más allá de todas las fronteras humanas, de los pueblos, de los mares y de los desiertos, entre los blancos corno entre los amarillos y los negros, entre los campesinos, los comerciantes o los obreros, entre los sabios y los ignorantes, en las grandes ciudades como en lo más oculto de los campos, en todas partes la misión de la Iglesia será 'hacer de cada conciencia humana particular, de cada comunidad humana, una conciencia cristiana y una comunidad cristiana (Efes. III, 16, 17), y esto no por la fuerza (Mat. IV, 6, 9), sino por la transformación interior y por la transfiguración de las almas (Jo. III, 5). Así la Iglesia reunirá la multiplicidad de los centros espirituales en un hogar omnipresente y sin embargo único que los abarcará a todos, y que es el Verbo hecho carne. Y porque la Iglesia es toda la obra de la Redención, porque representa los brazos extendidos del Salvador que quiere abrazarlo todo y que es el único camino que conduce al Padre (Jo. XIV, 16), Cristo santifica a las almas humanas aquí abajo, en la Iglesia y por la Iglesia, y solamente en la unión con ella se realiza la redención de los creyentes. "No hay más que un solo cuerpo y un solo Espíritu..., como también una misma esperanza", dice San Pablo a los Efesios. "No hay más que un solo Señor" que es la cabeza de este cuerpo, una fe, un bautismo", porque no hay más que un solo Dios, Padre de todos, qué está por encima de todos, que obra por todos, que está en todos" (Efes. IV, 4-6).

Todas las gracias deben ser atribuidas, en efecto, únicamente a los méritos de Cristo, jefe místico de la Iglesia. Los que no forman parte de la Iglesia visible reciben también, como de un arroyo que mana del gran torrente que corre sin cesar de la cabeza, Cristo, sobre su cuerpo místico (123). Ellos las obtienen como destinados a ser incorporados aquí abajo o en el más allá a la unidad viviente de este cuerpo. Mientras aguardan esta incorporación viven en la irradiación de la verdad que emana de este cuerpo místico: desde ahora, sin saberlo, viven de su vida. Tal es el sentido de la célebre máxima de Orígenes (124), que parece tan chocante a primera vista: "Fuera de la Iglesia no hay salvación".

¿ Hay que extrañarse entonces si la Iglesia responde a veces muy poco a la idea que nosotros tenemos de una obra de Dios, o si hasta les parece a tantos otros singular y rara? Conviene recordar aquí lo que escribía San Metodio de Olimpo, teólogo eminente del siglo IV y mártir: "La Iglesia yace en los dolores del alumbramiento hasta que Cristo esté formado y haya nacido en cada uno de nosotros, a fin de que cada uno de los santos, por la participación de Cristo, sea otro Cristo" (125).

Es que la Iglesia es, en efecto, real. Es una realidad teándrica, a la vez divina y humana, y "¿qué hay de más extraño en el mundo que la realidad?" (Dostoiewski). El mismo Hijo del hombre desconcertaba a los hombres, hasta el punto de llegar a ser "una señal de contradicción" (Luc. II, 34). "Como cuerpo de Cristo la Iglesia no tiene todavía hoy su cuerpo glorificado, plenamente transfigurado" (Solovief) (126). Ella reune a toda la humanidad, porque es precisamente esta humanidad en marcha hacia Dios. Por esto encontramos en el camino de la Iglesia sangre y lágrimas, por esto sus pies y sus vestidos están cubiertos de polvo y de barro, y en su rostro se lee la historia de una vida llena de dolores. Esta Iglesia lleva todo el pasado del género humano, lo recapitula y presenta, en cuanto verdadero cuerpo del Hombre-Dios, tal como fue El mismo, la unión "sin separación ni confusión" de lo divino y lo humano. "El que ha comprendido verdaderamente lo que representa la Encarnación y cree en el misterio de lo Absoluto sostenido en los brazos de una mujer; el que ha suscrito el Concilio de Efeso y afirma, por consiguiente, sin dudar que Dios tuvo hambre y sed, que Dios tuvo la edad de dos meses, diménaion theón einai (esta fórmula escandalizaba a Nestorio) (127) — que durmió, que sudó, que fue apretado tan de cerca por la turba que casi se ahogaba, ...éste no tiene dificultad en encontrar, bajo las apariencias más ruines y hasta las más chocantes, las realidades más divinas y más necesarias" (128). De lo contrario es que se quiere entrar con Cristo en la gloria sin lucha ni sufrimiento. Y sin embargo., para ser "Dios" con El, es necesario también haber sido "hombre" con El. En lugar, pues, de despreciar la miseria humana, como si no existiese o como si no fuese más que el resultado superficial de un azar desgraciado, en lugar de rebelarse contra ella,, como se hace ante un enemigo exterior cuya violencia se quisiera evitar, es necesario, a ejemplo de Dios mismo, tomar la correspondiente parte de responsabilidad en todos estos males. Este es el único modo de remediar el mal y de ayudar a la salvación de la humanidad. "Al fin, como dice Dostoiewski, ¡ Dios será el vencedor!" Estas palabras contienen el perdón — el perdón también para la Iglesia en la medida en que, demasiado humanos, sus miembros son pecadores.

"La iniquidad de la humanidad cristiana, dice muy justamente Berdiaeff, es una iniquidad humana, es la de la traición humana y de su decadencia, de su culpabilidad y de sus debilidades humanas; no es la iniquidad del cristianismo ni una mentira de Dios" (129). La Iglesia no promete tampoco que basta pertenecer a ella exteriormente y llevar el nombre de católico para poseer y conocer toda la verdad, de tal modo que no hubiera que valerse más que de este título. Ella promete más bien que todos aquellos que buscan honestamente la verdad, en ella y por ella la encontrarán. Y el que la busca sinceramente ése ya pertenece, en cierto modo, a la Iglesia, o por lo menos está en el camino que conduce a ella. La Iglesia promete y garantiza que Dios habita por ella en la humanidad, uniendo su vida a la nuestra, pues El ha puesto en nuestros corazones el deseo de encontrarlo y El mismo va al encuentro de este deseo.

"La Iglesia obra como medio, como terreno fértil, como atmósfera. Más exactamente, es Dios el que obra por medio de ella" (130) Que Dios haya podido y pueda realizar su obra por medio de nuestras manos débiles y manchadas, esto es sobre todo lo admirable. Porque no hay que olvidarlo : para formar su cuerpo místico el Verbo no toma, como en el instante de su Encarnación, la carne santa de una virgen purísima, sino nuestra propia humanidad que, aunque santificada en su raíz por la Encarnación, sigue siendo, por el hecho de nuestra libertad creada, débil y capaz de pecar. Cuanto más divina y humana aparece su obra, más teándrica es. Pero como no subsiste más que en El, como no está arraigada más que en El, esta obra no habla más que de El. La historia de la Iglesia, que Pascal llama la "historia de la Verdad" (131), la historia de los santos, la historia de las almas de cada uno de nosotros, el conjunto de los sucesos del mundo, las funciones litúrgicas, la eficacia de los sacramentos, en una palabra, todo no es más que la obra de Cristo. En todo y siempre se revela algo de El, algo que no podía aparecer en el tiempo de su vida terrena y que descubre ahora en los hechos concretos de nuestra existencia.

Esta unión inseparable de Cristo con su Iglesia y la vida que El prolonga en ella nos ayudan también a comprender mejor la historia de su vida terrena. ¿Cómo se podría explicar de otro modo, en efecto, que Dios tuvo el gesto inaudito de descender a la tierra y que un paso tan increíble no haya acabado más que en una permanencia de algunos años aquí abajo? Treinta y tres años, de los cuales treinta de vida oculta, ¿ qué son en comparación de los miles de años de historia de la humanidad? ¿ Por qué Dios habría juzgado necesario poner en juego su omnipotencia y todos su amor, derribar todos los obstáculos y suprimir todas las distancias para obtener un resultado tan fugaz? Evidentemente, este instante de contacto con el Verbo hecho hombre, este rápido rozamiento superaba infinitamente todas las esperanzas humanas. Pero ¿era bastante para agotar una munificencia como la suya y para satisfacer un amor como el suyo, que es el "Amor mismo"? ¡Cómo se aclaran todas estas cuestiones oscuras cuando se considera la verdad en toda su plenitud ! La vida de Cristo, su don de sí estaban prometidos y preparados desde hacía siglos. En los días de su vida mortal todo se realizó con plenitud en su persona teándrica. En fin, de su plenitud ella se expandió a los hombres para permanecer hasta el fin, a través de los tiempos. Y todo esto no constituye más que un Cristo, el Cristo único, el que era ayer, el que es hoy y el que será siempre. Todo esto no constituye más que un solo hombre, difundido por todo el orbe terrestre y que crece a medida que se desenvuelven los siglos, "unus homo, diffusus toto orbe terrarum et succrescens per saecula saeculorum" (S. Agustín) (132).

El cuerpo histórico de Cristo nació y creció; ¡ el cuerpo místico nació también él y creció hasta su madurez! Los dos están unidos muy estrechamente. El cuerpo místico es, por así decirlo., la plenitud del cuerpo histórico, su "pleroma" (Efes. I, 23). Ninguno de los dos está completo sin el otro. Sin la historia de Jesús, la historia de la Iglesia no sería más que un cuerpo sin cabeza. Y por otra parte, sin la historia de la Iglesia la historia de Jesús no sería más que una cabeza sin cuerpo. Sería una vida que brota, pero que no brota de ninguna parte; sería una luz  intensa, pero que no alumbraría nada. Y esta segunda historia no es en el fondo sino la primera, porque no hay más que un solo Cristo.



El Salvador vuelve, pues, de nuevo entre nosotros. La razón es la misma por la cual nos había dejado: estar más cerca de nosotros, más íntimamente aún. El mismo lo dice: "Os conviene que yo me vaya, porque si yo no me voy el Consolador no vendrá a vosotros; pero si yo me voy os lo enviaré... Cuando el Consolador que yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad que procede del Padre, haya venido, dará testimonio de mí... Cuando el Espíritu Santo descienda sobre vosotros seréis revestidos de fortaleza y daréis testimonio de mí en toda la Judea y en Samaria y hasta las extremidades de la tierra" (Jo. XVI, 7; XV, 26; Hechos, I, 8).

Habían pasado diez días después de la Ascensión. En la fiesta de Pentecostés los Apóstoles se hallaban todos reunidos en la sala alta, en Jerusalén, con María, Madre de Jesús. De pronto vino del cielo un ruido poderoso como de un violento golpe de viento, que llenó toda la casa donde estaban reunidos. Aparecieron lenguas separadas, como de fuego, y se posaron sobre cada uno de los asistentes. Y "todos fueron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en otras lenguas, según lo que el Espíritu Santo les daba para expresarse" (Hechos, II, 1-6). Y cada uno de los que estaban presentes en esta escena los oyó hablar en su lengua propia (Hechos, II, 11).

El Espíritu Santo, que reposa sobre Cristo (Hechos, II., 33), se difunde también sobre su humanidad terrena en la persona de sus discípulos. El une a todos los pueblos, con la diversidad de sus lenguas, en la unidad de la fe, profetizada y simbolizada por el prodigio de las lenguas de fuego. Así la obra de Cristo recibe su pleno perfeccionamiento. Desde entonces su cuerpo místico adquiere la plenitud de la vida, mientras que el Salvador permanece impasible en su gloria divina. A partir de este día la comunidad es asegurada junto con El en la Iglesia que, por este hecho no se halla ya corno todo el resto del universo, sujeto al orden ordinario de la Providencia, sino bajo la conducción muy especial y concreta de la tercera Persona de la Trinidad, del Espíritu Santo. "Donde está la Iglesia allí está también el Espíritu de Dios; •y donde está el Espíritu de Dios allí está la Iglesia y toda su gracia" (S. Ireneo) (133).

Así se resuelve por sí misma la contradicción aparente entre dos verdades: la una, tantas veces enunciada aquí, de que la Encarnación es para los hombres causa eficiente de vida eterna ; y la otra, no menor, de que la muerte de Cristo, sacrificio real, lleva la redención a los que creen en El. En virtud de su Encarnación el Verbo fué, entre los hombres, la fuente de vida, pero durante su vida mortal los efectos de ella estaban como limitados y restringidos. "El Espíritu aun no había sido dado porque Jesús aun no había sido glorificado", dice San Juan (VII, 39). No fue sino después de su muerte y de su ascensión cuando Cristo recibió la participación en la gloria eterna que el Hijo posee con el Padre "antes que el mundo existiese" (Jo. XVII, 5). Cristo transfigurado, glorioso, difunde el Espíritu Santo sobre aquellos que el Padre le ha dado (Jo. XVII, 2), es decir, que les da la vida, porque donde está el Espíritu Santo, allí está la plenitud de la vida (Jo. VII, 38). San Ireneo escribe muy justamente aún: "Así como los granos de trigo no pueden convertirse en pasta y en pan si no están impregnados de agua, así nosotros no podemos ser uno con Cristo Jesús sin esta agua que viene del cielo. Y como la tierra árida no puede dar frutos sin recibir la lluvia, así nosotros, que por naturaleza nos parecemos a la madera seca, no produciremos jamás frutos de vida sin la lluvia de la gracia que viene de lo alto.. . Este don, que el Señor ha recibido del Padre, lo da también a los que tienen parte en El, enviando sobre toda la tierra el Espíritu Santo" (134). El es el "dedo de Dios" (S. Basilio) (135), el "óleo de la unción" (S. Gregorio Niseno) (136). Es el que, desde toda la eternidad, procede del Padre por el Hijo, y por el mismo Hijo se difunde sobre los hombres (137). El "aspira" el alma en Dios, y por esta aspiración "la eleva a una altura admirable; la llena de sí mismo y la hace capaz de producir en Dios la misma aspiración de amor que el Padre produce con el Hijo y el Hijo con el Padre, y que no es otra que el mismo Espíritu Santo" (S. Juan de la Cruz, 1543-1591) (138)

El Señor no nos ha merecido solamente el poder "ser hijos de Dios" (Jo. I, 12); también nos ha hecho capaces y dignos de obtener la salvación. Por la unión de su Persona con la humanidad ha santificado el género humano y en esa forma lo ha hecho digno de recibir al Espíritu Santo, al que no puede acercarse nada que no sea puro. Además por toda su vida justificó y selló su unión con la humanidad. En El, por la fuerza del amor, la humanidad ha vencido al pecado, lo ha expiado hasta el extremo y se ha mostrado digna del amor y de la gracia de Dios. En fin, Cristo, por su enseñanza, su vida, su pasión, ha iluminado y encendido el alma humana, que se había encerrado en sí misma al apartarse de Dios y de su amor. Todos los obstáculos, nacidos del pecado y del alejamiento de Dios, y que se oponían a las relaciones del corazón humano y de la razón humana con Dios, han sido eliminados y destruidos por Cristo. El hace nacer el arrepentimiento en el alma pecadora y despierta su deseo de Dios, hasta entonces dormido y apagado. El atrae a los hombres hacia Sí por el amor y arroja en los corazones humanos la semilla de una vida nueva y superior, con la fe en El y con el amor por El. Fecundar esta semilla depositada por Cristo en medio de los rayos ardientes de la luz y transformar así al hombre en hijo de Dios, tal es la obra del "Espíritu Santo.

"Por su virtud santificante el Espíritu nos hace perfectamente conformes a Cristo. El es verdaderamente como la forma., morfé, de Cristo nuestro Salvador, y El imprime en nosotros, por Sí mismo, la imagen divina, exeikonismón", dice san Cirilo de Alejandría (139). Así crece en Cristo, en el Espíritu Santo, el mundo nuevo, el mundo celestial, la comunidad perfecta y orgánica, la Iglesia, "Angel guardián de la nueva criatura" (Solovief). En efecto : por el Espíritu, Cristo vive en cada sarmiento de la vid y todos no son más que un Cristo. Y como cada alma posee a Cristo todo entero, posee en Cristo a todos los que están en El, y por eso a todas las cosas. "No hemos sido hechos solamente cristianos, sino Cristo, dice San Agustín; ¿comprendéis, hermanos, captáis la gracia que Dios os ha hecho?" (140).

En el Espíritu Santo madura el mundo nuevo, la creación divinizada. Hay más aún: a pesar de sus imperfecciones manifiestas, esta creación, por el descenso del Espíritu Santo al mundo, está ya unida a Dios divinizada porque Dios mora en ella, aunque todavía místicamente y sin embargo muy realmente; ella lo es tan realmente y verdaderamente como Cristo glorioso está invisiblemente presente bajo las especies del pan y del vino eucarísticos. Para creer en el Reino de Dios, en adelante, como dice Solovief, habrá que "unir la fe en Dios a la fe en el hombre y en la creatura renovada. Todos los errores de la razón, todas las herejías, todos los exclusivismos, todos los abusos han nacido y nacen todavía del olvido de esta verdad" (141).

La manifestación próxima de la plenitud de la gloria está en marcha (I Jo. III, 2). El torrente de la gracia y de la vida divina arrastrará todo, lo envolverá todo, a todos los hermanos., a todos los hombres, a todas las creaturas que suspiran esperando ser liberadas de los lazos de la muerte y de la corrupción, y que aspiran a "la maravillosa libertad de los hijos de Dios" (Rom. VIII, 21). Pentecostés es ya el sacudimiento y el advenimiento de esta renovación. Y como la alegría es la expresión de un mundo nuevo, fuerte y joven, el Espíritu es también la alegría radiante, la alegría eterna (Jo. XVI, 22-24). Alegría, paz y amor "que excusa todo, cree todo, espera todo, soporta todo" (I Cor. XIII, 7). El mismo sufrimiento se transforma en un himno al Espíritu Santo, en una llama de este amor que conduce al mundo entero al Hijo y por el Hijo al Padre. "Todas tus lágrimas brillan como diamantes sobre el atavío de la Madre de Dios: nada se ha perdido, ni el bien ni el mal ; todo está escrito en el libro de la vida. Los sufrimientos pasarán, nuestros tormentos se filtrarán en el olvido y nosotros no sentiremos más que reconocimiento... No puede ser de otra manera, el Señor nos sirve de ejemplo. El que sigue su camino, el camino del amor y de la cruz, comprende la grandeza del Reino de los cielos" (142).

La humanidad del viejo Adán y "por ella el mundo entero son conducidos por el Espíritu Santo a la glorificación en Cristo. Y lo mismo que en la primera creación la Santísima Trinidad se manifestó bajo figuras : el uno creaba, el otro era el brazo del Creador, y el Espíritu era el soplo de Aquel que daba la vida, así en la nueva creación: el Padre da la vida (dsoé), pero por el Hijo, mientras que el Espíritu Santo es el principio vivificador (pnéuma tén dsoén emfysónti)" (143). En él tiene lugar el encuentro misterioso y profundo con Dios, y este encuentro arrastra al hombre al seno de la divinidad : "El es el Consolador que nos asemeja a Dios" (S. Ireneo) (144), es el sello, el lazo de la unidad.

El trae al mundo "la vida en Cristo, le recuerda las enseñanzas de Cristo, perfecciona la obra de Cristo, conduce al mundo al advenimiento de Cristo, a la transfiguración y a la resurrección universal" (145).

La Redención del mundo está consumada. En adelante el camino del cielo a la tierra y de la tierra a los cielos queda trazado, y permanece eternamente abierto en el Espíritu Santo que, estando en el cielo, ha bajado a la tierra y permanece en ella. La escala que Jacob vió en sueños (Gén. XXVIII, 2) se ha convertido en realidad. Dios se ha reconciliado con la humanidad caída, y el hombre toma parte en la vida divina en el Hombre-Dios, que está sentado a la diestra del Padre.

Un río de agua viva, claro como el cristal, brota del trono de Dios y del Cordero y se esparce por la tierra. A los que tienen sed les da gratuitamente el agua de la fuente de vida : el vencedor poseerá toda la herencia. Y Dios será su Dios, y él será hijo de Dios. En adelante no cesará de subir de la tierra al cielo un cántico de acción de gracias :

"Hemos visto la verdadera luz,
Hemos recibido el espíritu celestial,
Hemos encontrado la verdadera fe.
Adoramos a la indivisible Trinidad,
Porque ella es la que nos ha salvado !"
(148)

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  1. Oratio XXXVIII, 16, PG 36, 329.

  2. Glaphyra in Exodum II. PG 69, 437.

  3. Cf. I, Cor. I, 30; VI, 20; VII, 23; Col. I, 14; Ephes. I, 7, 14; I Tia:. II, 6.

  4. Adv. Haer. V, 2, 1. PG 7, 1124.

  5. Quod Christus unos sit. PG 75, 1356.

(8) In Ioh. II (I, 29). PG 73, 192.

  1. De Adoratione in Spiritu et Veritate IX. PG 78, 617.

  2. In Ioh. VI (X, 14). PG 73, 1045.

  1. Ibid. V (VIII, 12). PG 73, 773, 1029.

  2. SALET, La Croix du Christ, Unité du Monde, p. 229-230.

  3. Idée du Sacerdote et du Sacrifice de Jésus-Christ, Préface, París, 1677.

  4. Ench. Symb., n. 938.

  5. Plegaria secreta del sacerdote durante el canto de los querubines (Liturgia de San Juan Crisóstomo).

14) F. M. DOSTOIEWSKI, Zimnija Zasnetki o Letnikh Vpetchatleniaklz (Notas de invierno sobre impresiones de verano), Berlín, 1922.

  1. Orat. de Incarn. Verbi 20. PG 25, 13.1.

  2. De Trinitate IV, XIV, 19. PL 42, 901.

  3. Sermo LXII de Passione Domini XI, 1. PL 54, 350.

  4. Liturgia de San Basilio, palabras de la Consagración.

  5. In Hebr. 3, 1, (25), en Nestoriana (fragmentos de Nestorio) recogidos por F. LOOFS, Halle 1905, p. 241.

  6. Cf. J. GRIMAL, S. M., El Sacerdocio y el Sacrificio de N. S. J. C., París, 1911, p. 77-78.

  7. G. VON LE FORT, Hymnes d 1'Église (Cahiers des Poétes catholiques), Bruxelles, 1941.

  8. M. DE LA TAILLE, Op. Cit., p. 13-14.

  9. Cf. M. DE LA TAILLE, op. Cit. p. 11-12; y más en detalle: Mysterium Fidei, París, 1924; Elucidatio VII, p. 97-98: 1) Nullum umquam esse Christo impositum a Patre praeceptum moriendi ; 2) Obligationem se dandi, trahendi, offerendi "i mortem in sacrificium fuisse nullam (Isaías, Hilarius, Chrysostomus, Ambrosius, Cyrilus, Anselmus, Bernardus, Thomas) ; 3) Non caruisse tamen illum obligatione eundi ex coenaculo ad suam passionem (Hilarius), moriendi (Ambrosius), acceptandae in harto passionis (Cyrillus), parendi legi divinae ibidem usque ad morte.n (Thomas). Quam igitur oblationem, neque ex natura rei, peque ex mandato paterno ortam, restat ut Christus contraxerit offerens se Deo ad mortem pro nobis in Sacramento. Quare omnia uno verbo Bernardus (De erroribus Abaelardi, VIII, 21-22. PL, 182, 1070) : "Non requisivit Deus Pater sanguinem Filii, sed tamen acceptavit oblatum".

  10. ALGUSTINUS, In Ioh. LX, XIII, 2. PL 25, 1798.

  11. A. DENVS, S. J., Commentaire sn Exercitia spirit. S. P. N. Ignatii, Malines, 1893, p. 149-160.

26. Adv. Haer. III, 19,3 2G 7, 941.

27. SANTA TERESA DE JESÚS, Obras, Vida escrita por ella misma, Trad. de las Carmelitas de París), T. I., c. XX, p. 247-249.

  1. Véase Dcm MARMION, O. S. B., Cristo en sus Misterios, Bruges, 1926, p. 312.

  2. Cf. HuBY, L'Évangile de Saint Marc, p. 383.

  3. J. LEBRETON, La Vie et l'Enseignement de Jésus-Christ II, p. 338.

  4. PASCAL, Pensées, p. 574.

  5. Cf. LEBRETON, op cit., p. 338-339.

  6. Pensées, p. 576.

  7. Crime et Chátiment I, c. 2, narración de Marmeladof.

  8. Pensées, p. 374-375.

36 Pensée.,, p. 375.

  1. DOSTOIEWSKI, El Idiota, t. I (trad. de V. Dérély), París, 1887, p. 82-83.

  2. Cf. CRASSET, S. J., Considérations pour tous les jours de l'année I, París, 1687, p. 340.

  3. De Incarn. Dei Verbi et contra Arianos 5. PG 26, 992.

  4. REUSS, Histoire évangélique, París, 1876, p. 653.

  5. Cf. L. RICHARD, Le Dogme de la Rédemption, París, 1932, p. 198, 199, rem.

  6. Speculu perfectionis, por el Hermano LEON, Leipzig, 1935, p. 250.

  7. DOSTOIEWSKI, Malenjkij Gueroj (El pequeño héroe), Berlín, 1922.

  8. SCHRIFTEN, Iena, 1934, p. 255.

  9. Primera gran oración de genuflexión de la Iglesia oriental el el oficie de la noche de Pentecostés.

  10. Canon de la Iglesia oriental en honor de la Virgen.

  11. Sermón CCCXLIV, 4. PL 39, 1515.

  12. Pensées, p. 576, 577.

  13. DOSTOIEWSKI, Los hermanos Karamazof, T. 1. p. II, 1. V, IV.

  14. DonroIEwSKI, Podrostok (El adolescente), op. cit., II, c. p. 346.

  15. Cf. SALET, La Croix du Christ, Unité du Monde, p. 227-228.

  16. S. BOULGAKOF, Agnetz Bozij, (El Cordero de Dios), París, 1933, p. 402.

  17. Oficio de la Iglesia oriental el Jueves :,anto.

  18. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, In IOh, XII, 23. PG 74, 84.

  19. Serm. LIX de Passione Doman, VIII, 8, 5. PL 54, 340.

  20. BOULGAKOF, op. Cit., p. 403-404.

  21. Enarr. in Psalm. CXXVII, 3. PL 37, 1679.

  58 In Rom. VI, 6. PG 74, 796.

  1. Enarr. in Psaim. LXXXVI, 5. PL 37, 1105.

  2. Considérations chrétiennes, París, 1691, T. IV, p. 194.

  3. Glaphyra in Num. II. PG 69, 62-:-25.

  4. In Levit. Hom. IX, 9. PG 12, 521.

  5. SALET, Op. Cit., p. 249.

  6. Cf. N. ARSENIEW, Iz Gizni Doukha (De la Vida del Espíritu), p. 87-88; y BOULGAKOF, Op. Cit., p. 399.

  7. Oficio del Jueves Santo.

  8. Citado por HuuY, L'Évangile de saint Marc, p. 429.

  9. E. REuss, Histoire Évangélique, p. 691; A. LoisY, Les Évangiles synoptiques II, Ceffonds, 1908, p. 685.

  10. Cf. BOULGAROF, op. cit. p. 393.

  11. Nicolás CABASILAS, Vita ín Christo III. PG 150, 572.

  12. Anáfora de la misa siríaca (cf. Renaudot, Liturg. Orient., Coll. II, 1847, p. 584).

  13. Esta gloria universal de la cruz se expresa sobre todo en las imágenes rusas de la cruz. Véase al respecto TYCIAK, en su obra Ostliches Christentum, p. 23-24: "La impresión que ellas producen en nosotros es, para hablar con propiedad, indescriptible. En ellas se ve abrirse la tierra y el cuerpo del Crucificado levantarse como una llama de amor, buscando el arrastrar consigo a la tierra pecadora hacia Dios, mientras que la frente inclinada y los brazos separados traducen una piedad infinita. Desde entonces nada de desesperación ; el último de todos, el más abandonado puede ser conducido al Padre".

  14. TYCIAK, op. cit., p. 23.

  15. Maitines de la Iglesia oriental en la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de septiembre).

  16. Epist. Heortasticae, XI, 14. PG 26, 1411.

  17. Maitines de Pascua en la Iglesia oriental.

  18. Tropaion de Pascuas en la Iglesia oriental.

  19. Philos. der Myth. und der Offenb., Abtlg. II, Bd. 4, Stuttgart, 1858, p. 219.

  20. Orat. Catech. XXV. PG 45, 65, 68.

  21. Ibid. XXXII, 1. PG 45, 80.

  22. Cf. N. v. ARSENIEW, Die Kit-che des Morgenlandes, Berlin-Leipzig, 1926, p. 11; y Die Aufer.tehung (Evangelische Jugendhefte, 4. 3, 1937, p. 49-51).

  23. Vl. SOLOVIEF, Obras (en ruso), t. VIII, San Petersburgo, p. 107.

  24. Epist. Heortast. XI, 14. PG 26, 1411.

  25. DOSTOIEWSKI, LOS Hermanos Karamazof, T. I, P. II, 1. VI, c. 2b.

 84 Canto de Iglesia de la liturgia oriental, citado por N. ARSENIEW en Iz Gizni Doukha, p. 50.

  1. SAN JUAN DAMASCENO, Carminr el cantica. PG 96, 840-844; (trad. francesa en Páques, Ed. "Istina", Lille, 1929).

  2. PG 59, 721-724 (trad. francesa, ibid., p. 23-24).

  3. Cf. ARSENIEW, Iz Gizni Doukha, p. 47.

  4. Cantos de Iglesia, citados por ARSENIEW, op. Cit., p. 47-48.

  5. De Incarnat. Verbi, 10. PG 25, 113.

  6. DOSTOIEWSKI, Los Hermanos Karamazof, T. I, P. III, 1. VII, c. 4.

  7. La expresión es de San Gregorio Nacianceno, Epist. CLXXI. PG 37, 280.

  8. Sermons II, Paris, 1930, p. 116.

  9. Liturgia alejandrina de san Basilio el Grande (RENAUDOT, op. Cit. p. 75).

  10. F. E. BRIGTHMAN, Liturgies Eastern asid Western I (Anáfora de la liturgia armenia), Oxford, 1896, p. 413. La opinión según la cual los ángeles fueron salvados y elegidos por Cristo (salvati et praedestinati) fué sostenida, entre otros teólogos occidentales, por F. SUÁREZ, S. J. (1548-1617). Véase De Praedestinatione I, XX, 11. Comm. ac Disp. in III part. D. Thomae, XII=, Sect. I, 6.

  11. F. E. BRIGTHMAN, Liturgies, p. 514.

  12. Liturgia de San Juan Crisóstomo. PG 63, 916.

  13. Adv. Haer. V, 2, 2. PG 7, 1125.

  14. In Ioh. XI, 11. PG 74, 561.

  15. Oficio de vísperas de la Iglesia occidental en la Fiesta de Corpus.

  16. Adv. Haer. IV, 18, 5. PG 7, 1028-1029.

  17. Cf. DE LA TAILLE, Esquisse du Mystére de la Foi, p. 35-36.

  18. BOULGAKOF, ap. Cit., p. 417.

  19. Adv. Haer. IV, 13, 1. PG 7, 1007.

  20. Más en detalle: G. DE BROGLIE, Du caractére mysterieux de notre élévation surnaturelle (Nouv. Rev. Théol. Vol. 64), Louvain, 1937, p. 337-376.

  21. SCHEEBEN, Mysterien, p. 348.

  22. Vita in Christo III. PG 150, 572; trad. francesa, op. cit., p. 89.

  1. In Ioh. X, 2. PG 74, 432; trad. E. MERSCH, S. J., en le Corps Mystique du Christ, t. 1, Louvain, 1933, p. 441-442, nota 2.

  2. Cf. E. MERSCH, sn Filio (Nouv. Rev. Théol. Vol. 65), Louvain, 1938, p. 563.

  3. Démonstration de la Prédication apostolique, 97; trad. francesa por J. TIxERONT y J. BARTIOULOT, en Recherches de Science religieuse, T. VI, Paris, 1916, p. 428.

  4. Cf. SAN IRENEO, Adv. Haer. III, 16, 6; 18, 7. PG 7, 925-926; y también Démonstration de la Prédication apostolique, 37.

  5. In Ioh. CXI, XVII, 6. PL 35, 1929.

  6. Vorlesungen über das Gottmenschentum, trad. alemana de H. KdHLER, Stuttgart, 1921, p. 215.

(13) "Qui natus de Virgine matris integritatem non minuit, sed saoravit" (Secreta de la misa de la Natividad de la Santísima Virgen, 8 de septiembre).

  1. Cf. Nicolás L3ERDIAEFF, Esprit et Liberté, Paris, 1933, p. 348-349.

  2. SOLOVIEF, op. Cit., p. 216.

  3. Cf. SOLOVIEF, Die geistigen Grundlagen des Lebens, Stuttgart, 1922, p. 107, 115, 117-119.

  4. SOLOVIEF, op. cit., p. 6; y La Russie et 1'Église universelle, p. XVII.

  5. Cf. la poscomunión del martes de Pentecostés: "Mentes nostras Spiritus Sanctus divinis reparet sacramentis".

  6.  In Ioh. X, 2. PG 74, 341-344.

120 Cf. Anselm STOLZ, O. S. B., Theologie der Mystik, Regensburg, 1936, p. 241.

121 Katá médexin fisikén, SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA, In Ioh. X, 2. PG 74, 341-344.

  1. Die geistigen Grundlagen des Lebens, p. 107-108.

  2. Cf. J. BAINVEL, S. J., Hors de 1'Église pas de salut, Paris, 1913 ; y Karl ADAM, Le vrai Visage du catl-olicisme, Paris, 1931, p. 222-245.

  3. In Josue Hom. III, 5. PG 12, 841-842.

  4. Convivium decem Virginum, Symposion VIII, 8. PG 18, 149.

  5. Op cit., p. 107-108.

  6. Conc. Eph Part. II, Act. 1.

  7. Cf. P. CHARLES, S. J., La Robe sans couture, Bruges, 1923, p. 147.

  8. Konetz Renessansa (El fin del Renacimiento), en Sofia I, Berlín, 1923, p. 44.

  9. R. GUARDINI, Vom beben des Glaubens, p. 152-155.

  10. Pensées, p. 728.

  11. Enarr. in Psalsn. CXVIII, Sermo XVII, 6. PG 37, 1547, y E. MEESCH, La Vie historique de Jésus et sa Vie mystique (Nouv. Rev. Théot. vol. 60) Louvain, 1933, p. 5-20.

  12. Adv. Haer. III, 24, 1. PG 7, 966.

  13. Ibid., III, 17, 2. PG 7, 930.

  14. Epist. I, VII, 11. PG 32, 265.

136 De Orat. Dominica. Or. III. PG 44, 1149.

  1. JUAN DE CRONSTADT (1828-1908), Moja giznj vo Khristé (Mi vida en Jesucristo), vol. II, ). 359.

  2. Ccíntec espiritual, c. XXXIX, Obras II, Toledo, 1912, p. 359. Trad. francesa de las Carmelitas de París, t. IV, Tours. 1922, p. 421.

  3. Hom. Pasch. X, 2. PG 77, 617-620.

  4. In. Ioh. XXI, V, 8. PL 35, 1568.

  5. VL. SOLOVIEF, Tri Reci v pamjatj Dostojewskago, (Tres discursos sobre Dostoiewski), 3er. Discurso, vol. III, San Petersburgo, P. 212.

  6. Cartas de la emperatriz Alejandra de Rusia, 2-15 de marzo y 6-19 de abril de 1918 (cuatro meses antes de su muerte). Archivos privados.

  7. Nicolás CABASILAS, Vita in Christo II. PG. 150, 532-533.

  8. Adv. Haer. III, 17, 2. PG 7, 930.

  9. S. BOULGAKOF, Zur Frage der Weisheit Goties (en Kyrios, Heft 2), KSnigsberg, 1936, P. 95.

  10. Poscomunión de la misa oriental de San Juan Crisóstomo.