CAPÍTULO VI


JESUCRISTO DOCTOR Y LUZ DEL MUNDO

 

¡Dios está con nosotros ! Sabedlo, naciones, y humillaos. Porque Dios está con nosotros.

¡Prestad atento oído hasta las extremidades de la tierra! Porque Dios está con nosotros.

El pueblo que marchaba en las tinieblas ha visto una gran luz. Porque Dios está con nosotros.

Y sobre los que habitaban el país de la sombra de la muerte se ha levantado una gran luz. Porque Dios está con nosotros.

Porque nos ha nacido un infante, nos ha sido dado un Hijo. Porque Dios está con nosotros.

Y su paz no tendrá fin. Porque Dios está con nosotros.

(Oficio de las grandes Completas de la Iglesia Oriental.)

La gran obra tó érgon (Jo. IV, 34; XVII, 4), por la cual el Hijo único de Dios tomó la naturaleza humana, es la obra de la redención de la humanidad caída, la obra de la liberación del pecado y de las consecuencias del pecado, la obra de la destrucción radical del mal que entró en la creación por el pecado.

En su tratado Sobre la Encarnación del Verbo, verdadera joya de la literatura patrística, San Atanasio escribe: "Como Todopoderoso y como Creador de todas las cosas, él tomó un cuerpo en sacrificio al Padre por todos, porque todos estaban bajo el poder de la muerte... El quiso también devolver la incorruptibilidad a los hombres condenados a la corrupción y despertarles de la muerte para una vida eterna" (1).

El comienzo, el fundamento de la obra redentora fueron puestos por el mismo Cristo cuando se encarnó. Viviendo al mismo tiempo una vida divina en medio de la humanidad, y una vida humana en el seno de la divinidad. "en razón de las relaciones que Él tenía con ambas" (2) se convirtió en un mediador real, "único, entre Dios y los hombres" (I Tim. 11, 5). La riqueza de la obra "que el Padre le ha dado para que cumpla" (Jo. XVII, 4) es inagotable, y su profundidad es insondable. En su íntima naturaleza sobrepasa todo conocimiento, como obra del amor divino (Efes. III, 19). Querer referir todas las cosas grandes que el Señor hizo en su Encarnación es tan imposible como querer abrazar con una sola mirada toda la inmensidad del mar para contar sus olas. "Porque, dice San Atanasio, así como no se pueden ver todas las olas con la mirada, porque sin cesar vienen otras nuevas que escapan a la vista, así al que quisiera reunir todas las acciones de Cristo le sería imposible percibirlas con el espíritu en su conjunto, pues los actos que se nos escaparían serían más numerosos que los que uno creería conocer" (3).

La "atención" toda entera del Salvador en la tierra estuvo consagrada a esta obra. Es ésta una obra divino-humana, teándrica, es decir, una obra que, teniendo su fuente en la divinidad, es al mismo tiempo una obra humana, puesto que fue realizada por su naturaleza humana en su unión, inseparable pero sin confusión ni mezcla, con la persona divina. Esta unión de "la conciencia del yo" de las dos naturalezas en Cristo es tal vez lo que hay de más maravilloso en este prodigio que representa la Encarnación (4).

Otro prodigio más es la figura misma del Salvador, tal como la vemos resplandecer en los Evangelios. Jamás hombre alguno hubiera podido inventar, ni imaginación alguna humana representarse esta figura cuyos trozos están impresos con semejante pureza y santidad. Ella es la revelación de la caridad, que es la esencia misma de Dios, revelación en palabras y en acciones, revelación, por su misma persona, del Amor que obra en el mundo, a fin de que todos aquellos a los que se revela este Amor puedan elevarse hasta esta vida de la caridad divina. Por su aparición el Verbo hecho carne parece decirnos: "Mirad: yo me hice hombre. Si vosotros no queréis haceros Dios conmigo, no seréis justos conmigo. Yo he puesto mi morada, con mi naturaleza divina, en vuestra naturaleza humana, de modo que ninguno ha visto mi divinidad, sino que todos me han visto vivir como todos los hombres. Así vosotros debéis esconderos, con vuestra naturaleza humana, en mi naturaleza divina, de modo que nadie pueda ver en vosotros flaqueza humana, y vuestra vida sea divina y no se pueda reconocer en vosotros más que a Dios" (Maitre Eckhart) (5). Esta es "la visita de la luz de lo alto" (Luc. I, 78) que ilumina a los hombres para "libertarlos de su ignorancia y darles el saber todo lo que es Dios" (S. Ireneo) (6).

La vida pública "mesiánica" del Señor es una revelación de su filiación divina. Y así como Él se hizo uno de nosotros para obrar en medio de nosotros, así se convirtió en uno de nosotros para hablar a los hombres. Porque sólo el "que conoce al Padre" (Mat. XI, 27) puede realmente "hablar de lo que sabe y dar testimonio de lo que ha visto junto al Padre" (Jo. III, 11; VIII, 38).

Por esta razón Él dice de Sí mismo que es el único maestro de los hombres, sólo Él, en el verdadero sentido de la palabra (Mat. XXIII, 8). En efecto, las relaciones que Él tiene con la verdad no son del mismo orden que las de los maestros ordinarios. Estos se creen "maestros" cuando han recibido o creído recibir algún fulgor de verdad, mientras que Cristo es la Luz que brilla por sí misma, sin estar interceptada ni alimentada por ninguna otra, la Luz que ilumina al mundo y a todo hombre que viene al mundo. Todas las demás grandes "luces", todas las "antorchas" del mundo, aun Juan Bautista o los profetas "llenos de Dios", no han iluminado a los hombres sino por medio de la luz que habían recibido de Dios. La Verdad, en el sentido exacto del término, no estaba en ellos sino fuera de ellos. Porque la acción de los profetas no se manifestaba solamente en la predicción del porvenir, en la predicación o en las recriminaciones; consistía sobre todo y por prioridad de excelencia en la revelación de Dios a través del hombre y por medio de él. El Hombre-Dios es la verdad misma (Jo. XIV, 6). Este hecho determina y caracteriza todo el modo y todo el tono de su enseñanza. "He nacido y venido a este mundo para dar testimonio de la verdad" (Jo. XVIII, 37). Este anuncio de la verdad se extiende tanto al pasado como al futuro, al destino de los individuos como al de todo el pueblo y al del género humano todo entero, al alma humana como a toda la naturaleza. Ella es el objeto del "servicio profético" de Cristo bajo la inspiración del Espíritu Santo que reposa sobre él (Luc. IV, 18).

A diferencia de los profetas, Cristo revela a todos los hombres, en lenguaje humano, no verdades que le inspira el Espíritu Santo, sino a sí mismo, "el Verbo de Vida". Si toda palabra tiene por fin y por sentido servir de mediadora a la vida y difundirla, ¿qué decir cuando la "Palabra" es la "vida" misma? Porque, detrás de todos los gestos y de todas las palabras de Cristo palpita una vida que nos hace, no sólo comprender el sentido de nuestra existencia, sino que nos descubre también que las fuentes de nuestro ser están escondidas en esta vida, que esta vida es el "Ser" mismo, y que el portador de esta vida es nuestro Creador. Y tanto más cuanto que lo propio de las palabras de Cristo es realizar simultáneamente lo que ellas significan, dominar las fuerzas de los hombres, formar su manera de ver y de comprender, penetrar hasta la médula, hacer a los discípulos de Cristo semejantes al mismo Cristo (Jo. XV, 3). Brevemente, la obra de Cristo, la obra del "Verbo de Vida" no es una idea, una categoría, un sistema, una doctrina al servicio de la vida: es la Vida misma. Él vino para que nosotros tengamos la Vida (Jo. X, 10), la vida única, objeto de la aspiración de toda alma.

Por lleno que estuviese el Hombre-Dios de la Verdad que le era propia, no vino sin embargo con todo su esplendor y toda su gloria "si no es para los ojos del corazón que reconocen la sabiduría" (Pascal). El no quiso cegar ni llenar de estupor a las almas por el brillo de la Verdad de modo que hubiera quedado eliminada la aceptación libre y amante de esta verdad. Una tal manera de proceder hubiera equivalido, según San Gregorio Niseno, a querer "conducir por fuerza a los recalcitrantes a que aceptasen el mensaje de la salvación... ¿Dónde estaría en este caso la libertad? ¿Dónde la virtud? ¿Dónde la alabanza de los justos?... A los hombres Cristo no quiere hacerlos solamente espectadores de la gloria divina, sino también partícipes de esta gloria. El conduce, pues, a aquéllos que se le aproximan en el parentesco con la esencia divina" (7). Si Cristo hubiera querido alcanzar su fin por una acción puramente exterior, hubiera debido, por el efecto de su divinidad, o bien reducir al silencio a todas las disposiciones y aspiraciones humanas, poniéndose él en su lugar (*), o bien tomar a los hombres tales cuales eran, sin atención a sus insuficiencias y a sus debilidades, y así anunciarles su verdad; en este caso la verdad hubiera quedado enchapada en ellos como un cuerpo exterior: los hombres no hubieran reconocido en Cristo ni a Dios, ni siquiera a un hombre como ellos.
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(*) Lo cual hubiera sido transformar al hombre viviente en autómata.

Pero el Hombre-Dios quiso divinizarnos haciendo que permaneciéramos "nosotros mismos". El hombre, en efecto, es una persona. Así, pues, ni por naturaleza ni por necesidad puede llegar a ser "hijo de Dios", sino solamente por la libertad del corazón y de la voluntad. Y Cristo se detuvo, esperando, con una especie de deferencia, el consentimiento libre del alma humana.

Esta reserva del Señor está expresamente subrayada por San Juan Crisóstomo : "Si, pues, los apóstoles que, día y noche, oían sus enseñanzas y veían sus milagros, a los que el Señor explicaba especialmente sus parábolas y a los que había dado el poder hasta de resucitar a los muertos, a los que había conducido y elevado a un grado tal de virtud que todo lo dejaron por seguirlo, no tuvieron la fuerza de sufrirlo todo antes del don del Espíritu Santo, ¿ cómo el pueblo judío, que estaba sin inteligencia, que no tenía esta virtud, que no era más que el testigo ocasional de los hechos y de las palabras de Cristo, cómo este pueblo no habría mirado a Jesús como al enemigo de Dios, si el Señor no hubiera procedido para con Él con tanta discreción y prudencia?" (8).

Ahora bien : para hacer posible a los hombres la aceptación verdaderamente libre de su verdad, Cristo debía "humanizarla", es decir, hacerla asimilable para los "hombres de buena voluntad". Esto es lo que hizo. Y sin embargo la mayor parte con frecuencia lo comprendieron mal. El sufrió por ello (Marc. VIII, 17-18). Sea lo que fuere lo que pueda parecer a la primera consideración, esta incomprensión no debe extrañar. Para dejarse transformar interiormente, para dejarse formar el alma entre sus manos, era necesario venir a Él lleno de buena voluntad y con un corazón preparado para comprender la verdad. Este no era el caso de todos. Aun respecto de los discípulos, Cristo debía mostrar una gran paciencia, hasta el momento en que el Espíritu Santo hubiese acabado su transformación interior. Desde que la transformación del alma era la exigencia y el fruto de su verdad, Él no la revelaba como un sistema cerrado, sino que la sembraba con palabras vivas en los corazones humanos que se abrían para recibirla. "La dulce luz" de la verdad debía encenderse poco a poco entre ellos, por la lenta penetración de una vida de intimidad con Él. "Sobrecogidos" por el amor que le profesaban, debían entrever y comprender dentro de sí mismos lo que Él era por dentro.

Para prepararlos a ello lentamente, con tenacidad, Cristo formó a los suyos, porque sólo los "hijos de Dios" pueden conocer al Hijo de Dios. Basta recorrer el capítulo VI del Evangelio de San Mateo para ver que todo el esfuerzo de Cristo tiende a hacer nacer en sus discípulos una confianza siempre más filial para con su Padre del cielo. El mismo aparece como el más perfecto modelo de esta vida íntima con Dios, de la que traza el programa e indica los caminos que conducen a ella. "Yo no estoy solo, conmigo está mi Padre" (Jo. VIII, 16) ; "mi alimento consiste en hacer la voluntad de Aquél que me ha enviado" (Jo. IV, 34). Esta vida de Cristo, tal como la revela en el círculo de sus discípulos más íntimos, aparece sobre todo en el evangelio de San Juan; pero el ideal al que convida a todos sus discípulos se halla ya formulado desde sus primeras predicaciones: todos deben llegar a ser "hijos del Padre Celestial" (Mat. V, 45). este sentimiento de la paternidad divina debe ser en ellos tan vivo, que no deberán dar más el nombre de Padre al que lo sea aquí abajo, "porque para vosotros no hay más que un solo Padre, el de los cielos" (Mat. XXIII, 9). Todo esto está admirablemente expresado en el "Padre Nuestro" que Él les enseña y que será llamado para siempre oración dominical, la "oración del Señor".

Pero si Jesús, por la enseñanza y el ejemplo, incita a los suyos a tender sin cesar hacia este ideal, hace sin embargo siempre una distinción muy clara entre su filiación divina y la de ellos. El dice: mi Padre y vuestro Padre. "Así os tratará mi Padre si cada uno de vosotros no perdona desde el fondo del corazón a su hermano" (Mat. XVIII, 35). O bien: "He aquí que voy a enviar sobre vosotros lo que ha sido prometido por mi Padre" (Luc. XXIV, 49) ; o también: "Yo os confiero la dignidad real como mi Padre me la ha conferido a mí" (Luc. XXII, 29). Estas últimas palabras revelan el gran misterio del cristianismo: la situación única de Cristo y su grandeza sobre-humana. El es el mediador, no porque esté a igual distancia de los dos términos, el hombre y Dios, sino porque los une en su Persona, al ser verdadero Dios y verdadero hombre (9). Todo esto determina la forma particular que adquiere el anuncio de su verdad, de su "misterio real" (Tob. XII, 7), y también el modo con que la descubre.

La forma del anuncio en primer lugar. No hace violencia a sus oyentes, sino que los convida a prestar libremente su concurso. La mayor parte del tiempo se trata de símbolos y sentencias muy simples. A veces, en lugar de dar Él mismo la explicación o la respuesta, Cristo se limita a proponer una cuestión que pide la respuesta, en los labios de sus oyentes. Pero la mayoría de las veces habla a las turbas "en parábolas, y sin parábolas no les hablaba" (Mat. XIII. 34). En Oriente la parábola es el método de enseñanza más preferido y más popular. En los labios de Cristo ella tiene un sentido más profundo aún. Expresa la verdad, no bajo una forma acabada, sino que la revela en imágenes. Este método respondía bien al fin que Cristo se había propuesto. Respetaba así la libertad de sus oyentes, y provocándoles más y más preguntas, les daba ocasión de aplicar personalmente su atención al verdadero problema de la vida. Así el conocimiento de lo que es Dios y de lo que es el hombre era por eso el resultado de un esfuerzo independiente y personal.

"Era un profeta poderoso en obras y en palabras" (Luc. XXIV, 19), y "enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas" (Marc. I, 22). Sí, habló como un profeta y sin embargo en forma muy diferente. Si sus palabras son asequibles y comprensibles para los simples, resultan a pesar de todo inagotables para las inteligencias más doctas. "Jesucristo, ha escrito Pascal, dijo las cosas grandes de modo tan simple, que parece que no las hubiera pensado, y con tanta claridad, sin embargo, que se ve bien lo que pensaba de ellas. Esta claridad unida a esta ingenuidad es admirable" (10). No es únicamente la razón que habla a la razón, sino además el corazón que habla al corazón. El Señor quiere, en efecto, transformar en sí el todo del hombre, su razón y su corazón.

Lo que vale para la enseñanza vale también para las obras de Cristo. Ellas revelan su paz divino-humana, su claridad, su seguridad. Porque sus actos no son otra cosa que su enseñanza en forma visible, las señales precursoras del reino que él anuncia. "Son el reino de Dios en actos" (11). Enseñanza y actos no constituyen más que un todo indivisible. "Ellos tienen un lenguaje para quien sabe entenderlos, observa San Agustín. Porque siendo el mismo Cristo el Verbo de Dios, sus acciones son también para nosotros Verbo y palabra" (12).

La curación del ciego de nacimiento (Jo. IX, 1-41), ¿no es una señal de que Cristo es la luz del mundo? Como tal se anuncia (Jo. VIII, 12) y como tal obra. La resurrección de Lázaro ¿no revela su poder sobre la vida? "Yo soy la resurrección y la vida" (Jo. XI, 25). En verdad cada milagro, las expulsiones de demonios, la pesca milagrosa, la curación de la hemorroísa ofrecen igualmente un significado profundo. Además, el fin principal de los milagros de Jesús es probar la autenticidad de su misión y de su divinidad: "Para que vosotros sepáis que el Hijo del hombre tiene en la tierra el poder de perdonar los pecados", dijo al paralítico: "Yo te lo ordeno: levántate, toma tu lecho y vuelve a tu casa". Y el enfermo se levantó, tomó en seguida su lecho y salió delante de todo el mundo" (Marc. II, 11-12). Por lo demás, todos reconocían este fin esencial de los milagros: amigos y enemigos, judíos y paganos, el pueblo y los doctores. "Desde que el mundo existe jamás se oyó decir que nadie haya abierto los ojos de un ciego de nacimiento. Si éste no fuera Dios, no podría hacer esto", dijo el mismo beneficiado con el milagro, que era un hijo del pueblo (Jo. IX, 32-33). El mismo testimonio cae de los labios del fariseo Nicodemo (Jo. III, 2), del oficial del rey en Cafarnaúm (Jo. IV, 53), del centurión en el Calvario (Luc. XXIII, 47).

Sin embargo el mismo Cristo, cuya vida pública toda no es más que una "floración de milagros", se negó constantemente a realizar milagros que no hubieran hecho otra cosa que atestar una noción carnal o terrena del reino de Dios (Mat. XlI, 39). Nada de milagros tampoco que no fuesen proporcionados al estado de espíritu de sus oyentes. San Gregorio el Grande lo expresa perfectamente en su Homilía sobre los Discípulos de Emaús (Luc. XXIV, 13-25) : "El Señor reprodujo en lo exterior lo que pasaba en el fondo de sus corazones... En el fondo de sus corazones ellos amaban y al mismo tiempo dudaban; por esto Él se les apareció sin descubrir quién era... Se apareció a los que hablaban de Él ; se ocultó a los que dudaban de Él... Porque la verdad, que es simple, no obra jamás en el equívoco. Se revela por defuera tal como ellos la poseían en el fondo de su corazón" (13). Hasta tal punto que en Nazareth, donde no halló fe, "no pudo hacer sino pocos milagros" (Marc. VI, 5). "Palabras admirables del Evangelista, escribe L. de Grandmaison ; tanto más cuanto que no han sido buscadas y nos revelan hasta el fondo la cualidad espiritual y religiosa del poder taumatúrgico de Jesús... El Salvador no impone más la fuerza bienhechora que cura que la luz que salva" (14).

Los milagros de Cristo son signos de realidades más altas, espirituales, eternas; son obras de luz y de bondad. Pero al mismo tiempo son obras de poder, y así inauguran el establecimiento del reino de Dios. Los espíritus malignos son expulsados, las consecuencias del pecado original son vencidas. El mal bajo todas sus formas es obligado a retroceder. La dominación bienhechora y pacífica que el hombre ejercía antes de la caída, reaparece de pronto como los fulgores de la aurora, prenda del nuevo día en que el alma y el cuerpo renovados no vivirán más que para Dios (15).

Sin embargo, aunque "las turbas hayan estado admiradas por su enseñanza" (Mat. VII, 28), no se encontraron muchos en ellas que lo siguieran. Y mientras miles de hombres no veían en sus milagros más que beneficios de orden material, descuidaban totalmente la fe, el don especial que les era ofrecido a través de sus milagros. La curación de algunas enfermedades terrenas era para ellos lo esencial. Los demás, sus discípulos, testigos diarios de su vida y cuyas almas estaban va preparadas, podían reconocer mejor el verdadero sentido de sus milagros. Ellos se postraban a sus pies diciendo: "Tú eres verdaderamente el Hijo de Dios" (Mat. XIV, 33). Los primeros, sin embargo, los que no veían, llevan en sí mismos, según las palabras del Salvador, el pecado de su ceguera. Son aquéllos que "no cumplen la voluntad del Padre celestial", es decir, aquellos a quienes el Padre no "atrae" (Jo. VI, 44) para que sigan al Hijo.

Esta aparente paradoja se explica por el hecho de que la inteligencia de las palabras de Cristo y el reconocimiento de sus obras, "que traspasan la carne y penetran hasta el espíritu", no pueden ser concedidas más que a los hombres de buena voluntad. No es la razón el ojo de la fe, sino "la santidad, la fidelidad al deber y el amor" (16). En otros términos, la fe no es solamente actitud bienaventurada, sino también práctica, acción y victoria de sí mismo (Guardini) (17). Porque el "Verbo de Vida" une a su acción exterior la palabra interior que, simultáneamente, él "dice" en las profundidades del alma, y que da a esta alma "ojos nuevos", los "ojos de la fe" (S. Juan Crisóstomo) (18), es decir, el conocimiento salvífico de la verdad sobrenatural (I Jo. V, 20), "la gracia de comprender todo el alcance de lo que pasa ante los ojos del cuerpo" (S. Justino) (19), el todo en la medida en que el espíritu es capaz de recibirlo (Luc. I, 53).

Por esto los incrédulos, los judíos, son inexcusables (Jo. XV, 22) de no "poder llegar a la fe" (Jo. XII. 39). Les falta "interiormente un designio de aceptar la claridad deseada, un sentido preparado para juzgar la divinidad del Verbo oído" (20), brevemente: les falta la aptitud indispensable, el amor de Dios. Cuanto más vive este amor en el alma, más fácilmente puede el alma, sirviéndose del menor signo, descubrir el verdadero sentido. La voz del Buen Pastor no puede ser oída si no se es de su rebaño (Jo. VI, 28). El odio es una traba para el conocimiento : él ciega y, si la ignorancia sostiene y alimenta el odio (Jo. XV, 21, 24, 26), es el amor el que da ojos. Los apóstoles, dice Orígenes (21), han "comprendido la Palabra, no sólo porque han contemplado el cuerpo del Señor y Salvador, sino porque al mismo tiempo veían también al Verbo de Dios". En cuanto a los otros, fueron condenados a la perdición por no haber "abierto su corazón al amor de la verdad" (II Tes. II, 10). Pascal ha resumido estas ideas con su claridad habitual: "Jesucristo vino a cegar a los que veían claro, y a dar la vista a los ciegos, a curar a los enfermos y a dejar morir a los sanos, a exhortar a la penitencia y justificar a los pecadores, y a dejar a los justos en sus pecados, a saciar a los indigentes y a dejar vacíos a los ricos" (22).

El cuadro en el cual Cristo presenta su verdad no es menos rico que la pintura de la vida que contiene: la de los judíos palestinenses, sus contemporáneos. "Duelo y lágrimas, risa y alegría, riqueza e indigencia, hambre y ,sed, salud y enfermedad, juegos infantiles. y política, espíritu de lucro y de despilfarro, retiros, posadas y retornos al país, bodas y funerales, palacios de los vivos y sepulcros de los muertos, el sembrador y el segador en los campos, el viñatero en medio de sus plantas, los obreros desocupados en las plazas, el pastor que busca su oveja en el valle, el mercader de perlas en el mar, y en la casa, los cuidados del ama por la harina y la levadura, por una dracma perdida, el llanto de la viuda ante el mal humor del funcionario, el pan cotidiano y la escasez, las relaciones intelectuales entre maestro v alumno, aquí el lustre real y el despotismo de los poderosos, allí la inocencia de los niños y la diligencia de los servidores ; todos estos cuadros animan sus palabras y las hacen accesibles aun a los niños en espíritu" (23).

Lo propio sucede con los milagros. Cristo los realiza en el agua y en la tierra, sobre la naturaleza inanimada y sobre los espíritus. Él mismo dice a los enviados de Juan Bautista: "Id y referid a Juan lo que vosotros oís y veis : los ciegos ven, los rengos caminan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan. . . Feliz aquél para quien yo no seré una ocasión de caída" (Mat. XI, 11: 2-6) .

¿Cómo agotar el contenido de la predicación profética del Señor? Toda exposición será fatalmente incompleta, porque no es dado a los hombres penetrar todo el sentido de las palabras del Hombre-Dios aunque deban conformar con Él toda su vida. El objeto de su predicación es Él mismo, y Schelling tiene razón cuando dice: "No es lo que Cristo dijo lo que forma el contenido principal del cristianismo, sino más bien lo que Él es y lo que hizo" (24). La verdadera revelación que Él trajo es Él mismo (Jo. XIV, 9-10). Él mismo es el gran milagro que hay que admitir y hay que creer (Jo. VI, 29-40). Él es el "objeto de todo y el centro al que todo tiende. El que lo conoce, conoce la razón de todas las cosas. No solamente no conocemos a Dios sino por Jesucristo, sino que no nos conocemos a nosotros mismos sino por Jesucristo" (Pascal) (25).

Basta recorrer el Evangelio para convencerse de que el único misterio que Jesucristo ha anunciado es Él mismo. Así esperar el fin del mundo es esperar su retorno, su presencia. El es el Misterio que quiere hacernos conocer el misterio más sublime y más profundo, su Padre. Porque "nadie conoce al Padre si no es el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelarlo" (Mat. XI, 27). Conocer a Jesús es conocer a Dios.

"Si el cristianismo es un camino, Jesús no es sólo el iniciador, sino también el término. Si el cristianismo es un misterio, Jesús es su objeto y no sólo su depositario. La moral que Él enseña vuelve a decir: Imitadme. El secreto que Él revela consiste en decir: Esperadme" (26). El que se niega a conocer a Cristo como principio y fin, como contenido y sentido del Evangelio, y trata de podar el libro de vida para no conservar, como si fuera el verdadero núcleo del cristianismo, más que la "ética" del sermón de la montaña, ése tal no podrá tampoco comprender en qué consiste la "Buena Nueva del Reino". No será un "llamado de Dios" (Mat. XXII, 14).

Las primeras palabras de la salvación son : "Se ha cumplido el tiempo, el reino de Dios está cerca. Arrepentíos y creed en la buena nueva" (Marc. I, 15). El reino de Dios es el Espíritu Santo que une en el Hombre-Dios lo divino y lo humano. Es la misma Encarnación, que opera con su fuerza en la vida personal de cada individuo, en el mundo, en la historia, en la vida futura. "El reino de Dios es Jesús conocido, gustado, poseído" (27). En ninguna parte se lo ve levantarse, pero viene revestido de eficacia (compréndalo el que pueda), y los primeros en aspirar a él son los publicanos y las mujeres de mala vida (Mat. XXI, 31). Es "Dios mismo con toda su riqueza" (28). Este hecho es el foco y el centro del Evangelio. Es la idea fundamental a partir de la cual se desarrolla todo lo demás, es el corazón de toda la enseñanza moral de la religión, el hilo conductor de la vida humana en Dios y para Dios.

El advenimiento del reino de Dios en la Encarnación condiciona el mandato conciso que resume todos los demás: "Buscad ante todo el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura" (Mat. VI, 33). Dios ha venido muy cerca de los hombres. Se ha manifestado a ellos en la persona de Cristo. En Cristo les ha sido revelado cómo Dios está dispuesto para con ellos y cómo ama al mundo en el sentido pleno de la palabra (29).

Así era posible proponer como meta final un mandamiento más sublime aún y que extiende sus límites hasta el infinito: "Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mat. V, 48). En adelante el hombre deberá imitar a Dios, es decir, realizar la acción divina por excelencia, el don de sí. Deberá amar a Dios no pasivamente, sino activamente, como lo ama Dios mismo. Este mandamiento nos urge violentamente por dentro de nosotros mismos, y no como un poder extraño al cual uno podría escapar, o como un orden exterior que hubiera podido no ser. Esta es una revelación de nuestra nueva creación que nos transporta a las profundidades de nuestro ser transformado por la gracia, una ley interior de la vida de una criatura espiritual creada a imagen de Dios y llamada a su amor. Este mandamiento es vida de felicidad; fuera de él no hay más que muerte, sufrimiento, vacío y nada.

La violencia exterior cede el sitio a la obligación que se impone a la conciencia de seguir a Cristo, de oír su llamado. Esta obligación se deja oír en todo corazón humano y lo convida, por la bondad (le Dios, a tomar parte en la vida y en la muerte de su Hijo, a fin de que en unión con Él podamos libertarnos a nosotros mismos y libertar a los demás. Esta liberación no consiste en nada menos que en reconocernos con Él, en querernos con Él hijos de Dios, en comportarnos como tales. Nuestra imperfección Dios la quiere transformar, por Cristo, en su perfección. El llamado de Cristo en nosotros es precisamente el llamado a esta transformación. Así aparece que el acto del don de sí, es decir, la caridad, se basta a sí misma, como quiera que es su propia recompensa. No es, pues, solamente beatificante, sino que es la beatitud. Por la caridad la vida eterna comienza aquí abajo. Es una anticipación del cielo. En efecto, el cielo, como también el infierno, no son más que la realización plena de dos estados. El de un alma manchada con un pecado grave es el infierno, mientras que para el que vive en Dios el cielo no será otra cosa que el estado de la vida de la gracia, pero de otra manera. Tal es el cristianismo, la única religión en el mundo que permite al hombre hacer la prueba de una experiencia vital que lo supera y realiza lo que le promete. Promete en lo interior el reino de Dios, el Espíritu Santo en el corazón de los fieles, y el reino de Dios viene verdaderamente al corazón del que lo busca, y el Espíritu Santo hace su morada en el alma dispuesta a recibirlo.

Un torrente de vida que tiene su fuente en la eternidad viene a derramarse sobre nuestro corazón. No debemos tratar de desviarlo ni dejarlo pasar. Tenemos que arrojarnos a él resueltamente a fin de que, arrastrados por sus olas y empujados por su corriente, podamos llegar a la eternidad.

Si nada es más grande ni más noble que el don de sí, no es menos verdadero que para el yo que se busca egoístamente, este don es siempre un signo de contradicción. Nada extraño, pues, si para un tal "yo" la verdad del sermón de la montaña se presenta como una serie de afirmaciones paradojales.

"¡ Bienaventurados los pobres de espíritu, porque 'de ellos es el reino de los cielos! ¡ Bienaventurados los que tienen el corazón puro, porque ellos verán a Dios!" (Mat. V, 3-8). "Los pobres de espíritu" no son en modo alguno los hombres de menos valer, los espíritus pobres, sino los que reconocen animosamente y honestamente su indigencia, su debilidad, su culpabilidad. En otros términos, todos aquellos que son lo contrarío de los "saciados" de todo género, satisfechos con su mediocridad burguesa, confiados en sí mismos, y de los que está escrito: "Tú dices: Yo soy rico, he adquirido grandes bienes, no tengo necesidad de nada. Y no sabes que eres miserable, pobre, ciego y desnudo" (Apoc. III, 17). "Pobre planta", "Pobre humus", como los llama Nietzsche, mientras que los otros, "los pobres de espíritu", son semejantes, según Pascal, a "pensamientos llenos de Dios".

Y cuando Cristo proclama "bienaventurados a los "puros de corazón", cuando exige de los hombres la pureza de corazón para que vean a Dios, lo exige no como una condición, sino porque la pureza de corazón representa, como tal, un bien que no es otra cosa que la unión con Dios. En verdad nada cuenta en comparación de este bien.

"Bienaventurados los que son mansos... Bienaventurados los pacíficos. Ellos serán llamados hijos de Dios" (Mat. V, 5, 9). La mansedumbre, no la que resulta de la pusilanimidad y de la cobardía, sino la que es el fruto del amor. Cuando el alma, renunciando a toda violencia, está unida a Dios en el fondo de su ser, el amor le hace el don de esta paciencia que no podrá turbar jamás ningún corazón malo. La maldad del hombre no dura más que una vida. El amor del hombre manso es eterno, porque a su contacto muchos otros corazones se abrasarán, también ellos, de amor.

"Bienaventurados los que lloran... Ellos serán consolados... Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia" (Mat. V, 4, 6, 7). Estas tres bienaventuranzas van juntas. Ellas proclaman que el renunciamiento perfecto es el fundamento de la verdadera posesión de todas las cosas. El que derrama lágrimas, no por desesperación, cólera o rebelión, sino porque ve la grandeza del mal que arrasa la tierra, de ese mal que hace tiempo hizo llorar a Jesús ante Jerusalén (Luc. XIX, 41), ése sentirá que en la unión con el corazón de Cristo salta en él una fuente de paz que derramará en su corazón un consuelo divino, sin evitarle por ello el sentimiento de la tristeza humana. Existe un hambre de la justicia que se sacia con amenazas y rebeliones. Pero hay también otra que no se satisface ni con el éxito ni con la venganza, porque saca su fuerza de este amor que Dios da al mundo en su voluntad redentora. Esta hambre es la que Jesús conoció. Ella lo impulsó a obrar y ella lo clavó en la cruz. El hombre que sabe perdonar, que sabe olvidarse a sí mismo hasta el punto de ser capaz de perdonar "setenta veces siete" (Mat. XVIII, 22), de perdonar sin cesar, el que sabe también soportarse misericordiosamente a sí mismo, ése experimentará el perdón de Dios.

"Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia. Felices seréis cuando os insulten, cuando se os persiga y cuando digan falsamente toda suerte de males contra vosotros por causa de mí" (Mat. V, 10-12). Esta última bienaventuranza, que corona todas las precedentes, se da muchas veces, podríamos decir, como suplemento a las almas que viven ya las otras bienaventuranzas. En efecto, el "saciado" no cesa de mirar con hostilidad al "pobre de espíritu" que, con solo su rostro y su actitud, lo condena. El violento desprecia al manso. Los que quieren gozar de la vida no tienen más que miradas de horror para los que no veneran a sus ídolos... Y Jesús mismo fue clavado en la cruz. Porque la cruz es, sin duda alguna, la recompensa austera, inevitable, del sermón de la montaña.

San Pablo podía justamente escribir que el cristianismo era "un tema de escándalo para los judíos y una locura para los gentiles" (I Cor. I, 23). "El cristianismo es extraño, dice a su vez Pascal, ordena al hombre reconocer que él es vil y hasta abominable, y le manda querer ser semejante a Dios. Sin un tal contrapeso esta elevación lo haría horriblemente vano o este rebajamiento lo convertiría en terriblemente abyecto" (30).

En efecto, se puede decir al menos que todo hombre, en lo más íntimo de su ser se siente interiormente impulsado a superarse a sí mismo, a ascender siempre más. Pero nadie puede llegar a ello sin Cristo. Esto no significa en modo alguno que el que quiere vivir la vida de la caridad deba renunciar a todas las cosas de este mundo. Sin duda Cristo proclama que es inútil ganar todo el mundo, si el alma ha de padecer daño por ello ; sin embargo siempre se mostró lleno de comprensión y de simpatía para todo lo que es viviente. Como él, nosotros podernos en su espíritu y según sus intenciones, participar de la vida de este mundo. Nuestra esperanza, nuestros esfuerzos, nuestra animosidad no serán inferiores a los esfuerzos, a la animosidad de los que ven en este mundo su fin último: sólo que tendrán diverso carácter. Con la mirada siempre fija sobre lo que tiene más valor que este mundo, nosotros nos daremos a la vida, no bajo el impulso de la pasión, sino por espíritu de obligación. Los bienes de este mundo no serán inexistentes a nuestros ojos, sino que guardarán su verdadero sitio de bienes relativos y estarán en el último plano de nuestras preocupaciones. "Buscad el Reino... y todo lo demás se os dará por añadidura" (Luc. XII, 31). Así las cosas llenarán su verdadero fin, que no es el de dominar al hombre, sino el de servirle. Esto no es huir del mundo, es vencerlo, es transfigurarlo. "Tenernos que ayudar a la naturaleza para que ella pase de la corrupción a esta liberación que es la libertad y la gloria de los hijos de Dios, parecida a un espejo terso y a este Verbo que expresa claramente lo que ve... Para que la criatura pase por fin a su Creador" (Paul Claudel) (31).

El sermón de la montaña es la "Carta Magna" del reino de Dios. Primero porque él es en sí el ideal y el modelo de la vida cristiana, y también porque Jesús no cesa de compararlo a la legislación del Antiguo Testamento, que debe llevar hasta su perfección: 'Habéis oído que se dijo a Abrahán... Y yo os digo"... (Mat. V, 21, 22, 27, 28, 33, 34, 38, 39). Es, bajo forma de ley, el Evangelio mismo, la Buena Nueva.

En su explicación de este capítulo san Juan Crisóstomo, que es, entre todos los Padres, uno de los comentadores más penetrantes del Evangelio, atrae nuestra atención sobre el carácter normativo de la enseñanza del Salvador : "Mira cómo su poder es perfecto, cómo su actitud es verdaderamente la de un legislador. ¿ Qué profeta ha hablado en este tono?, ¿qué justo?, ¿qué patriarca? Ninguno. Se decía: "Así habla el Señor". El Hijo habla en forma muy diferente. Los otros traían el mensaje del Señor, El trae el mensaje del Padre. Y cuando yo digo: del Padre, digo también: el suyo propio. Porque El mismo lo dice: lo que es Mío es Tuyo, y lo que es Tuyo es Mío. Los otros proclamaban la Ley a los que, como ellos, eran servidores de Dios. El mandaba a sus propios súbditos (32).

Y sin embargo el mismo Cristo dijo: "No creáis que yo he venido para abolir (katalysai) la Ley o los Profetas. No he venido para abolirlos sino para perfeccionarlos (plerosai)" (Mat. V, 17-18). Esta contradicción no es más que aparente. Por lo que se refiere a los profetas, las palabras de Cristo quieren decir que todo lo que ha sido predicho por ellos se realizó luego en El (Mat. I, 22; II, 15, 17, 23; VIII, 17; XII, 17-21). En cuanto al cumplimiento de la ley moral del Antiguo Testamento, ha sido igualmente asegurado por Cristo. Primero porque de hecho Cristo cumplió las exigencias de esa ley; y luego porque reveló el sentido profundo de esas prescripciones morales, elevando así la Ley de la "letra" a religión del espíritu (II Cor. III, 6).

Al cumplir así la Ley y los Profetas, Jesucristo puso fin al Antiguo Testamento, es decir, lo hizo superfluo. La Ley, en efecto, ¿no es ante todo una ley de justicia que, como virtud, es el último límite antes del dominio de la caridad? (M. Blondel). Cuando la caridad es llamada a reinar, este límite, porque es límite, está llamado a desaparecer. "Allí donde ya no hay más tiempo, es la perfección de los tiempos. El día está cumplido cuando ya no hay más día" (S. Agustín) (33).

En el pensamiento del Salvador la "Buena Nueva" debía sustituir a la Ley, no aboliéndola, sino cumpliéndola. Debía absorber todo lo que en esta Ley era defintivo y durable, "todos sus fundamentos naturales y divinos" (34), y perfeccionar todo lo que ella tenía de imperfecto.

De las leyes que no entrañaban más que una significación temporal se puede decir lo que dice Pascal cuando distingue "la doctrina de los judíos" de "la doctrina de la Ley de los judíos" (35). Esta última no prescribía más que adorar y amar a un solo Dios. Por eso poseía todas las notas de la verdadera religión, y era, por consiguiente, perpetua. La doctrina de los judíos, por el contrario, no contenía este precepto, y por esto, según las palabras del mismo Cristo, ella perdió su valor con el anuncio de la "Buena Nueva". "Hasta Juan estaba la ley de los profetas; después de él ha sido anunciado el Reino de Dios" (Luc. XVI, 16). Orígenes lo ha expresado muy bien en su comentario sobre el Evangelio de san Mateo : "La lámpara es preciosa para aquéllos que están en las tinieblas, y sirve de algo hasta que nace el sol. Preciosa es también la gloria que está sobre el rostro de Moisés. Y al principio nosotros tuvimos necesidad de esta gloria. Pero ella recibe su licencia ante una gloria superior... Lo mismo que, en efecto, todo el que quiere ser sabio, debe ser instruido primero en los rudimentos y progresar luego poco a poco sin quedarse sin embargo en ellos... así las cosas de la Ley y de los Profetas perfectamente comprendidas son rudimentos para la inteligencia del Evangelio (36).

Sin embargo, como Cristo tenía siempre ante la vista lo concreto, no quiso —en lo cual se distingue también de los reformadores de todos los tiempos— herir la susceptibilidad de sus oyentes, ni violentar sus conciencias. Su primer cuidado era garantizar el bien de las almas, "curar los corazones despedazados" (Luc. IV, 18), no apagar nunca "la mecha que todavía humea" (Mat. XII, 20). Había venido para dar a los hombres una vida nueva; por eso aprovecha los débiles gérmenes en las almas y no destruye de un golpe las costumbres y los hábitos antiguos. Y hasta, en cierta medida, los protege con su autoridad.

Así la Ley, produciendo sus frutos, podrá morir por sí misma. Porque, aunque ya hubiese aparecido una vida nueva, aun corría ella silenciosamente. Más tarde, cuando venga el Espíritu Santo y cuando Jesús haya sido glorificado (Jo. VII, 39), las olas harán irrupción. Pero primero Cristo debía morir para merecer la gracia que da a los hombres el deseo y la fuerza de seguir la Ley nueva. Sólo entonces, con el triunfo de su victoria, irá definitivamente a suspender como un trofeo la Ley antigua en el árbol de su cruz (37) (Col. II, 14).

Nada tan hermoso como las palabras de San Pablo acerca de este punto: "Nosotros sabemos, escribe, que el hombre no es justificado por las obras de la Ley, sino por la fe en Jesucristo... La Ley fue nuestro pedagogo para conducirnos a Cristo... Una vez que hubo venido la fe, no estamos más bajo el pedagogo... Por la inmolación de su carne abrogó la lev de las ordenanzas con sus rigurosas prescripciones... Si la justificación se obtiene por la Ley, Cristo murió, pues, para nada. El fin de la Ley es Cristo" (Cál. II, 16; III, 24; Efes. XXI, 15; Gál. II, 21; Rom. X, 4).

No, el cristianismo no es en absoluto lo que algunos pretenden: el fruto y la consecuencia del desenvolvimiento espiritual del judaísmo en la "Diáspora". De la enseñanza, de la vida, de la muerte de jesucristo ha salido todo el cristianismo (38). Porque la enseñanza moral cristiana, el cristianismo, son inseparables de la persona de Cristo, exactamente como el Verbo eterno es inseparable del Salvador (Mat. XXV, 31-46). Cristo no vino para darnos solamente lecciones de moralidad, ni para abrir una escuela de virtud, ni siquiera para proclamar los consejos evangélicos, promulgar sanciones e incitarnos a vivir bien. Vino para renovar todo y penetrar todo con su espíritu, para dar a cada cosa su ser y su verdadero valor y para reducir todas las cosas al principio luminoso de donde provienen todas las cosas (39).

La fe que el Evangelio espera de nosotros, una fe dogmática, incondicional, en la Persona de Cristo, Hijo de Dios Encarnado, es decir, la fe en la realidad de la unión hipostática, tal como se expresa en la obra de la Redención. "Si no hago las obras de mi Padre, no me creéis. Pero si las hago, aun cuando no queréis creerme, creed en mis obras, y así sabréis y reconoceréis que el Padre está en Mí y Yo estoy en el Padre". (Jo. X, 37, 38). El que cree en el Hijo "no será condenado; pero el que no cree ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios" (Jo. III, 18).

Estas palabras resumen todo. Una tal fe no es solamente el objeto de un conocimiento especulativo; supera las fuerzas de toda facultad librada a sí misma. Siendo, como es, un encuentro efectivo con una personalidad viviente y divina, Cristo, ella exige todo del hombre. "La conciencia de una relación entre la personalidad viviente divina y la personalidad humana, sirve de fundamento a la fe... Por eso ella es un verdadero acontecimiento de la vida interior, por el cual el hombre entra en comunión esencial con las cosas divinas (el mundo superior, el cielo, Dios)" (40). Ella es "el comienzo de la vida divina en la tierra" (Jo. III, 36), su "aurora" (41). Su característica principal consiste en un esfuerzo que tiende a "reunir todas las partes separadas del alma en una sola fuerza, y en hallar ese centro interior del ser donde la razón y la voluntad, el sentimiento y la conciencia, la belleza y la verdad, lo maravilloso y el deseo, la justicia y la misericordia y todo lo que lleva el espíritu" (42) vienen a fundirse, bajo la influencia de la gracia, en tina sola unidad viviente, para restablecer en su indivisibilidad primera el yo humano herido por el pecado, hacerlo apto para darse a Dios y así producir su salvación.

La fe es, pues, en toda la fuerza del término, una vida, una vida que se enciende con la vida divina para arder con el fuego de esta vida. Si se quiere poseer la verdad por la fe, hay que arraigarse con todo el ser en esta verdad, y siempre más profundamente, hasta gtte se llegue "a la medida de la estatura perfecta de Cristo, en el conocimiento del Hijo de Dios en el estado de hombre hecho" (Efes. IV, 13). El acto de fe reclama el hombre todo entero, y esto durante toda la vida terrena. Lo cual ya significa que la fe es imposible sin deseo y sin comienzo de amor. "El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor" (I Jo. IV, 8). No se puede conocer a Dios, que es la plenitud del amor, "sin simpatizar en alguna forma con este amor" (43). "El amor es la condición preliminar de la fe, y por su parte la fe exige el amor que la madura; ella impulsa a realizar actos y por esto es llamada la raíz de las obras de caridad ; la sustancia de las obras es el amor; su forma y el fin de su intención es la fe" (Newman) (44). Esta es precisamente la razón de por qué la fe puede todavía existir allí donde la caridad, fuente de la fe, no existe ya formalmente.

Conviene advertir que amar no es experimentar en el corazón una sensación particular. Esta emoción no es más que un fenómeno reflejo, un "accidente" del amor. Amar es querer el bien de los otros, es irradiar para los demás lo mejor de sí mismo. Amar no es tomar para sí, es dar de sí. Lejos de cegar al que ama, un tal amor lo vuelve, por el contrario, clarividente en todas las cosas. "El concede al otro que sea él mismo, desea que lo llegue a ser. Esto es cabalmente lo que lo hace clarividente acerca de lo que es. "Yo creo en ti", esto sólo puede decirlo el que ama de una manera o de otra a aquél a quien habla" (45).
"El que tiene mis mandamientos y los guarda ése es el que me ama. Y el que me ama será amado de mi Padre, y yo lo amaré y me manifestaré a él" (Jo. XIV, 21) ¿Podría hablar Cristo más claramente? En verdad, si "se ha dicho que la vida de todo hombre era la metafísica en acto (46), de la vida de Cristo se puede decir que era el dogma en acto" (47). Por eso, para arrastrar a los hombres a la verdad y al bien, el Salvador ha querido antes que nada encender en su corazón el amor hacia Él. "He venido a traer el fuego a la tierra y ¡ cuánto hubiera deseado que ya estuviera encendido!" (Luc. XII, 49). Se sigue de aquí que el amor a Cristo es la piedra angular de toda la renovación del género humano: "El amor es la plenitud de la Ley" (Rom. XIII, 10). En cuanto a aquel "que no ama al Señor, ¡ que sea anatema !" (I Cor. XVI, 22).

Surge claramente de los cuatro Evangelios, sin hablar de las Epístolas de San Pablo y de San Juan, que el misterio de la persona de Cristo está en estrecha unión con el misterio de sus relaciones con nosotros (Jo. XVII, 3; XX, 31). Es justamente lo que desea Vladimiro Solovief, que Cristo, en quien habita corporalmente "toda la plenitud de la divinidad" (Col. III, 9), sea reproducido en todo y en todos: "Yo propongo a todos esta regla. Ella no engaña. En cada caso dudoso, cuando os es ofrecida la posibilidad de una elección, acordaos de Cristo, representaos su persona viviente, corno ella es verdaderamente, y preguntaos: ¿Realizaría Él esta acción? Confiadle todo el peso de vuestras dudas. El ha consentido de antemano en aceptar este peso con todos los demás. No para dejaros las manos libres a fin de perpetrar toda clase de abominaciones, sino para que, vueltos hacia Él, apoyados en Él, os abstengais del mal y seáis en ese caso de duda heraldos de su indudable verdad" (48).

Aunque esté escrito que "toda la Ley y los profetas" (Mat. XXII, 40) descansan sobre el gran mandamiento del amor, centro de gravedad de la moral cristiana, ya no se trata de un mandamiento del Antiguo Testamento, sino de un mandamiento nuevo (Jo. XIII, 34). Porque "nosotros debemos amarnos los unos a los otros porque Dios ha amado tanto que ha enviado a Su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados" (I Jo. IV, 10, 11). No hay más que pensar en tantas bellas y buenas acciones que se han realizado durante millares de años y que se realizan aún en nuestra tierra en el nombre de Jesús y "por amor a Jesús".

Así Él es el centro donde se juntan el cielo y la tierra, donde se realiza la unión de Dios y de los hombres. "El es la vida para los que viven y el perfume para los que respiran" (Nicolás Cabasilas, 1290-1371) (49). Para quien ha vivido esto, las palabras de Dostoiewski, por paradojales que sean, contienen un sentido profundo: "Si alguien probara que Cristo está fuera de la verdad, y si efectivamente la verdad estuviera fuera de Cristo, yo elegiría estar con Cristo y no con la verdad" (50).

Pero, después de San Juan y San Pablo, nadie ha escrito sobre Cristo de modo más bello y más seductor que Pascal: "En Él está toda nuestra virtud y toda nuestra felicidad. Él es el objeto de todo, el centro hacia donde todo tiende. Fuera de Él no hay más que vicio, miseria, errores, tinieblas, muerte, desesperación y no vemos más que oscuridad y confusión en la naturaleza de Dios y en la propia naturaleza" (51). ¿ Cómo no convenir, con Enrique Bremond en que con esas "divinas palabras" se harían los más bellos sermones del mundo? "Pascal ve a Cristo, le habla, lo oye como lo han visto, lo han oído y le han hablado Pedro, la Magdalena y los discípulos de Emaús. El puede decir con San Juan : "Quod vidimus... et manus nostrae contrectaverunt de Verbo vitae" (52).

¿ Es necesario hacer notar que todo esto que Jesús dijo y realizó, que todo su ser se hallaba en contradicción con el espíritu mundano y carnal de los judíos? "Mi palabra no penetra en vosotros. Yo os digo lo que he visto junto a mi Padre, y vosotros hacéis lo que habéis aprendido de vuestro padre. El padre de quien vosotros habéis nacido es el diablo, y vosotros queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Si Dios fuera vuestro padre, vosotros me amaríais, porque yo he salido y he venido de Dios" (Jo, VIII, 38, 41-44). El conflicto era inevitable y un día estalló abiertamente. En sus jefes y en sus grandes sacerdotes, el pueblo, en nombre de otros ideales, se apartó conscientemente de un Mesías, Hijo de Dios encarnado. No había comprendido ni el sentido de los sufrimientos del Mesías, ni la gloria que debía resultar de esos sufrimientos para él. Se lo había representado como un rey, un libertador del yugo romano, que conquistara el mundo bajo el signo del cetro judío. Aspiraba a un Mesías así, y se había aferrado obstinadamente a este sueño. "¿Qué vamos a hacer, pues este hombre hace muchos milagros? Si lo dejamos obrar así ¡ todo el mundo va a creer en él !" (Jo. XI, 48), es decir, no soñarán más con un Mesías que debe hacer del pueblo judío el dueño del mundo. Y bien: esto era lo único que importaba. "Y los romanos vendrán a conquistarnos, a nuestro lugar santo y a nuestra nación" (Jo. XI, 48). Entonces Caifás se levantó —era el gran sacerdote aquel año— y dijo: "Vosotros no entendéis nada de esto y no os dais cuenta de que es mejor para vosotros que muera un solo hombre por el pueblo y no que toda la nación perezca" (Jo. XI, 49-50). ¡Verdaderamente no podía haber hablado mejor! Pero él mismo no sabía el sentido misterioso de sus palabras, como tampoco Darío, Ciro, Alejandro, Pompeyo, Herodes o los romanos sabían que obraban y trabajaban para la gloria del Evangelio (Pascal).

Un día, luego de una discusión particularmente violenta con los fariseos que reclamaban de Él una señal en el cielo, Cristo, habiendo rehusado responder a sus deseos (Mat. XVI, 1-4), los dejó, y atravesando el mar, se dirigió con sus discípulos a Cesarea de Filipo. Y cuando caminaban por los alrededores de la ciudad, Jesús, juzgando que "los tiempos estaban cumplidos" y los corazones preparados, se volvió de pronto hacia los Doce y les preguntó inesperadamente: : "¿ Quién dicen que soy?. Sus respuestas fueron múltiples como las vacilaciones del pueblo. "Ellos le respondieron: "Juan Bautista; otros, Elías; otros, uno de los Profetas" (Marc. VIII, 27, 28). Pero el Maestro quería saber de ellos más. Por eso insistió: "Y vosotros..., ¿quién decís que soy?" Simón Pedro, tomando la palabra, le dijo: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mat. XVI, 16).

Este testimonio de Pedro marca la cumbre de la vida pública de Jesús. Sobre esta revelación sublime de su ser se va a edificar la Iglesia. En adelante la obra histórica de Dios entra en una nueva fase. La unión de lo divino y de lo humano, fin de la creación del mundo, se realizó hipostáticamente en la persona de Jesucristo, que es "Dios perfecto y hombre perfecto, verdadero Dios y verdadero hombre, que une en sí de manera perfecta, sin confusión ni división, las dos naturalezas" (53).

El Hombre-Dios quiere ahora unirse, con una unión perfecta y libre, a todo el género humano "sumido en el pecado y el error". Ahora bien : para ser real una tal unión debe descansar sobre la acción recíproca de los que se unen. La revelación de la verdad absoluta en el Hombre-Dios debe, pues, encontrar, de parte de la humanidad imperfecta, un acto de adhesión irrevocable que nos una a la naturaleza divina de Cristo. El Dios hecho hombre exige que este reconocimiento de parte de los hombres se haga por un acto libre. Mientras la omnipotencia divina no reclama de la purísima Virgen, para la realización del ser físico individual y humano de Jesucristo, más que un consentimiento benévolo, la edificación de la humanidad colectiva de Cristo, de su cuerpo universal, de su Iglesia, reclama a la vez menos y más. Menos, porque el fundamento humano de la Iglesia no tiene necesidad de ser representado por una persona absolutamente pura e inmaculada : no se trata aquí de una unión sustancial de dos naturalezas, es decir, de una unión hipostática. Pero si este nuevo lazo es menos profundo y menos íntimo que el precedente, exige, de parte de los hombres, más voluntad viril en su marcha hacia la revelación, y también más inteligencia viril, que dé una forma determinada a la verdad que acepta. Este nuevo lazo es más extenso, puesto que debe formar la base constitutiva de un ser colectivo. Una relación personal no basta: este lazo debe quedar perpetuado como una función social permanente.

Para formar la piedra fundamental de la Iglesia era necesario, pues, encontrar en la humanidad como tal, es decir, en cuanto organismo social, el punto de cohesión activa entre lo divino y lo humano. El acto decisivo debía ser el gesto personal de uno solo. Ni la masa del pueblo, ni el grupo de los discípulos, sino Simón, el hijo de Jonás debía ser el único que diera la respuesta. Respondió por todos, hablando en su propio nombre, sin interrogar a los otros ni aguardar su asentimiento. Cuando, antes que él, los apóstoles habían referido la opinión del pueblo, no expresando más que errores. Y si Simón Pedro no hubiera querido expresar más que el pensamiento de los otros discípulos, no habría dicho tal vez pura y simplemente la verdad. Pero siguió la inspiración del Espíritu Santo, hizo oír la voz de su conciencia. Y Jesús declaró solemnemente que ese movimiento, aunque enteramente personal, tenía su fuente en el Padre celestial: era a la vez un acto divino y humano, una verdadera conjunción entre Dios, el Ser absoluto, y el hombre, el sujeto relativo. El punto firme, la roca inquebrantable donde debía estar apoyada la operación divino-humana estaba encontrada. Un solo hombre que, con la asistencia de Dios, responde por todos y proclama oficialmente su fe, he aquí la piedra fundamental de la Iglesia universal. Y sólo en unión con este fundamento sobre el cual reposa podrá mantener la Iglesia la verdad. "Yo te lo digo: Tú eres Pedro (la roca) y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mat. XVI, 18) (54).

Pues bien, la sagrada Escritura nos dice: "Que Cristo habita por la fe en nuestros corazones" (Efes. III, 17). A la verdad, hubo ya en el pasado hombres que tuvieron la fe. A la verdad, los discípulos de Jesús vivían en estado de gracia, y después de años la fe habitaba, de una manera muy especial y viva, la "que es más venerable que los querubines y más espléndida que los serafines"; pero todo sucedía sólo en lo secreto de las almas. Y bien, he aquí que al presente este misterio "íntimo" se expresa por de fuera, este "misterio de Cristo... que desde el comienzo había estado escondido en Dios, el creador de todas las cosas" (Efes. III, 4, 9). En adelante no habitará ya sólo en lo secreto de las almas, sino que residirá en un organismo visible y vivo. Allí estará místicamente, es decir, espiritualmente, y también realmente, y de esta manera podrá continuar su obra. Verdaderamente "hay aquí un gran misterio", dice San Pablo, y precisa: "Lo digo por lo que se refiere a Cristo y a su Iglesia" (Efes. V, 32).

Si la confesión de Pedro es una cima, es también una línea que divide en dos vertientes la historia evangélica. Porque desde entonces Cristo comienza a vivir en los suyos una vida nueva, ya no necesita prolongar su presencia humana junto a ellos. Y puesto que desde entonces será todo para ellos en la Iglesia y en Pedro, es necesario que pase a esta Iglesia. Por esto puede ahora abandonar la escena exterior de la historia y penetrar allí donde brotan las fuentes de esta historia, dentro de la humanidad (55).

Se comprende de esto por qué todas las promesas que el Salvador hizo a Pedro, "la piedra del fundamento de los apóstoles" (56), terminan por el anuncio de su próxima partida : `Desde entonces Jesús comenzó a declarar a sus discípulos que era necesario que Él fuese a Jerusalén, que sufriese mucho de parte de los ancianos, de los grandes sacerdotes y de los escribas, que fuese llevado a la muerte" (Mat. XVI, 21). "Era necesario..." el Verbo encarnado, como Salvador, no puede decir, en efecto, más que una palabra: una palabra de adoración reparadora; el Dios hecho hombre no puede hacer más que un acto: la oblación sacerdotal de la humanidad; una sola imagen puebla su alma: la cruz; un solo movimiento anima su existencia : la marcha al Calvario; el drama de su vida —de toda su vida—, es el sacrificio donde se inmola" (57).

Mientras espera, Cristo no descubre todos los detalles de su pasión cercana: no dice nada de la flagelación, sobre todo nada de la cruz. Pero lo que predice es ya bastante terrible: será acorralado por los jefes del pueblo, que lo expulsarán de la comunidad nacional y religiosa y lo llevarán a la muerte. Pero para animar a sus discípulos añade en seguida: "El Hijo de Dios resucitará al tercer día" (Mat. XVI, 22). Una cosa es clara en todo caso para ellos: Jesús vino aquí abajo para morir. A partir de ese momento la predicción terrible se repite sin cesar (Marc. IX, 9, 12, 31; X, 31-34, 38, 45). No debemos saber, en efecto, nada de nadie sino de "Jesucristo y Jesucristo crucificado" (1 Cor. II, 2).

Hay más: puesto que Cristo viene a nosotros y viene para morir, esta vida que Él quiere implantar en nuestras almas será una vida de sufrimientos y de cruz. Su gracia vendrá a ennoblecer y a santificar todo esto, pero no a destruirlo. Por esta razón une Él tan estrechamente la predicción de su muerte y la exhortación al renunciamiento y al sacrificio. Y ésta es realmente la verdad: el destino del cuerpo místico está predicho como solidario del suyo (Mat. XVI, 24, 25; Marc. VIII, 34; Luc. IX, 23; Jo. XV, 2C; XVI, 1-3). Y por lo mismo es también evidente que nosotros participamos realmente de Cristo. Por eso la Iglesia oriental canta en las vísperas del lunes de Semana Santa : "Marchando voluntariamente delante de los sufrimientos el Señor decía en el camino a sus apóstoles: Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado, como está escrito de Él... Acompañémoslo también nosotros con una conciencia purificada. ¡Crucifiquemos, por amor a Él, nuestros deseos mundanos y muramos con Él para resucitar con Él !"

Algunos meses más tarde, cuando subían ya por última vez a Jerusalén, Jesús tomó aparte a los Doce para hablarles más claramente aúnque de costumbre de los sufrimientos muy cercanos que lo esperaban y que ya habían comenzado en su corazón. Esta vez les reveló por fin los detalles de su pasión. Nada falta allí: "El Hijo del hombre será condenado a muerte por los grandes sacerdotes y por los escribas, entregado por ellos a los gentiles, abofeteado, flagelado y crucificado." Se le escaparon las horribles palabras.

Pero, como siempre, Cristo añade: "Sin embargo el Hijo del hombre resucitará al tercer día" (Mat. XX, 19). Y como de costumbre, una vez más, sus discípulos no lo comprendieron aún: "Era un lenguaje oculto para ellos, y no sabían lo que Él quería decir" (Luc. XVIII, 34). Ellos lo seguían, presa del estupor y con el corazón lleno de temor. Les será necesaria la "derrota sangrienta" del Calvario para que aprendan a comprender los caminos de la Redención.

¡ Oh Señor Jesús, no permitas que los tuyos olviden jamás esta lección austera pero bienhechora!
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CAPITULO VI
Jesucristo, Doctor y Luz del mundo

  1. 6. 8. PG 25, 109.

  2. SAN IRENEiO, Adv. Haer. III, 18, 7. PG 7, 937. (8) Oral de Incarn. Verbi, 54, PG 25, 192.

  1. Sobre la conciencia de Cristo véanse las páginas sugestivas de E. MERSCH, S. J. (1890-1940) en La Théologie du corps mystique II, París, 1944, p. 78-96.

  2. Citado por O. KARRER en Meister Eckehart spricht, München, 1925, p. 88-89.

  3. Adv. Haer. III, 16, 4. PG 7, 923.

  4. Oratio Catech. XXXI. .'C. 45, 77; y De Orat. Dominica, Or. II. PG 44, 1137.

  5. Hom. ii Matth. XVI, 2. PG 57, 240.

  6. Cf. J. LEBRETON, S. J., Le Dieu vivant, París, 1924, p. 103 y sigu.

  7. Pensées, loc. cit., p. 699.

  8. L. DE GRANDMAISON, S. J., Jésus-Christ II, p. 366-368.

  9. In loh. XXIV, VI, 2. PL 35, 1593.

  10. Hom XXIII in Evangelia 1. PL 76, 1182.

!'4) L. DE GRANDMAISON, Jésus-Christ II, p. 334. (15) Cf. L. DE GRANDMAISON, O. Cit. 368.

(18) Cf. J. H. Card. NEWMAN, Discourses addressed to mixed Congregations, Disc. XIII, Myst. of Nature and of Grace (1849), Londres, 1919, p. 260-283.

  1. Das Gebet des Herrn, p. 43.

  2. In loh. Hom. I, 2; In cap. XLVIII Gen. Hom. LXVI, 3, PG 59, 27; 54, 570.

(19) Dial. cum Tryphon. 119. PG 6, 751; Cf. también HusY, L'Évangile de saint Marc, p. 93-95; y más en detalle Miracle et Lunmiére de gráce en Rech. de Science Re/. Vol. VII, París, 1918, p. 42, 48, 70; cf. aún SANTO TOMÁS DE AQUINO, In Ioh. c. 8,1.2, n. 1.

  1. M. BLONDEL, L'A.:tion, París, 1893, p. 398.

  2. Hom. in Luc. I, PG 13, 1804 (G. C. S. IX, 8).

  3. Pensées, p. 689.

  4. P. W. SCHMIDT, Geschichte lesu I, Tübingen, 1899; cf. en A. HARNACK, Das Wesen des Christentums, Berlín, 1908, notas.

  5. Philosophie der Mythologie und der Offunbarung, Abt. II, Bd. 3, Stuttgart, 1858, p. 196.

  6. Pensées, loc. cit., p. 572-580.

  7. P. RousSELOT, S. J., y J. HuBY, S. J., La Religión chrétienne, en Christus, op. cit., p. 992.

  8. GRANDMAISON, Jésus-Christ I, p. 388.

  9. ECKEHART, Schriften, Iena, 1934, p. 109.

  10. R. GUARDINI, Vom Leben des Glaubens, p. 96.

  11. Pensées, p. 568.

  12. Conversation dans le Loir-et-Cher, en Vigile, Cahier I, París, 1930, p. 106.

  13. Hom. in Matt. XVI, 5. PG 57, 245.

  14. Citado por ECKHART, Schrif ten, lena, 1934, p. 27.

  15. Palabras de Pío X en su Carta al Episcopado francés respecto del "Sillon", 25 de agosto de 1910.

  16. Pensées, p. 636.

 36 PG 13, 856-857 (Trad. de J. DANIÉLOU, S. J., Études, t. 258, París, 1948, p. 71).

  1. Cfr. J. LEBRETON, S. J., La vida y la enseñanza de Jesucristo, I, París, 1931, p. 201-210.

  2. Cfr. J. LEBRETON, S. J., Historia del Dogma de la Trinidad I, París, 1927, p. 301, y su carta al autor, 19 de marzo de 1937.

  3. Cfr. P. CHARLES, La Priére de toutes les heures II, p. 154.

  4. IVÁN KIREJEVSKIJ, Obras I (en ruso), Moscú, 1911, p. 275-279.

  5. Cfr. HuBY, Saint Paul, Építres de la Captivité, p. 160, nota 2.

  6. 1. KIREJEVSKIJ, op. cit., p. 275.

  7. J. HuaY, S. J., Le discours de Jésus aprés la Céne, París, 1932, p. 159.

  8. Serm. XXI, Parochial and Plain Sermons IV, Londres 1909, p. 315.

  9. R. GUARDINI, Vom Leben des Glaubens, p. 82.

  10. M. BLONDEL, Histoire et Dogme, París, 1904, p. 18.

  1. J. HunY, Evangile de saint Marc, p. 78.

  2. Cfr. VI. SOLOVIEF, Les fondements spirituels de la vie. Suplemento : L'exemple du Christ comme contróle de la conscience, trad. francesa de M. D'HERBIGNY, S. J., en Un Newman russe, París, 1911, p. 331-332.

  3. Vxta in Christo I. PG 150, 500.

  4. Carta a Madame Fonvisine, marzo de 1854 (Cartas, 62).

  5. Pensées, p. 571, 572, 580.

  6. Cfr. H. BREMOND, Hist. litt. du Sentiment religieux en France, IV, París, 1929, p. 416-417.

  7. Cfr. la fórmula del Concilio de Calcedonia, Ench. Symb., n. 148.

  8. Cfr. VI, SOLOVIEF, La Russie et l'Église universelle, p. 87-97.

  9. Cfr. E. Musca, S. J., La Vie historique de Jésus et sa Vie mystique, en Nouv. Rev. Théol., vol. 60, Louvain, 1933, p. 5-20.

  10. P. C. TONDINI, La Primauté de saint Pierre prouvée par les Titres que luí dome l'Église russe dans la Liturgie, París, 1867, p. 10; Cfr. Menologion, pequeñas completas del 29 de junio.

  11. G. SALET, S. J., La Cruz de Cristo, Unidad del mundo, en Nouv. Rev. Théol., vol. 64, I,ouvain, 1937, p. 229.