CAPÍTULO
V

LA DOLOROSA ENCARNACIÓN REDENTORA


Dios que conoce el porvenir con verdad, no solamente cuando se cumple, sabía desde antes de la creación del mundo lo que sucedería hasta en los tiempos más remotos. Por eso, cuando realizó todos los detalles, pensó en nosotros, no sólo en el momento en que estábamos ya creados, sino mucho antes de que existiesen la tierra y los mundos, había previsto en sí lo que nos concernía.

Por esta previsión puso a su Hijo como fundamento sobre el cual nosotros debemos estar establecidos y reedificados para llegar a ser incorruptibles, mientras que por nuestra prevaricación estábamos condenados ala corruptibilidad. Porque El había ya previsto que nos hacíamos mortales por nuestra malicia.

(San Cirilo de Alejandría) (1)


No existe quizás ningún dogma que haya encontrado tanta oposición y provocado tantas objeciones como el de nuestra salvación por la .obra redentora de Cristo.

La idea de un Dios que nos ha creado para que nosotros nos perdiéramos, que jamás quiso mostrarse satisfecho con ninguna ofrenda, con ninguna alabanza, con ningún sacrificio, hasta que hubo hecho correr la sangre de su Hijo, no tiene, es claro, nada de atractivo. Espanta y choca. Tampoco concuerda con el dogma de un Dios Padre que, como lo dice Pascal, es "sensible al corazón".

Estas contradicciones desconcertantes no son insolubles más que para aquéllos que se mantienen sobre el terreno del razonamiento puramente empírico y que, por esta razón, desprecian con demasiada facilidad la naturaleza de las relaciones que existen entre Dios y nosotros. Ahora bien: la naturaleza de estas relaciones es de orden ontológico, y por lo tanto la explicación que puede y debe darse de ellas pertenece a un dominio que sobrepasa el de la experiencia, y no está limitado por las categorías del espacio y del tiempo. Estas contradicciones se desvanecen desde que las consideramos sobre el plano de lo real y desde el punto de vista del conjunto, el único que responde a la realidad de las cosas.

La Redención es evidentemente un misterio, exactamente como todas nuestras relaciones ontológicas con Dios y, entre éstas, la coexistencia del ser finito y del ser infinito no es ciertamente la menor. "Todo es misterio: en todas las cosas hay un misterio de Dios... En cada árbol, en cada brizna de hierba.... que el pájaro cante o que toda la legión de las estrellas brille, la noche, en el cielo, todo es un solo, un mismo misterio" (Dostoietvski, 1821-1881) (2). Sí, como el amor, la redención es un misterio: es el misterio del amor. Para comprenderlo hay que haber experimentado y comprendido el amor.

Si, pues, las pruebas de nuestra religión no son, como dice Pascal, "de tal naturaleza que se pueda decir de ellas que son absolutamente convincentes, lo son de tal suerte que no se puede decir que es estar sin razón creer en ellas. Así hay evidencia y hay oscuridad para aclarar las unas y oscurecer las otras" (3). Por eso unos comprenderán que "la fe dice bien lo que los sentidos no dicen, pero no lo contrario de lo que ellos ven. Ella (la fe) está por encima y no contra" (4).

Para los otros, para los despreciadores y los espíritus enredadores de todos los tiempos y de todos los países, basta aducir las palabras del gran filósofo alemán Schelling (1775-1854): "La pasión de Cristo y su muerte no son lo que un racionalismo consecuente con la negación del misterio debe descubrir en él, es decir, un acto de injusticia y de impotencia divina. La redención del mundo por Dios es una segunda creación, una "recreación". La obra redentora de Jesús es una obra de sufrimiento y de muerte, porque Satanás es una potencia real en el mundo... El Verbo, conforme al cual fue creado el mundo, debe morir en él para poder resucitar en él. La reconciliación con Dios no es posible sino por el descenso del Verbo desde sus alturas, por su prolongamiento en la carne reprobada por su victoria" (5).

Sin embargo ¡qué de dificultades surgen con frecuencia a causa de una incomprensión en lo que se refiere, no sólo a la misma doctrina, sino también a las ideas que constituyen esta doctrina, y aun a las palabras que expresan estas ideas! Castigo, justificación, satisfacción, expiación, satisfacción vicaria, redención, santificación, reconciliación, sacrificio, otros tantos términos, otras tantas ideas, otras tantas posibilidades de error. Por eso, antes de abordar la explicación del dogma de la Redención en sí mismo, es necesario preparar el terreno precisando las ideas y los conceptos. Porque, antes de tratar de comprender lo que ha sido el Redentor, importa ver claramente lo que puede ser una redención en general. Así, pues, hay que mostrar en primer término cómo se opera el pasaje del orden moral al orden físico. es decir, del pecado a la punición, y lo que esto significa en el problema que nos ocupa.

Un poco de reflexión basta para hacer comprender pronto que, en el momento en que la libertad creada comete el mal, se produce algo que en el fondo no hubiera debido ser. Ahora bien: lo que debe ser es necesariamente primero y ocupa el primer sitio. Por consiguiente, es absolutamente imposible que lo que no hubiera debido ser pueda colocarse sin más en el orden de las cosas. Esta falta de armonía, consecuencia esencial de ese desorden moral que se llama pecado, es algo físico: es la pena, el castigo.

La pena no es, pues, otra cosa que el mal físico, encarado como una respuesta propia y necesaria al mal moral. Siendo la pena una reacción del orden real contra el mal moral, que tiene por fin el restablecimiento de ese orden, su razón hay que buscarla en el mismo pecado. Porque, por la pena, todo lo que no hubiera debido ser es puesto en un estado que no hubiera debido ser, es decir, desde el punto de vista psicológico, un estado desgraciado. La pena es, efectivamente, un restablecimiento ontológico del orden real. Por esto sólo Dios puede verdaderamente castigar.

El restablecimiento ontológico puede obtenerse, sin embargo, de una manera más perfecta, es decir, por la destrucción del mismo mal moral. Esto será el perdón. Pero como el mal moral es un mal cometido por un ser espiritual, estrictamente hablando no es nunca pasado, sino siempre presente. Puede, pues, siempre ser transformado en bien, y esto por todo el tiempo en que la voluntad no se haya fijado definitivamente en su actitud, lo cual no le sucede al hombre sino en el momento de la muerte. Partiendo de aquí se ve ya que si Dios sólo puede castigar realmente, sólo El puede también realmente perdonar. Porque sólo El puede transformar el ser. Y como esta reparación ontológica es cabalmente la satisfacción que nosotros debemos a Dios —no se trata aquí de una simple reparación exterior del honor—, resulta que la pena es al mismo tiempo un perdón y una satisfacción. Una verdadera redención no puede ser, por lo tanto, más que una obra de Dios, una obra de su libertad y de su amor. Por sí solo un hombre no la podrá realizar jamás. Porque frente al pecado, considerado como un estado ontológico, el amor creado permanecerá siempre ineficaz e impotente.

Por el contrario, la acción del Ser eterno, obrando libremente y por amor, obtendrá como fruto de este amor el restablecimiento del orden real. Por esta acción renovadora Dios produce en el objeto de su amor su propia santidad. Dios se coloca, pues, en el lugar del pecador, y por esto toda redención es necesariamente una redención por sustitución. Es el aporte de la santidad divina, así como la creación había sido el aporte de la existencia divina como tal en el asunto prodigioso de nuestro destino. Una vez admitido que la "desarmonía" moral que sobrevino en la voluntad del hombre, responde, en la naturaleza, a la "desarmonía" física, es decir, una vez admitido que el pecado, desorden moral, tiene como consecuencia y como castigo un desorden físico, es posible realmente a Dios ponerse en el sitio de la naturaleza pecadora para unírsela verdadera y plenamente, sin tomar parte, sin embargo, en el desorden moral. Esto es lo que de hecho aconteció. "Dios no descuidará su imagen; más bien la renovará y la restablecerá en su prístino esplendor" (Teodoreto, 386-458) (6).

Pero precisamente porque Dios es Dios, es decir, el Ser primero y la Verdad, su justicia es tan incondicionada como su amor es ilimitado. Entre ella y el pecado no puede haber reconciliación, porque el pecado es la mentira misma. Y si la misericordia divina perdona al pecador, su santidad permanece inexorable respecto del pecado. El pecado no puede ser, pues, sencillamente tachado. Para que el pecador pueda gozar del perdón, el pecado debe ser primero destruido. Esto es lo que hace Dios. Para condonar su pena al hombre pecador, toma sobre sí la satisfacción de esta justicia que es El mismo. Dios pone al mundo perdido en el interior de su propia vida. Hace suyo el destino del mundo y de esta manera destruye el pecado de la raza humana.

Si ya la creación fue un gesto condescendiente del amor divino en nuestro favor, la Redención es un nuevo gesto del mismo amor que penetra hasta el mismo pecado. "Se puso en el pecado haciéndose responsable de él, dice R. Guardini. En verdad Dios no podía penetrar más profundamente en el mundo que había creado; tan profundamente que el destino que recibió de la historia humana adquirió el carácter de una expiación" (7). Habla, por así decirlo, a su criatura y le dice: "Tú eres la obra de mis manos, sin mí no existirías; por esto yo mismo tomo sobre mí tu pecado. Te perdono y te devuelvo tu esplendor, porque yo hago mío tu pecado y lo expiaré con mis sufrimientos... Me haré "carne", yo, el Hijo único, el Muy Amado, el puro Espíritu... y, por esta humillación suprema, al asumir esta carne culpable, yo seré tu arrepentimiento, tu contrición, tu expiación".

Así el amor del Padre y del Hijo cumplió, de común acuerdo, en el sufrimiento y en la muerte del Hijo, la Justicia divina. "Queriendo hacer gracia de las deudas antiguas, el que paga las deudas de todos los hombres vino en persona a los que estaban faltos de gracia, y después de haber rasgado el crédito, se oyó a todos cantar: Aleluya !" (8).

San Juan Damasceno, resumiendo las enseñanzas de todos sus ilustres predecesores, San Atanasio, San Gregorio Niseno, San Cirilo de Alejandría, da una hermosa explicación del misterio de la Redención: "El Hijo de Dios se hizo hombre para devolver al hombre aquello para lo cual El lo había creado. Lo creó a su imagen, como un ser pensante, dotado de una voluntad libre y según su semejanza... Lo admitió en su intimidad, lo creó para la inmortalidad (Sab. II, 23), y uniéndolo a Sí mismo, lo elevó a la inmortalidad. Pero al faltar a sus mandamientos hemos ensombrecido y borrado los trazos de la imagen divina, y hemos caído en la corrupción, y hemos sido despojados de la comunión con Dios; en efecto "¿qué tiene de común la luz con las tinieblas?" (II Cor. VI, 14). Hemos perdido la vida e incurrido en la corrupción de la muerte; se nos había dado parte de lo mejor que existe. y no hemos podido guardarlo... Por esto El tomó parte en lo más malo, es decir, en nuestra naturaleza, para renovar, por El y en El, los trazos de la imagen y de la semejanza, pero también para enseñarnos a marchar en la virtud que El nos ha hecho más fácil, a fin de librarnos de la muerte por la comunidad de vida con El, porque él es la primicia de nuestra resurrección (I Cor. XV, 20) ; para renovar el odre viejo usado, para salvarnos de la tiranía del demonio (es decir, del pecado), para volver a hacernos puros e incorruptibles, y nuevamente partícipes de su divinidad" (9).

Aquí tenemos que repetir con Guardini: "No tomemos todo esto a la ligera. No juguemos con la obra divina de la Redención. Ha sucedido algo de prodigiosamente serio. Las palabras del Apocalipsis nos dicen que el hombre estaba perdido, verdaderamente perdido, y que no había camino que condujera a la salvación... Redención no significa que Dios haya suprimido la imposibilidad de un manotazo..., sino que, haciéndose hombre, penetró en este nudo de las imposibilidades y las desató como desde lo interior. De parte del hombre la imposibilidad está dirigida, por así decirlo, contra la voluntad redentora de Dios... El endurecimiento del extravío vuelto a cerrar sobre sí mismo se opuso como un muro al impulso del amor salvador y le impidió pasar. La fuerza de esta oposición era tan tenaz que... su voluntad salvadora... se estrelló contra la resistencia de los corazones...Y precisamente este "estrellarse" es el que salva... Pero el amor del Salvador, su luz, la santidad de su vida, todo esto debe abrirse el camino y atravesar las tinieblas" (10)

La Redención consiste, pues, en el hecho de que Cristo, segundo Adán, exento del pecado, se identificó con el primer Adán pecador, y, sin pecado, vivió la vida humana tal como es al presente después de la caída. "El Verbo, mediador entre Dios y los hombres, que pertenece a la casa de Dios tanto como a la de los hombres, los reduce a una amistad recíproca y a la unión antigua" (S. Ireneo) (11). El misterio de nuestra divinización, ese misterio que "estuvo escondido desde toda la eternidad en Dios" (Efes. I, 10), se convierte en el misterio de nuestra Redención, de nuestra "reconciliación" con Dios. "El Verbo de vida será llamado salvación y salvador, y lo será efectivamente" (S. Ireneo) (12).

Por un acto a la vez humano y divino. el Verbo encarnado hace a sus hermanos el don de este amor eficaz que los santifica por su santidad. Pero si se quiere comprender el modo admirable de una tal comunicación, hay que seguir toda la marcha del Amor redentor penetrando en la criatura para restablecerla y vivificarla en su ser y en sus aspiraciones libres por medio de la Encarnación.

El primer acto del "Amor hecho hombre" tuvo por término la "naturaleza humana" del mismo Verbo. Al asumir esta naturaleza la hizo suya concediéndole una gracia infinita y elevándola al honor de ser la obra maestra de la creación y el instrumento de nuestra salvación. Así la Encarnación no es sólo una preparación necesaria para la obra de la Redención : es ya su comienzo y su primer fundamento. Dios y los hombres se encontraron mutuamente y se unieron en la Persona del Verbo hecho hombre.

La Encarnación es una marcha conquistadora por la cual Dios quiere hacer de nosotros sus hijos. Dios es "un fuego devorador" (Hebr. XII, 29). Por esta razón no basta al Amor encarnado penetrar en la creación por la unión hipostática. Va más lejos, busca el objeto de la unión fuera de su Persona. El Hombre-Dios hace participar a toda la naturaleza humana, a la "raza humana", de su propia naturaleza. Precisamente en esta participación se fundará la sustitución y también la Redención, porque participando así en la naturaleza santificada hasta lo más profundo de su ser, el hombre recupera, —y en él el mundo entero creado— la santidad radical, ontológica. Esta santidad restablece el orden ontológico que había sido destruido. Al devolver la vida divina al hombre, y en él a todo el mundo creado, ella opera el restablecimiento del orden sobrenatural. Da a la humanidad la posibilidad de santificarse de nuevo, personalmente y libremente. Es lo que expresan como de costumbre de una manera muy poética los himnos de la Iglesia oriental : "Tú, Dios Verbo, por tu Encarnación de la Virgen María has embalsamado el mundo entero" (13)

No hay por qué decir que esta unidad del Verbo hecho hombre con la raza humana es y permanece como un profundo misterio, arraigado en el misterio, más profundo aún, de la unión hipostática. Para comprenderlo habría que comprender lo que es la Encarnación y la vida divina en la cual Él nos ha hecho participar (14). Habría que comprender lo que son la justificación, el pecado original, la destrucción del pecado, la expiación —todo en sus relaciones con la Encarnación—, brevemente, habría que comprender todo el cristianismo. Es inútil pretender aquí abajo tanta claridad (15). Sólo en el día de la luz eterna, "en aquel día", podremos comprender cómo Cristo está en el Padre, y nosotros en Él y Él en nosotros (Jo. XIV, 20).

En la débil medida en que es posible aquí abajo. San Cirilo de Alejandría trata de esbozar esta unión misteriosa usando imágenes y palabras sugestivas. "El llama a veces a esta unión física énosis fisiké (16), una unión según la carne..., misteriosa (17), pero sin embargo real, tan real como la del injerto con el sarmiento de la vid (18) o como la de una inserción en el cuerpo" (19)

Por la redención de la naturaleza humana y con ella, la creación entera ha sido restablecida en cuanto cosmos. Por eso San Atanasio puede decir: "Por su Encarnación el Hijo ennoblece en el Espíritu Santo toda la creación: la "diviniza", le da la figura del Hijo y la conduce al Padre" (20). En y por la Encarnación de Cristo, todas las cosas se han hecho capaces —como antes de la caída—, de ser santas de nuevo para servir de nuevo a los hombres de camino que conduce a la salvación. "El solo es el Verbo verdadero del Padre, en quien participan todas las cosas creadas y por quien ellas son santificadas en el Espíritu" (S. Atanasio) (21). "Santo" será en adelante el óleo consagrado, "santa" el agua bendita, la cera; "santos" serán el pan y el vino; en cuanto buenos serán dignos de tomar parte en las acciones santificadoras de Cristo; "santos"' van a ser los frutos de la tierra que han recibido su bendición, y esto aun fuera del uso que de ellos harán los hombres. Porque la santidad cristiana es primeramente y fundamentalmente un estado del ser, una manera de ser que surge del mismo orden ontológico, y en segundo lugar solamente, un resultado de esfuerzos, un comportamiento de orden moral.

La santidad del amor de Cristo penetra aún antes que las criaturas, "como un bálsamo precioso que corre y se difunde..., como el rocío que desciende dulcemente del cielo sobre los montes de Sión" (Salmo CXXXII), para producir en los hombres esta santidad, cuya condición es la voluntad libre, es decir, la santidad voluntaria o "formal".

Este es el tercer objeto final del Amor encarnado. A diferencia de lo que sucede con la santidad ontológica o radical esta "santidad formal" no puede producirla el Hombre-Dios en el hombre sino con el libre consentimiento del hombre. Y como la voluntad del hombre está desordenada, la aceptación voluntaria del Amor es la condición indispensable de su restablecimiento. Ahora bien : este querer libre tiene su fuente inmediata en el ser personal, es decir, que es el negocio propio y muy personal de cada uno: por esto la salvación individual es también un negocio estrictamente propio y personal de cada uno. La sustitución vicaria de Cristo no suprime, en efecto, la libertad humana, sino que la sana. Nosotros no podemos, pues, ser salvados más que por Cristo y en Cristo. Pero el mismo Cristo no puede salvarnos si nosotros, libre y voluntariamente, no consentimos en serlo; la santidad de Cristo no puede realizarse en nosotros más que si nosotros lo queremos. Por esto nuestra salvación personal, aun siendo en lo más profundo una obra del amor y de la santidad de Cristo, no puede sin embargo obtenerse sino mediante nuestro libre consentimiento, lo cual implica necesariamente la fe y el arrepentimiento. Uniendo su voluntad santa a nuestra voluntad "santificada" Cristo sustituirá en nosotros mismos el lugar de nuestra naturaleza pecadora. Más allá de la simple justicia surge, pues, un orden nuevo donde la fuerza divina puede descender en todo momento a la voluntad humana para "renovar todas las cosas" (Apoc. XXI, 25) y restablecerlas tales cuales eran en los primeros días de la creación.

Así como la "santidad ontológica o radical" se realiza en la participación de la naturaleza humana de Cristo hipostáticamente unida al Verbo, así la "santidad voluntaria o formal" se realiza en la unión perfecta y libre con Cristo. "No hay, pues, ahora ninguna condenación para aquellos que están con Jesucristo" (Rom. VIII, 1). La salvación y toda gracia concedida en miras a la salvación no vienen sino en razón de la unión ontológica, y por consiguiente, vital, dada o producida con Cristo.

La Encarnación del Verbo es, pues, una "sustitución" de los hombres, operada por Cristo en la igualdad de naturalezas. Esta sustitución salvífica alcanza su punto culminante cuando se realiza en una encarnación que entraña consigo el sufrimiento y la muerte. En efecto, el que quiso "habitar en medio de nosotros" (Jo. I, 14) no quiso ser solamente "uno de nosotros", sino que se hizo "por nosotros pecado a fin de que nosotros fuéramos en El justicia de Dios" (II Cor. V, 21), "por nosotros El se hizo maldición" (Gál. III, 13), El, el Unigénito, el Hijo muy amado, el astro brillante de la mañana (Apoc. XXII, 16), el resplandor de la gloria del Padre (Hebr. I, 3). ¡Palabras verdaderamente revolucionadoras! Jamás nos hubiéramos atrevido a pensarlas si el Espíritu Santo no las hubiera inspirado al Apóstol... Quisiéramos, con San Cirilo de Alejandría, en silencio y en adoración, con el espíritu dominado por la fe, abismarnos en este indecible misterio (22), porque en verdad, "El nos amó, nos amó hasta el fin" (Jo. XIII, 1).

Al unirse a la naturaleza culpable y al hacerla suya, el Verbo se cargó con la naturaleza castigada, y por lo tanto con la pena, aunque su satisfacción personal no pueda tener carácter penal. Esta satisfacción que es, como se ha dicho, profundamente ontológica, y por consiguiente, eficaz, aparece en la misma medida como justa; hay que decir también que alcanza la más grande plenitud de perfección posible; porque una satisfacción y un restablecimiento absolutamente perfectos implican también todo el peso de la pena.

Igual que el pecado, cuyo fruto amargo es, la pena tiene una doble faz. La pena en que se incurre por el mal moral es el mismo mal moral, es decir, la privación de Dios, que no es definitiva y absoluta sino cuando el mal se cambia en mal definitivo y absoluto en infierno. Esta pena, que es la expresión más profunda del desorden ontológico y moral, hubiera sido la nuestra. Evidentemente no podía ser la suerte de Cristo. De lo contrario, la redención dejaría de ser redención, puesto que ella es precisamente la destrucción de todas las penas del infierno y de toda falta moral. Pena y falta no son más que la manifestación orgullosa del estado de una voluntad que se ha apartado libremente de Dios. El perdón divino consiste precisamente en restablecer la voluntad sincera y recta por un "nuevo acto creador".

De modo muy diferente sucede con la pena física, justa consecuencia de la falta cometida. Ella no es solamente el desorden producido por la falta, sino al mismo tiempo una reacción del orden ontológico contra el mal moral con el fin de restablecer aquél. Por consiguiente, la voluntad, que tiende hacia un restablecimiento perfecto del orden, se conformará también con la pena física, a fin de cumplir con ello "todo lo que es justo" (Mat. III, 15).

Esta es la razón de por qué quiso sufrir el Hombre-Dios. El dolor, el sufrimiento hasta la muerte de cruz, los quiso Él plenamente. Jefe de la raza humana, quiso., como "segundo Adán", recapitular en sí mismo todos los sufrimientos de la raza (Ef. I, 10). "Él sobrellevó verdaderamente todos nuestros males y se cargó con todos nuestros dolores" (Is. LIII, 4). Se sometió a ello voluntariamente : "Fué inmolado porque Él mismo quiso", escribe el profeta Isaías (LIII, 7), viendo a través de los siglos su venida "en medio de nosotros". Y ¡ qué espléndida conciencia de su propio querer libre resuena en estas palabras : "Nadie puede tomar mi vida; Yo mismo la doy. Yo tengo el poder de darla y tengo el poder de recuperarla : éste es el mandamiento que Yo recibo de mi Padre" (Jo. X, 18). "Si verdaderamente recibió este mandamiento, ¿por qué dice entonces : "Yo doy"?, pregunta San Juan Crisóstomo. Porque el que da por sí mismo no obra por mandato... Es porque esta palabra "mandamiento" quiere mostrar simplemente la concordancia de la voluntad del Salvador con la de su Padre; y si Él se explica de un modo tan puramente humano y tan humilde, no hay que atribuirlo más que a la flaqueza de su auditorio" (23).

El acto por el cual el Salvador hace don de Sí, es tan libre como el pecado de los hombres. Gracias a la unión hipostática, el alma de Cristo gozaba, desde el primer instante de su encarnación, de la visión inmediata de Dios, y al mismo tiempo estaba colmada de ese amor que tiene el Hijo para con su Padre y que corresponde a la visión beatífica. Todo lo que el Hombre-Dios ha cumplido tiene su fuente en este amor que no es, no puede ser libre respecto del mal.. Si fuera libre, en efecto, como es libre nuestro amor para con Dios, el Hijo de Dios no podría ser santo necesariamente y esencialmente. Pero no se sigue de esto en ninguna forma que las obras de Cristo, que se derivaron de este amor, no hayan sido "libres". La creación del mundo es una obra libre de Dios, aunque brote en fin de cuentas de su amor necesario para consigo mismo. Así pasa con Cristo. Ama a Dios necesariamente, con un amor que no puede ser igualado por el amor de ninguna criatura. Sin embargo, no tiene necesidad de manifestar este amor con acciones absolutamente sujetas a la necesidad. No estaba obligado, por ejemplo, a renunciar a la gloria que correspondía a su cuerpo. No tenía necesidad de aceptar tan grandes dolores y la peor de las muertes. En esto justamente se reconoce su libertad, aunque, digámoslo una vez más, estos actos libres tengan su raíz y su mérito en el amor necesario del Hijo para con el Padre (24).

Así la muerte del Señor sobre la cruz no aparece en forma alguna como un hecho debido a un simple azar. Ella es más bien, en el tiempo, la revelación de su oblación eterna y libre a la voluntad del Padre celestial. "Porque es el Hijo que todo lo ha recibido del Padre, la naturaleza divina y todos los misterios que ella encierra, y ante todo la libre decisión de darse a los hombres, por eso es el portador librado y el ejecutor de este decreto divino. Para esta misión es "enviado" por el Padre. Con la misma libertad divina que ratifica esta misión del Padre por el Hijo, el Hijo ratifica su encarnación y la pasión redentora que en ella está incluida" (25).

"Yo conozco al Padre y yo doy mi vida" (Jo. X, 15). Al fin del libro que había sido escrito sobre Él pone una sola palabra: Amén. "He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebr. X, 9). Todo está ya interiormente consumado, y "nosotros somos santificados, en virtud de esta voluntad, por la oblación que Jesucristo hizo una vez por todas, de su propio cuerpo" (Hebr. X, 10). Este "sí" es el triunfo más perfecto de la obediencia de la carne al espíritu, de la naturaleza humana y de la voluntad humana, a la naturaleza divina y a la voluntad divina. Por esto este "sí" debía ser total y exhaustivo, es decir que cada aspecto de la obediencia debía ser vivido y experimentado, y todo sufrimiento, el del espíritu como el del alma y el del cuerpo, debía ser experimentado en el camino doloroso de la "lucha con el mundo". De hecho la vida del Hombre-Dios choca como "naturalmente" con la resistencia de los "egoísmos" diversos de su ambiente (Hebr. XII, 3). Esta es la vida de Aquel que es un "signo de contradicción" (Luc. II, 34) y a quien los suyos no quieren recibir (Jo. I, 11). Y como toda vida, ésta es una vida de sufrimiento y de muerte.

Esta muerte no era sin embargo, para el Hombre-Dios un fenómeno natural, puesto que su naturaleza humana estaba exenta de pecado. "El estipendio del pecado es la muerte" (Rom. VI, 23). Cristo no estaba, pues, como nosotros, obligado a morir. Precisamente por esta razón su inmortalidad personal no constituía todavía una victoria sobre la muerte, cuya posibilidad, en la naturaleza humana de Cristo como tal, no estaba aún abolida. Es claro que en este caso la obediencia efectiva y total respecto de la voluntad de Dios no hubiera sido realizada, puesto que hubiera quedado algo que no había sido sacrificado (26). Y sobre todo la obediencia no habría sostenido así la prueba más meritoria, la que toca el bien más querido, la vida, que el Hombre-Dios tenía el poder de dar o de conservar. "No basta, dice San Cirilo de Alejandría, que Cristo sea hombre, ni que viva algunos años sobre la tierra. Esto hubiera bastado si Él hubiera querido ser sólo nuestro modelo. Pero debía restaurar todo(27), expiar los pecados(28), condenarlos en su propia carne (29), destruir la muerte, reconciliarnos con Dios... Por esto debía morir" (30). Su vida debía, pues, estar interrumpida por la muerte y al mismo tiempo ser ofrecida en sacrificio por obediencia.

El Hijo de Dios aceptó esta prueba. La plenitud del castigo que incumbía a la humanidad caída, Él la hizo suya al morir. "Por amor a nosotros y según la voluntad del Padre el Verbo encarnado tomó sobre sí, voluntariamente, los sufrimientos de la pasión, de la muerte y de la cruz" (S. Cirilo de Alejandría) (31). "Pero su cuerpo, en razón de su unión con el Verbo que habitaba en Él, no podía ser corruptible, y así la muerte para todos debía ser transformada en la gracia de la resurrección" (S. Atanasio) (32). "Tu muerte eterna, oh hombre, exclama San Agustín, ha sido muerta por la muerte temporal de Cristo" (33).

No sabríamos insistir demasiado en ello : la Redención, en cuanto perdón divino, es esencialmente una gracia de Dios. Estamos en presencia de un abismo insondable del amor divino, que se abre para nosotros: "Dios ha amado en tal forma al mundo, (Jo, III, 16) que ha enviado a su Hijo único al mundo, a fin de que por Él nosotros tengamos la Vida" (1 Jo. IV, 9-10). Y el Hijo "fué a donde nosotros estábamos. Nosotros estábamos en los brazos de la muerte; Él descendió hacia nosotros hasta los brazos de la muerte para estar junto con nosotros" (84).

Este no es sin embargo más que un aspecto de la Redención, el del Señor, la obra de Dios. Ahora bien : la Redención no es sólo un acto divino; es también un acto humano-divino, y por esto tiene también un aspecto humano. Si el perdón representa el lado divino de la Redención, la oblación del hombre a Dios será su lado humano. El don de sí a Dios constituye la esencia del ser creado. Esta es su respuesta al don amante de Dios cuando Él le da la vida. En esta restitución, en esta devolución amante consiste el sentido profundo de la creación, considerada como reproducción exterior de la vida interior de Dios. Para que se cierre el círculo de la creación, la voluntad libre debe darse a Dios: "El fin supremo de Dios es ser divinizado por una conversión libre hacia Dios" (S. Juan Damasceno) (35).

Esta es, justamente, la oblación vital que el hombre, en la persona de Adán, no realizó. Desde entonces ninguna voluntad humana era ya capaz de cumplirla. Hay que decir que, aun en el caso de que una voluntad hubiese sido apta para hacerlo, su acto hubiera resultado ineficaz, puesto que el orden, como tal, habría quedado destruido hasta tanto el desorden moral, es decir, el estado de pecado, no hubiese sido reparado. Después de la caída el hombre no podía expresar ya por medio del símbolo de sus ofrendas y de sus sacrificios el carácter trágico del estado en que se hallaba. Al inmolar y destruir sus víctimas reconocía, por así decirlo, su dependencia, su falta, su responsabilidad personal, la justificación y el carácter ontológico de la pena. Al mismo tiempo confesaba abiertamente su esperanza de que en su misericordia, Dios no permitiría la realización completa de lo que estaba simbolizado por aquellos sacrificios, es decir: esperaba que Dios perdonaría la falta.

Por eso los dos aspectos de la Redención deben ser considerados como un todo orgánico divino-humano. Pero si ellos se completan es de tal suerte que sólo el primero hace posible y explica el segundo. El hombre, en efecto, es incapaz de conducirse como un hijo con respecto a Dio, es decir, es incapaz de darse enteramente a él. Cristo mismo no podría darse por la humanidad y a la humanidad sino gracias al amor infinito y gratuito de Dios, por el cual se entregó a nosotros el primero. "Amamos a Dios porque Él nos amó primero a nosotros (1 Jn. IV, 191. La obra de la Redención es, pues, semejante al Hombre-Dios. En ella como en Cristo se reúnen inseparablemente y sin confusión dos operaciones, la divina y la humane. Así se podría decir que ella representa el aspecto dinámico de la unión hipostática. Ella es el Verbo encarnado en el ejercicio de su misión. "Yo he venido para que lee ovejas tengan la vida y la tengan en abundancia (Jn. X, 10).

Si no hubiera habido pecado. la oblación de sí, exigida a la criatura, hubiera sido lo única condición para que ella fuese recibida como hijo de Dios, es decir, para que fuese elevada a lo sobrenatural. Pero a causa del pecado este acto toma la forma de una satisfacción y resulta una reintegración, un restablecimiento. Si pues, basta amar para merecer delante de Dios importa, para expiar, sufrir aún en este amor. Y porque el pecado es una negación del amor divino y una inclinación desordenada hacia el ser creado, es necesario que la conversión a Dios esté acompañada, en el corazón humano, de una recrudescencia de amor en el renunciamiento que está necesariamente ligado al sufrimiento en el mundo pecador.

Esta oblación su voluntad propia, esta victoria interior total sobre el egocentrismo propio de la criatura, este sacrificio absoluto al Padre, este renunciamiento a gozar de su vide como si la poseyera como propia, esta resolución de no vivir mas que de la vida divina, de ser un vaso de Dios, esta oblación Jesús la hizo en nombre de toda la humanidad. Por la obediencia de toda su vida, y sobre todo por su manifestación suprema, la muerte en la cruz (Fil. II, 8), la naturaleza humana de Cristo revela la plenitud de su unión con Dios. Precisamente en esta obediencia "hasta la muerte" Cristo se revela Hombre-Dios. Por esta abnegación absoluta de Sí mismo se convirtió en el canal que esparce la vida divina en el mundo y restablece la amistad entre Dios y el hombre. "El santifica todo el ser" (Schelling).

"¿Tenemos un concepto exacto de lo que significa la muerte de Cristo?, pregunta Romano Guardini. ¿Vemos en ella toda la seriedad divina del estado de perdición en que se encontraban los hombres ?" ¿Vemos también en ella esta admirable revelación: es más fuerte y más creador darse que conservarse egoístamente? Admirable, porque su razón de ser nos conduce hasta las profundidades de la vida interior de Dios, allí donde el Hijo es engendrado por el Padre. En efecto, el acto del don de sí, exigido de parte de los hombres, es la respuesta a la oblación creadora del amor de Dios que se da, y esta oblación está fundada a su vez "sobre ese don sustancial, misterioso, del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, que se efectúa desde toda la eternidad en el Espíritu Santo, y del que el Espíritu Santo saca su vida eterna" (")

Así el misterio de la muerte de Cristo aparece en intima conexión con el misterio de la Santísima Trinidad. Casi se podría decir que él es como la forma terrena de la inefable oblación del amor que aquí abajo, en esta tierra pecadora, no podía expresarse de otro modo que con la muerte. Y como Cristo es "el jefe de todos los vivientes" S. Ireneo) (37), "el Verbo de Vida" (1 Jo. 1, 1), el nuevo Adán que recapitula a toda la humanidad, a la que está orgánicamente unido "ya es el género humano el que paga su deuda por Jesucristo, su representante", gracias a la solidaridad que existe entre él y Cristo (38).

"Dios renueva a Adán por sí mismo" (Hipólito + 236) (39). "Cristo nos salva por nosotros mismos", escribe San Ambrosio (40), porque "en Él hemos sido hechos obedientes hasta la muerte" (S. Ireneo) (41). Si, pues, es posible separar teóricamente a Cristo de la humanidad restaurada, ontológicamente, es decir, sobre el plano real que, aunque invisible, determina a los otros, ellos son inseparables. Porque sin Cristo la humanidad no está reparada, y Cristo tampoco está separado de la humanidad que lleva en sí, puesto que por nosotros se hizo hombre para gloria del Padre.

En adelante el camino que conduce a Dios está de nuevo abierto para la humanidad. Ningún muro los separará jamás, porque el cielo no sólo está abierto, sino "desgarrado", "roto" (sjidsoménus tús uranús) (Marc. 1, 10), porque, con su muerte, el Salvador no sólo nos ha libertado y reconciliado con el Padre, sino que también nos ha "dado el poder de ser hijos de Dios" (Jo. I, 12).

Gracias a la oblación de todo el género humano a Dios por medio de Cristo, a causa también de los sufrimientos de la naturaleza humana en Cristo, todo hombre ha adquirido el derecho de recibir el medio necesario para la salvación, la gracia llamada "preveniente". El conjunto de la "massa damnata" (S. Agustín) se ha vuelto "massa salvabilis". "Todos los que quieran venir a Él, a ésos los ha rescatado, dice Pascal. Los que mueran estando en camino, es por su desgracia, pero en cuanto a Él, les ofrece redención" (42). La redención no consiste, pues, solamente para el hombre en ser libertado de la pena debida al pecado, sino también en no ser más pecador. Desde que, por la Encarnación y el sacrificio del HombreDios en la cruz, "toda mordedura de la serpiente hecha a la carne ha sido curada" (S. Atanssio) (43), el hombre no sólo puede expiar sus faltas, sino que debe expiarlas. "El sacrificio de Cristo no aprovecha más que a los que por su parte están prontos a tomar parte libremente en sus sufrimientos, haciéndose conformes a él en la muerte... Tomamos parte en los sufrimientos y en la muerte de Cristo por la fe viva que brota del corazón, por los sacramentos en los cuales está oculta y sellada la fuerza redentora de los sufrimientos y de la muerte de Jesucristo, y en fin, por la crucifixión de nuestra carne con su concupiscencia y sus deseos carnales" (44). Para tener parte en los frutos de la Redención dos cosas son, pues, necesarias : la unión con Cristo, en cuanto unión ontológica y en cuanto unión en los sufrimientos: "Morir con Él, ser crucificado con Él, sepultado con Él, injertado en Él por la semejanza de la muerte" (45).

"Yo no te he amado en broma", decía el Salvador a Santa Angela de Foligno (1248-1309) (45). La Redención es un don de Dios. Para hacerla siempre más eficaz y fecunda en nosotros, debemos crecer, por la lucha y el sufrimiento, arraigándonos en la vida de Cristo. Y Cristo es el enviado, el agente universal y perpetuo de la bondad divina (Mal. III, 7), que vino para excitarnos a esta tarea, para dirigirnos, para sostenernos, para ayudarnos a levantarnos cuando sucumbimos, acompañándonos hasta el fin, siempre en busca de nosotros, como el Buen Pastor va en busca de la oveja perdida que no puede volver a encontrar su camino. Su oficio —y éste debería ser el oficio de todo sacerdote— consiste todo él y a través de todo en darnos a Dios, a fin de que nos salvemos entregándonos, también nosotros, a Dios.

Cristo nos salva, nos rescata, nos libera, nos perdona los pecados, cuando nosotros recurrimos a Él con fe, amor y arrepentimiento, brevemente, cuando nos ponemos en esta obligación y lo queremos nosotros mismos ; de otro modo no habría sino salvación exterior, Cristo hace infinitamente más: por su ser, en cuanto Hijo único hecho hombre, como también por todo lo que ha realizado, nos hace aptos y nos obliga a vivir la vida de la caridad, que es la misma vida divina, y así a salvarnos, a liberarnos de nosotros mismos, es decir, de nuestro yo pecador. Al mismo tiempo confiere a nuestra obediencia la misma eficacia de su propia generosidad, lo cual significa de nuevo que, sin su obra redentora, todos los sufrimientos de los hombres, comprendida la muerte, hubieran sido inútiles para la salvación. Por consiguiente, si Él no nos salva sin nosotros, menos aún podemos salvarnos nosotros sin Él. Porque, según la enseñanza del Concilio de Trento (1551), el hombre no tiene `"absolutamente nada de que pueda gloriarse, sino que toda nuestra gloria está en Cristo, en ese Cristo en quien tenemos la vida, el movimiento, en quien podemos satisfacer, producir frutos dignos de arrepentimiento, frutos que reciben de Él su virtud, por Él son ofrecidos al Padre y a causa de Él son aceptados por el Padre" (47). Con toda la fuerza del término Cristo es la Vida de nuestra vida.

De todo lo que precede se deduce que a la obra de la Redención concurren tres iniciativas de Dios, tres operaciones de Cristo, tres sentimientos del hombre.

Viéndonos incapaces de salvarnos por nuestro propio poder, Dios decreta el justificarnos gratuitamente. Es la iniciativa de la Gracia. Dios decide luego constituir a Cristo como reconciliador y exponerlo como tal a las miradas del mundo. Es el triunfo de la Sabiduría. Así Dios muestra que es justo y que siempre lo ha sido, a pesar de la aparente indiferencia que manifestó antes respecto del pecado. Es la revancha de la Justicia.

Cristo por su parte opera la Redención, es decir, la liberación de los pecadores. Lejos de estar en oposición con la gracia, esta Redención obra de concierto con ella. Cristo opera la propiación expiando el pecado que levantaba una barrera entre Dios y nosotros ; Él expía y nos hace a Dios propicio. Opera la Redención y la propiciacíón en calidad de víctima. La eficacia de la salvación está en su sangre (Hebr. IX, 12).

El hombre, por su parte, no permanece pasivo. Toma parte en el negocio de su salvación por la fe en Cristo Salvador. Medita la lección del Calvario y comprende que debe responder a tanto amor por medio del reconocimiento. En fin, ante esta demostración de la justicia divina, aprende a temer también la "cólera de Dios", es decir, el horror que Dios experimenta ante el mal (48), y al mismo tiempo aprende a confiar en su misericordia.

La acción divina de la Redención se encuentra en relación directa con la acción humana de la caída. El Calvario es la réplica del Edén. La humanidad cae y se levanta en su representante. Un acto de desobediencia la perdió, un acto de obediencia la salvó. ¡Qué claridad brota de estas verdades sobre la unidad grandiosa del plan redentor, sobre la fraternidad de los hombres, sobre la comunión de los santos! (49).

Dos textos de la Escritura pueden resumir todo el dogma de la Redención: el salmo 50 aclara la naturaleza de la verdadera satisfacción como si fuera una transformación fundamental, operada por Dios en la voluntad; muestra igualmente la naturaleza del sacrificio como oblación de sí realizada en el sufrimiento: "¡Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renueva dentro de mí el espíritu de justicia; un espíritu desgarrado y contrito es un sacrificio agradable a Dios".

El segundo texto nos describe, por las palabras de san Pablo, el descenso del Verbo a nuestra carne pecadora. De esta carne el Verbo quiere asumir todo; Él es su jefe; Él la elevará también hasta la gloria de su resurrección. "Alentad en vosotros los mismos sentimientos de que estaba animado Jesucristo ; aunque estuvo en la condición de Dios no retuvo ávidamente su igualdad con Dios; pero se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres y reconocido como hombre por todo lo que de Él tomó en su aspecto exterior; se humilló a Sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por esto Dios lo exaltó soberanamente y le dio un nombre que está sobre todo nombre, a fin de que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los infiernos, y toda lengua confiese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre" (Fil. II, 5-11).
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CAPITULO V
La dolorosa Encarnación redentora.

  1. Thes. de S. et Cons. Trinitate, Assert. XV. PG 75, 2.92.

  2. Podrostok, (el Adolescente) III, c. 1, Berlín, 1921.

  3. Pensées, loc. cit., P. 585. -

  4. Ibid., P. 455.

  5. NIcoLÁs HARTMANN, Die P'hilosophie des deutschen Idealismus I, 3 Absch., Berlín, 1923, P. 186.

  6. De Providentia Orat. X. PG 83, 761.

  7. R. GUARDINI, op. Cit., P. 133-4, 148.

  8. Akathistos a la Santísima Madre de Dios, Kondakion 12.

  9. De Fide Orthod. IV, 4. PG 94, 1180.

  10. R. GUARDINI, Vom beben des Glaubens, Mainz, 1935, P. 97-98.

  11. Adv. Haer. III, 18, 7. PG 7, 937.

  12. Ibid. III, 10, 2. PG 7, 874-5.

  13. Canon Stavroanastasimos (relativo a la cruz y a la resurrección).

  14. Las palabras de San Buenaventura (1221-1274) vienen aquí muy a propósito: "Si quieres saber cómo ocurre esto, pregunta a la gracia y no a la ciencia; al deseo, no a la inteligencia; al esposo (es decir, al Espíritu Santo) y no a los doctores (es decir, a los sabios) ; a Dios y no a los hombres". Itinerarium mentis in Deum VII, 6. Quar. T. V, P. 313.

(15) MzRsc$, Le Corps Mystique du Christ 1, Lounain, 1933, p. XXV.

(16) In loh. I, 9; III, 2; PG 73, 156, 520, 561. Adv. Nest. V, 1. PG 76, 213-16.

  1. In loh. Fragmenta, VII-VIII (X-26), XI, 12. PG 74, 200, 568.

  2. Ibid. X, 2. PG 74, 333.

19 MERSCRI, op. Cit., p. 448.

(20) El'. ad Sera¢ionem. I, 25. PG 26, 589.

(21) Adv. Arianos, Or. I, 46. PG 26, 108.

(22) In Ioh. IV. 3. PG 73, 604.

(23) In loh. LX, 3. PG 59, 331-2.

(24) SCFíEEBEN, Mysterien. p. 388.

(25) KARL ADAM, Jesus Christus, Augsburg. 1933, D. 296.

'26) A propósito del carácter de esta obediencia de Cristo, San Anselmo de Cantorberv (1033-1109) escribe muy acertada-mente: "Dios no obligó a Cristo a morir... Cristo sufrió voluntariamente la muerte, no porque dió su vida por obediencia, sino porque quiso obedecer a la Justicia. Perseveró con tanto coraie y fortaleza en esta obediencia que sucumbió a la muerte." (Cur Deus homo I, 8-9. PT, 158, 370-1).

(27` In loh. XI-r, 20. PG 74, 273.

  1. Ibid. XII. 23. PG 74, 94.

  2. Ibid. XTV, 20. PG 74, 273.

  3. Ibid. XII, 23, PG 74, 84.

  4. C)uod unos sit Christus. PC 75, 1350.

  5. Or de Incarn. Verbi 20. PG 25, 129-31.

  6. In loh. Al, 1, 11. PL 35, 1402.

  7. N. vox ARSFNIEW, Iz Gizni Doukha (De la vida del Espíritu), Varsovia, 1935, p. 31.

  8. De Fide orthod. II, 12. PG 94, 921-924.

36 KARL ADAM, op. Cit., p. 296.

  1. Adv. Haer. III. 22 (3-4). PG 7, 958-9.

  2. PRAT, op. cit., II, París, 1925, n. 240.

  3. De Christo et Antichristo 26, PG 10, 740.

  4. De Incarn. Dom. Sacr. VI, 54. PL 16, 832.

  5. Adv. Haer. V, 16, 3. PG 7, 1168.

  6. Pensées (ed. clás. BRUNSCHVICG), París, 1900, p. 692.

  7. Adv. Arianos, Or. III, 70. PG 26, 246.

  8. METROPOLITANO FILARETO, Catecismo (en ruso), Moscú, 1914, p. 36.

  9. II Tim. 2, 11; II Cor. VII, 3; Rom. VI, 6; Rom. VI, 4; Col. II, 12; Rom. VI, 5.

  10. Vita B. Angelae de Fulginio, c. VI, 33. Bolland., Acta .anctorum, vol. I, IV, Ianuarii, p. 201 (97).

  11. De Satisfactionis necessitate et fructu. (Ench. Symb., n. 904).

  12. SAN JUAN DAMASCENO, De Fide Orthod. I, 11. PG 94, 844.

49 Cf. PRAT, op. Cit., p. 255-256.