CAPÍTULO IV

LA PREVARICACIÓN DE ADÁN

 

Puesto que hablamos de la venida de Salvador entre nosotros, debemos también hablar del origen del hombre, a fin de reconocer que nuestra falta fue el motivo de su venida y que el pecado, al rechazar el amor del Verbo por los hombres, hizo que el Salvador viniese a nosotros y apareciese en medio de nosotros. SAN ATÁNASI0) (1).


La Encarnación del Hijo de Dios tuvo lugar en un mundo pecador y condenado al castigo. Nuestra divinización estuvo, pues, de hecho, revestida con el carácter de una expiación y de una redención. "El Cordero de Dios tomó sobre sí las pecados del mundo" (Jo. I, 29).

El pecado, la expiación, la cruz son para nosotros los hombres un escándalo permanente. "Un escándalo y una locura", dice San Pablo, y agrega : "La locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres, y su debilidad es más fuerte que la fortaleza de los hombres" (I Cor. I, 25). Si San Gregorio Niseno se esforzó por explicar que ni la Encarnación de Cristo, ni su muerte en la cruz son indignas de Él (2), otros a su vez han probado que ni la cruz ni la redención han podido deshonrar o envilecer al hombre.

Una cosa es sin embargo indiscutible. Aparte de los misterios luminosos y gloriosos, como los de la vida íntima de Dios, la creación , la unión hipostática, "cuya oscuridad mística es debida a la superabundancia y a la sublimidad de la luz" (3), hay otro misterio, el de las tinieblas, de la malicia, del pecado, del desorden, cíe la destrucción de la Verdad y de Dios, un misterio que contradice la razón misma. En la obra armoniosamente creada por Dios hace reinar la disonancia. Este misterio es un no-ser sumido en las tinieblas. Aparece tanto más sombrío cuanto que está más iluminado por la razón, e inversamente, cuanto más se conoce como no-ser y tinieblas, más se disipa y se hace penetrable.

"¿De dónde viene el mal ?". preguntaba San Atanasio. `"En el comienzo no existía, y aun ahora no lo encontramos en los santos; para ellos no existe verdaderamente... El mal no es tampoco una sustancia cualquiera, porque un autor increado del mal no existe..." Todo lo que existe. en efecto, es o Dios o sus criaturas. "El mal no viene de Dios, no está ni en Él ni por Él" (4). Pero como "un hombre que delante de la luz del sol que ilumina a toda la tierra con sus rayos cerrara los ojos y se representara las tinieblas, aunque ellas no existan, y luego marchara como en la noche, cayendo muchas veces, y para acabar se deslizara en un abismo creyendo neciamente que es negro (cree ver pero no ve nada), así el alma humana ha cerrado los ojos que le permiten ver a Dios y se ha imaginado el mal: marchando por él ignora que creyendo hacer algo, no hace nada, porque todo lo que ella se imagina no existe. Ella no es tampoco tal como ha sido creada, sino que se presenta actualmente con la mancha que se hizo a sí misma" (5).

En realidad el mal es en la criatura el apartamiento de Dios y al mismo tiempo el retorno hacia sí misma. El mal es posible, "porque lo creado, habiendo nacido de la nada, es en sí algo que fluye, mortal, pasajero" (S. Atanasio) (6).

Dios creó la raza humana "según su propia imagen, y dotó al hombre, por semejanza con Él, de una inteligencia para pensar y reflexionar sobre todas las cosas. Él le dió la idea y el conocimiento de su propia eternidad para que no perdiese nunca la representación de Dios ni el trato con los santos, es decir, con los ángeles" (7).

Esta "imagen de Dios" es el fundamento ontológico del ser humano. El hombre la lleva profundamente grabada en si, en su espíritu, en su naturaleza, en sus relaciones con el mundo.

La facultad fundamental del espíritu es la capacidad de determinarse libremente, con plena conciencia de si. Un espíritu no es una cosa creada por un acto de simple imperio sobre la nada. La creación de un ser espiritual debe ser entendida más bien como un acto que supone por una parte el poder creador divino, y por otra la libre determinación de la criatura espiritual en si misma. Es como si se tratara de una pregunta hecha por Dios, que esperara la respuesta libre, el "si", de parte de su criatura racional. Y precisamente de esta libertad del espíritu creado para determinarse a sí mismo nace y reposa su semejanza con Dios.

En la medida en que el hombre ve en Dios su imagen primitiva propia reconoce su estado de criatura, es decir, su dependencia ontológica. Al mismo tiempo, en este libre conocimiento de sí mismo como imagen se enciende el amor por el prototipo, es decir, el amor para con Dios, como el amor del hijo para con su padre. Por este conocimiento amante de su dependencia ontológica como imagen, la criatura espiritual se afirma come hijo de Dios. Así como el Hijo, al contemplar al Padre, se reconoce como Hijo y como Imagen de la sustancia del Padre, así el hombre, al amar a Dios, se coloca como la imagen de su Creador. Destinado a ser hijo de Dios y llamado a la vida como hermano del Hijo eterno, el hombre, para serlo realmente, debe quererlo libremente, debe decir "" a este llamado divino y consentir en que "Dios sea en él, como Dios, más que él mismo" (8).

Para ganarse el hombre debe comenzar ppor "perderse" voluntariamente, generosamente, libremente, darse a Aquel que se dió a él el primero, voluntariamente, generosamente, libremente. Y justamente en este don generoso, hecho en retorno de lo que él ha recibido generosamente, recibe su ser y su vida, como, digámoslo así, por su propia actividad. Puede rehusarse a este acto de sacrificio. En tal caso queda solo, replegado sobre sí mismo. Se considera entonces como su propia imagen, su fuente primera. Es para sí mismo su propio "dios" y reniega de su semejanza creada, porque ha tomado su yo creado por un yo libremente para él solo, y por lo tanto por un absoluto, y finalmente por un yo divino. Este es el camino de la falsa divinización, el camino de Satanás. Está abierto para el hombre, que puede seguirlo en cuanto criatura libre. Pero ese camino conduce al abismo, porque lleva al alejamiento absoluto de Dios, y por consiguiente, al aislamiento total del yo.

Ser espiritual, el hombre puede y debe decidir él mismo su suerte. Debe darse libremente, sacrificarse, rehusar a pertenecerse. Debe morir libremente a sí mismo para renacer a la verdadera vida, la única capaz de colmar la aspiración de su verdadera naturaleza que es oblación y amor. Así el hombre cumple la tarea que Dios le ha impuesto : "ser un Dios". Su divinización consiste en que siempre se va convirtiendo libremente y más profundamente en lo mismo que es, la sustancia y el Ser de Dios—el Amor.

La imagen divina que presenta el hombre, y por lo tanto su filiación respecto de Dios, consiste en que él no considera su yo creado como su propiedad, sino en que lo ofrece libremente a Dios.

Así la filiación es inmanente al yo humano, en cuanto tarea ontológica que ha de cumplir, la cual le es impartida a la vez por el hecho del don de la libertad y por el hecho de su yo espiritual. En consecuencia el hombre está obligado a reconocer el "Yo primero", original, que es para él el "Otro". Esta semejanza del hombre con Dios revela también el carácter de las relaciones existentes entre él y el mundo, no siendo éste último en el fondo más que la copia de su propia naturaleza. El hombre es el "verbo del mundo" y, en este sentido, él es de la "raza de Dios" (Hechos, XVII, 29). El es al mundo lo que el prototipo es a su imagen. Es el gran sacerdote de toda la creación. En él, en su espíritu, el mundo se convierte en el objeto de la bendición de Dios, es decir, partícipe de la vida de Dios, que se comunica a la creación espiritual para que ella se eleve hasta la cima de la vida divina... Del hombre y en el hombre. en cuanto que es centro del mundo creado, brotan y se juntan los rayos de la divinización universal. Para él solo, el universo, que es su imagen, resulta estar cerca de Dios. Desde su origen el hombre está destinado a ser hijo y amigo de Dios. Esta es la razón por la cual —y es la única— es posible decir que su nombre "resuena orgullosamente" (9). El mundo de las cosas le ha sido dado para que reine en él y haga de él un 'jardín de Dios". Este mundo le pertenece para que él lo "humanice" y lo "espiritualice". Aunque por su origen el hombre está ligado interior y exteriormente al mundo material, Dios, por una decisión especial, lo ha elevado bajo muchos aspectos muy por encima del mundo de las cosas. A nuestros primeros padres les hizo el don no sólo de la gracia santificante, sino también de la incorruptibilidad (aftharsía), que implicaba el don de la ciencia (theoría), de la impasibilidad (apathéia) y de la inmortalidad (athanasía) (10). "Dios plantó un jardín en el Edén del lado del Oriente, y puso en él al hombre que había creado" (Gén. II, 8).

Así el mundo que se extendía ante el hombre, siendo para él como un don, era también un campo que debía cultivar. El hombre debía vivir en él y, como Dios, realizar en él libremente su imagen. Esta obligación del hombre, este camino real de la libertad exigía una determinación de las más graves, proporcionada a su libertad. Siendo, por así decirlo, el centro de los dos dominios, el de la gracia y el de la naturaleza, el hombre debía decidirse claramente y libremente por el de la gracia y del espíritu para poder así disponer libremente de la naturaleza y gobernarla. Como un futuro hombre-Dios, theúmenos (S. Juan Damasceno), Adán debía tomar parte en la vida de Dios, entregándose a Él por amor. Prototipo del universo, y por lo tanto "lugarteniente" innato del mundo, "verbo creado", debía repetir en nombre de toda la creación, y conforme a su naturaleza creada, la ofrenda del Hijo al Padre en el seno de la Santísima Trinidad. Debía entregarse a Dios como se da a Él su Hijo único, Prototipo increado del universo creado.

Adán faltó a su obligación. Sucumbió a la tentación que vino del mundo de los espíritus en el que la caída estaba ya consumada. En vez de dominar espiritualmente las cosas del mundo, las utilizó según su propia voluntad. No se afirmó como su propio "Dios" sino que se extravió hasta el punto de encontrar su divinización en el goce de las cosas sin considerar la voluntad de Dios, como si las cosas del mundo no tuvieran ninguna relación con su Creador. "Comió del fruto" (Gén. III, 6). Su pecado no es un pecado "satánico", sino "humano", y tal vez por esta razón remisible.

Adán se apartó libremente de Dios, se volvió hacia el mundo y se enredó en el camino de la dominación natural del mundo. Al hacer esto, se separó de Dios, que es la Vida. Ahora bien, dice San Basilio, "estar privado de la vida es morir". Por consiguiente, Adán perdió toda exigencia a la plenitud del ser: "Al apartarse de Dios se condenó a la muerte" (11). Murió espiritualmente a Dios y al mundo. El "sello del Espíritu Santo", esa impronta del ser divino que llevaba en sí, su armonía con Dios y con el mundo, toda la armadura sobrenatural con la que había sido gratificado y cuya razón de ser y fin era justamente facilitarle la unión de su espíritu con Dios, todo esto fue no sólo alterado, sino completamente destruido. El "Cristo" que debía realizarse en la imagen del hombre se veló, se oscureció. En lugar de reinar sobre el mundo de la naturaleza y conducirla, como sacerdote y como rey, hacia Dios, Adán quedó él mismo como un hombre "natural", por así decirlo, "salido fuera de sí mismo" (12) y "disfrazado con la púrpura de las tinieblas" (13). Quedó con ello degradado y dejó herido de debilidad el poderío que le había sido dado sobre este mundo.

La prevaricación de Adán, parábasis (Rom. V, 14), fue también una caída de la naturaleza. Esta perdió su centro, su mediador, el sentido mismo de su existencia. El mundo cesó de ser un cosmos, para convertirse en algo puramente mecánico. Entonces se le presentó al hombre como un mundo "maldito a causa de él" (Gén, III, 17), como una creación que gime y sufre, "sujeta a la vanidad. no por su gusto, sino por la voluntad de aquel que la sometió a ella" (Rom. VIII, 20). Las relaciones que Dios había establecido entre el hombre y la naturaleza se modificaron en su totalidad. Ya no fue más el hombre el que dominó a la naturaleza; fue la naturaleza la que puso al hombre bajo su yugo y lo llevó lejos de Dios.

El veredicto que Dios pronunció sobre el hombre condenándolo  a depender de la naturaleza, de la enfermedad, de la miseria, del trabajo y de la muerte (Gén. III, 16-19), no es solamente un castigo sino también una "revelación". Mejor aún: "es un castigo revelador" que manifiesta al exterior lo que realmente pasó en el hombre en el instante en que se negó a obedecer a Dios. "El hombre, al dejarse engañar por el ataque del demonio, no siguió la orden del Creador; e impedido igualmente de acercarse con confianza a Dios, fue revestido de la dureza de una vida laboriosa, recubierta con la grosería y la mortalidad de la carne, como lo indican las hojas y las pieles con las que fabricó su indumentaria. Después de la justísima sentencia de Dios se vió arrojado del Paraíso, condenado a la muerte y sujeto a la corruptibilidad" (S. Juan Damasceno) (14).

Tal es el hecho que la sagrada Escritura nos presenta como la narración de la caída y del castigo de nuestros primeros padres. Por esta razón este pecado, siendo enteramente una acción propia y personal de Adán, es llamado pecado original. No sólo porque fue el primer pecado de los hombres, sino también y sobre todo porque la falta de nuestros primeros padres, con la culpa y su castigo, se convirtió en la herencia de toda su descendencia: el acto culpable, personal, de Adán es la causa del pecado original. San Pablo lo dijo claramente: "Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres porque todos han pecado. Porque hasta la Ley el pecado estaba en el mundo. Ahora bien: el pecado no es imputable cuando no hay ley. Sin embargo la muerte reinó desde Adán hasta Moisés, aun sobre aquellos que no habían pecado, por una transgresión parecida a la de Adán, el cual es la figura del que había de venir" (es decir, Jesucristo) (Rom. V, 12-14).

Para San Pablo, pues, la entrada del pecado en el mundo (e amartía) no es sólo algo pasajero, sino el fundamento de una dominación constante, de una condenación que se extiende a toda la raza humana (Rom. V, 12). No es el pecado personal de Adán. Este último está expresado por otros términos: caída, paráptoma, transgresión, prevaricación, parábasis. No es tampoco la pena del pecado. Es una falta única y al mismo tiempo múltiple, común a todos, aun a aquellos que no han imitado la prevaricación de Adán: un pecado, pues, que no es un pecado actual, pero que atrae la sanción sobre todos. "Es el pecado de origen, no aislado... sino con su escolta de maldición" (15).

Conforme a la enseñanza de San Juan Damasceno, el último de los Padres de la Iglesia griega (+ 749) que resumió toda la doctrina de sus predecesores y que, por esta razón, es un representante autorizado de la tradición patrística, Adán, como consecuencia de su pecado, se vió privado de la gracia divina. Sujeto a la corrupción y a la muerte, señales terribles de la pérdida de la unión con Dios, padeció la concupiscencia y la tiranía del cuerpo sobre el espíritu (16). Esta mancha del alma pasó con la vida a todos sus descendientes, los cuales, en virtud de su nacimiento de Adán, le fueron asimilados, heredando de él no solamente las consecuencias del pecado, la maldición y la corrupción, sino también el mismo pecado (17).

En otros términos, la universalidad del pecado quedó establecida por el hecho de que proviene de una condición inherente a nuestra misma existencia: el mismo suceso que hace de nosotros descendientes e hijos de Adán, hace también de nosotros pecadores. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo un hombre puede ser juzgado culpable de una falta que él no ha cometido personalmente? El pensamiento de Pascal es célebre al respecto : "Sin duda no hay nada que choque más a nuestra razón como el decir que el pecado del primer hombre ha hecho culpables a los que, estando tan alejados de esta fuente, parecen incapaces de participar de ella. Esta derivación no nos parece sólo imposible; nos parece hasta injusta: ¿por qué?  qué has de más contrario a las reglas de nuestra miserable justicia como el condenar eternamente a un hijo incapaz de voluntad, por un pecado en el que parece haber tenido tan poca parte, que fue cometido seis mil años antes de que él tuviese el ser" (18).

El pecado del primer hombre, en sus relaciones con la herencia de la justicia original, es un misterio que, abandonado a sí mismo, no puede ser penetrado por la razón ni en sus consecuencias esenciales ni como hecho objetivo. "El pecado original es locura ante los hombres, dice también Pascal, pero se lo tiene como tal... Pero esta locura es más sabia que toda la sabiduría de los hombres. . . Porque sin esto, ¿qué se diría que es el hombre? Todo en estado depende de este punto imperceptible" (19).

Sólo cuando el hecho de le falta original sea revelado, su concepto se dejará determinar claramente y triunfará de todas las aparentes contradicciones, "La oscuridad del pecado original se desvanece a la luz sobrenatural, que le es contraria, de la justicia original. El pecado original se explica, pero solamente por otro misterio, y por esto, a pesar de todas las claridades, no deja de ser un misterio para la razón" (20)

Hay que abandonar en primer término con toda resolución el punto de vista individualista. Aunque cada uno sea el único responsable de todos sus actos libres, depende también, en su ser y en su vida, de toda la humanidad, que, por así decirlo, lo lleva en si. Como se ha dicho, nosotros estarnos ligados los unos a los otros y formamos de esta manera un todo solidario: "Los hombres, en efecto, están en tal forma unidos y dependen los unos de los otros, en su ser espiritual y corporal, que hay que considerarlos como un todo, como una unidad, como un hombre único" (21) En su existencia personal cada uno de nosotros es un centro que recapitula en si a toda la humanidad, Los individuos separados no son evidentemente sólo medios; son las partes integrantes de un todo espiritual que, completándolos, los particulariza. Este hecho es el fundamento de la doctrina de la creación, de la caída original y de la redención.

Dios hizo salir de un solo hombre a todo el género humano para que poblase toda la superficie de la tierra, declara solemnemente San Pablo ante el Areópago de Atenas (Hechos, XVII, 26), y la bendición que Dios pronunció sobre los hombres para que se multiplicasen (Gén. I, 28) prueba no sólo que, según el pensamiento de Dios, la propagación de la raza humana debía hacerse por generación o descendencia, sino ante todo que esta reproducción debía provenir únicamente de la única cópula entonces creada. Por consiguiente, no sólo todos, considerados en su naturaleza, son como semejantes e iguales, sino que también todos están emparentados en cuanto que pertenecen a una misma raza, y unidos en una sola familia. Miembros de un mismo tronco y miembros de un solo cuerpo colectivo, están reunidos alrededor de su principio como alrededor de un jefe; o mejor, en virtud de su origen y a causa de él, están unidos orgánicamente, es decir, interiormente y vitalmente (22).

La humanidad no existe sino como un todo, cuyo jefe es el primer hombre. De donde es manifiesto que la creación, la vocación sobrenatural y la prueba del primer hombre fueron también la creación, la vocación y la prueba de toda la raza humana: todo el tesoro sobrenatural gratuitamente dado al primer hombre estaba destinado a ser el lote "natural" de cada hombre.

En todo hombre individual la naturaleza debía estar, pues, constituida como lo fue en el primer hombre. "Así como, según la ley natural de Dios, en el acto orgánico de la generación, se da primero la producción del organismo corporal, al cual viene a añadirse en seguida la acción creadora de Dios, por la que es infundida el alma a este organismo... así, según una ley divina sobrenatural, la actividad sobrenatural de Dios debía juntarse al acto de procreación, a fin de que el que era engendrado se hiciera semejante al que engendraba... Esta transmisión del estado de justicia original era al mismo tiempo una transmisión que afectaba, no sólo a la unidad específica de naturaleza resultante del acto de engendrar, sino especialmente a la unidad incluida en esta última, unidad de descendencia, de raza o de familia con la persona del jefe de la raza; en él esta unidad constituía el título que daba a sus descendientes el derecho de participar en los bienes sobrenaturales a él concedidos como a jefe de la raza" (23). Así Adán, respecto de la justicia original, tenía el carácter de un padre de familia de quien dependían para todos los miembros de la familia la posesión y la conservación del bien familiar.

En otros términos: colmado de todos los dones sobrenaturales, llevando en sí "el sello del Espíritu Santo", la gracia santificante que divinizaba su naturaleza íntegra, habilitada para la vida sobrenatural, el primer hombre estaba destinado a engendrar hijos que le fueran semejantes en todo. Debían tener parte en la vida eterna y ser adoptados como hijos de Dios desde el instante de su concepción. El pecado destruyó de arriba abajo este plan magnífico. "Todos nosotros estábamos en Adán, escribe Pedro Moghila, el célebre metropolitano de Kiew (1597-1647). Así como en el tiempo en que todos los hombres estaban en él cuando se hallaba en el estado de inocencia, así todos permanecieron en él cuando cayó en el estado de pecado" (24). Y el metropolitano Filareto de Moscú (1782-1867) agrega: "Como de una fuente impura y emponzoñada fluye naturalmente un arroyo impuro y emponzoñado, así, de un antepasado emponzoñado por el pecado, y por esta razón hecho mortal, desciende naturalmente una posteridad emponzoñada por el pecado y sujeta también ella a la muerte" (25).

Así, como dice San Cirilo de Alejandría (26), cada hombre fue "arruinado en Adán", y de esta manera perdió la justicia que debía obtener por Adán. El hombre "aparece a los ojos de Dios como uno que está desprovisto de la justicia original que hubiera debido poseer, y esto no a causa de un acto pecaminoso personal, sino a causa de una falta común a todos los miembros de la raza; como uno que, debido a esta falta de la raza, perdió la facultad de volverse sobrenaturalmente hacia Dios y se halla vuelto hacia las criaturas de un modo que se opone a la idea original de Dios; aparece a los ojos de Dios como un pecador, no como un pecador personal, sino como un pecador original, un pecador hereditario" (27).

Este estado de desgracia se presenta al mismo tiempo como una falta y un castigo. Pero ¿dónde se encuentra el delito culpable? ¿Por qué se distingue del castigo que entraña? Aquí está precisamente el problema de la esencia del pecado original. Este problema no ha sido aún plenamente resuelto por las decisiones doctrinales de la Iglesia. Nos parece que se puede decir con gran probabilidad que esta esencia consiste en la incapacidad del hombre para amar su último fin natural, Dios, no sólo como Padre, sino también como Creador (28).

Esto supone que por el pecado de nuestros primeros padres todas las fuerzas de su alma, que estaban unidas sobrenaturalmente a Dios y a su voluntad en lo que hay de más íntimo, fueron completamente arrancadas a esta intimidad. De ello resultó el que la naturaleza humana como tal se encontró herida. Es verdad que la naturaleza del hombre no ha sido destruida en su esencia, pero, como lo dice el adagio teológico, "fué despojada de los dones sobrenaturales y herida en su ser natural", "expoliatur gratuitis et vulneratur in naturalibus".

Respecto de la libertad de voluntad, el Concilio de Trento (1547) enseña en particular que no fue "en manera alguna destruida, aunque sí debilitada en sus facultades e inclinada al mal", "Minime extinctum..., viribus licet attenuatum et inclinatum" (29). Si las palabras quieren decir algo, el Concilio enseña que el pecado tuvo como consecuencia tanto la pérdida de los dones sobrenaturales como el debilitamiento de la misma naturaleza. Aunque como tal la naturaleza humana no exige ni la gracia santificante ni los dones sobrenaturales, no puede sin embargo quedar indiferente al respecto. Los dones sobrenaturales responden a sus aspiraciones y a sus deseos, y ella encuentra en ellos, cuando los recibe en beneficio, su armoniosa perfección.

¿Cómo la pérdida tan repentina y tan terrible de estos dones maravillosos no había de producir un profundo trastorno en todas las facultades del alma humana? Sobre todo si se considera, —y esto es absolutamente necesario—que no se trata aquí de una estatua, de un mecanismo cualquiera o de un robot, sino de un ser dotado de vida espiritual, como es el caso del hombre. ¿ Cuáles fueron, pues, en el alma humana los efectos de esta catástrofe? Todas sus fuerzas fueron revolucionadas de arriba abajo, hasta la médula. Las tendencias que, antes del estrago producido por el pecado, estaban equilibradas por otras aspiraciones, se rebelaron en torrentes desordenados. Y si el sello divino no fue totalmente borrado del alma, —la cual quedó siempre como un ser espiritual y por lo tanto "apto para recibir a Dios" (capax Dei), como dice San Agustín (30)—, el alma apareció desde entonces, respecto de la plenitud de su naturaleza, en un estado que no era ya verdaderamente "natural". Todas sus aptitudes naturales sufrieron, por así decirlo, una distorsión.

Y tan es así que el hombre no podrá engendrar ya en adelante seres semejantes a él. San Gregorio Niseno escribe a este propósito: "Así el mal se convirtió en parte integrante y esencial de nuestra naturaleza por el pecado de nuestros primeros padres, los cuales al comienzo se dejaron arrastrar por la pasión y, por su desobediencia, abrieron la puerta a la enfermedad. Como, en las diversas variedades de animales, la constitución del ser hereda, en la sucesión de las generaciones, la misma naturaleza que la de sus ascendientes, así nacerá del hombre otro hombre que tendrá la misma constitución. De un hombre entregado a las pasiones nacerá por lo tanto un hombre apasionado; de un pecador nacerá un pecador. Así el pecado nacerá, se podría decir, al mismo tiempo que el hombre. Y así como entra con el hombre en la vida, así crecerá y se desarrollará con él para no acabar sino en la postrera hora" (31).

¿Se puede exigir aún de un hombre así postrado en su espíritu la capacidad de amar a Dios por sobre todas las cosas como a su fin último natural? A un hombre cuyas facultades están todas debilitadas, cuya voluntad, bien que todavía capaz de ciertas, buenas acciones y de cierto amor de Dios, está sin embargo debilitada hasta tal punto que es prácticamente incapaz de adherirse a un bien que la satisfaga definitivamente, a este hombre ¿le es aún posible hacer un acto que exigiría de la voluntad una concentración de todas las fuerzas, tal que con él pueda darse plenamente, amorosamente a Dios? Sería como pedir a una orquesta cuyos instrumentos estuvieran todos desafinados, el que haga oír una sinfonía,

Tal es en la actualidad el estado en el cual todos los hombres vienen al mundo. Sin duda son todavía en principio capaces de conocer a Dios, y de conocerlo como a su fin último, respecto del cual todo lo demás no es más que medio. Sin duda poseen también todas las facultades que les permiten realizar este acto de amor de Dios, corona y perfección de su vida verdaderamente humana, es decir, de su vida moral. De hecho no les falta más que una cosa : la fuerza para reunir en un haz todas estas facultades debilitadas, y para concentrarlas en un acto lleno de impulso y de vida, como sería un acto verdadero de amor de Dios. Después de la caída original el hombre no está ya en estado de hacerlo. No que su naturaleza esté privada de los dones sobrenaturales y que en consecuencia esté entregada a la concupiscencia, sino porque el hombre posee una naturaleza que tuvo esos dones y los perdió, como consecuencia del pecado, una naturaleza que lleva una herida resultante de su culpabilidad.

En 1567 la Iglesia condenó la doctrina del teólogo belga Bayo (Michel de Bay, 1513-1589) que afirmaba que Dios no podía crear al hombre en el estado en que nace hoy (32). Esta condenación estaba perfectamente justificada, porque Bayo entendía hablar ole un hombre al que le falta el ornato de los dones sobrenaturales (33). Hablando más arriba de la concordancia ontológica que existe entre la Encarnación y la creación, tal como se realizó efectivamente; hemos visto que un orden puramente natural, aun privado de la revelación y de la gracia santificante, era y resultaba posible. No es la simple carencia de los dones sobrenaturales, sino el hecho de haberlos primero poseído y luego perdido por el pecado, lo que impide al alma humana cumplir el acto de amor necesario para la realización de su fin último. Si, pues, Dios podía crear al hombré en el estado ole naturaleza pura, no podía sin embargo crearlo como pecador "bajo el yugo del demonio y del pecado" (34), no simplemente desnudo, sino desnudado. "non nudus sed denudatus", es decir, en estado de resistencia a la voluntad divina, fuera del amor de Dios.

Pero el que dice pecado entiende necesariamente con eso pecado voluntariamente cometido. No basta, pues, concebir el pecado original como un hecho y un juicio sucedidos una vez, que no tuvieran que ver nada, moralmente, con la voluntad (35). El caso de los primeros padres no ofrece al respecto ninguna dificultad. El estado "degradante" en el que se encontraron era la consecuencia de un acto voluntariamente culpable. Pero ¿cómo afirmarlo de sus descendientes? ¿Se quiere atribuirnos un pecado cometido por una voluntad que nos sería, personalmente, absolutamente extraña? Algo así como lo que se dice en la Escritura: "Los padres comen agraces y los dientes de los hijos salen con dentera" (Ez. XVIII, 2). Si fuera así, habría que hablar de castigo proveniente del pecado de otro, más bien que de falta en el sentido propio de la palabra.

Hay que recordar aquí lo que sabemos acerca del hombre en cuanto persona. El hombre es, ciertamente, un individuo espiritual, pero no es sólo esto. Es también parte integrante de una familia, de una estirpe que debe ser considerada como un solo todo. Cuando se considera la cuestión desde este punto de vista resulta claro que, si todos los miembros de una sola y misma raza, por el pecado de una voluntad perteneciente a uno de ellos, sufren siempre un perjuicio, la voluntad desordenada de la raza misma infecta radicalmente a todo el árbol. Desde este sólo punto de vista individualista se puede, pues, decir muy justamente que "hemos sido arruinados por otro". Pero si se consideran las cosas en su conjunto, si se reconoce que nosotros somos también miembros de un todo que, en Adán y por su falta, ha incurrido voluntariamente en la pérdida de la vida, entonces con razón debemos admitir las consecuencias que de ello se derivan. Por esto el pecado original no es un pecado personal, sino un estado espiritual de desorden moral. Aunque es verdad que este estado no es el mismo que el del pecado habitual (peccatum habituale), se le puede comparar con él; sin embargo, en el caso del pecado original, el que no lo ha cometido no tiene tampoco que odiarlo como una desviación personal de su voluntad. El pecado original es precisamente un desorden resultante del acto culpable, personal, de Adán, en cuanto jefe de toda la raza humana. Sin relación con el acto pecaminoso de Adán, la pérdida de la justicia sobrenatural no sería más que una carencia, y no un pecado, puesto que el pecado es una carencia culpable. "Así el acto culpable de Adán no sería ni una falta común, ni la causa de una mancha original en sus descendientes, si esa falta hubiera sido considerada fuera de su relación con la justicia sobrenatural, debiendo pasar esta última de Adán a toda su posteridad" (36).

Tal como es, este pecado hace perder a la naturaleza humana la justicia sobrenatural y le causa una herida, sin corromperla, sin embargo, fundamentalmente ni en cada uno en particular, ni orgánicamente en el todo. De hecho el hombre caído ha quedado, sin embargo, incapaz de amar a Dios como Dios quiere ser amado por él, y como él debe amarlo para llegar a la salvación. Despojado de la gracia y de los dones sobrenaturales, fue entregado desde entonces a sus diversas inclinaciones, a tal punto que fácilmente se hace su esclavo y el juguete del demonio. En estas luchas, tentaciones y derrotas, el hombre, por sus actos personales de egoísmo, entorpece y consolida siempre más su estado innato de pecador "natural".

En efecto, cada hombre, por haber sido llamado como Adán, a participar de la filiación de Dios y de la vida divina, debe arrostrar la misma prueba que el primer hombre. Cada hijo de Adán lleva en sí una aspiración, que jamás puede ser satisfecha, a la plenitud del ser y de la vida. Como Adán, cada uno debe escoger: o bien alcanzar esta plenitud por medio de una oblación libre y amorosa de sí mismo a Dios, o bien, encerrándose en el egoísmo de su yo separarse orgullosamente de Dios.

Cada uno es libre para escoger si cumplirá, con Dios o contra Dios, la gran obligación de su vida : vivir siempre más plenamente, formar almas para edificar con ellas el reino eterno de la justicia y de la bondad. Y cada uno se inclinará a seguir el destino del primer padre y a romper el vínculo, no el vínculo "existencial", pero sí el del amor que lo hace hijo de Dios. "Cada uno, según la expresión de Dostoiewski, continuará mordiendo la fruta" y `"puesto que toda la raza humana es un todo solidario", cada uno hará recaer cada una de sus faltas, con todas sus consecuencias, sobre los hombros de los demás hombres. Porque "no hay nadie que haga el bien, ni siquiera uno solo" (Salmo XIII, 3). Un peso enorme de pecados y de vicios se abatirá sobre la humanidad que, impotente para salvarse por sí misma, no será ya capaz más que para perderse siempre más. Rodará de falta en falta. hasta que encuentre en la muerte temporal, preludio de la muerte eterna, el término de su" carrera. "Nacemos de la pasión, nos desarrollamos por la pasión, y en la pasión nuestra vida se inclina hacia su fin" (S. Gregorio Niseno) (37). Sí, verdaderamente el hombre es miserable y se conoce miserable, dice Pascal, "pero es ser grande conocer que se es miserable" (38).

La imagen verdadera de la humanidad es la del hombre asaltado por los bandidos, golpeado y despojado por ellos, que yace herido y semimuerto a la orilla del camino (39). Pues bien : he aquí que mi Salvador viene a su encuentro (Luc X, 30-37). Porque se trata aquí de volver a poner sobre el recto camino una voluntad que se ha desviado de él, para permitirle continuar su viaje hacia su último fin, Dios. Se trata, no de la santificación de algunos actos particulares, sino de una verdadera y sólida curación, de un enderezamiento de todo el ser, de una invasión de Dios en el alma.

El estado desesperado de la humanidad nos es revelado en las palabras de Cristo después de su conversación con el joven rico: "Hijos míos. ¡qué difícil es, para los que se confían a sus riquezas entrar en el reino de Dios!" Los discípulos, al oír estas palabras, se perturbaron y preguntaron : "¿Quién puede, pues, salvarse ?" Y Jesús, con los ojos fijos sobre ellos, les dijo: "Para los hombres esto es imposible, pero no para Dios; porque todo es posible para Dios" (Mat. XIX. 23-26; Marc. X, 23-27).

Para Dios, sí. La primera y última palabra le pertenecen sólo a Dios. Tocamos aquí, sin comprenderla, la inmensidad de su misericordia (esplanjnísthe, Luc. X. 34). El no es solamente un Dios de conmiseración, sino un Dios que ama al pecador, que se ocupa del hijo perdido. En efecto, este estado espantoso que de derecho hubiera debido ser el de la humanidad caída, abstracción hecha de la gracia divina, jamás existió históricamente de hecho. "Cuando el hombre se alejó de Dios, Dios desplegó todas sus fuerzas para volverlo a encontrar. Lo que el Señor expresa en la parábola del Buen Pastor que va en busca de su oveja perdida (Luc. XV, 3-4), no comenzó en los días de la aparición visible del Salvador, sino mucho antes ya, en las profundidades de la divinidad. En Jesucristo no tuvo más que la manifestación visible" (40). ¿No ha "venido El para buscar y salvar lo que estaba perdido?" (Luc. XIX, 10). Ya en el Paraíso el hombre caído había recibido la promesa de un salvador que lo liberaría de la muerte (Gén. IIl, 15). Y en previsión de este acontecimiento la gracia de la salvación fue dada a todos los que vivían "bajo la Antigua Alianza", sin ser "de la Antigua Alianza" (41).

La grandeza del medio de salvación que Dios va a emplear y que reclamaba la humanidad, probará más claramente y más luminosamente aún a los hombres la extensión y la profundidad de su miseria.
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  1. Or. de Incarn. Verbi 4. PG. 25, 104.

  2. Orat. Catech. IX, XXVII, XXXI, XXXII. PG 45, 40-41, 72, 77-84.

  1. SCHEEBEN, Mysterien, P. 206.

  2. Orat. contra Gentes 6. PG. 25, 12-13.

  3. Ibid. 7. PG. 25, 13, 16.

  4. Citado en L. KARSAVINE, Svjatyje Otzy i Ueitjeli Zerkvi (Los Santos Padres y los Doctores de la Iglesia). París, P. 157.

  5. Orat. contra Gentes, 2. PG 25, 5. 8.

  6. Esta definición del don de sí, del sacrificio, está sacada del P. DE CONDREN, Oratoriano : Cartas y discursos, París, 1668, P. 117.

  7. MÁXIMO GORRI, El Hombre.

  8. SAN JUAN DAMASCENO, De Fide Orthod. II, 11. PG 94, 916-17.

  9. Hom. quod Deus non est auctor malorum 7, PG 31, 345.

  10. SAN GREGORIO MAGNO, Dial. IV, 1. PL 77, 317-318.

  11. PSEUDO MACARIO, Hom. II, 1. PG 34, 464.

  12. De Fide Orthod. III, 1'. PG 94, 981.

  13. Prat, op. cit. (I12), París, 1924, P. 252-61.

  14. M. JUGIE, A. A., Péché originel, en Dictionnaire de Théologie catholique XII, col. 430, París, 1933.

  15. De Fide Orthod., IV. PG 94, 1137; y M. JUGIE, Jean Damasc, ne, en Dict. de Théol. cath. VIII, col. 727, París, 1924

  16. Pensées, París, 1900, P. 352.

  17. Ibid., P. 537.

  18. SCHEEBEN, Mysterien, P. 291.

  19. KARL ADAM, Le vrai visage du Catholicisme (Trad. E. RICARD), París, 1931, P. 54.

  20. SCHEEBEN, Dogmatik II, 1933, P. 195.

  21. Ibid., P. 504.

  22. PEDRO MOGHILA, Metropolitano de Kiev, La confession orthodoxe (Texto latino inédito), por A. MALVY, S. J. y M. VILLER, S. J., en Orientalia Christiana X, 99, 1, 24; III, 20. París-Rome. 1927.

  23. METROPOLITANO FILARETO, Catecismo (en ruso), Berlín, s. d., P. 35.

  24. Quod unus sit Christus. PG 75, 1272.

  25. SCHEEBEN, Mysterien, i . 243.

  26. GUY DE BROGLIE, S. J., Tractatus de Primordiis Rerum et Hominis, Cursus lectus in Instituto Catholico Parisiensi II, 193.1, P. 113-36, y sobre todo P. 121 (Cfr. también santo Tomás de Aquino, I4, II4, c. 82).

  27. Decretum de Justificatione (Enchiridion Symbolorum, n. 793).

  28. De Trinitate XIV, VIII, 11. PL 42, 1044.

  29. De Beatitudinibus, Or. VI, 4. PG 44, 1273.

  1. Ench. Symb., n. 1055, prop. 55.

  2. Véase Dict. de Théol. cath. II, col. 71, París, 1910; y G. DE BROGLIE, CivrSns citatus, P. 118-9.

  3. Cf. Decretum de Justificatione (Ench. Symb. n. 793).

  4. Cf. Ibid., n. 1046, 47, 48.

  5. SCHEEBEN, Mysterien, P. 244.

  6. De Beatitudinibus, Or VI. 4. PG. 44, 1273.

  7. Pensées, P. 509.

  8. Cf. SAN IRENEO, Adv. Haer. III, 17, 2. PG 7, 930.

  9. R. GUARDINI, Wille und Warheit, Mainz, 1933, P. 100.

  10. S. AGUSTfN, Expos. Ep. ad Galat. XLIII. PL 35, 2136-7.