CAPÍTULO III

EL HOMBRE-DIOS

Cómo expresar este misterio?
El Incorpóreo toma un cuerpo: el Verbo se sarga con una carne; el Invisible se hace visible, y el Hijo de Dios se hace hijo del hombre: Jesucristo permanece el mismo ayer y hoy y eternamente.

(Oficie de Vísperas de la Iglesia oriental para el 26 de diciembre).

 

"El Verbo se hizo carne" (Jo. I, 14) ... Con las palabras que el apóstol san Juan escuchó en la última Cena, el mundo no conoce otras más grandes. Ellas expresan todo el prodigio de la Encarnación y resumen este inmenso misterio.

Dios se hizo carne, es decir, criatura. El Dios eterno, el Dios infinitamente libre viene a lo que es finito y pasajero, se mezcla en la trama histórica de la vida humana, acepta el vivir como nosotros un destino. Jamás un pensamiento humano se hubiera atrevido, hubiera sido capaz de concebir algo parecido o de expresarlo con palabras. Sólo el Espíritu Santo que todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios (I Cor. II, 10), pudo revelar de Dios que Dios fué su propia criatura.

Un día, para manifestar su amor, Dios decretó la creación del mundo. Quiso que una criatura finita "coexistiese" con su existencia absoluta. Pues bien: he aquí que para probarnos la grandeza de este amor, para confirmar y coronar todas estas revelaciones, Dios nos da a su propio Hijo. ¡Beneficio inmenso, cuánto más grande que el don de la existencia!

El Verbo, "por quien todo fué hecho" (Jo I, 3) viene a la tierra; como lo dice nuestro Credo, "descendió del cielo". Evidentemente este "descendió del cielo" no debe entenderse en el sentido espacial y temporal y, podría decirse, geográfico. El Verbo "deja al cielo" con la paz bienaventurada de la existencia divina y viene a participar de nuestra existencia creada; se hace criatura.

¡Qué maravilla! ¿Cómo apartar la mirada de esta paradoja? ¡Dios se hace hombre! El Hijo de Dios se anonada a sí mismo y se hace hijo de la Virgen. Llevará también un nombre humano, el nombre de Jesús. Porque así es como ha sido llamado. "Este nombre no le fué dado de afuera, sino que le viene desde toda la eternidad. Pertenece a su propia naturaleza el ser Salvador. Este nombre le es innato, no le ha sido dado ni por un hombre ni por un ángel" (S. Bernardo) (1). El Dios eterno deja, por así decirlo, su vida divina y "levanta su tienda en medio de nosotros" (Jo. I, 14).

"Subsistiendo en la forma de Dios, no consideró como una rapiña la igualdad con Dios, sino que se anonadó tomando la forma de esclavo y haciéndose semejante a los hombres. Y reconocido como hombre en su exterior se humilló más aún, haciéndose obediente hasta la muerte y hasta la muerte de Cruz" (Fil. II, 6-8).

¿En qué consistió este anonadamiento o, para emplear la fuerte expresión del griego, ese vaciamiento, esa "kenosis"? Para el que se resiste el atribuir a San Pablo un absurdo, debe ser claro que Cristo no podía vaciarse ni de su propia naturaleza divina, ni de las propiedades que le son esenciales, vida, ciencia, potencia, bondad. En el lenguaje usual la palabra forma (morfé) no es un simple sinónimo de "naturaleza" o de "esencia" (físis, usía). Morfé significa la forma exterior, el aspecto de un ser, que nos lo manifiesta por lo que es; la forma de ese ser es su figura (2).

Según la enseñanza de San Cirilo de Alejandría, el anonadamiento de Dios consiste "en la aceptación de la carne y de la forma de esclavos, en la semejanza con nosotros, a la cual Él se sometió, Él que, según su propia naturaleza no era como nosotros, sino elevado por encima de toda la creación. De esta manera se humilló descendiendo por la Encarnación al estado de la humanidad. Pero permaneció siendo Dios, aunque no hubiera recibido lo que le correspondía por su naturaleza... Debió, sí, acomodarse al estado de la humanidad y al mismo tiempo conservar esa majestad de dignidad divina que le era inmanente según su naturaleza, lo mismo que al Padre" (3).

En su "Explicación del símbolo de Nicea", el gran Doctor repite la misma idea: "El Señor Jesús es uno, el Verbo único del Padre, que se ha hecho carne sin dejar de ser lo que era antes. Ha seguido siendo Dios en la humanidad, y Señor en la forma de esclavo, y lleno de la divinidad en medio de nuestro anonadamiento; Señor de las potencias en la debilidad de la carne y en el estado de humanidad exaltado por encima de toda la creación. Porque lo que tenía antes de la Encarnación lo conserva sin perderlo jamás. ¿ No era verdadero Dios y verdadero Hijo, Hijo único y luz, Vida y Poder? Y lo que no era lo asumió al tomar las propiedades de la carne... Sin embargo, no se encarnó de tal suerte que haya una transformación o modificación o cualquier cambio al tomar la naturaleza de la carne, ni tampoco de tal manera que se haya producido una fusión o una mezcla..., una reunión de las naturalezas... Más bien, como se ha dicho, tomó del cuerpo virginal e inmaculado una carne animada por un alma razonable y se las apropió a ambas... El Verbo, al hacerse hombre, no dejó, pues, jamás de ser lo que era ; al contrario: siguió siendo Verbo cuando apareció revestido de nuestra naturaleza... Se enseña que Cristo se anonadó porque antes de su anonadamiento poseía con plenitud todo lo que le correspondía como a Dios. El mismo se bajó de las alturas inefables de los esplendores divinos... Un ser libre tomó la figura de esclavo... EI, que subsistía en la forma del Padre y era igual a Él se hizo semejante a los hombres" (4).

Al tomar la forma de esclavo y al hacerse semejante a los hombres, el Verbo aceptó también las condiciones propias de una vida humana. En consecuencia renunció a las prerrogativas del honor, de la dignidad y de la gloria, de las que Él hubiera podido disponer con derecho como Hijo de Dios hecho carne. Su humanidad es creada y por lo tanto finita. "Infinita en dignidad, como unida hipostáticamente a una Persona divina, pero finita en su esencia y dotada de una perfección que no agota toda la potencia de Dios; sin contar que ella no ocupa el grado más elevado en la escala de los seres actuales... Por este despojamiento voluntario, operado en su humanidad santa, el Verbo se despojó a sí mismo, puesto que no forma con ella más que una sola Persona" (5). La gloria de la divinidad se esconde bajo el velo de la humanidad. Ahora bien: la gloria es el gozo que experimenta un ser razonable ante el hecho de su perfeccionamiento, el regocijo de su perfección. He aquí a lo que renuncia el Hijo de Dios. "En lugar del gozo sufrió la cruz" (Hebr. XII, 2). El, Dios y Señor de la gloria, apareció aquí abajo en una carne semejante a la del pecado. Con excepción del pecado y de la concupiscencia, aceptó libremente todas las debilidades de nuestra carne pecadora: corruptibilidad, pasibilidad, mortalidad, hasta el punto de que, para su conservación y protección, tendrá necesidad de la ayuda y de los dones de Dios (6).

La elevación de la creación hasta la unión hipostática con el Creador, tal es el gran acto del "descenso" de Dios y el don de su amor. Este amor es tan grande, que Él mismo echa un puente sobre el abismo que separa al Creador y a su creación. En realidad se trata aquí no sólo del abismo ontológico existente entre el Creador y su creación, sino también de ese otro abismo que ha sido cavado entre Dios y el mundo por el pecado del hombre. Por consiguiente la elevación del hombre hasta su unión con el Creador significa también su redención y su reconciliación con Dios, es decir, la victoria del pecado. En estas condiciones, el "descenso del cielo" es la cruz que el Hijo de Dios toma sobre sus hombros para salvar al mundo. He aquí el prodigio absolutamente inconcebible del amor de Dios, un misterio en el que "los ángeles mismos desean hundir su mirada" (I Pedr. I, 12).

La palabra "esclavo" en la expresión "la forma de esclavo" que la Escritura aplica a Cristo, se refiere, pues, menos a la naturaleza que a las relaciones del ser creado con Dios. Significa que el Verbo asumió delante de Dios una situación semejante a la de un servidor. "En los días de su vida terrena Él ofreció con grandes clamores y lágrimas oraciones y súplicas a Aquel que podía salvarlo de la muerte. Y fué escuchado por su piedad para con Dios" (Hebr. V, 7). Es imposible explicar hasta el detalle el alcance de este testimonio, porque habla expresamente de una oración muy distinta de lo que es una "conversación con Dios". El Hijo "suplica" verdaderamente al Padre que lo salve de la muerte. Centenares de años antes el profeta Isaías en su libro, al que se ha llamado "el quinto Evangelio", expresó lo mismo: "Y se levantará como un débil arbolito, corno un brote que sale de una tierra disecada; no había en Él ni forma, ni belleza para atraer nuestras miradas, ni apariencia para excitar a nuestro amor. Fué despreciado y abandonado de los hombres, hombre de dolores y conocedor del sufrimiento; como un objeto ante el cual se oculta la cara ; expuesto al desprecio, nosotros no hicimos caso de Él" (Is. LIII, 2-3).

Sin embargo, tan verdaderamente como es Cristo y pudo mostrarse, no puede pensar demasiado humanamente ni de su Persona en cuanto que está unida a la humanidad, ni de esta misma humanidad. En la historia de la raza humana la figura de Cristo aparece como un caso absolutamente único. Como hombre fué perfecto. Compuesto de un cuerpo y de un alma, su naturaleza humana poseía todas las propiedades de su componentes. Y con todo, su naturaleza divina no estaba por ello ni deformada ni disminuída. Fué un hombre perfecto y un hombre sin pecado; pero porque su naturaleza humana fué asumida por la hipóstasis divina y unida a la naturaleza absolutamente perfecta de Dios, fué al mismo tiempo un Hombre-Dios, es decir, un Dios que llevaba una vida humana o un hombre que, por su unión interior con Dios, participaba de la vida divina. Ni antes de Él, ni después de Él habrá un ser viviente y racional que pueda igualarlo en perfección y en el que, según la expresión de Berdiaeff, "los dos nacimientos se unen en uno solo, los dos movimientos —el que viene de Dios y el que viene de los hombres— se transforman en un solo y mismo impulso" (7). El amor realiza en él la síntesis de lo divino y de lo humano; y todo, menos el pecado, podía entrar en Él. Aunque fuera Dios, podía anonadarse hasta tomar la forma de un esclavo, y porque se había cargado con el peso de nuestros pecados, podía sentirse realmente como abandonado de Dios.

Desde el instante de su concepción, su naturaleza humana, como consecuencia de su unión con la naturaleza divina, fué divinizada; y desde ese momento fué Cristo, es decir, el ungido de Dios. La naturaleza humana no fué por esto ahogada ni arrojada a la sombra por la divinidad. Al contrario: se volvió todavía más luminosa y más grande. Cristo fué enviado para revelarnos a Dios por medio de su palabra, por su acción, por su predicación profética, sus milagros y su sacrificio. Para el hombre como tal esto es una gloria, una elevación que en sí y por sí Dios mismo la ha vivido y por la que se ha revelado. Su persona, la Persona del Hijo. "lleno de gracia y de verdad", ha derramado su plenitud sobre la naturaleza humana en la medida en que esta naturaleza podía recibirla y aceptarla. Y en primer lugar la plenitud de la Gracia, de la Verdad y de la Sabiduría de la misma Divinidad que llena su humanidad como un globo de sol, para irradiar luego esta luz de perfección espiritual sobre toda la humanidad y sobre el mundo entero.

La unión hipostática implica, además, la plenitud de la gracia santificante, es decir, de la divinización. Ella la sigue como la luz sigue al sol. Se trata aquí de un perfeccionamiento que hace apto para unir a Dios lo que es finito (naturaleza humana). La gracia es precisamente el modo de ser de la naturaleza, y su esencia consiste en fundar en lo finito esta relación de la unión con lo infinito que, en el caso presente, es la unión hipostática. De la plenitud de esta gracia del Hombre-Dios todos hemos recibido, y "gracia por gracia" (Jo. I, 16-17). El "Doctor de la gracia", San Agustín, comenta luminosamente estas palabras : "El mismo Señor Jesús nos ha dado al Espíritu Santo, no solamente como Dios, sino que también lo ha recibido como hombre. Por esto es llamado "lleno de gracia y del Espíritu Santo" (Jo. I, 14; Luc., II, 52; IV, 1). No ciertamente por una acción visible, sino por el don de la gracia, simbolizado por la unción visible de la que se sirve la Iglesia para ungir a sus bautizados" (8).

Por esto también Él aparece como el más amable, el más fascinante, el más hermoso de todos los hijos de los hombres. Todo en Él, todo su ser respira la gracia y el amor. El es la garantía que nos certifica que el amor de Dios se ha derramado, una vez más por todas, sobre la raza humana. Toda su vida, todo lo que ha pensado, dicho y anunciado, todas sus plegarias, todo lo que ha hecho y cumplido, no fué sino un oleaje continuo de la bondad generosa y de la benevolencia de Dios. Por esto las turbas estaban hasta tal punto subyugadas por "las palabras que caían de sus labios", que les parecía que Él "no enseñaba como los doctores y los fariseos", y se apretujaban alrededor de Él y lo buscaban por todas partes. "Jesucristo, dice Pascal, es un Dios al que uno se acerca sin orgullo y bajo el cual uno se humilla sin desesperación" (9).

Si la Encarnación es una ratificación divina de la creación, más aún: su elevación hasta la unión con el Creador, esto vale sobre todo y en primer lugar para la naturaleza humana del Hombre-Dios. Ella lleva grabada en sí la impronta indeleble de la realidad eterna de Dios, de modo que las leyes inflexibles de la caducidad de todo lo que es terreno están fundamentalmente abolidas para ella.

Del cuerpo del Señor emanan fuerzas sanas, llenas de frescura y de vida. Su sangre y su carne son portadoras y dispensadoras de vida. La vida sobrenatural de toda la raza humana está contenida en ellas como el agua en la fuente. Por eso el cuerpo de Cristo será capaz de realizar milagros. Dios quiere mostrarnos con esto que sin Él, sin su mediación, no es posible ni perdonar los pecados, ni resucitar a los muertos. Sus manos, sus ojos, la saliva de su boca y aun las cenefas de su vestido, todo está impregnado de esa fuerza que proporciona la felicidad y la gracia. Todo irradia la luz de Aquél que por naturaleza es Luz, mientras que Él mismo, por más que tenga la facultad de hacer resplandecer su cuerpo con toda la gloria el cielo, se somete voluntariamente a todas las debilidades de su carne humana. Sufre la sed y el hambre, experimenta la fatiga, crece, se desarrolla, duerme, llora, pasa de un lugar a otro; brevemente: vive como vive todo hombre. Todo esto lo ha tomado Él sobre sí para regenerar y sanear la vida.

Este perfeccionamiento de todas las fuerzas naturales se manifiesta más intensamente aún en el alma de Cristo. El alma del hombre es la compañera de la vida del cuerpo. Toda la caducidad y la continua variabilidad de la materia se refleja también en el alma. ¡ Cuántas veces es ella, en muchas personas, precisamente por esta razón, tan falsa, mentirosa y solapada ! De todo esto ninguna huella en Cristo. Permaneciendo siempre como alma humana, su alma emprende el vuelo, se instala en las cimas del Espíritu.

La Iglesia ha definido la presencia de dos voluntades diferentes en Cristo: la divina v la humana, sin fusión ni separación, pero jerárquicamente concordantes, así como una doble operación correspondiente a estas dos voluntades. En el momento de encontrarse la voluntad creada y la voluntad no creada, la primera no es absorbida por la segunda. Tampoco está reducida a la función de un instrumento ciego. Las dos voluntades forman una unidad armoniosa que se realiza sin obstáculo por el hecho de su penetración y lucidez mutuas.

Esta mutua compenetración de las dos voluntades en concordancia con cada una de las dos 'naturalezas es, como se ha dicho, el aspecto dinámico del dogma de la unión hipostática. Del pesebre de Belén al Gólgota, el Hijo será activamente obediente a la voluntad del Padre, "seguirá su voluntad". Por eso no hay que comprender la unión de las dos naturalezas en Cristo como una especie de yuxtaposición estática, sino más bien como una reciprocidad real entre las dos operaciones.

De la integridad de las dos naturalezas se sigue que Cristo, aparte de su conocimiento divino —la Encarnación no había velado en modo alguno la Sabiduría y la Ciencia infinitas y perfectas del Verbo—, poseía también un facultad de conocimiento creada, como tenía también una voluntad creada. Bajo la influencia de la divinidad que resultaba de la unión hipostática, el alma del Hombre-Dios fué, desde el instante de la concepción, elevada a un estado de conocimiento que supera sin comparación posible el conocimiento natural y sobrenatural de todos los espíritus creados. Este conocimiento se presenta, pues, como la imagen más perfecta de la Sabiduría y de la Ciencia infinitas de Dios. Él abraza por consiguiente del modo más perfecto todo el presente y todo el porvenir, es decir, todo el mundo real en acción. Un tal conocimiento era debido al alma del Hombre-Dios. ¿No era al mismo tiempo el alma del mismo Verbo? ¿No estaba destinada a ser la corona de la creación? Este conocimiento le correspondía particularmente en cuanto jefe de todas las criaturas inteligentes, a Él, el Primogénito, en quien "habita toda la plenitud de la divinidad y en quien están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col. II, 3).

El centro, el sol de la plenitud de la sabiduría que resplandece en el alma de Cristo e ilumina, es la visión original e inmediata de Dios, la "scientia beata". Es ella la que permite al alma de Cristo ver a Dios y contemplar todas las cosas en Dios. Aunque este conocimiento intuitivo pueda ser llamado, comparándolo con el de las simples criaturas, un conocimiento total e ilimitado, sin embargo, siempre es una esencia finita, que no equivale al conocimiento divino. No pudiendo abrazar todo el contenido de la potencia divina, no es un conocimiento exhaustivo de Dios. Pero como, por sí sola, esta visión inmediata de Dios implica el conocimiento de todas las cosas y hace al alma de Cristo, en el más alto grado, semejante a la sabiduría de Dios, se podría creer que no hay lugar para buscar en Cristo una sabiduría creada distinta de la que le es dada por la iluminación sobrenatural de Dios. Por otra parte, como el alma de Cristo se presenta como reina y soberana de todos los espíritus creados, debe superarlos en perfección espiritual. Por esto hay que admitir que, junto con la "scientia beata", Cristo poseyó otro conocimiento, el de los ángeles. Por él conoció de manera intuitiva perfecta todas las cosas naturales y sobrenaturales que se encontraban fuera de Dios. Ese conocimiento permitió a Dios hecho hombre hablar y obrar como verdadero profeta (10). Además de estos dos conocimientos, Cristo poseyó el conocimiento humano que se adquiere naturalmente por medio de la actividad humana, como es el caso nuestro. Este conocimiento es el que tenía ante sus ojos el evangelista cuando escribía: "Y Jesús progresaba en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres" (Luc. II, 52). Este progreso humano quiso realmente experimentarlo en sí mismo para ser semejante a nosotros y así salvarnos. Como lo dice san Ireneo: "Vino para salvar a todos (los hombres), a todos aquellos que serán regenerados por El para Dios, los lactantes y los pequeñitos, los niños, los adolescentes y los viejos... El, el Príncipe de la Vida y el Primero entre todos, quiso también servir de faro a todos" (11).

Describir la "psicología" de Cristo está por encima de nuestras fuerzas. Todas las tentativas hechas en este sentido, aun las mejores, muestran por lo menos una "falta de gusto espiritual", y su fracaso está asegurado de antemano. Nuestra psicología, con todas las limitaciones y restricciones que le imponen las consecuencias del pecado, no está verdaderamente aquí en su sitio. En su hipóstasis Cristo era el mismo Dios. Su persona es una Persona divina. Si, a causa de la Encarnación, su ser fué formado por la unión de dos naturalezas, de la que cada una tenía su propia conciencia, sin embargo su conciencia personal no podía ser la de un ser neutro o la de un ser compuesto. Brevemente: Cristo no era un ser semidivino o semihumano. Sucede aquí lo que se dijo más arriba a propósito de la voluntad : en virtud de un solo y único yo divino, la voluntad divina y la voluntad humana están unidas de un modo transparente y armonioso. El Yo personal de Jesús era una conciencia divina inmediata que no permitía y no podía permitir ningún "más o menos", ningún desenvolvimiento o cambio, es decir, en el sentido propio del término, ninguna "psicología".

"El Verbo eterno del Padre, Él mismo eterno y antes de todos los siglos, aparece hoy en medio de los que viven aquí abajo, gracias a la benevolencia infinita del Padre, pero no se separa por esto de las alturas celestiales." En estas palabras de un himno de los tiempos primitivos del cristianismo (12) está encerrada toda la teología de la Encarnación o, más precisamente, del anonadamiento del Verbo. De que Dios se haya escondido bajo la forma de esclavo sin querer revelar su divinidad en todo su esplendor, no se puede deducir en modo alguno que haya perdido la conciencia de su divinidad. La conciencia de sí de la segunda Persona, es decir, la conciencia de sí de Dios mismo, absolutamente perfecta y eternamente inmutable, no puede oscurecerse repentinamente ni menos aún extinguirse.

Por su parte, pues, el Hombre-Dios conserva en su anonadamiento la conciencia de su propia personalidad divina, de su filiación divina, de su vida divina, en el Padre. Él sabe perfectamente que es el Hijo del Padre. Pero al mismo tiempo sigue siendo el "Hijo del hombre", es decir, un hombre que, como cada uno de nosotros, es netamente consciente de la naturaleza humana que ha tomado, así como de todos los sentimientos ligados con esta naturaleza y que le pertenecen con propiedad. En una palabra: Él es el Hombre-Dios. Su filiación divina, su unidad con el Padre las anuncia a los hombres, sus hermanos, como que es uno de ellos. El Señor no es simplemente el Hijo de Dios sin ninguna relación con la humanidad. No es tampoco unas veces Dios, otras veces hombre. Lo que hay de absolutamente único en su persona es precisamente que siendo "hijo del hombre", se designa como siendo uno con el Padre, es decir, uno con Dios, sin disminuir o negar su humanidad. Él es el Hombre-Dios previsto desde toda la eternidad (Col. I, 16-17; I Pedr., I, 20) que ha venido a la tierra para nuestra salvación.

Muy distinta es la condición del hombre. La conciencia de su personalidad se realiza progresivamente, durante el curso general de su desarrollo y de su crecimiento. Al tomar la naturaleza humana, la forma de esclavo, el Verbo asumió todo lo que ha sido creado en el hombre a su imagen, es decir, la conciencia creada, de la que Él hizo "su conciencia propia, la del Cristo histórico" (13). Niño nacido de una mujer, "crecía y se fortificaba, como nos lo dice el evangelista, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en Él". (Luc. II, 40). Y este desarrollo espiritual y moral del Salvador no era pura apariencia. San Cirilo de Alejandría lo dice justamente: "Habiendo introducido al Verbo divino hecho carne, el sabio evangelista muestra que, si se unió según la economía de la Encarnación a la carne que había tomado, la dejó desarrollarse según las leyes de su propia naturaleza. Ahora bien: lo propio de la humanidad es progresar en edad y en sabiduría, y yo diría que también en gracia, desarrollándose en alguna manera la inteligencia que se encuentra en cada uno al mismo tiempo que las dimensiones del cuerpo. En los niños no es ya lo que ella era en la primera edad, y luego sigue creciendo todavía. Para el Verbo, en efecto, puesto que es Dios y nacido del Padre, no era ciertamente ni imposible ni irrealizable hacer crecer desde la cuna el cuerpo que él había unido a su persona y llevarlo de pronto al perfecto crecimiento. Yo diría también que le era agradable y fácil manifestar en el niño una sabiduría admirable; pero esto no hubiera sido muy diferente de la magia y hubiera deshecho la economía de la Encarnación. Porque este misterio se cumplió sin esplendor. El permitió, pues, que las leyes de la humanidad conservaran todo su valor. Y ello se le atribuirá a su semejanza con nosotros: nosotros nos desarrollamos poco a poco ; el tiempo hace crecer nuestra estatura y, en la misma proporción, nuestra inteligencia" (14)

Al mismo tiempo brillaba en este niño, parecido a un sol, la luz eterna de su Yo divino, y esta luz irradiaba en El y de Él. Porque la faz de Dios aparece sobre la faz del hombre que deja trasparentar a Dios. En esta "divinidad-humanidad" del rostro de Cristo yace escondido este misterio viviente de su personalidad. "Sobre este misterio está fundada la religión cristiana : todo lo que ella es y todo lo que ha producido: el árbol y sus frutos" (15).

La divinidad del Verbo se revela gradualmente, poco a poco. Unas veces, delante de aquellos que lo rodean, se esconde detrás de la forma de esclavo, otras brilla dulcemente, y en ocasiones estalla y resplandece en la humanidad de Cristo. En el templo de Jerusalén, Jesús a la edad de doce años da el primer testimonio de sí mismo: "¿No sabíais que yo debo estar en la casa de mi Padre?" (Luc. II, 49). En estas palabras del divino Niño brilla ya su conciencia de Hijo. Pero sus mismos padres "no comprendieron lo que Él quería decirles con aquello" (Luc. II, 50).

Y más lejos se dice: "Descendió con ellos y fué a Nazareth. .. les estaba sujeto... y creció en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y delante de los hombres" (Luc. II, 51-52). Estos años silenciosos no son solamente una preparación, sino también un misterio: el símbolo de la eterna generación del Hijo en el seno del Padre y de la mutua efusión del uno en el otro. Para los hombres, sin embargo, siempre es el `"carpintero" (Mc. VI, 3) y el "hijo del carpintero" (Mat. XIII, 55). Ellos jamás podrán "comprenderlo" (Jo. VII, 5). ¡Cómo debió sufrir a causa de esta "incomprensión" de los suyos, de sus diarias objeciones! El Evangelio nos lo deja entrever cuando dice: "Los suyos querían apoderarse de él... porque decían : Está demente" (Mc. III, 21). Sólo María "conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón" (Luc. II, 19). Así sucedió hasta el día en que dejó la casa paterna para hacerse bautizar por San Juan. Entonces se pudo oír una voz del cielo que daba testimonio de Él: "Este es mi Hijo muy amado en quien he puesto mis complacencias" (Mat. III, 17). Al mismo tiempo resonó en la tierra la profecía del Precursor: "Ved aquí al Cordero de Dios que ha de quitar los pecados del mundo. De Él es de quien se ha dicho: Un hombre viene detrás de mí que ha pasado delante de mí porque existía antes que yo" (Jo. I, 29-30).

De tiempo en tiempo la faz divina de Cristo resplandece con una fuerza tan irresistible que aun los indiferentes retroceden y sus enemigos caen en tierra delante de él. El enseña "como quien tiene autoridad" (Mat. VII, 29). Armado con un látigo hecho de cuerdas arroja del templo a los traficantes. Reivindica para sí el poder de perdonar los pecados. Posee sobre los espíritus malos e impuros un poder que confiere igualmente a los otros: el poder de curar y de hacer milagros, y esos prodigios "tienen su propio lenguaje... que nos ordena admirar al Dios invisible a través de las obras visibles" (S. Agustín) (16).

Por momentos sucede que la humanidad pecadora no puede soportar esta mirada divina: "Aléjate de mí., Señor, le suplica San Pedro, porque soy un pecador" (Luc. V, 8). En verdad, ¿quién es capaz de sostener esa mirada? ¿Podemos verdaderamente mirar hasta el fondo de los ojos a Aquel que nos declara: "El Padre y yo somos uno?" (Jo. X, 30). "Antes que Abrahán existiese (es decir, antes que Dios hubiese hecho la promesa a Abrahán, antes que existiese el pueblo judío), yo existo (Jo. VIII, 58). ¿Quién de nosotros se atrevería a poner los ojos sobre Él en el instante en que ordena : "Lázaro, sal afuera!" (Jo. XI, 43).

Así como nuestra vista no puede soportar los rayos resplandecientes del sol, y nuestra carne no puede sufrir el ardor ardiente del fuego, así el rostro de Cristo no puede sostenerlo el hombre cuando Dios se transparenta en él. Sin embargo muestra también un rostro humano y habitualmente esconde su resplandor divino detrás de la faz que recibió de la Virgen María.

Se podría vivir a su lado y sin embargo no advertirlo, mirarlo, y sin embargo no ver nada. Pilatos, el pagano escéptico, encontrándose cara a rara con la Verdad en persona, pudo decirle: "¿Qué es la verdad ?" (Jo. XVIII, 38), y luego exhibirlo a Él el Hombre-Dios, ante la turba furiosa de los judíos, mostrándolo con el dedo: "¡ He aquí al hombre!" (Jo. XIX, 5). En realidad Pilatos no podía haber hablado mejor. Por eso los palabras de la sagrada Escritura acerca de Caifás: "No dijo esto por sí mismo... Profetizaba" (Jo. XI, 51), se aplican también al gobernador romano tanto como al gran sacerdote.

Sí, Jesús era verdaderamente el "Hombre", "el segundo Adán, el Primogénito de toda criatura" (Col. I, 15), El es la imagen humana en su absoluta perfección, que se sienta en el cielo a la diestra del Padre, el "Hombre-Humanidad", en quien cada uno de nosotros halla su reflejo : "Unus homo Christus", dirá San Agustín, "qui extenditur usque in finem saeculi, in multis unus" (17)

Lo mismo acontece con la verdad de la que estaba llena el alma de Cristo. También aquí ¡qué plenitud! Para el alma verdadera y sincera del Salvador no había nada peor que la simulación de la santidad, el fariseísmo y la falsía. ¡Con qué palabras inmortales estigmatizó estas actitudes! Toda su sensibilidad está penetrada de sinceridad y de rectitud: "Ninguna huella de que se deje llevar por la cobardía, por ficción alguna o por la hipocresía. Ninguna mentira, ninguna doblez encuentra lugar en Él. ¡Todo es tan verdadero, tan caro, tan leal, tan reconfortante, tan atrayente! Cuando El se regocija, su corazón verdaderamente arde. Cuando está triste y afligido y lleno de angustia, sus sentimientos son profundos hasta el sudor de sangre. Su rebelión es la más franca y la más inflamada que pueda darse. Su paciencia con sus apóstoles es una verdadera paciencia. Su cólera es terrible, pero tanto más verdadera" (18). Porque era Dios podía decir sin metáfora ni exageración : "Yo soy la Verdad" (Jo. XIV, 16).

Las consecuencias que podemos sacar de esta revelación de Cristo sobre Sí mismo son inagotables. Bien comprendidas, son capaces de renovar toda una vida, de reducir a la unidad la actividad más dispersa. Porque si la verdad no es más un concepto abstracto, sino una persona, es decir, Cristo, nuestro Redentor, el conocimiento de la verdad no está reducido, no puede estar reducido al solo ejercicio de la inteligencia. Todas las facultades del hombre, su voluntad tanto como su sensibilidad, serán otros tantos órganos de conocimiento. Porque la búsqueda de la verdad consistirá en el deseo de unirse a Cristo, cualquiera que sea la forma conque se realizará esta unión, sea por el ejercicio de una virtud activa (la inteligencia), sea por el esfuerzo desplegado para penetrar y dominar los secretos de la naturaleza. El saber será, pues, en sí y por sí, independientemente de toda intención exterior, un bien indiscutible. Entonces la ciencia no es otra cosa que la construcción de la verdad, y por lo tanto de Cristo en medio de los hombres. Resulta una tarea "santa", que puede ser ciertamente profanada pero cuya íntima ley es idéntica a la conciencia del salvador del Mundo. La ciencia debe conducir, pues, forzosamente al conocimiento que es la vida eterna (Jo. XVII, 3), y por consiguiente también a la revelación integral de lo que somos nosotros mismos. Y como la Verdad, es decir, Cristo, es también la Vida (Jo. XIV, 16), la plenitud de la Vida, el conocimiento es un acto creador, que perpetuamente crea y forma nuestra personalidad. Cuanto más crecemos y progresamos en la verdad, más profundamente podemos conocernos. En otros términos, conocimiento es santificación; no es ya un proceso lógico, sino la vida. Recíprocamente, sin santificación no hay verdadero conocimiento, sino sólo una apariencia de conocimiento, que no hace más que usar palabras despojándolas de su sentido real abusando de las ideas expresadas por estas palabras. Dondequiera que se expresa la verdad se balbuce algo de la persona del Verbo, que es la Verdad y la Vida. Porque la última palabra del esfuerzo humano hacia el saber es únicamente Cristo.

Lo que es verdad de la ciencia, lo es igualmente de todo esfuerzo humano, de cada matiz de bondad en nuestras acciones. Todo lo que tiende hacia el orden, la paz y la equidad, todo lo que sube y se esfuerza por perfeccionarse, desde el golpe de martillo del herrero hasta los textos de las leyes, un vaso de agua dado al que tiene sed, un movimiento de cortesía respecto de otro, todo esto no es más que un reflejo de la Bondad de Cristo, todo esto, conscientemente o no, se realiza en su nombre, por Él y para Él, y sube y tiende hacia Dios Nuestro Señor, la Verdad hecha hombre (19). Conforme a lo que acabamos de decir, se ve por qué no debe haber oposición entre pensar y obrar, entre "pragmatismo" e "intelectualismo", entre la concepción que se tiene del mundo y su realización práctica en la vida. Al contrario : el conocimiento de la verdad y la realización del bien, es decir, la vida, deben enriquecerse mutuamente. El bien tiene necesidad de la "verdad", como el mal tiene necesidad de la "mentira". Así estalla en el gran día la perversión interna de la ignorancia voluntaria y de la mentira, La mentira, así como la ignorancia voluntaria, es una blasfemia contra la persona de Cristo y al mismo tiempo una traición al lugar del cristianismo. Según la expresión de Eckhart, la mentira en la vida espiritual "equivale a un homicidio." Porque la desproporción entre las palabras y la realidad engendra en el mundo espiritual un vacío que entorpece al alma y la hace perecer. El armonioso acorde entre la palabra y la realidad es la condición primordial de la libertad espiritual.

¿Cuál es ahora el Yo personal de Cristo? En cuanto está realizado en la Santísima Trinidad, es decir, en su vida interior una y trina, está determinado por su nacimiento del Padre, dicho en otra forma, por la "filiación". En sí y para sí es precisamente esta filiación en persona. En otros términos, la conciencia del Yo personal en Jesús, en cuanto conciencia divina, en cuanto consecuencia necesaria de la unión hipostática, es la conciencia del Yo del Hijo único y Primogénito, engendrado por el Padre. Su "existencia" personal es ser el "Hijo único", el Hijo muy amado del Padre celestial, idéntico al Padre, el Unigénito (20), es decir, es recibir del Padre su vida divina, encontrar en Él su naturaleza divina, en una palabra, poseer todo en el Padre.

Todas las primeras palabras que nos han llegado del Verbo Encarnado nos revelan la conciencia divina de Cristo en cuanto Hijo: "En la casa de mi Padre..." (Luc. II, 50). Cristo nos enseña a rogar y a llamar a Dios "nuestro Padre" (Mat. VI, 9). Pero Él solo es el que lo llamará "mi Padre". Aun cuando delante de Dios se identifica con los hombres, en alguna manera se separa de los demás : "Yo subo hacia mi Padre y vuestro Padre, hacia mi Dios y vuestro Dios..." (Jo. XX, 17). El es enteramente `"Hijo del Padre", Aquél cuya esencia es ser "el Engendrado", o guenuethéis, que, con una infinita gratitud, refiere toda la gloria al Padre y manifiesta esta gloria a los hombres únicamente como un don que le es dado por el Padre a quien corresponde toda gloria (Jo. XVII, 7).

No hay nada más íntimo en el Salvador, nada que distinga más su predicación que este rasgo particular. Cuanto más se examina el misterio de esta vida, mejor se comprenden las expresiones de tal humilde dependencia de la que Él se vale para alentar a sus discípulos a tender hacia la fuente de toda vida, de toda bondad, de toda sabiduría. "¿ Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios" (Marc. X. 18). "El sitio a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí el concederlo; les corresponde a aquellos para quienes mi Padre los ha preparado" Mat. XX, 23). "Aquel día y aquella hora (del juicio final) nadie los conoce, ni los ángeles del cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre" (Marc. XIII, 32). Estas últimas palabras son muy especialmente significativas. Apenas se puede admitir que Cristo haya pronunciado estas palabras para evitar responder a una pregunta importuna. Nunca se presentó como alguien para quien los misterios divinos estarían tan velados como para los demás hombres. ¿No posee Él todo lo que posee el Padre? "Todas las cosas me han sido concedidas por mi Padre" (Luc. X, 22). Él es su imagen perfecta y, lo que es particularmente importante, sólo Él conoce al Padre: "Nadie conoce al Padre si no es el Hijo" (Mat. XI, 27). Y este conocimiento es ciertamente más alto que el del juicio final. Si, pues, Cristo parece dar así una respuesta evasiva, lo hace porque quiere mantenerse en último término, a fin de que en su lugar aparezca el Padre con toda su sabiduría, con toda su bondad y con toda su gloria soberana.

Nada de lo de aquí abajo podría darnos una idea suficiente de esta dependencia voluntaria y. de este humilde oscurecimiento de sí del que Cristo nos da testimonio cada vez que se compara con su Padre. Según este testimonio, nada viene de Él, ni su enseñanza, ni sus obras, ni su vida. "En verdad, en verdad os digo, el Hijo ni puede hacer nada por sí mismo si no lo ve hacer a su Padre" (Jo. V, 19).

"Yo vivo por el Padre" (Jo. VI. 57). "Yo hablo según lo que el Padre me ha enseñado" (Jo. VIII, 28). "El Padre ama al Hijo y le ha dado todo en su mano" (Jo. III, 35). ¿ Cuál es, pues, este amor que el Padre ha dado al Hijo, sino la naturaleza divina? Por esto dice: "Yo no puedo hacer nada por mí mismo ; juzgo según lo que oigo" (Jo. V, 30) ; por esto "el Padre es más grande que yo" (Jo. XIV, 28).

Estos testimonios de Cristo, y también el hecho de que se los encuentre en San Juan, cuyo fin confesado era poner en claro la unión hipostática del Hombre-Dios, por lo cual insiste especialmente sobre la divinidad de Jesús y sobre su "consustancialidad con el Padre", prueban bien que esta "dependencia" que Cristo muestra respecto del Padre, no es una dependencia de naturaleza, una dependencia de ser, sino únicamente una dependencia de origen. Porque sólo el Padre es ànarjos arjé, el "principio sin principio" (21), la fuente original de toda la Santísima Trinidad. Esta dependencia inefable del Hijo frente al Padre, lejos de oponerse a la dignidad de la filiación divina, es precisamente su elemento más esencial y más beatificante. "Ella no debe velarla (la filiación) a nuestros ojos, sino al contrario, revelarla" (22). El Hijo ¿no es precisamente Dios porque es el Hijo?

Todas estas manifestaciones de vida del Hombre-Dios responden a esta conciencia de su filiación divina. Esta filiación determina en Cristo el don total de sí, en el cual consiste, al mismo tiempo que la filiación misma, la esencia del amor divino para con el mundo.

Sobre esta conciencia está igualmente fundada su obediencia, y en ella echa sus raíces su humildad. Querríamos casi decir que la Persona del Hijo es toda obediencia. "Por sí mismo no puede hacer nada" ; su alimento es "hacer la voluntad de Aquel que lo ha enviado". Esta actitud de obediencia no da lugar, sin embargo, a deducir una inferioridad del Hijo en cuanto a la clase ni una "absorción" por la voluntad del Padre de la voluntad creada del Hombre-Dios. "Esta dependencia natural está acompañada en el Hijo de Dios con una infinita complacencia : lo mismo que el Padre se explaya en Él con un amor indecible, así el Hijo pone su felicidad en recibir y en depender" (23). En otras palabras: el Hijo "obedece" al Padre precisamente porque es el Hijo; porque tiene "del Padre" toda su naturaleza divina o más bien su voluntad divina, con la más perfecta conciencia de su filiación, que es justamente su propio ser personal.

Por consiguiente, es metafísicamente imposible que exista entre su voluntad divina y la del Padre aunque sólo sea la sombra de un desacuerdo. Ontológicamente no hay más que una voluntad divina. Cristo es libre sin embargo en su voluntad creada. Hay que decir también que, gracias a la unión hipostática, gracias a la ausencia en Él de pecado y a la conciencia que posee de su filiación divina, nadie en el mundo es más libre que Él. ¿El verdadero sentido de la libertad no consiste, en efecto, en la determinación de obrar únicamente de acuerdo con la voluntad racional, mientras que la esencia de la libertad consiste en la autonomía personal de la acción? Pues bien : el esfuerzo de una voluntad racional es un esfuerzo hacia el bien, o por mejor decir, hacia el Bien supremo. Por eso la manifestación más alta de la libertad consiste en una sumisión voluntaria a la voluntad de Dios y a su orden. La esencia del pecado consiste precisamente en que el hombre, como consecuencia de su debilidad innata de criatura, tiende libremente hacia un bien parcial, hacia un bien que se opone al verdadero Bien, o se olvida de tenerlo en consideración. El pecado es una violencia hecha a la voluntad, y por consiguiente, donde él triunfa no puede estar completo el sentido propio de la libertad. Inversamente, cuanto más reconoce y sigue a Dios y su voluntad, más libre es. "Si permanecéis en mis palabras, seréis verdaderamente mis discípulos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres" (Jo. VIII, 31-32).

La acción de la gracia divina no tiene otro fin que el de facilitar al hombre el conocimiento del verdadero Bien, fortificar su esfuerzo hacia este Bien, brevemente: hacerlo más libre para realizarse a sí mismo. La plenitud de la gracia es el reino de la verdadera libertad. En el cielo la voluntad de Dios se cumple pura y perfectamente. Ella es la atmósfera que respiran los bienaventurados, la esencia y la virtud de su estado... Y sin embargo ellos no pueden menos que amarla, y en este amor consiste su libertad (24). No hay criatura alguna, ni la más sublime de los querubines, ni la que es "más espléndida que los serafines", cuya conciencia de Dios sea comparable a la del Hombre-Dios. "Nadie, en efecto, conoce al Padre, si no es el Hijo y aquél a quien el Hijo quisiere revelárselo" (Luc. X, 22). Portador de la divina naturaleza, consustancial con el Padre, Cristo es "el Hijo de Dios vivo", lleno de gracia y de verdad, y por esta razón infinitamente libre. En cada instante de su vida la voluntad de su naturaleza humana posee la plenitud de su autodeterminación. El Hijo se ajusta, puesto, a lo que conoce ser la voluntad del Padre, y la sigue (Jo. X, 15; XV, 31). Esto significa que su voluntad humana no puede ni doblegarse ni abdicar, sino que se echa libremente en la voluntad del Padre. "Yo hago siempre lo que le agrada" (Jo. VIII, 29). "Lo que hace el Padre el Hijo lo hace igualmente" (Jo. VIII, 29). Estas dos voluntades en el Hombre-Dios, la divina y la humana, pueden ser comparadas a dos ríos que corren paralelamente en la misma dirección y que sin mezclar sus aguas, las hacen arrojarse en la única y misma corriente que representa su vida. La única hipóstasis del Verbo reune las dos voluntades en una sola y misma Persona y las dirige hacia el mismo fin : el Padre.

Conviene recordar aquí lo que se ha dicho más arriba sobre la relación que existe, de una parte, entre el dogma de las dos voluntades y las operaciones que de ellas resultan, y de otra parte el dogma de la unión hipostática de las dos naturalezas. No se trata más que un solo y mismo misterio, pero considerado desde dos puntos de vista diferentes: en sí mismo, y en la manifestación de su vida.

La humildad de Cristo, tan llena de amor y para nosotros incomprensible, —la humildad, de la que asegura Dostoiewski que es una fuerza con la cual no se puede comparar nada del mundo—, echa también ella sus raíces en la conciencia de su filiación divina que le es propia, y en este "rebajamiento" de Dios, único en su género, que es la unión hipostática (25). La esencia y el espíritu de esta virtud se aclaran perfectamente por el testimonio que Cristo da de sí mismo. "Yo he salido de Dios y de Dios vengo" (Jo, VIII, 42). "Yo y mi Padre no somos más que uno" (Jo. X, 30). Por esta razón Él no desea la gloria para Sí. El Padre es todo para Él, y Él mismo es "como el que sirve" (Luc. XXII, 27). Todo esto demuestra claramente que la humildad no consiste en manera alguna en la extinción de sí mismo, ni en el anonadamiento del propio yo en la negación hipócrita de los dones que Dios ha hecho a nuestra naturaleza espiritual o corporal. Este sería verdaderamente un mal medio para llegar al que es el creador de "nuestro yo". Nada está tan lejos del verdadero cristiano como esta actitud "monofisita". Cuando el Verbo asumió nuestra naturaleza humana, la ratificó v reveló su valor real.

Esta naturaleza se hizo santa porque sirvió de vestido y de carne al ser inmaterial del Verbo divino. El espíritu del Verbo vive todavía en ella. "Dios no es destructor de la naturaleza, dice Maitre Eckhart; Él la lleva hasta su perfeccionamiento. Él lo hace mucho mejor de lo que tú te prestas a ello" (26). Por eso no debemos reprimir en nosotros más que las malas inclinaciones que oscurecen nuestro verdadero yo y favorecen nuestra perpetua tendencia a la suficiencia de nosotros mismos: ellas impiden en nosotros la manifestación de la gracia de Dios y por consiguiente nuestra transformación en el "hombre nuevo". San Agustín lo expresa con su estilo lapidario: "Tú debes odiar en ti tu obra, pero amar la obra de Dios"(27)

La conciencia de no poseer nada por sí mismo, sino de tenerlo todo "de lo alto, del Padre de las luces" (Santiago I, 17), y por esta razón, de no gloriarse de nada, sino solamente de servir, "Él aceptó la forma de esclavo" (Fil. lI, 7), he aquí la humildad del que es "manso y humilde de corazón" (Mat. XI, 29). La exclamación de la humilde Virgen María expresa bien este sentimiento : "i Mi alma glorifica al Señor! Grandes cosas han sido hechas en mí por el Todopoderoso. Santo es su nombre... Yo soy la esclava del Señor" (Luc. I, 38, 46, 49). Pero hay esclavitud y esclavitud. La hermosa esclavitud, gloriosa, recompensada, brillante, y la esclavitud humillante. penosa, dura, servil, perseverante: la de un buen soldado y la de un esclavo. ¡ Pues bien ! Hay que tener el espíritu de la primera y la abnegación de la segunda. Hay que hacer el trabajo de un esclavo con el alma de un héroe... Jesús fué más lejos en la servidumbre pura, humilde, despojada, deshonrosa, no recompensada. Fué hasta la traición de Judas, el abandono de los suyos, la negación de Pedro, la persecución triunfante de sus enemigos, el abandono sensible del Padre: Mortem autem crucis... (28). Al unirse a nuestra naturaleza, al convertirse en nuestro hermano, el "Primogénito de entre los muertos" (Col. I, 18), Cristo, no nos dió sólo un magnífico ejemplo de su humildad: nos impuso el deber de tender a ella. "Alentad en vosotros los mismos sentimientos de que estaba animado Jesucristo" (Fil. II, 5) ; tal era la divisa de San Pablo. "Aprended de Mí. ..", dijo el mismo Jesús (Mat. XI, 29). Y en su célebre comentario sobre estas palabras de Cristo, San Agustín pone muy particularmente de relieve la importancia primordial que el Verbo encarnado concede a esta virtud de la humildad: "Aprended de mí no a fabricar el mundo, no a crear las cosas visibles y las invisibles, no a realizar milagros en este mundo y a resucitar los muertos, sino que yo soy manso y humilde de corazón" (29). "El que se ensalza será humillado" (Luc. XVIII, 14), "pero el que resulte ser más pequeño entre vosotros, ése es grande" (Luc. IX, 48). Si verdaderamente se quiere ser un discípulo de Cristo, es necesario entrar a toda costa en el espíritu de estas palabras; de lo contrario, quieras que no, toda otra forma de cristianismo no es más que una comedia.

Si el culto de Dios, y especialmente la oración, que es una de sus formas particulares, son el deber de todo hombre dotado de razón, ¿qué decir del Dios hecho hombre? La oración es para Él el soplo, la vida. Cristo, es verdad, no se adoró a sí mismo, sino que adoró a su Padre que lo envió a este mundo, al Padre que, siendo uno con el Hijo y con el Espíritu Santo, representa el origen del Hijo y del Espíritu Santo. Así la oración de Cristo no estuvo en contradicción con las relaciones que existen entre las diferentes Personas de la Santísima Trinidad. Por el contrario, la naturaleza divina del Salvador, unida a la naturaleza humana en estado de despojamiento y de humillación, muy lejos de impedir la oración, inspiraba e inflamaba a la naturaleza humana a perseverar en ella.

Incapaces de reproducir exactamente la psicología de Cristo en general, ¿qué podemos decir de su oración? ¿Qué es, en efecto, la oración? "Una elevación del alma hacia Dios", dice San Juan Damasceno (30), "una reflexión directamente organizada en vista de la unión con Dios", dice Enrique Bremond (1865-1933) (31). Y Orígenes había escrito ya que la oración es "una actividad santa que nos une con Dios" (32). En razón de las relaciones que la oración establece entre Dios y el alma, San Gregorio Niseno llama a la oración "un comercio y una conversación con Dios", y advierte que "entre las cosas que tienen un valor en la vida, no hay nada más precioso que la oración" (33).

Rezar es "vivir en casa", corazón a corazón con "la familia divina", llenos de alegría y de abandono, con la certeza de ser escuchados, más aún : de ser prevenidos en los propios deseos, rodeados de ternura, comprendidos. La verdadera oración está basado en nuestra calidad de hijos de Dios.

Ahora bien : ¿quién podía sentirse "en su casa", junto a Dios, mejor que el Verbo de Dios hecho hombre? ¿Quién podía tener más gusto en la presencia de Dios? En la oración encuentra a su Padre, y en el Padre se encuentra a sí mismo como hijo. Su adoración asciende hasta el Padre y vuelve a Él como su propia conciencia de Dios, la conciencia del Hijo que revela al Padre y le está sujeto en todo. En verdad ¿existe una plegaria más sublime que la de un alma que está hipostáticamente e inseparablemente unida al Verbo? ¿No es la plegaria de un Dios que, aunque incapaz de rogar en cuanto Dios, juzgó justo y bueno atribuirse la plegaria que elevaba a Dios su humanidad? Era ésta una plegaria de alabanza perfecta, el prefacio más sublime que el corazón del Salvador hacía subir hasta el Todopoderoso. Y no le ha sido dado a ninguna inteligencia creada agotar el misterio de esta oración, de este "sí" total ofrecido al Padre, ni tampoco llegar niuy cerca de su sublimidad. "_Abarcando con una mirada todo el universo, Jesús lo refiere y lo consagra al Padre por medio de una ofrenda digna de él, anticipando esa sujeción armoniosa de todas las cosas a Dios, que se desarrollará al fin de los tiempos, cuando junto al Cristo Primogénito todos los elegidos conocerán a los seres en el amor mismo que los ha creado" (34).

A las alabanzas y acciones de gracias por los beneficios recibidos del Padre, Cristo unía una petición de asistencia por el cumplimiento de su misión. Sí, él rogaba por sí mismo. La epístola a los Hebreos lo prueba suficientemente (V, 7). Cristo rogaba también por nosotros. En efecto; como lo dice Maitre Eckhart, sería poco conforme a un gran amor que el que lo recibe, el que es el Humilde por excelencia, el que se da, no diera parte de este amor a los demás. Su oración era "la limosna de su amor fraternal". En fin, Él rogaba para darnos un ejemplo de oración frecuente y perseverante. Esta enseñanza no se perderá : miles y miles de cristianos consagrarán su vida a la oración. Por eso Cristo mismo es el que continuará rogando en ellos y por ellos como en sus miembros "que pertenecen a Cristo y son Cristo". Porque en su propia persona, en la gloria que es suya actualmente, Cristo ya no ruega, no tiene necesidad de rogar no es va capaz de rogar. Para Él, según la expresión del venerable Beda (35), rogar y adorar es "haber tomado su naturaleza humana en la elevación de su divinidad". El es y sigue siendo la gran plegaria pragmática, pero escuchada una vez por todas después de muchos siglos, lo mismo que Él es y sigue siendo el eterno sacrificio, pero consumado, la hostia eterna, pero agradable, tomada v poseída por Dios para siempre (36).

Dios vivió así, escondido, anonadado, en medio de nosotros, en nuestra condición humana. La unión de las dos naturalezas en la unidad de la vida teándrica es la cruz, que el Hijo de Dios tomó sobre Sí para salvar al mundo. En efecto; aunque Él, que es el único que de derecho estuvo sin pecado, tomó su cuerpo de la Virgen María por la operación del Espíritu Santo, esta carne no era ya la naturaleza tal como había sido al comienzo. en los tiempos de nuestros primeros padres, sino "una carne semejante a la del pecado" (Rom. VIII, 3), como la nuestra, indigente, humillada, miserable y doliente. Porque, para curarla, la asumió con todas sus necesidades, con todas sus debilidades, con todas sus miserias; fuera del pecado y de sus malas inclinaciones, la hizo verdaderamente suya. La unión con la naturaleza humana no significa, pues, para Cristo, como podría creerse, un estado sin sufrimiento y sin dolor terreno, sino un estado de exilio semejante al del todo el género humano cargado con la cruz. Significa el dominio espiritual sobre la carne por medio de la sumisión voluntaria, bajo la hegemonía soberana de la voluntad divina.

Cristo vino a la tierra para morir, y toda su vida no fué sino un largo sacrificio de inmolación. El madero del pesebre anuncia ya el madero de la cruz, y todos los sufrimientos de la vida humana predicen los dolores de agonía de las últimas horas. Jesús padece el hambre, Jesús sufre la sed, Jesús es abrumado por la fatiga, se entristece, no tiene una piedra donde reclinar su cabeza. Jesús tiembla, Jesús sufre, Jesús muere. Porque "para asemejarse a nosotros quiso experimentar todas nuestras miserias, con excepción del pecado" (Hebr. 1V, 15). "Experimentar todas nuestras miserias." ¡ Pésense estas palabras ! Él quiso, por sus sufrimientos, enseñarnos la obediencia ; "por haber sufrido Él mismo y por haber sido tentado puede socorrer a los que son tentados". (Hebr. II, 18). Tales palabras nos causan vértigo, pero están en la sagrada Escritura. "El Señor sufrió en su cuerpo y en su alma", "dolorem sustinebat caro cum anima", dice el Concilio de Roma (380) "porque tomó la forma de esclavo", "quia induebat formam serví".

El camino que siguió Cristo es el de la cruz. Un camino de obediencia a la voluntad del Padre; y por esta sumisión el Hijo, en cuanto jefe de toda la raza humana, que nos recapitula a todos, consuma la victoria de la naturaleza humana, insuficiente por sí misma y además debilitada por el pecado. Cristo es la justificación y la renovación del hombre, la víctima y el rescate, lytron, de la raza humana renovada e inocente. En adelante el renunciamiento a la propia voluntad, en cuanto participación voluntaria del heroísmo voluntario y eterno de Cristo, constituirá la esencia de toda vida cristiana profunda y verdadera. Aquí también es donde se funda la obediencia religiosa y recibe su verdadero sentido místico.

Como nosotros, Cristo experimentó todas las necesidades de nuestra naturaleza humana. No podía ciertamente estar enfermo (37), pero podía, según lo hemos visto, sufrir físicamente. Y lo más importante es que esta capacidad de sufrimiento no era una pura formalidad, sino una realidad objetiva ante su conciencia divina y humana. Cuando en el desierto tuvo hambre, cuando pidió de beber a la Samaritana en el pozo de Jacob, cuando se quedó dormido en la barca, era presa verdaderamente del hambre, de la sed, de la fatiga. Experimentó los estados de alma propios de los hombres, como el amor, la tristeza, la cólera, la alegría, y hasta ese clamor casi desesperado y que nos es tan comprensible : "¡Oh generación incrédula y perversa !... ¿Aun no os sobrecogéis ni comprendéis? ¿Está ciego vuestro corazón? ¿Tenéis ojos para no ver, oídos para no oír?... ¿ Hasta cuándo estaré cerca de vosotros? ¿Hasta cuándo os soportaré?" (Marc. VIII, 18; IX, 19). Y en fin: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mat. XXVII, 46).

Todo esto es, en la vida de Cristo, realidad santa, más que muy humana. Guardini escribe con razón : "Nosotros sentimos la terrible soledad en la cual Él vive, y presentimos el coraje que hay que tener para creer en Él y para seguirlo" (38)

Podemos preguntar ahora: ¿ cómo transcurrió el curso interior de esta vida? ¿ Cómo concuerda con su naturaleza divina y con su conciencia de sí, divina, siempre impasible y jamás extinguida? Es éste un insondable misterio que eternamente permanecerá como tal. Si el alma de todo hombre es, según la expresiva palabra de un proverbio ruso, "tinieblas" para todos los demás, ¿ qué decir del alma del Hombre-Dios? Es imposible expresar esta vida única con palabras humanas. Lo que en ella sucede no es según la medida de nuestras categorías habituales. Una cosa es cierta : cuando nos vemos forzados, a causa de nuestra impotencia para aplicar a Dios nuestros propios sentimientos, a nombrar su naturaleza impasible, estamos infinitamente lejos de expresar con ello toda la verdad. En lo que se refiere a la dualidad que aparece en la vida del Hombre-Dios, debemos renunciar a pensar hasta en una tentativa de este género. ¿Cómo colocar en el mismo plano las dos naturalezas que se unen —todo el "océano del Ser" y un ínfimo grano de arena?—. Todo lo que podemos decir es que, precisamente porque la hipóstasis es divina, la unidad de la vida no puede ser lograda por esta dualidad.

Se sabe que algunos personajes, llegados a un grado muy alto de vida espiritual, como San Ignacio de Antioquía, San Francisco de Asís o Serafín de Sarov, adquirieron la facultad de desdoblar, por así decirlo, su ser psicofísico, y de considerar su cuerpo como si no fuera más que una bestia de carga: sin perder nada de la unidad de su personalidad, permanecían como antes conscientes y responsables de todos los sentimientos y de todos los actos de ese cuerpo. Esto no es, ciertamente, más que un ejemplo, una débil comparación; pero ella puede ayudarnos hasta cierto punto a representarnos la unidad de la vida divino-humana, a pesar de la dualidad de las dos naturalezas, de las cuales ninguna es comparable a la otra. Por lo demás, dejemos estas reflexiones por lo que ellas valen. Aun sin comprender la vida interior del Hombre-Dios, podemos comprender por lo menos que Cristo es, como se ha escrito muy bien, "el enviado del Amor divino, del que todos hemos sido heridos en el corazón. Para comprender algo de lo que es hay que encararlo primero bajo este aspecto. Y esto es también lo que no hay que perder jamás de vista cuando se especula sobre él" (39)

En fin, el curso de la vida teándrica de Cristo se deja comprender por el hecho de que ella está condicionada por nuestra vida. "Él es la Verdad", y se nos revela en primer lugar como nuestro redentor y nuestro mediador. Toda la vida de Cristo se agotó en realizar esta misión de salvador y de mediador, en revelar, en anunciar la verdad. Por eso le era necesario adaptarla a nosotros, "humanizarla". Era necesario que fuese, no solamente un hombre, sino también un hombre semejante a aquellos a los que era enviado, un hombre de su medio. Era necesario que adoptase su manera de pensar y de hablar. Aunque fuese, como Hijo de Dios; el soberano Maestro del medio en que se encontraba, vivió y se comportó en él "como si fuera uno de entre ellos". Esto es sobre todo lo que, hoy como entonces, hace esta vida tan emocionante, y confiere a sus actos y a sus palabras un poder y un atractivo incomparables. Sólo el amor podía obrar un tal prodigio. Si esto es un misterio, es un misterio del amor y un misterio que sólo el amor puede penetrar.

La aparición histórica de Cristo no ataca en manera alguna a la realidad que hace de Él el Hombre-humanidad. es decir, el hombre que lleva muy concretamente en sí a toda la humanidad. Muy por el contrario : la presupone. Cristo ratifica la vida humana en toda su plenitud, con excepción del pecado. Por la conciencia divina de su Yo, la santifica y la hace más profunda. En esta filiación divina del Hijo, en esta conciencia que tiene de sí mismo se funda también nuestra propia filiación divina. En ella buscamos y encontramos a Dios. Si la filiación divina de Cristo y la conciencia que tiene de sí mismo son la consecuencia de su unión hipostática, fuente de todos los milagros y misterios de su naturaleza humana, nuestra propia divinización reposa sobre la gracia que fluye de esta unión y que nos une al Hijo y, únicamente en el Hijo, con el Padre. Ella tiene también un "carácter filial"; por esto nos diviniza como a hijos adoptados por Dios (40). La conciencia que tenemos de esta filiación descansa sobre el testimonio del Espíritu del Hijo que nos hace exclamar: "Abba Pater". Porque "este mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios" (Rom. VIII, 15-16).

Así es como se enciende en nuestra vida natural otra nueva vida, llena de gracia, una vida divina, que nace "no de la sangre ni del deseo de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios" (Jo. 1, 13). Y esta vida puede y debe crecer en nosotros siempre más esplendorosa, hasta que nosotros lo conozcamos "tal como es" (I Jo. III, 2), para que por fin Dios sea "todo en todos" (I Cor. XV. 28). La conciencia de la filiación divina, de la armonía y de la unidad absoluta que Él tiene con el Padre, brilla en Cristo con un vivo resplandor, sin desaparecer ni declinar. Con nosotros no sucede así. En general en el hombre ella se revela tímidamente en las profundidades del ser. Pero si nosotros nos considerarnos tales cuales verdaderamente somos —como "hijos de Dios"— entonces nuestra filiación debe ocupar en nuestra vida el sitio que tenía en la de Cristo, debe hacerse en nuestra conciencia el centro que determina y domina todo.

Se ha dicho, y estas palabras siempre son verdaderas: "Ninguno conoce al Hijo si no es el Padre" (Mat. XI, 27). Pero todo hombre "que escucha al Padre y recibe su ensefianza" (Jo. VI, 45) llega al Hijo. Estas palabras no significan más que una cosa: No es sino en el silencio de la oración, por el amor y la imitación en la unión con el Verbo encarnado, por la participación en su cruz, donde nos será dado en distribución este conocimiento que nace de la experiencia y de la semejanza connatural. Este conocimiento nos da ojos para ver y oídos para oír. El nos transfigura espiritualmente y, al hacerlo, nos permite conocer. Este conocimiento no es otra cosa que el anticipo de la visión, es decir, de la vida eterna, porque dice San Juan (I Jo. V, 20), "Él es el Dios verdadero y la Vida eterna..."
___________________
(1) Sermo II de Circumcisione 3. PL 183, 136; véase también G. HARTMANN, S. J., en Der Aufban des Markus evangeliums,
Münster, 1936, P. 16, 28-29, y sobre todo P. 43, donde se explica particularmente el significado del nombre de Jesús.

(2) "Morfé allways significs a forro which truly and fully expresses the being which underlies it", in hoc loco en : The Expositor's Greek Testament, London 1903; cfr, Huby, Saint Paul, Epitres de la Captivité (Verbum Salutis). París, 1935, P. 297.

(3) Quod unos sit Christus. PG 75, 1301.

  1. Epist. LV ad Euseb. PG 77, 304.

  2. F. PRAT, S. J., Théologie de saint Paul I (11), París, 1925, P. 378-86.

  3. Cfr M. DE LA TAILLE, MySterium Fidei. París, 1921, P. 171. n. 1, y HuBY, op. cit., p. 306.

  4. Fragmentos en Ostliches Christentum (Dokumente) II, München, 1925. P. 259.

  5. De Trinitate XV, XXVI, 46. PL 42, 1093.

  6. Pensées, P. 567.

  7. S. TOM.Ás, S. Th. III, a. 11, a. 1, c.

  8. Adv. Haer. II, 22, 4. PG 7, 784.

  9. A este texto de la liturgia mariana de la Iglesia oriental corresponde, en la liturgia occidental, el himno eucarístico:

Verbum supernum prodiens
Nec Patris linquens dexteram,
Ad opus suum exiens
Venit ad vitae vesperam.

(13) F. WEINHANDL, Meister Eckehart in1 Quellpunkt seiner Lehre, P. 32.

  1. Quod unus sis Christus, PG 75, 1332.

  2. L. DE GRANDMAISON, S. J., Jesús dans l'Histoire et dales le Mvstér, París, 1925, P. 70.

(16) In Joh., XXIV, VI, 1. PL 35, 1593.

  1. Enarrat. in Ps. XXVI 'En. II, 2) ; LIV, 17; I,XXXV, 5; CXXII, 1; CXXVII, 3; CXLII, 2-3. PC. 36, 200, 640; 37, 1085, 1630, 1679, 1845-6.

  2. DILLESBrtGER, Op. cit., P. 172.

  3. Cfr. P. CHARLES, S. J., La Priére de toutes les Heures II, Louvain, 1921, P. 161-165.

  4. Esta palabra, que no se puede traducir, expresa las tres 'leas a la vez.

  5. A. DuRAND, S. J., L'Evangile de saint Jean, (Verbum salutis), París, 1927, P. 4-6.

  1. J. LEBRETON, S. J., Histoire du Dogma de la Trinité, I, París, 1927, P. 313.

  2. Ibid.

  3. R. GUARDINI, Das Gebet des Herrn, Mainz, 1932, P. 79-80.

  4. Cfr. H. F. HENGSTENBERG, Ouvertüre zu einer Philosophie des Todes en Der Kathe ische Gedanke, 1937, P. 279.

  5. SCHRIFTEN, Iena, 1934, P. 72.

  6. In loh. XII, III, 13. PL 35, 1491.

  7. L. DE GRANDMAISON, S. J., Ecrits spirituels II, París, 1934, P. 60-61.

  8. Sermo LXIX, 1, 2. PL 38, 441.

  9. De Fide Orthod. III, 24. PG 94, 1090.

  10. Introducción a la Filosofía de la Oración, París, 1929, P. 158.

  11. Cf. De Oratione 20, 21. PG 44, 1124.

33. De Oratione Dominica Or. I. PG 44, 1124.

34. J. HIIDY, S. J., L'Evangile de saint Marc (Verbum salutis), París, 1924, P. 39.

35 In lob. Comment. II. PL 93, 89.

36 M. DE LA TAILLE, S. J., Esquisse du Mystáre de la foi, P. 71.

37 "Si su cuerpo hubiera estado enfermo, hubiera sido in-justo que Él que curaba las enfermedades dejara languidecer su organismo. ¿Cómo hubieran podido creer, en efecto, en su poder de librar a los demás de sus .debilidades si su propio cuerpo hubiera sido frágil?" (SAN ATANASIO, Or. de binar». Verbi, 22. PG 25, 135).

  1. Le Seigneur I, París, 1948, P. 46. (Trad. LORSON, S.J.).

  2. Tn. FRIEDEL, Pages choisies, París, 1930, P. 188-9, rem. 2.

  3. Cfr. E. MERscH, S. J., Filii in Filio en Nouv. Rev. Theol.  Vol. 65, Louvain, 1938, P. 697.