CAPÍTULO Il

LA UNIÓN HIPOSTÁTICA


Nosotros confesamos... que Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo unigénito de Dios, es perfectamente Dios y perfectamente hombre; que nació del Padre desde toda la eternidad según la divinidad; que en los últimos tiempos... nació, según la humanidad, de la Virgen María, para nuestra salvación; que es consustancial al Padre según la divinidad, consustancial a nosotros según la humanidad. Se ha producido una unión de las naturalezas, y por esto nosotros confesamos un solo Cristo, un solo Hijo, un solo Señor. A causa de esta unión sin mezcla (nosotros confesamos que la santa Virgen es Madre de Dios, porque Dios, el Verbo, se hizo carne y hombre, y desde la concepción se unió al templo que tomó de su seno.

  • SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA) (1).

  • La Encarnación es la revelación última y definitiva del misterio de Dios al mundo. Cristo es el misterio en persona, "en quien... la Majestad divina opera interiormente, por su omnipotencia y para nuestra santificación, lo que estaba en secreto, invisiblemente" (Pascasio Radbert, + 860) (2). Estas palabras quieren decir que la Encarnación es la obra divina sobre la que está fundamentada toda existencia humana, una acción primero ontológica, y psicológica por su efecto. Cristo no vino solamente para hablar a los hombres y para instruirlos, sino ante todo para santificarlos por su Encarnación. "He venido para que ellos tengan la Vida y la tengan en abundancia" (Jo. X, 10). Por el misterio de un Dios hecho carne se explica en cuanto a nosotros el misterio de un hombre que aspira a llegar a ser "semejante a Dios", y a la inversa. Por extraordinaria que nos parezca la idea de un Dios hecho hombre, hay algo de no menos extraordinario a lo que somos instados desde el momento en que nos examinamos a nosotros mismos: desde las profundidades más secretas de nuestra vida interior germina una aspiración, una nostalgia, un deseo, —que es como el fundamento de nuestro ser de vivir la Vida en su plenitud y de realizar en sí toda la plenitud del ser; en otras palabras : de llegar a ser Dios...

    "¿Qué es, pues, el hombre ?", pregunta el Cardenal de Berulle (1575-1629), y da esta respuesta: "Es un ángel, es un animal, es nada, es un centro, es un mundo, es un Dios, es una nada rodeada de Dios, falto de Dios, capaz de Dios y lleno de Dios, ¡si Él lo quiere !" (3).

    Para ser lo que somos necesitamos estas "aspiraciones hacia Dios", de las que habla Pascal (1623-1662). Así también, para llegar a ser aquello a lo que estamos destinados, no es necesario un "amor viviente". Este amor, se ha dicho, vive en germen en el subsuelo de nuestro ser, es el que en nosotros "quiere", llamándonos a la vida por el don de sí. Jesucristo, el Dios hecho hombre, es precisamente la realización viviente y activa de este amor. Así también, como somos realmente por Él lo que somos, y como llegamos a ser por Él poco a poco lo que debemos ser, así este conocimiento de nuestras relaciones con el mismo Dios en su eternidad lo debemos a Aquel que ha vivido en medio de nosotros, que ha hablado y obrado junto a nosotros. Por habérsenos manifestado nos ha puesto en estado de reconocernos mutuamente en Él. Él es el Camino, la Verdad, la Vida (Jo. XIV, 6).

    Lo que ante todo hemos de comprender como esencial es que nosotros estamos "articulados" en Cristo, en cuanto Él es Hombre-Dios, así como Cristo está "articulado" en nosotros, en cuanto que nosotros un día tenemos que "llegar a ser Dios"; y con Él, por Él, Dios se "articula" en nosotros y nosotros nos "articulamos" en Dios (4). Por indispensables y apremiantes que sean las consideraciones que suscitan en nosotros lo prodigioso, lo extraordinario de la actividad de Cristo, la nobleza, la grandiosidad y la belleza de su vida, ellas resultan sin embargo insuficientes para conducir a las almas a la fe en É1. Si quisiéramos contentarnos con ellas, correríamos el peligro de no ver en Cristo más que a un revelador ordinario de verdades divinas y, en su aparición, una simple manifestación de Dios sobre la tierra. No se trata de negarle este papel ; pero ¡ cuánto más grande y más profundo es el verdadero alcance de su misión, de la que deriva todo lo demás! No es el revelador de verdades divinas sino porque Él mismo es el realizador de la vida divina. Aquí lo esencial de su papel.

    Como tal se nos presenta en el Evangelio, se afirma simultáneamente como Dios en su vida humana y como hombre que vive en Dios. Y como a tal precisamente nosotros lo necesitamos. Si no fuera más que el revelador de la vida divina, si no hubiera depositado en nosotros, por su aparición y por su acción, el principio de esta vida, la revelación que nos hubiera dado de ella o la manifestación que de ella nos hubiera hecho no hubieran sido sino vanas superfluidades. A lo más podríamos ver en Él una aparición personal de Dios, acaecida en un tiempo y en un lugar determinados, y cuyo hallazgo no conduciría más que a provocar entre los hombres extrañeza y admiración. No sería Él Aquel en quien tenemos que creer, es decir, no sería Aquel sobre quien se funda nuestro ser, Aquel, del que tomamos la vida. No sería la cepa cuyos sarmientos somos nosotros. Así se explica por qué el carácter misterioso de la Encarnación ha sido generalmente mejor reconocido que el de cualquier otro misterio. "¿Dónde estaría finalmente el misterio del cristianismo si Cristo —su fundamento, su corona y su centro— no fuera un misterio?" (5). La unión sola de estas dos palabras: Dios y Hombre, ¿no es ya una paradoja que parece más contradictoria aún que la de la cuadratura del círculo?

    Y sin embargo, si se meditan las relaciones que existen entre Dios, Padre de la creación entera, el Verbo y el mundo, parece que, pese a la imposibilidad de levantar el velo del misterio, la unión de la naturaleza divina con la naturaleza humana en el Hombre-Dios no es algo puramente exterior y arbitrario, una unión de cosas incompatibles, una especie de "prodigium arbitrarium", como podría imaginárselo una reflexión superficial. Por el contrario, esta unión de las naturalezas se nos revela a nosotros como una unión ontológica, establecida de antemano, entre el prototipo y su imagen, entre el hombre celestial y el hombre terrestre.

    El Verbo, en efecto, ¿no es el Hombre-Dios desde toda la eternidad, "el comienzo, el primogénito de entre los muertos" (Col. I, 18), la Sabiduría de Dios, la conversión de la Santísima Trinidad hacia el mundo creado, su prototipo, en el que "todas las cosas tienen su subsistencia" (Col. I, 17), "la cumbre ideal, prevista antes de la creación del mundo, que une con Dios a la naturaleza creada"? (Solovief).

    Por otra parte el hombre, y sólo el hombre, es "un microcosmo, un representante del macrocosmo", y, por así decirlo, un mundo en pequeño, "el lazo que une la naturaleza visible con la invisible" (San Juan Damasceno) (6). Como tal él lleva en sí la imagen de Dios (Hechos, XVII, 29). En él el mundo creado, ese eco del Verbo, encuentra su reflejo. Como Dios contiene al mundo en sí, o más bien en su Verbo, así el hombre, imagen de todo el universo creado, contiene en sí al mundo. Se podría decir que él es el verbo del Verbo, "la palabra que el Verbo dice al Padre" (7).

    Estaba en el poder de Dios el crear, sin más, un mundo de pura naturaleza, un mundo en el cual la suprema bienaventuranza hubiera sido, para los seres espirituales, proporcionada a sus fuerzas naturales, y donde ni la Revelación, ni la gracia, o por mejor decir, la Encarnación, hubieran tenido razón de ser. Dios no lo hizo. La vida eterna, la unión íntima con Dios, parecida a la que posee el Hijo en el seno del Padre, tal es el fin maravilloso al cual ha sido destinado el hombre de todos los tiempos. Nuestra filiación se funda en la eterna filiación del Verbo, y lo que Él es por naturaleza, nosotros debemos llegar á serlo por la gracia (San Cirilo de Alejandría) (8).

    Esta "semejanza" preordenada entre Dios y el hombre es puesta de relieve por San Agustín, cuando nos presenta a la naturaleza humana como receptiva de Dios, capaz de recibirlo (9). Inspirándose en el Doctor de la gracia, un eminente teólogo, el P. Guy de Broglie, escribe : "Anteriormente a nuestra semejanza de gracia con Dios, ya somos naturalmente sus "imágenes" en un sentido muy particular; y lo somos en virtud de lo que hay en nuestra naturaleza de más excelente, es decir, en virtud' de nuestra capacidad de recibir el don que Dios puede hacernos de sí mismo" (10). Si hemos reconocido con San Pablo el misterio del que Él dice que es "el secreto escondido en Dios desde toda la eternidad y que consiste en querer reunir todas las cosas en Cristo" (Ef. I, 10), si hemos reconocido que Cristo es para el mundo lo Esencial, podemos no sólo afirmar que la criatura está destinada a unirse a Dios en el hombre, porque el hombre es el ser que resume en sí el conjunto de la creación, sino que podernos añadir con Vladimir Solovief que esta unión no puede realizarse de modo perfecto más que en el hombre. En efecto, "el hombre sólo, gracias a su doble naturaleza, puede conservar su libertad y permanecer siendo el complemento moral de Dios, uniéndose más y más íntimamente a él por una serie de esfuerzos conscientes y de actos deliberados". (11).

    Así el mundo se presenta como la propiedad del Verbo, y cuando el Verbo vino al mundo, vino realmente a su casa (Jo, I, 11). Lo trágico de la situación consiste justamente en que los suyos no lo recibieron y continúan no recibiéndolo.

    Toda vida, en el sentido espiritual y moral de la palabra, es decir, que es consciente de sí misma y se pertenece en virtud de esta conciencia, posee el poder esencial de darse; dicho en otra forma, es capaz de amar. Pues bien: Dios es la Vida suprema. Como tal es, pues, capaz de amar de modo supremo. "Dios es amor" (I jo. IV, 8). "Si por este camino has hallado que el amor para con nosotros, los hombres, es una marca especial de la naturaleza divina, has hallado... por qué Dios ha permanecido entre los hombres. Nuestra naturaleza enferma tenía necesidad de un médico; el hombre caído tenía necesidad de quien lo levantara; el que había perdido la vida tenía necesidad de quien lo vivificara; el que había perdido el camino que conduce al bien tenía necesidad de un guía que lo volviera a poner en él ; el que había zozobrado en la noche aspiraba a la luz; el cautivo llamaba al salvador, el encadenado a la libertad, el esclavo al libertador" (San Gregorio Niseno) (12).

    Para darnos el ser y la vida, Dios se da en su infinito amor, desciende hacia nosotros y se convierte en lo que nosotros somos. De aquí no se sigue que sacrifique su divinidad o que renuncie en alguna forma a la plenitud de su vida. ¡ Lejos de eso! El que se abandonara bajo pretexto de darse, no tendría nada más que dar. Un padre que, para ayudar a su hijo a ser hombre, se hiciera igual a él y dejara de ser lo que es —es decir, un hombre—, ya no sería un sostén para su hijo. De cualquier altura sublime de la que descienda el amor, cualquiera sea la humillación en que consienta, siempre queda, entre aquello de lo que viene y aquello a lo que va, una distancia infranqueable. Pero para que aquello a lo que va se haga semejante a aquello de lo que viene, es necesario que esto último acepte el convertirse en aquello a lo que va. "Estaba todo entero sobre la tierra, sin tener necesidad de estar en el cielo, Él, el Verbo al que nada limita. Porque hubo condescendencia divina y no pasaje de un lugar a otro..." (13)

    Encarnada desde este punto de vista, la dualidad que hay en Cristo y por la cual Él es Dios-Hombre, no es ciertamente menos misteriosa que la que hay en nosotros y por la cual debernos "divinizarnos" a fin de llegar a ser aquello a lo que estamos destinados: "hombres-Dios". Subsiste, en verdad, una diferencia inconmensurable entre el hombre "creado", que ve en su divinización un don y un deber, y el Hombre-Dios por otra parte, que lleva en sí esta vida divina como su propia naturaleza, y para quien la encarnación" es un acto de amor salvífico, un anonadamiento. Sea lo que fuere de ello, la dualidad que hay en nosotros no puede explicarse más que por la dualidad que hay en Cristo. Porque nuestro destino y nuestra aptitud para "ser Dios" un día no lo debemos nosotros sino al hecho de que Dios se haya hecho hombre. Así la unión de las dos naturalezas en Cristo no es un dogma abstracto, sino la verdad vivificante que nosotros vivirnos en nuestra experiencia religiosa.

    Gracias a este amor del que nosotros somos capaces y que estamos llamados a testimoniar, por imperfectamente que sea, gracias a este amor que nos salva liberándonos de nuestro egoísmo, entrevemos por lo menos cómo se hace la unión de lo divino y de lo humano, sin que uno de los términos quede sacrificado al otro. Así como "haciéndonos Dios" seguimos siendo personas humanas sin confundirnos con Dios, así Cristo, el encarnarse, sigue siendo una persona divina, una hipóstasis divina. Y esto es sobre todo lo que importa. Porque precisamente por ser a la vez verdadero Dios y verdadero hombre, Cristo es Aquel del que tenemos necesidad, no sólo para concebir, sino para ser realmente lo que debemos ser y aquello a lo que nos sentimos llamados a ser.

    Si Él no hubiese sido más que un Dios que finge ser hombre, como lo afirmaban aquellos a los que en los primeros tiempos del cristianismo se los llamaba "docetas", nunca hubiera sucedido realmente que Dios hubiera habitado de verdad entre nosotros, ni que se hubiese hecho uno de nosotros. "Pero si el Verbo no se ha hecho carne, dice San Cirilo de Alejandría, entonces ya no ha sido probado por los sufrimientos, y por consiguiente, no pudo venir en ayuda de aquellos que son probados" (14). Por otra parte, si fuera simplemente un hombre que finge ser Dios, como lo pretendían Arrio (t 336) y todos aquellos que hacen de él una especie de profeta o superhombre, jamás hubiera podido suscitar en nosotros, pese a todo su amor por nosotros, la aspiración a "llegar a ser Dios" también nosotros, ni mucho menos imponernos un tal deber. En este caso seríamos para Dios extraños, como también Dios sería para nosotros un extraño.

    "Él se hizo hombre para que nosotros fuéramos divinizados", afirma San Atanasio (16). "Por la unión con una criatura el hombre no hubiera podido ser divinizado... si el Hijo no fuera verdadero Dios. Y el hombre no hubiera podido tampoco llegar cerca del Padre, si el que se revistió del cuerpo no hubiera sido el Verbo natural y verdadero (de Dios). Y como nosotros no hubiéramos sido librados del pecado y de la maldición si la carne que el Verbo hatomado no hubiera sido por naturaleza la carne de un hombre —porque no tenemos nada de común con aquello que nos es extraño—, así el hombre no hubiera sido divinizado si el Verbo encarnado no hubiera venido del Padre según su naturaleza y si no hubiera sido su propio y verdadero Verbo. Esta es la razón de por qué se produjo una tal unión, a fin de que el Verbo juntase la naturaleza divina con el hombre natural v asegurase así a este último su salvación y su divinización" (16).

    Para expresar la misma idea de modo abstracto se puede decir que el "corazón del misterio de la Encarnación es elevar la naturaleza humana hasta la naturaleza divina, implantarla en una Hipóstasis divina" (Scheeben) (17). Todos los principales errores y herejías acerca del "misterio de Cristo" se refieren precisamente a este problema. Y la Iglesia, como lo advierte justamente Pascal, "ha tenido tanto trabajo en demostrar que Jesús era hombre contra aquellos que lo negaban, como en demostrar que era Dios; y las apariencias eran tan grandes" (18).

    El primer Concilio ecuménico de Nicea (325) se empleó principalmente en determinar con exactitud la naturaleza de la segunda Persona de la Santísima Trinidad encarnada en Jesucristo. En tanto que los partidarios de Arrio, al negar la divinidad de Jesús, enseñaban que la naturaleza del Hijo no es más que semejante a la sustancia o a la naturaleza del Padre (omoiúsios), el Concilio de Nicea afirma que Cristo era hombre en toda la plenitud del término, es decir, que poseyó la naturaleza completa de un hombre, cuerpo y alma, y que por consiguiente era idéntico según la naturaleza al hombre, y sin embargo consustancial al Padre (omoúsios).

    Como se ve, no se trataba solamente en este caso de una disputa sutil en torno a una letra, 'de una "batalla por una iota". De esta iota dependía la suerte de todo el cristianismo. Si el Hijo de Dios era, no consustancial, sino semejante al Padre, no hubiera sido más que una simple criatura. Y en este caso no le quedaría al cristianismo más que escoger entre el judaísmo y el paganismo. Si la fe quería continuar adorando a este "Dios de segunda clase", caía en el politeísmo. Si no dirigía su culto más que a solo Dios Padre, se cambiaba en judaísmo. El mérito que nunca se podrá apreciar bien de los Padres de Nicea fue no sólo haber previsto este peligro, sino haber comprendido toda la importancia de la cuestión y encontrado para esta cuestión una solución que es la de la fe ortodoxa.

    San Atanasio, San Gregorio Nacianceno, San Gregorio Niseno y su hermano San Basilio se impusieron por su parte la tarea de desenvolver más ampliamente el dogma de la divinidad perfecta y de la humanidad perfecta de Cristo. Ellos explicaron, como se ha dicho, que ni una divinidad como tal, ni una criatura superior, ni tampoco un hombre ordinario hubieran podido bastar para la empresa de salvar a la raza humana, que el Hijo unigénito de Dios, consustancial al Padre, se hizo hombre entre los hombres, a fin de unir en su persona al Dios perfecto y al hombre perfecto, constituyéndose así en el verdadero intercesor y mediador entre Dios y los hombres (19).

    La afirmación de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre no ha agotado, ni mucho menos, todo el contenido de la enseñanza acerca de la persona del Hombre-Dios. Ella no resuelve la cuestión de saber cómo debemos concebir esta unión de las dos naturalezas en Cristo, ni si semejante unión es en general posible. A San Cirilo de Alejandría hay que reconocerle el mérito particular de haber precisado los puntos dudosos. El gran patriarca enseña : "Nosotros afirmamos que et Verbo está unido hipostáticamente, es decir, según la persona, de una manera inexpresable e incomprensible, a un cuerpo animado por un alma racional, y que así fue hecho hombre. Esto no se ha producido como por la adopción de una persona, sino porque de dos naturalezas diferentes, unidas en una realidad unidad, ha salido un Cristo y un Hijo..., de modo que la divinidad y la humanidad juntas, por su unión inefable y misteriosa en la unidad, han formado un Señor y Cristo, que es al mismo tiempo el Hijo" (20)

    Esta doctrina fue dogmáticamente confirmada por las declaraciones de los Concilios de Efeso (431) y de Calcedonia (541). En lo que respecta a la unión hipostática, énosis kath' hypóstasin (21), es decir, respecto de la unión de las dos naturalezas en Jesucristo, se definió que en Jesucristo, a pesar de las dos naturalezas (físis), la naturaleza divina y la naturaleza humana, no hay más que una persona o hipóstasis (hypóstasis), la de la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Esta última asume en la unidad de su divina hipóstasis la naturaleza humana tomada de la Virgen María por la operación del Espíritu Santo. Al definir este dogma, los Padres del Concilio no quisieron consagrar de un modo cualquiera un sistema filosófico determinado. La posición dogmática significa únicamente que, a pesar de la diferencia real de la naturaleza divina y de la naturaleza humana, con sus propiedades y sus aptitudes respectivas, Jesucristo representa "Un Individuo" o "yo", que posee como propio exclusiva e inmediatamente. San Basilio lo ha expresado en estos términos: "La hipóstasis es lo que circunscribe y limita, en un ser dado, por medio de las propiedades visibles, lo general y lo indeterminado" (22).

    En otras palabras, Cristo no es más que un solo y único "yo", un ser individual, capaz de amar, de querer, de conocer, de obrar y de ser responsable de sus actos; un ser con el cual se puede entrar en relaciones; brevemente: una persona, que es el mismo Verbo. Esta persona determina todas las manifestaciones de la vida de Dios hecho hombre, y a pesar de la dualidad de las naturalezas, ella es consciente de ser un solo y único "yo".

    La naturaleza humana de Cristo no ha recibido una hipóstasis autónoma que esté separada de la del Verbo. Recibe su existencia en la persona del Hijo porque precisamente está asumida por ella. En el Verbo y por Él, el yo del Verbo ha venido a ser al mismo tiempo el yo del Hombre-Jesús. Dios y el hombre se reúnen, pues, en Él en la sola y única Persona del Dios-Hombre. Por lo tanto, todas las acciones y todos los estados de la naturaleza humana de Cristo pertenecen con propiedad y estrictamente al Verbo que ha sumido en sí esta naturaleza humana, y que obra en ella y por ella como por su instrumento. El Verbo marca con un carácter divino todas las acciones del Hombre-Dios.

    En Efeso el dogma cristológico fue definido con ocasión del error de Nestorio, patriarca de Constantinopla (+ hacia 451). Nestorio habría enseñado que Cristo poseía una persona que no era ni la del Verbo ni la del hombre. Su personalidad sería, por así decirlo, una personalidad compuesta, que resultaría de la toma del hombre por el Verbo y del don del Verbo al hombre. En Efeso se trataba de eliminar la tesis que pretendía no establecer entre las dos personas, la divina y la humana, más que una unidad moral, como si el Hijo de Dios hubiera habitado en el Hombre-Jesús casi como Dios habita en un templo. En Calcedonia, por el contrario, había que combatir otro error. La tarea más urgente era entonces preservar la verdad cristiana del error de Eutiques, archimandrita de Constantinopla (378-después de 454), que afirmaba que la naturaleza humana de Cristo, al unirse a la naturaleza divina, había sido absorbida por esta última, y por consiguiente totalmente transformada en ella.

    La solución de Calcedonia se presenta como una síntesis dogmática, fundada al mismo tiempo sobre la tesis de la unidad de Cristo y sobre la antítesis de su dualidad. "Con la maravillosa agudeza de pensamiento y de expresión de que eran capaces el espíritu griego y la lengua griega", esta solución presenta el misterio del Hombre-Dios, —misterio que supera todo concepto y toda palabra— en fórmulas "que, lejos de quedar como sabiduría esotérica de teología, llegaron a ser, en el culto mistagógico, la propiedad del pueblo cristiano" (23). Elevando las dos tesis a una sola unidad que las domina a ambas, esta solución dice, en un cierto sentido, tanto, "" como "no".

    No hay para qué decir que, a pesar de estas definiciones dogmáticas conceptuales la naturaleza íntima del misterio de la unión hipostática queda insondable. Ningún concepto, ninguna palabra humana podrá jamás expresarlo de una manera perfecta. "Nadie conoce al Hijo si no es el Padre y aquel a quien el Hijo quiere revelarlo" (Mat. XI, 27). La doctrina de Calcedonia no hace otra cosa que trazar límites. Su propósito no es revelarnos la naturaleza íntima del cómo de la Encarnación, describir y establecer la manera como ella se ha verificado: esto no es posible. Ateniéndose a la carta dogmática del papa León el Grande (t 461), el Concilio se contenta solamente con enseñar que no hay "más que un solo y mismo Cristo, el Hijo único y Señor en dos naturalezas, sin confusión ni transformación (contra Eutiques), sin división ni separación (contra Nestorio)".

    En esta forma quedan excluidas y rechazadas de antemano todas las concepciones que restringen o limitan una u otra de las naturalezas de Jesucristo, porque la integridad de las dos naturalezas en Jesús podría quedar alterada por ello. O bien Cristo deja de ser el verdadero Dios perfecto, o bien no es hombre verdadero y perfecto. Acerca de la unión de las dos naturalezas en Cristo, se deben rechazar todas las doctrinas que no la consideran más que puramente exterior o fortuita, como dos líneas paralelas que se tocaran exteriormente, pero que interiormente, orgánicamente, guardaran su autonomía y permanecieran siempre separadas. También fueron declaradas falsas las doctrinas que exageraban el carácter real de la unidad existente entre las dos naturalezas y que afirmaban que esta unión produce una nueva naturaleza, o que entraña una fusión en favor de la una o de la otra de las dos naturalezas.

    Esta unión de las dos naturalezas es una unión inmutable, de modo que la segunda Persona de la Santísima Trinidad queda unida para siempre a la naturaleza humana. "Si alguno dice que (el Salvador) ha dejado su carne y que la divinidad sola, es decir, sin la carne, continúa existiendo, y niega que la naturaleza que Él ha asumido está actualmente con Él y que Él debe volver con esta naturaleza, ese tal no debería poder contemplar la gloria del retorno del Señor" (S. Gregorio Nacianceno) (24).

    Todo lo que hasta aquí ha sido expresado negativamente tiene sin embargo un contenido positivo. Conforme a la definición de Calcedonia, no encontramos en el Dios hecho hombre, Jesucristo, la misma simplicidad que encontramos en Dios o en el hombre. Se trata más bien aquí de una relación compleja, es decir, de la unidad de persona que, además, es la del Verbo, en la dualidad de las naturalezas. La unidad de la hipóstasis garantiza la unidad de vida ; la dualidad de las naturalezas, su dualidad y su cohesión. En la única hipóstasis divina la unión de las dos naturalezas forma una nueva y especial "dualidad-unidad", que no se la encuentra ni en Dios ni en el hombre. Porque en Dios la unidad de la naturaleza está en la trinidad de las Personas, en la que cada una de ellas la posee de modo perfecto. En la humanidad, por el contrario, vemos la unidad de la naturaleza en la multiplicidad de las personas, y cada una (es decir, cada hombre) la posee de modo personal. Pero en el caso de Cristo encontramos dos naturalezas muy diferentes que, estando inseparablemente unidas en una sola persona, guardan cada una intactas su manera de ser y su propia actividad. El dogma rechaza, pues, categóricamente la fusión completa de las naturalezas, pero afirma su unión, es decir, una cierta manera de asimilación, y mantiene plenamente las diferencias. Si, por otra parte, la definición rechaza también la separación total,, afirma sin embargo un cierto aspecto de distinción, evidentemente bajo la garantía de la inseparabilidad. Brevemente: el dogma de Calcedonia afirma que la unión de las dos naturalezas en Cristo presenta un cierto lazo indestructible, puesto que existen efectivamente sin confusión, y una distinción que prácticamente es inseparable; es, pues, una unión que excluye toda oscilación en uno u otro sentido.

    Con todo el dogma no dice en qué consiste propiamente esta relación positiva mutua entre las dos naturalezas. Con esto deja a las especulaciones posteriores la posibilidad de establecer nuevas conclusiones. Es lo que sucedió en el siglo VI, en el Concilio Ecuménico de Constantinopla (680). El dogma de las dos naturalezas encontró en él una nueva confirmación, y la cuestión relativa a las dos voluntades y a las dos operaciones en Cristo fue allí cortada por lo sano. Según las definiciones de este Concilio, hay en Jesucristo "nuestro verdadero Dios. .. dos naturalezas que resplandecen en su única hipóstasis" y que poseen cada una su voluntad natural propia y su operación natural propia. "Una y otra de estas naturalezas quieren y operan lo que les es propio con el concurso de la otra", cooperando juntamente "para la salvación del género humano" (25). Esta definición dogmática subraya expresamente el hecho de que en Cristo, no sólo la humanidad como tal guarda su autonomía, sino también su libre actividad, es decir, su voluntad y su operación conservan, en unión con la divinidad, su independencia.

    Así, podríamos decir, la definición completa el dogma de Calcedonia desde el punto de vista dinámico. Pero, no más que el precedente, el Concilio de Constantinopla no franquea los límites puestos a la dualidad por el principio fundamental que exige la salvaguardia entera de la humanidad en Cristo, de su no-absorción por la divinidad. Se contenta con afirmar que en el Hombre-Dios la plenitud de la naturaleza humana no ha sido disminuida por la plenitud de la divinidad que reside sustancialmente en Él.

    Con el VI Concilio ecuménico cesa el desenvolvimiento doctrinal del dogma de la Encarnación. Se habían necesitado más de tres siglos para colocar los jalones que, como otras tantas barreras, condujeran a la médula del inefable misterio. Ir más lejos, correr el velo del mismo acontecimiento, decir cómo se ha producido, es decir, explicar cómo la hipóstasis de la segunda Persona de la Santísima Trinidad se unió a la naturaleza humana en el instante de la concepción, y cómo por eso mismo llegó a ser el Dios hecho hombre, Jesucristo, es imposible. Este misterio permanece insondable a nuestro espíritu. "No podemos decir que comprendemos el cómo de la unión de lo divino y de lo humano. Es verdad que no ponemos en duda, a causa del misterio, que Dios haya nacido en la naturaleza humana; en cuanto a escrutar el cómo, rehusamos a ello porque supera nuestra razón" (S. Gregorio Niseno) (26). El recuerdo de esta impotencia radical para penetrar hasta el fondo del misterio del Hombre-Dios debe dominar todas las investigaciones que se permite el espíritu humano acerca de la naturaleza del Verbo hecho carne. "Los más grandes oradores se quedan mudos como peces ante ti, oh Jesús, nuestro Salvador, canta la Iglesia Oriental. Ellos no llegan a explicar cómo tú puedes ser Dios inmutable y hombre perfecto. En cuanto a nosotros, admiramos este misterio y clamamos con verdad: "¡ Oh Jesús, Dios eterno ! ¡ Oh Jesús, Juez de los vivos y de los muertos ! ¡ Oh Jesús, Hijo de Dios, sálvanos !"

    "Las fórmulas del Concilio de Calcedonia y de los sínodos anteriores y ulteriores no deben forjar ilusiones, escribe el P. Leoncio de Grandmaison (1868-1927) en su magistral obra Jesucristo. El único cuidado (de los Padres) es rechazar los conceptos inexactos, las fórmulas que ponían en peligro una parcela de lo que la Iglesia ha creído siempre, de esta tradición no escrita o sugerida más bien que precisada en las Escrituras, pero viva en el corazón de los fieles, inspiradora de la devoción pública, postulado constante de la liturgia y del culto" (27).

    Por áridas que puedan parecer a primera vista para el corazón y para la imaginación las fórmulas dogmáticas, ellas no quieren decir en el fondo más que una cosa sola, pero esta cosa basta para hacernos caer de rodillas: el Dios eterno se hace un Dios que se reviste de carne y se convierte en hombre. Se une a la vida del mundo y acepta con ella las limitaciones temporales. El verbo se hace Jesús: nace en un lugar y en un tiempo determinados, vive y muere. Esto nos resultará más claro aún si decimos : Jesucristo es "una persona que, a despecho de su evidente humanidad, nos impresiona de un extremo al otro, como que ella posee, en dos mundos, lo divino y lo humano" (28). Expresada en términos abstractos, esta frase hace aparecer las fórmulas de Efeso y de Calcedonia. Pero si se quiere recalentar el corazón a la luz de estas palabras a fin de nutrir con ellas la vida, es necesario entonces ir hasta la fuente de donde ellas brotan y meditar las realidades que ellas expresan y las verdades que encierran.

    Abrid el Evangelio y veréis que el Hombre-Dios aparece en una época determinada por él, de acuerdo con la antigua tradición bíblica, que está toda llena de él (Mat. V, 17), realizando así, en el sentido más profundo y espiritual, las inmensas esperanzas de los profetas, de todo el mundo antiguo y aun de "todo el universo celestial" (S. Jerónimo) (29). El afirma que es el portador del misterio divino, que participa de la omnipotencia del Padre, que es el Maestro y el guía indispensable, el "mistagogo" que inicia en el misterio de la vida divina, el consolador y el apoyo de todos los que se han puesto en su escuela. Mediador omnipresente, promete estar siempre en medio de aquellos que ruegan en su nombre. Dispensador omnipotente, asegura a todos aquellos que sacrifican todo por seguirlo., sólo El, el céntuplo aquí abajo por medio de los dones del Espíritu Santo, y después de la muerte, la vida eterna. Se llama a sí mismo rey, y sus servidores son los ángeles. Declara que el último juicio que se pronuncie sobre nosotros dependerá de nuestra actitud para con El.

    Se presenta a sí mismo, no como un maestro al que se sigue solamente durante el tiempo de iniciarse en los primeros grados de la sabiduría, sino como un modelo permanente y necesario que todos deben seguir. Sus acciones son otras tantas normas, su influjo es inagotable. Él es el solo y único mediador, y no solamente el canal, sino también la fuente. "Vale por lo que enseña, pero también por lo que es; por la dignidad de su persona más aún que por la importancia de sus lecciones. No es un camino, sino el camino ; no trasmite la vida sino que la da; no es una luz en el mundo, es la luz del mundo. Por esto hace promesas que sólo Dios puede garantizar; reclama para sí lo que sólo Dios puede exigir... y es tal porque es el Hijo de Dios, único, coeterno al Padre y una sola cosa con Él" (30). "Yo y el Padre no somos más que uno" (Jo. X, 30). Estas palabras las confirma con actos que son otras tantas señales de luz... "Los ciegos ven, los rengos caminan, los leprosos son curados, los sordos oyen, los muertos resucitan... ¡ Felices aquellos para quienes yo no seré una ocasión de caída! (Mat. XI, 5-6) responde a los enviados de Juan Bautista. Y a los judíos que lo rodean, siempre carnales y groseramente materialistas, les dice: Si "queréis creerme, creed a mis obras, y así sabréis y reconoceréis que el Padre está en mí y que estoy en el Padre..." (Jo. X, 38).

    Por otra parte Jesús de Nazareth es bien a las claras un hombre hecho de carne y hueso, un "una caña pensante"(Pascal) (31), que como todos nosotros, "se inclina bajo los golpes que lo aplastan". Como uno de nosotros, crece en edad y en sabiduría. Soporta el hambre y la sed en los caminos de Galilea, se duerme abrumado de fatiga, pero cuando lo despiertan, calma la tempestad. Llora sobre la tumba de su amigo para resucitarlo en seguida con una palabra cuando el muerto estaba ya desde hacía cuatro días en el sepulcro. Sufre la agonía, su sudor es "como gotas de sangre que chorrean hasta el suelo", pero luego su solo nombre echa por tierra a los que han venido para arrestarlo. "Y a través de estos elementos tan diversos y en apariencia incompatibles. el divino y el humano, resplandece en la imagen evangélica de Cristo una innegable unidad. Esta dualidad no entraña un dualismo como se podía esperar. No son dos. Es un solo yo que piensa y habla, contempla y sufre, cura y llora, perdona y se lamenta... En lo que sabemos de Jesús, en ninguna parte se hallará la juntura por donde introducir la aguda hoja que haga dos partes en esta actividad sostenida. En ninguna parte se puede decir: aquí se detiene, con el poder de un puro hombre, la verosimilitud, la continuación, la impresión de vida real dada por esta vida. Tratad de hacerlo vosotros: no conseguís reducir esta sublime fisonomía a las proporciones humanas, le quitáis todo relieve, toda apariencia de verdad, hacéis de ella una entidad vaga, incoherente, imposible (32). Esta Verdad concreta y viviente del Evangelio, "este resplandor sublime de la realidad divina", lo ha engastado el dogma en sus fórmulas. "Bajo la acción de múltiples circunstancias, para preservar la fe de los errores nacidos de simplificaciones que, so color de explicar los datos tradicionales, debilitaban uno u otro de los elementos, reduciéndolos a una entidad conceptual o verbal, o los fundaban torpemente en las metáforas tomadas de cosas materiales, fue necesario precisar, fue necesario definir" (33). Para nosotros todas estas minuciosas definíclones de la verdad son sagradas. Son el muro de nuestras esperanzas. Es verdad: la luz que brota de ellas no nos atrae tanto como la llama de un hogar amigo. Es una luz que no hace más que mostrar los escollos. "Forjadas en un duro metal en el curso del largo combate contra los errores y las detorsiones sutiles (estas definiciones) son una armadura más bien que un alimento. Para nutrir su vida espiritual y enfervorizar su corazón el cristiano preferirá siempre las palabras inspiradas, llenas de jugo, recogidas en las Escrituras" (34).

    La unión hipostática, es decir, la unión sustancial de la naturaleza humana con la Persona del Verbo, es el don pleno y exhaustivo de Dios, la más grande de todas las gracias que pueden ser concedidas a una criatura. Ella representa la participación más perfecta de la divinidad. No existe nada más grande que una tal unión. Todos los prodigios y misterios que se hallan en la humanidad de Cristo no son nada en su comparación : no son otra cosa que sus corolarios necesarios. Hay allí un modo de ser, una forma de existir de una tal sublimidad y de una tal plenitud, que ninguna cosa finita puede serle comparada. Por la unión hipostática, en efecto, no solamente se ha divinizado la naturaleza humana, como sucede a nuestra naturaleza por la gracia santificante, sino que, según la expresión de los padres, ha sido "deificada". Cesa de pertenecerse a sí misma, porque está incorporada a una persona divina, a un Sujeto que por naturaleza es portador y poseedor de la naturaleza divina, y por consiguiente, a Dios mismo. Por eso el portador v poseedor de la naturaleza divina es al mismo tiempo portador y poseedor de la naturaleza humana, y forma con la naturaleza divina un todo indivisible. Es lo que pone perfectamente en claro San Máximo Confesor : "El aire, penetrado de la luz, no parece ser sino la luz del sol (no que él haya perdido su forma propia; pero la luz domina en él y parece cer la luz misma). Así sucede con la naturaleza humana unida plenamente a Dios. Se la llama Dios, no porque haya cesado de existir como naturaleza humana, sino porque ha llegado a hacerse participante de la divinidad a fin de que Dios sólo sea en adelante visible en ella" (35).

    Una tal unión hipostática no existe más que en Cristo, y en ninguna otra parte en la naturaleza creada, por la simple razón de que ningún ser creado, por autónomo y poderoso que sea, es capaz de atraer a otro ser hacia sí de modo radical, sin ser a su vez atraído por ese ser y sin confundirse con él. Sólo en Jesucristo ha sido franqueado el abismo que separaba a la divinidad y a la naturaleza humana. En Él solo ha encontrado solución la contradicción entre lo infinito y lo finito. En Él sólo la "aspiración hacia Dios", tan profunda en nosotros, ha encontrado su cumplimiento. Un teólogo ruso lo ha expresado de manera sorprendente: "Fuera de la persona de Cristo, lo divino y lo humano quedan separados para siempre por el abismo de una oposición total, de la osición entre lo infinito y lo finito, entre lo ilimitado y lo creado. No es sino contemplando a Cristo como tenemos la audacia de pensar que la divinidad no es extraña a todo lo que es verdaderamente humano. Entonces también nosotros somos capaces de sentir finalmente la alegría y la confortación que nacen y crecen en la conciencia de una tal proximidad de Dios,  de una proximidad que nadie en el mundo puede imaginar" (36).

    Esta unión hipostática hace que el Salvador Jesucristo, en su humanidad, gracias al único y eterno nacimiento operado en el seno de la divinidad, no sea otro que el Hijo único de Dios, de quien se puede decir con la misma verdad que Él es también el hijo de la Virgen María. "El Hijo de Dios se hace el hijo de la Virgen". E inversamente: gracias a la unión hipostática, el Hombre se hace "el Cristo", es decir, el "Ungido de Dios". Porque la unión hipostática nace y subsiste precisamente por el hecho de que el Verbo divino se vuelca y penetra en la humanidad, y porque en cuanto "Espíritu" acaba hipostáticamente por sí mismo la humanidad, la hace su propiedad, se une a ella y forma con ella un ser personal. El ser así formado no es otro que Dios-el Verbo, autónomo en la humanidad y subsistente en ella, o theós lógos evanthropésas. A este don de sí a la humanidad, a esta penetración en ella, responde de parte de esta última, no un acto idéntico, sino un acto de conformidad en hacerse miembro del Verbo que la completa hipostáticamente y se une a ella para no constituir más que una cosa con ella. De aquí nace, considerado de parte de la humanidad, un ser personal. Este ser no es otro que un hombre autónomo, hipostáticamente acabado por el Verbo, ánthropos logothéis, "penetrado", desde el primer instante de la unión, "por la gloria de la divinidad invisible" (San Juan Damasceno) (37).

    Este dinamismo de la unión, es decir, esta accesión del uno al otro, este deslizamiento del uno en el otro (en griego, perijóresis, que nosotros hemos conservado como tal: pericoresis) (38), puede ser considerado desde tres puntos de vista diferentes. Primero, en cuanto se trata del ser concreto divino y del ser concreto humano no hay dos sino un solo ser personal ; e inversamente, en cuanto que este ser es personal, es igualmente el ser concreto humano. Por consiguiente, los términos "hombre" y "Dios" designan en Cristo la misma persona, que es al mismo tiempo Dios y hombre, y en la cual Dios es hombre y el hombre es Dios.

    'Además la pericoresis significa que el hombre concreto Jesús, gracias a la hipóstasis divina, posee la naturaleza divina, la divinidad. Por esta pericoresis, la naturaleza divina pertenece, pues, con su riqueza y su potencia al Hombre-Cristo como propiedad personal, que vive en él para su uso y su goce. "Como el perfume escondido en el lirio pertenece al lirio (39), o como el fuego pertenece al carbón ardiente" (S. Cirilo de Alejandría) (40), así se presenta igualmente la divinización (théosis) de la carne (S. Gregorio Niseno) (41). La humanidad en Cristo recibe por el Verbo una divinización interior tal que muchos Padres hablan de Cristo como de un hombre divinizado, ánthropos theoseis.

    En fin, hay lugar para considerar la pericoresis entre la naturaleza divina y la naturaleza humana, entre la divinidad y la humanidad. Ella consiste en que la naturaleza divina ennoblece a la humanidad de una manera maravillosa y muy especial, en y con la hipóstasis del Verbo, a la cual es efectivamente idéntica. Así la naturaleza divina permite a la naturaleza humana una participación tan esencial a su propia dignidad como la que, en el hombre natural, ennoblece la carne por el espíritu. Como un bálsamo o como el fuego, la divinidad del Verbo impregna y abrasa la humanidad unida a ella. A esta inhabitación corresponde de otra parte una accesión de la naturaleza humana a la naturaleza divina, en cuanto que la primera, como finita, está, no sólo penetrada por la segunda, que es infinita, sino también sumergida en ella, inmersa en ella como en un principio infinitamente superior y más poderoso, y librada íntegramente a su influjo.

    Esta última forma de la pericoresis se presenta de nuevo bajo dos aspectos. Primero como una relación ontológica de las naturalezas según sus esencias; después como una referencia dinámica, viviente, de las dos naturalezas, fundada sobre esas mutuas relaciones y completándolas. Y esto se presenta de tres maneras: como asimilación, en un grado eminente, del estado y de la vida de la humanidad en la santidad, el esplendor y la felicidad de la divinidad; como circumincesión de cada naturaleza por el conocimiento y el amor de la otra ; como la dominación perfecta por la divinidad de todas las operaciones de la humanidad. Esto se verifica por la cooperación íntima y, si se puede decir, englobante, de la potencia de la divinidad con la actividad de la humanidad, y recíprocamente (42).

    Así, para el alma de Cristo el pecado resulta tan exactamente imposible como lo es para el mismo Verbo. El Salvador no será solamente santo, sino el Santo entre todos los santos, y por consiguiente, toda santidad que se encuentre sobre la tierra brotará de su santidad, como el agua de su fuente. "Tú solo eres Santo, tú solo eres el Señor, tú solo eres el Altísimo, Jesucristo" (43). Y no solamente el alma del Verbo Encarnado, su inteligencia, sus pensamientos, su libertad, sus actos y sus obras son santas; sino que también todo su cuerpo, sus gestos, cada palabra que cae de sus labios, todos sus sufrimientos y todas las gotas de su sangre están divinizadas por la santidad misma de Dios y son, por lo tanto, santas. Santificado por la santidad infinita del Verbo, el Dios hecho hombre es, como el Verbo, la misma visión eterna en la que están encerrados todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col. II, 3). Porque el Verbo como tal, ¿no es el Verbo eterno del Padre, su Sabiduría, su Inteligencia, "la fuente de toda verdad y de toda ciencia"? ¿No es Él esa "luz de luz" que "ilumina a todo hombre que viene a este mundo"? (Jo. I, 9). Esta antorcha de la Jerusalén celestial "este Verbo es Jesucristo" (S. Máximo Confesor) (44).

    Como consecuencia de la unión hipostática, de la unión de estas dos naturalezas en la persona del Verbo —aunque las dos naturalezas no se confundan, y guarden cada una su carácter propio sin hacer participar de él a la otra—, se pueden aplicar a Cristo nombres, "idiomas" y actos que no le pertenecen más que como a Dios, e inversamente. La teología nos enseña al respecto que la comunicación de los idiomas (koinonía) no tiene lugar sino en cuanto se consideran las naturalezas en su indivisible unidad, es decir, en la Persona única "in concreto", pero no separada, dividida, es decir, "in abstracto". Hay que notar, sin embargo, que esta comunicación de los idiomas no puede ser perfectamente recíproca. Mientras que todo lo humano es asumido por Dios, lo divino toca al hombre por infusión y representa un estado superior, un enriquecimiento del hombre como tal. Se sigue de ello que los idiomas divinos son capaces de ser atribuidos y comunicados en un sentido más elevado que los idiomas humanos. Por esto ciertos predicados divinos deben ser atribuidos a Cristo como a hombre directamente, en razón de la unión hipostática (45). Al asumir la naturaleza humana, el Verbo vuelca en el hombre la oleada de sus privilegios divinos. Los deja que sean eficaces en sí, de modo que el hombre, hipostáticamente perfeccionado por el Verbo, puede también como tal, es decir, sin perder sus limitaciones, poseer los privilegios y beneficiarse con ellos. "La carne del Señor está enriquecida por las fuerzas divinas... sin perder nada de sus propiedades naturales. Las obras divinas que la carne ha realizado, no las ha realizado por sus propias fuerzas, sino por las fuerzas del Verbo al cual ella está unida... Así el hierro rojo no es ardiente por sí mismo, sino porque está compenetrado por el fuego" (S. Juan Damasceno) (46).

    En virtud de esta constitución. es decir, porque su humanidad no ha adquirido una persona creada propia, sino que ha sido asumida por la segunda Persona de la Santísima Trinidad, Cristo toma parte esencialmente y por naturaleza en la misma gloria infinita que toca al Verbo como a la imagen increada del Padre. El es semejante a Dios no sólo exteriormente sino también sustancialmente. Es la imagen de Dios más perfecta que se pueda imaginar, la revelación del Ser omnipotente de Dios. Por esto el nombre de "Dios" dado a Cristo en cuanto hombre no es sólo un título, sino además una afirmación de su ser, fundada en su carácter de Dios-Hombre; y esta afirmación le corresponde como a coposeedor de la esencia divina. Este nombre de Dios es la expresión de la dignidad específicamente propia de Cristo. Nombre esencial, expresa la grandeza sustancial y la nobleza esencial de su Persona en oposición a los otros hombres (47). "Una naturaleza ha divinizado, la otra está divinizada y, me atrevo a decirlo, se ha vuelto una con Dios, omótheos. El que unge se ha convertido en hombre, y el que es ungido se ha convertido en Dios" (S. Gregorio Nacianceno) (48). En otras palabras: como hombre Cristo es también el Hijo en quien habita corporalmente "toda la plenitud de la divinidad" (Col. II, 10). Así su naturaleza humana ha sido elevada a la más alta dignidad que existe, hasta el trono mismo de Dios. No constituyendo más que un ser personal con la Persona del Verbo, ella merece, en consecuencia, de parte del las criaturas, la misma veneración que Dios, la adoración en el sentido más estricto y más sublime del término, la adoración de latría. "En el nombre de Jesús, dóblese toda rodilla... y toda lengua confiese: Jesucristo es el Señor" (Fil. II. 10-11). Porque "el Cordero que ha sido inmolado es digno de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición" (Apoc. V, 10).

    Es claro que como consecuencia de la unión hipostática, el Dios-Hombre tenía el derecho y el poder de glorificar y de hacer bienaventurada completamente a su humanidad, es decir, de hacer extensiva a su cuerpo la inmortalidad, la gloria y la bienaventuranza que difundía en Él el fuego divino que transfiguraba su alma, y por consiguiente, de aparecer desde su advenimiento ataviado con el mismo esplendor que no conoció sino después de su resurrección. Esto no se produjo, y es un nueve misterio, un anonadamiento al cual voluntariamente se sujetó Cristo. Así Él probó, mejor que por una manifestación de su potencia, el poder que posee sobre la gloria que corresponde a su cuerpo. "El Salvador vino a nosotros, no como podía hacerlo, sino según nuestra capacidad de recibirlo. Porque por lo que a Él se refiere, era capaz seguramente de venir a nosotros en todo su esplendor eterno. Pero en cuanto a nosotros, no éramos todavía capaces de soportar el esplendor de su gloria. Esta es la razón por la cual Él, el Pan Perfecto del Padre, se nos ofrece como leche que se da a los niños pequeños. El quiso que fuésemos primero alimentados con su carne como al pecho, y que así, habituados al alimento, comiendo y bebiendo el Verbo de Dios, pudiésemos luego asimilarnos el pan de la inmortalidad que es el Espíritu del Padre" (S. Ireneo) (49).

    No es sólo como en el caso de Adán, por gracia y disposición especial de Dios, sino por su propio derecho y poder por lo que Cristo estaba en estado de impedir todo movimiento de su naturaleza que no hubiera correspondido a su voluntad. A causa de la dignidad y del poder que le corresponden como a una Persona divina, no podía permitir que deseos desordenados, contrarios a la santidad absoluta de su Persona o de su naturaleza humana, viniesen a oponerse al juicio de su espíritu, o a presentarse, aunque sólo fuera por un instante, a su mirada interior. Su voluntad era tan inmutablemente santa que jamás pudo ser capaz de admitir una inclinación que le fuese opuesta.

    Todas las acciones de la humanidad de Cristo están penetradas de esta "plenitud de la divinidad" (Col. II, 9). En sí, en su humanidad, aunque finita, posee, a causa de su unión con una persona infinita, un valor infinito. Por esto, para alcanzar su plena grandeza, Cristo debe asumir todo lo demás, incorporárselo, divinizándolo todo por el desenvolvimiento de su plenitud (Col. II, 9-10). "Fué ungido y exaltado por nosotros, escribe San Cirilo de Alejandría... (60), a fin de que en adelante la gracia se derramase sobre todos por Él, como un presente ya concedido a la naturaleza y que en lo sucesivo quedaría guardado para toda la raza. Todo lo que posee Cristo se derrama sobre nosotros, porque Él no ha recibido la santidad para sí, (Él era el mismo que trae la salvación), sino para comunicar la salvación, por su medio, a la naturaleza humana..., para santificar a toda la naturaleza". Dios asumió toda la humanidad para salvarla y divinizarla; tal es la enseñanza fundamental de San Ireneo, de San Hilario, de San León el Grande, de San Agustín, de San Atanasio, de San Cirilo de Alejandría, de todos los más grandes doctores de la Iglesia (51)

    En virtud de la Encarnación ha quedado constituída una unión especial entre el Dios-hombre y la raza humana. Esta unión no es solamente una unión exterior, como sería incontestablemente en el caso de que este Hombre-Dios no representara más que el coronamiento, el fruto más hermoso de la raza, sino, como nosotros lo pensamos, una unión interior física, o por mejor decir, ontológica, tan difícil de penetrar como el misterio de la Encarnación del que ella es la consecuencia 52 . Esta unión es sin embargo un hecho indiscutible, reconocido por toda la tradición patrística ; es la raíz y la condición fundamental de nuestra propia redención. La redención comienza con la Encarnación, se continúa en toda la vida de Jesús y se perfecciona en su muerte y en su gloriosa resurrección. En su comentario sobre el Evangelio de San Juan, San Cirilo de Alejandría escribe : "Todos nosotros estábamos en Cristo, y la común persona de la humanidad revivió en Él" (53).

    Es decir: el Verbo, que es consustancial al Padre, que se unió a la naturaleza humana y asumió un cuerpo, no fue solamente un hombre individual, sino que, en un cierto sentido, vino a convertirse en la humanidad entera. Con más exactitud : como consecuencia de su Encarnación, el Verbo se unió, sin ninguna restricción, a la naturaleza humana, y en ella a todo el universo. "Cuando se hizo hombre, dice San Cirilo de Alejandría, tuvo en sí mismo a toda la naturaleza (humana), a fin de que toda ella se regenerase, porque toda la naturaleza (es decir, todo el ser cósmico) se encuentra en Cristo en cuanto que es hombre" (54). Por sus méritos trasmite sus prerrogativas a todos y a cada uno. Así la Encarnación se presenta como la adopción de la humanidad en uno de sus miembros, en la unidad de Dios, de tal manera que el vínculo religioso viene a ser, en este caso único y particular, un vínculo sustancial, y por lo tanto, por la unión fraternal con el ser divino, toda la raza humana, en la medida en que sus miembros no se le oponen, se halla suspendida de aquél de quien fluye para ella todo lo que determina su destino (55). Lo mismo San Gregorio Niseno, cuando declara que el Señor "se unió a toda la naturaleza humana, como primicias de toda la masa en la que participa cada pueblo: judíos, samaritanos, griegos y finalmente todos los hombres" (56).

    El Dios que reina por encima del mundo se ha unido al mundo, se ha hecho "Dios y el mundo"; esta conjunción y representa precisamente la unión de las dos naturalezas, la naturaleza divina y la naturaleza humana, "sin separación ni confusión", en una sola hipóstasis divina, en una sola y única vida. Acerca de este punto los latinos no son menos explícitos que los griegos. Él, el jefe con sus miembros, no es más que un solo hombre", dice San Agustín (57). "Nosotros somos la carne de Cristo", exclama San León el Grande (58). San Hilario de Poitiers (+ 367) habla más claramente aún: "El Hijo de Dios, que nació de la Virgen..., asumió la naturaleza de toda la raza humana, y así se convirtió en la verdadera vid que tiene en sí la naturaleza de toda la raza" (59).

    Todo esto no es en verdad más que el comentario de las palabras del mismo Cristo: "Yo soy la vid, vosotros sois los sarmientos" (Jo. XV, 5). Una vid sin sarmientos, sarmientos sin una vid que no se pueden concebir. Cepa y sarmientos forman un todo orgánico; una misma savia circula por ellos. Y esta unión orgánica entre Cristo y nosotros, el mismo Cristo la funda de nuevo en la unión íntima, ontológica, que existe entre el Padre y Él, el Hijo (Jo XV, 9; XVII, 21, 22, 23, 26).

    En razón de ésta consustancialidad con Cristo, toda la raza humana está, pues, desde el instante de la Encarnación, divinizada radicalmente en cuanto naturaleza. El Verbo se deja deslizar, por así decirlo, en el mundo para penetrarlo, regenerarlo primero en su naturaleza y luego en sus esfuerzos libres. Estos últimos no marchan ciertamente sin aceptación de parte del mundo. Porque cada hombre es salvado individualmente, personalmente, y siempre queda libre para rehusar la salvación que le es ofrecida. El amor encarnado no fuerza nunca a la libertad humana. Lleva en sí a todos los hombres que encuentran en él su perfeccionamiento. "El Hijo único... que tiene en su naturaleza a su Padre todo entero se ha hecho carne..., se ha como mezclado a nuestra naturaleza por una unión inefable con un cuerpo de esta tierra. Así ha unido en sí a dos naturalezas por sí mismas muy distantes, y ha hecho que el hombre comunique y participe de la naturaleza divina. La comunión del Espíritu Santo ha descendido, en efecto, hasta nosotros; también en nosotros ha habitado el Espíritu. Esto comenzó a realizarse primero en Cristo. En efecto : cuando se hizo semejante a nosotros, es decir, hombre, fue ungido y consagrado, aunque en su naturaleza divina; en cuanto viene del Padre Él mismo santificó, por su propio Espíritu, el templo de su carne y todo el universo que creó, en la medida en que todo debe ser santificado. El misterio que se ha cumplido en Cristo es, pues, el comienzo y el medio de nuestra participación en el Espíritu y de nuestra unión con Dios" (S. Círilo de Alejandría) (60). "Hoy es el comienzo de nuestra salvación y la revelación del misterio eterno", canta la Iglesia oriental y la fiesta de la Anunciación (25 de marzo). "Adán está regenerado... y el tabernáculo de nuestra naturaleza está divinizado por Aquél que ha asumido la naturaleza humana..." ¡ Fiesta de la Anunciación, bella y radiante entre todas! ¡ Es la primera fiesta de la primavera ! Y el mismo cristianismo, cuando ha sido recibido por primera vez por un alma o comprendido por la conciencia de modo más vivo que antes, ¿no es la verdadera primavera de la vida?

    "Por su Encarnación, dice San Ireneo (61), se nos ha concedido la salvación "in compendio", como en el jefe, la cabeza, por el hecho de que Cristo arranca toda la humanidad al pecado y a la perdición y le confiere el principio, la posibilidad de la vida eterna". En la Encarnación Dios recapitula (62) la carne y el espíritu, lo visible y lo invisible. Cristo no es, pues, solamente el miembro impecable de una familia humana pecadora; es el jefe de toda la raza humana, "el Espíritu vivificante, el primero y último Adán" (I Cor. XV, 45), del cual el primero no fue sino la imagen.

    Mucho antes de la caída nuestro primer padre fue una persona determinada, un yo concreto ; era, por así decirlo, el "Hombre-Humanidad", es decir, el hombre que llevaba en sí a toda la raza humana. Siendo un ser individual, no poseía una individualidad en el sentido negativo y limitado de la palabra, como consecuencia del orden destruido por el pecado. "Por el pecado original la unidad de la naturaleza fue rota en mil pedazos, dice San Máximo Confesor, y ahora nosotros nos desgarramos los unos a los otros como bestias feroces" (83).

    En efecto, en lugar de formar un todo armonioso, la humanidad caída se ha desparramado en innumerables individuos particulares, presa de aspiraciones contradictorias No se conoce en la actualidad persona alguna que no sea al mismo tiempo una individualidad separada y aislada. Si hacemos de ello un objeto de orgullo, es porque ella es la única imagen de la persona que todavía podemos representarnos. Sin embargo ella está muy lejos de ser esa espiritualidad viviente, esa plena conciencia de sí que engloba y afirma en su ser y en su vida el ser y la vida de todos sus semejantes y de Dios, por quien todos juntos somos y vivimos. Pues bien : este orden existió un día. Conforme al plan original del Creador, cada persona humana debía ser para todas las demás transparente como el cristal (65). Todos en todos y cada uno en todos, tal es la verdadera naturaleza de la persona. Pero con la caída, la conciencia de Adán se oscureció, y la imagen de la unidad natural de la humanidad se perdió. Desde entonces el hombre no engendrará más que individualidades aisladas y separadas, que a su vez engendrarán otras. Y el primero que nacerá de Adán será Caín, el cual afirmará su egoísmo, es decir, la búsqueda de su yo en detrimento de otro, hasta asesinar a su propio hermano.

    Con todo, ningún hombre, ni el mismo Adán, llegó a elevarse por encima de la raza toda entera hasta el punto de poder atraer hacia sí, gracias a esta superioridad, a todos los miembros, apropiárselos y dominarlos. "Adán queda a pie llano en la raza, se yergue por su parte en su raza, aunque haya sido en ella el jefe de fila. Cristo se mantiene absolutamente por encima de la raza, porque su persona divina no es el producto, sino la creadora de la raza. La personalidad de Adán está condicionada, en cuanto a su existencia, por la posesión de la naturaleza humana; la personalidad de Cristo es independiente de ella. No hace más que apropiarse una naturaleza humana para dominarla, para incorporarla a su personalidad, y así ella puede igualmente, al asumir en sí un miembro de la raza, atraer toda la raza hacia sí, incorporársela y dominarla" (66). Por esta razón toda "individualidad perversa" ha sido completamente abolida en el nuevo Adán. Por él, en cuanto Dios hecho hombre, Dios se hace solidario de nosotros. Viene a nosotros, para vivir entre nosotros la vida misma de su Trinidad. Y lo mismo pasa con nosotros : en cuanto que Él es Hombre-Dios, y por Él, nosotros somos solidarios de Dios. De donde no es menos cierto que es la vida eterna de la Trinidad divina la que tenemos que vivir. Tal es el sentido profundo de las palabras de Cristo: "Si alguno quiere seguirme, que renuncie a sí mismo" (Mc. VIII, 34).

    En otros términos, cada uno de los cuales puede ser confirmado por testimonios de la sagrada Escritura y de los padres, cuando el Salvador vino a nosotros, en este mundo terrestre, limitado en el tiempo y en el espacio, y asumió una naturaleza humana, sujeta como tal a las circunstancias históricas, aceptó, por este hecho, las condiciones mismas de nuestra vida limitada en el tiempo y en el espacio. fue una persona histórica. Nació en un tiempo determinado, en un lugar determinado, habló una lengua determinada; brevemente, estuvo sujeto, como toda persona histórica, a una limitación necesaria. Cuando se retiró a Belén no podía encontrarse en Roma; cuando hablaba en arameo no podía al mismo tiempo hablar latín; no era ni griego ni romano.

    Sin embargo esta individualidad histórica no es, en un cierto sentido, más que su desenvolvimiento temporal y, si es que se puede decir, representa su carta de ciudadanía. En realidad, la individualidad de Cristo no conoce ningún límite de ser. Cristo no es un hombre cualquiera, que forma no importa qué parte de la numerosa masa humana. Es "el Hombre" en cuanto "Hombre-Humanidad". En Él se halla actualmente incluida la humanidad en su integridad, tal como Dios la contempla, e igualmente cada persona humana con todas sus propiedades personales. "Toda la raza humana, dice San Gregorio Niseno, presenta una comunidad solidaria que hace que ella sea asumida como un solo todo por la persona del Verbo, aun cuando ésta última no hace sino asumir uno solo de sus elementos. Pues bien: este elemento, esta parte el Verbo se la une, de modo muy especial, en la unión absoluta de su persona. Por esto resulta que es la primicia o la parte privilegiada de toda la comunidad. Y sin embargo, como primicia de la comunidad, no se separa del conjunto de la raza. En Él, por Él, toda la comunidad es atraída por la persona del Verbo" (67).

    Esta idea está expresada más explícitamente aún por San Cirilo de Alejandría, el gran doctor de la Encarnación : "Cristo es a la vez el Unigénito y el Hijo primogénito. Es Unigénito en cuanto a Dios ; es el Hijo primogénito por la unión saludable que El ha formado entre nosotros y Él al hacerse hombre. Por donde, en Él y por Él hemos sido hechos hijos de Dios por naturaleza y por gracia (68). Lo somos por naturaleza en Él y en Él solo. Lo somos por participación y por gracia por Él, en el Espíritu. Así, pues, como ha resultado propio de la humanidad en Cristo el ser Hijo único, porque se unió al Verbo según la economía de la salvación, del mismo modo ha resultado propio del Verbo el ser primogénito y el estar entre muchos hermanos a causa de su unión con la carne" (69). En otras palabras, la unión con el Verbo, que hace que Cristo sea la Vida, tiene por efecto, a pesar de la distancia infinita que ella coloca entre Él y nosotros, el que Cristo sea también nuestra Vida. Así estamos unidos a él de un modo muy especial. La naturaleza toda entera está metafísicamente incluida en la suya. Todas las personas humanas, llamadas a ser y a vivir, vuelven a encontrar su verdadera y auténtica imagen en la persona de Cristo. Toda la humanidad, sin excepción ni límite, en el pasado; en el presente y en el futuro, está, como unidad metafísica, recapitulada en Él. Encarada desde este punto de vista y a esta altura, la cuestión de la raza y de la nacionalidad del Verbo encarnado nos parece muy inútil. "Se comprende, en efecto, dice San León el Grande, que las palabras del profeta: ¿Quién puede describir su nacimiento?, no se refieren solamente en Jesucristo, Hijo de Dios, a su naturaleza divina. El Salvador, mis muy amados, ha nacido, no de la semilla de la carne, sino del Espíritu Santo" (70). Él es el Yo que recapitula todo, el Yo de la unidad natural de la humanidad, el Yo soberanamente grande. Él está al mismo tiempo cercano y accesible a cada uno. En verdad, no hay en Él ni griego, ni judío, ni esclavo, ni libre, ni siquiera hombre y mujer. "La gran comunidad lleva a todos los hombres y, como la sangre en las venas, la vida divina circula y atraviesa misteriosamente a todos los hijos de Dios, y los eleva a ellos y con ellos a toda la creación, hasta los secretos del inefable esplendor de Dios" (71).

    Para todos y para cada uno Él es el modelo, el que habla directamente al corazón y a la razón y, como una espada de dos filos, penetra hasta lo que ellos tienen de más oculto. Todo hombre que se vuelva hacia Él se verá, en su imagen, tal como debiera ser, tal como Dios lo quiere. Y si, aunque no fuese más que una vez en nuestra vida, tenemos la felicidad de encontrarlo, a Él, que es para nosotros el más próximo, no encontraremos entonces jamás a nadie que pueda resultarnos más íntimo. En Él se halla, sin restricción individual de ninguna especie, la plenitud de la humanidad. Por esta razón nada humano, excepto el pecado, le es extraño, y todo hombre, cuyo ser propio está fundado en Él, es su "prójimo". Esta es también la razón de por qué cada uno ama a Cristo según la medida de su carácter particular. Y sin embargo lo ama como Cristo lo quiere, puesto que él está en Cristo que contiene en sí todo y a todos.

    Este hecho trascendente de la identificación mística de Cristo con el conjunto del género humano, como consecuencia del cual su vida humana personal se amplifica hasta encerrar en sí toda la historia de la humanidad, no es el corolario de nuestra unión exterior y empírica con el Salvador. La vida puramente individual, limitada y determinada por el espacio y el tiempo, que Cristo llevó aquí abajo, excluye por sí sola semejante solución. Se trata aquí de una unión interior, absolutamente trascendente, mística. Aunque se haya realizado en el espacio y en el tiempo, la Encarnación del Verbo posee también una significación supratemporal y eterna, y la unión contraída por Él con el mundo y con la humanidad no se ha destruido después de su retorno al Padre. "Yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo" (Mat. XXVIII, 20). Ella subsiste y se extiende a todo el pasado y a todo el porvenir. La humanidad de Cristo, dice San Cirilo de Alejandría, toma sobre sí nuestras miserias y nuestra muerte a fin de que en Ella, que está unida a la vida, recibamos nosotros la vida eterna (72). Todo lo que encierra esta humanidad debe pasar en nosotros (73). Su vida es la curación del mundo, y los acontecimientos de su existencia son el patrimonio común de la humanidad (74). La Escritura borra con frecuencia las distinciones entre la humanidad de Cristo y la nuestra (75) ; habla muchas veces de dos a la vez y muestra así que la obra de Cristo no está terminada mientras Él no nos haya transfigurado en lo que le es propio (76).

    Esta idea encuentra también su confirmación en el ciclo litúrgico que reproduce la vida terrestre de Cristo con todos sus acontecimientos, y no sólo a título de simple recuerdo, sino realmente. En efecto; aunque históricamente y materialmente estos acontecimientos pertenecen al pasado, su valor continúa siendo pleno y eficaz en el presente, así como la gracia que nos hace participar de Él. Estos hechos han sido vividos aquí abajo, en la tierra, para nosotros, por Cristo; y El continúa todavía dando parte de sus frutos a las almas a las que quiere marcar con su semejanza. El mismo Salvador es quien trabaja por nuestra salvación y por nuestra santificación; pero todas las veces que cada uno de estos misterios se repite para nuestra alma se convierte en una nueva revelación de Cristo. Y cada misterio posee su belleza propia y su gracia particular, su fuerza de misterio, dynamis tú mysteríu, como dice San Gregorio Nacianceno (77). Esto se explica por el hecho de que los acontecimientos de la vida de Jesús son en realidad, no puros ejemplos para meditar e imitar, sino también "las fuentes de la gracia". En virtud de la unión de nuestra naturaleza humana con el Verbo, toda alma humana tiene parte en la gracia que desborda del alma de Cristo. Y cada misterio de su vida, que expresa siempre un estado determinado de su persona divina, nos hace tener una parte especial en su divinidad. Cada nueva fiesta de Navidad será para nuestra alma como un nuevo nacimiento a la vida divina, y en cada Viernes Santo la gracia nos presionará a revivir los terrores de la muerte destructora de nuestros pecados, a fin de que con Cristo resucitemos en la mañana de Pascua y nos entreguemos a Dios con tanto mayor ardor. Porque Cristo vive en su humanidad, padece todos sus sufrimientos, se regocija con todas sus alegrías y se queda sin embargo "a la diestra del Padre". No habría que creer, sin embargo, que todavía sufre o experimenta nuevas alegrías. Dolores y alegrías no son evidentemente ya para Él una experiencia personal. Ya no es más apto para pasar por estos estados y por estos sentimientos. Somos más bien nosotros, es decir, su cuerpo místico, los que experimentamos todo esto. En cuanto a Él, permanece eternamente en el cielo nuestro gran "compasivo", nuestro gran "compañero de lucha". Cuando Saulo de Tarso, "respirando la amenaza y la muerte contra los discípulos del Señor" (Hechos, IX, 1), fue derribado a tierra en el camino de Damasco por la fuerza del Verbo, oyó una voz que le decía : "Yo soy Jesús a quien tú persigues" (Hechos, IX, 5).

    ¡Palabras verdaderamente extraordinarias e insondables! Nunca acabaremos de meditarlas y de gustarlas. Incapaces de captarlas en toda su plenitud, al menos dejémonos penetrar por ellas. Porque ahí es donde están escondidas las prendas de nuestra grandeza. Ahí tocamos el misterio del primero y del segundo Adán, el misterio de la unidad divino-humana, "unipersonal" y al mismo tiempo "omnipersonal".

    Esta identificación mística de Cristo en su naturaleza humana con el conjunto de la raza humana no destruye, sin embargo, el ser personal del hombre. Lo prueba el hecho de nuestra independencia y de nuestra libertad. La humanidad de Cristo no reemplaza nuestra propia humanidad, pero vive y sufre con ella por la fuerza de esta identificación. El dinamismo de estas dos naturalezas, de la humanidad de Cristo y de la nuestra, del nuevo Adán y del antiguo, puede presentarse, según nuestro grado de santidad, bajo diversos estados y bajo diversas formas. Pero con todo nunca, ni siquiera en la unión en el seno de la gloria divina, nuestra naturaleza humana dejará de ser lo que es, es decir, que en su transformación en Dios no habrá identidad pura. "Esto es una perniciosa herejía. Aun en la unión más elevada y más íntima y más profunda con Dios, la naturaleza divina y el ser divino permanecen infinitamente por encima de todas las alturas. Se entra allí en un abismo divino, que no es y que jamás se convertirá en criatura alguna"... (Tauler) (78). La unidad no absorbe al individuo; lo eleva. Por otra parte, la diversidad de las personalidades no hace más que confirmar la unidad : nace una unión, pero no una fusión. Una fusión excluiría además todo movimiento, y de consiguiente, toda acción que llevara al uno a identificarse con el otro. Como el fuego que penetró en la zarza ardiente sin consumirla, así nuestra naturaleza creada conserva su autonomía en todos los grados de su divinización.

    Por sublime que parezca en el estado de nuestra humanidad culpable y caída este hecho de la unidad personal en la pluralidad, es sin embargo para nosotros una realidad, y una realidad histórica. No es otro, en efecto, que la Iglesia, es decir, la personalidad universal, el cuerpo del Dios-Hombre en su extensión plena y universal: en ella Cristo es "todo en todos". Esta unidad no aparecerá, sin embargo, en todo su fulgor sino en el día del juicio final. Entonces, como dice San Agustín, se verá que el cristianismo es "el Cristo uno y único que se ama a sí mismo" (79), y cada hombre se identificará con Cristo. Entonces las palabras decisivas del Salvador revelarán también que Él es el "Hombre-Humanidad". Porque el rey dirá: "Venid, benditos de mi Padre, a tomar posesión del reino que está preparado para vosotros desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, era huésped y me recibisteis, estaba desnudo y me vestisteis... En verdad os digo: cada vez que lo habéis hecho con uno de estos mis más pequeños hermanos, lo habéis hecho conmigo". Y a los que están a la izquierda les dirá: "Alejaos de mí, malditos, al fuego, fuego eterno, que fue preparado para el diablo y para sus ángeles... En verdad os digo: cuantas veces no lo hicisteis con uno de estos mis pequeños, no lo hicisteis conmigo" (Mat. XXV, 31-40).

    ¡Palabras últimas, definitivas, luminosas del Señor! ¿Cómo no amarlas por su claridad? Ellas nos muestran lo que es verdadero. Son la prueba divina, y por lo tanto irrecusable, de que la doctrina de Calcedonia vale todavía y siempre, aun después de la Ascensión de Cristo. Las dos naturalezas se mantienen unidas en el cielo a la diestra del Padre, porque Dios y el hombre están allí ambos presentes en la persona única del Dios-Hombre, Dios y la criatura unidos en la hipóstasis del Verbo. "Allí donde el Padre engendra a su Hijo, en la extrema profundidad, allí también la naturaleza humana encuentra su vida y su movimiento interior. Se sienta en el cielo mucho más alto que los ángeles y es adorada por ellos" (Maitre Eckhart)' (80).

    En adelante no hay más Dios sin el mundo y no hay más mundo fuera de Dios. El mundo está en Dios, y sin embargo la Trinidad santa continúa subsistiendo muy por encima del mundo, en la inmutable bienaventuranza de su existencia eterna.

    Después de todo lo que se ha dicho, ¿se podrá jamás proclamar bastante la importancia y glorificar la persona de aquélla a quien la Iglesia tiene por "más venerable que los Querubines e incomparablemente más gloriosa que los Serafines" (81), la Inmaculada Virgen María? Ella es "Theotokos", la Madre de Dios. Esta dignidad sobrepasa en esplendor a todas sus virtudes, a toda su radiante pureza, o más bien, todo está condicionado por ella, todo recibe de ella su insondable profundidad. Esta verdad se manifiesta sobre todo en la devoción de la Iglesia oriental por la Virgen. Ella contempla menos a María como una soberana al servicio de la cual se consagra sino por medio de un homenaje que recuerda el de los caballeros : "Nuestra Señora", o "Madona". La Virgen no es allí ya en primer plano el modelo de la pureza y de la santidad perfectas. Es sobre todo y ante todo Madre, Madre del Verbo encarnado y de todos los hombres. El fundamento teológico de esta actitud es fácil de comprender. La grandeza de María reside en el misterio de la Anunciación. La Encarnación supone, en efecto, la existencia de la carne, es decir, del mundo creado, teniendo como centro al hombre en la plena integridad de su naturaleza. En la Encarnación Dios no crea algo de la nada por su omnipotencia. Tiene delante de sí un mundo al que Él mismo ha llamado a la existencia. Por eso la Encarnación no es un acto de dominación de Dios sobre el mundo, sino un acto de su potencia en el mundo; por consiguiente ella no tiene solamente una, sino dos caras : el mundo, que recibe a Dios en la persona de un hombre, y Dios que aspira a esta recepción. La grandeza del don divino va tan lejos que la Encarnación aparece como dependiendo, no sólo de solo Dios, que por amor a su criatura busca unirse a ella, sino también de la criatura, de su naturaleza tanto como de su libertad. La criatura debe ser apta para recibir a Dios, digna de recibirlo, y más aún, debe quererlo libremente.

    Esto es precisamente lo que se ha realizado en el caso de la bienaventurada Virgen. Su aparición es la más grande obra de gracia que la tierra haya conocido jamás. Durante miles de años la plenitud fecunda del Espíritu Santo preparó esta santidad. Probada por el destino y por toda clase de tentaciones, esta santidad creció elevándose siempre más por encima de la humanidad caída hasta que alcanzó su grado máximo en la persona bendita de la Virgen. "La plenitud de la gracia que se encuentra en ella le da exactamente, como la santidad divina lo hace en su Hijo, un sitio completamente aparte de los ángeles y de los hombres" (Card. Newmann, 1801-1890) (82). En previsión de la muerte redentora del Hijo de Dios, ella fué, como lo canta la liturgia oriental, "purificada antes de su concepción, santificada por Dios" (83), penetrada del Espíritu Santo, mientras que su impecabilidad personal dejaba constantemente su alma abierta al influjo incesante de la gracia. En el mundo decaído y pecador ella fue el verdadero "libro viviente de Cristo", la personificación de toda la creación, o por mejor decir, de la humanidad, síntesis de todo lo creado. No ciertamente de esta humanidad herida por el pecado, sino de la verdadera humanidad, tal como un día salió realmente de las manos de Dios, de todo el género humano que da al Verbo la naturaleza humana y se muestra digno de unirse a la naturaleza divina en la unidad de su Persona. La Iglesia oriental expresa este misterio de modo magnífico cuando canta en el oficio de las Vísperas de Navidad: Qué vamos a ofrecerte, oh Cristo, porque por nosotros has aparecido como hombre sobre la tierra? Cada una de las criaturas salidas de ti te presenta su testimonio de gratitud: los Angeles, su canto ; el cielo, la estrella ; los Magos, sus dones; los pastores, su admiración; la tierra, la gruta; el desierto, el pesebre; ...pero nosotros, una Madre Virgen."

    La Encarnación espiritual y corporal del Verbo se debe a la libre cooperación de María que se afirma, no como sucedió en Adán y Eva, por un acto egocéntrico, sino por un acto de heroica obediencia y de sacrificio. Este acto hace de ella "un vaso de amor", "una causa de salvación para ella misma y para toda la raza humana" (S. Ireneo) (84), y se verifica por la fuerza del Espíritu Santo que, desde toda la eternidad reposa sobre el Verbo. En el momento de la generación temporal de Cristo, Él cubre con su sombra a María y, con Él mismo, lleva a su seno al Hijo de Dios. La santa Virgen se vuelve semejante a la "tierra fértil", su seno se convierte en el lugar en que reposa Dios. En cuanto que da al Verbo la naturaleza humana, se revela como su Madre purísima desde toda la eternidad, Theotokos, bendita entre todas las mujeres. En cuanto lo recibe en perfecta unión de vida por un acto de amor inmolado, se revela su Esposa. En cuanto representa a la naturaleza humana en su integridad, se revela la personificación de la Iglesia, la Reina del cielo y de la tierra. Así podemos verdaderamente exclamar con la liturgia oriental: "Nosotros te alabarnos, nosotros te glorificamos y nos prosternamos ante ti, oh Madre de Dios, porque has dado al mundo un Hijo que es Dios, ...y a nosotros que estamos sobre la tierra nos has abierto la puerta del cielo".

    La maternidad divina es el lado humano de la Encarnación, una condición sin la cual esta última no habría podido realizarse. Jamás el cielo se hubiera inclinado sobre la tierra si la tierra no lo hubiera recibido. Para ser completa, la imagen de la Encarnación implica como consecuencia la del descenso del Espíritu Santo sobre la santísima Virgen María. Por esto el icono de la santa Virgen que tiene al Niño Jesús en sus brazos es con mucha exactitud la representación más verdadera y la más fiel de la Encarnación y, por consiguiente, de nuestra salvación. Ella simboliza a la humanidad en su plenitud, es decir, como a una criatura llena del Espíritu Santo e inseparablemente unida al Verbo. "Aquí resplandece la gran significación redentora de la Madre de Dios. Sin ella no hay filiación divina para los hombres; sin ella nada de vida ni de gracia que nos vengan del Verbo" (85).

    La bienaventurada Virgen María es el centro del mundo creado, previsto desde toda la eternidad. Un centro que refleja e irradia la llama y el ardor de la luz celestial. "Estrella que engendra al sol", "cáliz de la alegría", así se llama la liturgia en sus esfuerzos por expresar su dignidad de madre "llena de gracia" que, semejante a la aurora que se levanta por encima de la creación original, rodea e ilumina "al Cordero místico", a la "Sabiduría celestial" que reina por encima de todos los coros angélicos. Ella es, con Cristo, la señal de la regeneración y de la transfiguración, el milagro de la resurrección de las almas muertas y de la naturaleza caída. De la plenitud de su gracia "se regocija la creación entera: los coros de los ángeles y todo el género humano". Ella es el "templo santísimo, el paraíso espiritual, el ornato de las vírgenes", como canta la Iglesia oriental, porque de ella ha tomado la carne Dios. Él, nuestro Dios, que existe antes de todos los tiempos, ha tomado su seno por morada. "De ti, oh bienaventurada, se alegra todo el universo entero".

    Esta es la razón de porqué se la llama también "el Velo de protección que se extiende por encima del mundo, más amplio que una nube densa." "Ningún hombre puede verme y vivir", dice el Señor (Ex. XXXIII, 20) : el Señor es demasiado santo y el mundo demasiado pecador. "El fuego divino, la dulzura de la traición que purifica los corazones arrepentidos es una tortura ardiente para los endurecidos" (86). Por esto, durante su vida terrestre Cristo jamás reveló en toda su plenitud la potencia y el esplendor de la divinidad. El mundo no hubiera podido soportar semejante resplandor. Por su Fiat la santa Virgen nos da a Aquél que supera a toda esencia creada. Al envolver al Inaccesible con su propia carne, ella nos lo conserva al mismo tiempo como escondido bajo las apariencias del Cordero redentor. La Inmaculada se levanta así entre el mundo pecador y Dios. La que es "más digna que los querubines y más bella que los serafines" concentra en sí todo el fuego ardiente de la Potencia y del Amor divinos, a fin de que el mundo sea perdonado y no reducido a cenizas.

    ¿Qué de extraño entonces si la aparición de la Madre de Dios llorando en la Salette, el 19 de septiembre de 1846, tiene algo de terrorífico? Apenas es posible dejar de estimar la significación de esta aparición casi apocalíptica y tomar a la ligera las lágrimas de la Madre de Dios: "Si mi pueblo no se somete, la mano de mi Hijo se aplastará sobre él. Ella es pesada y yo no tengo más fuerza para retenerla."

    Dicho de otro modo, si el mundo se resiste todavía al llamado de la gracia divina, si quiere continuar obstinado rehusando el llamado de Cristo —"¿Hay algo más peligroso para el mundo que no querer aceptar a Cristo?" (S. Hilario) (87)— entonces la unión se realizará no en la misericordia y en el amor, sino bajo los golpes terribles de la justicia inmanente a todo pecado. Si ella, la Madre purísima de Dios, retira el velo de protección que tiene extendido sobre el mundo pecador, el mundo temblará bajo las plantas del caballo blanco del Apocalipsis. El jinete se lanzará sobre el mundo y la tierra se consumirá bajo el aliento de Aquél cuyos vestidos están teñidos en sangre, de Aquél que juzga y combate con justicia como Rey de los reyes y Señor de los señores y cuyo nombre es el "Verbo de Dios" (Apoc. XIX, 11-16).

    "Perpetua protectora, Madre del Altísimo... Oh bienaventurada Madre de Dios, ¡ sálvanos !"

    ______________
    1 Epist. XXXIX ad Johannem ep. Antioch. PG 77,
    176.

    2 Liber de Corpore et Sanguine Domini III. PL 120, 1275.

    3 Oeuvres de pieté, París, 1856, p. 1137.

    4 SANSON, op. Cit. (Encarnación) passim.

    5 SCHEEBEN, Mysterien, p. 269.

    6 Hom. in 1 ransf. 18. PG 96, 573.

    7 DILLERSBERGER, op. Cit., p. 65.

    8 In Joh. I. 9. (I, 12). PG 73, 153.

    9 De Trinitate XIV, VIII, 11, PL 42, 1044.

    10 Rech. de Science Rel. vol. XXVI, 1936, p. 314. Cfr. SAN AGUSTÍN, De Trinitate XIV, VIII, 11. PL 42, 1044.

    1. SOLOVIEF, op. Cit., p. 257-8.

    2. Orat. Catech. XV. PG 45, 48.

    3. Akathistos á la tris sainte Mire de Dieu, Ikos 8.

    4. De recta Fide ad Theodosium IX. PG 76, 1144-45.

    5. Orat. de Incarnatione verbi 54. PG 25, 192.

    16 Adv. Arianos Or. II, 70. PG 96, 296. Estas palabras hallaron sitio en las Actas del Concilio de Calcedonia (451).

    1. SCIEEBEN, Mysterien, p. 277.

    2. Pensamientos (BRUNSCHVICG), París, 1900, p. 687. (10)

    3. Cfr. SCHEEBEN, op. cit., p. 353, rem. I.

    1. Epist. IV ad Nest. PG 77, 45.

    2. La expresión es de san Cirilo de Alejandría.

    3. Ep. CI. I (XXXVII..., 3). PG 32, 327.

    4. Cfr. F. HEILER, Urkirche und Cstkirche, München, 1937, p. 202-3.

    5. Epist. Cl ad Cledonium I, PG 37, 181.

    6. DENZINGER, Enchiridion Symbolorum, n. 289-93 y A. V. CANT, Dictionnaire de 7'héoiogie catholique, T. III, Paris, 1911, col. 1267-1269.

    26 Orat. Catech. XI. PG 45, 44.

    1. LEONCIO DL GRANDMAISCN, S. J., Jesucristo II, Paris, 1928, p. 214-15.

    2. J. R. ILLINGWORTH, Divine Irnmanence, Londres, 1904, p. 50.

    29 In Ep. ad Eph. I, 1, 11. PL 26, 254.

    30 GRANDMAISON, Op. Cit., II, p. 48, 58.

    31 Pensées, op. cit. p. 488.

    32 GRANDMAISON, Op. Cit., II p. 213-14.

    1. LEONCIO DE GRANDMAISON, S. J., Le dogme Chrétien, Paris, 1928, p. 245-6.

    2. GRANDMAISON, Jesucristo II, p. 216.

    3. Citado en KARSAVIN, O Nacalakh (Des origines), Berlín, 1925, p. 51.

    36 N. MALINOVSKIJ, Dogmaticesje Bogolosvie (Théologie dogmatique), III, Sergiev-Possad, 1909, p. 25.

    37 Hom. in Transf. Dom. 12. PG 96, 564.

    (38) La expresión es de san Gregorio Nacianceno; cfr. Epist. ad Cledon. PG 37, 181.

    39 Scholia de Incarn. Unig. X. PG 75, 1380.

    1. Ibid. IX. PG 75, 1377-80.

    2. Contra Eunom., sobre todo 1, IV. PG. 45, 616-77; cfr. también PETAVIUS, Dogm. Theol. 1. X. c. I, VI. París, 1867, p. 352.

    3. Cfr. M. T. SCHEEBEN, Handbuch der kath. Dogmatik 111, Freibarg, 1933, p. 7.

    4. La gran doxologia de la Iglesia orienta! ("Gloria in excelsis" de la Iglesia occidental).

    5. Scholia in Div. Nom. e. VII. PG 4, 353.

    6. Cfr SCHEEBEN, oP. Cit., p. 39.

    46 De Fide Orthod. III, 19. PG 94, 1080.

    1. SCHEEBLN, op. Cit., p. 41.

    2. Citado en SAN JUAN DAMASCENO, De Pide Orthod. III, 17. PG 94, 1069.

    3. Adv. Haer. IV, 38. I. PG 7, 1105-6.

    4. Thesaur. de S. et Cons. Trin. Assert. XX. PG 75, 333; In Joh. V, 2. PG 73, 753-6.

    5. Ver más en detalle E. MERSCH, S. J., Le corps mystique du Christ I, Louvain, 1933, p. XXIII, y también 21 ed. Bruselas, 1936, p. 411: Cfr. Nouv. Rev. Théol. vol. 65, Louvain, 1938, p. 551-82, 681-702.

    6. Con su profundidad de espíritu habitual, San Gregorio Niseno ha tratado de esclarecer esta cuestión. Según él, el verdadero portador de la imagen divina no es el alma individual, sino la naturaleza humana, una y única, de la que los hombres individuales nc son más que la expresión y la imagen. Al hacerse un hombre individual Cristo tomó al mismo tiempo y divinizó esta naturaleza humana general. Por ella todos los hombres están, por así decirlo, en comunión inmediata y ontológica ccn él. (De hominis opificio XVI. PG 44, 177-185). Cfr. H. U. VON BALTHASAR, Der versiegelte Quell, SALZBÚRG, 1939, p. 30, 31; y también SCHEEBEN, Mysterien, p. 315, 320 y MERSCH, Op. Cit., p. XXV.

    1. In Joh. 1, 14. PG 73, 161-4.

    2. Ibid. V, 2. PG 73, 753.

    3. Cfr. A. D. SERTILLANGES, O. P., L'Egltse 1, París, 1917. p. 80-82.

    56 Hom. in Cant. Cantic. XIV. PG 44, 1085.

    1. Sermo XCI, 7. PL 38, 570.

    2. Sermo XXX in Nat. Dom. X. PL 54, 231'.

    3. Tract. in LI Psalsn. 16. PL 9, 317.

    4. In Joh. XI, 11. PG 74, 557.

    5. Adv. Haer. III, 16. 6; 18, 1. PG 7, 925-6, 932; y L. RIcHARm, Le dogme de la Rédemption, Paris, 1932, p. 84.

    6. Est término, que no se puede traducir exactamente, es de san Pablo (Efes. I, 10). La palabra francesa "réunir", como la latina "instaurare", no refleja el sen4ido completo : "coronar, colocar bajo una cabeza", en latín "recapitulare" (Tertuliano). Significa que "Cristo está colocado a la cabeza de todas las cosas".

    7. Quaest. ad Thalass. (Suplemento). PG 90, 256.

    64 "Peccati vulnere disgregatae", "disgregada por la herida del pecado", dice la oración de la fiesta de Cristo Rey en la Iglesia occidental.

    1. Véase al respecto: H. on LunAc. S. J., El Carácter social del dogma cristiano, Lyón, 1936, p. 42-43, rem. 4.

    2. SCIEEBEN, Mysteríen, p. 315-6.

    3. Orat. in illud: Quando sibi subiecerit oinnia (1 Cor. XV, 8). PG 44, 1317-20, 21.

    4. "El hombre santo y bueno no será el mismo Cristo y primogénito, dice Maitre Eckhart, y los otros no se salvarán por él; no es él tampoco la imagen del Padre y el Hijo único de Dios. Sin embargo está cerca de la imagen un miembro de aquel que es verdadera y perfectamente Hijo primogénito y heredero, de quien nosotros somos los coherederos... Por la gracia de la filia •ión nuestro espíritu y nosotros mismos seremos uno con el verdadero Hijo, miembros bajo una sola cabeza, la Iglesia, que es Cristo". (O. KARBER, Meister Eckhart, München, 1926, p. 125). Estas palabras son el mejor comentario a las palabrasde san Cirilo que, hablando de nosotros como de "Hijo según la naturaleza" (yiói theú fysikós), tiene ante la vista el cuerpo místico de Cristo.

    5. De recta Fide ad Theod. XXX. PG 74, 1177.

    6. Sereno XXIX in Nat. Dom. IX, 1; Sermo XXVI in Nat. Dom. VI, 3. PI, 54, 226, 214.

    7. J. TYCIAK, Ostliches Christentum, Warendorf, 1934, p. 26.

    8. Thes. de S. et Cons. Trin. Ass. XXIV. PG 75, 397; In Joh. fragmentos VII y VIII. PG 74, 92.

    9. Op. cit., Ass. XX. PG 75, 333.

    10. In Joh. IX (XIV, 2, 3). PG 74, 184.

    11. Ibid. II, 6. PG 73, 349; IX (XIX, 16-17). PG 74, 256; XI, 8. PG 74, 512. Cfr. también ERSCH, Le Corps mystique 1, p. 422.

    12. Thes. de S. et Cons. Trin. Ass. XXIV. PG 75, 400.

    13. Orat. 1 in Sanct. Pascha IV. PG 35, 397.

    14. Sermons II, París, 1930, p. 107.

    15. De civ. Dei, XXII, 30, 5. PL 41, 804. .

    16. Fr. ScHJLZE-MAIZIEa, Meister Eckhart, Deutsche Predigten und Traktate, Leipzig, 1934, p. 180; y J. QuINT, Eine unbekannte echte Predigt M. Eckharts (Zeitsch. für deutsche Philologie, vol. 60), Stuttgart, 1935, p. 185.

    17. Liturgia de San Juan Crisóstomo.

    18. Mediations an Devotions, London, 1907, p. 40.

    19. Maitines de la fiesta de la Entrada al Templo de la Madre de Dios, el 21 de noviembre, Calima después de la segunda esticología.

    20. Adv. Haer. III, 22, 4. PG 7, 959.

    21. DILLERSBERGER, op. Cit. p. 141.

    22. Hiéromoine Jean CHAKHOVSKOJ, Presvjataja (La Santísima), Berlín, 1933, p. 17.

    23. In Evang. Matth. Comment. XVIII, 3. PL 9, 1019.