CAPÍTULO I

EL DIOS VIVIENTE Y EL MUNDO


Dios Padre es luz y subsiste en la luz, es decir, en el Hijo y en el Espíritu Santo. No como si fuera una luz, luego otra, y después otra, sino como una sola y misma luz según la sustancia, pero con un triple reflejo. (San MÁXIMO CONFESOR) (1).
 

Después del siglo IV, en la época en que la herejía arriana, que negaba la divinidad de Jesucristo, recrudecía en la Iglesia. San Basilio, obispo de Cesárea de Capadocia, escribía a Eunomio, obispo arriano de Cízica : "Sin duda alguna muchas son las diferencias que separan al cristianismo de la locura de los paganos y de la ceguera de los judíos; pero ante todo es el dogma capital de la fe en el Padre y en el Hijo, tal como está contenido en el evangelio de la salud..." (e).

Un solo Dios, uno y múltiple al mismo tiempo ; este misterio, clave de toda la revelación que, según Tertuliano (muerto hacia 220), contiene "toda la esencia del Nuevo Testamento", nos desconcierta. Por lo demás, no podía ser de otra manera: sólo el Espíritu de Dios puede escudriñar las profundidades de Dios y comprender la vida interior de Aquel que Es. Esto no quiere decir que Dios quiera cegar nuestra inteligencia y exigir que reneguemos de esta razón que poseemos de Él. Si, porque Él enseña lo que es Dios según su naturaleza, el dogma de la Trinidad queda para nosotros incomprensible, no es sin embargo una fórmula absolutamente inabordable para nosotros, aun de una manera figurativa. Maitre Eckhart (muerto en 1327) escribe muy acertadamente a este propósito: "Los incrédulos se extrañan de ello, y muchos ignorantes entre los cristianos, y hasta sacerdotes hay que no saben de ello más que las piedras: se imaginan a las tres Personas como si fueran tres animales o tres piedras. Pero el que puede concebir que la distinción en Dios es sin número ni multiplicidad, éste reconoce que las tres Personas son un solo Dios..." (3).

De hecho, si en el orden abstracto la unidad y la multiplicidad se excluyen mutuamente, no sucede lo mismo en el orden de la realidad concreta. El hombre mismo ¿no representa una verdadera unidad metafísica, fundada sobre una pluralidad jerárquica de grados del ser: el cuerpo, el alma y el espíritu, Mina, psujé, pneûma?

Si consideramos también nuestra vida consciente, que es la expresión exterior de nuestro espíritu, vemos que las manifestaciones de esta vida, por variadas que sean, no son más que la expresión de un solo y mismo espíritu; por todas estas manifestaciones somos capaces de volver sobre nosotros mismos y de afirmarnos como un Yo determinado. Y este Yo, a pesar de su individualidad y de los múltiples aspectos de sus manifestaciones, no solamente no pierde su unidad en el curso de sus diversas acciones y estados, sino que precisamente a causa de esta riqueza misma afirma dicha unidad con tanta mayor intensidad.

Esta afirmación del yo en su manifestación personal constituye la propiedad de lo que en general se llama el "espíritu". Este es el que aparece cada vez que, sin limitarnos a sentir o a pensar, persistimos en esos estados, viviéndolos interiormente y por ello afirmándonos a nosotros mismos; brevemente, cuando en nuestro interior decimos yo siento, yo pienso. Cuando en este segundo tiempo nuestro espíritu manifiesta su estado, es decir, cuando lo hace irradiar de sí, como si se tratase de otra cosa distinta de su yo, entonces, en un tercer tiempo afirma de nuevo este contenido como suyo, es decir, se afirma como que él mismo es el revelador de su contenido. ¿ No es éste el rasgo característico de un ser espiritual? La teología patrística usa esta experiencia psicológica a fin de hacer nuestro espíritu más apto para concebir el ritmo de la vida interior en el seno de la Trinidad. En la Unidad de Dios, en su sublime Unicidad y absoluta Infinitud hay pluralidad, precisamente porque allí reina una vida espiritual de una infinita riqueza que se difunde necesariamente en tres Personas, como Ser, Conocimiento y Amor. Pero entre este ser perfecto e infinito que es Dios y nosotros existe esta diferencia esencial: Dios no recibe nada; lo que Él es y será eternamente, lo es por sí mismo y en sí mismo, mientras que nosotros recibimos todo lo que somos y poseemos, y debemos adquirir todo lo que debemos ser un día.

Pues bien: porque Dios es Dios, es decir, el Ser más perfecto y absolutamente inmutable, las tres maneras de ser, de conocer, de amar, no pueden serle atribuidas sino de un modo perfecto y esencial. En otros términos, toda noción que no nace necesariamente de la idea de ser hay que excluirla. Y como Dios no posee su existencia de una causa exterior a sí, Él ES el que ES en sí y por sí.

La realidad que encierra en sí mismo es una realidad puramente interior, una sustancia absoluta, "el Ser total del Padre". Lo mismo su Acción, es decir, la revelación esencial de Dios, puesto que no puede ser producida por ninguna causa exterior, no es nada distinta de la más pura expresión y la más perfecta de su Ser propio y único. Y como Dios Padre contiene en sí este Ser, lo revela también para sí mismo por un Acto puramente interior. Por este Acto Él goza de su Ser absoluto, no solamente porque existe, sino también por que se revela.

Como, por otra parte, el Ser absoluto no puede cambiar, se debe concluir que los tres modos fundamentales del Ser divino son igualmente eternos. Ante esta riqueza de la vida interior de Dios el hombre se queda mudo, sobrecogido de admiración. Su inteligencia es demasiado débil para penetrar por su propia luz en las profundidades del misterio. No puede hacer otra cosa sino repetir con el gran místico bizantino Simeón el Nuevo Teólogo (9491022) "Una es la Trinidad y trina es la Unidad. La reconozco, la adoro y la creo ahora y en la eternidad" (4).

Lejos de ser imágenes puramente simbólicas, los tres Nombres que damos al Ser absoluto: Padre, Hijo y Espíritu Santo, encuentran en la Trinidad su significación exacta y perfecta. El Principio sin principio, ánarjos arjé, es Dios Padre. El se posee a sí mismo y posee su naturaleza, no solamente en sí mismo y para sí mismo, sino como Padre, es decir, expresándose, saliendo por así decirlo de sí mismo y engendrando al Hijo. La paternidad es el verdadero símbolo de ese amor por el cual el que ama quiere poseerse, no en sí mismo, sino como algo fuera de sí, a fin de que a ese otro "yo" al que ama y que, siendo enteramente otro, es igual a sí mismo, pueda darle su propio yo y revelarlo como un nuevo nacimiento espiritual en el Hijo, imagen viviente del Padre. En el instante eterno en que el Padre engendra al Hijo, es decir, en el momento en que "sale por así decirlo de sí mismo", revelándose a sí mismo —casi querríamos decir: vaciándose de sí mismo—, no vive ya en su "propia suficiencia", sino en la vida de su Hijo.

Lo que el acto de engendrar es para el Padre, es para el Hijo el nacimiento recibido. El Hijo, precisamente porque es el Hijo, se posee a sí mismo y todo lo que tiene, no como algo que le pertenezca en propiedad, sino como perteneciendo al Padre, en cuanto imagen del Padre. En este desasimiento de sí mismo consiste expresamente la filiación espiritual. Así como el Padre es porque se posee fuera de sí mismo, es decir, porque tiene al Hijo, así el Hijo no se posee para sí mismo. Por, el hecho de sacrificar al Padre la suficiencia ontológica de su ser absoluto (5), se vuelve como mudo con relación a sí mismo. El es Hijo y nada más que Hijo, "el Verbo del Padre". Como el Padre, así el Hijo: ambos revelan idénticamente su mutuo don. Pero, así como el Hijo es para el Padre no sólo aquel a quien engendra, sino también aquél que ya ha nacido, "el Hijo único muy amado", así el Padre es para el Hijo un Padre que encierra ya en sí la propia vida del Hijo.

Este amor del Padre y del Hijo se realiza en la procesión del Espíritu Santo que los une a ambos. El Espíritu procede del Padre —en cuanto que es el Espíritu del Padre— por consiguiente del Padre por medio del Hijo. Es, pues, de la misma naturaleza que el Padre y el Hijo. Es el éxtasis del amor mutuo del Padre y del Hijo, el propio testimonio del amor de Dios, una nueva revelación de su Ser absoluto. No es ni "generación" ni "revelación": es "Unión" del Padre y del Hijo en la realidad de la naturaleza divina. Es la afirmación formal de su Unidad, "el soplo de la Ternura divina", "el dulce Perfume de la Suavidad y de la Santidad de Dios", "el Oleo de su alegría", "el Himno de Amor de la Santísima Trinidad".

Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo se compenetran el uno con el otro en virtud de la comunidad de su naturaleza divina. Esta compenetración es como un movimiento circular que, viniendo del Padre, se difunde por el Hijo en el Espíritu Santo, para retornar al seno de la divina Unidad, que es a la vez el primer principio y el último Término de este movimiento vital divino.

Así se presenta, más bien balbucido que verdaderamente expuesto, el misterio de la Santísima Trinidad, misterio de la inefable unión de tres Personas en una sola y única naturaleza, una sola y única vida, un solo y único Dios : unión de tres Personas que no se pueden distinguir la una de la otra sino porque Ellas representan relaciones recíprocas necesarias, libres, y tan necesariamente libres (6) que nos es imposible expresarlas, y no se producen más que para unirse en un Acto único de Conocimiento y de Amor eternos.

"En verdad, es más fácil sentir todo esto que tener que exponerlo", exclama el gran místico Juan Tauler (7) (13001361). Es cierto : hay que sentirlo y sobre todo contemplar la Persona del Hijo de Dios tal como se revela en el Evangelio; mejor aún: escuchar sus palabras, las palabras de Aquel que es el `"Verbo interior eterno", "la expresión propia de Aquel que no puede ser expresado". "Así como el Padre tiene la vida en. sí mismo, así también ha concedido al Hijo el tener la vida en sí mismo. El Padre ama al Hijo y le ha dado todo en su mano... Yo y el Padre somos uno" (Jo. V, 26; III, 35; X, 30).

La Persona del Hijo y toda su vida terrena testimonian, como lo veremos, en favor de esta verdad profunda y la revelan magníficamente.

La vida escondida en la Santísima Trinidad es en sí perfecta y absoluta. En otras palabras: para ser verdaderamente Dios, es decir, para poseer la plenitud del Ser y de la Vida, Dios no tiene necesidad de ninguna otra cosa. Toda necesidad de un perfeccionamiento exterior queda excluida para Él. Si, pues, Dios obra fuera de sí mismo, ad extra, no lo hace para hacerse valer —su valor es infinito— ni para ganar con ello algo —no tiene nada que ganar—. Cuando Dios obra lo hace únicamente para darse, para que haya seres que participen de su Bondad. "Dios por su bondad y en virtud de su omnipotencia ha sacado libremente a la criatura de la nada, no para aumentar su felicidad o para adquirirla, sino para manifestar su perfección" (8). "La gloria de Dios es el hombre viviente" (9), dirá a su vez San Ireneo (muerto en 202).

Esta doctrina es clara por sí misma y no hay que añadir gran cosa para comprenderla mejor. Nuestra propia conciencia, tanto como la Escritura y la Tradición, nos ayudan a penetrar la naturaleza de las relaciones que existen entre Dios y nosotros. Y en primer lugar la gloria de Dios no consiste en recibir, sino en hacer manifiestas sus perfecciones colmando de sus dones a sus criaturas ; consiste en concedernos el no ser ya la nada, en comunicarnos el ser y la gracia, otorgándonos con ella todo lo divino.

Los datos de nuestra conciencia nos revelan además que el hombre —abstracción hecha del sentimiento de su dependencia esencial, corolario de una existencia recibida— siente dentro de sí mismo una exigencia irresistible de autonomía. El aspira., por un impulso incoercible, a vivir la plenitud de la vida, a afirmarse como existente en sí mismo y para sí mismo. Esto prueba, que, en su misma sujeción, el hombre es todavía libre. Este doble estado de la naturaleza humana —por una parte relatividad y dependencia absoluta, sentimiento de ser un grano de arena arrojado en el espacio, y por otra parte conciencia de nuestro "absoluto" al que no pueden absorber ni el océano de los tiempos ni los torbellinos del espacio— todo esto, y también la tensión inquieta que causa en nosotros esta división interior, demuestra que, pese a nuestra limitación y a toda nuestra fragilidad, comenzamos desde aquí abajo a participar en la vida de lo Infinito, es decir, que somos, según la expresión tan profunda de San Agustín, "capaces de Dios".

Podemos deducir de esto que la creación no es solamente un acto de la Omnipotencia y de la Sabiduría de Dios. Un tal acto de pura potencia podría expresar ciertamente la dependencia fundamental del hombre (es decir, la existencia como tal), pero de ningún modo esta exigencia de autonomía (es decir la existencia por sí misma) que hace del hombre, a pesar de su nada, un centro, una "nada rodeada de Dios", brevemente, una persona humana y no un "objeto", una "cosa". De aquí se sigue que creación es también ella un acto de amor, no de amor en el sentido de apetito o de deseo, lo cual implicaría en Dios una insuficiencia, sino de amor en el sentido de generosidad, que se da sin otro motivo que la caridad gratuita: un Presente de Dios.

"La naturaleza de Dios, su carácter, es darse". Así habla Tauler, después de San Agustín (354430) ; y Boecio (alrededor de 480-524) : ,"El Padre se ha comunicado primero en la procesión de las Personas divinas, después se ha difundido hacia afuera en las criaturas... Nosotros existimos porque Dios es bueno" (10). El Absoluto se desdobla, por así decirlo "no que Él tenga necesidad del hombre, sino a fin de poder esparcir su benevolencia sobre alguno" (San Ireneo) (11). Sin perder nada de su carácter de absoluto, Él pone en sí, como ser autónomo, como principio real y viviente, eso relativo que es el mundo. Entre los dos hay un abismo insondable. La nada, el límite del ser, más allá del cual no hay sino la nada, "las tinieblas exteriores", he ahí los fundamentos de la criatura, mientras que el Absoluto es luz, Vida, Ser, "el Ser que posee en sí todo el ser". "Nada hay tan desemejante como el Creador y las criaturas. Nada hay tan semejante como el Creador y la criatura; y nada hay tan desemejante y semejante a la vez como el Creador y la criatura" (Eckhart) (12).

El Fíat creador, que pone al ser fuera de Dios, es "el éxtasis divino" del amor. Misterio casi tan profundo como el de la vida íntima de Dios, e imposible de comprender, porque eso sería comprender al mismo tiempo lo que es el mundo y lo que es Dios. La única cosa que nos es concedida es asir firmemente los dos términos extremos : "Tenemos a Dios, pero no somos Dios". El ser del universo no puede estar separado del Ser de Dios; y él no es ni parte ni complemento de este ser divino. Sin embargo el mundo y su existencia están incluidos en Dios, descansan en su seno como un niño en el seno de su madre. "Dios es el lugar de residencia del mundo", y el mundo es, según la audaz expresión de Nicolás de Cusa (14011461), "el Dios creado" (13). Dios, se podría decir, se repite en su creación, se refleja en la nada. "En su amor Dios quiere que todo sea Dios. Quiere que haya fuera de sí mismo otra naturaleza que se vaya convirtiendo progresivamente en lo que Él desde toda la eternidad"... (14). En otras palabras: el mundo es una manifestación de Dios en la criatura, una teofanía ; y así como la criatura no existe fuera de Dios y sin Él, Dios no es "visible" fuera de la criatura y sin ella.

Esta naturaleza creada, "separada de Dios por su base real que es la tierra, debe estar unida a Él por su cumbre ideal que es el hombre" (Vladimiro Solovief, 18531900) (15)

Dios crea el mundo por medio de su Hijo. Ya el primer Concilio de Nicea (325) había definido esta verdad en su Credo: "Por él han sido hechas todas las cosas". Más tarde esta fórmula volverá con frecuencia en la tradición eclesiástica y en los escritos de los padres. Así San Atanasio (295373) presta al Verbo estas palabras: "Todo tiene su nacimiento en mí y por mí. Pero corno la Sabiduría debía ser innata a las cosas, permaneciendo, kata tén mén usían, (según la sustancia) junto al Padre, yo marqué, bajando, cada una de ellas con mi forma, a fin de que el mundo entero estuviese reunido como un cuerpo, sin que ninguna parte rompiera la armonía de este conjunto" (16)

Imitando por caridad el acto por el cual engendra en sí mismo y según su imagen al Hijo Monógeno (17) de su Amor, Dios hace el mundo interior divino que le es propio, no como eternamente subsistente, sino como un mundo en continuo cambio, imagen del otro. Produce criaturas que son sus hijos, según las miras que tiene sobre ellos y que son los fundamentos de su existencia, y a la vez según el destino que les es impuesto. Por consiguiente ellas encuentran en Él a su Padre. El Verbo, en cuanto generación divina, eterna, ¿no es la Causa original, el Mediador y el Renovador de toda vida? "En Él estaba la Vida" (Jo. 1, 4). Y primero la vida divina: "Dios nos ha dado una vida eterna y esta vida es su Hijo" (Jo. V, 1112). Todo esto no como viniendo del exterior, como añadido, sino como propiedad entera y sustancial. En Él está igualmente la vida creada, como el agua está en la fuente o el calor en el fuego. Toda vida creada ha sido encendida por la vida divina y, como en el orden de las cosas en que nosotros vivimos todo está ordenado a la vida de la gracia, el Verbo, por un acto único, crea un hombre y un hijo de Dios. Tauler ha descrito de una manera admirable este plan de Dios que tiende a prolongar el acto de la generación que se produce en el seno mismo de la Trinidad hasta lo más profundo de las almas : "Entonces viene la potencia del Padre. y el Padre llama al hombre hacia sí por su Hjio único, y así como el Hijo nace del Padre y refluye en el Padre, también el hombre nace del Padre y refluye en el Padre con el Hijo, haciéndose uno con Él" (18).

¿ De qué naturaleza es, pues, esta actividad del Verbo? El Verbo no es ni un instrumento, ni un subordinado que obra bajo la orden de su dueño. Es el mismo Dios, que sabe todo, que dice todo, que crea todo, obrando de concierto con el Padre e inseparablemente de él. El Padre crea todo por medio del Hijo. La teología occidental y la teología oriental explican, en efecto, que el Padre posee en sí, en el Verbo, la imagen y el plan de las cosas creables, el kosmos noetós, al que se podría llamar el "Verbo del Verbo", "el libro de Cristo" o, por mejor decir, el Padre ha proferido ya interiormente, divinamente en sí todas las cosas. En otros términos: la segunda Persona de la Santísima Trinidad, en cuanto lleva el nombre de "Sabiduría divina", es la conversión de la Santísima Trinidad hacia la criatura. "Todo lo has hecho con sabiduría" (Salmo 104, 24), es decir, por esta potencia creadora, por este Bien supremo cuya naturaleza es darse infinitamente. "Respecto de la creación. el Hijo es ante todo el plan, la imagen de todo lo creable, la idea original y primera de Dios, que encierra en sí todos los pensamientos particulares y todas las imágenes en detalle, el prototipo de la creación conforme al cual está hecho todo y todo adquiere forma. Él es también el órgano ejecutivo del que Dios se vale efectivamente para realizar todo su plan detalladamente. Al mismo tiempo el Hijo persiste en ser verdaderamente "el Verbo", íntimamente unido a la creación, a toda la luz que cae de la luna y de las estrellas, a la floración de la tierra y al vigor juvenil de la mañana"... (19). Este pensamiento se halla expresado en los "Logia Jesu" (20), en el siglo primero: "Tala los bosques y me encontrarás, levanta la piedra y allí estoy". O también más tarde en la anáfora (prefacio) de la liturgia siríaca, llamada liturgia de san Clemente:

"¿Quién ha rodeado esta tierra con un cinturón de riberas y de ríos? Esta tierra que tú has creado por el Cristo" (21). Es difícil decir con certeza si los escritores que se expresan así no han sido influenciados en parte por las ideas de Filón o por las de los Neoplatónicos : cuando afirman que todo ha sido creado por el Verbo, ¿entienden solamente por "Verbo" el pensamiento del Padre en cuanto está en Dios, o bien, dejándose guiar por su fe en el Verbo encarnado, hablan de Él en cuanto que es Cristo? El "logion" mencionado más arriba —sea lo que fuere de su autenticidad— responde seguramente a esta segunda acepción.

En todo caso no puede subsistir ninguna duda acerca del sentido de la anáfora siríaca, ni acerca de los textos de san Pablo. Cuando el apóstol habla de Aquel por quien todo ha sido creado, dice que es "la imagen del Dios invisible, el primer nacido de todas las criaturas"..., el que es "antes que todas las cosas, y todas las cosas subsisten en El"..., que es "el principio, el primer nacido de entre los muertos, que ocupa el primer sitio entre todas las cosas" (Col. I, 1518). El tiene delante de los ojos al Verbo hecho carne, a ese Verbo que, según la voluntad de Dios, posee en sí "toda la plenitud" y que, como se dice más lejos en el mismo capítulo, "reconcilia con Dios, por la sangre de su cruz, todas las cosas que están en la tierra y en los cielos" (Col. I, 20). Y también allí donde san Pablo explica que "Dios nos ha elegido en Él desde antes de la creación del mundo". "habiéndonos predestinado en su amor para ser sus hijos adoptivos por Jesucristo, según su libre voluntad, haciendo así brillar la gloria de su gracia por la cual nos ha hecho agradables a sus ojos en su (Hijo) muy amado..., por el cual también nosotros hemos sido elegidos" (Ef. I. 56, 11), es muy difícil comprender estas palabras de otro modo sin deformar su sentido. San Pedro, a su vez, habla con no menor claridad: "Cristo es el cordero sin defecto y sin mancha, designado desde antes de la creación del mundo y manifestado en los últimos tiempos" (I Pedr. I, 1920). Y san Juan Bautista declara: "El que viene después de mí ha pasado delante de mí, porque existía antes que yo" (Jo. I, 15).

Lo mismo leemos en la epístola a los Hebreos : El es el que vive "ayer y hoy y toda la eternidad... Jesucristo" (XIII, 8). Y San Juan insiste en su epístola (I Jo. I, 12) : El hecho histórico de la aparición del Salvador en el tiempo no es en modo alguno "una novedad: se remonta a la eternidad y se inserta en el Ser eterno" (22). ¿No está también aquí la razón profunda por la cual, en el Apocalipsis (XXII, 13), el mismo autor llama al Señor Jesús "el Alfa y la Omega", "el Primero y el Ultimo", "el Comienzo y el Fin"?

Valiéndonos de testimonio inmediatos de la Escritura, nos parece, pues, posible establecer que existe una relación orgánica entre la creación del mundo y la Encarnación, y hasta, en un cierto sentido, una unión ontológica, es decir, una unión que existe en la naturaleza de las cosas. El amor de Dios por su criatura no se ha detenido en el acto creador; ha ido más lejos: decidió darle el supremo coronamiento al bajar a la tierra. Desde toda la eternidad esta decisión estaba incluida en los designios que Dios había formado en su Sabiduría infinita respecto del mundo, desde antes de su creación. En otros términos: Cristo, con relación a nosotros, no es nada accidental, sobreañadido, sino que es algo esencial y constitutivo, el fundamento mismo de nuestro ser.

De aquí no habría que concluir que la creación no tuvo lugar en un tiempo determinado, que ella es también eterna como Cristo que vive eternamente en el seno del Padre —ni tampoco que la Encarnación no es un acto soteriológico, es decir, un acto predestinado a libertarnos del pecado, como lo dice nuestro Credo y como lo repite toda la Tradición— ni tampoco, en fin, que la Encarnación fue a causa de esto absolutamente necesaria. ¿No es, en efecto, un acto del Amor divino que supera todas las exigencias? ¿Se puede tener pretensiones con el Amor? El amor no conoce violencias. El amor de Dios es el subsuelo de la esencia divina, la expresión más alta de su libertad. Dios dejaría de ser Dios si se negase su libertad.

Evidentemente la creación, tomada en sentido activo, es eterna. Sería una ficción desnuda de todo fundamento representar la acción creadora como un intermediario entre Dios y su obra. La acción de Dios es Dios mismo. "Consideradas en este renglón, creación y divinidad no son más que una sola cosa". Pero de parte de la criatura "la creación es la criatura misma, en cuanto dependiente. Dicho en otra forma, es una relación, es el hecho de una suspensión necesaria de lo derivado con referencia a su causa" (23).

Pero como una tal relación es necesariamente el hecho de todo lo creado en todos sus estados, ella es evidentemente temporal. Es el mundo, en todos sus estadios y en todos los momentos de su duración, el que surge de la actividad creadora. "Dios da el ser a la criatura en cuanto la mira y la criatura recibe el ser en cuanto ella mira a Dios" (Eckhart) (24). Y si Dios se apartara, aunque sólo fuera por un instante, las criaturas se hundirían en la nada de donde han salido, como el eco, que no puede durar si no dura también el llamado, del que no es esencialmente más que la resonancia.

"Si el mundo fuera eterno, es decir, si la duración fuera infinita en todo sentido, el mundo estaría suspendido de Dios sucesivamente y continuamente como por una serie infinita de lazos, y sería creado sin cesar. Si hay un comienzo —y lo hay según la fe— existe un primer lazo. El mundo comenzó a depender al comenzar a ser. Pero "comenzó" significa que el comienzo del mundo fue creado con el mundo, que este primer instante es, también él, criatura, y la creación que lo pone es siempre, tomada en sentido activo, intemporal (es decir, eterna e infinita), y tomada pasivamente es omnitemporal (es decir, dependencia finita y continua)" (25). "¿No es esto un misterio?", pregunta el P. Sertillanges en su Catecismo de los Incrédulos. "Sí, responde, es un misterio" (26).

Si el Símbolo de Nicea confiesa la Redención de Cristo, no olvida el fin general de la Encarnación, que es "reunir todas las cosas, las que están en los cielos y las que están sobre la tierra, en Jesucristo"... (Ef, I, 10). San Cirilo de Alejandría, en los comentarios que hace de este texto, escribe: "No les basta a los fieles estar convencidos de que el Verbo es engendrado como Dios de Dios Padre, consustancial a él e "imagen de Dios invisible" (Col. I. 15). Deben saber también sobre todo que por la salvación y la vida de todos Él se humilló hasta el anonadamiento y "tomó la forma de esclavo" (Fil. II, 7), y que apareció como "nacido de mujer" según la carne (Gál. IX, 4). Por esto se enseña que por nosotros los hombres y por nuestra salvación, kái dia tén emetéran soterían, él descendió del cielo y se encarnó" (27). Nada nos impulsa a dar a este "y", o mejor a este "kái", un carácter explicativo en el sentido de "es decir", sino al contrario, a considerarlo como una conjunción que une y distingue dos ideas, una general y la otra particular: en este caso el contenido verdadero de la Encarnación no queda agotado en manera alguna por el de la Redención.

"Si los Padres señalan por regla general como fin de la Encarnación la abolición y la destrucción del pecado, concluye con razón Scheeben (18351888), esto se explica por diferentes motivos, sin que se deba admitir este fin como si fuera el objeto principal de la Encarnación. En general ellos hablan de la Encarnación partiendo del punto de vista histórico, es decir, del punto de vista en el que la Encarnación toca de hecho al género humano. Insisten en el efecto que nos es más necesario y que es al mismo tiempo la condición previa de todos los otros efectos superiores. En la Encarnación ven ellos en primer término el medio de eliminar los males que pesan sobre la raza, sin que por ello nieguen u omitan los beneficios inmensos que nos reporta... La destrucción del pecado debe ser considerada, por consiguiente, como un fin subordinado, y el pecado mismo como una ocasión que Dios esperaba para dar a los hombres, de un modo tanto más magnánimo, la prueba de su amor" (28).

En la misma forma, en las palabras de la Escritura citadas más arriba, lo que está expresado no es la relación de Dios con el mundo en un acontecimiento particular, por importante que sea, sino la relación misma de Dios con la creación. En otros términos, como consecuencia del pecado la Encarnación ha sido en primer lugar un medio de redención y de salvación. En esto no ha perdido nada de su plenitud de efecto que sobrepasa a la Redención: la razón de esto es que la Redención no agota esta abundancia. Se la puede expresar más claramente aún : la Encarnación ha adquirido en este momento una misión salvífica, y así es como en algún modo se ha convertido en el medio, es decir: Si Cristo es nuestro Salvador, que nos libra de todos los pecados, si es nuestro mediador e intercesor ante el Padre, es porque en primer lugar Él es el mediador por quien todos nosotros subsistimos y vivimos. "La Redención es el camino que conduce a nuestra glorificación, dice san Cirilo de Alejandría. El Redentor no es solamente un médico que cura nuestras enfermedades, sino el dispensador de la vida, el mediador de la unión sobrenatural del hombre con Dios, la fuente por la cual el Espíritu Santo se difunde con la abundancia de sus dones divinos sobre la raza humana, el fundamento de nuestra adopción como hijos de Dios, la víctima cuya muerte destruye totalmente las consecuencias sobrenaturales del pecado" (29).

Abstracción hecha de la caída original, el abismo entre Dios y el hombre es tan grande, que Dios es el único que puede salvar la distancia. Pero a fin de que, sin perder nada de su absoluto, Dios pueda "entrar" en la creación ontológicamente finita, debe triunfar de lo .finito de la creación. Quitar simplemente al mundo su carácter finito no es posible —pues entonces no sería una criatura—, pero Dios puede hacerlo infinito. Por su unión voluntaria y libre con su criatura Dios se impone a sí mismo, por así decirlo, límites y hace de suerte que la criatura pueda llegar a ser, en la unión con Él, infinita como Él. Este vínculo de Dios con el mundo es verdaderamente la "entrada" de Dios en el mundo, y el hombre representa el conjunto del mundo; esto es verdaderamente la encarnación, sárkosis. Dicho de otro modo, cuando Dios crea el mundo poniendo como jefe al hombre, cuando crea este "ser" con la posibilidad innata, porque creada, de separarse de Dios, Él no es solamente creador del mundo en razón de su Omnipotencia y de su Sabiduría: Él es también el que toma a su cargo el cuidado de su criatura. Él quiere llenar por sí mismo las lagunas de su creación. Quiere divinizar lo creado, hacer eterno lo que no es más que un "perpetuo devenir". "Dios conoce la fragilidad del hombre, enseña San Ireneo, y conoce las consecuencias de esta fragilidad; pero su amor y su poder debían vencer la fragilidad natural de su criatura" (30). "¿Por qué razones, pregunta aún San Ireneo, podríamos nosotros tener parte en la filiación, si no tuviéramos del Hijo esta relación de parentesco, si su Verbo Encarnado no nos diera parte en esta filiación?" (31). Según este representante auténtico de la tradición del siglo II, nuestra semejanza con Dios —y por lo tanto nuestra salvación serían imposibles sin la Encarnación, o al menos no tendrían consistencia. Por esto el fundamento general de la Encarnación es la manifestación del amor que Dios tiene al mundo. ¿No es el don la esencia del amor? El don de Dios no consiste solamente en que Él coloca al lado de su Ser el ser creado, ni en que crea al mundo y al hombre a su imagen, sino en que, para llevar el mundo en las garras del águila divina, Él mismo se ha hecho nuestro ser y nuestra vida.

"El Verbo de Dios se hizo hombre para hacerse semejante a los hombres (32), exclama San Ireneo, para que el hombre, por esta semejanza con el Hijo, pueda conseguir el amor del Padre... (33) y siendo adoptado como hijo, se haga Hijo de Dios (34). El fue hombre entre los hombres para reunir el fin con el Comienzo, es decir, el hombre con Dios. Por Él ha sido realizada, según la benevolencia del Padre, la mutua unión entre Dios y el hombre" (35) que representa el conjunto de la creación. Y en verdad, por la conciencia que él tiene de sí mismo, se pone y se afirma en Dios, en la eternidad viviente de Dios, como hombre y Dios. "Dios y hombre", quiere y realiza la pluralidad de los hombres individuales que constituyen la humanidad, individuos que Él concentra en sí, por la conciencia que tiene de sí mismo. Él los quiere y los realiza a todos juntos consigo mismo en Dios. Él los hace ser y vivir al mismo tiempo que Él es y vive con ellos. La consistencia que él tiene en Dios se hace consistencia nuestra, y la vida que toma de Dios va a saltar en vida que es nuestra vida. Él palpita en el corazón de cada uno de nosotros y cada uno de nosotros palpita en su corazón (36). Ahora no estamos más lejos de Dios. Aun siendo todavía pura criatura, no somos sin embargo únicamente criatura. Más bien, como dicen los Padres, hemos sido "elevados a una dignidad y a una belleza que superan a toda criatura". Somos hijos de Dios por Cristo, en cuya filiación está fundada nuestra filiación. Y por eso nosotros somos, como Él, los coherederos del amor de Dios, a fin de devolver al Padre, juntamente con Él, el amor que Él nos dió primero.

Él es el "Hombre eterno", es decir, el prototipo eterno de la humanidad, "la corona no tejida por manos de hombre (ajeiropóetos) y la cima de la creación", que debe reunir de nuevo con Dios a la creación separada de Él; el mediador, cósmico y místico a la vez, del universo creado por Él en previsión de su Encarnación (37), "la estrella brillante de la mañana" (Apoc. XXII, 16). Él da a los hombres la verdadera vida, sin la cual el ser creado no puede realizar su pleno desenvolvimiento. Por esto, según la enseñanza del más grande de los doctores de la Encarnación, san Cirilo de Alejandría, Cristo es para la humanidad, tal como Dios lo pensó y lo quiso, algo esencial, porque "todo lo que ha nacido corruptible no podría ser vivificado si no estuviera unido con una unión vital con el cuerpo mismo de la vida, es decir, con el Monógeno" (38).

Si la creación del mundo es la obra de la caridad divina, la Encarnación del Verbo es "la misma caridad divina", que se rebaja hasta la unión personal con el hombre. Esto rebasa todos los límites de la audacia humana. Es un misterio del amor de Dios, "escondido en Él desde toda la eternidad" (Ef. III, 9) e ignorado aun de los mismos ángeles. El amor de Dios no conoce límites. En este don de sí que hace al mundo en la Encarnación, este amor no acaba de darse. Si el ser del mundo, como tal, en cuanto ser sacado de la nada por la creación no ha sido un impedimento a este amor, el estado de pecado en que él se encuentra no constituirá ya un obstáculo. La Encarnación que en su verdadero contenido estaba decretada por Dios desde toda la eternidad, se realiza en el presente, de hecho, en favor del hombre caído. "Aunque un día la humanidad se apartó de Dios, el hecho no podía permanecer escondido a Aquel que gobierna todo y conoce las cosas futuras tan bien como el pasado" (San Gregorio Niseno) (39). Como réplica Dios ha previsto el Cordero sin mancha, "inmolado desde la creación del mundo" (Apoc. XIII, 8).

La cruz de Cristo está plantada en la creación y Dios aparece en el medio del mundo decaído. No solamente su amor no retrocederá ante el estado de pecado en que gime el mundo, sino que se humillará hasta cargarse con él. "Verdaderamente Él ha sobrellevado nuestros sufrimientos y se ha cargado con nuestros dolores" (Is. LIII, 4). Casi se podría decir que el Creador se carga con la responsabilidad del mundo al decidir, no sólo triunfar del carácter del ser creado, es decir, de la relatividad del mundo, sino tomando también sobre sí los pecados de este mundo. Así la Encarnación se hace reconciliación y redención, precisamente porque ella tiene en vista en primer lugar la abolición de las consecuencias del pecado y la reintegración del Adán caído. Sin esta intervención divina, el hombre, por sus propias fuerzas, no puede llegar a restablecer sus relaciones con Dios, las cuales tienen como fin supremo su divinización. "Si el hombre no hubiera vencido al enemigo, éste no hubiera sido vencido como se lo merecía, dice San Ireneo, y además, si el hombre no hubiera estado unido a Dios, no hubiera podido participar de la indefectibilidad de Dios. Era necesario que un mediador entre el hombre y Dios, gracias a las relaciones que tiene con ambos, hiciera efectivo su encuentro en la amistad y en la unión. Era necesario un mediador para aproximar los hombres a Dios y hacer que ellos lo conocieran" (40). Para la divinización de la tierra y para su redención Dios lo da todo, aunque ya no queda nada que no haya sido dado; y en su nacimiento Cristo elige existir en un mundo emponzoñado y oscurecido por el pecado. "La pureza se inclina hacia aquellos que están manchados, la vida viene hacia los muertos, el guía hacia los extraviados, a fin de que los manchados se purifiquen, los muertos resuciten a una vida nueva, y los extraviados vuelvan al verdadero camino" (San Gregorio Niseno) (41). "Del seno de la Virgen no apareció ni un intercesor, ni un ángel, sino el mismo Señor bajo forma humana, y Él rescató a todo hombre", canta la Iglesia oriental (42).

Tal es la caridad de Dios. Caridad en la vida íntima de la Trinidad, caridad en el don mutuo de las tres Personas, caridad en las relaciones que él tiene con el mundo.

"Así Dios amó al mundo... (Jo. III, 16), lo amó el primero..." (I Jo. IV, 10).
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  1. Quaest. ad Thalass. VII. PG 90, 285.

  2. Adv. Euncmium II, 22. PG 29, 620.

  3. Sernion sur saint Luc I, 26. Obras, Iena, 1934, p. 38.

  4. Licht vom Licht, 32 Hyninen, Hellerau, 1930, p. 157.

  5. La idea de r.n tal don de sí no incluye aquí ninguna idea de sufrimiento en lo interior de la Divinidad. Se trata simplemente del "don de sí mismo a otro". Ninguna destrucción, ningún sufrimiento intervienen en el concepto del don antes del pecado. La sangre no correrá más que con la idea de satisfacción, que en sí misma es consecuencia del pecado. (Cfr. DE LA TAILLE, Op. Cit., p. 3, 4).

  6. Libre en el sentido trinitario, antiarriano de los Padres = espontáneo.

  7. Sermons II, París, 1930, p. 67.

  8. "Deus bonitate sua et omnipotente virtute non ad augendam suam beatitudinem nec ad acquirendam, sed ad manifestandam perfectionem suam... liberrimo consilio... de nihilo condidit creaturam" (Const. Dogm. de Fide).

  9. Adv. Haer. IV, 20, ;. PG 7, 1037.

  10. J. TAULER, Sermons I, París, 1927, p. 166.

  11. Adv. Haer. IV, 14, 1. PG 7, 1010.

  12. O. KARRED, Meister Eckhart Textbuch aus den gedruckten und ungedruckten Quellen, München, 1926, p. 82.

  13. De docta Ignorantia, lib. III, cap. II, Leipzig, 1932, p. 68.

  14. VI. SOLOVIEF, La kussie et l'Eglise universelle, París, 1922, p. 230.

  15. Ibid., p. 230.

  16. Adv. Arianos, Or. II, 81. PG 26, 317.

  17. Cfr. CIRILO DE ALEJANDRÍA, In Joh. I, 3. PG 73, 45-48.

  18. TAULER, Sermons II, p. 71.

  19. J. DILLERSBERGER, Das Wort vom Logos, Salzburg, 1935, p. 55, 57, 151.

  20. GRENFELL-HUNT, Logia Jesu, The Sayings of our Lord /ron; an early greek Papyrus, London, 1897, p. 9.

  21. F. E. BRIGHTMAN, Liturgies Eastern and Western 1, 1896, p. 50.

  22. J. BONSIRVEN, S. J., Epitres de saint Jean (Verbum salutis), París, 1936, p. 76.

  23. Cfr. A. D. SERTILLANGES, O. P., Les grandes théses de la philosophie thomiste, París, 1928, p. 87-88.

  24. F. WEINHANDL, Meister Eckehart im Quellpunkt seiner Lehre, Erfurt, 1926, p. 25.

  25. SERTILLANGES, Op. Cit., p. 88.

  26. A. D. SERTILLANGES, O. P., Catéchisme des Incroyants, París, 1930, p. 177.

  27. Epist. LV ad Euseb. PG 77, 300.

  28. M. J. SCHEEBEN, Die Mysterien des Christentums, Freiburg, 1925, p. 363, 4.

  29. Ibid., p. 303-4.

  30. Adv. Haer. IV, 38, 4. PG 7, 1109.

  31. Ibid. III, 18, 7. PG 7, 937.

  32. Adv. Haer. V, Praef. PG 7, 1120.

  33. Ibid. V, 16, 2. PG 7, 1167.

  34. Ibid. IV, 20, 2. PG 7, 1033.

  35. Ibid. IV, 20, 4. PG 7, 1034.

  36. R. P. SANSON (del Oratorio), El Cristianismo metafísico de la caridad, París, 1927, passim.

  37. Se trata aquí de un caso semejante al de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, que se hizo posible "ex morte Filii praevisa", es decir, como consecuencia de un acontecimiento que no sobrevino sino después del hecho del que era la causa.

  38. In Joh. X, 2. PG 74, 341.

  39. Orat. Catech. VIII, PG 45, 37.

  40. Adv. Haer. III, 18, 7. PG 7, 937.

  41. Orat. Catech. XXV. PG. 45, 65.

  42. Canon a Nuestro Señor Jesucristo, Canto 4 (Himnos).