"Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que vimos con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y lo qu, nuestras manos han tocado del Verbo de Vida; porque la vida se ha manifestado en nosotros y nosotros la hemos visto y le rendimos testimonio, y os anunciamos la Vida eterna, que estaba en el seno del Padre y que nos ha sido manifestada, ...a fin de que vosotros también estéis en comunión con nosotros, y nuestra comunión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Y os escribimos estas cosas para que nuestro gozo sea perfecto." (1 Jo., 1-4).
 

 

PRÓLOGO


Mi propósito, al escribir este libro, ha sido presentar en primer término el dogma principal de la fe cristiana en su tenor esencial, tal como fue determinado una vez por todas por los concilios ecuménicos, y luego de darle una explicación a la luz de la razón, cuando hay lugar para la discusión. Tales explicaciones son indispensables si se quiere penetrar el dogma cristiano y comulgar a la luz del Verbo, "imagen del Padre". Entre las innumerables explicaciones posibles he elegido exclusivamente las que me han conmovido personalmente y me han ayudado a hacer del dogma preferido de todos los cristianos, el dogma de mi vida y de mi religión personal. Esta es la razón de por qué esta obra, fuera de las exposiciones doctrinales que contiene, ofrece, además, algo que es estrictamente personal y que equivale a una especie de profesión de fe que revela lo que Cristo es para mí.

¿No es igualmente lógico? El camino que ha conducido hasta la vida sacerdotal a un oficial de los húsares de la Guardia en los ejércitos del emperador de Rusia, hasta la vida religiosa a un hombre que conscientemente desconocía a Dios y renegaba del Salvador, es en tal forma largo, que un libro escrito por su mano acerca de Cristo no podía dejar de ser un conjunto de páginas vividas, una profesión de fe. Una profesión de fe es, pues, lo que hay que ver en cada una de las partes, aun en los pasajes más áridos y en cada ojeada de esta obra.

Hallándome en 1919 en Lausana, fue allí donde, con la lectura de los Grandes Iniciados de Eduardo Schuré, encontré por primera vez conscientemente a Cristo. Aunque Schuré sea antropósofo de la escuela de Steiner, yo no fuí aquel día a Dornach, sino que caí de rodillas. Dom Willibrord Verkade ha escrito, me parece: "La teosofía ¿no es un «home» provisorio para aquellos que están sin asilo y que buscan entrar en la casa del Padre?"

La fe cristiana y el sacerdocio no han quitado la cruz de mi existencia. Al contrario: ella no ha cesado de adentrarse más y más en mi vida. Pero ella tiene luz; y todo lo que yo sé y comprendo hoy, lo sé y lo comprendo únicamente en la luz que cae de la cruz. Así es como se ha revelado en mí el misterio de mi propia vida: la unión con Dios. Todo está allí. Si el cristianismo es la explicación de la vida es porque él es la explicación, por medio de la cruz, del sufrimiento y de la muerte. Es porque él nos enseña a ver en el sufrimiento y en la muerte caminos por los cuales y más allá de los cuales tenemos que realizar nuestro ser y nuestra vida. "Por el sufrimiento a la victoria", como repetía la emperatriz Alejandra de Rusia la víspera de su muerte trágica en lekaterinburg. Cuando Jesucristo nos ha mostrado y nos ha dicho lo que es Dios en sí mismo, nos ha dicho y mostrado lo que nosotros estamos llamados a ser. Lo uno explica lo otro, y lo uno es el fundamento de lo otro.

La cruz de Cristo es la que me ha revelado el sentido del dolor y de la muerte. A su resplandor he aprendido que, sin fundamento religioso y a menos que se tome a la Iglesia por base, hay que renunciar a edificar o a renovar la vida, ya se trate de la vida personal o de la vida de los pueblos. He reconocido que esta Iglesia a la que yo ignoraba no hace mucho, es lo más luminoso que tenemos, lo más precioso y lo más grande, porque en ella vive y respira, a despecho de lo que se encuentre en ella de demasiado humano, el Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo. Ella está por encima de todas las cosas y es más preciosa que todo. Está situada muy alto, por encima de la política, por encima de las pasiones, por encima de la lucha por la vida. En ella crece la humanidad en la medida de la estatura perfecta de Cristo, que se extiende a todo y a todos.

Me imagino que muchos se preguntarán por qué me empeño en exponer ante los demás estas experiencias personales; por qué, en particular, obligo al mundo espiritual de Occidente a recibir estos "pensamientos orientales", siendo así que un abismo separa este mundo del mundo de las ideas y de la sensibilidad rusas.

Tal vez no lo hubiera hecho si, algunos años antes de la última guerra, uno de mis hermanos en religión no me hubiera hecho el pedido. Como se ocupaba entonces, en Alemania, de obras estudiantiles, pensó que un libro, escrito sobre este tema por una persona que se hallara en mi caso, podía ser útil a las almas que estaban a su cuidado. Yo accedí a su deseo, y esta obra, aparecida en Alemania en 1938, se agotó rápidamente dos veces consecutivas.

Luego vino otra catástrofe, cuyas espantosas consecuencias sufren aún todos. El malestar del que adolecía ya antes la juventud alemana se generalizó hasta el punto de convertirse en universal. Hoy por todas partes y todos los hombres, no sólo los jóvenes, experimentan el hambre y la sed que anunciaba un día el profeta Amós: "...No un hambre de pan, y no una sed de agua, sino de oír las palabras de Dios. . ." La causa de esta hambre podría ser la misma que me tuvo durante catorce años alejado de la vida cristiana, quiero decir la ignorancia del mundo cristiano, o por lo menos el error en el conocimiento de sus verdades. Porque si ya se puede errar en el conocimiento de la Palabra de Dios, ¡cuánto más peligrosa es aún para el dogma esta palabra de la Iglesia, o más bien esta respuesta que la Iglesia da a la Palabra de Dios según las exigencias y las circunstancias más diversas!

Para esto basta separar la palabra del espíritu, la forma de su contenido. El que ignora lo que es el pecado y la redención, aquel para quien Jesús de Nazareth no es el Hijo de Dios, el que no ve en la crucifixión más que una ejecución dolorosa y en el fondo inútil, el que no sabe y no cree que allí fue lavada del pecado y librada de la muerte la sustancia misma de la creación, el que piensa que no se trata más que de un bien social, de una virtud humana y no de la vida eterna, de la participación en la vida de Dios, ese tal no puede considerar al cristianismo más que como un fenómeno histórico que tiene además contra sí su antigüedad y sus orígenes: una "religión" en medio de tantas otras; no es la Verdad eterna, no es la Revelación de Dios verificada en Jesús.

En cuanto a mí, llegué a Dios por medio del contenido dogmático del cristianismo. Estoy profundamente persuadido de que es imposible una cristianización de nuestro mundo si su acción no se ejerce más que sobre la periferia, quiero decir por medio de recursos de manifestaciones "cristianas", puramente exteriores, agrupaciones deportivas u otras. Esta obra no es posible si no se va derechamente al centro, es decir, al contenido dogmático de la fe. La fe en la encarnación del Hijo de Dios, en la redención del pecado operada por Él, la fe en la divinización del hombre, en la unión de los unos con los otros y de cada uno con el Hombre-Dios para formar un solo todo: esto es lo que debe arder como una llama en el centro de la existencia humana e iluminar todas las cosas. El Hijo de Dios no tiene necesidad de defensores. Necesita testigos, "mártyres", de su omnipotencia, los cuales, levantándose de una manera tangible en el curso de nuestra existencia histórica, triunfen del mundo salvándolo: y no solamente en lo interior por el triunfo sobre el pecado, sino también en lo exterior por el triunfo sobre la muerte. "Por la muerte Él venció la muerte —cantamos en las Pascuas—, ha resucitado de entre los muertos y ha dado la vida a los que yacían en los sepulcros."

"Si se quiere considerar atentamente a las almas, aun a las más ignorantes, dice el P. J. H. Quarré, del Oratorio, se reconocerá fácilmente que tienen un sentimiento secreto pero verdadero para con Jesucristo, aun aquellas que no lo conocen; pero seguramente Dios comienza siempre sus divinas comunicaciones y los efectos de su misericordia por esta gracia." Aunque este texto fue escrito en el siglo XVII, se creería leer a un autor moderno de psicología religiosa. A mi modo de ver es muy bello y muy verdadero; y por esta razón a las almas que buscan yo les propongo mis experiencias personales acerca del dogma fundamental del cristianismo. Quisiera también despertar en ellas el sentimiento, o más bien el llamado de una realidad que, en el ambiente singular de la existencia humana de hoy, ha sido arrojada tan lejos a la sombra, que parece ilusorio pretender hacerla de nuevo sensible. Deseo mostrarles el camino de la única verdad, dejarles oír y hacerles experimentar la Palabra de Dios.

En la Iglesia, es cierto, y sobre todo en los dominios de la teología, soy el más pequeño entre los pequeños. Las palabras del gran convertido inglés, el Cardenal Newman, resuenan sin cesar en mis oídos: "Te write theology is like dancing on the right rope some hundredfeet aboye the ground... " (*). Y sin embargo yo lo hago, un poco como aquel muchacho que presentó a Cristo sus cinco panes de cebada y sus dos pequeños peces para alimentar con aquella nada a toda una multitud. A la vista saltaba que era una ingenuidad y aparentemente una insensatez ; y sin embargo, Cristo parecía haber esperado aquel gesto. Tomó en sus manos aquella pobre pero generosa ofrenda, la bendijo, y sació realmente a la multitud. Quedaron todavía doce canastos de sobras que recogieron los apóstoles. Si el muchacho hubiese guardado para sí sus provisiones, el milagro quizás no se hubiera realizado. Casi lo mismo sucede conmigo. A pesar de toda mi insignificancia, no tengo por qué envidiar a los otros, los sabios, los grandes oradores sagrados, y a todos aquellos que "hacen algo"; porque yo también tengo algo para ofrecer a Dios. Yo lo sé: con este pobre "algo" y mediante su gracia, Dios puede alimentar a la turba, atraerla al Crucificado y al Resucitado, a fin de que Él sea también para ella lo que ha llegado a ser para tantos otros y para mí mismo: la Verdad que nos ilumina y nos salva, la Fuerza que nos subyuga y nos arrastra.

Cuando lo encontramos, encontramos a Dios y nos encontramos a nosotros mismos.

Amsterdam, 1928. — Roma, 1950.
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(*) "Escribir teológicamente es como bailar sobre una cuerda recta a algunos centenares de pies sobre el suelo." (Nota del traductor.)