PREFACIO

"No es obra del puro azar, escribe el autor, el que hayamos venido al mundo en tal o cual pueblo". La Providencia sabe lo que hace. En el momento en que los ojos se fijan con inquietud en un Oriente tan cristiano en otros tiempos, y cuando un punzado de exploradores, a despecho de las circunstancias políticas, piensa que no hay cortina de hierro capaz de blindar las almas contra Dios, un hijo auténtico de la santa Rusia de otrora nos trae su mensaje.

Oriundo de una familia muy antigua de Rusia, y como tal perteneciente a la religión ortodoxa, Iván Kologrivof, después de los estudios realizados en el Liceo imperial Alejandro, en San Petersburgo, no se orientó ni hacia las órdenes sagradas ni hacia el estado religioso. En 1912 entró al servicio del Zar, en el regimiento de húsares de la Guardia, en cuyas filas hizo toda la guerra de 1914 a 1918. Después, como tantos de los suyos, una vez desencadenada la revolución, Kologrivof abandonó su país y fue a pedir asilo a los pueblos de Occidente.

Pero, distinto en esto de muchos de sus compatriotas, el antiguo oficial de la Guardia no llegaba desprovisto de todo. Ya en Rusia, por senderos que él no ha juzgado útil revelar, Koloqrivof se había inclinado al lado de la Iglesia universal como uno de sus hijos. La lógica interior de su conversión debía impulsarlo poco a poco hacia el estado religioso y hacia el sacerdocio. En 1921 la Providencia lo conducía a la Compañía de Jesús.

Desde entonces, ya estuviese en Francia, en Alemania, en Holanda o en Roma el R. P. Kologrivof no ha cesado de poner los recursos de su información casi universal al servicio de las grandes ideas y de los problemas religiosos suscitados por el hecho de la Revolución en Rusia y en el resto de Europa. Escribió en ruso una vida de la princesa Troubretzkoi, que apareció por entregas, en 1936, en una revista rusa de París, Anales contemporáneos; escribió en alemán una obra doctrinal sobre el bolchevismo y también en alemán una vida de Constantino Leontjew.

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Todos los autores cristianos, todos los fieles cultos, cuando se toman tiempo para refleaionar en las grandes verdades de la religión, saben, en la medida en que pueden acercarse a ellas, que el misterio de la Trinidad proporciona a su meditación un alimento inagotable. Ante estos abismos de riqueza los verdaderamente espirituales quedan como fascinados. Y cuando su amor se tiñe de matiz intelectual, la Persona del Verbo los arrebata con las deslumbrantes verdades que propone a su contemplación. El Oriente cristiano, en particular, que tanto trabajó en otro tiempo acerca del Verbo Encarnado, se ha mantenido desde entonces fiel al estudio de este insondable misterio. Como tantos otros, el R. P. Kologrivof se ha visto precisado a escribir sobre este gran asunto.

El plan de su obra es extremadamente firme. Después de haber explicado en su esencia y en su historia el término "Verbo", penetra, como le es concedido a las fuerzas de un hombre, en el misterio del Dios Vivo; y luego de haberse detenido en lo bajo de la curva, en la prevaricación de Adán, expone el misterio de nuestra ascensión hacia la Trinidad por medio de la Encarnación. Nuestra redención se cumple así en el dolor, pero también en la luz, por Jesucristo, gran sacerdote y víctima, que penetra nuestra vida con su claridad y con su sufrimiento.

Ya se ve: la construcción del edificio es de una simplicidad enteramente clásica. Se adapta a las arquitecturas elaboradas por los mejores teólogos; y es una satisfacción, espiritual e intelectual a la vez, el seguir una vez más las líneas majestuosas que recuerdan la economía de nuestra salvación.

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Teólogo de gran clase, nuestro guía se siente a gusto en medio de las tesis dilucidadas por los santos y por los hombres de Iglesia sobre los misterios de nuestra religión. Además, esta teología, a veces difícil, está humanizada, me atrevo a decirlo, por la vasta cultura que él pone a su servicio.

Este humanismo, que no tiene nada de secular, es poco menos que universal. Abraza los Padres de la Iglesia, los teólogos del catolicismo y de la Ortodoxia. los grandes místicos, Pascal, Dostoiewski, y los más notables autores modernos del mundo del Occidente latino, germánico y anglosajón.

Tantas lecturas nos confundirían si no estuvieran colocadas una detrás de la otra de una manera muy singular. El prólogo, en el que el Reverendo Padre ha querido indicarnos sobriamente las circunstancias decisivas de su encuentro con Dios y hacernos partícipes del alcance que él entiende dar a su mensaje, nos enseñaría —si es que no se adivinara un poco entre líneas— que se trata en él de páginas de vida.

Aun en las exposiciones puramente dogmáticas se siente el eco de una experiencia. La gracia, que ha hecho hablar tan felizmente a San Juan, a San Pablo, a San Agustín, a Pascal, ha cargado las palabras con su peso. En efecto: cualquier cosa que podamos saber, no la sabremos jamás bien mientras no la hayamos vivido, sentido una y otra vez y ordenado hacia la luz de la visión beatífica. La conversión puede ser un acto particular y hasta, en un determinado caso, excepcional, un brusco retorno que nos separa del error y del mal y nos acerca a la Verdad y al Bien. Ella es también, para cada uno de nosotros, esa obra cotidiana, oscura y nunca terminada, que debe realizarse en el silencio con miras a una mejor inteligencia de la religión y a una acción cada vez mejor orientada; en una palabra, una experiencia que, si es auténtica, no puede pasar inadvertida. El Reverendo Padre es menos un autor que un hombre bautizado y consagrado; y esto es lo que hace interesante todo lo que escribe.

Si él ha preferido hablarnos del Verbo, es que la Encarnación, tal como ha sida determinada en los inaccesibles designios del Altísimo, es el punto central alrededor del cual todo debe gravitar: una vez puesto el hecho de la creación y del plan de divinización que debía coronarla —plan destruido por el pecado— la Redención no podía realizarse, en la economía divina, más que por la Encarnación. Era necesario que Dios fuese completamente hombre y que este hombre fuera realmente Dios: encarnado. El Evangelio de San Juan, reverenciado con tanto fervor en la Iglesia rusa, debía hallar aquí un sitio predilecto. Si por otra parte el autor ha leído tanto, si ha citado tan profusa y ampliamente a los Padres de la Iglesia griega, es porque les devuelve el honor de haber dado ellos los primeros, acerca de nuestros tres grandes misterios, las fórmulas definitivas que elaboraron con la gracia de Dios y al precio de largas luchas: su pensamiento, brotado del fuego del combate, está aún, a pesar de la distancia, todo él ardiente de las circunstancias que lo provocaron, y nos impresiona más fuertemente aún que las conclusiones serenas, pero a las veces algo frías, de los grandes pensadores medievales. Se advertirán también frecuentes referencias a los textos litúrgicos de la Iglesia oriental. Demasiados veces los teólogos los pasan en silencio, y es muy lamentable, porque la liturgia es el testimonio viviente y colectivo de la fe y de la piedad de una época.

Una tal información indica, de parte del autor, consideraciones muy particulares tributadas a la razón cuando ésta se halla en su sitio, es decir, sujeta a la fe. "No se quiere decir, escribe él, que Dios ciegue nuestra inteligencia y exija que reneguemos de esta razón que tenemos de él". Desde este punto de vista, nada más elevado, nada más reconfortante y, en el mejor sentido de la expresión, nada más intelectual que su obra. Ella nos libra de obras insípidas, concluidas bajo el golpe de vagas emociones y sumergidas en el oleaje de un sentimentalismo que en esencia es bastante vulgar. Tales libros, tan numerosos en el día de hoy, denotan una debilidad radical de la inteligencia, y en lugar de ennoblecer los corazones a los que pretenden conmover, los entretienen con demasiada frecuencia en estados de una languidez piadosa, es verdad, pero que pronto desfallece, porque no ofrecen por todo alimento más que manjares de mediana calidad. Es como si algunos de sus autores tuvieran miedo de la ciencia y temieran elevarse, y con ellos sus lectores, a las alturas necesarias. Al contrario, se nos ha dicho, "cuando la verdad no es más un concepto abstracto, sino una persona, Cristo, nuestro Redentor, (...) el saber es en sí y por sí (. .:) un bien indiscutible. La ciencia no es otra cosa que la edificación de la verdad, y por consiguiente el mismo Cristo entre los hombres. Ella se convierte en una tarea "santa", que se puede, desde luego, profanar siempre, pero cuya íntima ley es idéntica con la conciencia del Salvador del mundo." Este pasaje nos da el tono de la obra. No se puede amar si no se conoce; y conocer a Dios, aun con los débiles instrumentos que están a nuestra disposición, es ya una participación, aunque sólo sea esbozada, de la vida eterna. No hay, pues, lugar para el temor cuando un conocimiento mejor debe procurarnos más amor.

Este amor se practicará según la gran tradición contemplativa de la Iglesia. El autor no niega el valor de la acción, y menos aún el de la ascética; pero estigmatiza con serenidad los peligros que encierra indicando la orientación verdadera de toda perfección: "La perfección no está hecha de cosas exteriores, de la multiplicidad de las restricciones y de las prohibiciones. Está en nosotros, en la renovación y en el renacimiento del hombre interior por Jesucristo (... ). La moral cristiana consiste mucho menos en huir del pecado que en subir hacia Dios por Cristo y en Cristo. Nuestro modelo debe ser Jesucristo (...) y no Hércules, el "hijo de Júpiter", o cualquier otro héroe o estoico que recorre el mundo con la maza en el puño, haciendo sus leyes y duro para con las cosas que encuentra". Entre nosotros cuántos -y no son los menos— no cesan de crear sus propias leyes; ¡mucho más fácil es agotarse en el exceso de trabajo y en la agitación que saber practicar el arte difícil del reposo en la verdad! Y cuántos, entre los mejor intencionados, son únicamente cristianos de preceptos y de párrafos (cuando esto no es un insidioso fariseísmo); ¡enumeran los árboles sin ver el bosque y se acotan vanamente en observancias porque no han visto, una vez por todas, que si estas observancias son necesarias, dependen de un principio superior que consiste muy exactamente en buscar, por encima de ellas, el rostro de Dios!)

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En esta ascensión hacia nuestro último fin, no es solamente el individuo el que está empeñado en las huellas del Verbo Encarnado. Si él está solo para condenarse. no está solo para salvarse. La humanidad, mejor aún, el mundo entero debe beneficiarse con la salvación; y éste es un punto en el que debemos detenernos muy particularmente: la realidad de la salvación universal a la que está llamada toda la creación. Las almas renovadas, en cuerpos también renovados, deben vivir sobre una tierra nueva y sobre nuevos cielos. El cosmos entero, con todo lo que lo puebla y lo embellece, debe concurrir, en su lugar, a este rejuvenecimiento integral, a esta ordenación definitiva a la cual finalmente debe conducirlo la Redención por medio de la Encarnación. Desde aquí abajo la Encarnación y la Redención han cambiado la faz de la tierra. Este punto de vista cósmico, eclesiástico en el sentido profundo y original de la palabra, se ha puesto muy poco de relieve en Occidente, pero siempre ha retenido la atención del pensamiento religioso de los rusos.

Esto es lo que explica por qué la Pascua oriental, y especialmente la Pascua rusa es celebrada con una solemnidad extraordinaria. Más aún que en Occidente la fiesta de la resurrección llega entre ellos hasta las profundidades del ser. Entre nosotros la gran solemnidad es sobre todo religiosa. Allá es a la vez religiosa, popular, y afecta a la inmensidad de lo cósmico. Quizás después de los meses de un largo invierno busca ella analogías en la renovación de la naturaleza. Para todos, en todo caso, la resurrección de Cristo, así como ha renovado el fondo de las almas, rejuvenece también el cosmos, anticipando de esa manera la gran renovación final. Sin ninguna referencia a las supersticiones paganas, la naturaleza, en la juventud de su nueva primavera, se asocia a la alegría de la bendición universal. Se comienza por una noche de plegarias, en la espera y en la oscuridad, símbolos de la fe. El santo sudario ha sido quitado y, en el momento preciso en que comienza el nuevo día, cuando nace el alba, por todas partes suenan las campanas, por todas partes se encienden las luces. La Iglesia, como el sepulcro, se abre, y al fin de la función litúrgica todos se abrazan: "¡Cristo ha resucitado!" "¡Sí, ha resucitado!" El regocijo entonces lo invade todo. "He aquí que todo está inundado de luz, el cielo, la tierra y los infiernos. ¡Toda la creación celebra a Cristo en quien ella está fortificada! (...). Hoy toda criatura está en el gozo y en la alegría porque Cristo ha resucitado y subyugado el infierno. Una Pascua sagrada (pasaje) nos ha aparecido hoy. Pascua nueva y santa. Pascua mística, Pascua muy pura, Pascua de Cristo nuestro libertador, Pascua inmaculada, Pascua grandiosa, Pascua de los creyentes, Pascua que nos abre las puertas del Paraíso. Pascua que santifica a todos los fieles. ¡ Oh Pascua, Pascua del Señor! ¡Abracémonos los unos a los otros! Digamos: "hermanos" a aquellos que nos odian. Perdonemos todo por la Resurrección y cantemos: Cristo ha resucitado...". Así habla San Juan Damasceno en su canon pascual.

Este lirismo desbordante, que contrasta con la sobriedad de nuestra liturgia occidental, traduce un alma. Y esta alma exhala con dolor un gemido análogo cuando el asunto es de la Virgen. Cerca del Verbo Encarnado, en la "cintura dorada", la piedad oriental tiene reservado, como la nuestra, un sitial de preferencia a la Madre de Dios. En Occidente la Edad Media la veneró con toda la gracia de un servicio caballeresco, y hoy nosotros sentimos para con ella un amor tierno, filial y familiar. Pero este sentimiento no se abstiene siempre de la afectación y de la insipidez de una especie de romanticismo afectuoso y a veces un poco muelle: la iconografía mariana en particular está abrumada con frecuencia entre nosotros de un sentimentalismo de bastante mala ley. El contraste con los iconos rusos o bizantinos, los cuales no son todos sin embargo obras maestras, es sorprendente. Estos iconos tienen un aire hierático, un poco estirado, impersonal, pero generalmente están hechos con una soberanía mezclada de grandeza, de calma y de serenidad. Rusa o bizantina, la Virgen es, como lo hace notar justamente el autor, menos Madona que Madre del Verbo: theotokos. Se diría que el acento está puesto exclusivamente sobre su cualidad de Madre de Dios. Sea lo que fuere, la liturgia oriental ha reservado sus más felices hallazgos para celebrar "a la que es más honorable que los Querubines e incomparablemente más gloriosa que los Serafines". La Virgen es "el astro que hace nacer el sol", "el cáliz de la alegría", "templo santísimo, paraíso espiritual, adorno de las vírgenes", "el velo que se extiende por encima del mundo, más amplio que una nube, para proteger todos los tiempos". Y sobre todo ella es Madre de la Sabiduría celestial, de esa "Sofía" que ilumina a toda la creación, la conduce a Dios y, por el Espíritu que la anima, procura los sabrosos gustos anticipados de la eternidad.

Para llegar a esto no hay más que un camino: la imitación de Jesús en nuestro propio viacrucis. Dígase o hágase lo que se quiera, el cristiano digno de este nombre no es nunca un hombre confortable. Es inútil clamar: ¡Señor! ¡Señor!, y proceder en la tierra como si uno estuviese definitivamente establecido en ella. Estamos seguros de lo que tenemos, pero no lo estamos igualmente de los caminantes que deben afligirse y lastimarse para llegar al fin. Tal vez más que nosotros los rusos son sensibles a esta idea, fundamental para todo el cristianismo, del sufrimiento redentor. El padre Kologrivof no podía, pues, dejar de tratar largamente el medio de nuestro rescate. Lo ha hecho, se echa de ver, sin morbidez, colocando su teología a la altura misma de la cruz, pero también con compasión. El "misterio de Jesús", como dice Pascal, es la soledad, el abandono, la contemplación del mal bajo todas sus formas y en toda la extensión de sus estragos, las torturas morales unidas a las torturas físicas, la previsión de los pecados individuales, de los pecados colectivos y de la inutilidad de tantos sufrimientos para el rescate de los obstinados. La agonía del Señor fue todo esto, y también todo lo que no podemos imaginar. "El pecado debió ser sentido y vivido por el Salvador de dos maneras, por así decirlo. Primero como algo extraño, temible y horrible, algo cuya sola aproximación apenaría y torturaría hasta lo infinito su alma santa e inmaculada. Después como un contagio inmundo, proveniente del conjunto de nuestras malas acciones y que, parecido a una lepra, llegaba hasta su alma y la llenaba de un horror insoportable, como si ella fuera efectivamente culpable". Sufrimientos indecibles mejor explicados por la teología que por la sensiblería: "Desde luego Cristo, puesto que no había sido marcado con el pecado original, no estaba expuesto en sí a las debilidades, a las enfermedades, a la mortalidad del cuerpo. Todo esto no podía nada sobre Él más que por su libre voluntad. Si pues —según la divinidad— la muerte de Cristo fué, por el hecho de su determinación de sufrirla, una muerte voluntaria, ella fue sin embargo —según la humanidad—, una muerte violenta. Y esta muerte violenta, y por consiguiente contraria a la naturaleza, hiriéndolo, pese a la plenitud de vida que él llevaba en sí, le hizo sufrir más que cualquier muerte natural. Cristo probó no sólo su propia muerte, sino la misma mortalidad".

Estos diferentes puntos de vista, en los cuales se detiene con más gusto el pensamiento religioso del Oriente cristiano, nos mantienen constantemente en la teología. Esta expresión de teología evoca con frecuencia entre los fieles la idea de una ciencia austera, sutil y reservada a un pequeño número de especialistas. Es cierto que toda ciencia tiene sus sabios, y ésta tanto como las otras. Y los sabios son a veces difícilmente accesibles. Sin embargo, considerar la teología como una ciencia cerrada es restringir indebidamente su alcance; y rehusar entrar en ella es privarse de sus grandes frutos. Como todas las cosas hermosas, ella es difícil, pero lo es menos de lo que quisiera hacerlo creer cierta pereza intelectual. Literalmente es "tratado acerca de Dios" es decir, reflexión y conversación acerca de Dios, que parte de los datos de la fe y procede de la ciencia de Dios y de los santos; y habría que tener gusto en oír hablar de Dios. Muchos hablan de él sabiamente. Muchos desean que se les hable de él a la vez humanamente y, en cuanto se pueda, divinamente. El R. P. Kologrivof lo ha intentado. Tiene ciencia, y su ciencia, vivificada por la experiencia, ha sabido hacerse humana. Por eso las almas cuidadosas de Dios, cuando encuentran su mensaje, si tienen necesidad de él, deben hacer el esfuerzo necesario para no dejarlo pasar vanamente. Hallarán en él una manera de ser y de pensar que es todo un programa; porque, si hay una manera de proceder en la vida corriente, hay también una manera de proceder en la vida espiritual. Los fieles deben saber que no pueden dispensarse de ella.

Y también, porque él es muy comprensivo, desearíamos que este libro fuera leído por muchos de nuestros hermanos separados. Sabemos que algunos ortodoxos han sido conmovidos por él y que no pocos protestantes lo han apreciado altamente. En las circunstancias que han arrojado de nuestro lado a tantos emigrados, cuyas almas han venido a ser, también ellas, "personas desplazadas", muchos han conservado el gusto de Dios. Ellos no pueden ya reunirse a la luz de los cirios, bajo la protección de sus cúpulas; pero, si fieles a la palabra interior, saben meditar estas páginas, comprenderán que tienen otra cosa que hacer en lugar de permanecer como mendigos doloridos en los pórticos de nuestras iglesias. Tal vez las grandes tribulaciones, los sufrimientos de su destierro los han madurado y conducido hasta nosotros para que sepan que pueden ser llamados, por medio del libro de uno de ellos, a participar más íntimamente y más realmente de la gran bendición de Dios.

JUAN DÉCARREAUX