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COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

 

MEMORIA Y RECONCILIACION:

LA IGLESIA Y LAS CULPAS

DEL PASADO

Traducción de trabajo
CONTINÚA

 

3. FUNDAMENTOS TEOLÓGICOS

"Es justo que, mientras el segundo milenio del cristianismo llega a su fin, la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos recordando todas las circunstancias en las que, a lo largo de la historia, se han alejado del espíritu de Cristo y de su evangelio, ofreciendo al mundo, en vez del testimonio de una vida inspirada en los valores de la fe, el espectáculo de modos de pensar y actuar que eran verdaderas formas de antitestimonio y de escándalo. La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores" (TMA 33). Estas palabras de Juan Pablo II subrayan cómo la Iglesia se encuentra afectada por el pecado de sus hijos: santa, en cuanto hecha tal por el Padre mediante el sacrificio del Hijo y el don del Espíritu, es en un cierto sentido también pecadora, en cuanto asume realmente sobre ella el pecado de aquellos a quienes ha engendrado en el bautismo, análogamente a como Cristo Jesús ha asumido el pecado del mundo (cf. Rom 8,3; 2 Cor 5,21; Gál 3,13; 1 Pe 2,24) (23). Por otra parte, pertenece a la más profunda autoconciencia eclesial en el tiempo el convencimiento de que la Iglesia no es sólo una comunidad de elegidos, sino que comprende en su seno justos y pecadores, del presente y del pasado, en la unidad del misterio que la constituye. De hecho, tanto en la gracia como en la herida del pecado, los bautizados de hoy son convecinos y solidarios con los de ayer. Por ello se puede decir que la Iglesia, una en el tiempo y en el espacio en Cristo y en el Espíritu, es verdaderamente "santa al mismo tiempo y siempre necesitada de purificación" (LG 8). De esta paradoja, característica del misterio eclesial, nace el interrogante de cómo conciliar los dos aspectos: de una parte, la afirmación de fe de la santidad de la Iglesia, de otra parte, su necesidad incesante de penitencia y de purificación.

3.1. El misterio de la Iglesia

"La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente "con los ojos de la fe" se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de la vida divina" (CEC 770). El conjunto de los aspectos visibles e históricos se relaciona con el don divino de manera análoga a como en el Verbo de Dios encarnado la humanidad asumida es signo e instrumento del actuar de la persona divina del Hijo: las dos dimensiones del ser eclesial forman "una sola realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino" (LO 8), en una comunión que participa de la vida trinitaria y hace que los bautizados se sientan unidos entre sí, aun en la diversidad de tiempos y de lugares de la historia. En razón de esta comunión, la Iglesia se presenta como un sujeto absolutamente único en el acontecer humano, hasta el punto de poder hacerse cargo de los dones, de los méritos y de las culpas de sus hijos de hoy y de los de ayer.

La no débil analogía con el misterio del Verbo encamado implica, no obstante, también una diferencia fundamental: "Mientras Cristo, "santo, inocente, inmaculado" (Heb 7,26), no conoció el pecado (cf. 2 Cor 5, 21), sino que vino a expiar sólo los pecados del pueblo (cf. Heb 2,17), la Iglesia, recibiendo en su propio seno a los pecadores, santa al mismo tiempo que necesitada siempre de purificación, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (24). La ausencia de pecado en el Verbo encamado no puede atribuirse a su Cuerpo eclesial, en cuyo interior más bien cada uno, partícipe de la gracia donada por Dios, no está menos necesitado de vigilancia y de purificación incesante y solidaria con la debilidad de los otros: "Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores (cf. 1 Jn 1,8-10). En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del evangelio hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,24-30). La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero todavía en vías de santificación" (CEC 827).

Ya Pablo VI había afirmado solemnemente que "la Iglesia es santa, aun comprendiendo en su seno a los pecadores, ya que ella no posee otra vida sino la de la gracia [...] Por ello, la Iglesia sufre y hace penitencia por tales pecados, de los cuales tiene, por otra parte, el poder de curar a sus propios hijos con la sangre de Cristo y el don del Espíritu Santo" (25). La Iglesia es en fin de cuentas, en su "misterio", encuentro de santidad y de debilidad, continuamente redimida y siempre necesitada nuevamente de la fuerza de la redención. Como enseña la liturgia, verdadera "lex credendi", el fiel individual y el pueblo de los santos invocan de Dios que su mirada se fije sobre la fe de su Iglesia y no sobre los pecados de los individuos, de cuya fe vivida constituyen la negación: "Ne respicias peccata nostra, sed fidem Ecclesiae Tuae!". En la unidad del misterio eclesial a través del tiempo y del espacio es posible considerar entonces el aspecto de la santidad, la necesidad de arrepentimiento y de reforma, y su articulación en el actuar de la Iglesia Madre.

3.2. La santidad de la Iglesia

La Iglesia es santa porque, santificada por Cristo, quien la ha adquirido entregándose a la muerte por ella, es mantenida en la santidad por el Espíritu Santo, que la inunda sin cesar: "Nosotros creemos que la Iglesia es indefectiblemente santa. Pues Cristo, Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu llamamos "el solo Santo", ha amado a la Iglesia como esposa suya, entregándose a sí mismo por ella para santificarla (cf. Ef 5, 25s), la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la enriqueció con el don del Espíritu Santo para gloria de Dios. Por eso, todos en la Iglesia son llamados a la santidad" (LG 39). En este sentido, desde sus orígenes los miembros de la Iglesia son llamados los "santos" (cf. Hch 9,13; 1 Cor 6,1s; 16,1). Se puede distinguir, no obstante, entre la santidad de la Iglesia y la santidad en la Iglesia. La primera, fundada en las misiones del Hijo y del Espíritu, garantiza la continuidad de la misión del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos y estimula y ayuda a los creyentes a perseguir la santidad subjetiva y personal. En la vocación que cada uno recibe se halla radicada, por el contrario, la forma de santidad que le ha sido donada y que se requiere de él, en cuanto cumplimiento pleno de la propia vocación y misión. La santidad personal se halla, en todo caso, proyectada hacia Dios y hacia los demás, y tiene, por ello, un carácter esencialmente social: es santidad "en la Iglesia", orientada al bien de todos.

A la santidad de la Iglesia debe, en consecuencia, corresponder la santidad en la Iglesia: "Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no según sus obras, sino por designio y gracia de Él, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos en el bautismo verdaderamente hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y por lo mismo realmente santos; conviene, por consiguiente, que esa santidad que recibieron sepan conservarla y perfeccionarla en su vida con la ayuda de Dios" (LO 40). El bautizado está llamado a devenir con toda su existencia aquello que ya es en razón de la consagración bautismal; lo cual no acontece sin el asentimiento de su libertad y sin la ayuda de la gracia que viene de Dios. Cuando esto sucede, se deja reconocer en la historia la humanidad nueva según Dios: ¡nadie llega a ser él mismo con tanta plenitud como el santo que acoge el designio divino y, con la ayuda de la gracia, conforma todo su propio ser al proyecto del Altísimo! Los santos constituyen, en este sentido, como luces suscitadas por el Señor en medio de su Iglesia para iluminarla, son profecía para el mundo entero.

33. La necesidad de una renovación continua

Sin ofuscar esta santidad, se debe reconocer que, a causa de la presencia del pecado, hay necesidad de una renovación continua y de una conversión constante en el pueblo de Dios; la Iglesia en la tierra está "adornada de una santidad verdadera" que es, no obstante, "imperfecta" (LG 48). Observa S. Agustín contra los pelagianos: "La Iglesia en su conjunto dice: ¡perdona nuestras deudas! Ella tiene, por tanto, manchas y arrugas. Pero, a través de la confesión, las arrugas se estiran y las manchas quedan lavadas. La Iglesia se halla en oración para ser purificada por la confesión y estar así mientras los hombres vivan sobre la tierra" (26). Santo Tomás de Aquino precisa que la plenitud de la santidad pertenece al tiempo escatológico, mientras la Iglesia peregrinante no debe engañarse, afirmando estar libre de pecado: "Que la Iglesia sea gloriosa, sin mancha ni arruga, es la meta final hacia la que tendemos en virtud de la pasión de Cristo. Esto se alcanzará, por tanto, sólo en la patria eterna y no ya durante el peregrinaje; aquí [...] nos engañaríamos si dijésemos no tener pecado alguno" (27). En realidad, "aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios. Ahora, con la petición ‘perdona nuestras deudas’, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano (cf. Lc 18,13). Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su misericordia" (CEC 2839).

Es, por tanto, la Iglesia entera la que, mediante la confesión del pecado de sus hijos, confiesa su fe en Dios y celebra su infinita bondad y capacidad de perdón; gracias al vínculo establecido por el Espíritu Santo, la comunión que existe entre todos los bautizados en el tiempo y en el espacio es tal que en ella cada uno es él mismo, pero al tiempo está condicionado por los otros y ejerce sobre ellos un influjo en el intercambio vital de los bienes espirituales. De este modo, la santidad de los unos influye sobre el crecimiento del bien en los otros, pero también el pecado tiene una relevancia no exclusivamente personal, ya que pesa y opone resistencia en el camino de la salvación de todos; en tal sentido, afecta verdaderamente a la Iglesia en su integridad, a través de la variedad de los tiempos y de los lugares. Esta convicción empuja a los Padres a afirmaciones netas como la de San Ambrosio: "Estemos bien atentos a que nuestra caída no se convierta en una herida de la Iglesia" (28). Ella, por tanto, "aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: ella reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores" (TMA 33), los de hoy, como los de ayer.

3.4. La maternidad de la Iglesia

La convicción de que la Iglesia pueda hacerse cargo del pecado de sus hijos, en razón de la solidaridad existente entre ellos en el tiempo y en el espacio, gracias a su incorporación a Cristo y a la obra del Espíritu Santo, está expresada de modo particularmente eficaz por la idea de la "Iglesia Madre" (Mater Ecclesia), que "en la concepción protopatrística es el concepto central de toda la aspiración cristiana" (29) la Iglesia, afirma el Vaticano II, "también es hecha Madre por la Palabra de Dios fielmente recibida; en efecto, por la predicación y el bautismo engendra para la vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios" (LO 64). A la amplísima tradición, de la que estas ideas son el eco, da voz por ejemplo Agustín con estas palabras: "Esta madre santa, digna de veneración, la Iglesia, es igual a María: ella da a luz y es virgen, de ella habéis nacido, ella engendra a Cristo, porque vosotros sois los miembros de Cristo" (30). Cipriano de Cartago afirma con nitidez: "No puede tener a Dios por padre, quien no tiene a la Iglesia como madre" (31). Y Paulino de Nola canta así la maternidad de la Iglesia: "En cuanto madre recibe el semen de la Palabra eterna, lleva a los pueblos en su seno y los da a luz" (32).

Según esta visión, la Iglesia se realiza continuamente en el intercambio y en la comunicación del Espíritu del uno al otro de los creyentes, como ambiente generador de fe y de santidad en la comunión fraterna, en la unanimidad orante, en la participación solidaria en la Cruz, en el testimonio común. En razón de esta comunicación vital, cada bautizado puede ser considerado al mismo tiempo hijo de la Iglesia, en cuanto engendrado en ella a la vida divina, e Iglesia Madre, en cuanto coopera con su fe y caridad a engendrar nuevos hijos para Dios; es, en efecto, tanto más Iglesia Madre cuanto mayor es su santidad y más ardiente el esfuerzo por comunicar a los otros el don recibido. Por otra parte, no deja de ser hijo de la Iglesia el bautizado que, a causa del pecado, se separase de ella con el corazón; él podrá acceder siempre de nuevo a las fuentes de la gracia y remover el peso que su culpa hace gravar sobre la entera comunidad de la Iglesia Madre. Ésta, a su vez, en cuanto Madre verdadera, no podrá no quedar herida por el pecado de sus hijos de hoy y de los de ayer, continúa amándolos siempre, hasta el punto de hacerse cargo en todo tiempo del peso producido por sus culpas; en cuanto tal, la Iglesia aparece a los Padres como Madre de dolores, no sólo a causa de las persecuciones externas, sino sobre todo por las traiciones, los fallos, las lentitudes y las contaminaciones de sus hijos.

La santidad y el pecado en la Iglesia se reflejan, por tanto, en sus efectos sobre la Iglesia entera, si bien es convicción de fe que la santidad es más fuerte que el pecado en cuanto fruto de la gracia divina: ¡son su prueba luminosa las figuras de los santos, reconocidos como modelo y ayuda para todos! Entre la gracia y el pecado no hay un paralelismo, ni siquiera una especie de simetría o de relación dialéctica; ¡el influjo del mal no podrá vencer jamás la fuerza de la gracia y la irradiación del bien, incluso el más escondido! En este sentido, la Iglesia se reconoce existencialmente santa en sus santos; pero, mientras se alegra de esta santidad y advierte su beneficio, se confiesa no obstante pecadora, no en cuanto sujeto del pecado, sino en cuanto asume con solidaridad materna el peso de las culpas de sus hijos, para cooperar a su superación por el camino de la penitencia y de la novedad de vida. Por ello, la Iglesia santa advierte el deber de "lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable del amor paciente y de la humilde mansedumbre" (TMA 35).

Esto puede hacerse de modo particular por quien, por carisma y ministerio, expresa en la forma más densa la comunión del pueblo de Dios: en nombre de las iglesias locales podrán dar voz a las eventuales confesiones de culpa y peticiones de perdón los pastores respectivos; en nombre de la Iglesia entera, una en el tiempo y en el espacio, podrá pronunciarse aquel que ejerce el ministerio universal de unidad, el Obispo de la Iglesia "que preside en el amor" (33), el Papa. He aquí por qué es particularmente significativo que haya venido propiamente de él la invitación a que "la Iglesia asuma con una conciencia más viva el pecado de sus hijos" y reconozca la necesidad de "hacer enmienda, invocando con fuerza el perdón de Cristo" (TMA 33,34).

4. JUICIO HISTÓRICO Y JUICIO TEOLÓGICO

La identificación de las culpas del pasado de las que enmendarse implica ante todo un correcto juicio histórico, que sea también en su raíz una valoración teológica. Es necesario preguntarse: ¿qué es lo que realmente ha sucedido?, ¿qué es exactamente lo que se ha dicho y hecho? Solamente cuando se ha ofrecido una respuesta adecuada a estos interrogantes, como fruto de un juicio histórico riguroso, podrá preguntarse si eso que ha sucedido, que se ha dicho o realizado, puede ser interpretado como conforme o disconforme con el evangelio, y, en este último caso, silos hijos de la Iglesia que han actuado de tal modo habrían podido darse cuenta a partir del contexto en el que estaban actuando. Solamente cuando se llega a la certeza moral de que cuanto se ha hecho contra el Evangelio por algunos de los hijos de la Iglesia y en su nombre habría podido ser comprendido por ellos como tal, y en consecuencia evitado, puede tener sentido para la Iglesia de hoy hacer enmienda de culpas del pasado.

La relación entre "juicio histórico" y "juicio teológico" resulta por tanto compleja en la misma medida en que es necesaria y determinante. Se requiere, por ello, llevarla a cabo evitando los desvaríos en un sentido y en otro: hay que evitar tanto una apologética que pretenda justificarlo todo, como una culpabilización indebida que se base en la atribución de responsabilidades insostenibles desde el punto de vista histórico. Juan Pablo II ha afirmado respecto a la valoración histórico-teológica de la actuación de la Inquisición: "El Magisterio eclesial no puede evidentemente proponerse la realización de un acto de naturaleza ética, como es la petición de perdón, sin haberse informado previamente de un modo exacto acerca de la situación de aquel tiempo. Ni siquiera puede tampoco apoyarse en las imágenes del pasado transmitidas por la opinión pública, pues se encuentran a menudo sobrecargadas por una emotividad pasional que impide una diagnosis serena y objetiva... Esa es la razón por la que el primer paso debe consistir en interrogar a los historiadores, a los cuales no se les pide un juicio de naturaleza ética, que rebasaría el ámbito de sus competencias, sino que ofrezcan su ayuda para la reconstrucción más precisa posible de los acontecimientos, de las costumbres, de las mentalidades de entonces, a la luz del contexto histórico de la época" (34).

4.1. La interpretación de la historia

¿Cuáles son las condiciones de una correcta interpretación del pasado desde el punto de vista del conocimiento histórico? Para determinarlas hay que tener en cuenta la complejidad de la relación que existe entre el sujeto que interpreta y el pasado objeto de interpretación (35) en primer lugar se debe subrayar la recíproca extrañeza entre ambos. Eventos y palabras del pasado son ante todo "pasados"; en cuanto tales son irreductibles totalmente a las instancias actuales, pues poseen una densidad y una complejidad objetivas, que impiden su utilización únicamente en función de los intereses del presente. Hay que acercarse, por tanto, a ellos mediante una investigación histórico-crítica, orientada a la utilización de todas las informaciones accesibles de cara a la reconstrucción del ambiente, de los modos de pensar, de los condicionamientos y del proceso vital en que se sitúan aquellos eventos y palabras, para cerciorarse así de los contenidos y los desafíos que, precisamente en su diversidad, plantean a nuestro presente.

En segundo lugar, entre el sujeto que interpreta y el objeto interpretado se debe reconocer una cierta mutua pertenencia, sin la cual no podría existir ninguna conexión y ninguna comunicación entre pasado y presente; esta conexión comunicativa está fundada en el hecho de que todo ser humano, de ayer y de hoy, se sitúa en un complejo de relaciones históricas y necesita, para vivirlas, de una mediación lingüística, que siempre está históricamente determinada. ¡Todos pertenecemos a la historia! Poner de manifiesto la mutua pertenencia entre el intérprete y el objeto de la interpretación, que debe ser alcanzado a través de las múltiples formas en las que el pasado ha dejado su testimonio (textos, monumentos, tradiciones...), significa juzgar si son correctas las posibles correspondencias y las eventuales dificultades de comunicación con el presente, puestas de relieve por la propia comprensión de las palabras o de los acontecimientos pasados; ello requiere tener en cuenta las cuestiones que motivan la investigación y su incidencia sobre las respuestas obtenidas, el contexto vital en que se actúa y la comunidad interpretadora, cuyo lenguaje se habla y a la cual se pretenda hablar. Con tal objetivo es necesario hacer la precomprensión refleja y consciente en el mayor grado posible, que de hecho se encuentra siempre incluida en cualquier interpretación, para medir y atemperar su incidencia real en el proceso interpretativo.

Finalmente, entre quien interpreta y el pasado objeto de interpretación se realiza, a través del esfuerzo cognoscitivo y valorativo, una ósmosis ("fusión de horizontes"), en la que consiste propiamente la comprensión. En ella se expresa la que se considera inteligencia correcta de los eventos y de las palabras del pasado; lo que equivale a captar el significado que pueden tener para el intérprete y para su mundo. Gracias a este encuentro de mundos vitales la comprensión del pasado se traduce en su aplicación al presente: el pasado es aprehendido en las potencialidades que descubre, en el estímulo que ofrece para modificar el presente; la memoria se vuelve capaz de suscitar un nuevo futuro.

A una ósmosis fecunda con el pasado se accede merced al entrelazamiento de algunas operaciones hermenéuticas fundamentales, correspondientes a los momentos ya indicados de la extrañeza, de la copertenencia y de la comprensión verdadera y propia. Con relación a un "texto" del pasado, entendido en general como testimonio escrito, oral, monumental o figurativo, estas operaciones pueden ser expresadas del siguiente modo: "1) comprender el texto, 2) juzgar la corrección de la propia inteligencia del texto y 3) expresar la que se considera inteligencia correcta del texto" (36). Captar el testimonio del pasado quiere decir alcanzarlo del mejor modo posible en su objetividad, a través de todas las fuentes de que se pueda disponer, juzgar la corrección de la propia interpretación significa verificar con honestidad y rigor en qué medida pueda haber sido orientada, o en cualquier caso condicionada, por la precomprensión o por los posibles prejuicios del intérprete; expresar la interpretación obtenida significa hacer a los otros partícipes del diálogo establecido con el pasado, sea para verificar su relevancia, sea para exponerse a la confrontación con otras posibles interpretaciones.

4.2. Indagación histórica y valoración teológica

Si estas operaciones están presentes en todo acto hermenéutico, no pueden faltar tampoco en la interpretación en que se integran juicio histórico y juicio teológico; ello exige en primer lugar que en este tipo de interpretación se preste la máxima atención a los elementos de diferenciación y extrañeza entre presente y pasado. En particular, cuando se pretende juzgar posibles culpas del pasado, hay que tener presente que son diversos los tiempos históricos y son diversos los tiempos sociológicos y culturales de la acción eclesial, por lo cual, paradigmas y juicios propios de una sociedad y de una época podrían ser aplicados erróneamente en la valoración de otras fases de la historia, dando origen a no pocos equívocos; son diversas las personas, las instituciones y sus respectivas competencias; son diversos los modos de pensar y los condicionamientos. Hay que precisar, por tanto, las responsabilidades de los acontecimientos y de las palabras dichas, teniendo en cuanta el hecho de que una petición eclesial de perdón compromete al mismo sujeto teológico, la Iglesia, en la variedad de los modos y del grado en que los individuos singulares representan a la comunidad eclesial y en la diversidad de las situaciones históricas y geográficas, con frecuencia muy diferentes entre sí. Debe evitarse cualquier tipo de generalización. Cualquier posible pronunciamiento en la actualidad debe quedar situado y debe ser producido por los sujetos más directamente encausados (Iglesia universal, Episcopados nacionales, Iglesias particulares etc.).

En segundo lugar, la correlación de juicio histórico y juicio teológico debe tener en cuenta el hecho de que, para la interpretación de la fe, la conexión entre pasado y presente no está motivada solamente por los intereses actuales y por la común pertenencia de todo ser humano a la historia y a sus mediaciones expresivas, sino que se fundamenta también en la acción unificante del Espíritu de Dios y en la identidad permanente del principio constitutivo de la comunión de los creyentes, que es la revelación. La Iglesia, por razón de la comunión producida en ella por el Espíritu de Cristo en el tiempo y en el espacio, no puede dejar de reconocerse en su principio sobrenatural, presente y operante en todos los tiempos, como sujeto en cierto modo único, llamado a corresponder al don de Dios en formas y situaciones diversas por medio de las opciones de sus hijos, aun con todas las carencias que puedan haberlas caracterizado. La comunión en el único Espíritu Santo es el fundamento también diacrónico de una comunión de los "santos", en virtud de la cual los bautizados de hoy se sienten vinculados a los bautizados de ayer y, así como se benefician de sus méritos y se nutren de su testimonio de santidad, igualmente se siente en el deber de asumir el posible peso actual de sus culpas, tras haber hecho un discernimiento atento tanto desde el punto de vista histórico como teológico.

Gracias a este fundamento objetivo y trascendente de la comunión del pueblo de Dios en sus varias situaciones históricas, la interpretación creyente reconoce al pasado de la Iglesia un significado totalmente peculiar para el momento presente: el encuentro con ese pasado, que se produce en el acto de la interpretación, puede revelarse cargado de paniculares valencias para el presente, rico en una eficacia "performativa" que no siempre puede calcularse de modo previo. Obviamente el carácter fuertemente unitario del horizonte hermenéutico y del sujeto eclesial interpretante deja más fácilmente expuesta la consideración teológica al riesgo de ceder a lecturas apologéticas o instrumentales; es aquí donde el ejercicio hermenéutico dirigido a aprehender los sucesos y las palabras del pasado y a medir la corrección de su interpretación para el presente se hace más necesario. La lectura creyente se sirve con tal objetivo de todas las aportaciones que puedan ofrecer las ciencias históricas y los métodos de interpretación. El ejercicio de la hermenéutica histórica no deber impedir a la valoración de la fe la interpelación de los textos según su peculiaridad, haciendo, por tanto, que puedan interactuar presente y pasado en la conciencia de la unidad fundamental del sujeto eclesial implicado en ellos. Esto pone en guardia frente a todo historicismo que relativice el peso de las culpas pasadas y que considere que la historia es capaz de justificarlo todo. Como observa Juan Pablo II, "un correctojuicio histórico no puede prescindir de un atento estudio de los condicionamientos culturales del momento... Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos" (TMA 35). La Iglesia, en resumen, "no tiene miedo a la verdad que emerge de la historia y está dispuesta a reconocer equivocaciones allí donde se han verificado, sobre todo cuando se trata del respeto debido a las personas ya las comunidades. Pero es propensa a desconfiar de los juicios generalizados de absolución o de condena respecto a las diversas épocas históricas. Confía la investigación sobre el pasado a la paciente y honesta reconstrucción científica, libre de prejuicios de tipo confesional o ideológico, tanto por lo que respecta a las atribuciones de culpa que se le hacen como respecto a los daños que ella ha padecido"(37). Los ejemplos ofrecidos en el capítulo siguiente lo podrán demostrar de modo concreto.

5. DISCERNIMIENTO ÉTICO

Para que la Iglesia realice un adecuado examen de conciencia histórico delante de Dios, con vistas a la propia renovación interior y al crecimiento en la gracia y en la santidad, es necesario que sepa reconocer las "formas de antitestimonio y de escándalo" que se han presentado en su historia, en particular durante el último milenio. No es posible llevar a cabo una tarea semejante sin ser conscientes de su relevancia moral y espiritual. Ello exige la definición de algunos términos clave, además de la formulación de algunas precisiones necesarias en el plano ético.

5.1. Algunos criterios éticos

En el plano moral la petición de perdón presupone siempre una admisión de responsabilidad, y precisamente de la responsabilidad relativa a una culpa cometida contra otros. La responsabilidad moral normalmente se refiere a la relación entre la acción y la persona que la realiza; establece la pertenencia de un acto, su atribución, a una persona o a varias personas concretas. La responsabilidad puede ser objetiva o subjetiva: la primera se refiere al valor moral del acto en sí mismo en cuanto bueno o malo, y por tanto a la imputabilidad de la acción; la segunda se refiere a la percepción efectiva por parte de la conciencia individual, de la bondad o malicia del acto realizado. La responsabilidad subjetiva cesa con la muerte de quien ha realizado el acto: no se transmite por generación, por lo que los descendientes no heredan la responsabilidad (subjetiva) de los actos de sus antepasados. En tal sentido, pedir perdón presupone una contemporaneidad entre aquellos que son ofendidos por una acción y aquellos que la han realizado. La única responsabilidad capaz de continuar en la historia puede ser la de tipo objetivo, a la cual se puede prestar o no una adhesión subjetiva en cualquier momento de modo libre. Así, el mal cometido sobrevive muchas veces a quien lo ha realizado a través de las consecuencias de los comportamientos, que pueden convertirse en un pesado fardo sobre la conciencia y la memoria de los descendientes.

En tal contexto se puede hablar de una solidaridad que une el pasado y el presente en una relación de reciprocidad. En ciertas situaciones el peso que cae sobre la conciencia puede ser tan pesado que constituye una especie de memoria moral y religiosa del mal cometido, que es por su naturaleza una memoria común: esta da testimonio de modo elocuente de la solidaridad objetivamente existente entre quienes han hecho el mal en el pasado y sus herederos en el presente. Es entonces cuando resulta posible hablar de una responsabilidad común objetiva. Del peso de tal responsabilidad se nos libera ante todo implorando el perdón de Dios por las culpas del pasado, y por tanto, cuando se da el caso, a través de la "purificación de la memoria", que culmina en el perdón recíproco de los pecados y de las ofensas en el presente.

Purificar la memoria significa eliminar de la conciencia personal y común todas las formas de resentimiento y de violencia que la herencia del pasado haya dejado, sobre la base de un juicio histórico-teológico nuevo y riguroso, que funda un posterior comportamiento moral renovado. Esto sucede cada vez que se llega a atribuir a los hechos históricos pasados una cualidad diversa, que comporta una incidencia nueva y diversa sobre el presente con vistas al crecimiento de la reconciliación en la verdad, en la justicia y en la caridad entre los seres humanos y en particular entre la Iglesia y las diversas comunidades religiosas, culturales o civiles con las que entra en relación. Modelos emblemáticos de esta incidencia que puede tener un posterior juicio interpretativo autorizado sobre la vida entera de la Iglesia son Ja recepción de los concilios, o actos como la abolición de los anatemas recíprocos, que expresan una nueva cualificación de la historia pasada en condiciones de producir una caracterización distinta de las relaciones vividas en el presente. La memoria de la división y de la contraposición queda purificada y es sustituida por una memoria reconciliada, a la cual son invitados a abrirse y a educarse todos en la Iglesia.

La combinación de juicio histórico y juicio teológico en el proceso interpretativo del pasado queda unida aquí a las repercusiones éticas que puede tener en el presente, y que implican algunos principios, correspondientes en el plano moral a la fundación hermenéutica de la relación entre juicio histórico y juicio teológico. Estos principios son:

a) El principio de conciencia. La conciencia, tanto como "juicio moral" cuanto como "imperativo moral", constituye la valoración última de un acto en relación con su bondad o maldad ante Dios. En efecto, tan sólo Dios conoce el valor moral de cada acto humano, aun cuando la Iglesia, como Jesús, pueda y deba clasificar, juzgar y en ocasiones condenar algunos tipos de comportamiento (cf. Mt 18,15-18).

b) El principio de historicidad. Precisamente en cuanto cada acto humano pertenece a quien lo hace, cada conciencia individual y cada sociedad elige y actúa en el interior de un determinado horizonte de tiempo y espacio. Para comprender de verdad los actos humanos y los dinamismos a ellos unidos, deberemos entrar, por tanto, en el mundo propio de quienes los han realizado; solamente así podremos llegar a conocer sus motivaciones y sus principios morales. Y esto se afirma sin perjuicio de la solidaridad que vincula a los miembros de una específica comunidad en el discurrir del tiempo.

c) El principio de cambio de "paradigma". Mientras que antes de la llegada del Iluminismo existía una especie de ósmosis entre Iglesia y Estado, entre fe y cultura, moralidad y ley, a partir del siglo XVIII esta relación ha quedado notablemente modificada. El resultado es una transición de una sociedad sacral a una sociedad pluralista o, como ha sucedido en algunos casos, a una sociedad secular; los modelos de pensamiento y de acción, los llamados "paradigmas" de acción y de valoración, van cambiando. Semejante transición tiene un impacto directo sobre los juicios morales, aun cuando este influjo no justifica en modo alguno una idea relativista de los principios morales o de la naturaleza de la misma moralidad.

El proceso entero de la purificación de la memoria, en cuanto exige la correcta combinación de valoración histórica y de mirada teológica, ha de ser vivido por parte de los hijos de la Iglesia no sólo con el rigor que tiene en cuenta de modo preciso los criterios y los principios indicados, sino también con una continua invocación de la asistencia del Espíritu Santo, para no caer en el resentimiento o en la autoflagelación y llegar más bien a la confesión del Dios cuya "misericordia va de generación en generación" (Lc 1,50), que quiere la vida y no la muerte, el perdón y no la condena, el amor y no el temor. En este punto se debe poner igualmente en evidencia el carácter de ejemplaridad que la honesta admisión de las culpas pasadas puede ejercer sobre las mentalidades en la Iglesia y en la sociedad civil, reclamando un compromiso renovado de obediencia a la Verdad y de respeto consiguiente hacia la dignidad y los derechos de los otros, especialmente de los más débiles. En tal sentido, las numerosas peticiones de perdón formuladas por Juan Pablo II constituyen un ejemplo que pone en evidencia un bien y estimula a su imitación, reclamando de los individuos y de los pueblos un examen de conciencia honesto y fructuoso, que abra caminos de reconciliación.

A la luz de estas clarificaciones en el plano ético se pueden ahora profundizar algunos ejemplos, entre los cuales se encuentran los mencionados en la Tertio millennio adveniente (cf. n. 34-3 6), en los que el comportamiento de los hijos de la Iglesia parece haber estado en contradicción con el Evangelio de Jesucristo de un modo significativo.

5.2. La división de los cristianos

La unidad es la ley de la vida del Dios trinitario revelado al mundo por el Hijo (cf. Jn 17,21), el cual, en la fuerza del Espíritu Santo, amando hasta el extremo (Jn 13,1), hace participar de esta vida a los suyos. Esta unidad deber ser la fuente y la forma de la comunión de vida de la humanidad con el Dios trino. Silos cristianos viven esta ley de amor mutuo, de modo que sean uno "como el Padre y el Hijo son uno", se conseguir que "el mundo crea que el Hijo ha sido enviado por el Padre" (Jn 17,21) y que "todos sepan que ellos son mis discípulos" (Jn 13,35). Desgraciadamente no ha sucedido así, particularmente en este milenio que llega a su fin, en el cual han aparecido entre los cristianos grandes divisiones, en abierta contradicción con la voluntad expresa de Cristo, como si Él mismo hubiese sido dividido (cf. 1 Cor 1,13). El Concilio Vaticano II juzga este hecho con las siguientes palabras: "Tal división contradice abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación del Evangelio a toda criatura" (UR 1).

Las principales escisiones que durante el pasado milenio "han afectado a la túnica inconsútil de Cristo" (38) son el cisma entre las Iglesias de Oriente y de Occidente al comienzo de este milenio y, en Occidente, cuatro siglos más tarde, la laceración causada por aquellos acontecimientos "que reciben comúnmente el nombre de Reforma" (UR 13). Es verdad que "estas diversas divisiones difieren mucho entre sí, no sólo por razón de su origen, lugar y tiempo, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de las cuestiones relativas a la fe y a la estructura eclesiástica" (UR 13). En el cisma del siglo XI jugaron un papel importante factores de carácter social e histórico, mientras que el aspecto doctrinal se refería a la autoridad de la Iglesia y al Obispo de Roma, una materia que en aquel momento no había alcanzado la claridad con la que se presenta hoy gracias al desarrollo doctrinal de este milenio. Con la Reforma, por el contrario, fueron objeto de controversia otros campos de la revelación y de la doctrina.

La vía que se ha abierto para superar estas diferencias es la del diálogo doctrinal animado por el amor mutuo. Común a ambas laceraciones parece haber sido la falta de amor sobrenatural, de agape. Desde el momento en que esta caridad es el mandamiento supremo del Evangelio, sin el cual todo lo demás es solamente "bronce que resuena o címbalo que retiñe" (1 Cor 13,1), una carencia semejante ha de ser considerada con toda seriedad delante del Resucitado, Señor de la Iglesia y de la historia. Basándose en el reconocimiento de esta carencia, el Papa Pablo VI ha pedido perdón a Dios ya los "hermanos separado" que se sintiesen ofendidos "por nosotros" (La Iglesia Católica) (39).

En 1965, en el clima producido por el Concilio Vaticano II, el Patriarca Atenágoras en su diálogo con Pablo VI puso de relieve el tema de la restauración (apokatastasis) del amor mutuo, esencial después de una historia tan cargada de contraposiciones, de desconfianza recíproca y de antagonismos (40). Lo que estaba en juego era un pasado que aún ejercía su influencia a través de la memoria: los acontecimientos de 1965 (culminados el 7 de diciembre de 1965 con la supresión de los anatemas de 1054 entre Oriente y Occidente) representan una confesión de la culpa contenida en la precedente exclusión recíproca, capaz de purificar la memoria y de generar una nueva. El fundamento de esta nueva memoria no puede ser más que el amor reciproco o, mejor, el compromiso renovado para vivirlo. Este es el mandamiento ante omnia (1 Pe 4,8) para la Iglesia, en Oriente como en Occidente. De este modo la memoria libera de la prisión del pasado e invita a católicos y a ortodoxos, como también a católicos y protestantes, a ser los arquitectos de un futuro más conforme al mandamiento nuevo. En este sentido resulta ejemplar el testimonio que han prestado a esta nueva memoria el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras.

Particularmente relevante en relación con el camino hacia la unidad puede resultar la tentación a dejarse guiar, o hasta determinar, por factores culturales, por condicionamientos históricos o por prejuicios que alimentan la separación y la desconfianza recíproca entre cristianos, aunque nada tengan que ver con las cuestiones de fe. Los hijos de la Iglesia deben examinar su conciencia con seriedad para ver si están activamente comprometidos en la obediencia al imperativo de la unidad y viven la "conversión interior", "porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la abnegación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad" (UR 7). En el período transcurrido desde la conclusión del Concilio hasta hoy la resistencia a su mensaje ciertamente ha entristecido al Espíritu de Dios (Ef 4,30). En la medida en que algunos católicos se complacen en permanecer ligados a las separaciones del pasado, sin hacer nada por remover los obstáculos que impiden la unidad, se podría hablar justamente de solidaridad en el pecado de la división (1 Cor 1,10-16). En tal contexto pueden recordarse las palabras del Decreto sobre el Ecumenismo: "Humildemente pedimos perdón a Dios y a los hermanos separados, así como nosotros perdonamos a quienes nos hayan ofendido" (UR 7).

53. El uso de la violencia al servicio de la verdad

Al antitestimonio de la división entre los cristianos hay que añadir el de las ocasiones en que durante el pasado milenio se han utilizado medios dudosos para conseguir fines buenos, como la predicación del Evangelio y la defensa de la unidad de la fe: "Otro capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento está constituido por la aquiescencia manifestada, especialmente en algunos siglos, con métodos de intolerancia y hasta de violencia en el servicio a la verdad" (TMA 35). Se refiere con ello a las formas de evangelización que han empleado instrumentos impropios para anunciar la verdad revelada o no han realizado un discernimiento evangélico adecuado a los valores culturales de los pueblos o no han respetado las conciencias de las personas a las que se presentaba la fe, e igualmente a las formas de violencia ejercidas en la represión y corrección de los errores.

Una atención análoga hay que prestar a las posibles omisiones de que se hayan hecho responsables los hijos de la Iglesia, en las más diversas situaciones de la historia, respecto a la denuncia de injusticias y de violencias: "Está también la falta de discernimiento de no pocos cristianos respecto a situaciones de violación de los derechos humanos fundamentales. La petición de perdón vale por todo aquello que se ha omitido o callado a causa de la debilidad o de una valoración equivocada, por lo que se ha hecho o dicho de modo indeciso o poco idóneo" (41).

Como siempre, resulta decisivo establecer la verdad histórica mediante la investigación histórico-crítica. Una vez establecidos los hechos, ser necesario evaluar su valor espiritual y moral e igualmente su significado objetivo. Solamente así ser posible evitar cualquier tipo de memoria mítica y acceder a una adecuada memoria crítica, capaz, a la luz de la fe, de producir frutos de conversión y de renovación: "De aquellos rasgos dolorosos del pasado emerge una lección para el futuro, que debe empujar a todo cristiano a afianzarse en el principio áureo fijado por el Concilio: 'La verdad no se impone más que por la fuerza de la verdad misma, que penetra en las mentes de modo suave y a la vez con vigor?'" (TMA 35; DH 1).

5.4. Cristianos y hebreos

Uno de los campos que requiere un examen de conciencia particular es la relación entre cristianos y hebreos (42). "La relación de la Iglesia con el pueblo hebreo es diversa de la que condivide con cualquier otra religión" (43). Y, sin embargo, "la historia de las relaciones entre hebreos y cristianos es una historia atormentada [...] En efecto, el balance de estas relaciones durante dos milenios ha sido más bien negativo"44. La hostilidad o la desconfianza de numerosos cristianos hacia los hebreos a lo largo del tiempo es un hecho histórico doloroso y es causa de profunda amargura para los cristianos conscientes del hecho de que "Jesús era descendiente de David; de que del pueblo hebreo nacieron la Virgen María y los Apóstoles; de que la Iglesia recibe su sustento de las raíces de aquel buen olivo al que están unidos las ramas del olivo selvático de los gentiles (cf. Rom 11,17-24); de que los hebreos son nuestros hermanos queridos y amados, y de que, en cierto sentido, son verdaderamente 'nuestros hermanos mayores'" (45).

La Shoah fue ciertamente el resultado de una ideología pagana, como era el nazismo, animada por un antisemitismo despiadado, que no sólo despreciaba la fe, sino que negaba hasta la misma dignidad humana del pueblo hebreo. No obstante, "hay que preguntarse si la persecución del nazismo respecto a los hebreos no haya sido facilitada por los prejuicios antijudíos presentes en las mentes y en los corazones de algunos cristianos [...] ¿Ofrecieron los cristianos toda la asistencia posible a los perseguidos, en particular a los hebreos?" (46). Hubo sin duda muchos cristianos que arriesgaron su vida para salvar y ayudar a sus conocidos hebreos. Pero parece igualmente verdad que "junto a tales hombres y mujeres valerosos, la resistencia espiritual y la acción cristiana de otros cristianos no fue la que se hubiera debido esperar de discípulos de Cristo" (47). Este hecho constituye una apelación a la conciencia de todos los cristianos de hoy, capaz de exigir "un acto de arrepentimiento (teshuva)" (48) y de convertirse en acicate para redoblar los esfuerzos por ser "transformados mediante la renovación de la mente" (Rom 12,2) y por mantener una memoria moral y religiosa" de la herida infligida a los hebreos. En este campo lo mucho que ya se ha hecho podrá ser confirmado y profundizado.

5.5. Nuestra responsabilidad por los males de hoy

"La época actual, junto a muchas luces, presenta también no pocas sombras" (TMA 36). En primer plano puede señalarse entre éstas el fenómeno de la negación de Dios en sus múltiples formas. Lo que llama especialmente la atención es que esta negación, especialmente en sus aspectos más teóricos, es un proceso que ha emergido en el mundo occidental. Unida al eclipse de Dios se encuentra además una serie de fenómenos negativos como la indiferencia religiosa, la difusa falta del sentido trascendente de la vida humana, un clima de secularismo y de relativismo ético, la negación del derecho a la vida del niño no nacido, incluso sancionada en las legislaciones abortistas, y una amplía indiferencia respecto al grito de los pobres en amplios sectores de la familia humana.

La cuestión inquietante que hay que plantear es en qué medida los creyentes mismos han sido responsables de estas formas de ateísmo, teórico y práctico. La Gaudium et spes responde con palabras cuidadosamente elegidas: "En este campo también los mismos creyentes tienen muchas veces alguna responsabilidad. Pues el ateísmo, considerado en su integridad, no es un fenómeno originario, sino más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica contra las religiones y, ciertamente, en no pocos países contra la religión cristiana. Por ello, en esta génesis del ateísmo puede corresponder a los creyentes una parte no pequeña" (n. 19).

Desde el momento en que el rostro auténtico de Dios ha sido revelado en Jesucristo, a los cristianos se les ofrece la gracia inconmensurable de conocer este Rostro; los cristianos, sin embargo, tienen también la responsabilidad de vivir de tal modo que manifiesten a los otros el verdadero Rostro del Dios vivo. Ellos están llamados a irradiar al mundo la verdad de que "Dios es amor (agape)" (1 Jn 4,8.16). Porque Dios es amor, es también Trinidad de Personas, cuya vida consiste en su infinita y recíproca comunicación en el amor. De ello se deduce que el mejor camino para que los cristianos irradien la verdad del Dios amor es el amor mutuo: "En esto conocer n todos que sois discípulos míos: si tenéis amor unos para con otros" (Jn 13,35). Y esto hasta el punto de poder afirmar que frecuentemente los cristianos "por descuido en la educación para la fe, por una exposición falsificada de la doctrina, o también por los defectos de su vida religiosa, moral y social, puede decirse que han velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo" (GS 19).

Hay que destacar, finalmente, que mencionar estas culpas de los cristianos no es tan sólo confesarlas a Cristo Salvador, sino también alabar al Señor de la historia por el amor misericordioso. Efectivamente, los cristianos no creen sólo en la existencia del pecado sino también y sobre todo en el "perdón de los pecados". Además recordar estas culpas quiere decir también aceptar nuestra solidaridad con quienes en el bien y en el mal nos han precedido en el camino de la verdad, ofrecer al presente un fuerte motivo de conversión a las exigencias del Evangelio, y poner un necesario preludio a la petición de perdón a Dios, que abre el camino a la reconciliación mutua.
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NOTAS

(23) Se piense en el motivo, presente en autores cristianos de diversas épocas, de! reproche a la Iglesia a causa de sus culpas, uno de cuyos ejemplos más representativos lo constituye el Líber asceticus, de Máximo el Confesor, PL 90, 912-956.

(24) LO 8; cf. también UR 3y 6.

(25) PABLO VI, Credo del Pueblo de Dios (30-6-1968) n. 19: Enchiridion Vaticanum 3, 264s.

(26) SAN AGUSTÍN, Sermo 181, 5, 7: PL 38, 982.

(27) SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theol. III q.8 a.3 ad 2.

(28) SAN AMBROSIO, De virginitate 8,48: PL 16, 278D: "Caveanius igitur, ne lapsus noster vulnus Ecclesíae fiat". De "herida" infligida a la Iglesia por el pecado de sus hijos habla también LO 11.

(29) K. DELAHAYE, La Comunità, Madre del credenti (Cassano M. [Bari] 1974) 110. Cf. también H. RAHNER, Mater Ecclesia. Inni di lode alla Chíesa tratti dal primo millennio della letteratura cristiana (Milán 1972).

(30) SAN AGUSTÍN, Sermo 25, 8: PL 46, 938: "Mater ista sancta, honorata, Mariae similis, et parit et Virgo est. Ex illa nati estis et Christum parit: nam membra Christi estis".

(31) CIPRIANO, De Ecclesiae Catholicae unitate 6: CCL 3,253: "Habere iam non potest Deum patrem qui ecclesiani non habet matrem". El mismo Cipriano afirma en otro lugar: "Ut habere quis possit Deum Patrem, habeat ante ecclesiani matrem" Un Ps 88, Sermo 2, 14: CCL 39, 1244).

(32) PAULINO DE NOLA, Carmen 25, 171-172: CSEL 30,243: "Indo manet inater aetemi semine verbi / concipiens populos et pariter pariens".

(33) IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Ad Romanos, Proem.: SCh 10, 124 (Th. Camelot, París 1958).

(34) Discurso a los participantes en el Simposio Internacional sobre la Inquisición, promovido por la Comisión Teológico-Histórica del Comité Central del Jubileo, n.4 (31-10-1998).

(35) Cf., para cuanto sigue, H. O. GADAMER, Verdad y método (Salamanca 1977).

(36) B. LONERGAN, Il metodo in teologia (Brescia 1975) 173.

(37) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de 1999": L ‘Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

(38) UR 1. TMA 34 dice "aún más que en el primer milenio, la comunión eclesial ha conocido dolorosas laceraciones".

(39) Cf. el Discurso de apertura de la Segunda sesión del Concilio, del 29 de septiembre de 1964: Enchiridion Vaticanum 1 (106) n. 176.

(40) Cf. la documentación del diálogo de la caridad entre la Santa Sede y el Patriarcado ecuménico de Constantinopla en el Tómos Agápes: Vatican - Phanar (1958-1970) (Roma-Estambul 1971).

(41) JUAN PABLO II, "Discurso del 1 de septiembre de 1999": L’Osservatore Romano (2-9-1999) 4.

(42) El tema es tratado de modo riguroso en la Declaración Nostra Aetate del Vaticano II.

(43) Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998)3. Cf. JUAN PABLO II, Discurso a la Sinagoga de Roma (13-4-1986) 4: AAS 78 (1986) 1120.

(44) Este es el juicio del reciente documento de la Comisión para las Relaciones Religiosas con el Hebraísmo, Nosotros recordamos: una reflexión sobre la Shoah (Roma, 16-3-1998) 3.

(45) Ibid. 7.

(46) Ibid. 5

(47) Ibid. 6.

(48) Ibid. 5.

 

MEMORIA Y RECONCILIACIÓN (conclusión)