CAPÍTULO TERCERO

LA EUCARISTÍA, BANQUETE SACRIFICIAL. COMUNIÓN CON CRISTO Y CON LOS HERMANOS EN LA IGLESIA

 

            Sumario:

1. Panorama histórico. 2. Enseñanzas del Magisterio. 3. Algunas investigaciones teológicas. Apéndice: Eucaristía: diálogos ecuménicos e intercomunión.

 

            Bibliografía:

            Es clásica la obra de

H. De Lubac, Corpus Mysticum. L’eucaristia e la Chiesa nel medievo, Jaca Book, Milán 1982.

Del mismo autor es justo recordar las páginas centrales sobre la Eucaristía y la Iglesia de su conocido libro Meditazione sulla Chiesa Ed. Paoline, Milán 1955, pp. 176-196.

M. Gesteira Garza, La eucaristía, misterio de comunión, Salamanca, Sígueme, 19922.

Aa.Vv. Eucaristia e Chiesa. Atti della Settimana Teologica, en «Bollettino della diocesi di Verona» 70 (1983), número monográfico sobre el tema con varios estudios que se citarán: I.Biffi, Eucaristia e Chiesa nel medievo e nel concilio di Trento, en Eucaristia e Chiesa, o.c., pp. 501-513.

Para una visión del tema en la teología del Vaticano II y en la actual reflexión cfr. los estudios de

E. Ruffini, Eucaristia e Chiesa nel Vaticano II, en Eucaristia e Chiesa, o.c., pp. 515-529.

G. Colombo, Eucaristia e Chiesa nella riflessione sistematica, ibid, pp. 557-574.

B. Forte, La Chiesa nell’Eucaristia, D’Auria, Nápoles 1975.

J.M.R. Tillard, Chair de l’Eglise, chair du Christ. Aux sources de l’ecclesiologie de communion, París, Cerf, 1992; versión española. Salamanca, Sígueme 1995.

En la misma línea teológica se inserta el primer documento de diálogo oficial católico-ortodoxo, suscrito en Mónaco en 1982: Il mistero della Chiesa e dell’Eucaristia alla luce del mistero della Santissima Trinità.

 

PREMISA

            La Eucaristía, presencia de Cristo y memorial de su sacrificio, está esencialmente ordenada a la comunión; ella misma es banquete de comunión y es precisamente en la comunión eucarística donde se da la comunión en el sacrificio de Cristo y en su Persona. De este modo, Él nos pone en relación con el Padre y con el Espíritu; es, a través de la comunión eucarística como se realiza el fin mismo de la Eucaristía: hacer la Iglesia, realizar la comunión con la Trinidad y la humanidad y cumplir el misterio de aquella unidad que es la Iglesia, el Cuerpo de Cristo.

            Está claro que pueden darse diversos modos de participar en la Eucaristía y que la eficacia del sacrificio eucarístico alcanza a aquéllos que no comulgan; también es verdad que hay modos de estar en contacto con Cristo presente en la Eucaristía a través de la adoración y el culto del Santísimo Sacramento; pero, debemos decirlo, incluso para corregir cierto minimalismo eucarístico que se ha introducido en la visión de la Eucaristía: el misterio eucarístico que expresa y realiza la comunión con Cristo y entre nosotros requiere la participación digna y comprometida de los fieles en el banquete eucarístico.

            Sobre este tema, aunque se han dado períodos de alejamiento por parte de los cristianos de la comunión eucarística, no se han dado controversias ni herejías y no se puede apelar a un Magisterio de la Iglesia articulado, como el que poseemos sobre el sacrificio y sobre la presencia. La falta de problemas de tipo especulativo no disminuye la importancia vital de este aspecto de la comunión que por el contrario, como se verá enseguida, constituye el punto nodal de la reflexión eucarística de hoy, el empeño más sentido de la Iglesia que quiere vivir según la lógica de la comunión eucarística con todas las consecuencias, incluso sociales. Y aquí se sitúa también la espiritualidad y la mística de la Eucaristía hoy, en torno al sacrificio de Cristo y a la comunión con Él, a fin de que se realice el misterio de la Iglesia-Eucaristía: «muchos un solo cuerpo» (Rm 12, 5; 1 Co 10, 17).

            En torno a este aspecto de la Eucaristía tendremos ocasión de aprehender los puntos más actuales de la teología y de la espiritualidad eucarística, en plena sintonía con el Magisterio.

 

1. PANORAMA HISTÓRICO

 

            La relación entre la Eucaristía y la Iglesia que se da mediante la celebración de la fracción del pan y la comunión eucarística, está ya bien presente en la misma institución de la Eucaristía, como Cena comunitaria en la cual Jesús realiza la comunión con los suyos en el momento de su Pasión, a través de su cuerpo y su sangre ofrecidos como alimento y bebida. Desde la perspectiva de Juan, tanto la Cena como la cruz tienen esta dimensión de unidad, de reunión de los hijos de Dios dispersos; el servicio, la caridad, la plegaria por la unidad son el ambiente natural y la exigencia normal de la Eucaristía que Jesús instituye y manda repetir en su memoria. La doctrina de los Apóstoles vincula conjuntamente la celebración de la fracción del pan a la realidad de la comunidad cristiana y a sus empeños de comunión hasta el compartir los bienes. Pero es, sobretodo, Pablo quien en 1 Co 10, 16-17 afirma la identificación Eucaristía-Iglesia para extraer en 1 Co 11, 17-34 las consecuencias de la que es una verdadera celebración comunitaria de la Cena del Señor, sacramento de su donación total a la Iglesia.

            En Pablo, pues, el tema de la comunión personal y comunitaria en el cuerpo y la sangre de Cristo propone esta triple identificación entre la Iglesia y la Eucaristía: 1) a nivel de lenguaje: tanto la Iglesia como la Eucaristía son cuerpo (soma) del Señor; 2) a nivel de simbolismo eficaz: la unidad del pan y del cáliz sugiere el simbolismo del único Cuerpo y del único Espíritu en la Iglesia; 3) finalmente, en la profunda realidad: la Iglesia es Cuerpo de Cristo porque se nutre del cuerpo de Cristo que es la Eucaristía. Tenemos ya aquí la fecunda idea desarrollada por los Padres: la Eucaristía hace la Iglesia; la Iglesia hace la Eucaristía. Una frase que es justa con tal que sea comprendida de este modo: Cristo dándose a la Iglesia en la Eucaristía la convierte en su Cuerpo; Cristo, presente en la Iglesia, dándose en la Eucaristía, la celebra y la da a los suyos. La estructura profunda de estas identificaciones muestra a la Iglesia como aquel Cuerpo místico y al mismo tiempo real que el Cristo de la gloria tiene sobre la tierra; y presenta a la Eucaristía como aquel cuerpo misterioso (sacramental), o bien real (objetivo), que hace de la Iglesia el cuerpo que ella recibe. El cuerpo y la sangre de la Eucaristía reclaman luego aquel misterio de la total donación de Cristo a la Iglesia como su Esposa y su Cuerpo, hecha una vez sobre la cruz y repetida en cada celebración eucarística (cfr. Ef 5, 25-27).

            En la época patrística la relación Eucaristía-Iglesia es muy sentida; no se puede imaginar la Iglesia sin verla en torno al único altar, en la perfecta comunión de la fe, bajo la presidencia del obispo con su presbiterio, como nos sugiere Ignacio de Antioquía: «Procurad serviros con fruto de la única Eucaristía; una es, en efecto, la carne de nuestro Señor Jesucristo y uno el cáliz por la unidad de su sangre, uno el altar como uno el obispo con los presbíteros y diáconos, mis cofrades, a fin de que todo lo que hagáis lo hagáis según Dios» 108.

            De la Eucaristía fluye toda la vida y la acción de la comunidad cristiana y de la caridad social hasta el martirio. La Iglesia se reencuentra en su propio signo y en su experiencia fundante en torno al misterio del cuerpo y de la sangre del Señor. Bastan aquí algunas sobrias ilustraciones de este hecho con los textos patrísticos esenciales.

            Cipriano de Cartago nos habla del simbolismo venerado en la tradición antigua: «Cuando el Señor llama a su cuerpo el pan compuesto por la unión de un gran número de granos, señala la unidad de nuestro pueblo... Y cuando él llama a su sangre el vino resultante de un gran número de racimos y granos, y formando una única bebida, él significa que nuestra grey está hecha de una multitud reconducida a la unidad». Es, también, él el que sugiere otro simbolismo: «Cuando en el cáliz el agua se mezcla con el vino, es el pueblo quien se mezcla en Cristo, es el pueblo de los creyentes el que se implica y se une a aquél en quien cree. Esta mezcla, esta unión del vino y del agua en el cáliz del Señor es indisoluble. Así la Iglesia, esto es, el pueblo que está en la Iglesia y que fiel y firmemente, persevera en la fe, no podrá nunca estar separado de Cristo, sino que él será fiel a un amor que de dos hará uno» (Ep. 63, 13; cfr. Ep. 69, 5.2).

            Este tema será retomado con frecuencia por otros Padres posteriores. Agustín desarrolla con gran intuición catequética el proceso paralelo que lleva a la confesión del pan y el proceso de los neófitos que se convierten en el Cuerpo de Cristo 109.

            Expresiones similares encontramos en un conocido sermón de Gaudencio de Brescia: «El pan es considerado con razón imagen del cuerpo de Cristo. El pan, en efecto, resulta de muchos granos de trigo. Ellos son reducidos a harina y la harina después es pastada con agua y cocida a fuego. Así también el cuerpo místico de Cristo es único pero está formado por toda la multitud del género humano, llevada a su condición perfecta mediante el fuego del Espíritu Santo... Por la sangre de Cristo vale, en un cierto sentido la misma analogía del vino, similar a la del pan. En un primer momento se da la recolección de muchos granos o racimos en la viña por Él mismo plantada. Sigue el pisar la uva en la prensa de la cruz...» 110

            Pero es, sin duda, san Agustín quien mejor ha explotado cuanto se puede decir de la relación Eucaristía-Iglesia, desde el múltiple simbolismo de unidad en la unión eficaz del Cuerpo por medio de la Eucaristía. Hemos recordado ya el vínculo entre Cristo y la Iglesia en el único sacrificio. Baste ahora citar uno de los muchos textos en los cuales se identifica el Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, con la Eucaristía que es recibida por los fieles: «¿Qué ves sobre el altar? El pan y el cáliz (...) pero para la ilustración de vuestra fe, os decimos que este pan es el cuerpo de Cristo y el cáliz es su misma sangre... Pero si queréis comprender qué es el Cuerpo de Cristo escuchad al apóstol que os dice: “Vosotros sois el cuerpo de Cristo” (...). Así pues, vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros, lo que está sobre el altar es el símbolo de vosotros mismos, y lo que vosotros recibís es vuestra realidad. Vosotros mismos lo confirmáis diciendo: Amén. Se os dice: He aquí el cuerpo de Cristo; y vosotros respondéis: Amén, así sea. Sois, pues, miembros de Cristo para responder en verdad: Amén» 111. Recordemos de nuevo el ya citado texto alusivo al sacrificio eucarístico que es también sacrificio de la Iglesia: «Éste es el sacrificio de los cristianos: “También siendo muchos somos un solo cuerpo de Cristo” (Rm 12, 5); y la Iglesia lo renueva continuamente en el sacramento del altar, conocido por los fieles, donde se ve que en lo que ofrece (la Eucaristía), se ofrece también a sí misma (la Iglesia)» 112.

            Juan Crisóstomo plantea toda su eclesiología sobre el misterio eucarístico que él celebra con el pueblo; y de ello hace brotar todas las consecuencias de una vida cristiana comprometida en el amor a los hermanos. He aquí un texto significativo: «Muchos son los vínculos que nos ligan conjuntamente: una misma mesa es puesta delante de todos..., a todos se da la misma bebida y nosotros la recibimos también del mismo cáliz. El Padre, queriendo inducirnos a amar, en su sabiduría ha meditado también esto, que nosotros bebemos del mismo cáliz, símbolo de la más perfecta caridad... Nosotros hemos sido hechos partícipes de una mesa espiritual común; debemos, por lo tanto, estar unidos por un mismo amor espiritual» 113. En efecto, desde esta convicción, Crisóstomo llevará adelante el paralelismo entre la presencia de Cristo en la Eucaristía y en el hermano, estableciendo de manera ideal la correspondencia entre el sacramento eucarístico y el «sacramento del hermano». Célebre es un texto suyo en el cual se expresa así: «La Iglesia no es un museo de oro y plata... ¿Queréis honrar el cuerpo del Señor? No lo desdeñéis cuando lo veáis cubierto de harapos; después de haberlo honrado en la Iglesia con hábitos de seda, no lo abandonéis fuera sufriendo el frío, no lo dejéis en la miseria... Aquél que ha dicho: “Esto es mi cuerpo”... y que os ha garantizado con su palabra la verdad de las cosas, ha dicho esto también: Lo que os habéis negado hacer al más pequeño, me lo habéis negado a mí mismo» 114.

            Este aspecto eclesial tiene su formulación orante en las plegarias eucarísticas con las cuales la Iglesia celebra el misterio. Ellas expresan todo el misterio de la Iglesia comunidad, Cuerpo, Esposa y Pueblo de Dios. Ellas ponen a la Iglesia en «estado eucarístico» mediante las diferentes expresiones de la plegaria: alabanza, acción de gracias, invocación, ofrenda e intercesión. Ellas afirman, sobretodo, la unidad que se realiza por el único Espíritu del Señor mediante la comunión en el único cuerpo y en el único cáliz.

            En la Anáfora alejandrina de Basilio de Cesarea se pide: «Haznos dignos, Señor, de comulgar en tus santos misterios, para la santificación del alma, del cuerpo y del espíritu, para que nos convirtamos en un solo cuerpo y en un solo espíritu...» En la anáfora de Teodoro de Mopsuestia se señalan estos efectos de la efusión del Espíritu Santo sobre los dones: «Para que todos juntos seamos hechos unánimes por un mismo vínculo de caridad y de paz, y nos convirtamos en un solo cuerpo y en un solo espíritu, como llamados estamos a una sola esperanza de nuestra vocación» 115.

            También el canon romano expresa una visión de la Iglesia eucarística como familia de Dios, pueblo del Señor, comunidad ordenada en los diversos ministerios, Iglesia santa y católica... 116

            Esta conciencia ha permanecido con claridad en la teología eucarística oriental que habla voluntariamente de una eclesiología eucarística, es decir, de una experiencia de la Iglesia que nace de la celebración de los misterios. Hay un testimonio, de nuevo, en el medievo bizantino, Nicolás Cabasilas, el cual escribe a propósito de la Eucaristía, que es también experiencia del misterio de Pentecostés por la efusión del Espíritu en los dones y en los fieles: «Los santos misterios representan a la Iglesia no como símbolos, sino como el corazón representa los miembros y como la raíz de un árbol sus ramas... Los santos misterios, en efecto, son el cuerpo y la sangre de Cristo, que para la Iglesia es verdadero alimento y verdadera bebida. Participando en ellos, no es la Iglesia quien los transforma en el cuerpo humano... sino que es ella misma quien es transformada en estos dones, igual que el elemento superior y divino prevalece sobre el terreno» 117.

            En la teología occidental, este aspecto eclesial de la Eucaristía no está tan acentuado. Ciertamente no falta la dimensión teológica en la comprensión del misterio. Santo Tomás tiene muy presente que la gracia de la Eucaristía es «la unidad del Cuerpo místico», la comunión con Cristo y entre nosotros, la unidad del pueblo cristiano 118. No faltan teólogos, especialmente del área monástica que han puesto de relieve la admirable relación teológica y espiritual entre la Eucaristía y la Iglesia. El mismo maestro de santo Tomás, S. Alberto Magno había escrito: «Como el pan... está hecho de muchos granos los cuales comunican todo su contenido y se compenetran el uno con el otro, así el verdadero Cuerpo de Cristo está hecho de muchas gotas de sangre de nuestra naturaleza... mezcladas entre sí, y así muchos fieles... unidos en el afecto y comunicados con Cristo Cabeza constituyen místicamente el único cuerpo de Cristo... y por eso este sacramento nos lleva a hacer la comunión de todos nuestros bienes temporales y espirituales» 119.

            Sin embargo, en el medievo la atención primordial se pone sobre otros aspectos: la presencia, la adoración, el sacrificio. La misma práctica rarefacta de la comunión eucarística es en provecho de una forma de contemplación de la hostia consagrada; ciertamente esto no contribuye a desarrollar esta eclesiología eucarística y esta relación indisoluble entre Eucaristía e Iglesia mediante la comunión del único cuerpo y sangre del Señor. Algún guiño al carácter eclesial de la Eucaristía se encuentra también en la doctrina del concilio de Trento especialmente en el proemio del decreto sobre la presencia real (cfr. supra).

            Nuestro tiempo, como tiempo de la Iglesia redescubierta como Cuerpo místico y Pueblo de Dios en virtud de los sacramentos y de la Eucaristía, parece sin duda más sensible a este aspecto. A ello ha contribuido el despertar eclesiológico y la reforma litúrgica, la reflexión conciliar y la misma eclesiología que está a la búsqueda de su autocomprensión como «Cuerpo de Cristo» por medio de la celebración eucarística, máxima experiencia del ser Iglesia. Han sido notables los trabajos de H. De Lubac, arriba citados. Pero sobre este tema han escrito páginas muy bellas también autores protestantes como J.J. Von Allmen 120: la Eucaristía como revelación de los límites y de la plenitud de la Iglesia. Estamos en la feliz convergencia de una eclesiología que encuentra su raíz sacramental en la Eucaristía. Como ha escrito J. Ratzinger: «Se podría definir brevemente la Iglesia como Pueblo de Dios en virtud del Cuerpo de Cristo», en el sentido de que «el nuevo pueblo recibe de la Cena del Señor su propia realidad» 121.

            Es de nuevo la Eucaristía la que hace la Iglesia, volviendo así a la mejor comprensión del misterio como realizado por Jesús en la Cena y en la cruz y como ha sido proclamado por Pablo.

            Este filón teológico-espiritual, sin duda, deberá ser de nuevo, estudiado y desarrollado mejor, pero ya poseemos algunas líneas seguras de doctrina en el más reciente Magisterio eclesial.

 

II. ENSEÑANZAS DEL MAGISTERIO

 

            Una nueva sensibilidad en la presentación del misterio eucarístico aparece en los documentos del Vaticano II. En la LG 3 ya se afirma: «Con el sacramento del pan eucarístico, se representa y produce la unidad de los fieles». La relación Eucaristía-Cuerpo místico está claramente expresada en el n. 7: «En la fracción del pan eucarístico participando nosotros realmente en el cuerpo del Señor, somos elevados a la comunión con él y entre nosotros». De nuevo en el n. 11 se dice: «Alimentándose del cuerpo de Cristo en la asamblea santa, muestran concretamente la unidad del pueblo de Dios, que es felizmente expresada y admirablemente producida por este augustísimo sacramento».

            Esta presencia eucarística de Cristo en todas las legítimas asambleas de los fieles, bajo la presidencia del obispo y en comunión de fe y de amor, hace la Iglesia local en su más simple expresión, incluso en una comunidad «pobre, pequeña, dispersa», pero que posee la presencia de Cristo «por virtud del cual se recoge la Iglesia una, santa, católica y apostólica».

            En efecto, «nuestra participación en el cuerpo y la sangre de Cristo no tiende a otra cosa que a transformarnos en lo que recibimos, a hacernos revestir en todo, en el cuerpo y en el espíritu, de Aquél en el cual hemos muerto, hemos sido sepultados y hemos resucitado» 122. En el mismo número de la LG se afirma con la cita de un texto de la liturgia hispano-mozárabe, a propósito de la Cena del Señor «a fin de que por medio de la carne y de la sangre del Señor esté estrechamente unida toda la fraternidad del cuerpo» 123.

            Estamos en el centro de una eclesiología eucarística que el Concilio presenta también con estos efectos y estos compromisos: «No es posible que se forme una comunidad cristiana si no teniendo como raíz y fundamento la celebración de la santa Eucaristía, de la cual, por lo tanto, debe empezar cualquier educación tendente a formar el espíritu de comunidad. Y la celebración eucarística, a su vez, para ser plena y sincera debe avanzar tanto en las diversas obras de caridad y en la recíproca ayuda, como en la acción misionera y en las diferentes formas de testimonio cristiano» 124.

            Juan Pablo II en la Carta Dominicae Coenae ha puesto de relieve este semblante desarrollando nuevamente algunos aspectos novedosos de la reflexión teológica y de la espiritualidad eucarística como la relación entre la Eucaristía y la caridad, el prójimo y la existencia cotidiana.

            Tomando como base estas enseñanzas podemos recordar ahora algunos aspectos sistemáticos que ponen de relieve la relación con la Eucaristía como comunión con Cristo en la Iglesia.

            El Catecismo de la Iglesia católica reserva una bella disertación al tema del «banquete pascual» (nn. 1382-1405). Es, por lo tanto, obligado referirse a algunos de los puntos doctrinales en cada uno de los argumentos que seguirán 125.

 

III. INVESTIGACIONES TEOLÓGICAS

 

            Pasamos ahora a señalar brevemente algunos aspectos de la Eucaristía como comunión con Cristo, don del Espíritu y comunión con los hermanos en la Iglesia.

 

1. La Eucaristía comunión con Cristo: riqueza de aspectos y compromisos

 

            La Eucaristía es el cuerpo y la sangre de Cristo entregados a nosotros como comunión; en ella comemos y bebemos la carne y la sangre de Cristo, nos alimentamos de Él. La gran riqueza de aspectos de esta comunión está, precisamente, en la riqueza misma que es Cristo. En primer lugar, la comunión nos une a Cristo en su misterio pascual y, por lo tanto, a la plenitud de sus misterios; pero Él mismo nos pone en comunión con el Padre que efunde en nosotros el Espíritu Santo, de manera que la Eucaristía es comunión con la Trinidad 126. El aspecto sacramental del alimento y de la bebida sugiere, al mismo tiempo, la vida que él da y la transformación interior en Él; mejor dicho, como dice santo Tomás: «El efecto propio de la Eucaristía es la transformación del hombre en Cristo» 127. La Eucaristía renueva y acrecienta aquella comunión con Cristo iniciada en el bautismo a fin de que Cristo viva en nosotros y nosotros vivamos en Él. Ella tiene también un aspecto esponsal de comunión del Esposo Cristo con la Esposa Iglesia, afirma Teodoreto de Ancyra: «Comiendo los miembros del Esposo y bebiendo su sangre, nosotros cumplimos una unión esponsal» 128.

            Son muchos los textos patrísticos y litúrgicos que evidencian esta gracia crística de la comunión eucarística. Valga para todos la enseñanza de Juan Crisóstomo a propósito de la Eucaristía: «Es el Cuerpo que fue ensangrentado, golpeado por la lanza, por quien brotan las fuentes de salvación, las de la sangre y del agua por toda la tierra. Cristo es levantado de los abismos en una luz fulgurante, y dejando aquí sus rayos, ha accedido hasta el trono celeste. Ahora bien, éste es el cuerpo que él nos da para tener y comer» 129.

            Y cuanto confiesan algunos conocidos himnos de la liturgia latina: Adoro te devote, Ave verum corpus natum...

            Como ha sido ya recordado, a propósito de la relación entre Eucaristía y Penitencia, el primer empeño fundamental de la comunión eucarística es el de una digna preparación. No nos podemos acercar a la Eucaristía conscientes de pecado mortal. Es la constante enseñanza de la Iglesia la que inspirándose en san Pablo (cfr. 1 Co 11, 28) pide a todos examinarse a sí mismos para no comer indignamente el cuerpo del Señor; de hecho, no sería lógico acercarse al banquete de la comunión con Cristo sin haber cumplido el obligado camino de conversión en el sacramento de la penitencia. Sólo en caso de necesidad y no pudiendo confesarse, nos podemos acercar a la comunión, previo el acto de contrición, y con el propósito de acceder cuanto antes a la confesión sacramental 130.

            La comunión con Cristo, puesto que instaura una verdadera «simbiosis» («vive en mí y yo en él»), requiere el compromiso constante de una vida evangélica, a fin de que se pueda vivir en Cristo viviendo como Él. La relación entre el comer la Eucaristía y vivir la Palabra adquiere aquí todas las lógicas consecuencias, especialmente las referentes al precepto de la caridad.

            El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda como primer efecto de la comunión el crecimiento de nuestra comunión con el Señor Resucitado, recordando los textos del evangelio de Juan y un texto eucarístico de la liturgia siro-antioquena (nn. 1391-1392). Además, la comunión nos separa del pecado, cancela los pecados veniales y nos preserva del pecado mortal aunque se distingue la especificidad de la Eucaristía respecto al sacramento de la reconciliación (nn. 1393-1395).

 

2. La Eucaristía comunión con el Espíritu Santo

 

            La comunión eucarística es comunión con y en el Espíritu Santo. Cristo Resucitado comunica a sus discípulos la plenitud del Espíritu que es también el don de la Nueva Alianza en su sangre. Son muchos los textos litúrgicos que subrayan esta relación entre el Espíritu Santo y la liturgia, como don eucarístico. La epiclesis eucarística recuerda también esto: desciende el Espíritu sobre los dones a fin de que se llenen de Espíritu Santo los que comulgan. Recordemos algunos textos patrísticos y litúrgicos.

            Quizás uno de los textos más antiguos que ponen en relación la Eucaristía con la acción y el don del Espíritu Santo es la homilía pascual del Anónimo cuartodecimano, en ella leemos estas palabras: «Éstos son para nosotros los manjares de la sagrada solemnidad, ésta la mesa espiritual, éste el gozo y el alimento inmortal. Nosotros que nos nutrimos del pan bajado del cielo y que bebemos el cáliz que da alegría –como sangre viva y candente que ha recibido la impronta del Espíritu celeste...» 131. En algunos textos de los Padres posteriores tendremos la misma idea que vincula el tema, vino, fuego, sangre, espíritu y caridad.

            S. Efrén el sirio canta en uno de sus himnos: «En tu pan está escondido el Espíritu que no puede ser comido. En tu vino hay un fuego que no puede ser bebido: el Espíritu en tu pan, el fuego en tu vino, maravilla sublime que nuestros labios han bebido...» El Espíritu Santo es el fuego al cual se acerca el que es puro y del cual se aleja quien es disoluto». E Isaac de Antioquía: «Venid a ver, comed la llama que hará de vosotros ángeles de fuego y gustar el sabor del Espíritu» 132.

            Ambrosio de Milán escribe: «La comunión con Cristo es, pues, comunión con el Espíritu. Cada vez que bebéis recibís la remisión de los pecados y os embriagáis del Espíritu» (De Sacramenti, V, 3, 17).

            El don del Espíritu Santo en la Eucaristía tiene un típico valor eclesial. Un autor occidental discípulo de Agustín, Fulgencio de Ruspe, escribe entre otras cosas: «Se dice que el Espíritu viene, mientras es implorado por los fieles, cuando crece y aumenta el don de la caridad y de la humanidad... Por eso la Iglesia santa, mientras pide en el sacrificio del cuerpo y de la sangre de Cristo, que le sea enviado el Espíritu Santo, pide, ciertamente, el don de la caridad con el cual pueda «conservar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (Ef 4, 3) 133... Y con mayor insistencia, estableciendo el paralelismo entre Espíritu Santo y caridad: «Así el Espíritu Santo que concede a la Iglesia la caridad y en ella la conserva, santifica con su poder divino el sacrificio» 134.

            Las epiclesis consagratorias ponen de relieve la acción del Espíritu Santo que llena de sí el pan y el vino, de modo que los que comulgan se nutren del pan espiritual y de la sangre espiritual. En algunas anáforas orientales, entre los gestos de Jesús en la cena se recuerda que él «llenó el cáliz con su Espíritu...» 135.

 

3. La Eucaristía comunión con la Iglesia

 

            La comunión eucarística reclama la unión con los hermanos que participan en la misma mesa eucarística y forman con nosotros la Iglesia-asamblea. Pero la comunión en la Eucaristía extiende nuestra unidad a todos aquéllos que profesan la misma fe y, en la misma unidad bajo los legítimos pastores, forman el único Cuerpo de Cristo. Esta comunión «en las cosas santas» («communio sanctorum») es el vínculo sacramental que hace de toda la Iglesia el único Cuerpo del Señor, unido en el mismo Espíritu.

            Teodoro de Mopsuestia explica así el sentido eclesial de la epiclesis: «El sacerdote pide entonces que venga la gracia del Espíritu Santo sobre todos aquellos que están reunidos, a fin de que cuantos son hechos un solo cuerpo por el sacramento del renacimiento, estén ahora próximos en la unidad del único cuerpo por la participación en el Cuerpo del Señor y unidos en la comunión y en la paz, en el deseo de servirse recíprocamente» (PE 208).

            Uno de los textos más altos sobre la unidad de todos en Cristo y en la Iglesia, mediante la comunión eucarística es obra de Cirilo de Alejandría que comenta así el capítulo 17 de Juan: «Para fundirse en la unidad con Dios y entre nosotros, y para amalgamarnos los unos con los otros, el Hijo unigénito, sabiduría y consejo del Padre, planeó un medio maravilloso: por medio de un solo cuerpo, su propio cuerpo, él santifica a los fieles en la mística comunión, haciéndolos concorpóreos consigo y entre sí» 136. La idea de la concorporeidad y consanguinidad de todos, con Cristo y entre nosotros, es también propia de Cirilo de Jerusalén en su catequesis mistagógica IV (22ª), n. 3.

            Esta conciencia debe avanzar hacia la reconciliación fraterna, hacia la perfecta comunión eclesial en la misma fe y en el amor a los Pastores de la Iglesia, que queda ya expresado con la plegaria por el Papa y los obispos, y por todos los otros componentes de la Iglesia.

            El compromiso de vida eucarística que nace de aquí está precisamente en el vivir en comunión perfecta con la Iglesia, con la conciencia de ser miembros de este Cuerpo.

            El Catecismo de la Iglesia Católica, en un número sintético (n. 1396) recuerda el sentido de la comunión eclesial con el célebre texto de Agustín ya citado arriba 137.

 

4. La Eucaristía y la fraternidad humana

 

            Como ha escrito Juan Pablo II: «El auténtico sentido de la Eucaristía se convierte por sí en escuela de amor activo hacia el prójimo... La Eucaristía nos educa en este amor del modo más profundo; ella demuestra, en efecto, el valor que tiene a los ojos de Dios cada hombre, nuestro hermano y hermana, así se ofrece Cristo a sí mismo de igual modo a cada uno, bajo las especies del pan y del vino. Si nuestro culto eucarístico es auténtico, debe hacer crecer en nosotros la conciencia de la dignidad de cada hombre. La conciencia de esta dignidad se convierte en el motivo más profundo de nuestra relación con el prójimo» (Dominicae Coenae n. 6 y 4-7).

            En la antigüedad cristiana la Eucaristía ha sido el centro de una vasta sociabilidad sin fronteras que ha dispuesto a la creación de una verdadera y propia vida social de ayuda, asistencia y promoción que nacía del altar eucarístico. Hoy de nuevo, la Eucaristía educa en el diálogo, en el servicio, y debe traducirse en una vida social que invita a la condivisión de los bienes y extiende la caridad a nuevas iniciativas inspiradas por el mismo movimiento de ofrenda y de don que es el de la Eucaristía.

            Podemos decir con un teólogo ortodoxo: «La liturgia eucarística, siendo fundamentalmente una adoración y una ofrenda, es también una reestructuración activa y responsable del mundo por parte de los cristianos; ella tiene una dimensión fundamentalmente política. Puede restaurar el tiempo, el espacio, las relaciones de las personas humanas entre sí y la relación del ser humano con la naturaleza. Su carácter eucarístico, es decir, la capacidad de recibir la vida, los otros, los frutos de nuestro trabajo, la naturaleza, al igual que los dones, la capacidad de ofrecerlos recíprocamente y de ofrecerlos al mismo tiempo a Dios... en la alegría y en la gratuidad, es diametralmente opuesto al modo egoísta según el cual se organiza nuestra civilización de consumo» 138.

            Los cristianos, pues, son invitados por la Eucaristía a instaurar una civilización del amor que se inspire en el mismo modo de celebrar, uniendo la adoración y la condivisión y difundiendo por todas partes la paz de Cristo.

            También en este punto el Catecismo (n. 1397) recuerda cómo la Eucaristía nos compromete en las relaciones con los pobres, citando un bello texto del gran Doctor de la fraternidad eucarística, Juan Crisóstomo.

 

            Bibliografía:

            Para la antigüedad cristiana

A. Hamman, Vita liturgica e vita sociale, Jaca Book Milano 1971.

• Para la actualidad se puede citar el bello documento de la Conferencia Episcopal Italiana, Eucaristia comunione e comunità, Roma 1983, especialmente los nn. 34-55.

Son muchos los estudios sobre una ética que nace de la celebración y desde la experiencia eucarística. cfr. por ejemplo, el pensamiento de un ortodoxo:

C. Yannaras, La libertà dell’ethos. Alle radici della crisi morale in Occidente, Dehoniane, Bolonia 1984; y las orientaciones de

Ph. J. Rosato, Linee fondamentali e sistematiche per una teologia etica del culto, en Aa. Vv. Liturgia. Etica della religiosità,. Curso de Moral, v. 5, Queriniana, Brescia 1986, pp. 11- 70.

cfr. también nuestro artículo:

Eucaristia, pane della pace, en Aa. Vv., Sul monte la pace, Teresianum, 1990, pp. 151-174.

cfr. también el documento de base para El XLVI Congreso Eucarístico Internacional celebrado en Wroclaw, Polonia, mayo de 1997: Eucaristia e libertà, con mi presentación: L’Eucaristia sorgente di libertà, Centro eucarístico de Ponteranica 1997.

 

5. La Eucaristía en dimensión escatológica

 

            La Eucaristía reclama enérgicamente la dimensión escatológica de la vida cristiana. Es comunión con el Cristo de la gloria, prenda de vida eterna y de resurrección corporal. Y celebrada «hasta que Él venga» comunica una plenitud de gracia que solamente podrá tener una realización en la vida eterna. Ella es, en efecto, la «prenda de la gloria futura». En esta perspectiva escatológica queremos hacer alusión a tres dimensiones conectadas con el misterio de la comunión con Cristo y con los hermanos.

            Este aspecto escatológico está presente en el Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 1402-1405) con una serie de enseñanzas bíblicas: el pan eucarístico es prenda de vida futura, es experiencia del «Marana-tha», anticipación del banquete eterno, esperanza de la vida eterna.

 

Eucaristía y comunión de los santos

 

            En la celebración de la Eucaristía y en la comunión entramos en comunión con los santos de la gloria a través de la presencia de Cristo. Así se expresa claramente la fe de la Iglesia en las plegarias eucarísticas en las cuales se afirma la comunión con la Virgen María y los santos y se invoca su intercesión (cfr. SC 8; LG 50 y 51). Esta comunión se extiende a una intercesión para la salvación eterna de los difuntos, incluyendo a aquéllos cuya fe sólo Dios ha podido conocer.

            Esta comunión es ya un signo, una anticipación de la gloria prometida, y nos viene dada en Cristo: «concédenos a nosotros tus hijos... obtener la heredad de tu reino, donde con todas las criaturas, liberadas de la corrupción y de la muerte, cantaremos tu gloria» 139.

 

Eucaristía y glorificación final

 

            La comunión en Cristo por medio de los signos de su cuerpo y de su sangre que tocan al hombre en su corporeidad, es la garantía de aquella resurrección corporal que Jesús mismo ha prometido a quien come su carne 140. Los Padres Apostólicos, especialmente Ignacio, Justino e Ireneo, han subrayado este misterio de la comunión con Aquél que es inmortal y que ha prometido la resurrección también a nuestros cuerpos.

            La Eucaristía es «el único pan que es fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte, alimento de vida eterna en Jesucristo» 141. «De este alimento la sangre y nuestras carnes se nutren en vistas a la transformación» 142.

            «Nuestros cuerpos nutridos por la Eucaristía, depositados en la tierra y disueltos, resurgirán a su tiempo... Nuestros cuerpos que reciben la Eucaristía, por eso mismo, no son ya corruptibles, porque tienen en sí la esperanza de la resurrección...» 143.

            El concilio Vaticano II habla de esto indirectamente en la Lumen gentium 48 afirmando que Cristo se une a los fieles «con el alimento del propio cuerpo y de la propia sangre, para hacerlos partícipes de su vida gloriosa».

            Cada comunión eucarística deposita en nuestros cuerpos las semillas de la incorrupción y hace de nuestros cuerpos, también después de la muerte, semillas que no mueren, sino que esperan la futura resurrección. Como ha escrito Chiara Lubich en una bella y original intuición teológica: «Se podría decir que en virtud del pan eucarístico el hombre se convierte en “Eucaristía” para el universo, en el sentido de que está con Cristo, germen de transfiguración del universo. En efecto, si la Eucaristía es causa de la resurrección del hombre, ¿no puede ser que el cuerpo del hombre, divinizado por la Eucaristía, esté destinado a corromperse bajo tierra para concurrir a la renovación del cosmos? ¿No podemos decir que después de muertos somos nosotros, con Jesús, la Eucaristía de la tierra? La tierra nos come como nosotros comemos la Eucaristía: por lo tanto, no para transformarnos a nosotros en tierra, sino a la tierra en «cielos nuevos y tierras nuevas». Es fascinante pensar que los cuerpos de nuestros muertos cristianos tienen el papel de colaborar con Dios en la transformación del cosmos» 144.

 

Los nuevos cielos y la nueva tierra

 

            La Eucaristía en cuanto cuerpo y sangre del Señor resucitado es ya el anuncio de la «Pascua del universo» de aquella transformación misteriosa de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva. El Vaticano II en la GS 38-39 pone de relieve la continuidad de nuestra actividad humana con el misterio de la gloria y la espera de las promesas escatológicas. Y habla de la Eucaristía en estos términos: «Un signo de esta esperanza y un viático para el camino lo ha dejado el Señor a los suyos en aquel sacramento de fe en el cual los elementos naturales, cultivados por el hombre, se transforman en su cuerpo y sangre gloriosas, como banquete de comunión fraterna y pregustación del convite del cielo».

            Una plegaria eucarística de la Iglesia retoma estos conceptos y hace alusión al Reino donde todas las criaturas «serán liberadas de la corrupción y de la muerte». La Eucaristía, nueva creación, es ya desde esta vida la prenda y la anticipación de la plenitud de novedad del Cristo resucitado que viene a nuestro encuentro para hacernos partícipes de la vida inmortal 145.

 

6. Síntesis de fe y de vida

 

            En la comunión eucarística, cada día, la Iglesia y los cristianos actualizan el mandato de Cristo: «Haced esto en memoria mía». El sacrificio y la presencia de Cristo se hacen de la Iglesia a través de la comunión eucarística en la cual se realiza la unión nupcial entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa. Porque Cristo se da a la Iglesia en su cuerpo y en su sangre y la Iglesia es verdadero Cuerpo de Cristo. Podemos traducir en palabras el gesto inefable de la comunión eucarística. Cristo dándose a su Iglesia, parece decir: «Te doy mi cuerpo para que tú seas mi Cuerpo; te doy mi sangre para que vivas de mí y como yo». A su vez la Iglesia entregándose a Cristo en la comunión parece decir: «Te ofrezco mi vida, toda mi corporeidad, para que tú puedas vivir en mí». Éste es el cambio cotidiano que hace la Iglesia Cuerpo místico de Cristo, continuamente renovado y «rejuvenecido» por la efusión del Espíritu que los Padres de la Iglesia ven efundido en el cáliz de la sangre eucarística y en el cuerpo eucarístico del Señor.

            A este Cuerpo de Cristo resucitado se incorporan día tras día todos los fieles que acceden a la Eucaristía a fin de que en ellos se realice aquella transformación que Agustín describía con estas palabras: «La fuerza de este alimento es la de producir la unidad, a fin de que reducidos a ser el Cuerpo de Cristo» convertidos en sus miembros, seamos aquello que recibimos» 146; es la misma convicción de León Magno en el texto ya citado: «la Eucaristía no hace otra cosa más que cambiarnos en lo que recibimos» 147.

            La Eucaristía es, de nuevo según las palabras de Agustín, «sacramento de la piedad, signo de la unidad, vínculo de caridad» 148. Ella realiza el misterio de la unidad entre todos que es, según la plegaria de Jesús y la teología de Pablo, el fin del sacrificio de la cruz. Como dice Chiara Lubich: «Uniendo los cristianos mediante la Eucaristía a sí mismos y entre sí en un único cuerpo, que es el suyo, da la vida a la Iglesia en su esencia más profunda: cuerpo de Cristo, fraternidad, unidad, vida, comunión con Dios» 149.

 

 

APÉNDICE: EUCARISTÍA, DIÁLOGO ECUMÉNICO, INTERCOMUNIÓN

 

            Ante el misterio de la Eucaristía, el Catecismo de la Iglesia Católica, después de haber recordado el texto ya citado de Agustín («O sacramentum pietatis...») exclama:

            «Cuanto más dolorosamente se hacen sentir las divisiones de la Iglesia que impiden la común participación en la mesa del Señor, tanto más apremiantes son las plegarias al Señor para que vuelvan los días de la plena unidad de todos aquellos que creen en él» (n. 1398).

            Esta paradoja, la Eucaristía fuente de unidad y signo actual de división, nos introduce en el tema del diálogo ecuménico en torno a la Eucaristía.

 

1. Diálogos teológicos

 

            Por ser la Eucaristía el signo y la causa de la unidad, el misterio eucarístico es hoy la manifestación concreta de la división de los cristianos, por el simple hecho de que no todos los cristianos pueden participar en la única Eucaristía.

            Diversos factores comprometen esta dolorosa realidad. La no posibilidad actual de comulgar en el mismo cáliz y en la misma Eucaristía entre católicos y ortodoxos, viene del hecho de que, aunque teniendo una misma fe eucarística, aquella fe indivisa del primer milenio de la Iglesia, diversas son hoy las concepciones respecto a la Iglesia y a su constitución. El profundo vínculo entre Iglesia y Eucaristía, manifestación de la unidad en la fe y en la vida y comunión en la misma Eucaristía, impiden hoy una recíproca comunión eucarística y empujan enérgicamente a la búsqueda de una unidad que permita poder compartir el mismo altar y el mismo cáliz (cfr. UR 15 y 22).

            Más allá de las divergencias en el campo eclesiológico con otras Confesiones cristianas, por diversos motivos, somos divergentes en la fe eucarística. Para algunas Iglesias se trata de una concepción diversa del ministerio ordenado y de su necesidad para la válida celebración del misterio eucarístico. Sólo en la sucesión apostólica y en el ministerio sacerdotal se tiene una válida Eucaristía, según la doctrina de la Iglesia católica. Además, en las Confesiones surgidas de la Reforma y también en la Comunión Anglicana, no se tiene una clara afirmación de la realidad de la Eucaristía y de su sentido sacrificial, como son creídos por la Iglesia Católica y Ortodoxa, a pesar de los recientes intentos de acercamiento a las posiciones doctrinales de la Iglesia Católica.

            Pero a pesar de todo, en nuestro tiempo han sido notables los esfuerzos puestos en marcha en las Iglesias para una mejor comprensión y formulación de la fe eucarística, tanto por parte de autores individuales, como por parte de grupos de diálogo oficial a nivel de Iglesias, como en documentos de grupos interconfesionales más o menos oficiales. En el campo de las Iglesias de la Reforma es necesario reconocer el esfuerzo cumplido por algunos autores para una plena recuperación de la doctrina eucarística tradicional de la Iglesia primitiva a nivel bíblico, patrístico, litúrgico y teológico.

            En el campo del diálogo oficial con los diversos grupos, Iglesias y comunidades cristianas, es notable el esfuerzo cumplido por la Comisión oficial mixta católico-anglicana sobre la Eucaristía (ARCIC I) con un notable acercamiento sobre el tema de la presencia, de la transustanciación y del sacrificio-memorial. Pero el último juicio de la Iglesia católica pone de relieve que no todas las dudas han desaparecido.

            Entre los autores protestantes que han contribuido mucho a la mejor comprensión de la Eucaristía citamos en particular a J. Jeremías, J.J. Von Allmen, Max Thurian (antes de hacerse católico), J. De Wateville, cuyas obras hemos citado ya durante el curso de nuestro estudio.

            Otros diálogos sobre el argumento son aquéllos entre católicos y protestantes del área centroeuropea recogidos en 1971 en el Documento de Combes y publicados bajo el título interrogativo: ¿Hacia una misma fe eucarística?, Taizé 1972.

            En los Estados Unidos han sido diversos los documentos de diálogo sobre la Eucaristía entre católicos y luteranos. El último fruto de diálogo intereclesial prometido por el Consejo ecuménico de las Iglesias es la formulación de la doctrina bíblica y teológica sobre la Eucaristía en el Documento de Lima sobre el Bautismo, Eucaristía y Ministerio (BEM).

            A pesar de las convergencias, al menos verbales, en la síntesis bíblica sobre la Eucaristía y en el lenguaje litúrgico de la celebración, notables divergencias separan todavía las Iglesias de la Reforma, en la interpretación y el alcance de la presencia real y del sacrificio eucarístico, de las posiciones de la Iglesia católica y de las Iglesias ortodoxas. Divergencias que crean incomodidad y que plantean el problema teológico de una fe que a pesar de proponerse con idénticas fórmulas verbales se mantiene distinta en la afirmación de los contenidos de esta fe y en la dimensión real del hecho de la presencia y del sacrificio eucarístico. Estas diferencias se han agravado después por el hecho de no encontrar una convergencia doctrinal sobre el tema del ministerio ordenado, sobre el concepto de la sucesión apostólica y sobre la constitución jerárquica de la Iglesia.

 

2. Intercomunión eucarística

 

            En estas condiciones de diálogo teológico, la participación común en la Eucaristía, por muchos deseada como signo de unidad, es posible solamente en ciertas situaciones que implican a los individuos singulares y no a las comunidades eclesiales como tales, según las posiciones oficiales de las diversas Iglesias.

            Mientras la participación común en la Eucaristía y la misma «concelebración» de la Cena son comúnmente admitidas entre las confesiones protestantes, comprendida la Comunión Anglicana, la Iglesia católica y especialmente las Iglesias ortodoxas se sitúan en posiciones rígidas, es decir, de absoluta negación de un determinado modo de celebrar la Eucaristía con ministros de las otras Iglesias y también entre ortodoxos y católicos.

            La Iglesia ortodoxa ha confirmado recientemente la oposición también a la hospitalidad eucarística para cristianos individuales de otras confesiones, comprendidos los católicos. El mismo Patriarcado ortodoxo de Moscú que había concedido la «reciprocidad» de la comunión eucarística hacia la Iglesia católica en el caso en que los fieles católicos en caso de necesidad quisieran acercarse a la comunión, ha vuelto a sus rígidas posiciones de absoluta negación.

            La Iglesia católica prohíbe a sus miembros la participación eucarística mediante la comunión en las otras Iglesias. Solamente en caso de necesidad autoriza a los propios fieles a acceder a la Eucaristía en las Iglesias en que ésta es considerada válida, es decir, prácticamente en las Iglesias ortodoxas. A su vez en caso de necesidad admite a la comunión eucarística a los fieles de las Iglesias orientales que no tienen comunión con la Iglesia católica, en caso de que «lo pidan espontáneamente y estén bien dispuestos»; «esto vale para los miembros de las otras Iglesias las cuales, a juicio de la Sede Apostólica, en relación con los sacramentos en cuestión (en este caso la Eucaristía) se encuentren en la misma condición que las Iglesias orientales». Los otros cristianos, sin embargo, a juicio del obispo o de la Conferencia Episcopal, pueden recibir en determinados casos de necesidad la Eucaristía, a condición de que manifiesten la fe católica sobre este misterio y estén bien dispuestos 150.

            El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda, en síntesis, la posición de la Iglesia respecto a la intercomunión (nn. 1399-141).

            La Eucaristía queda así en el centro mismo de la unidad de la Iglesia como condena de las divisiones en el Cuerpo de Cristo y como estímulo de la búsqueda de aquella unidad «católica», plena y perfecta, en la fe y en la vida, vivida por la Iglesia en los diez primeros siglos de su existencia, pero con las fisuras e imperfecciones de aquel tiempo. Renunciar a esta tensión hacia la plena unidad, sobrepasando las etapas de una paciente búsqueda de la verdad y del amor, sería renunciar al sentido pleno de la Eucaristía como causa y signo de la plenitud de la unidad eclesial según el querer de Cristo.

 

3. Eclesiología eucarística

 

            Hay también una cuestión teológica importante a la cual no podemos dejar de aludir: la eclesiología eucarística. Se trata de un tema importante sobre el cual se ha alcanzado un cierto entendimiento entre católicos y ortodoxos con el Documento de Mónaco de 1982. Sin embargo, las posiciones han sido muy diversas por el hecho de la diversa eclesiología católica y ortodoxa; la primera fundada sobre la comunión en torno al primado de Pedro y la segunda fundada en torno al principio episcopal y a la comunión entre las iglesias a nivel episcopal.

            Para la Iglesia católica la eclesiología eucarística supone, a la vez, la plenitud de la Eucaristía y la plenitud de estar el Cuerpo del Señor en la Iglesia católica en la cual «subsistit» la Iglesia de Cristo. La Eucaristía hace la Iglesia en su unidad jerárquica y, por lo tanto, en la comunión con el Papa y los Obispos 151.

            Diferente es la posición de las Iglesias ortodoxas y de modo especial de algunos teólogos, como N. Affanassiev y J. Ziziuolas. Según el pensamiento de N. Affanassiev respecto al sentido de la eclesiología eucarística la Iglesia local se funda en torno al Obispo 152. Más abierto y articulado es el pensamiento del máximo representante actual de la eclesiología ortodoxa, el metropolita, J. Zizioulas 153.

 

            Bibliografía:

            Para las posiciones en la época del concilio Vaticano II:

J. Castellano, La presencia real en clima ecuménico, en «Ephemerides Carmeliticae» 19 (1968) pp. 354-372.

Para una puntualización crítica sobre el tema cfr.

B. Gherardini, Eucaristia ed ecumenismo, en A. Piolanti, Il Mistero eucaristico, o.c., pp. 631-661.

Entre los otros documentos cfr. Documento di Windsor sull’Eucaristia del 1971.

Aa.Vv. Eucaristia. Sfida alle Chiese divise, Messaggero, Padua 1984.

G.J. Bekes, Eucaristia e Chiesa. Ricerca dell’unità nel dialogo ecumenico, Casale Monferrato, Piemme 1985.

Sobre el diálogo entre católicos y luteranos cfr.

K.W. Irwin, American Lutherans and Roman Catholics in dialogue on the Eucharist; a methodological critic and proposal, Studia Anselmiana n. 76, Roma 1979.

Respecto al Documento de Lima está, por ahora, siendo contrastado por parte de las diversas Iglesias. Se necesita esperar al resultado concreto de la consulta para ver cuáles son los verdaderos puntos de convergencia en torno a los temas fundamentales de la fe eucarística. Una valoración del Documento desde el punto de vista eucarístico en

Ha Sun Ho, La riflessione teologica sull’Eucaristia, alla luce del documento di Lima “BEM”, P.U.U, Roma, 1991.

Sobre el problema teológico de la intercomunión se puede consultar la obra en colaboración entre teólogos de diversas denominaciones Vers l’intercommunion, Mame, París 1970; para una puesta al día:

G. Wainwright, Eucaristia, en Dizionario di movimento ecumenico, EDB, Bolonia 1994, pp. 505-509.

Todos los documentos del diálogo ecuménico se encuentran en la edición completa: Enchiridio Oecumenicum, Ed Dehoniane, I, Bolonia 1986, II, 1988. Para una exposición y un balance cfr.

B. Sesboüé, Pour une théologie oecuménique, Cerf, París 1990, pp. 189-243.

P. Mc-Patlan, The Eucharist makes the Church. Henri de Lubac and John Zizioulas in dialoge, T&T Clark, Edimburgo 1993.

Jaume Fontbona i Missé, Comunión y sinodalidad. La eclesiología eucarística después de N. Afanassiev en I. Ziziuolas y J.M.R. Tillard, Herder, Barcelona 1994; en breve en su artículo: La eclesiología eucarística en Oriente y Occidente, en «Phase» 35 (1995) pp. 209-217.

 

CONCLUSIÓN: EUCARISTÍA Y VIDA

 

            La Eucaristía es vida. Su celebración está en el centro de la existencia cristiana, como subrayan hoy, conscientemente, los mejores exegetas de textos eucarísticos. Por eso como conclusión de nuestras reflexiones teológicas sobre la Eucaristía queremos proponer algunas consideraciones teológico-espirituales que nos permitan captar, al mismo tiempo, la plenitud de la experiencia eucarística, sus límites y sus obligados compromisos.

            Cuanto aquí queremos decir reproduce de algún modo temas ya tratados, pero los propone de nuevo con la urgencia de una teología para celebrar y vivir. Desde estas perspectivas me parece que podemos encontrar las indicaciones más sugestivas de la pastoral eucarística de hoy que se orienta precisamente hacia una eclesiología eucarística, para una Iglesia que de la Eucaristía toma las directrices para ser en el mundo sacramento universal de salvación.

 

I. EUCARISTÍA, PLENITUD DE VIDA

 

            La celebración eucarística realiza la plenitud de la vida eclesial en la cual converge la revelación de Dios y la manifestación de la plena humanidad de la Iglesia. En estas tres dimensiones encontramos esta plenitud de vida: la Trinidad, la Iglesia y la humanidad.

 

1. Plenitud de comunión con la Trinidad

 

            Si, según la frase de Orígenes, la Iglesia es la «plenitud de la Trinidad», es preciso afirmar que esto se realiza en la Eucaristía. Aquí tenemos la máxima revelación y comunicación de Dios, la punta máxima de las relaciones de la Iglesia con su fuente, su modelo y su meta. El carácter trinitario de la plegaria eucarística desvela el sentido trinitario de la Eucaristía: del Padre, por Cristo en el Espíritu Santo.

 

            Plenitud de la revelación y comunicación del PADRE. La Eucaristía es el don del Padre, síntesis de todas las maravillas de la historia de la salvación que de Él provienen, fuente de aquella vida que el pan de vida nos comunica. La Eucaristía es una plegaria filial y una acción paterna de Dios. La plegaria expresa de manera ascendente, hacia Dios Padre, cuanto se da de manera descendente, del Padre hacia nosotros.

 

            Plenitud de CRISTO. La Eucaristía es la presencia de Cristo en su misterio pascual, como sacerdote y víctima, don de Dios a los hombres, don de los hombres a Dios. En el Cristo de la gloria tenemos la síntesis de los «misterios de la carne de Cristo». En la Eucaristía se tiene la máxima presencia de Cristo en la Iglesia a nivel de significado, de eficacia y de densidad ontológica. La comunión con Él a través de los elementos terrestres del pan y del vino y de nuestra corporeidad, están para indicar el realismo de la presencia y de la salvación en la cual están ya implicados nuestros cuerpos y los elementos de la naturaleza.

 

            Plenitud pentecostal del ESPÍRITU SANTO. La Iglesia que ora y actúa «en el Espíritu Santo», pide y obtiene este don de Cristo que transforma el pan y el vino y reúne a la Iglesia en la unidad del único Cuerpo eclesial. El sacerdote que ora y consagra lo hace «en la persona de Cristo y en virtud del Espíritu Santo». La Eucaristía, cuerpo glorioso de Cristo, está llena del Espíritu Santo que lo vivifica y es vivificante (cfr. PO 5). El Señor es la fuente del Espíritu; con la comunión se renueva la efusión de este don que sucedió sobre la cruz en el día de Pascua, según Juan y en el día de Pentecostés, según Lucas. El Espíritu del Resucitado es aquél que hace la Iglesia y produce «comunión». La Eucaristía aparece así como la experiencia de la máxima comunión a nivel vertical y horizontal, como una imagen viva de la Trinidad. La Iglesia eucarística es Iglesia trinitaria, hecha a imagen de aquella misteriosa comunión de personas en la única naturaleza. También nosotros «aun siendo muchos, somos un solo cuerpo». Si Tertuliano dijo que la Iglesia es «el cuerpo de los Tres», este principio se realiza en el misterio eucarístico. Unidos en la misma vida divina, cada uno conserva su rostro, su irrepetible personalidad. Por eso la Eucaristía no cancela si no aquello que es contrario a la unidad del amor; deja subsistir todas aquellas diferencias de vocación, edad, cultura y carismas que enriquecen la Iglesia... En una Iglesia que vive la comunión efectiva y afectiva resplandece, por la Eucaristía, el rostro de Dios uno-trino.

 

2. Plenitud de vida eclesial

 

            Como ya hemos subrayado, si la Eucaristía hace la Iglesia, es aquí donde tenemos la máxima experiencia de la comunión con Cristo y entre nosotros que es la esencia misma de la Iglesia. A nivel de signo la Iglesia nunca se parece tanto a sí misma en cuanto pueblo, cuerpo, familia, esposa, templo... como cuando celebra la Eucaristía. Pero nunca posee con tanta intensidad a Cristo y su Espíritu como cuando celebra el misterio eucarístico.

            Esto es verdad en la realidad de la Iglesia universal y en la concreción de la Iglesia particular y local. Por eso, una Iglesia eucarística debe hacer resplandecer las notas de la Iglesia: unidad y santidad, apostolicidad y catolicidad. La comunión visible con el obispo y con el Papa, expresada en la plegaria y con el affectus communionis in caritate, in oboedientia et in unitate, hasta en la disciplina que regula la celebración, es un signo de comunión efectiva que revela la Iglesia apostólica.

 

3. Plenitud de humanidad

 

            La Eucaristía, lo hemos dicho, revela a la Iglesia como nueva humanidad, renovada por Cristo y por su Espíritu. El compromiso de vivir según el Evangelio proclamado es el signo de una «humanización evangélica».

            Pero la misma asamblea ofrece un rostro humanísimo de una Iglesia de hermanos unidos en la variedad de las personas, de las edades y de las condiciones sociales. Las personas son valoradas y reclamadas a una conversión del corazón en la mutua caridad. La acogida, el signo de la paz, el canto que une, el sentido de la fiesta, la llamada de nuevo al compromiso, la presentación de los dones de la tierra y el compartir los bienes son, entre otros, signos de una plenitud de humanidad.

 

II. LOS LÍMITES DE LA EXPERIENCIA EUCARÍSTICA: «YA» Y «TODAVÍA-NO»

 

            La gozosa experiencia de plenitud no nos debe hacer olvidar los muchos límites de nuestra Eucaristía. La celebración del misterio pascual nos remite inexorablemente a su cumplimiento, al día de «su venida» definitiva. Se vive, pues, en toda celebración el «ya y todavía-no» de la escatología que acrecienta la esperanza y el deseo de la venida de Cristo. No se olvide que es en lo interno de la celebración donde brota del corazón de la Iglesia Esposa, bajo el impulso del Espíritu, el «Marana-thà», como grito impaciente después de cada encuentro con Cristo que ha dejado casi una herida en el corazón de la Iglesia. Pero allí está también el «todavía-no» de la historia, es decir, la experiencia no total de ser Iglesia eucarística por parte de los fieles por diversas razones.

 

1. El «todavía-no» de la Iglesia eucarística

 

            Podría ser ilustrado este todavía-no de la Iglesia eucarística con algunas pinceladas provocadoras:

 

            Todavía no reflejamos en nuestra experiencia de Iglesia eucarística, el verdadero rostro eucarístico, por falta de vida de fe y de caridad, por ignorancia del misterio que celebramos, por incoherencias con la lógica de la Eucaristía, por la falta de conversión al misterio pascual y a sus exigencias. Y claro que nosotros limitamos por nuestra parte los efectos de la Eucaristía que dependen de nuestra libre acogida; por eso, el encuentro cotidiano en la mesa eucarística nos permite ser renovados constantemente en el misterio pascual. Tenemos necesidad de la Eucaristía para no resignarnos a la mediocridad de nuestra experiencia cristiana en la Iglesia.

 

            Todavía-no todos los hijos de Dios que son invitados a la salvación y a la comunión se sientan a la mesa eucarística. Cada celebración nos permite verificar cuántos sitios están todavía vacíos y cuántos hermanos faltan a la llamada, o porque todavía no conocen el Evangelio de la Eucaristía o porque conscientemente lo rechazan, o bien porque sigue siendo para ellos indiferente.

 

            Todavía-no todas las Iglesias que celebran la Eucaristía han alcanzado la unidad visible que la Eucaristía quiere formar en una comunión orgánica.

 

            Todavía-no vivimos en la historia lo que sacramentalmente expresamos en la Eucaristía. De la celebración a la vida, poco a poco se desfigura el rostro eucarístico de la Iglesia, hasta hacerse irreconocible en los individuos y en la comunidad cristiana el hecho de que hayan celebrado el misterio y se hayan encontrado con Cristo. Por eso tenemos necesidad de configurarnos a la Eucaristía cada día porque cada día se desfigura en nosotros el rostro eucarístico de la Iglesia.

 

2. Celebrar y proclamar la esperanza

 

            También en la experiencia de tantos límites, la Iglesia celebra sin cambios de opinión su esperanza y se proyecta hacia el futuro prometido:

            Confiesa la comunión con los santos y la esperanza de reunirse con ellos en la gloria.

            Espera la resurrección corporal prometida por el pan que da la vida eterna; reconoce que la Eucaristía deja en nuestros cuerpos semillas de resurrección que florecen tras el misterioso período de la muerte y de la sepultura en la novedad de cuerpos resucitados.

            Proclama, casi hasta el límite de la utopía, la esperanza de los Cielos nuevos y de la Tierra nueva que la transformación eucarística prefigura en una «Pascua del universo» (cfr. GS 38-39).

 

III. LOS COMPROMISOS DE VIDA EUCARÍSTICA

 

            Entre el «ya y el todavía-no», entre la plenitud y los límites, despuntan los compromisos de la Eucaristía y la Iglesia vive cotidianamente la celebración del misterio eucarístico, como realidad y esperanza.

 

1. Una misteriosa eficacia que no depende de nuestro empeño

 

            Hoy estamos tentados de medir la eficacia de la Eucaristía con el metro de nuestro compromiso, de hacer depender los frutos de la celebración de nuestra acogida, de proporcionar el opus operantis Christi con el opus operantis Ecclesiae en el sentido que hoy tiene esta fórmula: la libre adhesión y respuesta de la Iglesia.

            En Cristo, primogénito de toda criatura, en la Iglesia que es sacramento universal de salvación, la Eucaristía tiene una eficacia y un valor que están confiados a la plegaria misma de Cristo y superan las experiencias limitadas y constatables de la Iglesia celebrante.

            Un cambio misterioso se da entre el cielo y la tierra en cada Eucaristía, una penetración de lo divino se insinúa en nuestro mundo en todo altar. Las actitudes de alabanza y de acción de gracias, la súplica para la venida del Espíritu, la ofrenda y la intercesión tienen una eficacia cierta aunque misteriosa, con la misma eficacia del misterio pascual. Cristo no vuelve al Padre, valga la expresión, con las manos vacías. Remite al Padre la oblación de toda la humanidad de la cual la Iglesia es voz y sacramento. Por eso la Eucaristía no es extraña a nuestro mundo, también a lo que queda indiferente, como no es indiferente al mundo Cristo y su misterio de redención.

 

2. El compromiso de la evangelización

 

            De la Eucaristía nace un empeño de evangelización con todas sus consecuencias: anuncio gozoso de la resurrección del Señor y de la salvación, preparado por la preevangelización del testimonio, profundizado en la catequesis, hecho eficaz y significativo con las obras evangélicas y con el testimonio de la unidad de los creyentes en Cristo y de la caridad: «a fin de que el mundo crea».

 

3. El testimonio de vida eucarística

 

            Los gestos sacramentales de la celebración, de la palabra a la plegaria y de la ofrenda a la comunión, piden una lógica continuidad en una vida que podamos definir eucarística. El Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, ofrece a la Eucaristía su corporeidad para una penetración en la historia y en la vida. En las palabras y en los gestos de los cristianos el Cristo de la Eucaristía prolonga su presencia, si estos son conformes al estilo mismo del Evangelio. Al contrario, en los gestos de justicia, de lealtad, de solidaridad, de servicio, hechos con la animación interior del Espíritu, el cristiano ofrece en el mundo el rostro de Cristo en «signos» comprensibles incluso para quien no tiene fe y que remiten al Evangelio del Señor, al Cristo humilde, pobre, misericordioso y justo que ha pagado en persona el mensaje de renovación de la humanidad. El cristiano, la Iglesia, las comunidades, se convierten por la Eucaristía y en la lógica del misterio eucarístico, en «sacramentos del encuentro con Dios», o bien en expresiones de la benevolencia y de la misericordia de Dios para todos los hombres.

            No hay que maravillarse de que tal vez el testimonio de una vida eucarística pida hoy, como en los primeros tiempos de la Iglesia, la lógica del martirio: lo evidente de la muerte violenta, pero también lo escondido del dar la vida y la sangre hasta la última gota, día tras día.

 

IV. POR UNA IGLESIA DE ROSTRO EUCARÍSTICO

 

            En densas y sugestivas páginas de espiritualidad eucarística, F.X. Durwell habla del «rostro eucarístico de la Iglesia», es decir, de aquella imagen ideal que la Iglesia ofrece de sí cuando celebra la Eucaristía. Los rasgos luminosos del rostro eucarístico son simplemente los de una Iglesia que ama, en el sacramento del amor de Cristo hasta el don de la vida; de una Iglesia que cree y sabe, que en la fe posee el secreto de la vida y de la historia y celebra la fe que le ha sido dada; es una Iglesia que espera y se proyecta hacia el día del Señor; es una Iglesia destinada a la resurrección, lavada de sus pecados, evangélica en sus compromisos puesto que evangelizada y evangelizadora. Es una Iglesia «icono de la Trinidad».

            Este rostro eucarístico de la Iglesia está destinado a ser mostrado al mundo en la continuidad de vida eucarística que brota de la celebración. La Eucaristía es entonces, como se recordó en el Congreso Eucarístico Nacional de Milán en mayo de 1983, la forma de vida de la Iglesia, aquel molde interior en la cual se vacía cada día para recibir en la gracia del Espíritu las semblanzas de Cristo, el primogénito. Sin la Eucaristía la Iglesia se deforma, no adquiere aquel rostro eucarístico que la hace semejante a Cristo. Con la Eucaristía se con-forma, día a día, a Cristo en la gracia del Espíritu Santo que es el iconógrafo interior de la belleza y de la santidad eclesial en el Cuerpo y en los miembros individuales (F.X. Durwell, o.c., pp. 153-166).

            Vivir como se celebra; vivir lo que se celebra, queda la lección de vida cada día nueva en el don renovado de la Eucaristía.

            Este rostro de la Iglesia no puede no ser un rostro mariano. La Iglesia que celebra la Eucaristía recuerda la presencia de María en el misterio eucarístico. La Eucaristía es el «corpus natum ex Maria Virgine». En las plegarias eucarísticas la Virgen María es recordada e invocada. Pero hay más; según la feliz intuición de Pablo VI en la Marialis cultus 16, María es modelo de la Iglesia en el ejercicio del culto divino. Toda celebración eucarística es interiormente mariana porque la Iglesia debe conformarse a su modelo de escucha de la Palabra, de gratitud, de invocación del Espíritu, de ofrenda de Cristo, de intercesión por la salvación de todos. En la celebración eucarística y en la vida que brota de ella, María es modelo de una Iglesia que vive hasta el fondo el misterio que celebra. Así pues, la Iglesia que celebra la Eucaristía debe ser como María, su modelo: humilde, pobre, discreta, fiel a Dios y a su gente, materna y acogedora, reserva de esperanza para la humanidad porque tiende hacia las promesas de Dios que es fiel a su alianza.

            El cristiano que participa en la Eucaristía es hecho partícipe del misterio del Crucificado resucitado, es decir, de aquel misterio que está en el centro de nuestra fe y de nuestra vida. Juan Pablo II ha escrito: la Eucaristía es la celebración sacramental del anonadamiento voluntario grato al Padre y glorificado con la resurrección. El cristiano aprende a ser en la oblación de sí y en el amor hacia los hermanos «eucaristía para el mundo», así como Cristo ha sido y es siempre en la celebración de la Misa, Eucaristía para el Padre y para la humanidad (cfr. Dominicae Coenae n. 6).

 

            Bibliografía:

            Sobre la relación María-Eucaristía cfr..

Aa.Vv., Maria nella comunità che celebra l’Eucaristia, Collegamento Nazionale Mariano, Roma 1982.

Me permito señalar mi contribución sobre la presencia y ejemplaridad de María como es propuesta por la gran tradición eclesial en las plegarias eucarísticas de Oriente y de Occidente La nostra comunione con Maria nella celebrazione del memoriale del Signore, ibid., pp. 71-100 o bien Vergine Maria, en Nuovo Dizionario di Liturgia, pp. 1553-1580.

 

            El estudio del misterio eucarístico no puede dejar de suscitar al final una acción de gracias, una «Eucaristía» y al mismo tiempo una súplica. La expresamos con una plegaria extraída de la Liturgia de san Basilio:

TE DAMOS GRACIAS SEÑOR, DIOS NUESTRO,

PORQUE HEMOS PARTICIPADO EN TUS SANTOS,

INMACULADOS, INMORTALES Y CELESTES MISTERIOS

QUE TÚ NOS HAS DADO PARA EL BIEN

Y SANTIFICACIÓN DE NUESTRAS ALMAS Y DE NUESTROS CUERPOS.

TÚ QUE IMPERAS SOBRE TODO,

CONCEDE QUE LA COMUNIÓN DEL SANTO CUERPO Y SANGRE

DE CRISTO SE CONVIERTA PARA NOSOTROS EN:

FE SIN MIEDO, AMOR SIN FALSEDAD, AUMENTO DE SABIDURÍA, CURACIÓN DEL ALMA Y DEL CUERPO, VICTORIA SOBRE TODA FUERZA ADVERSA, OBSERVANCIA DE TUS MANDAMIENTOS Y DEFENSA VÁLIDA ANTE EL TREMENDO TRIBUNAL DE CRISTO

 

BIBLIOGRAFÍA GENERAL

NB. Se ofrecen algunas indicaciones generales. En cada capítulo se especifica la bibliografía pertinente. Los libros señalados con un asterisco (*) pueden servir como manuales de ayuda para seguir algunos temas del curso.

 

1. Repertorios bibliográficos recientes

 

B. Sesboüé,    Eucharistie: deux generations de travaus, en «Études» n. 355, 1981, pp. 99-115.

            Eucharistie. Bibliographie internationale 1975-1984. Suplemento 96-98, CERDIC, Publications, Estrasburgo, 1985.

G. Colombo, Per il trattato sull’Eucaristia, en «Teologia» 13 (1988) 95-31; 14 (1989) 105-137.

C. Magnoli, Saggio di bibliografia eucaristica (1980-1989), en Aa.Vv., L’Eucaristia celebrata: professare il Dio vivente. Linee di ricerca, Roma, CLV, 1991, pp. 126-146.

D.N. Power,   Il mistero eucaristico. Infondere nuova vita alla Tradizione, Brescia, Queriniana, 1997, pp. 437-444 bibliografía seleccionada en inglés y en italiano.

 

2. Tratados sistemáticos

 

A. Tratados clásicos

 

G. Alastruey,           Tratado de la Santísima Eucaristía, Madrid, BAC, 1952.

M. De La Taille,       Mysterium Fidei, París 1931.

I. Filograssi, De Sanctissima Eucharistia, Roma 1957.

V. Heris,         Le mystère de l’Euharistie, París 1952.

(*) C. Journet,          La messe. Présence du sacrifice de la Croix, Brujas 1958 (ed. española: Desclée de Brouwer, Bilbao, 1968).

M.J. Nicolás, L’Eucaristia, Roma, Ed. Paoline, 1961.

A Piolanti     Il mistero eucaristico, Firenze, 1955 (ed. española: Rialp, Madrid 1958).

Id. (ed.),          L’Eucaristia. Il misterio dell’altare nel pensiero e nella vita della Chiesa, Roma 1957.

A.m. Roguet, L’Eucharistie, en Initiation Théologique, IV, París 1956, pp. 501-596.

(*) M. Schmaus,        Dogmatica Cattolica, IV/1, Turín, Marietti 1966, pp. 227-480 (ed. española: Rialp, Madrid 1962).

 

B. Tratados postconciliares

 

(*) J. Auer- J. Ratzinger,     Il mistero dell’Eucaristia, Asís 1972.

J. De bacciochi,         L’Eucharistie, Tournai 1964.

A. Beni,           L’Eucaristia, Turín 1971.

(*) J. Betz,      La Eucaristía como misterio central, en Mysterium Salutis IV/ 2, Madrid, Ed. Cristiandad.

A. Gerken,     Teologia dell’Eucaristia, Roma, Ed. Paoline 1977 (ed. española: San Pablo, Madrid 1991).

M. Gesteira Garza, La Eucaristia. Misterio de comunión, Madrid, 1983.

(*) L. Ligier,   Il sacramento dell’Eucaristia, Roma, Gregoriana, 1977.

(*) M. Nicolau,         Nueva Pascua de la Nueva Alianza, Madrid 1974.

(*) A. Piolanti,          Il mistero eucaristico, LEV, 1983 (ed. española: Rialp, Madrid 1958).

(*) J.A. Sayés,            El misterio eucarístico, Madrid, BAC, 1986.

(*) J. Saraiva Martins,       I sacramenti dell’iniziazione cristiana, Roma, Urbaniana, 1988 (con amplio relieve de datos en el tratado sobre la Eucaristía).

(*) V. Croce,  Cristo nel tempo della Chiesa. Teologia dell’azione liturgica, dei sacramenti e dei sacramentali, Turín Leuman, LDC, 1992 (con amplio tratamiento sobre la Eucaristía).

(*) B. Testa,   Los sacramentos de la Iglesia, Valencia, Edicep 199

 

3. Voces recogidas en los Diccionarios

 

Aa.Vv.,           Eucharistie, en Dictionnaire de Théologie catholique, V, 989-1368.

A. Ambrosanio,        Eucaristia, en Nuovo Dizionario di Teologia, Roma, Paoline 1977, pp. 447-470.

J. Betz,           Eucaristia, en Dizionario Teologico, Brescia Queriniana, 1966, pp. 611-636.

Id.,      Eucaristia, en Sacramentum mundi III, Brescia, Morcelliana, 1975, pp. 669-692 (ed. española: Herder, Barcelona).

J. Castellano,          Eucaristia, en Dizionario Enciclopedico di Spiritualità, Roma, Città Nuova, 1990, pp.956-974.

S. Cipriani,    Eucaristia, en Nuovo Dizionario di Teologia Biblica, Ed. Paoline, 1988, pp. 519-530.

R. Gerardi,    Eucaristia, en Dizionario di Teologia pastorale sanitaria, Turín, Ed. Camilliane, 1997, pp. 412-421.

F. Marinelli, Eucaristia, en Dizionario di Spiritualità dei Laici, Milán, OR, 1981, pp. 263-262.

S. Rosso,        Eucaristia, en Enciclopedia di Pastorale III: Liturgia, Casale Monferrato, Piemme, 1989, pp. 204-232.

E. Ruffini,      Eucaristia, en Nuovo Dizionario di Spiritualità, Ed. Paoline, 1979, pp. 601-622.

R. Tura,         Eucaristia, en Dizionario Teologico Interdisciplinare, Turín, Marietti, pp. 148-165.

P. Visentin,    Eucaristia, en Nuovo Dizionario di Liturgia, Ed. Paoline, 1984, 482-508.

 

4. Obras generales con una visión global del misterio eucarístico

 

Aa. Vv.,          Enciclopedia eucaristica, Milán, Ed. Paoline 1964.

Aa. Vv.,          L’Eucaristia. Simbolo e realtà, Bolonia, Ed. Dehoniane, 1973.

Aa. Vv.,          Eucaristia. Aspetti e problemi dopo il Vaticano II, Asís, Ed. Cittadella, 1968.

Aa. Vv.,          Eucaristia. Memoriale del Signore e sacramento permanente, Turín-Leumann, LDC, 1967.

Aa. Vv.,          Celebrare l’Eucaristia. Significato e problemi della dimensione rituale, Turín-Leumann, 1983.

Aa. Vv.,          Anamnesis. Eucaristia. Teologia e storia della celebrazione, Casale Montferrato, Marietti, 1983.

Aa.Vv.,           Vincolo di carità. La celebrazione eucaristica rinnovata dal Vaticano II, Ed. Qiqajon, Comunità di Bose, 1995.

(*) J. Aldazabal,      La Eucaristia, en Aa.Vv., La celebración de la Iglesia. II. Los Sacramentos, Salamanca 1988, pp. 181-436; versión italiana, Turín Leumann, LDC, 1994, pp. 193-482.

R. Cabie,        L’Eucaristia, en A.G. Martimort, La Chiesa in preghiera II, Brescia, Queriniana, 1985 (ed. española: Herder, Barcelona 1992).

J. De Sainte Marie,   L’Eucharistie salut du monde. Études sur le saint sacrifice de la messe, sa célebration, sa concélèbration, París 1982.

F.X. Durwell,           L’Eucaristia, sacramento del mistero pasquale, Roma, Ed. Paoline 1982.

C. Giraudo,   Eucaristia per la Chiesa. Prospettive teologiche sull’Eucaristia a partire dalla «Lex orandi», Roma-Brescia, Gregoriana-Morcelliana, 1989.

Mazza e.,       La celebrazione eucaristica, genesi del rito e sviluppo dell’interpretazione, Cinisello Balsamo, Ed. San Paolo, 1996.

Id.,      Origine dell’Eucaristia e sviluppo della Teologia eucaristica, en Aa.Vv., Celebrare il mistero di Cristo II, La celebrazione dei sacramenti, Roma, Edizioni Liturgiche, 1996, pp. 125-290.

G. Padoin,      Il pane che io darò, Roma, Borla, 1993.

D. Powers,     Il mistero eucaristico. Infondere nuova vita alla tradizione, Brescia, Queriniana, 1997; orig. inglés The Eucharistic mystery. Revitalizing Tradition, New York 1993.

J.A. Sayés,     La presencia real de Cristo en la Eucaristía, Madrid, BAC, 1976.

E. Schillebeeckx,      La presenza eucaristica, Roma, Ed. Paoline, 1968.

J.M.R. Tillard,          L’Eucaristia. Pasqua della Chiesa, Roma, Ed. Paoline, 1969.

M. Thurian,   L’Eucaristia. Memoriale del Signore, sacrificio di azione di grazie e di intercessione, Roma, Ave, 1979.

J.J. Von allmen,        Saggio sulla Cena del Signore, Roma, Ave 1968.

 

DEO PATRI OMNIPOTENTI PER CHRISTUM IN UNITATE SPIRITUS SANCTI OMNIS HONOR ET GLORIA