TEMA 42
LA
VIRTUD DE LA FE
Enseñanza bíblica sobre la fe.
La fe, fundamento de la vida cristiana.
Obligación de profesar, conservar y extender la fe.
Pecados contra la fe.
Fe y vida de fe: la fe que obra por la caridad.
A. Enseñanza bíblica sobre la fe
.En su sentido bíblico la fe puede describirse como
la plena adhesión del intelecto y de la voluntad a la palabra de Dios.
En el Antiguo Testamento los términos más
frecuentes para representar la actitud del creyente son am‰n
(mantenerse fiel a...) y batah (esperar confiadamente en...). En el Nuevo
Testamento la raíz batah corresponde principalmente a elpís, elpizo
(en la Vulgata latina: spes, sperare), mientras que am‰n
corresponde a pistis, pistéuo (Vulgata: fides, credere).
Ambos expresan las dos facetas del verdadero creyente: confianza en la persona
que revela, y adhesión del intelecto a sus signos o palabras.
Los primeros capítulos del Génesis hacen
referencia a la fe en la vida de Adán y Eva. A pesar de la caída y pecado de
ambos, Dios les promete un Salvador que aplastará la serpiente (Gen 3,15). A
partir de entonces la vida "en exilio", arrojados de la presencia de
Yahvé, empieza a ser, a la vez, vida de fe para el hombre. En el desastre del
diluvio (Gen 6-9), Noé confía en Dios, y al final Dios hace un pacto con él y
"toda carne que está sobre la tierra" (Gen 9,16). Esta Alianza se
concretará más en la vida de Abraham, al cual Dios promete la tierra en
herencia (Gen 12,1) con una descendencia de su propia carne, que será numerosa
como las estrellas (Gen 15,5); sin pedir ninguna señal Abraham creyó en Dios y
le fue considerado como justicia (Gen 15,6). Esta misma confianza del Patriarca
llegará al máximo cuando no se niega a sacrificar a su único hijo Isaac por
obedecer a Dios (Gen 22,10).
La historia de las misericordias de Dios continúa
en los descendientes de Abraham. Los libros del Éxodo, Números, Levítico y
Deuteronomio narran la constitución del pueblo con los favores que Yahvé le
concede, especialmente la salida de Egipto. La fe del pueblo se concreta en los
Mandamientos dados a Moisés en el Sinaí. La tradición deuteronómica insiste
especialmente sobre su carácter obligatorio y en las disposiciones internas del
hombre para cumplirlos; en el plano individual la fe exige una entrega de todo
el corazón (Dt 4,v.29).
Las experiencias del pueblo elegido en la tierra
prometida varían según su fidelidad a la Alianza con Yahvé. En la época de
Josué hubo manifestaciones divinas como la caída de Jericó (Ios 6), pero
también castigos al pueblo por sus continuas faltas de confianza y por su
idolatría (Idc 6,v.1; 10,v.6; 13,v.1). El juez Samuel muestra la delicadeza de
la fe en su docilidad a la palabra de Yahwéh desde pequeño (1v.Sam 3,v.10); es
el que unge a David como rey de Israel, en el que se va a centrar la esperanza
mesiánica. David siguió a Yahwéh sinceramente a pesar de sus fallos
personales, y un poco antes de morir comunica a su hijo Salomón la sustancia de
una vida de fe: "Sé fiel (wesamarta) a Yahwéh, tu Dios, marchando
por sus caminos, guardando sus mandamientos, sus leyes y sus preceptos como están
escritos en la Ley de Moisés..." (1v.Reg
2,v.3). Después de Salomón, en los reinos de Israel y Judá habrá
reyes que hagan lo recto y otros que obren el mal, siendo juzgados
individualmente por Yahwéh (2v.Reg 18,v.5).
La fuerza de los Profetas del Antiguo Testamento
viene de su visión de fe, y su interpretación de situaciones personales e históricas
como procedentes de Dios. Su mensaje puede ser dirigido a los judíos o a las
naciones y normalmente comunica una señal o conocimiento. Este conocimiento (Os
2,v.11; Is 19,v.21), que es conversión a la vez, llega a una gran intimidad en
el profeta Jeremías: "Les darás conocerme" (Ier 24,v.7). Pero es un
conocimiento dirigido a la vida y a las obras; Habacuc nos dice: "el justo
vivirá por la fe" (2,v.4).
Los temas de conocimiento interior y exterior a raíz
de la fe continúan en otros profetas y en el salterio. El libro de Daniel habla
de un Dios que conoce y revela secretos (Dan 2,v.27). La fe en Yahwéh también
da el poder de interpretar lo difícil y lo misterioso. En toda actividad profética
se aprecia el afán de confirmar y desarrollar la fe del pueblo, tan azotado por
circunstancias históricas, pero que debe permanecer fiel al principio de su
vida: Yahwéh es Dios y el único Dios. Los salmos también presentan esta
inconmovible verdad con variedad de expresiones en una multitud de situaciones:
el hombre que sufre y llama a Yahwéh para salvarle (Ps 6.v.7.v.31), el hombre
que pide el castigo de su enemigo (Ps 68.v.69.v.108), el hombre que confía
simplemente en Dios su Pastor con fe de abandono (Ps 23). También hay
ceremonias en que todo el pueblo reunido da gracias y gloria a Dios por las
maravillas que le ha hecho, especialmente en los salmos hallel (Ps
113-118).
En la literatura sapiencial la fe aparece necesaria
e indispensable; la verdadera sabiduría incluye la fe. Las facultades
intelectuales del hombre (zaman=meditar; byn=juzgar) están
encauzadas en una búsqueda de Dios. Por eso, la sabiduría misma (hokm‰n)
empieza con el temor de Yahwéh: "El temor de Yahwéh es el comienzo de la
sabiduría y la inteligencia es el conocimiento del Santo" (Prv 9,v.10). De
igual modo, "toda sabiduría viene de Dios" (Eccli 1,v.1) y además
puede ser comunicada a los hombres (Prv 2,v.6).
En los Evangelios, la fe se desenvuelve con la
revelación del Reino de Dios, cuyo fundamento es Jesús mismo. Este revela la
doctrina de su Reino como quien tiene autoridad (Mt 7,v.7; Mc 1,v.22; Lc
4,v.32), y sus milagros la confirman. Sin embargo, Cristo deja claro que hace
falta la gracia del Padre para tener esta fe en El (Mt 11,v.25.v.27par.). Esa
gracia y correspondencia de la fe en Jesús, como Mesías, se refleja
perfectamente en la confesión de San Pedro (Mt 16,v.16-18). La fe del centurión
está considerada por el mismo Jesús como maravillosa (Mt 8,v.10; Lc 7,v.1-10),
precisamente porque el centurión sabía lo que era la autoridad del que revela,
y sólo tuvo que oír la palabra de autoridad para creer firmemente en su
resultado: "Pero di sólo una palabra y mi siervo será sano" (Lc
7,v.7). El modelo de la fe es la Virgen María: ella cree enseguida y deja obrar
a Dios, según su palabra; Isabel le dirá "Dichosa la que ha creído en la
palabra de su Señor" (Lc 1,v.45). Si la Encarnación fue el comienzo, el
hecho central y raíz de la fe evangélica es la Resurrección de Cristo, que
inspirará toda la presentación de Jesús en otros escritos neotestamentarios
(Hechos, Epístolas, Apocalipsis).
El libro de los Hechos proclama aquella realidad de
Cristo resucitado, tanto con obras como con palabras. En el discurso de San
Pedro se manifiesta ese valor testimonial de la fe: "Nosotros somos
testigos de estas cosas, con el Espíritu Santo que Dios ha dado a los que son dóciles"
(Act 5,v.32). En repetidas ocasiones los Apóstoles aparecen como 'martyres',
testigos apoyados en la verdad de Cristo y su Espíritu (Act 10,v.39-42;
13,v.31; 22,v.15; 23,v.11). La fe que proponen a judíos y gentiles se confirma
con signos y milagros (Act 2,v.22; 5,v.12; 14,v.3), entre los cuales se nota en
primer plano la curación de un cojo por Pedro "en nombre de Jesucristo
Nazareno" (Act 3,v.6). La consecuencia sacramental de la fe es el Bautismo.
En el caso del Eunuco etíope se une el entendimiento de la Escritura, pero la
exigencia central es "Felipe dijo: si crees de todo corazón, bien puedes
(bautizarte). Y respondiendo dijo: Creo que Jesucristo es el Hijo de Dios"
(Act 8,v.37). La fe en Jesús lleva a una transformación de la vida y una
comunión entre creyentes, viviendo juntos y compartiendo todo (Act 2,v.44). Su
fidelidad se manifiesta en su perseverancia en la enseñanza de los Apóstoles,
en la unión, en la fractio panis, y en las oraciones (Act 2,v.42).
En la epístola a los Hebreos (cap. 11) se da lo que
podemos llamar una definición de la fe, junto con una exégesis de cómo la vivían
los protagonistas del Antiguo Testamento. "La fe (pistis) es la
garantía (hypostasis) de lo que se espera, la prueba de las cosas que no
se ven" (11,v.1). Literalmente la palabra griega hypostasis se
traduce mejor por el término latino substancia. En este sentido la fe es
lo que está debajo de (o subyace a) toda nuestra esperanza; se refiere
fundamentalmente a lo que no se posee, pero que se espera. Siendo el principio
de nuestra esperanza, nos capacita para saber que el mundo ha sido creado por la
Palabra de Dios (11,v.3), y que Dios remunera a quienes le buscan (11,v.6).
También se repite un tema implícito en todo el Antiguo Testamento, el cual
fundamenta la misma justificación del hombre: sin la fe es imposible agradar a
Dios (11,v.6).
B. La fe, fundamento de la vida cristiana
Desde el comienzo de su ministerio, Jesús pedirá a
sus oyentes creer en la Buena Nueva (Mc 1,v.15) y presenta siempre la fe como condición
indispensable para entrar en el reino de los cielos. Ya se trate de la
curación corporal (Mt 9,v.22; Mc 10,v.52; Io 11,v.25-27, etc.), ya se trate de
los milagros que Cristo realiza (cfr. Mt 13,v.28), la fe es la que todo lo
obtiene. Por eso, los Apóstoles ponen esta condición: "cree en el Señor
y serás salvo" (Act 16,v.31).
La fe divide a los hombres en función de su destino
eterno: "el que crea y se bautice se salvará, el que no crea se condenará"
(Mc 16,v.15 ss.; Io 13,v.18); se trata pues, de una condición indispensable y
radicalmente necesaria para el estado de gracia: "Sin fe es imposible
agradar a Dios" (Heb 11,v.6); "la fe es fundamento de la salvación"
(Heb 11,v.1).
En la enseñanza de San Pablo se ve cómo la
justificación nace de la fe, se realiza por medio de la fe, reposa en la fe (Rom
1,v.17; 3,v.22 ss.; 5,v.1; Gal 2,v.10; 3,v.11; Philp 3,v.9).
La fe es necesaria para la salvación y así lo ha
expresado el Magisterio de la Iglesia. El Conc. de Trento afirma que la fe es
"inicio de la salvación humana, fundamento y raíz de toda justificación,
sin la cual es imposible agradar a Dios y llegar al consorcio de hijos de
Dios" (Dz-Sch 1532); y el Conc. Vaticano I, recogiendo esas mismas
palabras, añade: "de ahí que nadie obtuvo jamás la justificación sin
ella y nadie alcanzará la salvación eterna si no perseverase en ella hasta el
fin" (Dz-Sch 3012).
La teología, distinguiendo un hábito de fe (fe
habitual) concedido por la gracia santificante (también a los niños, por
medio del Bautismo), y un acto de fe (fe actual), necesario para aquellos
que son capaces de obrar moralmente (porque tienen uso de razón), expresa esa
radicalidad de la fe en la vida cristiana con esta tesis: la fe es necesaria con
necesidad de medio para la justificación y para la salvación eterna, de
tal modo que sin ella nadie puede salvarse; en el caso de todos los hombres en
general (incluidos niños), se trata de la fe habitual, y en el caso de los que
tienen uso de razón, de la fe actual. De modo que los niños, para salvarse,
necesitan de la fe habitual conferida por la gracia santificante (de ahí la
obligación de administrar el Bautismo cuanto antes sea posible), y los adultos
necesitan el acto de fe para entrar en el reino de los cielos.
Una dificultad se plantea, sin embargo, con los que
ignoran invenciblemente, sin culpa, el Evangelio, porque a ellos no ha llegado
la predicación o por otras razones. Estos, ¿necesitan también la fe para
salvarse? Ciertamente; lo que ocurre es que no hay que identificar la necesidad
de la fe con la necesidad de aceptar explícitamente todo el Evangelio. Este
tema ha sido afrontado repetidas veces por el Magisterio, y resuelto: cfr. Dz
1645-1647; Dz-Sch 2865-2867; 2915-2917. El Conc. Vaticano II ha recogido
claramente la doctrina sobre este punto (Lumen gentium, nn. 14-16; Ad
gentes, n. 7).
Supuesta la necesidad de la fe, la Moral se ha
preguntado cuáles son las verdades que se deben creer, como absolutamente
indispensables, para la salvación. Explícitamente, hay que creer, al
menos que Dios existe y es remunerador (cfr. Heb 11,v.6) y a esas verdades se añaden,
para los que quieren ser admitidos en el cristianismo, la fe en la Trinidad y en
la Encarnación de Cristo (cfr. Simbolo Quicumque: Dz-Sch 75-76; 2164;
2380-81). Aunque esta segunda parte ha sido ocasión de disputas teológicas, es
obvio que tratándose de temas tan importantes en los que está en juego la
propia salvación, hay que estar por la opción más segura.
Pero aparte de las verdades necesarias mínimas, el
cristiano tiene el grave deber de conocer todas las verdades reveladas por
Cristo y propuestas por la Iglesia; ésta, desde el principio, procuró expresar
en conceptos el contenido de la fe y así surgieron los Símbolos. Se considera
deber grave el conocimiento del Credo, del Decálogo, Sacramentos y oración
dominical. Pero, implícitamente, se debe creer toda la Revelación, es
decir, lo que Dios ha manifestado a los hombres y ha sido propuesto por la
Iglesia para creer: "Deben creerse con fe divina y católica todas aquellas
cosas que se contienen en la palabra de Dios escrita o tradicional y son
propuestas por la Iglesia para ser creídas como divinamente reveladas, ora por
solemne juicio, ora por su ordinario y universal Magisterio" Dz-Sch 3011).
La fe, además de la actitud personal de entrega a
Dios, tiene un contenido objetivo, que reúne un conjunto de verdades, que el
hombre debe aceptar: es un cuerpo de doctrina (verdades sobrenaturales e incluso
naturales), que se deben conocer y vivir. Es lógico que el grado de
conocimiento venga determinado por la capacidad de cada cristiano, aunque la
Iglesia, como se ha visto, considera necesarias un mínimo de verdades, que
deben conocerse para poder salvarse. Los laicos necesitan, dice el Conc.
Vaticano II, "una sólida preparación doctrinal, teológica, moral, filosófica,
según la diversidad de edad, condición y talento" (Apostolicam
actuositatem, 29).
Pues bien, el cristiano, una vez aceptado
globalmente todo el contenido de la fe, ha de procurar conocer y estudiar, a la
luz de la razón ilustrada por esa misma fe, lo que Dios ha revelado. De acuerdo
con su edad, nivel cultural, etc., tiene el deber de adquirir una sólida
formación doctrinal-religiosa, de llegar a un conocimiento cada vez más serio
y hondo de las verdades de la fe.
El cristiano tiene el deber de dar testimonio de su
fe, como se afirma frecuentemente en el Nuevo Testamento: "el que me
confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi
Padre" (Mt 10,v.32; cfr. Lc 9,v.6; Rom 10,v.10). La Iglesia siempre lo
consideró un deber, y los mártires (=testigos) son demostración palpable de
ese convencimiento.
Este deber tiene dos aspectos: uno negativo, que
exige no renegar de la propia fe; y otro positivo, que obliga a confesarla públicamente
en determinadas circunstancias, concretamente, "siempre que el silencio, la
tergiversación o la manera de obrar lleven consigo la negación implícita de
la fe, desprecio de la religión o escándalo del prójimo" (CIC, c. 1325).
La confesión pública es necesaria cuando se es interrogado por pública
autoridad (cfr. Dz-Sch 2118), o cuando se deben cumplir determinados deberes
religiosos (contraer matrimonio, por ejemplo); también cuando lo exige el bien
de la propia alma o el bien espiritual del prójimo, en aquellos casos, sobre
todo, en los que el silencio podría poner en peligro la propia fe o producir
escándalo. Existe también ese deber cuando, por ley eclesiástica, se manda
una profesión de fe en ciertas circunstancias: conversión a la Iglesia católica,
Bautismo, orden sacerdotal, promoción a la Jerarquía eclesiástica, etc. (cfr.
CIC, c. 1406, 2314). Sólo cuando haya graves motivos, causa justa y
proporcionada, se puede ocultar la propia fe o la pertenencia a la
Iglesia (convertidos en ambiente hostil, épocas de persecución, etc.). Y aun
en esos casos, si se hace mediante negación implícita o con escándalo para el
prójimo, esa ocultación puede ser pecaminosa.
El cristiano debe dar constantemente testimonio de
su fe: "Brille así vuestra luz delante de los hombres para que vean
vuestras obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt
5,v.16). "Su fe no sólo debe crecer, sino manifestarse; debe llegar a ser
ejemplar, comunicativa, informada por la expresión que muy justamente llamamos
testimonio" (Pablo VI, aloc. 14-XII-1966).
Al cristiano nunca le es lícita la negación de la
propia fe, ni directamente, por palabras, signos, gestos, escritos, ni
indirectamente, por aquellas acciones que, sin indicar en sí mismas oposición
a la fe, sin embargo, por las circunstancias en que se realizan, podrían
interpretarse así; esto ocurre también cuando un creyente niega con su
conducta práctica la verdad en la que cree, o cuando con sus acciones
(indiferencia, pecados personales) está negando la fe que dice profesar.
C. Pecados contra la fe
Es éste un problema que en nuestra época adquiere
vastas dimensiones, cuando "muchedumbres cada vez más numerosas se alejan
prácticamente de la religión" (Gaudium et spes, 7) y el ateísmo
se convierte en fenómeno de masas. Ciertamente, el hombre por propia culpa
puede perder la fe, don de Dios condicionado a una actitud humana de aceptación,
de respuesta, de modo que la falta de correspondencia continuada puede llevar a
la pérdida de la fe. En este proceso inciden diversas causas, entrecruzándose
muchas situaciones y actitudes: la exageración de la libertad, el relativismo
histórico, el recelo frente al Magisterio de la Iglesia, los desórdenes
morales, las dudas de fe, la influencia del ambiente, etc., unidas gran parte de
las veces a la ignorancia religiosa.
Entre todas, tal vez la más importante sea el
desorden moral. Al estar el acto de fe sostenido por la voluntad y en última
instancia por la gracia, es lógico que esté condicionado por las disposiciones
morales del sujeto.
También se ha planteado el problema de si la fe
puede perderse sin propia culpa:
Doctrinalmente, el problema fue resuelto por el Conc.
Vaticano I, que afirma que "los que han recibido la fe bajo el Magisterio
de la Iglesia no pueden jamás tener causa justa para cambiar o poner en duda
esa misma fe" (Dz-Sch 3013; 3036). Los teólogos posteriores al Concilio
interpretaron el texto unánimemente así: No existe causa objetivamente
justa, ni subjetivamente justa, es decir, no hay motivo justo para la
persona, que le lleve a abandonar la fe sin pecado.
Los pecados contra la virtud de la fe son de forma y
gravedad diversa, y se han dado diversas clasificaciones. Se puede pecar contra
la obligación de creer (infidelidad, apostasía...), contra la obligación de
confesar la fe (ocultación, negación de la fe), contra la obligación de
acrecentarla (ignorancia religiosa) y de preservarla de los peligros. También
puede pecarse por omisión (por no cumplir el deber de confesarla
externamente, por ignorancia de las verdades que deben creerse...) y por actos
contrarios a esa virtud (pecados de comisión); éstos pueden ser por
exceso y por defecto. Hablando propiamente no hay pecados por exceso, ya que no
se puede exagerar en la medida de las virtudes teologales, pero se habla así
cuando se consideran como objeto de la fe cosas que no caen dentro de él, como
ocurre, por ejemplo, en la credulidad temeraria o en la superstición, cuando se
cree en falsas devociones, en lugares pseudo- milagrosos, horóscopos, etc.;
también entran en este apartado la adivinación y el espiritismo.
Se consideran pecados por defecto la infidelidad, la
apostasía y la herejía, y a ellos suelen añadirse el cisma, el indiferentismo
religioso, la duda positiva contra la fe y el ateísmo.
La infidelidad es, en general, la ausencia de
fe debida; en sentido técnico, es la ausencia de fe en aquellos que todavía no
han recibido su hábito mediante el Bautismo (en el Derecho canónico el infiel
es el no bautizado). Atendiendo a la culpa moral se habla de infidelidad negativa
o material cuando no es culpable por provenir de ignorancia (paganos, por
ejemplo), infidelidad privativa debida a negligencia consciente y
voluntaria, e infidelidad positiva o formal cuando existe una oposición
culpable a la fe. No es siempre fácil decidir a cuál de estas tres especies se
reduce la infidelidad de un individuo o de un grupo.
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