INTRODUCCIÓN


Con el título La fe de la Iglesia católica presentamos esta modesta obra que pretende ser útil a cuantos se interesan por conocer la enseñanza del Magisterio de la Iglesia sobre aquellas cuestiones doctrinales que constituyen el entramado de la Teología dogmática y de la fe católica. Con ello está dicho que tomamos la palabra Fe de la Iglesia en un sentido amplio. Es decir, que no nos limitamos a reseñar los documentos que expresan un dogma de la fe cristiana o una verdad definida por la Iglesia. Por el contrario, el campo es bastante más amplio, por cuanto que también presentamos otra serie de documentos del magisterio ordinario y extraordinario de la Iglesia, que no definen estrictamente la fe cristiana, pero tratan, como es lógico, de materias «de fe y costumbres», que es el campo propio del magisterio.

Sin embargo, nos limitamos específicamente a los documentos doctrinales, y prescindimos de otros que se refieren a la Teología pastoral, a la Liturgia e, incluso, a la Moral. Si a veces reseñamos alguno de éstos, lo hacemos únicamente por su relación directa con el contenido doctrinal.

A este título: La fe de la Iglesia católica, añadimos un subtítulo, que puede dar idea de lo que es más específico de nuestro trabajo: Las ideas y los hombres en los documentos doctrinales del Magisterio de la Iglesia. Porque las ideas no brotan por generación espontánea; suponen una prehistoria, un desarrollo, una culminación. Y en todo esto influyen indudablemente las circunstancias y los hombres. La reflexión teológica se ha ido haciendo siempre, en la medida en que esas circunstancias históricas y esos hombres concretos planteaban nuevos problemas a la conciencia cristiana. Conocer a los hombres que desempeñaron un papel central en el desarrollo del drama, será un valioso apoyo para conocer mejor el fondo de los problemas y las soluciones dadas por el magisterio de la Iglesia.

No tenemos la pretensión de ser originales 1. Respondemos tan sólo a una apremiante invitación de la Biblioteca de Autores Cristianos que deseaba culminar la colección Historia Salutis con una obra de este género. Con ello creemos prestar un servicio al teólogo católico, para recibir «con toda exactitud la doctrina católica a la luz de la fe, bajo la dirección del magisterio de la Iglesia» (cf. Optatam totius n.16).

Porque la Iglesia es precisamente eso: una comunidad de fieles que se construye sobre la fe en la Palabra de Dios, cuyo testimonio acepta totalmente. En ello hay un obsequio pleno de todo el hombre a Dios, de quien el hombre se fía. Es el obsequio de entendimiento y voluntad del que habla el Vaticano I, al definir lo que es la fe2, y que Santo Tomás expone concisa y luminosamente: «Puesto que el que cree asiente a las palabras de otro, parece que aquel en cuya aserción se cree es como lo principal y como el fin de toda fe. Y, en cambio, son secundarias aquellas verdades a las que uno asiente, creyendo a otro» 3. O sea, que las verdades concretas que se aceptan por vía de testimonio, se aceptan porque previamente se ha reconocido la autoridad del que testifica.

Así se explica el enorme esfuerzo que Jesús desplegó para cimentar su autoridad en la mente de los discípulos; y la importancia que los evangelistas atribuyen a los signos que avalan la autoridad de Jesús: Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, creed a las obras, para que sepáis y conozcáis que el Padre está en mí y yo en el Padre (J n 10,37-38). San Agustín ha resumido este proceso con una concisión admirable: «El (Jesús)... por sus milagros se concilió la autoridad; por su autoridad mereció la fe; por la fe congregó la multitud (la Iglesia)» 4.

Ahora bien, la dificultad del magisterio eclesiástico crece de punto, porque no se trata ya del testimonio de Cristo (bien autorizado por sus obras), sino que ese testimonio lo conocemos únicamente a través del testimonio de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos, o sea, del magisterio de la Iglesia. Ya no es Cristo solo el que media entre Dios y los testigos presenciales de la acción de Jesús; sino que es la Iglesia la que media entre Jesús y nosotros 5. Y aquí surge la cuestión: ¿qué credenciales muestra la Iglesia, capaces de garantizar su credibilidad, cuando nos transmite el mensaje de Jesús?

1. LA ESTRUCTURA SACRAMENTAL DEL MISTERIO, SALVÍFICO

El concilio Vaticano II definió a la Iglesia «como un sacramento» 6. Con ello no quería afirmar el Concilio que, además de los siete sacramentos, hubiera un sacramento más. Sino que, así como los sacramentos son verdaderos instrumentos de Cristo para distribuir la gracia de Dios y la vida de hijos de Dios entre los hombres, de un modo parecido es la Iglesia entera una institución visible que sirve a Cristo de instrumento para realizar su obra de salvación universal.

Es claro, como afirma el mismo Concilio, que en todo tiempo y lugar son aceptos a Dios los que le temen, practican la justicia (Act 10,35); pero no es menos cierto que Cristo es el único mediador entre Dios y los hombres (cf. 1 Tim 2,5) y que él instituyó a su Iglesia como instrumento necesario de salvación. Por lo cual, «no podrían salvarse quienes, sabiendo que la Iglesia católica fue instituida por Jesucristo como necesaria, desdeñaran entrar en ella o no quisieran permanecer en ella» 7.

Ahora bien, Cristo no dio tan sólo los sacramentos a su Iglesia para que fueran los medios de gracia que perpetuaran en el mundo su obra salvífica, sino que, ante todo y sobre todo, le dio su Palabra, es decir, el conjunto de su mensaje, para que lo transmitiera fielmente a todos los hombres de todas las generaciones: Predicad el Evangelio a todos los hombres (Mc 16,15), enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado (Mt 28,20).

Esto quiere decir que la palabra de Dios lo mismo que la gracia sacramental del bautismo y de los demás sacramentos, nos llega canalizada por el conducto de instrumentos humanos. Y esto no tiene nada de extraño desde el momento en que Dios mismo buscó el encuentro con los hombres sirviéndose de la humanidad de Jesús como instrumento de redención universal.

Cuando J. J. Rousseau exclamaba: «¡Siempre testigos humanos entre Dios y yo! ¡Siempre hombres que me dicen lo que otros hombres han dicho! ¡Cuántos hombres entre Dios y yo!» 8, mostraba que no había captado la profunda dimensión de la sacramentalidad de la Iglesia, ni había penetrado, por consiguiente, en el misterio de la Encarnación. Tampoco penetraron en él los contemporáneos de Jesús: ¿No es éste el hijo del carpintero? Y se escandalizaban de él (Mt 13,55).

Es el escándalo de quien no puede asimilar lo que hoy llamamos el concepto de sacramentalidad: lo divino operante mediante humanas estructuras. Por eso, ya en el siglo II, separaron los gnósticos a la Iglesia institucional y visible, de la Iglesia espiritual e invisible. Esta tentación se ha perpetuado a través de ciertos movimientos espiritualistas de la Edad Media, y aparece siempre que falta el equilibrio justo para armonizar dos extremos distintos en la unidad vivida de la Iglesia. Von Allmen escribe: «Hay una tendencia de cierto protestantismo, que, por lo demás, no ha dejado de influir a los fieles de tipo católico, que considera al Espíritu de Dios refractario, por principio, a las instituciones doctrinales, sacramentales, ministeriales. El Espíritu aparece entonces como prisionero de la Iglesia, y no puede ansiar sino la libertad que la Iglesia se obstina en negarle... Esta tendencia, que no debe su invención al protestantismo (es ciertamente mucho más antigua que él), y que ciertas páginas de la historia de la Iglesia se encargan, por desgracia, de alimentar, esta tendencia, decimos, está completamente ausente del Nuevo Testamento» 9.

El Vaticano II es claro a este respecto: «La sociedad dotada de órganos jerárquicos y el Cuerpo místico de Cristo... no han de considerarse como dos cosas, porque forman una realidad compleja, constituida por un elemento humano y otro divino» 10.

Esta es, en definitiva, la estructura sacramental que prolonga en el mundo la presencia de Cristo, verdadero sacramento original, porque en él se une la humanidad visible y la divinidad invisible, en la única persona de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios. La humanidad de Cristo es instrumento; pero instrumento que realiza eficazmente la salvación del mundo, por razón de su indisoluble unión con la divinidad.

Ni el magisterio, pues, ni los demás sacramentos de la Iglesia son, en modo alguno, pantallas que se interponen entre Dios y los hombres. Como tampoco fue una pantalla la humanidad de Cristo. Son eso: instrumentos humanos queridos por Dios, instituidos inmediatamente por Cristo, mediante los cuales es él mismo quien hace llegar a los hombres de todos los tiempos su palabra y su amor: Yo estaré con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos (Mt 28,20).

II. ESTRUCTURA SACRAMENTAL DE LA FE

Es un hecho que la estructura misma de la fe cristiana, tal y como aparece en las fuentes de la revelación, exige un magisterio visible y perpetuo; y que ese magisterio lleva consigo una fuerza interior que garantiza su fidelidad al mensaje revelado. Esto quiere decir que el magisterio de la Iglesia es un aspecto de la sacramentalidad de la misma, por cuanto está integrado de elementos humanos y visibles, pero lleva consigo una garantía superior, que excede las capacidades del instrumento humano. Esa garantía puede llamarse, con las matizaciones convenientes, la infalibilidad.

San Pablo expone en su carta a los Romanos, de un modo muy conciso, la dinámica global del magisterio: ¿Cómo creerán si no han oído hablar de él? ¿Cómo oirán si no hay quien predique? ¿Cómo predicarán si no han sido enviados? (Rom 10,14-15).

El término final del magisterio es la siembra de la fe (¿cómo creerán?); el medio para llegar a la fe es la escucha de la predicación (¿cómo oirán sin predicador?); las credenciales que avalan la autenticidad de la predicación son la misión (¿cómo predicarán si no son enviados?). La fe requiere la escucha; la escucha requiere la predicación; la predicación requiere la misión.

Es evidente que Dios podría haber hecho las cosas de otro modo. Pero, de hecho, ha ligado los destinos salvíficos de la humanidad a una institución visible, que es sembradora de la fe, es decir, a unos hombres que son enviados a predicar un mensaje que ellos mismos recibieron de Cristo y que Cristo mismo recibió del Padre; un mensaje que exige la respuesta de la fe y que llega hasta los hombres a través del instrumento visible y externo de otros hombres.

El cardenal Ratzinger observa muy certeramente 11, que «la fe procede de la práctica de oír y no es, como la filosofía, fruto de la reflexión. No consiste esencialmente en reflexionar sobre algo que pudiera ser objeto de mi pensamiento y que, al final, se convirtiera en un producto mío y a mi disposición. Lo que determina a la fe es, más bien, el hecho de que procede de oír. La fe es aceptación de algo que yo no he pensado hasta el final. La reflexión es siempre y en definitiva, en la fe, una reflexión posterior sobre aquello que se ha escuchado y se ha aceptado con anterioridad». Dicho de otra manera: En la fe, la palabra tiene preferencia sobre la idea, y esto es lo que la distingue estructuralmente del proceso filosófico. En la filosofía, la idea precede a la palabra; las palabras, producto de la reflexión, vienen después de ésta, y serán las que tratan de expresar la reflexión. La fe, en cambio, le llega al hombre desde fuera; y este llegar desde fuera, es justamente algo esencial a la fe.

Esto quiere decir que la fe no es, ni puede ser, algo imaginado por mí, sino algo que me llega desde fuera, y de lo que no puedo disponer arbitrariamente, ni modificarlo caprichosamente.

Pero hay más. La filosofía es, por naturaleza, obra del individuo que busca la verdad como tal. La idea, lo pensado, es algo que, al menos aparentemente, me pertenece, puesto que procede de mí (aunque es cierto que nadie vive tan sólo de sus propias ideas, sino que, consciente o inconscientemente, debe mucho a los demás). El espacio donde se forma la idea es el espacio interior del espíritu. Al principio, la idea vive sólo dentro de mí y, por tanto, su estructura es individualista.

Por el contrario, la fe es comunitaria; porque comienza por una llamada a toda la comunidad. Más aún, a toda la humanidad; y tiende a la unidad del espíritu, porque suscita la unidad de una misma palabra predicada, cuya fuente es el único Cristo y cuyo término es la vivencia de la única fe en El: Un solo Señor, una sola fe (Ef 4,5).

Ahora bien, aun cuando el acto de fe, que es la respuesta a la palabra predicada, se realiza en lo más íntimo de la conciencia, la palabra predicada es algo sensible, perceptible, visible. Y esto, a tres niveles: en la predicación de Cristo, palabra viviente de Dios, que habla cuanto El mismo ha oído de, su Padre (Jn 15,15); en la predicación de los apóstoles, que transmiten lo que oyeron de labios de Cristo: Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado fijamente y han palpado nuestras manos... acerca de la Palabra de vida, eso os anunciamos (1 Jn 1,1-3); y finalmente, en la predicación de aquellos que sucedieron a los apóstoles y recogieron de sus manos la antorcha que los apóstoles habían recibido de Cristo.

b) La predicación requiere la misión

Ahora bien, si es cierto que la fe requiere la predicación y la predicación nos llega en ese triple estadio: Cristo, los apóstoles, sus sucesores, no es menos cierto que la predicación debe gozar de una garantía de autenticidad a ese triple nivel. Esa garantía es la misión. Y este sello de garantía es tan importante, que, si faltara la misión, ni siquiera la predicación de Cristo podría considerarse como auténtica. Por eso se esfuerza Jesús en que se reconozca su misión (Jn 11,42;17,8.18.23) y que su doctrina no es suya, sino de aquel que lo ha enviado (Jn 14,24). Y los evangelistas, sobre todo San Juan, subrayan que Jesús es el gran enviado del Padre (cf. Jn 3,34;5,24.30;6,38;9,4;10,36, etc.), o, como se escribe en la carta a los Hebreos, el Apóstol del Padre (3,1).

Pero Jesús, enviado del Padre, envía, a su vez a los apóstoles; y por eso los llama apóstoles, es decir, enviados (cf. Lc 6,13). No se trata de una misión distinta; es la misma misión de Cristo que se continúa: Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo a vosotros (Jn 20,21); Como Tú me has enviado al mundo, así los envío yo al mundo (Jn 17,18); Id, pues... (Mt 28, 18-20).

El apostolado y la misión de los discípulos, tiene como modelo primario y fuente única el apostolado y la misión de Jesús: El Padre-Cristo-los apóstoles. Hay, pues, una continuidad en la misión: la misión de Cristo se continúa en los apóstoles; el Padre se hace representar por Cristo, Cristo se hace representar por los discípulos: El que me ve a mí, ve a mi Padre (Jn 14,9); El que a vosotros oye, a mí me oye (Lc 10,16). Y por esto, porque el magisterio y la predicación de los apóstoles es continuación de la misión de Cristo, es por lo que el magisterio de los apóstoles no sólo es externo y visible, como el de Cristo, sino que ha de ser perpetuo.

c) La misión es perenne

Una de las diferencias entre el enviado judío (el Schaliah) y el apóstol cristiano reside en el hecho de que la misión del embajador judío estaba ligada a un negocio determinado y circunstancial. Por consiguiente, una vez ventilado el negocio, la misión se daba por terminada. Por el contrario, la misión de los apóstoles es continuación de la misión de Cristo; y ésta no es nada circunstancial, sino universal en el tiempo y en el espacio. Es decir, que se extiende a todos los hombres de todos los tiempos y latitudes: Predicad el Evangelio a todos los hombres, según expresión de San Marcos; hasta los confines de la tierra, como añade San Lucas; y hasta el final de los tiempos, que completa San Mateo (cf. Mc 16,15; Act 1,8; Mt 28,20).

De ahí que los apóstoles, lo mismo que lo hizo Cristo, tuvieron que buscar sus representantes y sucesores que actualizaran el mensaje de Cristo en cada sección de la historia, a fin de que los hombres pudieran acceder a la fe, sin la cual nadie puede agradar a Dios (Heb 11,6).

Así, pues, la misión es la misma: la que Jesús recibió del Padre; la que los apóstoles recibieron de Jesús; la que los apóstoles confiaron a sus sucesores.

Ya en el año 96 de nuestra era estaba nítidamente formulado este principio de sucesión, por el papa San Clemente Romano en su carta a la Iglesia de Corinto: «Los apóstoles fueron constituidos por Jesucristo nuestros predicadores del Evangelio; Jesucristo fue enviado por Dios. Así, pues, Cristo fue enviado por Dios; los apóstoles, por Cristo. Y ambas cosas se realizaron ordenadamente, según la voluntad de Dios. Así, pues, recibido este mandato y plenamente asegurados por la resurrección del Señor Jesucristo y confirmados en la fe por la palabra de Dios, los apóstoles salieron con la plena seguridad que les daba el Espíritu Santo, predicando el Evangelio de que el Reino de Dios estaba al llegar. Y así, a medida que iban predicando por lugares y aldeas, iban instalando como obispos y servidores de los que habían de creer, a las primicias [de los que habían creído], una vez que los habían experimentado en el espíritu» (1 Clem 42,1).

A casi dos mil años de distancia, el concilio Vaticano II expresa la misma idea y doctrina católica, casi en los mismos términos: «Esta divina misión confiada por Cristo a los apóstoles, ha de durar hasta el final de los tiempos (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben transmitir es en todo tiempo el principio de la vida para la Iglesia. Por lo cual, los apóstoles, en esta sociedad organizada jerárquica-mente, tuvieron cuidado de establecer sucesores». Y termina: «Enseña, pues, este santo Concilio, que los obispos han sucedido por institución divina en lugar de los apóstoles, como pastores de la Iglesia» 12.

III. LA GARANTÍA DE INFALIBILIDAD

Magisterio visible y externo; magisterio perpetuo; el magisterio de la Iglesia es también infalible. El término resulta incómodo cuando se aplica a la Iglesia o al Romano Pontífice; pero, hechas las salvedades oportunas, no se ve por qué no haya de emplearse. La idea de infalibilidad, entendida como una radical fidelidad al mensaje evangélico, es fundamental en el Nuevo Testamento, algo así como es fundamental la fidelidad de Cristo al mensaje que su Padre le encargó transmitir a los hombres.

Por eso es importante subrayar la identidad y continuidad entre la misión de Cristo, la de los apóstoles, y la de los que sucedieron a los apóstoles. Porque la misión es la misma: la de rescatar la humanidad, para hacer de ella la familia de los hijos de Dios; el objeto es el mismo: la predicación del Evangelio; la garantía debe ser y es la misma: la fidelidad en la transmisión del mensaje evangélico. No se puede separar a Cristo de la Iglesia. Ambos han recibido la misma misión; ambos han sido enviados por el mismo Dios; ambos cuentan con la misma garantía de fidelidad: Cristo, naturalmente, en la raíz y por derecho propio; la Iglesia, por participación.

Esto resulta claro si tenemos en cuenta que el origen último de la misión de la Iglesia no hay que buscarlo en Cristo; Cristo mismo es un enviado del Padre que, al morir, ha entregado la antorcha viva de su misión a la Iglesia; es decir, a los apóstoles y sus sucesores. Es importante tener esto en cuenta, a la hora de examinar el problema de la infalibilidad de la Iglesia. El papa Juan Pablo II lo ha recordado en su encíclica Redemptor hominis, cuando escribe: «Con profunda emoción escuchamos a Cristo mismo cuando dice: La palabra que oís no es mía, sino del Padre que me ha enviado (Jn 14,24). En esta afirmación de nuestro Maestro, ¿no se advierte, quizá, la responsabilidad por la verdad revelada, que es propia de Dios mismo, si incluso él, Hijo unigénito que vive en el seno del Padre (Jn 1,18), cuando transmite como profeta y maestro, siente la necesidad de subrayar que actúa en plena fidelidad a su divina fuente? La misma fidelidad debe ser una cualidad constitutiva de la fe de la Iglesia, ya sea cuando la enseña, ola profesa» 13.

De ahí que para comprender con más exactitud y profundidad el fundamento de la infalibilidad de la Iglesia, sea imprescindible examinar primero algunos aspectos que garantizan la fidelidad de Cristo al transmitir el mensaje que recibió de su Padre.

a) Infalibilidad del magisterio de Cristo

Ahora bien, es impensable que Jesús hubiera alterado el mensaje de su Padre, aun en el caso de que su entendimiento humano y su voluntad libre de hombre estuvieran sujetos a tentación y desmayo, como nos lo muestra la misma revelación divina en el pasaje de las tentaciones (cf. Mt 4,1-11; Mc 1,12-13; Lc 4,1-13), en todo semejante a nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 4,15).

El Nuevo Testamento no puede, ni por asomo, sospechar tal posibilidad. Esta hipótesis sería el fracaso más grande que podría imaginarse en Dios; sería un gran absurdo que hiciera fracasar a Dios precisamente aquel que es la imagen del Dios invisible (Col 1,15), el resplandor) manifestación salvadora del Padre (Jn 1,14). Cristo no debía ni podía falsear la doctrina del Padre, porque él no era dueño arbitrario de ella: Mi doctrina no es mía, sino del Padre que me envió (Jn 7,16). Por eso descubre a los discípulos todo cuanto ha oído de su Padre (Jn 8,26;15,15) y manifiesta el ser de Dios a los hombres (Jn 17,6), hasta el punto de que quien lo ve a El ve a su Padre (Jn 12,45;14,9). Y con tanta fidelidad realizó su misión, que pudo decir con verdad que había cumplido plenamente el apostolado para el que su Padre le envió (Jn 17,4); él que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14,6).

Ahora bien, para el cumplimiento de su misión en plena fidelidad al mensaje de su Padre, cuenta Cristo con tres elementos de suma trascendencia: 1) la presencia de su Padre; 2) la guía del Espíritu Santo; 3) los medios humanos que empleó para asegurar su docilidad a la voluntad del Padre: muy especialmente la oración. Una leve indicación:

1) La presencia del Padre en Cristo.—No deja de llamar la atención la insistencia con la que San Juan, que es quien más subraya la identidad de la misión de Cristo con la de los apóstoles, repite la idea de la presencia del Padre en Jesús: como tú, Padre, en míyyo en ti (Jn 17,21). Y por eso predica con toda libertad la doctrina, porque su doctrina no es suya, sino del Padre (Jn 7,16); y El no está solo, sino que el Padre está con él (Jn 16,32); de forma que quien lo recibe a El, recibe al Padre que lo envió (Jn 13,20), y quien rechaza su doctrina, rechaza al Padre que da testimonio de El (Jn 8,18).

2) La consagración del Espíritu Santo. —Aunque Jesús estaba lleno del Espíritu Santo desde el momento de su encarnación, la verdadera consagración de Cristo como profeta del Padre que iba a predicar el evangelio del Padre, tuvo lugar durante el bautismo del Señor 14: Los cielos se abrieron, el Espíritu Santo se posó sobre El en forma corporal, como de paloma,) una voz del Padre bajó desde el cielo: Tú eres mi Hijo amado, en ti me he complacido (Lc 3,21-22). San Lucas advierte que éste era el comienzo del ministerio de Jesús. Y todo cuanto Jesús realiza después, desde la subida al desierto donde fue tentado (Lc 4,1) y su discurso inaugural en Nazaret (Lc 4,14), hasta el momento de expirar en la cruz (Heb 9,14), todo lo hace guiado por la fuerza del Espíritu Santo, del que estaba lleno desde el momento de la encarnación.

No deja de tener importancia el que tanto la subida al desierto donde fue tentado, cuanto el primer anuncio oficial en Nazaret, aparezcan en Lucas bajo el mismo denominador común de la presencia del Espíritu. Lo primero, porque es necesario que comprendamos que Jesús no realizó su misión de profeta de Dios sin dificultades, angustias y esfuerzos terribles, como corresponde a un hombre que en todo era semejante a nosotros, menos en el pecado (cf. Heb 4,15;2,10-18). Lo segundo, para que sepamos que la fidelidad a la misión recibida sólo puede realizarse por la correspondencia, sumisión y disponibilidad a la fuerza del Espíritu que le guiaba, sin anular su plena voluntad libre de hombre.

3) Los medios a su alcance, especialmente la oración.—Jesús no se lo encontró todo hecho. Experimentó el cansancio, la angustia, el hastío. Sufrió la incomprensión de sus mismos discípulos y tuvo la tentación de abandonar el camino marcado por su Padre. No fue sólo en el desierto; esta tentación le acompañó a lo largo de su vida: las turbas le piden milagros y señales maravillosas (Mt 12,39), Herodes quiere ver un milagro divertido (Lc 23,8), sus enemigos le piden que baje de la cruz (Mt 27,43), sus mismos seguidores le quieren hacer rey (Jn 6,15), e incluso Pedro trata de convencerlo para que abandone el camino de la cruz (Mt 16,22).

Ante todas estas seducciones, la respuesta de Jesús es siempre la misma: él no ha venido a hacer milagros espectaculares o a usarlos en beneficio propio, sino a proclamar la grandeza soberana de Dios, cumpliendo exactamente su voluntad. En esta decisión, mantenida invariablemente durante su vida, no admite vacilaciones, ni componendas, ni flirteos con el tentador. Y esta conciencia de su misión, esta total sumisión y dependencia del Padre, la profundiza Jesús en el silencio de la oración. San Marcos nos relata un episodio que tiene sin duda la frescura de los recuerdos más personales de la catequesis de San Pedro. Jesús ha curado a la suegra del apóstol, y a la caída de la tarde se agolpan los enfermos delante de la casa. Jesús cura a muchos; pero antes del amanecer se retira a un lugar desierto y allí hacía oración (Mc 1,35). La primera y última palabra de Jesús que refiere San Lucas, tienen que ver con la oración: ¿No sabíais que yo debo de ocuparme en las cosas de mi Padre? (Lc 2,49); y la oración propiamente dicha, con la que acaba su vida: Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23,46). Entre esos dos momentos, es San Lucas quien nos hace ver que todas las decisiones claves las toma Jesús en conexión con la oración. La venida del Espíritu Santo en el Jordán, venida que le consagra para su misión de Profeta del Padre, es la respuesta sensible a la oración callada de Jesús: Cuando él estaba en oración, se abrió el cielo y bajó el Espíritu Santo sobre él... (Lc 3,21-22); consciente de la gravedad de su decisión, Jesús pasa toda la noche en oración antes de elegir a los doce (Lc 6,12-13); lo mismo hará la noche anterior a la confesión de Cesarea, y lo sabemos solamente por San Lucas: Hacía oración en un lugar solitario, y estaban con él sus discípulos. Y les preguntó: ¿quién dicen los hombres que soy yo? (Lc 9,18). Lucas es también el único que hace notar la relación entre la oración de Jesús y el suceso de la transfiguración, que tanta importancia había de tener en la confirmación de la fe de los discípulos (cf. 2 Pe 1,16-19): Y mientras oraba, su rostro tomó otro aspecto, y su vestido se volvió blanco y resplandeciente (Lc 9,28-29). Finalmente, es también Lucas quien hace notar que el encargo dado a Pedro de «confirmar a sus hermanos», está avalado por la oración de Jesús, como garantía indiscutible de la eficacia de su ministerio: Yo he rogado por ti a fin de que tu fe no desfallezca. Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc 22,32).

b) Infalibilidad del magisterio eclesiástico

Ahora estamos en disposición de comprender mejor los tres elementos que actúan en los apóstoles y en sus sucesores para llevar adelante su misión de transmitir el mensaje evangélico, dentro de una fundamental fidelidad: 1) la presencia de Cristo; 2) la fuerza del Espíritu Santo; 3) los medios humanos, sobre todo, la oración.

1) La presencia de Cristo.—Aquí reside la diferencia esencial que distingue el apostolado cristiano de cualquier otra forma de misión institucionalizada y jurídica conocida en el mundo profano. El apostolado no se funda en una simple misión jurídica, todo lo eficaz y válida que se quiera. Porque esta misión jurídica supondría en los apóstoles una presencia también jurídica de Cristo, como la patria está simbólicamente presente en la bandera, o el rey en su embajador. ¡No! La presencia de Cristo en los apóstoles es verdadera, real y dinámica, aunque no sustancial. Porque la misión de los apóstoles es continuación de la misión de Cristo: Como el Padre me ha enviado a mí, así os envío yo a vosotros (Jn 20,21; 17,18), hace falta que Cristo esté presente en ellos, de modo parecido a como el Padre está presente en Cristo fundando su misión. Así, y únicamente así, sería real el paralelismo que Cristo establece. Es imposible que Cristo se separe de los apóstoles a quienes envía, como es imposible que el Padre se separe de Cristo: él está en el origen y en el término de la misión de los apóstoles.

Por eso, en el momento más solemne de todo el evangelio, cuando el resucitado envía sus apóstoles al mundo entero, Mateo encuadra la misión entre dos polos igualmente necesarios: el sumo poder de Cristo, constituido Señor: Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra, y la promesa de una presencia dinámica, eficaz y perenne en los apóstoles: Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos (Mt 28,18). La fórmula «yo estaré contigo» aparece unas cien veces en el A. T. para indicar una ayuda especial de Dios, en virtud de la cual saldrá adelante el enviado en la misión a la que Dios le envía 15.

Además, la misión no es una simple invitación, sino un mandato regio que compromete la autoridad del Maestro que envía: Pablo, apóstol de Jesucristo según el mandato regio de Dios (1 Tim 1,1). Por lo cual, Pablo usa como sinónimos estos dos términos: siervo y apóstol de Jesucristo (Tit 1,1). Esto exige por parte del Señor una vigilancia eficaz que garantice la conformidad entre la predicación apostólica y la revelación cristiana: Yo estaré con vosotros.

Tengamos en cuenta que esta presencia no está limitada a la vida de los apóstoles, sino que se hace precisamente cuando ya los apóstoles van a ser privados de la presencia visible de Jesús.

2) La fuerza interior del Espíritu Santo.—La" misión del Hijo de Dios como profeta enviado por el Padre a los hombres quedó consagrada definitivamente cuando se realizó la consagración del Espíritu Santo en el bautismo. Por eso era necesario que la misión de los apóstoles (enviados de Cristo) se viera consagrada también con el Espíritu Santo. No en vano. San Lucas, que comienza los relatos de la vida y la misión de Cristo con la bajada del Espíritu Santo en la encarnación y en el bautismo, comienza también la historia de la Iglesia con la irrupción maravillosa de Pentecostés, que consagra al nuevo Pueblo de los ciento veinte discípulos, símbolo de la totalidad de la Iglesia.

Porque la misión de Cristo se funda en la consagración: Y por ellos me consagro, para que ellos sean consagrados también en la verdad (Jn 17,18-19). Por eso, antes de morir, les promete un abogado: el Espíritu Santo, como Espíritu de verdad (Jn 14,17), que dará testimonio de Cristo Un 15,26) y les conducirá a la verdad completa (Jn 16,12-13). Y una vez resucitado, soplará sobre ellos, significando con este rito la transmisión del Espíritu Santo que los consagra, y les dirá: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20,21).

Juan tiene presente el trasfondo tan característico en él: la lucha entre el mundo y Jesús. Jesús ha dado a conocer a los discípulos cuanto ha oído de su Padre (Jn 15,15), para que ellos, a su vez, lo transmitan a los hombres. Ahora van a quedar huérfanos de Cristo, y es natural que sientan miedo, porque la dificultad de la empresa está por encima de sus posibilidades. Esta es la actitud que se refleja también en los profetas ante una misión divina. A esta pusilanimidad ha respondido Mateo con la fórmula: Yo estaré con vosotros. Pero Juan completa el misterio de la misión apostólica, resaltando el último constitutivo que la hace semejante a la misión de Jesús: el envío del Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo. Sin este envío, la misión de los apóstoles no sería en realidad semejante a la misión de Cristo.

Ahora bien, en esta lucha del mundo contra Jesús, el Espíritu Santo, que ya está junto a los discípulos, estará con ellos; más aún, estará dentro de ellos con una presencia permanente e interior (cf. Jn 14,16-17). Tres partículas usadas por San Juan, que indican una progresión. Y está como abogado defensor. San Juan aplica este término una sola vez a Cristo que nos defiende ante el Padre (1 Jn 2,1). Pero de ordinario lo refiere al Espíritu Santo. Y no precisamente vuelto al Padre para interceder por los discípulos, sino vuelto a los discípulos para aconsejarlos, iluminarlos, defenderlos en su fe contra el mundo, enemigo de Jesús.

Por eso los discípulos no tendrán que temer, porque siempre les acompañará; más aún, estará dentro de ellos el Espíritu de Jesús, el Espíritu de verdad, que les enseñará y les recordará todo cuanto han oído de Jesús. Se trata de un abogado defensor que les mantendrá en la verdad evangélica.

No es que les enseñe nuevas verdades, porque es precisamente el Espíritu del Hijo que vendrá para dar testimonio de Cristo: un testimonio interior y permanente que atestiguará la verdad de Cristo. No una verdad nueva, sino la misma verdad de Cristo, cuya profundidad y cuyas consecuencias serán conocidas bajo la iluminación del Espíritu Santo. Y esto de tal manera, que su acción no quedará limitada a la vida de los apóstoles, puesto que permanecerá con ellos para siempre, lo mismo que la presencia de Jesús resucitado los acompañará hasta la consumación del mundo.

Para San Juan es impensable que la Iglesia, regida por los apóstoles y sus sucesores «hasta la consumación de los siglos», pueda disociarse de la doctrina de Cristo. No podría pensarse fracaso mayor de la presencia «eficaz» de Cristo y de su Espíritu de verdad prometido a los apóstoles y a sus sucesores tan solemnemente por Jesús.

3) Los medios humanos.—La presencia de Cristo y de su Espíritu de Verdad no eximen a los apóstoles ni a sus sucesores del esfuerzo humano que requiere el uso de todos los medios a su alcance por conservar la auténtica doctrina de Cristo, profundizarla y transmitirla incontaminada. Difícil-mente podrá encontrarse en el mundo ninguna institución humana más tradicional, ni que cuente con más garantías de fidelidad al mensaje primitivo. Y esto, sencillamente, porque la ley fundamental de esa institución llamada Iglesia es la dependencia absoluta del mensaje original. Los mismos apóstoles buscan, cuando se trata de sustituir a Judas, un discípulo que haya sido testigo de la resurrección del Señor, y que lo haya seguido desde los comienzos de su predicación (cf. Act 1,21-23); el mismo Pablo, a pesar de que reivindica en repetidas ocasiones su título y derechos de apóstol de Jesucristo, sube a Jerusalén para confrontar su evangelio con los demás apóstoles, y no exponerse a correr en vano (cf. Gál 2,2). De aquí proviene el cuidado en seleccionar personas que hayan asimila-do el Evangelio, de forma que puedan transmitirlo a otros: Cuanto de mí oíste por muchos testigos, confíalo a hombres fieles, que sean, a su vez, capaces de enseñar a otros (2 Tim 2,2). Para los apóstoles, es fundamental la vigilancia sobre la pureza de la fe: Te encargué que permanecieras en Efeso, a fin de intimar a algunos que no enseñen doctrinas extrañas (1 Tim 1,3). Pablo hace un juramento, cuya solemnidad no tiene parangón en ninguna de sus cartas, intimando a su discípulo Timoteo en presencia de Dios y de Jesucristo, para que conserve intacto e irreprochable el mandato que ha recibido (1 Tim 6,13-14). A Tito, por su parte, le ordena que reprenda severamente a los cretenses, a fin de que conserven la fe sin tacha y no den oídos a fábulas ni a preceptos de hombres, que vuelven las espaldas a la verdad (Tit 1,13-14). Nada digamos de la recomendación final a Timoteo: Guarda el depósito. Evita las palabrerías profanas y también las objeciones de la falsa ciencia (1 Tim 6,20). En la segunda carta vuelve a insistir en la idea de fidelidad a lo recibido: Ten por norma las palabras sanas que de mí oíste en la fe y en la caridad de Cristo jesús; conserva el precioso depósito, por el Espíritu Santo que habita en nosotros (2 Tim 1,13-14). La carta a los Hebreos es especialmente interesante, pues la recomendación va dirigida a los fieles en su relación con aquellos que les han transmitido la fe: Acordaos de vuestros superiores, los que os predicaron la Palabra de Dios... No os dejéis arrastrar por doctrinas diferentes (Heb 13,7-9).

Esta persuasión es la misma en el tiempo postapostólico: la norma que hay que conservar intacta, porque de ella depende la vida de la Iglesia, es la doctrina de Cristo transmitida por los apóstoles. La Didajé o Doctrina de los doce Apóstoles, documento del siglo I, consigna esta ley: «No descuides los mandatos del Señor; guardarás lo que has recibido, sin añadir ni quitar nada» (4,13). Es éste un verdadero comentario de lo que significa el depósito y de la fórmula usada por San Pablo, cuando explica a los fieles de Corinto el misterio eucarístico: os transmito lo que he recibido. Porque éste era el significado jurídico del depósito: algo que no se da en propiedad, sino en custodia, para devolverlo intacto. Esta expresión encierra todo un talante consustancial con el cristianismo. No interesan doctrinas extrañas: lo que interesa es la conservación y profundización en la doctrina recibida de los apóstoles. La Iglesia de los primeros tiempos, como la Iglesia posterior, se caracteriza por una mística de conservación del depósito de la revelación. Y todos se agrupan en torno a los presbíteros y obispos, para vivir de la Palabra de Dios tal y como les ha sido transmitida y para transmitirla a su vez sin mixtificaciones.

Este esfuerzo humano de seria crítica, de investigación en las fuentes reveladas y en la tradición de la Iglesia, de consultas y encuestas previas para asegurarse de la autenticidad cristiana de uña doctrina, ha sido siempre una constante en la vida de la Iglesia. De tal forma que el mismo concilio Vaticano I hizo a ello referencia en la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice: «Los Romanos Pontífices, por su parte, según lo exigían los tiempos y los asuntos, unas veces convocando concilios generales, o auscultando el parecer de la Iglesia extendida por el mundo, otras veces mediante sínodos particulares, otras empleando diversos medios que la divina Providencia deparaba, definieron que había que mantener aquellas cosas que ellos reconocieron, con la ayuda de Dios, que eran conformes con la Sagrada Escritura y las tradiciones apostólicas. Porque el Espíritu Santo no fue prometido a los sucesores de Pedro para manifestar una nueva doctrina recibida por él por revelación, sino para que, con su asistencia custodiaran santamente y expusieran fielmente la doctrina recibida de los Apóstoles» [cf. n.700-701].

Téngase además en cuenta que la doctrina apostólica no es una simple expresión conceptual de realidades objetivas, todo lo verdaderas que se quiera; sino que es vida: la vida de los hijos de Dios sobre la tierra. Por esta especial naturaleza de la Palabra de Dios se ve la necesidad de que aquellos que habían recibido de Cristo la misma misión que él había recibido de su Padre, es decir, la de predicar el Evangelio a todos los hombres, fueran al mismo tiempo los dispensadores efectivos de los misterios de Dios (cf. 2 Cor 6,4) y los maestros de la vida cristiana: enseñándoles a observar todo cuanto os he mandado (Mt 28,18ss). San Pedro exhortaba a los presbíteros a apacentar la grey de Dios, siendo modelos de la grey (1 Pe 5,3), y Pablo podía decir a los fieles: Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo (1 Cor 4,16; 11,1. Cf. Flp 3,17; 1 Tes 1,6).

Esto supone no sólo la fidelidad conceptual al mensaje evangélico, sino el amor y la vivencia de dicho mensaje. La misión del magisterio apostólico no es sólo la predicación o el anuncio, sino que es ante todo y sobre todo el testimonio: Daréis testimonio de mí (Lc 24,48; Act 1,8). La tradición cristiana reservó muy pronto la palabra testimonio [martirio] para el testimonio por excelencia que se daba con el derramamiento de la sangre. Pero también muy pronto, en el siglo III, fue San Cipriano quien habló de la vida cristiana como martirio, o sea, como testimonio de Cristo. Toda la vida cristiana con lo que tiene de amor a Jesús, de vivencia de su mensaje, de imitación de su vida, de seguimiento de su cruz, de firmeza en la esperanza, de afirmación de Dios en un mundo sin Dios, de compromiso con el prójimo, es un verdadero testimonio-martirio.

Cuando el Evangelio se separa del testimonio, cuando la palabra predicada no se hace vida, hay una especie de docetismo de la predicación, que es la mejor manera de hacerla infructuosa. La redención del hombre se llevó a cabo de verdad, porque la Palabra de Dios se hizo hombre verdadero en Cristo y no, como decían los docetas, tomando una apariencia de hombre.

La primera cuestión que debería hacerse todo aquel que ha recibido la misión de transmitir la fe de la Iglesia, es la de saber si esa transformación se hace por medio de palabras articuladas que se las lleva el viento, o se ha sustantivado en el testimonio callado de la propia vida. Porque si el predicador no encarna lo que predica, haciéndose modelo como decía San Pedro (1 Pe 5,3), no hay que extrañarse de que el oyente se contente, como añadía Santiago, con ser oyente de la Palabra, sin cumplir sus exigencias (Sant 1,23). Cristo predicó ciertamente palabras; pero si esas palabras no se hubieran sustantivado en la gran Palabra heroica que murió en la cruz, el mundo estaría aún por redimir.

c) Limitaciones de la infalibilidad

Karl Barth declaraba que allí donde se reconoce un carácter infalible a una autoridad terrestre, no tenemos más remedio que decir un no resuelto. «Nuestra actitud con respecto al catolicismo no puede ser otra sino la de la misión, la de la evangelización, de ningún modo la de la unión» 16. Sin embargo, H. Ott, que sucedió a Barth en la cátedra de Basilea, hacía una confesión sorprendente, después de haber estudiado detenidamente la definición del Vaticano I 17. Ott no encuentra en ella una oposición insalvable con las posturas del protestantismo, sino más bien un punto de partida para el diálogo ecuménico. Por eso, conviene examinar las limitaciones que tiene el concepto de infalibilidad de la Iglesia.

1) La infalibilidad de la Iglesia, del episcopado universal, del papa, incluso de los apóstoles no es una infalibilidad intrínseca ni absoluta, que ésta es sólo de Dios. Todo entendimiento humano, tanto del papa, como de los obispos, como de los apóstoles, e incluso el entendimiento humano de Cristo es limitado y, de suyo, falible. La infalibilidad no viene a la Iglesia por una cualidad intrínseca que eleve el entendimiento de los apóstoles o de sus sucesores a una esfera sobrehumana. Les viene simple y llanamente por una asistencia divina, que no les exime de su trabajo e investigación personal; por eso, tampoco es absoluta. Sólo en determinadas materias, es decir, aquellas materias que son competencia del magisterio de la Iglesia, se da esa asistencia divina especial; y dentro de esas materias, sólo en muy determinados casos, bien definidos, la Iglesia, en virtud de esa asistencia, no podrá equivocarse. Y aquí tenemos indicada la segunda y tercera limitación de la infalibilidad. Para conocer bien los términos de estas limitaciones es importante el discurso de Mons. Gasser, en el Vaticano I 18.

2) La segunda limitación es obvia. Porque la asistencia divina se da para garantizar la fiel transmisión del mensaje evangélico. Cualquier obispo, cualquier papa podrá hablar de otras materias: economía, finanzas, física, astronomía. Pero eso no pertenece al campo del magisterio eclesiástico, ni para eso cuenta con ninguna asistencia divina especial. Sus afirmaciones valdrán tanto cuanto valgan los argumentos de su ciencia personal.

El campo propio del magisterio suele designarse con la fórmula tradicional: «materias de fe y costumbres», o con otras fórmulas equivalentes que emplea el Vaticano II: «doctrina de fe y de conducta», «fe que ha de creerse y aplicarse a la vida», «revelación que hace fructificar», y constituyen lo que Juan Pablo II llama en su encíclica Redemptor hominis (n.19) «la verdad divina». Evidentemente, estas fórmulas significan primariamente las verdades reveladas de contenido salvífico, que exigen la respuesta de la fe (objeto primario del magisterio).

Sin embargo, hay otra serie de verdades no reveladas en sí mismas, pero que están tan íntima e intrínsecamente ligadas con las verdades reveladas, que lógica y necesariamente dependen unas de otras. Aun cuando el concilio Vaticano I no pretendió definir que estas verdades formen parte del objeto (secundario) del magisterio, Gasser lo supone en la Relación previa a la definición de la infalibilidad del Romano Pontífice 19; el Vaticano II lo enseña en la constitución Lumen gentium 20 y la Iglesia las ha definido en más de una ocasión. Como quiera que en estos casos no define la Iglesia dichas verdades «como reveladas», puesto que no están reveladas, tendríamos una definición infalible de la Iglesia que no constituye un dogma de fe.

3) La tercera limitación hay que situarla en el ámbito espacial de la doctrina. No se olvide que el magisterio del papa y de los obispos es un servicio a la fe de la Iglesia. Lo importante es la fe de la Iglesia, considerada en su totalidad; porque, si esa fe naufragara, habría dejado de existir la Iglesia universal. De ahí que, propiamente hablando, no hay sino una sola infalibilidad: la infalibilidad del conjunto de los fieles, que llamamos Iglesia; la enseñanza del magisterio eclesiástico, para que tenga la garantía suprema de infalibilidad, necesita ser universal. Lo cual puede ocurrir de tres modos. El primero, y el más ordinario, cuando el episcopado universal coincide entre sí y con el Romano Pontífice en la doctrina «de fe y costumbres» que enseñan a los fieles. El segundo, cuando enseñan esa misma doctrina reunidos en concilio universal. Tercero, cuando el papa, que tiene jurisdicción universal, ordinaria y episcopal en toda la Iglesia y en cada una de las diócesis, se dirige, como Pastor supremo, a toda la Iglesia.

Por eso enmarca el Vaticano I la definición sobre la infalibilidad del Romano Pontífice en la perspectiva general de la infalibilidad de la Iglesia; y el Vaticano II evitó deliberadamente decir que el papa actúa en sus definiciones solemnes «como cabeza del Colegio episcopal». Porque en esos casos actúa «en calidad de maestro supremo de la Iglesia universal, en quien singularmente reside el carisma de la infalibilidad de la Iglesia misma» (LG n.25).

Y así debía de ser en una perfecta coherencia con los datos que la revelación nos proporciona sobre el ministerio de Pedro. Porque debe notarse que la revelación posee la estructura de lo universal en lo concreto. Esto quiere decir que la revelación que se dirige a todos y se hace acontecimiento para todos, ocurre siempre en concreto: en un suceso histórico, en hombres individuales, mediante una palabra determinada, mediante un hecho especial. La culminación y plenitud de la revelación en la persona de Jesús de Nazaret y en la realidad-Cristo, es la realización insuperable de lo universal en lo concreto.

La aplicación a nuestro tema es obvia. La promesa dada a toda la Iglesia, representada en el Colegio Apostólico y sus sucesores, de que permanecerá en la verdad y la verdad en ella, no exige que cada uno de los miembros de la Iglesia posea el carisma de la verdad de la misma manera; pero exige que este carisma esté en la Iglesia universal. Ahora bien, esto no excluye su concretización particular en un acto del magisterio extraordinario del papa, sino que (como en el caso del universal en lo concreto) la hace posible y real. De ahí se sigue también, según la misma ley, algo que debe ser esclarecido teológicamente, y es que la carencia de error concedida a toda la Iglesia sería problemática, caso de no ser posible su concretización en una última palabra de aquel que es el primero, el pastor supremo, el fundamento de la Iglesia, y de cuyo ministerio forma parte el robustecer y confirmar a los hermanos en la fe (cf. Lc 22,32).

4) Queda una última limitación: y es que la doctrina se proponga por el magisterio definitivamente. No basta que la Iglesia universal, el episcopado o el papa sostengan una doctrina como opinión teológica, porque entonces no quedaría comprometida la fe de la Iglesia. Pero cuando toda la Iglesia se expresa en símbolos de fe universales o el episcopado universal disperso por el mundo o reunido en concilio afirman definitiva-mente que una doctrina está revelada, entonces sí queda comprometida la fe de la Iglesia; y, por consiguiente, es infalible la presencia de Cristo y la asistencia del Espíritu de verdad para que la Iglesia no naufrague en la fe. Es indiferente que la enseñanza definitiva del magisterio se proponga por medio de actos ordinarios o extraordinarios, como sería un concilio ecuménico o una definición «ex cathedra». Los símbolos de fe de la Iglesia primitiva no son actos del magisterio extraordinario; pero representan la fe de la Iglesia universal. Por el contrario, el concilio Vaticano II es un acto del magisterio extraordinario y universal; pero no trata de definir ninguna doctrina de fe.

Ahora bien, puesto que el objeto del magisterio se extiende también a aquellas verdades no reveladas, pero necesarias para la «inviolable custodia y la fiel exposición del depósito de la revelación» (LG n.25), se deduce que también éstas pueden ser definidas infaliblemente por la Iglesia, aunque no constituyan un dogma de fe. En todo caso, debe constar positivamente la voluntad de definir.

d) Magisterio y Escritura

No se diga que con esto se mitifica el magisterio de la Iglesia o se desconoce el valor excepcional que tiene la Sagrada Escritura.

1) Téngase en cuenta que la asistencia divina no puede confundirse con la inspiración. La inspiración es una moción divina que influye positivamente en el autor sagrado; de tal manera, que lo que él escribe o compone pueda a justo título llamarse Palabra de Dios, porque Dios es el autor principal. La asistencia, ni supone un influjo positivo de parte de Dios, ni las definiciones de la Iglesia pueden llamarse Palabra de Dios. La asistencia no cambia nada en el interior del acto infalible, que sigue siendo un acto pura y totalmente humano, aunque en las circunstancias anteriormente señaladas exista la garantía, extrínseca al acto mismo, de que será ciertamente conforme con la doctrina revelada.

La asistencia, pues, no puede fomentar una pasividad confiada y perezosa que descuide todo esfuerzo por la búsqueda ardiente de la verdad en una penitencia y renovación constante del espíritu evangélico. Cualquier cristiano puede zozobrar en la fe y en la fidelidad a Jesús, incluido personal-mente el papa. De ahí que la promesa de Cristo no pueda servir de adormidera para nadie. Porque si es verdad que la Iglesia universal es infalible, no ocurre lo mismo con las localizaciones de esta Iglesia, rondada siempre por seductores, asaltada por enemigos y atraída por toda suerte de tentaciones.

2) Téngase además en cuenta que los escritos inspirados han nacido en una comunidad viva, como expresión de una fe que es anterior a dichos escritos y cuya fiel custodia, conservación e incontaminada vigencia ha sido confiada a los Pastores de la Iglesia. El magisterio de la Iglesia no es Palabra de Dios; esos escritos inspirados, en cambio, son Palabra de Dios. El magisterio de la Iglesia no está sobre la Sagrada Escritura, sino al servicio de ella, para velar por que siempre se conserve intacto el mensaje original. Ya los mismos apóstoles reconocen que en la Sagrada Escritura hay pasajes difíciles que requieren una recta interpretación (cf. 2 Pe 3,16), y que hay algunos que depravan su recto sentido. La historia de la exégesis muestra que todas las herejías se han amparado en alguna expresión bíblica desencarnada de su contexto vital. De ahí que siempre haya recurrido la Iglesia a la tradición viva, como órgano que transmite, defiende y precisa el verdadero sentido de la Palabra de Dios escrita; es decir, a «aquellos que en la Iglesia poseen la sucesión desde los apóstoles y que han conservado la Palabra sin adulterar e incorruptible» 21. El mismo San Ireneo ilustra esta enseñanza con una comparación muy sugestiva: la de los centones homéricos. A saber: había un juego consistente en tomar un trozo literario o las piezas de un mosaico y formar con ellas el pensamiento o la figura original. Si no se colocaban justamente, el número de piezas era idéntico, pero el pensamiento o la figura era distinta. Sólo aquel que está familiarizado con Homero podrá reconocer la falsedad del pensamiento, aun cuando contenga exactamente las mismas palabras. Y esto es lo que hacen los herejes. Por eso advierte Ireneo que «han de leerse las Escrituras bajo la tutela de los presbíteros de la Iglesia, en quienes se halla la doctrina apostólica» 22. Así educado en el seno de la Iglesia, «posee el canon inflexible de la verdad que ha recibido mediante el bautismo, y reconocerá perfectamente los términos, las expresiones y las parábolas que se hayan tomado de las Escrituras; pero no reconocerá el asunto blasfemo que han tratado (los herejes). Reconocerá las piedras, pero no tomará el zorro por el retrato del rey; al contrario, colocará cada texto en su rango correspondiente y lo adaptará al asunto de la verdad y así podrá desenmascarar la ficción y mostrará su inconsistencia» 23.

El mensaje cristiano ha sido entregado por Cristo al magisterio de los apóstoles y de sus sucesores. Y aunque es cierto que por inspiración divina quedó fijado en los evangelios y en los demás escritos del Nuevo Testamento, estos escritos no pueden entenderse sino dentro de la fe de la Iglesia en la que han nacido. Afirmar que el magisterio se erige en juez y patrón de la Sagrada Escritura es tan injusto como decir que los apóstoles se hacen dueños y señores de la Palabra de Jesús cuando velan por que el mensaje de Jesús no se adultere con vanas palabrerías. Ni los obispos ni el papa, ni los apóstoles son dueños de la Palabra de Jesús, sino que están sometidos a ella; su autoridad es el carisma permanente para la fiel transmisión de esa Palabra. Por eso, cuando la Iglesia define un dogma de fe, es una liviandad hablar del dogmatismo de la Iglesia. Porque ella no impone, propiamente hablando, nada nuevo a los fieles. Lo único que hace es testificar con certeza que tal o cual verdad está contenida en el depósito de la revelación cristiana. El acto de fe en un dogma definido no es fe a la Iglesia, sino a la Palabra de Dios que nos llega a través del magisterio de la Iglesia desde el tiempo de los apóstoles. Y una vez que consta con certeza que es Palabra de Dios, el magisterio es el primero que tiene que someterse a ella.
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1 En efecto, además del magnífico Enchiridion Symbolorum, Definitionum et Declarationum de rebus fidei et morum, publicado en Würzburgo (1854) por E. DENZNGER (1819-1883) y reeditado y puesto al cha en numerosas ediciones, tenemos que señalar al menos tres obras similares que estimamos muy útiles: Thesaurus Doctrinae Catholicae ex documentis Magisterii ecclesiastici, que compuso el P. Ferdinand Cavallera (París 1920); posteriormente, y siguiendo un orden lógico de temas, como ya lo había iniciado el P. Cavallera, JOSEF NEURER y HEINRICH Roos publicaron en 1938 su Enchiridion titulado Der Glaube der Kirche in den Urkunden des Lehrveskündigung, cuya novena edición fue preparada en 1957 por el P. K. Rahner. Unos años más tarde, en 1969, vio la luz pública el libro del P. GERVnas DUMEIGE, que sigue muy de cerca los pasos del anterior: Textes doctrinaux du Magistére de l'Eglise sur la foi catbolique (París 1969). En esta misma línea, pero con una orientación más escolar, se mueve la excelente obra de J. IBANEZ-F. MENDOZA, La fe divina y católica (Zaragoza 1978).

2 Sesión tercera, c.3 (cf. FIC 45).

3 2-2 q.11 a.l.

4 De utilitate credendi 14,32: ML 42,88.

5 En la fiebre de liberación actual no faltan voces que repiten con lenguaje desenfadado tesis ya superadas en el siglo u: «Ahora estamos preocupados con la multiplicación de los secuestros de personas... Pero ¿quién piensa en el secuestro de Jesús por parte de la Iglesia? El secuestro consiste en quitar de enmedio a Jesús, para poner en su lugar a la Iglesia. Lo quitó de enmedio la Iglesia; pero a la operación han ido contribuyendo a través de la historia, sobre todo, los jerarcas y, en general, los hombres de Iglesia. El fiel no puede simplemente amar a Jesús y buscar la inspiración en el Evangelio. Ha de amar a Jesús y a la Iglesia, e inspirarse en el Evangelio, siguiendo la doctrina del magisterio de la Iglesia. Y, al final, no es el Evangelio la medida con que hay que justipreciar la doctrina de la Iglesia, sino que es el magisterio la vara con que hay que medir el Evangelio... Es absolutamente necesario liberar a Jesús del secuestro de que ha sido víctima desde hace casi dos mil años» (Teología en broma y en serio [Bilbao 1975] 50-53).

6 Lumen gentium 1,8,9,48; Sacrosanctum Concilium 5.

7 Lumen gentium n.14.

8 La Profession de foi du Vicard Savoyard, en Oeuvres (París 1856-1863) II 4,89.

9 El Espíritu de Verdad os guiará hacia la verdad completa, en La infalibilidad de la Iglesia (ed. Estela, Barcelona 1964) 14.

10 Lumen gentium n.8.

11 Einfürhung in das Christentum (Munich 1968) 61-66. Hay una traducción castellana, Introducción al cristianismo (Salamanca 1971).

12 Lumen gentium n.20.

13 AAS 71 (1979) 305.

14 Cf. I. DE LA POTTERIE, L'onction du Christ: NRT 80 (1958) 225-252.

15 U. HOLZMEISTER, Dominus tecum: Verbum Domini 23 (1943) 232-237; 252-262.

16 Foi et Vie (1948) 495.

17 Die Lebre des I Vatikanischen Konzils (Basilea) 162-163.

18 Msi 52,1204-1232.

19 Msi 52,1226ss.

20 Al discutirse la materia del n.25 de la constitución Lumen gentium, pidieron cuatro Padres que se declarase la infalibilidad de la Iglesia respecto a estas verdades ligadas con la revelación. La Comisión teológica respondió que de ello se habla en las palabras del texto: «Esta infalibilidad... se extiende a cuanto abarca la inviolable custodia y la fiel exposición del Depósito de la divina Revelación». Acta Synodalia sacrosancti concilii oecumenici Vaticani II vol.III pars VIII (Typis polyglottis vaticanis, 1976) 89.

21 SAN IRENEO, Adv.haer. 4,26,5.

22 Adv.haer. 4,32,1.

23 Adv.haer. 1,9,4.