VI

LA MUERTE CRISTIANA


1. La repugnancia natural del hombre ante la muerte

La concepción característicamente cristiana de la antropología hace comprensible que el hombre sienta una natural repugnancia ante la muerte. Ya hemos dicho que en la antropología cristiana el cuerpo no es una cárcel, en la que el alma esté encarcelada y de la que, por tanto, desee huir; como tampoco es un vestido, del que sea fácil despojarse. Tales planteamientos corresponden al dualismo platónico, pero no a la dualidad que es propia de la antropología cristiana 1. Aunque, a veces, en el Nuevo Testamento se habla del cuerpo con las metáforas de la tienda de campaña y del vestido, esos modos de expresión se utilizan en él sin incurrir, con su uso, en una subvaloración del cuerpo 2.

Por todo ello, la muerte considerada naturalmente es un acontecimiento dilacerante, no es algo deseable para ningún hombre ni una realidad que el hombre pueda abrazar con ánimo tranquilo sin superar previamente la repugnancia natural ante ella. Nadie debe avergonzarse de los sentimientos de natural repulsa que experimenta ante la muerte, ya que el mismo Señor quiso padecerlos en Getsemaní antes de su muerte 3. Más tarde, al morir, Jesús quiso tener experiencia de la más honda soledad humana que es la que se siente en la muerte, y en la que sólo queda al hombre la posibilidad del recurso confiado a Dios; la suprema expresión de esa experiencia son estas palabras suyas en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mc 15, 34); esta oración de Jesús no puede interpretarse como un grito de desesperación, sino como plegaria a Dios, su Padre, expresión de su confianza inquebrantable incluso en la más honda necesidad 4. Las palabras pronunciadas por Jesús son una cita del Sal 22 [21], 1; aunque Jesús no haya recitado el salmo entero, es claro que, tanto para Marcos como para sus lectores, este primer versículo tenía que evocar el sentido de conjunto que posee el resto del salmo y que está lleno de expresiones de gratitud a Dios que escucha la plegaria del salmista 5. Por su parte, también san Pablo testifica sentir un rechazo natural de la muerte, que le hace desear que la Parusía le encuentre vivo y no muerto: «no queremos ser desnudados, sino sobrevestidos» (2 Co 5, 4) 6.

Al buscar las razones de estos sentimientos, hay que insistir en que la muerte escinde al hombre intrínsecamente. Más aún, porque la persona humana no es solamente el alma, sino alma y cuerpo esencialmente unidos, la muerte afecta a la persona, aunque el alma sobreviva después de la muerte 7.

El aspecto de absurdidad que todo hombre percibe en la muerte, encuentra una nueva y ulterior explicación, si se tiene en cuenta que, en el orden histórico, la muerte existe contra la voluntad de Dios (cfr. Sb 1, 13-14; 2, 23-24) 8: «Por esto, como por un solo hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron» (Rm 5, 12) 9. La Iglesia enseña que «el hombre si no hubiera pecado, habría sido sustraído» de la muerte corporal 10. En esta doctrina se halla la respuesta definitiva a la inquietante pregunta del hombre: ¿por qué Dios, a pesar de su bondad, nos ha hecho para morir? Más aún, la conexión histórica entre pecado y muerte hace que ésta tenga que ser aceptada con un cierto sentido de penitencia por todo cristiano que no olvide las palabras de san Pablo: «el salario del pecado es la muerte» (Rm 6, 23) 11.

Es igualmente natural que el cristiano sufra con la muerte de las personas que ama. No olvidemos que «Jesús se echó a llorar» (Jn 11, 35) por su amigo Lázaro muerto. De ese llanto suyo, los judíos, aunque quedándose en la superficie de lo que era la actitud de Jesús, dedujeron el mucho amor que tenía a Lázaro. «Y los judíos decían: Mira cómo lo quería» (Jn 11, 36). También nosotros podemos y debemos llorar a nuestros seres queridos muertos. Pero el cristiano debe llegar a la profundidad del llanto de Jesús en este pasaje como lamento por el poder de la muerte que, corno hemos visto, ha sido introducido por el pecado 12.


2.
El rostro positivo de la muerte a la luz de la fe y de la esperanza cristianas

Caminar, de modo inexorable, hacia la muerte es común al hombre y a los animales. Lo propio del hombre radica en que sólo él –y no los animales– es consciente de ese su continuo avanzar hacia su muerte; o quizás más exactamente del avanzar de la muerte en él 13. De este camino inevitable, especialmente cuando no se afirma un horizonte de vida postmortal, brota el más profundo sentimiento de angustia de que el hombre es capaz 14. Los filósofos (baste recordar el intento relativamente reciente de los existencialistas) se han esforzado muchas veces en enseñar al hombre cómo superar su angustia ante la muerte 15. Pero, aun prescindiendo de las soluciones concretas propuestas por ellos, es fundamental señalar que, ya a un nivel meramente natural, tanto la repugnancia que el hombre experimenta ante la muerte (la cual nace precisamente de la conciencia de la inexorabilidad de su proceso hacia la muerte), como la posibilidad de superar esa repugnancia contituyen actitudes característicamente humanas, completamente distintas de las que pueden darse en un animal. De este modo, la muerte es una ocasión en la que el hombre puede y debe manifestarse como hombre. ¡Hay que saber morir como hombres! Pero el cristiano puede además superar el temor de la muerte, apoyado en otros motivos.

La fe y la esperanza nos enseñan otro rostro de la muerte, distinto del aspecto dilacerante y terrible que hasta ahora hemos evocado. Jesús se enfrentó al temor de la muerte bajo la luz de la voluntad del Padre (cfr. Mc 14, 36)16. Él murió para «libertar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (Hb 2, 15) 17. Consecuentemente puede ya san Pablo tener deseo de partir para estar con Cristo; esa comunión con Cristo después de la muerte es considerada por Pablo en comparación con el estado de la vida presente como algo que «es con mucho lo mejor» (cfr. Flp 1, 23) 18. La ventaja de esta vida consiste en que «habitamos en el cuerpo» y así tenemos nuestra plena realidad existencial; pero con respecto a la plena comunión postmortal «vivimos lejos del Señor» (cfr. 2 Co 5, 6). Aunque por la muerte salimos de este cuerpo y nos vemos así privados de nuestra plenitud existencial, la aceptamos con buen ánimo, más aún podemos llegar a desearla, para «vivir con el Señor» (2 Co 5, 8) 19. Abandonar el cuerpo constituye, sin duda, a la luz de la antropología cristiana, una situación que es ontológicamente imperfecta e incompleta. Pero porque la comunión íntima con Cristo es un valor superior a la plenitud existencial, la vida terrena no puede considerarse el valor supremo. Esto justifica el deseo místico de la muerte, que san Pablo manifiesta en estos pasajes.

Este deseo místico de comunión postmortal con Cristo que puede coexistir con el temor natural de la muerte, aparece sin cesar en la tradición espiritual de la Iglesia, sobre todo en los santos, y debe ser entendido en su verdadero significado. Este deseo llega incluso a expresarse como alabanza a Dios por la muerte. En tales casos, esta actitud no se funda, en modo alguno, en una valoración positiva del estado mismo en que el alma carece del cuerpo, sino en la esperanza de poseer al Señor por la muerte. Son conocidos los versos en que se canta al Señor y se le alaba por la muerte, que se encuentran en el Canto al Sol de san Francisco de Asís: «Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal [...]. Bienaventurados aquellos a los que encuentre en tus santísimas voluntades, porque la muerte segunda no les hará mal» 20. Aun el más somero análisis del texto advertirá que a lo que se canta, es a la muerte que tiene lugar en una determinada situación moral («en tus santísimas voluntades»), la cual, por ello, hace imposible «la muerte segunda», es decir, la privación de la «vida eterna» en plenitud de comunión con Dios, o sea, la condenación 21. También en las poesías de santa Teresa de Jesús se encuentran fórmulas bellísimas que son expresión del deseo místico de la muerte: «Vivo sin vivir en mí / y tan alta vida espero / que muero porque no muero» 22. El motivo de desear la muerte es la «alta vida» que con ella espera comenzar. «¡Cuán triste es, Dios mío, / la vida sin Ti! / Ansiosa de verte / deseo morir» 23. Igualmente la visión de Dios es aquí el motivo por el que se desea morir. En todos estos casos, se considera a la muerte como puerta que conduce a la comunión postmortal con Cristo, y no como liberadora del alma con respecto a un cuerpo que le fuera una carga.

En la tradición de los Padres griegos es frecuente el pensamiento de la bondad de la muerte en cuanto que es condición y camino para la futura resurrección gloriosa. «Si, por tanto, no es posible sin la resurrección que la naturaleza llegue a mejor forma y estado: y si la resurrección no puede hacerse sin que preceda la muerte: la muerte es algo bueno en cuanto que es para nosotros comienzo y camino de un cambio para mejor» 24. Cristo con su muerte y su resurrección dio a la muerte esta bondad: «Como extendiendo la mano al que yacía, y mirando por ello a nuestro cadáver, se acercó tanto a la muerte, cuanto es haber tomado la mortalidad, y con su cuerpo dio a la naturaleza el comienzo de la resurrección» 25. En este sentido, Cristo «cambió el ocaso en oriente» 26, es decir, la suprema decadencia humana que es la muerte, en amanecer de vida.

También el dolor y la enfermedad que son un comienzo de la muerte, deben ser asumidos por todo cristiano, de una manera nueva 27. Ya en sí mismos se perciben como molestos y dolorosos, pero producen una angustia todavía mayor en cuanto que los vemos, con razón, como signos del progreso de la disolución del cuerpo 28. Ahora bien, por la aceptación del dolor y de la enfermedad permitidos por Dios, nos hacemos partícipes de la pasión de Cristo, y por el ofrecimiento de ellos nos unimos al acto con que el Señor ofreció su propia vida al Padre por la salvación del mundo 29. Cada uno de nosotros, aceptando y ofreciendo sus propios sufrimientos en unión al acto de entrega con que Cristo ofreció su pasión, debe poder afirmar, como, en otro tiempo, Pablo: «completo en mi carne lo que falta de las tribulaciones de Cristo por el bien de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24)30. Por la asociación a la pasión del Señor somos también conducidos a poseer, en el propio cuerpo, glorioso por la resurrección futura, la gloria de Cristo resucitado: «siempre llevando en el cuerpo, de acá para allá, la situación de muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo» (2 Co 4, 10) 31.

De modo semejante, aunque más arriba decíamos que es normal que el cristiano llore ante la muerte de las personas que ama, a nosotros, los cristianos, no nos es lícito entristecernos por la muerte de ellos «como los demás, que no tienen esperanza» (1 Ts 4, 13) 32. Por parte de éstos, «con lamentaciones lacrimosas y con gemidos», «se suele deplorar una cierta miseria de los que mueren o su extinción casi total»; a nosotros, como a san Agustín en la muerte de su madre, nos consuela este pensamiento: «ella [Mónica] ni moría miserablemente ni moría del todo» 33. Más aún, no sólo confesamos por la fe que no todo perece en la muerte y que un elemento consciente del hombre pasa a la intimidad plena con Cristo, sino que esperamos que el cuerpo que muere, resucitará gloriosamente. San Agustín estaba persuadido de que el alma separada es un ser incompleto que tiene apetito de recuperar el cuerpo 34; aunque ya para el alma separada existe felicidad celeste o tormento, por la resurrección se constituye el sujeto completo de retribución: «Pero vendrá el día de la retribución, en el que, devueltos los cuerpos, reciba todo el hombre lo que merece» 35.


3. La muerte en el Señor y la muerte en separación de Cristo

El aspecto positivo que la muerte tiene en el cristianismo, sólo es alcanzable por un modo de morir que el Nuevo Testamento llama «muerte en el Señor»: «Dichosos los muertos que mueren en el Señor» (Ap 14, 13). Esta «muerte en el Señor», como ya hemos explicado, es deseable en cuanto que lleva a la bienaventuranza; pero tenemos todavía que añadir que este modo de morir se prepara con la vida santa; así lo indica la segunda parte del versículo del Apocalipsis que acabamos de citar: «Desde ahora, sí —dice el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Ap 14, 13). Con respecto a este texto, hay que subrayar que no se refiere sólo a los mártires, sino a todos los que resisten a la seducción, y que la retribución prometida comienza inmediatamente después de su muerte (áTápin) sin tener que esperar a la Parusía 36. A la luz de esta doctrina, es claro que la vida terrena ha de ordenarse de modo que disponga a este tipo de muerte y la haga posible, de modo que muriendo en el Señor, entremos en la comunión plena con Cristo, la cual comienza ya en el estado de alma separada 37.

Por la vida santa, a la que la gracia de Dios nos llama y para la que nos ayuda con su auxilio, la conexión original entre el pecado y la muerte, en algún sentido, se rompe, no porque la muerte física se suprima, sino en cuanto que ella misma se convierte en puerta que conduce a la vida eterna. Este modo de morir es una participación en el misterio pascual de Cristo. Los sacramentos nos disponen a este tipo de muerte. Ya el bautismo nos otorga morir místicamente al pecado y nos consagra para participar, un día, en la resurrección del Señor (cfr. Rm 6, 3-14)38; a esta muerte mística bautismal se refiere la liturgia romana renovada después del concilio Vaticano II, al orar por un difunto en la Anáfora 2° con estas palabras: «Recuerda a tu hijo N., a quien llamaste de este mundo a tu presencia; concédele que, así como ha compartido ya [por el bautismo] la muerte de Jesucristo, comparta también con El la gloria de la resurrección» 39. Por su parte, la Eucaristía es «medicina de inmortalidad» 40; su recepción concede al cristiano garantía de participar de la resurrección de Cristo41.

La muerte en el Señor tiene que ser previamente preparada por la vida santa. Pero el hombre puede elegir vivir de un modo totalmente opuesto a la vida según el Evangelio: sería vivir rechazando hasta el final el amor y la piedad de Dios 42. Ello implica la posibilidad de otro modo de morir, a saber, la muerte fuera del Señor que conduce a la muerte segunda (cfr. Ap 20, 14)43. En esta muerte, la fuerza del pecado por el que la muerte entró en el mundo (cfr. Rm 5, 12), manifiesta, en grado sumo, su capacidad de separar de Dios 44.


4. La muerte como final del estado de peregrinación

La necesidad de preparación para que nuestra muerte sea una «muerte en el Señor», es tanto más apremiante cuanto que no existe posibilidad de merecer o desmerecer en un estado postmortal. Sólo en la vida terrena existe esa posibilidad y, por cierto, como tendremos ocasión de estudiar más adelante, con el agravante de que esta nuestra vida terrestre es irrepetible 45. De este modo, la muerte aparece como punto final del estado durante el cual el hombre puede hacer opciones en las que se abra o cierre a Dios. La Escritura enseña esta doctrina a través de dos temas bíblicos diferentes.

En primer lugar, es fundamental la insistencia en que el juicio de Dios sobre el hombre solamente tiene en cuenta su vida terrena. Así, p.c., en Mt 25, 34-46, se contiene la narración del juicio final y universal; tanto la sentencia de salvación como la de condenación son pronunciadas por el Señor en relación con aquello que el hombre realizó en su vida terrestre. La primera de las sentencias tiene el esquema siguiente. Jesús dice: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...» (v. 35); frente a esta afirmación los salvados preguntan: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer...?» (v. 37); el Señor responde como explicación: «En verdad os digo, cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (v. 40). El esquema es el mismo en la sentencia de condenación. Es importante advertir que la referencia a «cuanto hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños» no es inteligible más que como obras de caridad ejercitadas frente a las indigencias de los hombres en esta vida terrena 46. De modo muy reflejo, en 2 Co 5, 10, se afirma que «todos hemos de presentamos ante el tribunal de Cristo, para que cada cual reciba por las cosas realizadas a través del cuerpo, ya sean buenas, ya sean malas» 47; de este modo, el juicio aparece referido a lo realizado en la situación terrena y corpórea.

Lo que se hace en este mundo es decisivo para el destino postmortal. «Quien ama su vida, la pierde; y quien aborrece su vida en este Inundo, la guardará para la vida eterna» (Jn 12, 25)48. A la condenación se refiere la explicación dada por Jesús a la parábola de la cizaña (Mt 13, 37-43). En ella se anuncia que al «fin del mundo» (v. 39) los ángeles recogerán del reino «a todos los que obran la iniquidad» (v. 40); pero se trata, sin duda, de obras de iniquidad realizadas en el mundo, pues, como se dice en el v. 38, «el campo es el mundo» 49.

Por otra parte, la Escritura concibe la muerte como línea divisoria en que la situación del justo que frecuentemente sufre en la tierra, y la situación del impío que muchas veces triunfa y disfruta de su propia iniquidad, se cambian definitivamente. Esta es una de las tesis de fondo de la primera parte del libro de la Sabiduría (c. 1-5). En esta vida, los impíos parecen triunfar, y los justos ser despreciados; pero son situaciones meramente aparentes; después de la muerte, los impíos se darán cuenta de su error, aunque ya sin esperanza (Sb 5, 6); los justos, por el contrario, estarán siempre con el Señor (Sb 5, 15). Toda la intención del autor, en esta parte del libro, se centra en mostrar el sentido de la muerte, después de la cual no habrá ya cambio alguno 50. Según Sb 3, 1-4, «la muerte del justo es sólo una muerte aparente, pues a ella sigue la vida de la inmortalidad. Por la muerte corporal del justo no se realiza la plena idea de muerte. Esta tiene lugar sólo en el pecador al que le falta la sucesiva vida eterna» 51.

La manera como Lc 6, 20-26, presenta las bienaventuranzas, contiene una insistencia en este mismo planteamiento. Hay en él una acentuación de la contraposición entre la situación terrena y la situación postmortal: «los que ahora tenéis hambre...; los que ahora lloráis...; los que ahora estáis saciados...; los que ahora reís...». De modo semejante a lo que ya hemos visto en el libro de la Sabiduría, la muerte aparece como la línea divisoria que cambia la suerte de los hombres 52. En este contexto doctrinal, la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31), en la que la muerte cambia definitivamente la suerte de ambos, puede considerarse una aplicación concreta del planteamiento general de Lc en la perícopa sobre las bienaventuranzas 53.

La misma persuasión de que, después de la muerte, el hombre no tiene ya posibilidad de cambiar sus opciones, se prolonga en los Santos Padres. Baste aquí citar dos bellos textos que sirvan de ejemplo. En el siglo III escribe san Cipriano: «Cuando se haya salido de aquí, no hay ya lugar para la penitencia, ni la satisfacción tiene ningún efecto. Aquí es donde se pierde o se conserva la vida, aquí es donde se provee para la salvación eterna con el culto de Dios y el fruto de la fe» 54. Posteriores son estas palabras de san Máximo de Turín (entre los siglos IV y V): «Os he avisado frecuentemente, hermanos, que mientras es posible, mientras hay espacio de tiempo, miréis de todas maneras por vuestra salvación, y en esta vida breve os procuréis la vida eterna. Porque es sabio todo el que entiende que esta vida no ha sido dada a los hombres para el descanso, sino para el trabajo, es decir, para que trabaje aquí y descanse después» 55

La Constitución Benedictus Deus de Benedicto XII, al definir que tanto la visión de Dios como el infierno comienzan inmediatamente después de la muerte, pone en conexión el estado de salvación o de condenación con la situación en que el hombre se encontraba al morir: «las almas de los santos [...], en las que no hubo nada que purgar cuando murieron ni habrá cuando morirán [...], en seguida después de su muerte [...], vieron y ven la esencia divina» 56; «las almas de los que mueren en actual pecado mortal, en seguida después de su muerte bajan a los infiernos» 57.

A partir de los datos recogidos (bíblicos, patrísticos y de magisterio eclesiástico), hay que decir que el hecho de que con la muerte concluye el estado de peregrinación, está fuera de toda discusión. Santo Tomás piensa que se puede ulteriormente señalar que ese hecho se debe a una ley psicológica natural del espíritu humano, el cual, una vez separado del cuerpo, adquiriría psicología angélica y no podría, por ello, cambiar las decisiones tomadas en la tierra (no se olvide que, según santo Tomás, los ángeles son libres, pero no pueden cambiar sus decisiones una vez que las han tomado libremente) 58. El intento de atribuir a una ley psicológica la razón por la que el alma separada no puede cambiar las decisiones anteriores que tomó en su estado de unión con el cuerpo, tiene más interés para las situaciones de condenación (infierno) o de purificación postmortal (purgatorio) que para la situación de bienaventuranza celeste. En efecto, aun prescindiendo de la teoría indicada, al darse en la visión beatífica, conocimiento claro e intuitivo de Dios como Bien Sumo, no hay posibilidad psicológica de cambiar ese Bien Infinito, pecando, por ningún otro bien creado y, consecuentemente, finito y limitado.


5. La teoría de la decisión final

Ya en el siglo XVI, la teoría en virtud de la cual santo Tomás aplica sus ideas sobre la psicología angélica a las almas separadas, para explicar por qué éstas no pueden cambiar las decisiones tomadas en la vida terrena, tuvo ya —y precisamente en el gran comentador de la Suma Teológica, Tomás de Vío (Cayetano)— una prolongación inesperada que surgió ante la conciencia de que en la teoría indicada se encierra una seria dificultad. La pregunta que el planteamiento de santo Tomás suscita de modo casi espontáneo (incluso si se aceptan sus ideas sobre la psicología angélica), es la siguiente: ¿por qué una decisión, tornada de modo no angélico y, por ello, revisable, adquiere, por el mero hecho de la muerte, una estabilidad propia de las decisiones angélicas?

Cayetano 59 creyó poder resolver la dificultad, pensando que la muerte es un instante en el que se superponen (como en un punto en que se tocan dos líneas distintas) el último momento de la vida presente y el primer momento en que puede el alma decidir de modo angélico; se trata de un instante (carente, por tanto, de duración temporal) y, por ello, mientras que, por ser el último momento de la vida presente, se puede en él todavía decidir en favor o en contra de Dios (pues es todavía un instante —el último— del estado de peregrinación), también por ser ya el primer momento en que se puede actuar al modo angélico, la decisión que el alma toma entonces tendría toda la inmutabilidad de las decisiones angélicas 60.

No es posible trazar aquí, ni siquiera de modo somero, la historia de la cuestión. Baste señalar que la teoría de una decisión final en el momento de la muerte reaparece en el siglo XIX en H. Klee61 y en los años treinta y cuarenta del siglo XX en P. Glorieux 62.

Es difícil sustraerse a la impresión de que la teoría en la forma que le dió Cayetano (y que, en nuestros días, ha retomado Boros), tiene mucho de geométrico (el momento de la muerte como mero instante en el que se tocan el estado terreno y el postmortal, a semejanza del punto en que se tocan dos líneas) y que de cada uno de los estados que se tocan en ese instante, se eligen, de manera algo arbitraria, las notas que convienen para la teoría: se puede merecer porque es el último momento de la vida terrena, y se decide de modo angélico porque es el primer momento de alma separada (,por qué no sería igualmente posible decir: no se puede merecer porque es el primer momento de alma separada, y se decide de modo revisable porque es el último momento de vida terrena?). Por otra parte, la teoría puede deslizarse a una teología del pecado que reintroduzca, aunque en un sentido distinto del que le dio P. Schoonenberg 63, la distinción entre «pecados mortales» y «pecado ad mortem,» 64. Los primeros serían verdaderos pecados graves, que privan al hombre del estado de gracia, pero que, por ser realizados del modo mudable propio de la vida terrena son incapaces de inducir la condenación o muerte eterna. Esta sólo podría ser efecto del pecado cometido de modo angélico en el momento de la muerte. Con ello se incurre en la paradoja de declarar como el único pecado verdaderamente ad mortem, es decir, capaz de inducir la condenación, a un acto que, por su propia naturaleza —ya que se comete en el momento de la muerte— estaría sustraído a las llaves de la Iglesia. Dicho de otro modo, la Iglesia habría recibido de Cristo la potestad de las llaves para perdonar los pecados, y ésta no podría extenderse al único pecado que puede producir la condenación; nótese que ese pecado sucedería en el momento de la decisión final y que, por tanto, en el momento siguiente, el hombre estaría muerto, es decir, no sería ya sujeto sobre el que pueda ejercerse la potestad de las llaves 65

En todo caso, la teoría de la decisión final tiene simplemente el valor de una hipótesis, construida para explicar unos determinados datos teológicos. Para que sea admisible, incluso al mero nivel de hipótesis teológica, es necesario proponerla evitando dificultades que pueden hacerla inviable. Por mi parte, querría insistir en que los pecados graves cometidos en las circunstancias normales de la vida terrena pueden tener tal valor moral que corresponda a ellos la condenación 66, y querría igualmente insistir en que la decisión final no puede presentarse como si fuera independiente de la vida precedente. Esta, la vida terrena como estado de peregrinación, tiene que ser seriamente valorada, incluso en cuanto que prepara y, en cierta medida, aunque no suprime la libertad en ella, condiciona una eventual decisión final. Los existencialistas percibieron una gran verdad, cuando formulaban que la existencia va haciendo la esencia del hombre 67.


6. El cuidado cristiano de los muertos

En la Iglesia primitiva, pronto se formaron, y por cierto bajo el influjo de la fe en la resurrección de los muertos, costumbres cristianas para sepultar los cadáveres de los fieles 68. En el cuidado que se tiene con el cadáver, se veía «una obligación de humanidad», pero «si los que no creen en la resurrección de la carne, hacen estas cosas», han de prestarlas especialmente aquellos «que creen que esta obligación que se cumple con el cuerpo muerto, pero que ha de resucitar y permanecer en la eternidad, es también, de alguna manera, un testimonio de esta misma fe» 69.

Uno de los usos más característicos aparece en la costumbre de inhumar los cadáveres, frente a la cremación de ellos. Ya un pagano del siglo II decía de los cristianos: «detestan las hogueras, y condenan las sepulturas de fuegos» 70. En esta opción seguramente influyó el modo como Jesús fue sepultado, el cual se consideró prácticamente como normativo. Por otra parte, se percibía históricamente la cremación en conexión con una mentalidad neoplatónica que, mediante ella, pretendía la destrucción del cuerpo para que así el alma se liberara totalmente de la cárcel 71. Una mentalidad semejante se ha dado en determinados grupos religiosos que, con la cremación, pretenden impedir la vuelta del alma a aquel cuerpo concreto que tuvo en vida, para que se haga así necesaria la reencarnación en un cuerpo distinto72. En tiempos más recientes se juzgó con dureza la costumbre de quemar los cadáveres, porque se vio en ella una actitud materialista o agnóstica 73. Por todo esto, se entiende que durante mucho tiempo la cremación de los cadáveres haya sido prohibida por la Iglesia74. Esta prohibición de la cremación ya no está en vigor, «a no ser que [ésta] haya sido elegida por razones contrarias a la doctrina cristiana» 75. Pastoralmente hay que esforzarse para que la actual difusión de la cremación, también entre los católicos, no oscurezca, de alguna manera, su mentalidad correcta sobre la resurrección de la carne.
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I. Véase más arriba el c. 5, § 1, La antropología cristiana entre el dualismo platónico y el monismo materialista.

  1. El tema ha sido estudiado más arriba en el c. 5, § 2, La concepción antropológica del Nuevo Testamento.

  2. Véase más arriba en c. 3, nota 123, la referencia al estudio de O. Cullmann quien contrapone la actitud de Sócrates y la actitud de Jesús ame la muerte. Se trata de una contraposición que se ha hecho habitual.

  1. Cfr. R. Pesch, Das Markuseraageliunt, t. 2 (Freiburc Basel-Wien 1977) 494-496.

  2. Cfr. J. Gnilka, Das Erangeliunt nach Markus, t. 2 (Einsiedeln-Ncukirchen 1979) 321-322.

  3. Cfr. M. Rissi, Studien unt zireiten Korintherbrief (Zürich 1969) 91.

  4. No se puede decir que porque el alma sobreviva a la muerte, «la muerte es banalizada, porque deja intocada al alma». J.L. Ruiz de la Peña, El hombre r su muerte. Antropología teológica actual (Burgos 1971) 155, refiriendo la posición de Althaus. Para la importancia de la muerte, cfr. ibis(., 368: «Ningún otro suceso incide tan totalmente sobre la persona, la penetra con tan cortante impulso. La muerte no es sólo negación de la vida: es el eclipse del sujeto de la vida. Es, pura y simplemente, el fin del hombre, como naturaleza y como persona, dado que el alma (porción superviviente en base a su espiritualidad) ni es hombre ni es persona>». Para el sentido en que puede decirse que el alma separada no es hombre ni persona. véase más arriba c. 5, § 3, El problema del alma separada como estado antológicamente imperfecto.

  5. Cfr. V. Hamp, Parodies und Tod, en J. Blinzler-O. KuB-F. Muliner, Exegetische AuJsótze. Festschrifi J. Schntid (Regenshurg 1963) 100-109.

  6. Cfr. Pesch, Rünterbrief (Würzbure 1983) 52-53.

  7. Concilio Vaticano II. Const. pastoral Gaudium et.spes, 18: AAS 58 (1966) 1038. Como caso muy característico de la posición del magisterio eclesiástico ya durante las controversias pelagianas, véase Concilio de Cartago (418), canon 1: DS 222.

1 1. Por el contrario, la superación de la muerte por la resurrección y por la vida eterna a la que la resurTección conduce. es «don de Dios>: cfr. H. Schlier. Der Rinterbricf (Freihurg-Basel-Wien 1977) 213: U. Wilckens, Der l/ricf un die Rümer, t. 2 (Einsiedcln-Neukirchett 1980) 40.

  1. Cfr. Gnilka. JahanneserangeNmn (Würzhurg 1983) 92.

  2. Cfr. A. Delp, Tragische Existen,: Zur Philnsophie Martin Heideggers (Freiburg i.B. 1935) 64.

  3. M. Heidegger, Was i.st Metaphvsik' (Bonn 1929) 25.

  4. Delp, Tragische Eristenr. 81.

  1. Gnilka, Das Eran,gelium nach Mark/Ls, t. 2, 260-261.

  2. Cfr. A. GraBer, An die Hebrrier, t. 1 (Einsiedeln-Neukirchcn 1990) 148-149.

  3. Cfr. Gnilka, Der Philipperbricf (Freiburg i.B. 1968) 72-75.

  4. Cfr. Rissi. Studien :,um :menea Korintherbrief. 94-95.

  5. Cantic'um tratas Solis, 12-13, en Opuscada Sancti Patria Francisci Assi.siensis, ed. C. Esser (Grottaferrata 1978) 85-86.

  6. Cfr. Ap 20, 6, y el comentario de E.B. Allo, Saint.lean, 1.'Apocal pse (Paris 1933) 312-313.

  1. Muero porque no muero, en Santa Teresa de Jesús, Obras completas, ed. Efrén de la Madre de

    Dios-O. Steggink, 4' ed. (Madrid 1974) 502: toda la poesía en 502-503.

  2. Ases del destierro: ibid., 505; toda la poesía en 505-506.

  3. San Gregorio de Nisa, Oratio consolatoria in Pulcheriam: ed. A. Spira, en W. Jaeger-H. Langerbeck. Gregorii Nvsseni opera, 9 (Leiden 1967) 472 (PG 46. 877).

  4. San Gregorio de Nisa, Orotio catechetica magna 32: ed. J.H. Srawley (Cambridge 1903) 116 (PG 45, 80).

  5. Clemente de Alejandría, Protrepticus, 11: GCS 12, 80 (PG 8, 232).

  6. Sobre toda esta cuestión cfr. Juan Pablo II, Carta Apostólica Sa/rifici doloris: AAS 76 (1984) 201-250.

  7. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Goudium et ves, 18: AAS 58 (1966) 1038.

  8. Cfr. Juan Pablo 11, Homilía en la Misa celebrada en el estadio del Nou Comp, en Barcelona (7 de noviembre de 1982), 1: btsegnamenti 5/3, 1206-1207.

  1. Cfr. J. Pfammalter, Ephcserhrief-Kolosserbrief (Würzburg 1987) 67.

  2. Cfr. Ph.E. Hughes, Conunetuativ on the Second Epistle to the Corinthians (Grand Rapids. Michigan. 1962) 141-144.

  3. Cfr. P. Hoffmann, Die Toten in Cliri.sn,s. Eine religionsgeschicluliche mtd e.regetlsclu' Untersuchung sur paulinischen Eschatologie (Münster 1966) 209-212: L. Morris. The First and Second Epistles lo the Thes.salonians (Grand Rapids, Michigan, 1979) 137-138.

  4. Confesiones 9. 12, 29: CCL 27. 150 (PL 32, 776).

  5. Ch.. las palabras, va citadas otras veces en esta obra. que se encuentran en De Gcnei ad litterant 12. 35: CSEL 28/1.432-433 (PL 34, 483).

  6. Sereno 280, 5: PL 38. 1283. Para la teología de la resurrección en san Agustín cfr. P. Goñi, La resurrección de la carne según san Agustín (Washington 1961).

  1. Cfr. Allo, Saint Jean. L'Apocalspse, 241-242.

  2. Véase más ad-iba c. 3, ti 7. Comunión plena en el estadio intermedio.

  3. Cfr. Pesch, Rünuvbrief, 56-58.

  4. Mis.sale Ronu aun (editio typica 1970) 459: «Memento famuli tui N.. quin ad te ex hoc mundo vocasti. Concede, ut. qui complantatus fuit similitudini mortis Filii tui, simul fíat et resunectionis ipsius». No puede dudarse del sentido bautismal de la fórmula original latina de esta oración. pues contiene una referencia evidente al texto de Rm 6. 5, sobre el bautismo, en la Vulgata: «Si enim complantati facti smnus similitudini mortis eius, simul et resun-ectionis erimus«.

  5. San Ignacio de Antioquía, Ad Fphesio.s 20. 2: fuentes Par/lis-ticas. t. 1 (1,1. Ayán), 126.

  6. Cfr. L. Wehr. Arme/ der Un.sterhlichkeit (Mtin.stcr 1987) 92-129.

  7. Cfr. Pablo Vl. Profesión de fe, 12: AAS 60 (1968) 438.

  8. Sobre este concepto cfr. J.C. Plumpe. Marx .se cunda, en Mélanges J. de Ghellinck, t. 1 (Gemhloux 1951) 387-403.

  9. Cfr. 1). Leller. De r Brief cap die Rómer (Regensburg 1985) 114-115.

  1. Véase el c. 9. El texto neotestamentario fundamental para apoyar esta afirmación es Hh 9, 27.

  2. Cfr. R. Schnackenburg, Munhiiuserangeliwn, t. 2 (Würzburg 1987) 250-252, quien subraya la importancia que se da en el texto a las obras «corporales» de misericordia (aunque advierta, con razón, que no son meramente «corporales»).

  3. Para el sentido instumental de la expresión lit btá roo oóúµuros véase más arriba el c. 5, nota 59.

  4. Cfr. G. llautzenberg, Sein Lehen be,rahren. '0uytj in den Herremrorien dei- Evangelien (München 1966) 51-67.

  5. Cfr. Schnackenburg, Matthiiuserangelium, t. 1 (Wiirzhurg 1985) 127.

  1. Cfr. H. Bückers, Die Unsierblichkeitslehre des Weisheitsbuches. 1lu- Ursprung und itere Bedeuamg (Münster 1938).

  2. lbid., 18.

  3. Cfr. J. Dupont, les beatitudes, 2' ed., t. 3 (Parir 1973) 99-147.

  4. Ibid.. 162-182.

  5. Ad Demeirianum 25: CCL 3A, 50 (PL 4, 563).

  6. Serrno 72, 1: CCL 23, 301 (Homilía 88: PL 57, 453).

  1. DS 1000.

  2. DS 1002.

  3. 1. q. 64, a. 2 (ed. Leon. 3, 141-142).

  1. Cfr. Cayetano, In 1, q. 64, a. 2. n. 18 (ed. Leon. 5, 144), comparado con In 1, q. 63, a. 6, n. 4 y 7 (cd. Leon. 5. 133-134).

  2. La misma explicación puede verse, en nuestros días, propuesta por L. lloros, Mtsrcrium monis. Der Mensch in der letten Entscheidung (Olten 1962) 16-17.

  3. Kctlholische Dogmatik, 2° ed., t. 3 (Mainz 1841) 158-163. Sobre su posición en este punto cfr. P. Müller-Goldkuhle, Die Eschatologie in der Dogma' /1( des 19. JahrJuuulens (Essen 1966) 145; en 145-146. nota 136. se citan pasajes bastante largos de Klee.

  4. Endurcissemeni,/inal et gróces demiéres: Nouvelle Revue Théologique 59 (1932) 865-892: Herí esr (acnan es.se: Divus Thomas (Piacenza) 41 (1938) 254-278: In hora monis: Mélanges de Science Rcliaieuse 6 (1949) 185-216.

  5. Theologie denSiinde (Einsiedeln-ZÜrich-Ktiln 1966) 37-53.

  6. Sobre la distinción ternaria de pecados (veniales, graves y mortales) cfr. Juan Pablo II. Exhortación Apostólica Reconciliarlo el paenitentia, 17: AAS 77 (1985) 223. Véase también Comisión Teológica Internacional. De reconciliatione et paenitentia C, III. 2: Documenta 1969-1985 (Cata del Vaticano 1988) 410.

  1. B. Schüller, Todsünde - lü/iliche Siinde, en L. Bertsch, Bus,se und Beichte. Theologische und seelso gliche Überlegungen (Frankfurt a.M. 1967) 65. critica la teoría incluso más radicalmente: el pecado cometido en la opción final sería absolutamente irremisible y estaría así sustraído a la misma omnipotencia de la gracia.

  2. /bid., 55-61.

  3. «El hombre no es otra cosa que lo que se hace a sí mismo. Éste es el primer principio del existencialismo». J.N. Sartre, L'e.vistenciali.sme est un hmnonisme (Paris 1946) 22. «Lo que [los existencialistas) tienen en común, es simplemente el hecho de que piensan que la existencia precede a la esencia, o, si preferís, que es necesario partir de la subjetividad». ibid., 17. Sobre la cuestión cfr. L. Gabriel, Filoso& de la existencia, trad. esp. (Madrid 1973) 180-219 (se trata de un capítulo dedicado a Sartre y que lleva, por título, «El hombre se hace»). Véase también J. de Finance, Erislence e! liberté (Paris-Lyon 1955) 352.

  4. Ya en el c. 2, § 1, El momento de la resurrección de los muertos según el Nuevo Testamento, hemos tenido ocasión de estudiar la mentalidad cristiana que se expresa en la terminología que se acuña a propósito de los usos cristianos funerarios, especialmente en las palabras xotltt)ztietov y adepositio».

  1. San Agustín, De cura pro /nortnis gerenda 18, 22: CSEL 41, 658-659 (PL 40, 609-610).

  2. En Minucio Félix, Ociarais 11: CSEL 2. l5 (PL 3, 267).

  3. Cfr. F. Cumont, Lux perpetua (Paris 1949) 390.

  4. Para la cremación en el budismo, cfr. A.H. Leonowens, Seinen Leib bromen lassen Unte rsuclumgen zur Gesclichte des Buddhismus, 191 (Manchen 1926).

  5. Véanse los motivos de mentalidad materialista que en la costumbre de incinerar entreve el Santo Oficio, Instrucción: DS 3680. Lo mismo se afirma en la parte introductoria de la Instrucción del Santo Oficio que cito en la nota 75: se recurría a la cremación <<como señal de negación violenta de los dogmas cristianos, sobre todo, de la resurrección de los hombres muertos y de la inmortalidad del alma humana» (AAS 56119641822). Unos breves datos históricos sobre actitudes anticristianas en ciertos movimientos a favor de la cremación en E. Hertzsch, Feuerbestcmung: RGG 2. 930.

  6. Cfr. Santo Oficio, Decreto, 15 de diciembre de 1886: DS 3195-3196; Id., Instrucción, 19 de junio de 1926: DS 3680. En cuanto al CIC de 1917 véanse canon 1203 (prohibición de la cremación); canon 1240 § 1, 5 (prohibición de sepultura eclesiástica a los que hubieran mandado quemar su cadáver): canon 2339 (penas a quienes no obedezcan esta prohibición).

  7. CIC 1 176 § 3. El origen de este canon debe verse en Santo Oficio, Instrucción Pian, et constate,,, (5 de julio de 1964): AAS 56 (1964) 822-823.

Cándido Pozo
La Venida del Señor en la Gloria