XV

EL ESPÍRITU Y LAS

INSTITUCIONES ECLESIALES


1. La cuestión de las instituciones en la Iglesia

Hemos definido la Ley nueva como la gracia del Espíritu recibida por la fe en Cristo y que opera en el corazón de los fieles en virtud de la caridad. Para poder ejercer sus funciones, esta ley espiritual necesita unos elementos más materiales que le sirven de instrumentos a la gracia: las Escrituras y los sacramentos de que ya hemos tratado. A estos medios de santificación citados por santo Tomás, podemos añadir también las instituciones eclesiales que se han ido desarrollando, desde los tiempos apostólicos, como apoyos del trabajo de la gracia en la vida y en las actividades de las comunidades cristianas en expansión. Tales instituciones son la organización jerárquica en torno al Papa y los obispos con su prolongación en los diferentes ministerios, la elaboración del derecho canónico, la formación de las instituciones religiosas con sus reglas, costumbres y constituciones. Se puede observar así en la vida de la Iglesia una coordinación progresiva, gracias a una especie de vaivén constante entre el impulso espiritual y las instituciones, según el modelo de la Iglesia primitiva: «asidua a la enseñanza de los apóstoles, fiel a la comunión fraterna, a la fracción del pan y a la oración» (Hch 2, 42).

En la vida personal de Ios cristianos se hace sentir una necesidad semejante de elementos institucionales. Cada uno de nosotros siente la utilidad de plegarse a una cierta disciplina de vida que favorezca la oración, la meditación de la Palabra de Dios, el ejercicio de las virtudes evangélicas. Se nota también el beneficio que representa la dirección espiritual y la ayuda fraterna recibida en el seno de una comunidad. Todo eso requiere un mínimo de organización. Esa fue la aportación de las observancias monásticas, que han servido con frecuencia de modelo para el ordenamiento concreto de la vida espiritual. Los hombres no somos puros espíritus; tenemos necesidad de determinaciones fijas, materiales, para apoyar, proteger y desarrollar nuestra vida personal y comunitaria.

En la crisis que estamos atravesando en la actualidad, en que las instituciones y las tradiciones son casi sistemáticamente puestas en cuestión en nombre de la libertad y de la novedad, se hace particularmente necesaria una reflexión sobre las relaciones entre la vida espiritual y las instituciones eclesiales. La Iglesia postridentina se había apoyado mucho en el derecho canónico y en las instituciones; aun favoreciendo la vida espiritual, había reducido bastante la parte destinada a la libre iniciativa y a la inspiración. La separación entre la moral, construida sobre un modelo jurídico, y la espiritualidad, referida a la libertad de consejos, aunque reservada a una elite, sometida ella misma a obligaciones particulares, iba en el mismo sentido. Se trataba de una Iglesia moralizante, más ascética que mística. Actualmente, el redescubrimiento del papel del Espíritu Santo en la vida de los fieles, ilustrado, entre otras cosas, por el éxito de los movimientos carismáticos y de los grupos de oración, tentados a veces por un espiritualismo impulsivo, plantea de un modo nuevo el problema de las relaciones entre la vida espiritual y las instituciones eclesiales. De modo más general, el paso de una Iglesia dotada de una autoridad fuerte y centralizada, de tipo monárquico, hacia una Iglesia más atenta a la colegialidad, a los procesos de consulta y de participación, vuelve más aguda la cuestión de las instituciones. Aquí, evidentemente, no nos ocuparemos del problema más que en su relación con la vida espiritual.


2. Carisma e institución: el ejemplo de Francisco y de Domingo

La cuestión de la relación entre el Espíritu y las instituciones no es una cuestión reciente en la historia de la Iglesia. Se ha planteado en cada época de recuperación espiritual y se ha resuelto con frecuencia mediante la creación de nuevas instituciones, como la fundación de órdenes religiosas, que marcaron la Iglesia de su tiempo. El siglo XIII nos brinda un ejemplo notable. En él la acción del Espíritu se manifestó por medio de una efervescencia extraordinaria, primero, en el plano religioso, con las personalidades de san Francisco, santo Domingo, y la creación de sus órdenes, y, a continuación, en el plano intelectual, con las obras de san Alberto, san Buenaventura y santo Tomás, que aplicaron a la teología una técnica de pensamiento nueva, en el marco de las universidades recientemente creadas. Podríamos, pues, esquematizar los datos de nuestro problema trasladándolos a los carismas de Francisco y Domingo, que fueron verdaderos profetas para su siglo y para el futuro de la Iglesia.

El fundador de los franciscanos representa el carisma espiritual en estado puro y de una manera única, en su modo de vida, inspirado por un amor apasionado a la pobreza, tras los pasos de Cristo, y en su experiencia mística, con los estigmas que le configuran físicamente con su Salvador crucificado. En cada una de las páginas de la vida del Poverello, contada por san Buenaventura, se hace tangible el fuego del Espíritu. Al mismo tiempo, Francisco estaba animado de un gran amor a la Iglesia y de un profundo respeto por sus sacerdotes, por su jerarquía. Sin embargo, el profeta de Asís no había recibido el don de la organización. La interpretación de su Regla, enteramente espiritual, dará lugar a graves disensiones entre sus hermanos, hasta que fueron completadas por las instituciones implantadas por su sucesor y biógrafo. De estas disputas dan testimonio las extravagancias de ciertos espirituales, que santo Tomás trata de «tonterías». Predecían éstos el advenimiento de una edad nueva, la era del Espíritu Santo, que debía suceder a la era de Cristo y suplantar a la Iglesia con sus evangelios, sus sacramentos y su jerarquía; sería ésta una edad carismática en la que predominaría el orden de los puros espirituales. La fecha fue fijada incluso para el año 1260 por Gerardo de Borgo San Donnino. Así, a la sombra del árbol floreciente y luminoso plantado por Francisco en medio de la pobreza y la obediencia, se levantaba la tentación de un espiritualismo desembarazado de toda institución, emancipado hasta del marco evangélico.

Sin oponerse en modo alguno a Francisco, el carisma de Domingo es muy diferente. El fundador de la orden de predicadores no está dotado de menos aliento espiritual, mas su inspiración está ordenada al anuncio del Evangelio, según las necesidades de la sociedad comunal, que, en este tiempo, estaba edificando las universidades del mismo modo que construía las catedrales. La pobreza de Domingo, menos mística, pero igualmente exigente para sus hijos, fue puesta al servicio de la predicación, apartando los obstáculos que se le oponían y manteniendo su llama.

Sin embargo, el carisma de Domingo donde mejor se manifiesta es en lo que podemos considerar como su obra principal, aunque no la compusiera solo, en la elaboración de las Constituciones de su orden, que alguien ha calificado de «catedral de derecho constitucional» 1. Fue uno de los frutos más logrados del renacimiento del derecho que acompañó al desarrollo de la teología en la Iglesia, especialmente en Bolonia, cuya universidad irradiaba sobre todo en el terreno jurídico, y en donde se celebraron los primeros Capítulos generales de los Hermanos Predicadores. De ahora en adelante las Constituciones, que instauran una organización precisa, hecha a las dimensiones de la cristiandad, van a reemplazar las reglas y las costumbres en las instituciones religiosas. Los dominicos proporcionan el primer modelo, que figura entre los más equilibrados y los más flexibles en la adaptación a las circunstancias y las necesidades. Esta obra es contemporánea de las Decretales de Gregorio IX, que renovaron el derecho canónico y tuvieron el mismo artesano, san Raimundo de Peñafort, que sucedió pronto a santo Domingo a la cabeza de su orden.

1. L. MOULIN, El mundo viviente de los religiosos, Editora Nacional, Madrid, 1966.

Así hemos visto representados, por dos grandes figuras del siglo XIII, los dos factores principales que componen la vida de la Iglesia: el aliento del Espíritu Santo, tan manifiesto en la vida de Francisco, y las instituciones eclesiales puestas por Domingo al servicio de la predicación del Evangelio.


3. La teología de las relaciones entre el Espíritu
    y las instituciones según santo Tomás

La cuestión

A la luz de estos modelos vivientes, era preciso aún componer una respuesta teológica a la cuestión de las relaciones entre el Espíritu y las instituciones en el seno de la Iglesia. Esa fue la obra de la generación siguiente. La substancia de la misma la encontramos en las cuestiones de santo Tomás sobre la Ley nueva redactadas en París, en contacto directo con los problemas del momento y, especialmente, como réplica a las teorías de los espirituales franciscanos. La cuestión versaba sobre el modo de inserción del Evangelio en una sociedad y una Iglesia que estaban renovando en profundidad su legislación. ¿Cómo podía concertarse la libertad del Espíritu con el nuevo desarrollo de las leyes eclesiásticas y civiles? ¿No era preciso romper, en nombre del Espíritu, los lazos con las instituciones, incluso con las más venerables y autorizadas, como querían algunos espirituales, o había que dejar solidificarse el Evangelio en la vasta red del derecho, extendido ahora a todas las partes de la cristiandad?

Como aquí no nos ocupamos más que de las relaciones de las instituciones con la vida espiritual, nos limitaremos simplemente a señalar que el estudio de la Ley nueva, que contiene la respuesta de santo Tomás, forma parte del tratado de las leyes, y pone a aquella en relación con la ley natural y con la ley civil que la completa, así como con el Decálogo que la prepara, lo que la une a las instituciones que rigen estas leyes. La Ley nueva, expuesta en el Sermón de la montaña, es la más perfecta de las leyes de aquí abajo, la cima a la que deben tender las otras legislaciones. La Ley evangélica no está reservada, por tanto, a puros espirituales, sino que se dirige a todos los cristianos y debe inspirar igualmente el derecho de la Iglesia. Como el Evangelio, incluye además, una llamada a todos los hombres. Así resulta ser una de las obras más bellas de la Sabiduría divina, alcanzando a la comunidad de los hombres «a fine usque ad finen», de un extremo al otro de sus actividades y de su vida, para conducirlos hacia el Reino de los cielos.

La Ley nueva se distingue, no obstante, claramente de las otras leyes que se imponen a nosotros, a causa de su interioridad, como la obra directa del Espíritu en el corazón de los fieles. Esta particularidad nos pone delante de nuestra cuestión: ¿cómo se armoniza esta Ley de orden espiritual con las leyes exteriores, inscritas en Ios códigos que reglamentan la vida en sociedad, y, entre otros, con el derecho canónico y las constituciones de las órdenes religiosas?

La respuesta: la persona de Cristo
y la prolongación de la Encarnación en la Iglesia

La respuesta más profunda nos la brinda santo Tomás al comienzo de la cuestión donde trata del contenido de la Ley nueva, en un pasaje que nos ha servido ya para situar los sacramentos en la vida espiritual. Se pregunta allí si esta Ley debe mandar o prohibir determinadas acciones exteriores, y si, en consecuencia, puede incluir instituciones que regulen estas actividades (I-II, q. 108, a. 1).

Para responder, santo Tomás nos conduce al corazón del Evangelio, hasta la persona misma de Cristo, en quien reside la plenitud de la gracia que mana hacia nosotros (I-II, q. 28, a. 1). Razonando en su línea, podemos decir: dado que Cristo es el Verbo encarnado, de quien habla el Prólogo de san Juan, dado que es verdaderamente Dios y verdaderamente hombre, con un cuerpo semejante al nuestro, la gracia del Espíritu Santo, que procede de él, no puede realizar en nosotros su obra de santificación sin encarnarse en el Cuerpo de la Iglesia con la ayuda de instituciones apropiadas; éstas serán como puntos de concentración de esa gracia y le servirán de canales o de órganos para alcanzar a los miembros de este Cuerpo en que nos hemos convertido por el bautismo. Las instituciones eclesiales no son, en consecuencia, simplemente una creación de orden social; tienen su fundamento y sus raíces en el vínculo espiritual que une a los cristianos con la persona de Jesús; son la prolongación de su Encarnación en la comunidad eclesial, en unión directa con la Escritura y los sacramentos. En la fe y la unión con Cristo reside la luz que revela el sentido de estas instituciones y proporciona el criterio superior para juzgar su funcionamiento según su finalidad principal: el crecimiento y la perfección del Cuerpo de Cristo, en su conjunto y en cada uno de sus miembros.

Los carismas según san Pablo y las instituciones eclesiales

Llegamos así a la enseñanza de san Pablo sobre los carismas, varios de los cuales engendrarán en la Iglesia instituciones ligadas a su ejercicio y a su despliegue. Vale la pena volver a leer estos textos, que exponen una doctrina meditada y dan testimonio de una práctica bien establecida ya.

En la carta a los Romanos: «Pero teniendo dones diferentes, según la gracia que nos ha sido dada, si es el don de profecía, ejerzámoslo en la medida de nuestra fe; si es el ministerio, en el ministerio; la enseñanza, enseñando; la exhortación, exhortando. El que da, con sencillez; el que preside, con solicitud; el que ejerce la misericordia, con jovialidad» (12, 6-8).

Las cosas se precisan en la primera carta a los Corintios: «Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte. Y así los puso Dios en la Iglesia, primeramente como apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como maestros; luego, los milagros; luego, el don de las curaciones, de asistencia, de gobierno, diversidad de lenguas» (12, 27-28).

La carta a los Efesios pone por delante los dones relacionados con la enseñanza y muestra mejor la finalidad de los ministerios, refiriéndolos al Cristo elevado a los cielos: «El mismo dio a unos el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y doctores, para el recto ordenamiento de los santos en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo» (4, 11-13).

Algunos de estos carismas, en virtud de su alcance eclesial, darán nacimiento a instituciones características. Los dones de apóstol, de pastor o de gobierno figuran en el origen de la organización jerárquica de la Iglesia, que garantiza la sucesión apostólica y la dirección de los fieles. El ministerio de doctor será ejercido, principalmente, por los obispos y por aquellos que comparten la carga de la enseñanza en las instituciones necesarias para esta función, como fueron las escuelas catedralicias y, después, las universidades en la Edad Media. Es interesante señalar, a este respecto, que santo Tomás agrupará las gracias «gratis datae» enumeradas en la primera carta a los Corintios en torno al don de doctor, pues, según él, un hombre no puede actuar sobre otro y conducirle a Dios más que a través de la enseñanza y la persuasión (I-II, q. 111, a. 4). De modo semejante, hablando de estas mismas gracias de que disponía Cristo, presentará a este como el Doctor primero y principal para la doctrina espiritual y para la fe (III, q. 7, a. 7).

En cuanto a los otros carismas menos institucionalizables, como la profecía, el don de milagros o de lenguas, el Apóstol se esfuerza en integrarlos en el desarrollo de las asambleas cristianas; vela para que su ejercicio no turbe el buen orden, sino que contribuya a la edificación de la comunidad en la caridad. Por otra parte, se puede atribuir al don de curación la consagración incansable que se ha prodigado, a lo largo de los siglos, en las instituciones cristianas de asistencia a todas las miserias.

Los carismas, especialmente en el sentido amplio en que los entiende el Apóstol, no se oponen, pues, a las instituciones, que sirven para ponerlos en práctica; más bien las reclaman en la misma medida en que deben estar ordenados al bien de la comunidad eclesial y deben contribuir a ello todos juntos.

Conviene, pues, situar la enseñanza paulina sobre los carismas en la línea de la doctrina de la Encarnación, prolongada en la constitución y la organización de la Iglesia. El mismo Espíritu que formó a Cristo en María, forma y mueve a la Iglesia por medio de los sacramentos y de las instituciones útiles para el despliegue de sus actividades espirituales. Esto es, en suma, lo que expresaban los Padres, cuando comparaban las fuentes bautismales, donde el Espíritu engendra nuevos hijos de Dios, al seno de la Virgen que llevó a Cristo, pues también aquellas contienen la fuente de la gracia; pero deben ser prolongadas mediante canales apropiados, para que esta gracia prosiga su obra en el Cuerpo de la Iglesia.


4. La asociación entre el cuerpo y el alma

Para dar cuenta de esta coordinación entre los dones del Espíritu y las instituciones en la Iglesia, podemos recurrir asimismo a la doctrina del Doctor Angélico, que afirma la unidad substancial que reina entre el cuerpo y el alma en el hombre, a diferencia del pensamiento franciscano, que distinguía netamente el alma espiritual del alma vegetativa y del alma animal, favoreciendo así una separación, si no una oposición, entre el orden espiritual y el orden corporal o institucional. Del mismo modo que el espíritu del hombre no puede vivir y sentirse afectado, conocer y obrar, sin la participación natural del cuerpo, así también puede decirse que el Espíritu Santo actúa siempre en la Iglesia sirviéndose de realidades y de signos sensibles. ¿No consiste el culto espiritual en «la ofrenda de nuestros cuerpos como hostia viva... a Dios»? Así pues, las instituciones eclesiales constituyen como el cuerpo de los carismas y de Ios ministerios, indispensables para su ejercicio comunitario.

El Espíritu requiere el cuerpo

Podríamos expresar aún las relaciones entre el Espíritu y las instituciones de otro modo. La divinidad y la humanidad en Cristo se nos presentan como dos extremos que nuestra inteligencia no puede unir; pero que, en realidad, en el misterio de la persona de Jesús, se atraen y se unen indisociablemente. De modo semejante, el Espíritu parece situarse en el extremo opuesto a las realidades corporales y a las instituciones; pero, de hecho, también él reclama el cuerpo, en cierto modo, en el misterio de la santificación que concluye la Encarnación. Su acción no se vuelve real para nosotros más que cuando implica nuestro cuerpo y se difunde en él, especialmente mediante la sobriedad y la castidad. Del mismo modo, los carismas no obtienen su eficacia ni demuestran su autenticidad más que en acuerdo y con el concurso de los órganos de la Iglesia, sean cuales fueren las dificultades y choques que puedan sobrevenir. No cabe duda de que nos encontramos aquí frente a un misterio, a menudo bien concreto, porque nuestro espíritu es demasiado limitado para captar la amplitud y la profundidad de las obras del Espíritu. Sin embargo, es a través de lo que podríamos llamar su humillación hasta el nivel del cuerpo y de las instituciones como el Espíritu se pone al alcance de nuestra pequeñez. A través de estas realidades humildes y tangibles, onerosas con frecuencia, nos abre el acceso a las más elevadas, si sabemos mantener nuestro corazón dócil a sus mociones.


5. El «instinto del Espíritu Santo» y la «Ley de libertad»

En su análisis de la Ley evangélica nos brinda aún santo Tomás dos datos que nos ayudan a precisar las relaciones entre la gracia del Espíritu y las instituciones.

El Doctor Angélico, al explicar el contenido de la Ley nueva, estima que esta requiere determinadas obras exteriores que realizamos por el instinto de la gracia, «quae ex instinctu gratiae producuntur». ¿Qué instinto es éste? ¿Cómo puede armonizarse con la Ley de Dios y con las instituciones que ésta implica en la Iglesia? Además, prosigue nuestro autor, entre estos actos, algunos mantienen un vínculo necesario, de acuerdo o de contrariedad, con la fe que obra por la caridad, y son, por consiguiente, de precepto, como la confesión de la fe, mientras que otros fueron dejados por Cristo a la libre estimación de cada uno, especialmente de los gobernantes respecto a sus súbditos. Ese es el campo de los consejos: estos últimos constituyen una originalidad de la Ley nueva y le merecen el insólito nombre de «ley de libertad» (1-I1, q. 108, a.1). ¿Cómo armonizar, pues, este campo de libertad espiritual con las exigencias imperativas de una ley y de sus órganos?

El «instinto de la gracia» en el origen de las instituciones de la Ley nueva

El «instinto de la gracia», semejante expresión, en la pluma del más riguroso y el más razonable de los teólogos, tiene motivos para sorprendernos, porque nos hace pensar, inevitablemente, en el instinto animal y en sus impulsos, que preceden la libertad y deben ser dominados por la voluntad. Se constata, además, que los traductores modernos vacilan a menudo ante este término por miedo a los malentendidos. ¿Cómo armonizar la gracia y la moral con el instinto?

Sin embargo, es preciso constatar que santo Tomás emplea con una cierta predilección el término de instinto para designar la acción de la gracia del Espíritu Santo en el corazón de los fieles, especialmente en el caso de los dones. De las 298 veces que emplea «instinctus» en sus obras, alrededor de cincuenta es en la expresión «instinctus Spiritus Sancti» y sobre treinta hablan de un instinto divino, en especial a propósito de la profecía. Otras citas, que pasan de cincuenta, se refieren al hombre en su vida moral, al movimiento de la voluntad en el discernimiento del bien y del mal y a la relación con la ley. Las menciones del instinto animal son asimismo del orden de cincuenta. Cabe observar, finalmente, que los empleos de «instinctus» a propósito del Espíritu Santo se multiplican en las obras de madurez. La mayor concentración se encuentra en la cuestión de la Suma consagrada a los dones, que nos mueven como un «instinto divino», procedente del Espíritu Santo, y que nos disponen a seguir sus mociones q. 68).

Es evidente que santo Tomás no se mostraba tan tímido como nosotros en el empleo de la palabra «instinto», porque a sus ojos el término no estaba tan ligado a la animalidad y era perfectamente apto para designar la espontaneidad que suscita el Espíritu en el alma de los creyentes, y que se experimenta, entre otras circunstancias, en la oración.

Tomás podía ver la ilustración de ello en la vida de los santos de su tiempo: en el amor a la pobreza y los impulsos místicos de un Francisco, en la audacia apostólica, tan meditada no obstante, de un Domingo. Podemos pensar también en la experiencia contemplativa, tan bien descrita por Casiano y por Gregorio Magno. Pero a buen seguro tenía él mismo cierta experiencia de tales iluminaciones en la oración que acompañaba su trabajo teológico, especialmente cuando componía las cuestiones sobre la Ley nueva y cuando mostraba cómo los dones realizan las bienaventuranzas según una medida superior a lo que exige la sola razón (I-II, q. 69, a. 3).

Con todo, no hay que creer que este instinto espiritual sea contrario a la labor de la razón o al ejercicio de las virtudes, como si procediera de movimientos imprevisibles, que escapan a todo control. Se sitúa más bien en la fuente misma de la actividad racional y del acto libre, para perfeccionar y sobreelevar lo que 11ama nuestro Doctor «instinto de la razón» en nosotros, es decir, nuestro sentido primitivo de la verdad y del bien que desarrollarán las virtudes. Por esa razón comparará ese instinto al genio y recurrirá al ejemplo de Alejandro Magno citado por Aristóteles. La espontaneidad suscitada en nosotros por el Espíritu Santo es una participación en la espontaneidad de la sabiduría divina y se injerta en las inclinaciones naturales a nuestro espíritu, creado a imagen de Dios.

La estrecha conexión establecida por santo Tomás entre las virtudes y los dones muestra claramente cómo el instinto del Espíritu Santo, que es sabiduría y amor, puede penetrar hasta el fondo de nuestro ser y en nuestras actividades, para someterlas a una inspiración superior y ordenarlas a un fin divino. Gracias a las virtudes es como puede llegar la espontaneidad natural, sirviéndose del esfuerzo inventivo del hombre, a la creación de instituciones que serán instrumentos duraderos de la gracia, al servicio del Evangelio según las necesidades de una época o de una cultura dadas. Así fueron las Constituciones dominicas de que ya hemos hablado, lo mismo que, antes de ellas, la Regla de san Benito para el monacato latino. Así fueron asimismo las innumerables organizaciones apostólicas y caritativas que han ido surgiendo a lo largo de la historia de la Iglesia. La misma vida contemplativa requiere un mínimo de organización y de bienes, y ha sabido responder a ello de múltiples maneras.


6. Instituciones necesarias e instituciones libres bajo la Ley nueva

La intervención del Espíritu en la vida de la Iglesia y de los fieles, con la ayuda de las virtudes y los dones, debe provocar normalmente una flexibilidad característica en el uso de las instituciones, bajo la Ley nueva. Cabe mostrarlo aplicándoles lo que dice santo Tomás de los actos exteriores: ciertas instituciones tienen como finalidad garantizar lo necesario en el campo de la fe y de la gracia; pero el resto forma parte del orden de los consejos y permite una amplia libertad de iniciativa a los que tienen el encargo de gobernar y, podemos añadirlo, a los mismo fieles que usan estas instituciones y siguen, a su manera, los consejos, con la mirada puesta en el bien de la Iglesia y en una mayor perfección. En efecto, si bien los consejos requieren un mínimo de organización para realizar una obra duradera, reclaman asimismo suficiente anchura para que pueda desplegarse el espíritu de iniciativa y de invención propio a la virtud.

En consecuencia, la Iglesia debe poseer instituciones firmes, que garanticen a todos lo necesario para el progreso de la fe, para la recepción de la gracia y para el ordenamiento de la vida eclesial. Sobre esta base se injertarán otras instituciones destinadas a sostener la libertad espiritual y a favorecer la iniciativa en favor del Evangelio. En esta materia, santo Tomás pensaba, sin la menor duda, en las nuevas órdenes religiosas de su tiempo, que representaban una verdadera creación. Así pues, cabe distinguir en la Iglesia instituciones necesarias e inamovibles, para lo esencial, y otras que son más libres por naturaleza y más variables en función de los tiempos y los lugares.

Las instituciones para
la formación de la libertad espiritual

La distinción que acabamos de establecer reclama, no obstante, alguna puntualización. De entrada, las instituciones necesarias en la Iglesia no se sitúan fuera del campo de la libertad, ya que son, precisamente, indispensables para procurar a nuestra libertad la enseñanza y la formación que necesita para arraigarse en la fe y el amor a Cristo, para ejercerse y crecer en una vida que no sea ya según la carne, sino según el Espíritu. El conjunto de las instituciones ligadas a los diferentes ministerios, como apóstol u obispo, doctor y pastor o catequista, está ordenado al crecimiento de la libertad en el proceso de la educación moral y espiritual. Poner en cuestión estas instituciones, en nombre de una libertad sin trabas, privaría a esta de los órganos de que se sirve la gracia del Espíritu para liberarnos de toda traba interior y exterior en vistas al bien.

Así pues, es preciso ponerse de acuerdo en la naturaleza de la libertad implicada aquí. No se trata de una libertad de indiferencia definida por la pura elección entre los contrarios, situada en el extremo opuesto a la ley y a las instituciones, sentidas como un límite adverso. Se trata de una libertad de calidad o de atracción, movida por el amor a Cristo y formada según su sabiduría, abierta asimismo, con la ayuda del Espíritu, a la comunidad eclesial y al bien de todos.

Una libertad semejante no se sitúa en contra de las instituciones, sino que se sitúa desde el primer momento en armonía con ellas, pues persiguen, juntas, el mismo fin: el crecimiento del Cuerpo de Cristo y el progreso de la gracia en cada uno. La libertad espiritual se nos concede con la fe como el germen de una vida nueva; crece en la caridad con el apoyo de las instituciones mediante el ejercicio de las virtudes, a la luz de la sabiduría procurada por la meditación de la Palabra de Dios y la experiencia madura. Esa es la libertad que nos hace capaces, cuando llega a adulta, de usar las instituciones eclesiales como conviene, según su naturaleza y finalidad, con el cuidado, el tacto y la flexibilidad que reclama el manejo de órganos que sirven para la vida y deben corresponder a las incitaciones del Espíritu. Firmeza y consagración, fidelidad y flexibilidad, inteligencia y benevolencia, tanto en la obediencia como en el gobierno: tales son las cualidades que vuelven eficaces y espiritualmente fecundas las instituciones eclesiales.

La solidaridad espiritual a causa de Cristo

La armonía de fondo entre los que ejercen un cargo en la Iglesia y los que se aprovechan de su dirección es tanto más necesaria por el hecho de que, tanto los unos como los otros, se saben sometidos a la autoridad de Cristo, que se hizo obediente y se entregó por el bien de todos, y llamados a seguir su ejemplo. Así, los superiores, cumpliendo su función en nombre del Señor, aprenden ellos mismos a obedecer de corazón, asumiendo su responsabilidad de mando. El ejercicio de la autoridad se les convierte asimismo en una ocasión inesperada de obedecer a las necesidades de cada uno; reclama una disponibilidad que casi es imposible de adquirir si uno no ha flexibilizado primero su propia voluntad habiéndose sometido al gobierno de otro a causa del Señor. La autoridad de Cristo establece así entre gobernantes y gobernados una especie de solidaridad espiritual, una especie de reciprocidad, de la que cabe decir que debería inspirar el espíritu de las leyes y de las instituciones eclesiales, y que reposa en un amor común, en una misma esperanza, en una inteligencia semejante del bien espiritual. Como ilustración, citaremos simplemente este bello texto de la primera carta de Pedro dirigido a los ancianos y a los jóvenes: «A los ancianos... Apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados, sino voluntariamente, según Dios; no por mezquino afán de ganancia, sino de corazón; no tiranizando a los que os ha tocado cuidar, sino siendo modelos de la grey... De igual manera, jóvenes, sed sumisos a los ancianos;... Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios para que, llegada la ocasión, os ensalce» (5, 1-6).

El análisis de la Ley nueva realizado por santo Tomás nos muestra cómo resolver el constante problema en la Iglesia de las relaciones entre los elementos más espirituales, animados por el «instinto del Espíritu Santo», por la caridad, los dones o carismas, y los elementos más materiales, a veces pesados de manejar y de llevar, que son las instituciones. Este análisis nos ayuda a evitar el juridicismo de antaño, cuando el derecho había invadido la moral en detrimento de la vida espiritual, y a superar la tentación actual que representa una promoción inconsiderada de la libertad individual, que se opone totalmente al legalismo, pero permanece encerrada en el mismo marco del enfrentamiento entre la libertad y la ley, de suerte que todos los problemas se ponen a girar en torno a las relaciones con la autoridad, comprendidos y sentidos como un conflicto de fuerzas, como una modalidad de la lucha por el poder. Bajo este tipo de luz, las instituciones aparecen como instrumentos de dominación y de opresión que conviene reducir al mínimo soportable, hasta que se cae en la cuenta de que el vacío institucional así creado deja el campo libre a otros poderes, menos controlables y no menos tiránicos, a la presión de grupos que utilizan los poderes de la opinión, del dinero o de la política, cubriéndose con el manto de la libertad. No es éste, evidentemente, el camino de la libertad espiritual que nos propone el Evangelio, ni tan siquiera el de una libertad verdaderamente adulta, apta para asumir responsabilidades en la Iglesia y en la sociedad.


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