XI

EL ORGANISMO DE LAS VIRTUDES
Y DE LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO


Tras haber considerado las virtudes teologales, conviene extender nuestra mirada y examinar el organismo entero de las virtudes. Un organismo que ellas animan y del que constituyen algo así como la cabeza cristiana. Se puede aplicar, efectivamente, a las virtudes la comparación del cuerpo empleada por san Pablo para explicar la distinción y la disposición de los carismas en la Iglesia. Estamos excesivamente acostumbrados a pensar las virtudes de modo aislado; es importante que tomemos conciencia de que, en la realidad, estas forman un organismo y no pueden obrar o desarrollarse más que juntas, como los miembros de nuestro cuerpo. Cada virtud posee su identidad y su propia función; mas debe ejercer su papel para el bien del hombre en su totalidad con la colaboración de las otras virtudes, bajo el impulso de la caridad, que las reúne a todas. Así es como las virtudes sirven para poner en acción la gracia del Espíritu Santo que define la Ley nueva, y como forman la estructura de la vida espiritual.


1. Redescubrir la virtud

Antes de describir el organismo de las virtudes que sostiene la vida cristiana, resulta indispensable recordar en unas cuantas palabras la naturaleza de la virtud, pues el uso ha empobrecido mucho la significación de este término. La virtud, causa de perfección y de alegría para los antiguos, ha perdido para nosotros sus atractivos, como una criada llena de arrugas por los años. Sin embargo, oculta en su seno un tesoro que no ha envejecido. A nosotros nos corresponde descubrirlo, si queremos tener algo con qué edificar sólidamente con el Espíritu Santo.

Para definirla, diremos simplemente que la virtud designa las disposiciones del corazón y del espíritu que nos hacen capaces de realizar acciones de buena calidad. Las virtudes son aptitudes firmes que nos hacen actuar buscando lo mejor y tender hacia la perfección que conviene a nuestra persona y a nuestras obras. En una palabra: las virtudes nos permiten ejercer plenamente nuestro oficio de hombre. Sólo la experiencia revela verdaderamente lo que pueden ser estas cualidades dinámicas.

Recordemos que las virtudes así entendidas no son simples hábitos –una especie de mecanismo psíquico formado en nosotros mediante la repetición de los mismos actos materiales–, que disminuirían el compromiso personal; son propiamente «hábito», disposiciones a obrar cada vez mejor, obtenidas por una sucesión de actos inteligentes y libres 1.

La virtud cristiana

Para aplicar la doctrina de las virtudes a la vida espiritual, es necesario, no obstante, comprender la transformación que ha aportado el cristianismo en la concepción de la virtud. En efecto, tenemos una excesiva tendencia a representarnos la virtud como el resultado del esfuerzo humano para adecuarse a la ley moral, como un hábito adquirido de obedecer los preceptos morales a pesar de la dificultad y de la pena. Tales serían las así llamadas virtudes adquiridas, causa de mérito según los católicos, pero objeto de contestación para los protestantes, en nombre de la fe que justifica sin las obras.

La catequesis cristiana ha situado las virtudes entre los dones espirituales o carismas otorgados por el Espíritu Santo; ha colocado por delante la fe y en particular el ágape, como el mejor de los dones (1 Co 13). Esta enseñanza se sitúa en la línea del Antiguo Testamento, que habla de las «fuerzas» o de las «virtudes» de Dios (ischus, dynamis), como el despliegue de su poder en favor de aquellos que confían en él. La virtud aparece, por consiguiente, como una fuerza divina, como un impulso de lo alto, como una obra de la gracia. No por ello penetra menos en lo concreto de la vida: el ágape es paciente y servicial, es bueno, confiado y manso, lo soporta todo.

Virtudes infusas y virtudes adquiridas

Ésa es la doctrina que la teología posterior ha recogido y expresado en su teoría de las virtudes infusas. Presupone una asociación tal, entre la gracia y nuestra voluntad, que nuestras acciones sean a la vez obra del Espíritu Santo y de

1. Cfr. nuestro libro La renovación de la moral, Verbo Divino, 1971. II, cap. IV, La virtud es algo completamente distinto a un hábito. También los artículos Habitude et habitus e Infus en DSAM.

nuestro esfuerzo, en respuesta a su moción, gracias a la unión de las voluntades que lleva a cabo la caridad.

Aunque convenga distinguirlas, es preciso evitar, por encima de todo, disociar las virtudes adquiridas y las virtudes infusas situándolas en planos separados, natural o humano, de un lado, y sobrenatural, del otro. La distinción tiene su utilidad para el análisis de las virtudes y el estudio de sus condiciones; mas su separación resulta mortal para su puesta en práctica y para el dinamismo de la vida cristiana. Como su nombre indica, las virtudes infusas penetran en el interior de las virtudes adquiridas, como una savia nueva bajo la vieja corteza, para inspirarlas, transformarlas y perfeccionarlas, incluso en el plano natural. Por otra parte, las mismas virtudes teologales no pueden obrar sin tomar forma en las virtudes morales, sin el discernimiento prudencial, sin la fortaleza y la templanza, que son como los músculos y el sentido del equilibrio en el organismo cristiano de las virtudes.

La virtud designa, pues, un conjunto de cualidades dinámicas formadas en nosotros por la gracia del Espíritu, integradas en nuestra libre voluntad por medio del ágape, para hacer dar frutos de vida y realizar obras que gusten a Dios. La virtud cristiana es, a la vez, espiritual, sobrenatural y, con todo, profundamente humana.

Esta doble dimensión, divina y humana, se encuentra tanto en san Pablo como en santo Tomás. En su sermón sobre la conversión de san Pablo, expone J.H. Newman en estos términos lo que, en su opinión, constituye el don característico del Apóstol: «En él la plenitud de los dones divinos no tiende a destruir lo que tiene de humano, sino a espiritualizarlo y a perfeccionarlo... Es capaz de identificarse con la naturaleza humana y de simpatizar con ella, de una manera que sólo le pertenece a él»2. En su catequesis moral citará Pablo, efectivamente, numerosas virtudes muy humanas, junto a listas de pecados que, desgraciadamente, no lo son menos.

En cuanto a santo Tomás, el estudio de las virtudes cardinales y sus anexas, realizado con ayuda de Aristóteles y de otros filósofos, está tan desarrollado que el lector moderno tiene la impresión de encontrarse frente a una moral en que el lado humano y racional ocupa más espacio que la dimensión cristiana. Esta última prevalece en realidad, pero, en la perspectiva unificadora que hemos adoptado, el Doctor Angélico nos ofrece una doctrina sobre las virtudes humanas indispensable para iluminar la vida espiritual, para garantizar su equilibrio y su firmeza.

Una diferencia entre san Pablo y santo Tomás

Existe, sin embargo, una diferencia sobresaliente entre ambos doctores a propósito de la virtud. Santo Tomás comienza su exposición de la moral cristiana con un largo estudio sobre la virtud en general, mientras que san Pablo no em-

2. Sermón en la Universidad de Dublín, año 1857.

plea más que una sola vez la palabra virtud (areté): «Por lo demás, hermanos, todo cuanto hay de verdadero, de noble, de justo, de puro, de amable, de honorable, todo cuanto sea virtud y cosa digna de elogio, todo eso tenedlo en cuenta» (F1p 4, 8). Esta constatación no significa que san Pablo considere en poco la virtud, sino que la considera desde su punto de vista de predicador que debe enseñar las virtudes de una manera concreta, citándolas por su nombre particular: el amor fraterno, la paciencia, la esperanza, la misericordia, etc., sin tener necesidad de pasar a una consideración general, que reclama términos más abstractos, como hábito, y clasificaciones, como virtudes teologales y cardinales, consideración que ocupa el primer plano en la perspectiva, más teórica, de santo Tomás y de la escolástica. Sin embargo, ambas consideraciones son necesarias para tratar de modo conveniente la vida espiritual, una para guiarla eficazmente, la otra para reflexionar sobre ella de modo inteligente.


II. El organismo de las virtudes, esqueleto de la vida espiritual

Consideremos ahora el organismo de las virtudes propuesto por santo Tomás en la Suma teológica, que forma el esqueleto de la vida moral y espiritual. Se despliega en conformidad con la definición de la Ley nueva como «la gracia del Espíritu Santo recibida por la fe en Cristo, y que obra por la caridad», con el complemento de las virtudes morales.

Notemos aquí que, siguiendo a santo Tomás, el empleo del esquema de las virtudes se convertirá en clásico en los autores espirituales para describir la vida ascética, la búsqueda de la perfección con la gracia ordinaria. No obstante, a pesar de una incontestable voluntad de fidelidad, las diferencias con el Doctor Angélico son grandes; la ascética no se vincula ya a una moral regida por las virtudes, sino por los mandamientos; se tiende, como es el caso de Scaramelli en su «Directorio ascético», a tratar las virtudes morales antes que las virtudes teologales, dado que ponen directamente en acción el esfuerzo de la ascesis; las virtudes quedan separadas de los dones del Espíritu Santo, que son atribuidos a la mística porque son considerados como gracias extraordinarias.

La organización de las virtudes que nos propone santo Tomás puede representarse en un cuadro, en una especie de organigrama, que vamos a exponer brevemente 3.

De la gracia del Espíritu Santo a las virtudes

En la fuente de la vida espiritual y en el origen de su estructura se encuentra la gracia del Espíritu Santo que recibimos, por la fe en Cristo, cuando abrimos

3. Cfr. nuestro libro Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988, cap. VII.

nuestra inteligencia y nuestra voluntad a la luz de la Palabra de Dios. A la fe se le asocian, en un mismo movimiento, la esperanza y la caridad, que la vuelven activa bajo la moción de la gracia.

Mediante este compromiso espiritual, la gracia del Espíritu penetra en las virtudes morales, regidas por la razón y agrupadas en torno a la prudencia, que discierne lo que conviene hacer, a la justicia, que regula las relaciones con los otros, a la fortaleza y a la templanza, que garantizan el dominio de la sensibilidad y su participación en la acción. De esta guisa, la gracia asume las virtudes humanas y las coordina con las virtudes teologales; la gracia llega hasta la sensibilidad y la imaginación y desciende hasta las profundidades del «inconsciente»; se encarna asociando el mismo cuerpo al obrar espiritual y, de este modo, ordena todo el hombre a la bienaventuranza en Dios.

Por otra parte, en virtud de nuestra condición carnal asumida por el Hijo de Dios, a la gracia interior le corresponden como instrumentos exteriores y visibles, la Escritura en su texto, la Biblia, y los sacramentos con la liturgia. Así se establece una conexión esencial entre la vida espiritual, animada por las virtudes, la lectura de la Escritura como Palabra de Dios y la vida sacramental, dispuesta en torno al bautismo y la Eucaristía, como celebración de la Pasión del Señor.

Las virtudes perfeccionadas por los dones

La doctrina de las virtudes no basta, sin embargo, para dar cuenta de la acción del Espíritu Santo tal como se manifiesta especialmente en san Pablo y en la experiencia espiritual. En la colaboración que se establece entre la gracia y nosotros, las virtudes representan el lado activo de nuestra participación; mas su acción necesita ser completada por los dones, que nos disponen para recibir las mociones del Espíritu y constituyen el lado pasivo o receptivo de la vida espiritual; éstos nos hacen dóciles a la gracia.

La doctrina de los dones del Espíritu Santo fue elaborada por san Agustín en su explicación de las bienaventuranzas evangélicas a la luz de san Pablo, que presenta el obrar cristiano como una vida según el Espíritu (Rm 8). Santo Tomás la retorna, pero la injerta en el organismo de las virtudes, que constituye la base de su moral. A cada una de las siete virtudes principales le añade un don: la inteligencia y la ciencia a la fe, el temor a la esperanza, la sabiduría a la caridad, el consejo a la prudencia, la piedad a la justicia, la fuerza a la fortaleza, el temor, de nuevo, a la templanza. El efecto de los dones es hacer la acción perfecta, como cuando le sobreviene una inspiración superior a aquel que actúa lo mejor que sabe siguiendo las reglas de su arte.

Esta doctrina de los dones constituye, primero, en san Agustín, una predicación catequética, nutrida por la meditación sobre san Mateo, san Pablo e Isaías. Contiene una serie de ideas y de orientaciones teológicas fecundas que Tomás adaptará a su propia sistematización. Es éste un buen ejemplo de desarrollo de una doctrina espiritual a partir del Evangelio, reuniendo la catequesis, la espiritualidad y la reflexión teológica.

La vinculación de los dones a las virtudes llevada a cabo por santo Tomás significa: 1) Que la acción del Espíritu Santo se ejerce al mismo tiempo a través de los virtudes y a través de los dones, siguiendo dos modalidades complementarias, activa y receptiva, los dones son necesarios para el pleno desarrollo de las virtudes, al tiempo que éstas constituyen la base de los dones; 2) que los dones, igual que las virtudes, son concedidos a todos los cristianos, sean cuales fueren las variaciones y los grados en la realización, en la toma de conciencia y en el progreso.

Las virtudes y los dones constituyen conjuntamente, para el Doctor Angélico, la estructura de la vida cristiana. Si queremos permanecerle fieles, no podemos separar las virtudes de los dones, atribuyendo, por ejemplo, las primeras a la vida ascética y los segundos a la vida mística. Tampoco podemos reservar la búsqueda de la perfección mediante las virtudes a una elite, ni el goce de los dones del Espíritu Santo a una super-elite favorecida por gracias extraordinarias. En conformidad con la enseñanza de san Pablo, la acción del Espíritu a través de las virtudes y los dones se ejerce en la vida de cada cristiano y en toda la Iglesia, asegurando en ella su continuidad. Apunta a la unidad y a la convergencia, a través de la diversidad de itinerarios y de vocaciones.

Los dones y las virtudes morales infusas

Santo Tomás parece haber gozado de una percepción particularmente aguda de la acción del Espíritu Santo. Fue él quien primero tuvo la intuición de distinguir entre dones y virtudes al observar que Isaías, en su enumeración, emplea el término de «espíritu», y habla más bien de inspiraciones: «Sobre él reposará el espíritu de sabiduría y de inteligencia, etc.» (11, 2). Se trata de dones bajo la forma de disposiciones para recibir estas inspiraciones y para corresponder a ellas. Son estables, un poco como la prontitud de un discípulo bien formado para captar el pensamiento de su maestro. Se trata propiamente de hábitos; procuran una firmeza superior a la vida espiritual.

Prosiguiendo su reflexión en esta línea, nuestro Doctor va a elaborar su doctrina de las virtudes morales infusas. Le parece necesario llevar a cabo una transformación interna de las virtudes humanas, para adaptarlas a su nueva finalidad y hacerlas contribuir eficazmente a la obra de la gracia. Esta modificación se manifestará por una medida y unos criterios nuevos en la apreciación y el juicio práctico. Una cosa será la templanza en el alimento por parte de aquel que vigila el mantenimiento de su salud según la medida de la razón, y otra distinta la de san Pablo cuando «castiga su cuerpo y lo reduce a esclavitud» por amor a Cristo. Una es también la justicia que regula nuestras relaciones en la ciudad humana, y otra la justicia que hace de nosotros «conciudadanos de los santos y familiares de Dios» (I-II, q. 63, a. 3 y 4).

La conexión de las virtudes mediante la caridad y la prudencia

La organización de las virtudes por santo Tomás sobre la base de las siete virtudes principales procede de datos tradicionales, completados por un análisis detallado que versa sobre unas cincuenta virtudes anexas. Para hacer frente a esta multiplicación, es esencial fijarse bien en los factores de unidad que las reúnen en vistas a la acción. Según nuestro Doctor, la coordinación de las virtudes está garantizada por la caridad con la ayuda de la prudencia.

La caridad es el amor de Dios dado por el Espíritu, que ejerce tanto en nosotros como en la Iglesia, su poder unificador: la caridad reúne todas las virtudes, como en un cuerpo vivo, y las ordena, cada una en su rango, según su papel, a la visión amorosa de Dios, fin último verdadero y pleno del hombre. La caridad es la virtud por excelencia. Se encuentra en la fuente misma de la vida espiritual. Podemos compararla con la sangre, que bajo el impulso del corazón, circula por todo el cuerpo para alimentar los órganos. Sin ella, las otras virtudes se vuelven estériles y se marchitan; no pueden fructificar ante Dios.

Sin embargo, la caridad no podría desarrollar su obra convenientemente sin la prudencia, que representa para la vida espiritual lo que el ojo para el cuerpo. En efecto, gracias a la prudencia, virtud del juicio y de la decisión, es como sabemos descubrir la medida que conviene en el ejercicio de cada virtud, incluida la práctica de la caridad. Por muy generosa que sea esta última, se extraviaría sin el discernimiento de la razón. La prudencia, como virtud de la razón creyente y amorosa, ejerce, pues, también una función general entre las virtudes: asegura su conexión en el juicio sobre la acción concreta y nos guía paso a paso por los caminos, a veces sorprendentes, que nos conducen hacia la bienaventuranza prometida.

Esto es claramente lo que enseña la experiencia cristiana de que da testimonio, por ejemplo, Casiano en su segunda Conferencia, cuando cuenta la discusión de san Antonio con un grupo de monjes ancianos en su retiro de Tebaida. La cuestión era ésta: ¿qué virtud puede proteger mejor al monje contra las ilusiones del demonio y conducirle a la perfección? Para Antonio, esta virtud preciosa no reside ni en la adhesión a las observancias ascéticas, ni en la renuncia total, ni siquiera en la práctica de la caridad, sino sólo en la virtud de la discreción, la cual, con un ojo sencillo y luminoso, discierne en nuestros pensamientos y en nuestras acciones el lugar en que se encuentra la vía real del Evangelio, sin desviarse a la derecha, hacia un fervor inconsiderado, ni hacia una relajación perezosa a la izquierda. La discreción se muestra así como una lámpara interior que nos ilumina y nos guía, progresivamente, por los caminos de la vida espiritual. Esta doctrina espiritual será una de las fuentes del Tratado de santo Tomás sobre la prudencia.

También aquí es preciso evitar introducir una separación. No cabe duda de que la caridad reside en la voluntad, en la afectividad, y la prudencia en la razón; la primera es una virtud teologal y la segunda una virtud moral. Sin embargo, caridad y prudencia, que tienen un papel de unificación, trabajan cogidas de la mano y se necesitan entre sí. Una caridad sin discernimiento corre el riesgo de hacer más mal que bien y termina por degradarse. Una prudencia sin amor carece del sentido y del fin al que debería conducirnos; ¿cómo podríamos hacer una apreciación correcta de aquello que no amamos?

Así pues, a través de la conjunción del conjunto de las virtudes realizada con ayuda de la caridad y de la prudencia, con los dones de sabiduría y de consejo, es como la gracia del Espíritu Santo realiza, poco a poco, en nosotros su obra de santificación en el marco de la Ley nueva.

El papel de las pasiones en la vida espiritual

Hay otra consideración importante para mantener la unidad de la vida espiritual: la coordinación entre las pasiones y las virtudes, sólidamente establecida por santo Tomás.

Precisemos, primero, que las pasiones se entienden aquí como los movimientos de la sensibilidad –los sentimientos, las emociones, podríamos decir– sin la connotación peyorativa que les da nuestro uso actual, donde la pasión designa a menudo un impulso dominante, excesivo, contrario a la razón. Las principales pasiones son el amor y el odio, el deseo, el placer junto con la alegría, el dolor con la tristeza, la esperanza y el desespero, el temor y la audacia, la cólera.

Santo Tomás posee profundamente el sentido de la unidad del compuesto humano. Para él, la pasión no es ni una enfermedad del alma, como pretendían los estoicos, ni una amenaza y un obstáculo para la libertad, que disminuye el carácter voluntario de los actos, como se lee corrientemente en los manuales de moral clásicos. Tampoco separa el espíritu de la sensibilidad, como hará Descartes, que ve en las pasiones una especie de mecanismos psíquicos.

Para el Doctor Angélico, más allá de las tensiones suscitadas en el hombre por el pecado y mantenidas por la concupiscencia, como subraya la corriente agustiniana, y por debajo de los conflictos, a veces dramáticos, que puedan sobrevenir, subsiste una coordinación natural entre la sensibilidad y el espíritu, una predestinación a la armonía, que vendrá a fortificar la virtud. Esa será la obra de la templanza en relación con los deseos, del valor frente al miedo. En este punto santo Tomás se distingue claramente de la escuela franciscana, que situaba la virtud moral sólo en la voluntad. Nuestro Doctor no vacila en hacer de la sensibilidad incluso el sujeto de las virtudes, que la rectifican y la adecúan a la razón amorosa.

El vasto tratado de las pasiones de la Suma teológica (I-II, q. 22-48) es muy significativo a este respecto. Se trata de una obra original, demasiado olvidada por los moralistas y los espirituales. Reposa sobre la idea de que existe en el hombre una conexión natural entre la sensibilidad y las facultades espirituales, tanto en el plano del obrar como en el nivel intelectual, en el que nuestro conocimiento parte del orden sensible. La relación entre pasiones y virtudes que de ahí se sigue incluye un lazo tal, que permite el paso de las unas a las otras. Así, el tratado de las pasiones de la Suma es una preparación directa del estudio de las virtudes, incluso a nivel teologal. Está claro, en efecto, que el análisis de la pasión amorosa que conduce al amor de amistad, a la explicación de la inhesión mutua, del éxtasis y del celo, está directamente orientado hacia el tratado de la caridad, definida como una amistad con Dios, y hasta incluye una dimensión mística. De modo semejante, el estudio de la expectativa (espoir) y del temor prepara el tratado de la esperanza con el don del temor. Santo Tomás llegará incluso a emplear el análisis de la «delectación», que reúne el placer y la alegría, para elaborar su teoría de la bienaventuranza en la visión de Dios 4.

Descubrimos aquí una diferencia esencial, que se comunica a la espiritualidad, entre las morales de la pura obligación o de imperativos y la moral de las virtudes que propone santo Tomás. Las primeras fundamentan el valor moral y espiritual excluyendo la sensibilidad, reprimiéndola. Santo Tomás no ignora ciertamente el necesario combate que hay que entablar contra «la carne», contra el exceso de las pasiones, mas presupone una armonía radical entre la sensibilidad y la virtud, y ve su origen en la creación del hombre a imagen de Dios. Apunta a la restauración de esta armonía, tanto como sea posible aquí abajo, por medio de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo. Por eso puede aportar la sensibilidad su contribución para la edificación de la vida espiritual y recibir su parte de gracia, bajo la forma de la alegría, la paz, la mansedumbre, el dominio de sí, la castidad, clasificadas entre los frutos del Espíritu (Ga 5, 22).


III. Comparación entre san Pablo y santo Tomás
en la doctrina de las virtudes

Ya hemos señalado algunas diferencias entre san Pablo y santo Tomás en el tema de la doctrina de las virtudes, debidas a la diversidad de sus puntos de vista. Recordemos los elementos fundamentales. La consideración de san Pablo es de orden catequético y apostólico; se trata de una paráclesis próxima a la experiencia, directamente ordenada a la práctica de la virtud. Toma las virtudes en su particularidad y las liga estrechamente a la caridad, que se ejerce a través de ellas. Subraya el vínculo de las virtudes con la persona de Cristo y las considera sobre todo como dones del Espíritu. No tiene una doctrina sobre la virtud en sí misma y apenas cita el nombre. Tampoco menciona las cuatro virtudes cardinales.

Santo Tomás, por su parte, sigue una consideración teórica, aunque apunte directamente a la práctica; es de naturaleza radicalmente racional y relativamente abstracta, predominantemente analítica, aunque desemboca en una vasta síntesis. Compone una obra de teología, de reflexión científica. Comienza con un estudio de la virtud en general, como hábito, y desciende, a continuación, a las virtudes particulares, asociadas a los dones y opuestas a los pecados. Organiza

4. Cfr. nuestro artículo Les passions et la morale en RSPT 74 (1990) 379-391.

las virtudes en torno a las tres teologales, tomadas de san Pablo, y a las cuatro virtudes cardinales, heredadas de la filosofa griega.

Estos dos modos de proceder, que dependen de dos registros diferentes —la paráclesis y la teología—, son, de hecho, complementarios, pues el uno ha engendrado el otro. La doctrina de santo Tomás es fruto del evangelio de Pablo, pensado y vivido en medio del fervor espiritual del siglo XIII, frente a la filosofa procedente de Atenas, donde predicó Pablo; está elaborada a la luz de una razón creyente y amorosa. Para captar esta complementariedad y el acuerdo de fondo a través de las diferencias, conviene volver, al final de este capítulo, a la fuente principal y precisar brevemente algunas características de la catequesis del Apóstol de Ios gentiles sobre las virtudes.


1. La relación con la persona de Cristo

La relación viva con la persona de Cristo en el Espíritu resulta principal para Pablo y está presente por todos Lados en su pensamiento. Está anudada por la fe, por el amor, y evoca los lazos de los apóstoles en el matrimonio. Por eso bajo cada mención de una virtud recomendada por el apóstol podemos colocar el nombre de Cristo, según la exhortación de la carta a Ios Filipenses: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (2, 5). Jesús se vuelve el modelo verdadero de toda virtud, está presente y activo en el corazón de los creyentes por la gracia del Espíritu. Las virtudes contribuyen, en consecuencia, a reproducir los «misterios» de Cristo en la vida del cristiano: la paciencia en la persecución y las pruebas es una participación de la que mostró Jesús en su Pasión; la vigilancia se convierte en una expectativa de la venida de Cristo. De modo semejante, la humildad y la obediencia, que sostienen la esperanza de la gloria, la mansedumbre y el perdón fraterno, la asiduidad en la oración y la hospitalidad... todas las virtudes se vuelven comunión con las de Cristo recordadas en el Evangelio. Tal será la obra de santificación confiada al Espíritu Santo.

La presencia de la relación con Cristo y la acción del Espíritu aparecen claramente, entre otras, en la manera en que Pablo trata los casos de conciencia que se le someten. De ahí extrae los criterios más determinantes de su juicio. En la primera carta a los Corintios, por ejemplo, rechaza la fornicación recordando: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ... No os pertenecéis, habéis sido bien comprados». Más adelante añade: «,O acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios?» (6, 15-20). San Pablo nos brinda aquí un modelo para el examen de los problemas concretos de orden moral y espiritual.


2. El sentido de lo humano

Al mismo tiempo, como notaba justamente Newman, san Pablo posee profundamente el sentido de lo humano, así como la estima del buen sentido. Se considera judío con los judíos, griego con los griegos, y podríamos añadir bárbaro con los bárbaros, pecador con los pecadores. Por eso no duda en tomar datos prestados tanto de los filósofos, que son testigos de humanidad, como de las listas de virtudes y vicios que circulaban en su tiempo en los medios cultivados. Mas al hacerlo, transforma estos datos introduciéndolos en un organismo espiritual nuevo animado por el amor de Cristo. De modo parecido, cuando examina un problema de conciencia, comienza regularmente con una reflexión de sentido común tal como la podría hacer un filósofo, como en el caso de la fornicación que acabamos de citar: «Huid de la fornicación. Todo pecado que el hombre comete es exterior a su cuerpo; el que fornica, por su parte, peca contra su propio cuerpo» (1 Co 6, 18). Este criterio de orden racional constituye, para Pablo, una preparación a la aplicación del principio de la relación con Cristo y con el Espíritu, que interviene a renglón seguido como un a fortiori.


3. Las virtudes como formas de la caridad

En virtud de la relación con Cristo, presente en las virtudes, el ágape se mantiene en el corazón de cada una de las acciones que inspira al cristiano. Por eso podemos considerar las virtudes, tomadas en la experiencia práctica, como formas de la caridad. Por esta razón reciben en san Pablo, aunque su presentación sea de origen pagano, una dimensión cristológica. Por humildes que puedan parecer, el ejercicio de estas virtudes nos pone en relación con Dios, con el Padre por Cristo, y nos inserta en la comunión de la Iglesia.


4. Algunas virtudes generales

Mencionaremos, por último, ciertas virtudes que poseen un alcance general en san Pablo y de las que santo Tomás ha dado cuenta de un modo diferente.

a) Citaremos, primero, la justicia, que designa en la Biblia la cualidad moral por excelencia. De ella hablará Pablo a la comunidad de Roma, de origen judío, para mostrar el poder de la fe. La justicia conferida por la fe en Cristo, enseñada por una Ley que no podía otorgarla, posee verdaderamente una dimensión teologal, que confirmará su puesta en práctica por la caridad. Santo Tomás, por su parte, siguiendo a Aristóteles, sitúa la justicia, en primer lugar, al nivel de la sociedad y considera la relación personal del hombre con Dios, de que habla san Pablo a los Romanos, como una justicia en sentido metafórico. Aunque conserve un alcance universal, la justicia se vuelve, antes que nada, en su sistema, una virtud cardinal, lo que pone de relieve su papel en la organización y la vida social.

b) La sabiduría era la virtud suprema para los griegos; reunía a las otras virtudes, para convertirlas en las columnas del Templo que le estaba dedicado. También figura en el primer plano de la primera carta a los Corintios, donde Pablo predica con audacia la cruz de Cristo como fuente de la sabiduría de Dios, difundida por la caridad. La sabiduría otorgada por el Espíritu adquiere asimismo en él una dimensión teologal. Santo Tomás, que ve en la teología una obra de sabiduría, conservará a esta virtud un alcance universal en la cima de las virtudes intelectuales; atribuirá el don de la sabiduría a la caridad. Esta última es para él la virtud principal, la «forma» de todas las virtudes; mas la sabiduría rige, por su parte, el orden del conocimiento y de la contemplación creyente. Como se ve, la doctrina sigue siendo substancialmente la misma; aunque las categorías usadas por el Doctor Angélico son más complejas y diversificadas.

c) Mencionemos, por último, la santidad, noción muy importante en el Antiguo Testamento, donde designa al Dios tres veces santo, según la visión de Isaías (6, 1-5), que comunica su santidad a su pueblo de acuerdo con el precepto: «Sed santos, pues yo, el Señor, soy santo» (Lv 19, 2; 20, 26). La volvemos a encontrar en el Nuevo Testamento aplicada a Jesús, a quien se llama «el Santo» (Mc 1, 24; Lc 1, 35; Hch 3, 14). Es atribuida de modo más particular al Espíritu, cuya obra propia es la santificación de los fieles, convertidos por él en templos en Ios que mora. Asimismo, la expresión «los santos», aplicada primero a la comunidad de Jerusalén, se extenderá pronto a todas las comunidades de fieles (Rm 16, 2; 1 Co 1, 2; 2 Co 13, 12). Cabe observar, sin embargo, que san Pablo reserva casi siempre el adjetivo «santo» para estas dos acepciones. Las cartas de la cautividad le dan a veces un sentido moral, aunque más bien como una comunicación de la santidad de Dios por Cristo (Col 1, 22; 3, 12; Ef 1, 4; 5, 27). La santidad, como cualidad que tienen que buscar los cristianos, se encuentra en la segunda carta a Ios Corintios: «Estando en posesión de tales promesas, purifiquémonos de toda mancha de la carne y del espíritu, acabando de santificamos (la santidad) en el temor de Dios». Puede verse también la primera carta a los Tesalonicences: «que (el Señor) consolide vuestros corazones con santidad irreprochable ante Dios» (3, 13). La santidad no ha adquirido aún verdaderamente un sitio en el orden de las virtudes en san Pablo, pero el camino está indicado.

Santo Tomás sc_planteó evidentemente la cuestión de la ubicación de la santidad entre las virtuaes (II-II, q. 81, a. 8). Tras haber analizado con esmero los componentes de la santidad, concluye identificándola substancialmente con la virtud de la religión, aun distinguiéndola de ella por su noción: la religión rinde a Dios el servicio que le es debido en todo lo que concierne al culto divino, mientras que la santidad lo hace más especialmente ordenando las obras de las otras virtudes a Dios. En virtud de ello, aun siendo una virtud especial, la santidad ejerce una acción general sobre las virtudes y, por consiguiente, sobre la vida moral y espiritual. La identificación con la religión explica que la santidad no aparezca en el organigrama de las virtudes de la Suma, aunque la comprende como una virtud de alto rango. Cabe observar, no obstante, que sigue perteneciendo al orden de las virtudes morales junto con la religión, mientras que si la consideramos como la obra propia del Espíritu de Cristo en nosotros, parece que adquiere una dimensión teologal.

Esta cuestión tiene su importancia para nosotros, pues el ideal de la santidad, ilustrado por la personalidad y el ejemplo de los santos, se ha extendido ampliamente en la Iglesia hasta suplantar, asumiéndola, la búsqueda de la justicia o de la sabiduría de que hablan los documentos del Nuevo Testamento. La santidad se ha vuelto, a su vez, la virtud cristiana por excelencia, y podrían traducirse así las palabras del Señor que resumen el Sermón de la montaña: si vuestra santidad no supera la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los cielos.

No cabe duda de que la representación de la santidad se ha estrechado, a lo largo de los últimos siglos, a causa de su concentración en las exigencias ascéticas y en las «virtudes heroicas» de Ios santos reconocidos por la Iglesia. Con todo, el redescubrimiento de la acción del Espíritu, la revalorización de la fe y del amor a Cristo en el origen de la santidad, así como la afirmación conciliar de la llamada de todos los bautizados a la santidad, son factores determinantes para una renovación de la espiritualidad cristiana, gracias a una lectura actualizada de la Escritura y a una explotación juiciosa de los recursos de la tradición de santidad siempre viva en la Iglesia.


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