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LA CARIDAD Y LAS ETAPAS DE LA VIDA ESPIRITUAL


La caridad designa el amor de Dios que se revela en Jesucristo entregado por nosotros: «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros» (Rm 5, 8). Es la obra del Espíritu en nosotros: «La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (5, 5).

El vocabulario

A causa de la superioridad de semejante amor, los cristianos han tenido que buscar, en todas las lenguas, términos capaces de designarlo sin traicionarlo. Los autores del Nuevo Testamento, que escriben en griego, evitaron el término «erós», demasiado comprometedor, y eligieron un substantivo raro, tomado de la Setenta: «ágape». La palabra significa una estima y una benevolencia que se asocian en la admiración y en un afecto que se manifiesta; indica una cierta preferencia. A diferencia de la amistad (philia), el ágape no requiere la igualdad entre los socios y, de este modo, puede designar el amor entre Dios y el hombre 1.

En latín, los autores cristianos también dejaron de lado «amor» y tradujeron «ágape» por «dilectio» que designa un amor de elección, o por «caritas», que significa el afecto y el valor que se otorga a lo que se ama.

En castellano hemos heredado el término de «caridad» para designar la virtud teologal. Desgraciadamente, el uso ha empobrecido y deformado su sentido ligándolo excesivamente al gesto de la limosna, así se dice: practicar la caridad. Los traductores de la Biblia se han visto frecuentemente obligados a aceptar los

1. C. SPICQ, Lexique théologique du Nouveau Testament, Friburgo, 1991.

términos de «amor» y de «ternura», a falta de otros mejores, a pesar del peligro de confusión y de vulgaridad sentimental. Tras este empobrecimiento de nuestro vocabulario, cabe temer el desconocimiento de la especificidad del amor de Dios.

Puesto que no hay palabra alguna que resulte adecuada, mantendremos el término de «caridad» para designar el amor evangélico, definido como una virtud por la teología. Sigue siendo clásico y sus mismos límites nos advierten que hay que buscar por encima de las palabras lo que es este amor. Cabe, ciertamente, emplear asimismo el término de ágape, pero, transcrito del griego, queda un poco artificial.


1. El amor de Cristo

Para abordar la caridad vamos a elegir una vía que nos conduce a lo esencial y nos muestra bien lo que tal amor tiene de único.

La primera carta de Pedro confirma aquel pasaje de Pablo en la carta a los Romanos citado más arriba: «Pues también Cristo, para llevarnos a Dios, murió una sola vez por los pecados, el justo por los injustos» (3, 18), y presenta un comentario del mismo: «Cristo sufrió por vosotros..., él, que no había cometido falta alguna..., él, que, insultado, no devolvía el insulto, padeciendo no amenazaba... el mismo que, sobre el madero, llevó nuestros pecados en su cuerpo, a fin de que, muertos a nuestros pecados, viviéramos para la justicia; con cuyas heridas habéis sido curados» (2, 21-24).

La Pasión es, pues, el lugar de la revelación del amor de Cristo por nosotros. Pablo lo dirá otra vez en el himno de la carta a los Filipenses mediante una sucesión de contrastes entre la condición divina de Jesús y el «anonadamiento» de su Encarnación, acabada en la humillación y la obediencia hasta la muerte en una cruz, a la que seguirá la exaltación de su Nombre por Dios como «Señor en la gloria de Dios Padre».

Al mismo tiempo, se revela el amor del Padre cuya voluntad cumple Jesús, de conformidad con las Escrituras, desde la agonía en Getsemaní hasta la consumación en la Cruz. Para los evangelistas, el amor del Padre manifestado en Jesús constituye la clave de interpretación de los acontecimientos de la Pasión, totalmente en contra de las consideraciones humanas. Esto es lo que Pablo expresará con ardor dirigido a los cristianos de Roma: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros? El que no perdonó ni a su propio Hijo, antes bien le entregó por todos nosotros... Estoy seguro de ello..., ninguna criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús nuestro Señor» (Rm 8, 32-39).

En eso consiste el misterio: en que el Padre haya entregado a su Hijo por nosotros, siendo nosotros pecadores, y en que el Hijo, obedeciendo a este amor, se haya humillado hasta la Cruz. No se puede pensar seriamente en ello sin quedarse con la boca abierta de admiración. El Padre ha tomado la plaza de Abraham.

Nadie hupodido inventar algo semejante. Se trata claramente de «lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, lo que no ha subido al corazón del hombre».

Por elevado e incluso inverosímil que parezca este amor, penetra, no obstante, en la vida de los creyentes, especialmente en el seno de las relaciones fraternas. El contexto de los pasajes que hemos citado lo muestra claramente. El himno de la carta a los Filipenses aparece como un argumento en favor de la paráclesis de Pablo: «Así, pues, os conjuro en virtud de toda exhortación (paraklesis) en Cristo, de toda persuasión de amor (ágape), de toda comunión en el Espíritu,... que colméis mi alegría, siendo todos del mismo sentir, con un mismo amor (ágape)...; que no busque cada uno su interés, sino que más bien cada uno piense en el de los demás» (F1p 2, 1 ss).

El pasaje de la primera carta de Pedro presenta también la obediencia de Cristo como un modelo a los criados que tienen amos difíciles; les muestra que es una gracia ante Dios soportar el sufrimiento, incluso injusto, haciendo el bien a causa de Cristo (2, 20).

Esa es la caridad que Pablo recomendará, en la primera carta a los Corintios, como don principal, como la vía que supera las otras. Ella edifica la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Se activa a través de las simples virtudes de la vida cotidiana como la paciencia, la servicialidad, el desinterés, la mansedumbre, el amor a la verdad.

Al meditar estos textos, se percibe claramente que el término de «ágape», incluso cuando es empleado sin precisión de objeto o en relación a otro, designa siempre, en el fondo, el amor de Cristo: la caridad nos viene de él o nos lleva hacia él, y por él hacia el Padre. Cristo es su origen, el modelo y el objeto central. La relación con la persona de Jesús por medio de la fe garantiza la especificidad de la caridad. Podría decirse que es una virtud «cristologal».


II. La caridad es una amistad con Dios

La teología cristiana se ha esforzado en precisar la naturaleza de la caridad, así como su relación con las otras virtudes, a la luz de san Pablo. San Agustín se consagró de modo particular a esta investigación y se ganó el título de Doctor de la caridad. Incluso volvió a poner en uso el término de «amor» para designar la inclinación natural hacia Dios. Es conocida su hermosa fórmula: «Amor meus, pondus meus» (Mi amor es el peso que me arrastra) (Conf. 1. XIII, 10). Comparado con la atracción física, el amor tiene, no obstante, ese poder, que lo emparienta con el fuego, de llevarnos hacia lo alto, hacia Dios, más bien que hacia abajo, hacia el pecado. La reflexión sobre la caridad en la Edad Media fue conducida de una manera sistemática gracias a la doctrina de las virtudes elaborada por la filosofía greco-latina y, en particular, por Aristóteles. Esta desemboca, en santo Tomás, en un estudio preciso del amor, como la primera de las pasiones, y en la definición de la caridad como una amistad entre el hombre y Dios.

El tema de la amistad

Esta doctrina de santo Tomás nos invita a redescubrir el tema de la amistad, que se había perdido prácticamente desde la llegada de las morales de la obligación, aunque pertenezca a la experiencia común, así como la noción de amor de amistad, indispensable para comprender lo que es el amor y otorgarle el lugar que le corresponde.

La amistad ocupa un lugar de elección en la moral de los antiguos. Platón le consagra un diálogo célebre, el Lisis. Aristóteles estudia la amistad en los libros 8 y 9 de su Ética a Nicómaco, como la coronación del estudio de las virtudes y como una preparación a su doctrina sobre la verdadera felicidad. Cicerón escribió un diálogo sobre la amistad, dedicado a Laelius, que se convertirá en clásico y será recuperado, en el siglo XII, por Aelredo de Riévaux bajo la forma de «Tratado de la amistad espiritual», una de las joyas de la espiritualidad cisterciense. Aelredo se sintió tentado a definir la caridad como amistad; pero retrocedió ante la objeción de que esta virtud nos manda amar a nuestros enemigos, siendo que no podemos confiarnos a ellos como a amigos. En consecuencia, la amistad sería más limitada que la caridad (l. 1).

Santo Tomás, por su parte, no vaciló en dar el paso y definió la caridad simplemente como una amistad, basándose en la «philia» de san Juan, especialmente en estas palabras de Cristo: «Ya no os llamo siervos...; sino que os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre, os lo he dado a conocer». Se apoya también en la doctrina de la comunidad (koinónia) creada por la caridad según san Pablo: «Fiel es el Dios que os ha llamado a la comunión con su Hijo...» (II-II, q. 23, a. 1).

Considerando la amistad como la forma de amor más completa, aunque otorgándole un sentido suficientemente amplio para englobar a las otras clases de amor, el Doctor Angélico toma de Aristóteles los elementos de análisis que necesita adaptándolos a su tema, que rebasa la experiencia humana. La amistad consiste en un amor de benevolencia, en querer el bien del amigo por sí mismo. Añade a ello la reciprocidad, que redobla el lazo establecido. De este modo, crea una comunión de voluntades y una comunidad de vida que se ejercen en los intercambios y se manifiestan en el uso de Ios bienes. Por último, la amistad verdadera reposa en la virtud, y no en la utilidad o el placer, como en su fundamento necesario, pues la cualidad moral constituye su base más sólida y el bien principal buscado juntos por los amigos.

La amistad con Dios

El obstáculo más grave para la formación de una amistad entre el hombre y Dios reside, evidentemente, en la desigualdad radical que separa a la criatura de su Creador. Ahora bien, según la fe cristiana, Dios ha tomado la iniciativa de franquear ese foso: ha «comunicado al hombre su bienaventuranza» y convertido esta comunión de pura gracia en el fundamento de una auténtica amistad, según la llamada a «entrar en la sociedad de su Hijo», como dice san Pablo. Llegados aquí, rebasamos ya de lejos las consideraciones de Aristóteles, para quien no se podía hablar de una amistad del hombre con Dios en virtud de la desigualdad de las condiciones.

Por detrás de esa fórmula, tan sencilla en apariencia, de que «Dios nos da una comunicación en su bienaventuranza», se perfilan los misterios de la Encarnación del Hijo de Dios, de la Redención por la Cruz y de la efusión del Espíritu, que pertenecen a la esencia del cristianismo y efectúan esta comunicación. Estos misterios están situados aquí en la línea del don de la bienaventuranza, objeto principal de la virtud de la esperanza y fin último del obrar humano. Tomás piensa también, evidentemente, en el contexto del pasaje de san Juan citado en el «sed contra»: la comparación con la viña y los sarmientos para ilustrar la exhortación: «Permaneced en mí como yo en vosotros» (15, 4), con la promesa: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará y vendremos a él y haremos morada en él» (14, 23). Se trata de textos capitales para la mística cristiana; concentran la vida espiritual sobre el amor de Cristo en su relación con el Padre. Estamos, pues, frente a una amistad única en su género; está formada por la participación en la bienaventuranza de Dios ofrecida en el amor de Cristo.

Como precisa Tomás (ad 1), la comunión así establecida determina la naturaleza de la vida espiritual. No cabe duda de que en nuestra vida exterior, ligada a la percepción sensible y al cuerpo, no tenemos comunicación directa con Dios, ni con los ángeles; es a través de la vida del espíritu como tienen lugar tales intercambios, según las palabras del Apóstol: «Nuestra "conversación" (estancia, compañía, intercambios) es en el cielo» (Vulgata). Esta comunicación sigue siendo, no obstante, imperfecta aquí abajo, donde nos encontramos aún bajo el régimen de la fe. La vida espiritual es, pues, una amistad con Dios que se ejerce a través de la conversación bajo la forma de la oración, mediante una conducta conforme a la voluntad del Padre, a ejemplo de Cristo, y sobre todo por la «morada» en Dios que constituye la intimidad amistosa.

Sobre esta base podrá resolver Tomás las objeciones que se levantan contra su definición de la caridad, debido a que esta virtud tiene asimismo por objeto a Ios enemigos y a Ios pecadores (ad 2 y ad 3). Del mismo modo que amamos, a causa de un amigo, a los miembros de su familia, aunque éstos nos disgusten o nos sean contrarios, así la caridad nos hace amar con amor de amistad hasta nuestros enemigos y los pecadores en consideración a Dios, a causa de él.

En el mismo sentido podemos citar la respuesta de Agustín respecto al amor fraterno enseñado por san Juan, que no dice nada de los enemigos: «Si al amar a tu enemigo deseas que se convierta en tu hermano: cuando lo amas, amas a un hermano» (In Joan., tr. VIII, 10). Esta reflexión nos muestra el dinamismo de la caridad y nos hace percibir hasta dónde debe llegar en la lucha contra la enemistad, hasta desear hacer de nuestros mismos enemigos amigos y hermanos.


III. Descubrir el amor de amistad

Además de su importancia para el estudio teórico de la caridad, su definición como amistad nos indica una experiencia humana que puede conducimos al corazón de la vida espiritual y manifestarnos un punto esencial sobre la naturaleza del amor.

En efecto, la amistad activa en nosotros una capacidad propia de los seres espirituales y nos hace tomar conciencia actualizándola: el poder que tenemos de amar a alguien en sí mismo y por él mismo, al margen de Ios sentimientos interesados que nos ocupan con tanta frecuencia, y eso hasta el punto de encontrar nuestra alegría en las privaciones consentidas por aquellos a los que amamos. Así es el amor, en el sentido propio del término. Santo Tomás lo llama amor de amistad, a diferencia del amor de concupiscencia, en el que referimos lo que amamos a nosotros mismos o a otra cosa, como en el caso de un alimento o del dinero. La amistad refuerza esa toma de conciencia mediante la relación especial que engendra la reciprocidad, en la que percibimos en el amigo una igual capacidad de amar generosamente. La amistad constituye un espacio privilegiado en el que se revela lo que podríamos llamar la quintaesencia del amor. ¿No se puede decir, como de la caridad, que, sin el amor de amistad, la vida virtuosa estaría hueca y sus obras serían comparables a platillos que hacen ruido?

Amor de amistad, bien y felicidad

El descubrimiento del amor de amistad tiene una gran importancia, pues nos manifiesta lo que constituye el núcleo de la amistad y de toda forma de amor verdadero; a través de ello, condiciona nuestra concepción del bien y de la felicidad. El bien no es ni lo útil, ni lo agradable, ni siquiera lo que dicta la obligación legal o el deber, sino propiamente lo que merece ser amado por sí mismo y provoca en nosotros un amor semejante. Es como el descubrimiento de un nuevo mundo. Es también el don de una nueva mirada sobre el mundo, que modifica nuestra idea y nuestra percepción de la felicidad. Esta última no reside ya en la acumulación de bienes útiles y de placeres, o en la ausencia de dolor, como pretende una filosofia más realista, ni tampoco en la posesión de unas cualidades intelectuales y humanas que consigan fama. La felicidad se descubre como el efecto directo del amor de amistad bajo la forma de la alegría, una alegría que brota del corazón y que puede coexistir perfectamente con la pobreza y el mismo dolor. El amor posee, efectivamente, el poder único de transformar el sufrimiento asumiéndolo, hasta el punto de que el sacrificio aceptado y la pena soportada se convierten en los garantes más seguros de su presencia y de su acción. Esa es claramente la enseñanza de las bienaventuranzas, especialmente de la última, prometida a los discípulos insultados y perseguidos, a quienes el Señor invita a la alegría y a la dicha. Esa fue asimismo la experiencia de los apóstoles cuando salieron del Sanedrín «contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (Hch 5, 41).

El acuerdo entre la esperanza y la caridad

Si estas cosas son verdaderas, como muestran la experiencia y los testimonios, podemos percibir cómo se conciertan entre sí el deseo de felicidad y el amor generoso, la virtud de la esperanza y la caridad, y la solución que hay que dar a ese problema tan debatido del amor interesado y desinteresado, por nosotros mismos o por los demás, ya sea bajo la forma de oposición entre el amor «fisico», de que habla santo Tomás, y el amor extático de los místicos, según la tesis del padre Rousselot, o entre el erós platónico y el ágape evangélico según A. Nygren 2-

Hemos imaginado excesivamente el deseo siguiendo el modelo de nuestros apetitos físicos, como el hambre y la sed, que son interesados por naturaleza, ya que apenas es posible sentir hambre por otro. Ahora bien, la experiencia de la amistad o del amor hace surgir en nosotros un deseo de un género completamente distinto: el deseo del bien de la persona amada, como si de nuestro propio bien se tratara, hasta el punto de experimentar alegría por su alegría, pena por su pena, según las palabras de san Pablo: «Alegraos con el que está alegre, llorad con el que llora» (Rm 12, 15). El deseo se desdobla, en cierto modo, bajo el efecto de la amistad, y nos hace perseguir la felicidad del otro como si fuera la nuestra.

Sin embargo, aquí reside la paradoja: en ese movimiento del amor amistoso y del deseo en el que pensamos poco en nuestro interés, en que nos «olvidamos» de nosotros mismos, en ese mismo movimiento descubrimos, de pronto, lo mejor para nosotros y lo que presenta el mayor interés: el valor de la amistad, del amor verdadero y de las cualidades que le brindan su firmeza, como la benevolencia recíproca, el acuerdo de las voluntades en la estima de las virtudes, la generosidad, la fidelidad. El amor de amistad se nos presenta entonces como el bien más útil y más agradable; pero estas palabras no tienen ya totalmente el mismo sentido, pues proceden de un orden distinto. Aquí lo más útil puede ser distribuir nuestros propios bienes entre los pobres para seguir a Cristo, y aprendemos que es dando, más bien que recibiendo, como adquirimos y nos enriquecemos.

Existe, pues, en nosotros un deseo que es, a la vez, generoso y pleno de interés, desinteresado y deseable, que realiza un acuerdo sorprendente entre el «para ti» y el «para mí». Podríamos llamarlo el «deseo de amistad» o el «deseo amistoso», porque nace del amor de amistad.

Tal es el tipo de deseo, de orden espiritual, que nos hace aspirar hacia Dios y que se expresa con tanta frecuencia en los salmos: «Dios, tú mi Dios, yo te busco, sed de ti tiene mi alma, ... pues tu amor es mejor que la vida» (Sal 63). «Como suspira el ciervo por las aguas vivas..., mi alma tiene sed del Dios vivo»

2. Cfr. P. ROUSSELOT, Pour 1 'histoire du probléme de 1 'amour au moyen-äge, Münster, 1908. A. NYGREN, Eros y ágape, Sagitario, Barcelona, 1969.

(Sal 42, con el hermoso comentario de san Agustín). Gracias a este deseo puede concertarse entre sí la esperanza, que busca a Dios como nuestra bienaventuranza, y la caridad, que lo ama por sí mismo. Estas virtudes se unen tan bien, que la una conduce a la otra: la esperanza de la bienaventuranza dada por Dios entra en el fundamento de la caridad, como amistad, y por esta misma caridad, la esperanza recibe el único objeto que la puede colmar. La respuesta de Dios a nuestra esperanza, por medio de sus beneficios, nos manifiesta su bondad y nos hace amarlo en sí mismo, y este amor seguro se convierte en el mejor garante para nuestra esperanza. Gracias al «deseo amistoso», formado por la caridad, podemos pedir legítimamente a Dios en las oraciones litúrgicas el fervor de la caridad, «progresar hacia los bienes que tú nos prometes», «desarrollar en nosotros lo que es bueno», es decir, todas las virtudes y con ellas todo aquello de que tenemos necesidad, como podemos hacerlo en los intercambios amistosos.

El amor de amistad como un hecho primitivo

Para resumirlo todo, diremos que el amor de amistad constituye un hecho primitivo de la vida espiritual 3. Es un hecho porque no podemos conocerlo sino a partir de su formación en nosotros a través de la experiencia interior. Del mismo modo que para el estudio de la moral, según Aristóteles, también aquí es irreemplazable la experiencia, pues en ella se forma el conocimiento por connaturalidad. La obra del amor consiste, efectivamente, en unir dos seres hasta el punto de crear entre ellos un acuerdo natural, que les proporciona un conocimiento íntimo y espontáneo entre sí. Eso se verifica en particular respecto a la caridad, que nos «connaturaliza» con las realidades divinas, procurándonos la sabiduría según el Espíritu (II-II, q. 45, a. 2). Se trata de un hecho primitivo, pues el amor de amistad precede en nosotros a la elaboración de las ideas y determina su síntesis. En efecto, pone en acción nuestras inclinaciones primeras: la aspiración al bien, como capacidad de amar; el sentido del prójimo, como capacidad de entrar en amistad con él; el sentido de la verdad, como facultad de captar la realidad para amarla y adecuarnos a ella. La experiencia primera que se encuentra en la raíz de la moral no es, pues, en nuestra opinión, el sentimiento de la obligación o del deber, sino, de modo más profundo, el sentido y la llamada del amor de amistad.

El amor de amistad como base natural de la caridad

Se puede decir que la experiencia de la amistad o del amor humano proporciona una base natural para la infusión de la caridad en nosotros, siguiendo una cierta correspondencia entre nuestra naturaleza espiritual y el don sobrenatural.

3. Cfr. nuestro libro La renovación de la moral, Verbo Divino, 1971, 256ss. (de la versión francesa).

¿No se sirve la Escritura de la comparación del matrimonio para hablarnos del amor de Dios?

De hecho, es más justo decir que el don de la caridad es primero y principal a nivel de la experiencia. Es la moción misma del Espíritu, creando en nosotros la experiencia única de la amistad con Dios, lo que nos revela las virtualidades de nuestra naturaleza espiritual. Semejante amistad no sería imaginable a partir de la experiencia humana. Dicho con mayor precisión: es en la experiencia del amor de Cristo manifestándose en el corazón de los «pequeños», según las palabras de Jesús, donde podemos percibir, mejor que en las consideraciones eruditas de los «sabios y de los entendidos», qué es el amor de amistad y descubrir nuestras capacidades de conocer y de amar. Es asimismo a través de la experiencia de la misericordia del Padre, recibida con el perdón en el nombre del Hijo, donde mejor podemos comprender cómo la caridad es una gracia de amistad y cómo responde al deseo de felicidad, que el «Señor del cielo y de la tierra» ha insertado en nuestro corazón.

De ahí resulta que la experiencia espiritual tiene una importancia capital para la teología. Es en el acto mismo de la caridad, como a través de un contacto de amistad, donde se manifiesta al teólogo, de un modo irreemplazable, la materia que estudia; allí es donde percibe, mejor que en cualquier teoría, cómo Dios constituye su objeto real, su centro y su fin. En este sentido, podemos decir que a través de la caridad es como el estudio de Dios se vuelve verdaderamente teología, participación en la ciencia misma de Dios, siguiendo la definición de santo Tomás. De este modo, la caridad juega un papel esencial en el desarrollo de la teología y en su organización en torno a lo que podríamos llamar su eje divino manifestado en Cristo.


IV. El crecimiento de la caridad

Hemos entresacado y puesto de relieve el amor de amistad, con el «deseo amistoso» que engendra, en relación con la definición de la caridad como una amistad con Dios. De hecho, las cosas son más complejas, pues todas las formas del amor y los tipos de deseos coexisten y se mezclan en nuestro corazón, hasta el punto de nublar a menudo nuestra vista. Además, el amor de amistad proyecta ante nosotros un ideal que, evidentemente, no podemos alcanzar sin un prolongado esfuerzo de purificación y de rectificación interior, indispensable para la maduración tanto de la amistad como del amor. ¿No decía Aristóteles que, para ser verdaderamente amigos, hacía falta haber comido un decalitro de sal juntos? Esta necesidad se verifica en particular en el caso de la caridad, que nosotros debemos aprender del Señor y sometiéndonos al trabajo de su gracia, como la viña se deja podar por el viñador, a fin de dar mejores frutos. Por eso tenemos que examinar ahora cómo crece la caridad y cuáles son las etapas de su crecimiento.

Las tres etapas del crecimiento en la vida espiritual

La enseñanza de san Pablo sobre el primado de la caridad, en la primera carta a los Corintios, y la insistencia de san Juan, en su primera carta, sobre el amor fraterno, sirven de base a santo Tomás para afirmar, en su opúsculo sobre «La perfección de la vida espiritual», que ésta consiste principalmente en la perfección de la caridad, como amor a Dios y al prójimo. La caridad reúne efectivamente todas las virtudes; es su principio motor y su inspiradora; las ordena a su fin divino; es el «nudo» y la «forma» del organismo de las virtudes y de los dones. Así pues, conviene establecer el progreso en la vida espiritual a partir de la caridad.

La división de la vida espiritual en tres etapas era tradicional entre los Padres, aunque las explicaciones variaban. Según una doctrina bastante general atribuida a san Basilio, el cristiano pasa por tres estados: al comienzo de su conversión conoce, en primer lugar, el estado de temor, apartándose del mal a causa del miedo al infierno y a los castigos, a la manera de un esclavo. Si persevera, al temor le sucede la esperanza de la recompensa celeste; este deseo es aún interesado y propio del mercenario. Por último, dejándose guiar por el amor a Cristo y por la virtud, el cristiano accede al estado de los hijos de Dios, que conocen el desinterés.

Guillermo de Saint-Thierry resulta particularmente interesante porque describe, con ayuda de numerosas notas tomadas de la experiencia, las tres etapas de la vida espiritual y las pone en relación con las edades de la vida. El lugar de nacimiento del amor es la imagen de la Trinidad en el hombre con sus tres facultades: memoria, razón y voluntad, que forman una única energía: «Del mismo modo que, siguiendo el crecimiento o la usura de las edades de la vida, el niño se convierte en joven, el joven en hombre adulto, el hombre adulto en anciano, cambiando de nombre a medida que cambian de cualidad, así, según el progreso de las virtudes, la voluntad al crecer se vuelve amor, el amor caridad, la caridad sabiduría» 4. La vejez es la edad de los perfectos, porque confiere la sabiduría y prepara directamente a entrar en la alegría del Señor.

Santo Tomás retorna estas ideas de la tradición espiritual. Las expone y las ahonda con su claridad y su concisión habituales. Recurriendo a la división de todo movimiento, ya sea espacial o vital, según que el móvil se aleje de su punto de partida, se acerque a su objetivo y, por último, repose en él, distingue tres etapas en la vida espiritual: la etapa de los principiantes, que corresponde a la infancia; la de los que progresan, que podemos referir a la juventud; y, por último, la etapa de los «perfectos» o de la edad adulta (II-II, q. 24, a. 9). Pero toma la precaución de añadir un principio de distinción que permite caracterizar cada uno

4. Naturaleza y dignidad del amor, n. 3, según la versión francesa de R. THOMAS, Chambarand, 1965. También Dos tratados del amor de Dios, versión francesa de M.M. DAVY, París, 1953.

de estos estadios: la preocupación principal que diversifica la labor de la caridad. En el caso de los principiantes la preocupación principal será el desprendimiento del pecado y de los malos deseos, el combate contra lo que es contrario a la caridad, la pone en peligro y compromete su crecimiento. Los que progresan, ya fortalecidos y experimentados, se preocupan sobre todo de crecer en la caridad y progresar en la práctica de las virtudes. Los perfectos estarán animados por el deseo espiritual de unirse a Dios y de gozar de él, según la afirmación de san Pablo que expresa el deseo de «disolverse y estar con Cristo».

Esta división tiene unas bases profundas. La relación de las etapas de la caridad con las edades de la vida indica el arraigo de la doctrina tanto en la experiencia humana como en la experiencia espiritual, lo que implica una relación entre la obra de Dios en la naturaleza del hombre, cuerpo y alma, y en el orden de la gracia.

Existe, además, una notable correspondencia entre esta descripción del progreso de la caridad y las etapas del desarrollo de la libertad de cualidad por la educación, que hemos expuesto en «Las fuentes de la moral cristiana» (cap. XV), en relación con el progreso en las virtudes. Así, la caridad, como la principal de las virtudes, opera en nosotros el crecimiento de la libertad espiritual.

Sobre esta base vamos a comentar brevemente el cuadro de las diferentes etapas del crecimiento de la caridad.

Los principiantes y el Decálogo

En el origen de todo progreso realizado en nosotros se encuentran las disposiciones naturales que forman nuestra espontaneidad espiritual, como ocurre con el talento en un arte. Está, en primer lugar, la inclinación al bien y a la verdad que se encuentran en la raíz de la libertad; ella le otorga su amplitud y la ordena a la felicidad. Esta atracción por el bien se concreta en eso que llamaban los antiguos las «simientes de las virtudes», los gérmenes de las cualidades morales depositadas en el fondo de nuestra conciencia. Estas disposiciones incluyen, especialmente, un amor natural que nos lleva de modo instintivo hacia Dios y el prójimo; engendra un deseo espontáneo de unión con Dios y de amistad. El don de la caridad responderá a esta aspiración secreta de una manera que supera toda esperanza.

La primera etapa en la educación de la libertad y la formación de la personalidad se caracteriza por la aceptación de una disciplina con la ayuda de educadores, especialmente los padres. La disciplina no se limita a una presión exterior. Su papel es positivo: nos aporta la ayuda indispensable para aprender las reglas de la vida, como nos iniciamos y ejercitamos, en la escuela de un maestro, en las reglas de un oficio o de un arte. La disciplina se entiende, pues, como una relación de discípulo a maestro. En un primer tiempo, el maestro se dedica, a través de ejercicios repetidos, a señalar las faltas, a rectificar las torpezas, a corregir los errores.

La educación en la caridad empezará de modo semejante por el aprendizaje de las reglas fundamentales de la vida moral, tal como las encontramos principalmente en el Decálogo. La enseñanza del Decálogo es radicalmente positiva, como lo muestra de manera clara su interpretación evangélica, que lo resume en el amor a Dios con todo nuestro corazón y al prójimo como a nosotros mismos. Está legislación está, pues, al servicio de la caridad; mas su primer oficio es inculcarnos, por medio de sus mandamientos negativos, los pecados incompatibles con la caridad y, en este sentido, mortales, como el asesinato, el adulterio, el perjurio, etc. El Decálogo será completado en esta función por las listas de pecados del Nuevo Testamento. Encontramos aquí una enseñanza indispensable para luchar contra la carne y acceder a la vida según el Espíritu, como dice san Pablo. Pero no podemos quedarnos en la teoría; como en el aprendizaje de un oficio, hace falta la práctica y realizar ejercicios concretos. También en este punto cumple el Decálogo su papel determinando los actos exteriores, concretos y tangibles, que debemos realizar o evitar para que la caridad y las virtudes tengan el campo libre.

Los que progresan y el Sermón del Señor

La segunda etapa de la educación se caracteriza por una asunción más personal y por la iniciativa propia en la búsqueda de la cualidad moral. Esta etapa, como en el caso del aprendiz, que le ha tomado gusto a su oficio, y no necesita ya que se le obligue para desarrollar su tarea y perfeccionarse, incluye la formación en nosotros de una estima y de un amor por la acción buena, como por un trabajo bien hecho, es decir, el descubrimiento de lo que es la virtud, como una cualidad que merece ser buscada por sí misma y posee más valor que lo que se compra y se vende. Eso es la sabiduría, según la Escritura, que vale más que «montones de oro y de plata», y de la cual las virtudes no son sino facetas. De esta experiencia procederán un espíritu de iniciativa y un esfuerzo por progresar, que se fortalecerán mediante el ejercicio y la fidelidad interior.

Esto se verifica, de manera particular, en el caso de la caridad, por medio de la experiencia personal del amor de Cristo y el compromiso deliberado de seguirle, según la vocación recibida. El cambio consiste especialmente en la superación de una consideración moral fijada sobre las obligaciones y las prohibiciones, para buscar ahora, por propia voluntad, el progreso hacia una perfección espiritual centrada en la caridad. El descubrimiento del amor de amistad y del valor de las virtudes, como las formas de ese amor, juega un papel decisivo en el acceso a ese nivel en que la caridad se revela cada vez mejor como una amistad con Dios, con Cristo, despertando en nosotros eso que san Agustín llamaba «el amor del amor». Esa será la fuente del dinamismo espiritual, que se desplegará en el dominio de las virtudes, como siervas de la caridad.

El texto de base para esta etapa es el Sermón de la montaña. En él se nos enseña, según santo Tomás, las reglas de nuestros actos interiores, a ordenar los movimientos de nuestro corazón y de nuestro espíritu en conformidad con el amor de Dios, siguiendo el modelo de la generosidad del Padre, y según el amor al prójimo llevado hasta el amor a los enemigos y a la oración por los que nos persiguen. Así, el Sermón nos proporciona la enseñanza de Cristo mediante la imitación de su obediencia al Padre y a través del servicio fraterno. Como regla interior, se une a la definición de la Ley nueva, inscrita por el Espíritu en los corazones y que obra por la caridad.

Los perfectos y la Ley del Espíritu Santo

La tercera etapa acaba el proceso de la educación, llevando la libertad a su madurez. Dos son los rasgos que la caracterizan: el dominio y la fecundidad. Así como el talento se desarrolla plenamente gracias a la habilidad y a la experiencia adquiridas en un arte, así también, en el plano moral, nuestra libertad llega a su plenitud por medio del poder que nos otorgan las virtudes para realizar acciones excelentes, comparables a los frutos buenos de que habla el Evangelio, que nos perfeccionan a nosotros mismos y aprovechan a muchos. El dominio incluye la capacidad de obrar cuando se quiere, con facilidad, alegría y abundancia. Nos confiere la facultad de ordenar con eficacia nuestra vida y nuestros actos a un designio superior, a una tarea importante, al servicio de una comunidad, en una familia, en la ciudad o en la Iglesia.

Así sucede con la caridad. Los «perfectos» de que habla santo Tomás, que toma este término de san Pablo (1 Co 2, 6) y de la tradición, no son en modo alguno cristianos que descansan ahora en su perfección y miran a los otros desde arriba, sino más bien aquellos que han llegado a una caridad adulta, que su corazón está enteramente ocupado por el amor a Cristo y que encuentran su alegría en consagrarse a su servicio, en dedicarse al bien de sus hermanos siguiendo su vocación y su ministerio en la Iglesia. Esta perfección de la caridad es obra principalmente de la gracia que habita en ellos. Tales son, efectivamente, los frutos del Espíritu que enumera san Pablo; primero la caridad, que proporciona la savia y el impulso; a continuación, el dominio de sí junto con la paz, la paciencia y la mansedumbre, que son los signos de la madurez, del equilibrio y de la firmeza obtenidos; por último, la servicialidad, la bondad y la confianza en los otros, que garantizan la fecundidad del ágape. Conviene notar también que, en el orden de la caridad, los más perfectos son asimismo los más humildes y los más dispuestos al servicio, incluso el más bajo.

La perfección de la caridad se manifiesta, en particular, a través de una estrecha asociación entre dos deseos aparentemente contrarios, que expresa san Pablo cuando les confía a los filipenses: «Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros. Y, persuadido de esto, sé que me quedaré y permaneceré con todos vosotros para progreso y gozo de vuestra fe» (1, 21-25).

Pablo define exactamente en este pasaje el doble movimiento de fondo que anima la caridad apostólica, tal como se ejerce en la dedicación a una tarea, a una comunidad, en todo servicio fraterno. La experiencia revela a quien se consagra a ello sin reserva que las dos alternativas del dilema del ágape, lejos de oponerse, se refuerzan más bien entre ellas: cuanto más crece en nosotros el amor a Cristo, que nos atrae hacia él en lo secreto del corazón y la soledad, mayor se vuelve nuestra disponibilidad al servicio y a la consagración fraterna. Y a la inversa: experimentamos que, en el orden de la caridad, es dando como se recibe más y del modo más seguro. En efecto, predicando, enseñando, comunicando el Evangelio, de un modo o de otro, especialmente a los humildes y a los pequeños, se obtiene la gracia de comprenderlo mejor y percibir la presencia del Señor detrás de las palabras, junto a aquellos que le escuchan y conversan con El. La correspondencia de estos dos movimientos de la caridad nos brinda una clave para resolver el problema siempre renaciente de la asociación entre la contemplación y la acción. La respuesta tiene que ser buscada al nivel de la caridad que nos empuja a seguir a Cristo, tanto en lo secreto de nuestra habitación para orar, como en medio de la gente para servir al Evangelio.

En esta etapa del crecimiento espiritual preside la Ley nueva como gracia y moción del Espíritu Santo que opera por la caridad. Podemos caracterizarla por medio de la acción predominante de los dones del Espíritu Santo, que nos disponen a recibir sus impulsos y a obrar con una perfección que supera la medida de la simple razón, como cuando nos sentimos llevados por una inspiración especial hacia la pobreza, la castidad o el perdón, tal como muestra la interpretación de las bienaventuranzas por santo Tomás (I-II, q. 69, a. 3). La edad de los «perfectos» se revela como el tiempo de la efusión mística, de las creaciones apostólicas, de las grandes obras doctrinales y espirituales, así como el de las humildes tareas ocultas transfiguradas por un amor paciente y fiel.

Añadamos, como complemento, que las etapas del crecimiento espiritual que hemos distinguido concuerdan con las tres vías que se han vuelto clásicas entre los místicos, siguiendo el «De triplici via» de san Buenaventura. La vía purgativa, ligada a los desprendimientos y a las purificaciones, conviene a los principiantes. La vía iluminativa incluye gracias de luz, especialmente en la oración, y supone una experiencia espiritual propia de los que progresan. La vía unitiva se distingue por una unión consumada con Dios, comparada frecuentemente al matrimonio, y por una intimidad de vida con Cristo, que garantiza la madurez de este amor. Los místicos describen estas etapas de la vida espiritual más bien desde el punto de vista de la acción de Dios en el alma, obrando en ella por su gracia la purificación, la iluminación y la unión.

 

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