VIII

LA FE EN CRISTO,

RAÍZ DE LA VIDA ESPIRITUAL


La gracia otorgada por la fe en Cristo

«El elemento principal de la Ley del Nuevo Testamento, donde reside toda su fuerza, es la gracia del Espíritu Santo otorgada por la fe en Cristo», nos dice santo Tomás. La fe en Cristo constituye, pues, el principio y la raíz de la vida espiritual en el cristiano; implica la enseñanza del Evangelio, puesto que ha sido escrito, según san Juan, «para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (20, 31). Esa es también la doctrina de san Pablo en su carta a los Romanos: «Pues no me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío primeramente y también del griego» (1, 16). Lo mismo aparece en la carta a los Hebreos, que pasa revista a la fe de los patriarcas, desde la Palabra creadora y el sacrificio de Abel, pasando por la fe de Abraham y de Moisés, hasta llegar a la fe en Jesús: «fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios» (Hb 11 y 12, 2). Estos ejemplos ilustran la definición de la fe que se volverá clásica en la teología: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (11, 1).

La fe y la ciencia

Para comprender semejante enseñanza y ponerla en práctica, necesitamos hoy reflexionar sobre la naturaleza de la fe y compararla con la ciencia, que domina los espíritus y moldea nuestro mundo, a fin de discernir la diferencia y entresacar las propiedades de la fe. La tentación de oponer la razón científica a la fe y situar esta última en el dominio de lo irracional, donde reinan el sentimiento y la imaginación, sigue siendo, efectivamente, grande. Debemos redescubrir cómo el acto de fe, que está en el origen de la vida espiritual, contiene en sí mismo una luz propia, distinta del saber científico.

Podríamos expresar la cuestión aplicando a la fe la confesión que hacía Newman en su consideración del espectáculo del mundo y del estado de la cultura en la Europa del siglo XIX: «La existencia de Dios es tan cierta para mí como mi propia existencia, aunque experimento dificultades para establecer las bases lógicas de esta certeza de una manera y de una forma que me satisfaga. Tomando, pues, como punto de partida la existencia de un Dios, si salgo de mi mismo y proyecto la mirada sobre el mundo, el espectáculo que veo en él me llena de una angustia inexpresable. El mundo parece no hacer otra cosa que desmentir esta gran verdad de que todo mi ser está tan penetrado. Y, necesariamente, me quedo desconcertado, como si mi propia existencia acabara de ser negada» (Apología, cap. V).

¿Cómo podríamos consagrar nuestra vida a la fe y seguir su impulso, si nos aparece como extraña a la razón? Así, nos vemos conducidos a practicar una reflexión sobre el método a propósito de la fe, semejante a la de Descartes en su famoso «Discurso del método», que ha contribuido a la formación de las ciencias modernas describiendo la actitud de espíritu que iba a presidirlas. Fue exactamente aquí donde se llevó a cabo la escisión entre la razón «científica» y la fe. Tenemos que remontar hasta ese momento para distinguir la actitud «racional» y la actitud creyente, y para mostrar que, a pesar de las diferencias, la una no excluye necesariamente a la otra.

Una reflexión sobre el método: la duda y la fe, la ciencia y la sabiduría

El punto de partida del método cartesiano contiene, en germen, todo el debate: «El primer (precepto) fue no admitir nunca cosa alguna como verdadera más que si sé de manera evidente que es tal». Adviértase el radicalismo de la formulación: «no admitir nunca cosa alguna como verdadera». La afirmación afecta directamente a la fe, puesto que ésta consiste precisamente en admitir como verdaderas cosas que no vemos, de las que, al menos aquí abajo, no podemos tener evidencia, que, en consecuencia, no pueden entrar en «cadenas de razonamientos, simples y fáciles», que se prestan a «enumeraciones completas» y «revisiones generales», porque, como no son manifiestas, romperían la cadena y sembrarían en ella la duda.

El precepto inicial de la ciencia, según Descartes, incluye, pues, la exclusión de la fe por principio de método. Esta separación no prejuzga la fe personal del filósofo, pero esta, como cualquier tipo de fe, es apartado del método que va a poner en práctica, para reconstruir la filosofía y fundamentar la ciencia.

El foso entre la fe y la ciencia se ahondará cuando al método cartesiano se le asocie el método experimental, para concentrar el trabajo de la razón en los datos de la experiencia sensible, en «los fenómenos», a fin de descubrir, con la ayuda de las matemáticas, sus leyes determinantes y reconstituir su mecanismo. La actitud característica del sabio se convertirá en la del observador que se instala en el exterior de la materia que examina, apartando, por afán científico, todo elemento de orden subjetivo. La investigación se desarrolla entonces como si no pudiera reconocer nada como verdadero si no es probado por una observación y una demostración rigurosas.

Ahora bien, la fe, no sólo toma como objeto realidades no evidentes, no demostrables por el razonamiento o la observación, sino que reclama por su misma naturaleza y por método, podríamos decir, el compromiso del sujeto que somos nosotros con el objeto que se nos propone, así como en relación con la persona que nos lo da por verdadero. El creyente no puede permanecer a distancia como un observador; está necesariamente implicado como actor a partir del asentimiento que otorga a la palabra de otro. Entre la fe y la ciencia cartesiana existe, en consecuencia, una diferencia metodológica de fondo, que reclama dos actitudes: una que aparta el sujeto y otra que lo implica. Estas dos maneras de abordar la realidad no se vuelven, sin embargo, incompatibles, más que si se le da un carácter absoluto el método «científico» en detrimento de la fe, lo que afecta, finalmente, a la misma ciencia de rebote, ya que el sabio, como todo hombre, no puede vivir y obrar, incluida la práctica de la ciencia, sin una cierta fe implícita en los otros hombres y en la realidad que le rebasa.

La inteligencia de la fe y su método. El discípulo y el maestro

Por nuestra parte, lo que nos interesa es mostrar que la fe incluye también, verdaderamente, un acto de la razón, aunque de un tipo diferente al que preside las ciencias. Nosotros le llamaremos inteligencia. Esta última engendra otro tipo de saber que recibe el nombre de sabiduría, la cual se adquiere siguiendo otro método que se apoya, no en experiencias externas, sino en la experiencia interior y personal. La «ciencia» preside la técnica; la sabiduría forma la acción moral y orienta la vida. Esta distinción nos resulta necesaria para comprender cómo la fe en Cristo engendra la vida espiritual, comunicándonos la inteligencia de su enseñanza y el conocimiento de su persona. La sabiduría que expondrán los espirituales y los teólogos, no recusa la ciencia; puede incluso favorecerla y utilizarla, pero ella es de otro orden, en el que nos introduce precisamente la fe. Intentemos, pues, descubrir cómo procede la fe. No resulta fácil aprehenderla y elucidarla, porque estamos frente a los movimientos más profundos del espíritu y del corazón.

Para explicar el método propio de la fe, partiremos de una reflexión que cada uno puede hacerse en el momento en que se ve solicitado a otorgar su fe (especialmente a la Palabra de Dios): suponiendo que la verdad que se me propone rebasa la capacidad actual de mi inteligencia, como lo siento intuitivamente (Jesús es el Hijo de Dios), está claro que no podré acceder a él más que si empiezo ahora por dar fe a la palabra de aquel que me presenta este conocimiento y que me puede guiar hacia 61 porque lo posee en plenitud (el evangelista). Por el contrario, si me niego a creer, si me detengo en mi conocimiento actual (Jesús es un hombre que vivió en tiempos de Augusto), so pretexto de que sólo éste es claro y está demostrado, le doy la espalda a la vía que me daría acceso a una inteligencia superior, más profunda, más madura (a las riquezas del misterio de Cristo). Esta reflexión vale especialmente cuando el conocimiento propuesto excede el poder de la razón humana, porque concierne a Dios, que es el único que puede revelarse a nosotros en su intimidad y manifestarnos sus designios sobre nosotros mismos.

Según esta reflexión, la fe en la palabra autorizada se convierte en un principio de método, en una condición del progreso de la inteligencia y en una fuente del saber. Aquí tenemos que sustituir la duda metodológica, que hace el vacío ante la ciencia y exige la demostración, por lo que podríamos llamar la fe metodológica, que pone ante nosotros la plenitud de una palabra reveladora y nos abre el espíritu para acogerla.

Para quien capta desde el interior el movimiento de la fe, tenemos aquí un principio tan cierto como la reflexión de Descartes sobre el método. San Agustín nos ha dado la fórmula del mismo inspirándose en un pasaje de Isaías, según la Setenta: «Nisi credideritis, non intelligetis»: si no creéis, no comprenderéis. Lo expresará también en una forma positiva, que regirá la investigación teológica posterior: «Credo ut intelligam»: creo para obtener la inteligencia. O también: «No busques comprender para creer, sino cree para comprender»1. Más tarde, precisará san Anselmo: «El que no cree, no comprenderá. Pues el que no cree, no tendrá la experiencia, y el que no tiene la experiencia, no comprenderá» (Carta sobre la Encarnación del Verbo).

La fe constituye así una actitud específica en la búsqueda de la verdad; nos instala en la relación del discípulo con el maestro, fundamental en pedagogía. Por la fe nos convertimos en discípulos de Cristo, en discípulos de Dios. También a través de la fe aprendemos de un maestro espiritual.

Así comprendida, la fe no es en modo alguno una virtud ciega, aun cuando nos haga caminar en la oscuridad y nos dirija hacia lo desconocido. Bien al contrario, todo el movimiento de la fe está ordenado al progreso en el conocimiento, en la sabiduría. Lo mismo sucede si consideramos la fe en su comienzo. En efec-

1. «¿Quieres comprender? Cree. En efecto, Dios ha declarado por un profeta: Si no creéis, no comprenderéis... Yo había dado este consejo: Si no has comprendido, cree. La comprensión es, efectivamente, la recompensa de la fe. No busques, pues, comprender para creer, sino cree a fin de comprender» (In Jn, Tr. 29, n. 6). Otras referencias en las obras de predicación: cfr. Bibli. august. 895, y t. 72, 607. También G. Bardy, Saint Augustin, París, 1940, 511.

to, la fe tiene su origen en la recepción de un rayo de luz que orientará todo su itinerario: la percepción a través de una palabra directa, en una mirada única, de la veracidad y superioridad de Aquel que nos provoca a la fe y nos promete la inteligencia de su «misterio». La fe se encamina desde la verdad recibida en germen, a través de un contacto sencillo y fuerte del espíritu y del corazón, hacia la verdad plena, pasando por la prueba característica de la alternancia entre la luz y la oscuridad, entre otras, en la confrontación con una ciencia conquistadora o con la ironía de aquellos que dicen : «¿Dónde está tu Dios?»

En esta línea, explicará santo Tomás la virtud de la fe como una relación de discípulo a maestro, necesaria para recibir la Revelación de Dios. Se apoya para ello en lo que dice san Juan: «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí» (6, 45), y en este principio pedagógico de Aristóteles: «El que quiera aprender debe comenzar por creer» (II-II, q. 2, a. 3). Le gusta también presentar a Cristo como el Doctor por excelencia: «Cristo es el Doctor primero y principal de la doctrina espiritual y de la fe» (111, q. 7, a. 7).

Ahora podemos verificar esta primera reflexión sobre la fe, como fuente de la vida espiritual, a partir de ejemplos sacados del Evangelio y de la experiencia cristiana.

La luz de la fe en la vocación de los Apóstoles

Veamos ahora cómo se forma la fe en el caso de la vocación. Tomemos la llamada de los primeros apóstoles; ésta es ejemplar en los Evangelios: «(Jesús) vio a Simón y Andrés, el hermano de Simón, largando las redes en el mar, pues eran pescadores. Jesús les dijo: "Venid conmigo, y os haré llegar a ser pescadores de hombres". Al instante, dejando las redes, le siguieron» (Mc 1, 16-18). ¿Qué es lo que pudo cautivar hasta ese punto el corazón de los apóstoles, a no ser un brusco rayo de luz interior, proyectado primero sobre Jesús, revelándolo como el Maestro, y sobre ellos a continuación, en el asombroso destino que les ofrecía de repente su promesa, que será verificada más tarde por el acontecimiento? El relato que acabamos de reproducir, de una poderosa concisión, se inserta en la línea de la vocación de Abraham, de la que constituye un recuerdo: «Yahvé dijo a Abraham: "Abandona tu tierra, tu parentela y la casa de tu padre, por la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti un gran pueblo..." Abraham partió, como le había dicho Yahvé» (Gn 12, 1-4). También aquí intervino una luz superior. De una sola vez descubrió a Abraham los designios de Dios sobre él y la larga ruta que iba a seguir, sin saber adónde iba, como dice la carta a los Hebreos, pero iluminado por una fe que él mismo transmitiría al pueblo salido de él.

Podemos añadir el relato de otra vocación típica, la de Antonio, que se convirtió en el padre de los monjes. «Con el corazón ocupado en estos pensamientos (cómo los primeros cristianos abandonaban sus bienes a los pies de los apóstoles y la gran esperanza que ten,ren los cielos), entró en la iglesia. Sucedió que se leyó el Evangelio y oyó al Señor diciendo al rico: "Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y luego ven y sígueme, tendrás un tesoro en el cielo". Habiendo recibido Antonio de Dios el recuerdo de los santos, como si la lectura hubiera sido hecha para él, salió enseguida de la iglesia... Vendió todos sus muebles y distribuyó a los pobres todo el dinero que había recibido, salvo una pequeña reserva para su hermana» (Vida por san Atanasio, n. 3).

Estos ejemplos, tanto más significativos por el hecho de que han desempeñado el papel de modelos en la historia y demostrado ampliamente su fecundidad, contienen todos los elementos de la fe. La fe es un sí personal dado a la llamada de Dios, una obediencia pronta a su Palabra, más a través de los hechos que de las palabras. La fe nos compromete por un nuevo camino de vida, misterioso aún, aunque iluminado por una promesa que nutre la esperanza y orientará en lo sucesivo, como un punto luminoso, los pasos y la mirada vueltos hacia el futuro.

A diferencia de la ciencia, que pretende no emplear más que la fría razón, la fe se dirige a toda la persona: cabeza y corazón; compromete el presente y el futuro en relación con otra persona que se revela y que llama. La fe es obra de la inteligencia, que recibe la luz, y de la voluntad, que asiente al bien presentado bajo una forma adaptada a cada uno («Seréis pescadores de hombres»), aunque sorprendente por su dimensión («Por ti serán benditas todas las naciones de la tierra»).

Si no creéis, no comprenderéis

El conocimiento que implica la fe es, por consiguiente, de una naturaleza muy diferente a la del conocimiento científico: concierne directamente a las personas y compromete la vida. Por eso no hay que asombrarse de que el primer principio del método, en este tipo de conocimiento, sea tan diferente del precepto cartesiano, como hemos mostrado.

«Si no creéis...» Efectivamente, en su vocación, Simón y Andrés, como Abraham otrora, se encuentran bruscamente colocados ante una verdad, ante una idea de vida que les sobrepasa y les asombra, que ni siquiera hubieran podido imaginar; no captan más que el núcleo, el germen, simultáneamente cercano a su corazón y lejano a sus ojos. En este momento de luz, perciben claramente que son incapaces de comprenderlo todo y de dirigirse solos. Sienten también que no pueden exigir ninguna demostración, ni poner condiciones. Para ellos, en este momento, argumentar o reclamar razones y signos a su alcance, equivaldría a negarse a creer, puesto que creer consiste precisamente en abandonar las propias ideas y los propios sentimientos, como Abraham su tierra y los apóstoles su oficio, para abrir los oídos y el corazón a la Palabra del Maestro, que revela sus designios superiores.

La comprensión por la fe

«... no comprenderéis». Dicho de modo positivo: si creéis, comprenderéis. Se trata de una promesa. La fe no carece, por tanto, de claridad, masa «argumento» viene de más allá de nuestras razones, de una luz original que desempeña el papel de principio respecto a la razón. Eso es lo que llama la carta a los Hebreos la prueba o argumento de las cosas que no se ven. Por eso la fe tiene mucha más fuerza de convicción que todos nuestros razonamientos, por rigurosos que sean, ya que mediante nuestro asentimiento hace penetrar la luz espiritual hasta el fondo de nuestro corazón, para formar allí una certeza de roca, capaz de resistir a los vientos y a las tempestades, como promete el Evangelio y como muestra el ejemplo de los apóstoles en medio de la persecución.

Así es como la fe nos hace «comprender». Nos proporciona un tipo de conocimiento específico que es el fruto propio de la «inteligencia», superior a la razón razonante. La inteligencia designa esa facultad que tenemos para penetrar intuitivamente hasta la substancia de las cosas, más allá de los signos y de Ios fenómenos; o, también, el don de atravesar los discursos, las actitudes y las acciones para llegar a la persona que nos habla, haciendo que la conozcamos, no ya a través de restos y fragmentos, sino en sí misma, de una vez, en su conjunto, y «comprenderla» así propiamente. En este sentido, decir: «Le he comprendido», significa mucho más que «Le conozco». Hablando del don de inteligencia, santo Tomás lo define muy bien, siguiendo una etimología latina, como la capacidad de «intus-legere», de leer un texto, de escuchar un discurso, penetrando en su interior, hasta el pensamiento que significa, hasta la realidad que expresa, mientras que la razón sabia se mata analizando minuciosamente documentos y frases. La comprensión es un conocimiento global, sintético, no fragmentario y analítico, como en las ciencias positivas. Establece una relación vital; crea una relación de estima y simpatía entre las personas, que está a la base tanto de la amistad como del amor; se perfecciona y se ahonda por medio de los intercambios, el compartir y la comunión de vida 2.

Ahora bien, para adquirir la «comprensión», para llegar a leer «en el interior» de otro, la condición necesaria, por nuestra parte, es abrirnos a la palabra que se nos dirige, aceptar que nos toque, nos mueva y nos conmueva. No podemos comprender al otro, si no nos dejamos prender por él. El juego de la reciprocidad, que está en la base de la amistad, es la condición de la comprensión. Precisamente en el acto de fe comienza ese intercambio: dejando entrar a la

2. Podemos recurrir también a la distinción que establece Pascal entre el conocimiento de la verdad por la razón y por el corazón, a condición de no reducir éste al simple sentimiento. En efecto, el corazón, entendido en el sentido que le da la Escritura, nos proporciona una forma superior de conocimiento, que se atiene al principio de las razones.

«Nosotros conocemos la verdad, no sólo por la razón, sino también por el corazón; de este último modo es como conocemos Ios primeros principios, y en vano intenta el razonamiento, que nada tiene que ver con ellos, combatirlos... Y tan inútil y ridículo resulta que la razón le pida al corazón pruebas de sus primeros princ> >os, para aceptar consentir a ellos, como que el corazón le pida a la razón un sentimiento de todas las roposiciones que demuestra, para aceptar admitirlas...

A esto se debe que aquellos a quienes Dios ha dado la religión como sentimiento del corazón sean muy felices y estén muy legítimamente persuadidos. Mas a aquellos que no la tienen, no podemos dar(se)la sino por medio del razonamiento, esperando que Dios se la dé como sentimiento del corazón, sin lo cual la fe no es más que humana, e inútil para la salvación» (Pensamientos, n. 282).

Palabra de Cristo en nosotros y volviendo hacia él la mirada de nuestro corazón, recibimos la capacidad de conocerlo a nuestra vez y de comprender su designio sobre nosotros, al menos incoativamente.

De este modo, Simón y Andrés comprendieron las palabras de Jesús y su obra mejor que cualquier sabio, exégeta o teólogo. En el momento en que la voz de Cristo resonó en sus oídos, ésta proyectó en sus humildes inteligencias una luz de fe que iba a crecer a través de las pruebas y a convertir a estos pescadores incultos en los amantes del «misterio» radiante de Jesús, en los primeros predicadores del Evangelio, en doctores sin título de la Iglesia a los que debemos referirnos, todavía hoy, como a los guardianes y dispensadores de las riquezas de la Revelación.

La idea de la fe

La luz espiritual que ha engendrado la fe de los apóstoles y suscitado, más tarde, la vocación de Antonio, como tantas otras, puede ser caracterizada como una idea de vida: el pensamiento del Reino de los cielos; pero está ligada a una persona, a Jesús, como la idea de la Tierra prometida lo estuvo al Dios de Moisés. Una «idea» semejante trae consigo una claridad tan poderosa, que ordena la totalidad de la vida del creyente al fin superior que propone. Con todo, es muy diferente de las ideas claras, producto de nuestra razón y que podemos encadenar con otras en una serie lógica.

Lo que vamos a llamar la idea de la fe pertenece a un orden especial: sin contradecirla, domina nuestra razón con sus obras y sobrepasa su lógica. Se muestra a la vez muy clara y muy oscura. Se muestra muy clara en el momento en que se manifiesta como una fuente de luz superior, capaz de dar la vuelta a nuestros razonamientos en su favor y de suscitar otros mejores. Pero no dura sino el tiempo de un instante privilegiado, pues pronto se atenúa y desaparece la luz de nuestros ojos, dejándonos en la oscuridad, donde vuelven a tomar fuerza y contorno nuestras pálidas ideas y nuestros mediocres sentimientos. Queda, para servirnos de apoyo, el «recuerdo amoroso» de ese momento de gracia eficaz. Es el tiempo de la marcha en la noche de la fe, en donde la «idea» se perfila ante nosotros como un «misterio», al mismo tiempo que continúa ejerciendo su irradiación en la tiniebla más oscura que haber pudiere, sirviéndose, entre otros, del plano de las Escrituras. Si le permanecemos fieles, irá atrayendo hacia ella, poco a poco, nuestros pensamientos, nuestros proyectos, y hará crecer nuestra capacidad de comprender. Esa es la experiencia que nos cuenta especialmente san Agustín, en el libro VII de las Confesiones, en el relato de la visión de Milán.

La fe en el origen de la vida y del amor

La ciencia fabrica mecanismos, la luz de la fe forma en nosotros los movimientos de la vida. En efecto, es digno de destacar que toda vida comience mediante un acto de fe que la engendra y la guía después en su desarrollo.

Tomemos el ejemplo del amor conyugal, que compromete a los esposos con una nueva existencia y hace de ellos donantes de la vida. ¿Cómo podrían establecer un hombre y una mujer una alianza para siempre sin un acto de fe muy personal, en el origen de su unión? Más allá de las obligaciones jurídicas, de los intereses materiales y de la atracción sensible, su apoyo más seguro en la formación de un hogar, con todas sus circunstancias aleatorias, ¿no reside en la fe, la estima y la confianza recíprocas?

Una fe semejante implica un conocimiento del otro completamente distinto al del saber científico. Se trata de una percepción directa, global, íntima de la persona del otro en relación con nosotros mismos, con las promesas de futuro que nos aporta por medio de sus cualidades, en el seno de la reciprocidad. El amor, al que se califica con demasiada facilidad de ciego, posee, si es auténtico, una especie de perspicacia profética que le brinda su mejor posibilidad de éxito. Este conocimiento, como una «idea» dinámica, se mantiene en el corazón mismo del amor y preside su crecimiento, gracias a la fidelidad, que es la cualidad propia de la fe.

Tal es la fe conyugal de la que se han servido los profetas para hablarnos de la Alianza de Dios con su pueblo, lo mismo que san Pablo para describir la nueva Alianza de Cristo con la Iglesia y, a través de ella, con cada creyente. En la fe es donde recibimos el conocimiento inicial del misterio de Cristo y donde se anudan entre él y nosotros Ios lazos de la caridad por la acción del Espíritu Santo. Todo el desarrollo de la vida espiritual procede de esta raíz.

Una cierta «idea»

En la primera página de las «Memorias» del general de Gaulle (publicadas en español por Caralt), escritas en el más puro lenguaje inspirado por el siglo de Descartes, encontramos un notable testimonio de que la fe, incluso la de orden humano, incluye un conocimiento propio, una «idea» directriz que gobierna la vida y la acción.

La primera frase nos expone la idea que dominará la obra: «Toda mi vida me he estado haciendo una determinada idea de Francia». Ese es el objetivo, ésa es la luz que llama, según el título mismo de este primer volumen «La llamada». Esta idea es clara, pero no está elaborada únicamente por la razón, como quería Descartes. La afectividad se une en ella al pensamiento y ocupa incluso el primer lugar: «El sentimiento me la inspira tanto como la razón. Lo que hay en mí de afectivo imagina naturalmente a Francia... como consagrada a un destino eminente y excepcional». Para precisar esta imagen natural, empleará de Gaulle dos términos muy exactos, pero que, a veces, nos dan miedo: el instinto y el genio; ambos permiten abrir ampliamente el horizonte en el que se inscribe la idea: «Tengo, por instinto, la impresión de que la Providencia la ha creado para éxitos rotundos o calamidades ejemplares». En cuanto a la mediocridad, es algo «imputable a las faltas de los franceses, no al genio de la patria».

Viene a renglón seguido el lado positivo y realista de la idea, en el que, a pesar de todo, actúa una razón que va, claramente, más lejos que la razón de las ciencias experimentales: «Pero asimismo, el lado positivo de mi espíritu me convence de que Francia no es verdaderamente ella misma sino en primera línea... En pocas palabras, a mi modo de ver Francia no puede ser Francia sin la grandeza». El sentido de la grandeza es, efectivamente, uno de los componentes de la fe, en la medida en que ésta se ordena a un gran designio y recibe de él su envergadura. Por eso necesita también audacia: es preciso atreverse a creer por encima de los hechos y de las opiniones. La fe cristiana añadirá la humildad a esta grandeza, porque el designio que nos propone es tan grande que ni siquiera podemos imaginarlo; tenemos que acogerlo con la disponibilidad del espíritu y la obediencia del corazón.

He aquí, por fin, el término que califica, por sí solo, el conjunto de este texto y que nos interesa directamente: «Esta fe ha crecido al mismo tiempo que yo en el medio en que nací». Se trata, pues, claramente, de una fe, relacionada con una «idea» capaz de procurar una perspicacia verdaderamente profética sobre los acontecimientos, bastante poderosa como para engendrar una acción que se impondrá a un pueblo y volverá a abrirle las puertas del futuro después de la más grave derrota. Conviene subrayarlo: según confiesa el General, esta fe se formó en él desde la primera infancia, lo que indica su profundidad y explica que fuera como «una segunda naturaleza».

Es preciso convenir en ello. Todas las «ideas claras» acumuladas por los sabios, historiadores, sociólogos, psicólogos, tratadistas de la política y demás, no hubieran podido formar, en junio de 1940, una «idea dinámica» comparable a la del general de Gaulle. Es incluso muy probable que la hubieran condenado en aquella circunstancia, pues procedía de un orden distinto, de un tipo de conocimiento distinto al suyo; mas los acontecimientos han demostrado ampliamente cuál era su fuerza de verdad, su poder de realidad, a través de la prolongada noche que hubo de atravesar aquel que la llevaba.

La fe en Jesucristo

Hemos hablado de una idea dinámica y vital para calificar la luz que engendra la fe y la guía. La idea es el objeto propio de la inteligencia que se realiza en la comprensión. Sin embargo, en la fe cristiana, la idea se transforma y toma cuerpo identificándose con la persona de Jesús: la luz viene de él y le concierne, las promesas del Reino se realizan en él. Cristo constituye en su persona el objeto directo y central de la fe.

Podemos ver claramente esta fijación de la fe de los apóstoles en la persona de Jesús en el episodio de la profesión de fe de Simón-Pedro (Mt 16, 13 ss). Este acto de fe responde a la cuestión decisiva de Jesús, que se dirige asimismo a cada uno de nosotros: «¿Quién soy yo para vosotros?» En esta pregunta se concentra todo el Evangelio. Según san Mateo, la respuesta de Pedro es total: «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo». Jesús es el Mesías anunciado por los profetas, esperado por el pueblo elegido. Es ese hombre, hijo de María, que está ahí, ante Pedro y sus compañeros; pero es también el Hijo del Dios vivo. Esa es la respuesta que rebasa a las otras al estimar que Jesús es un profeta, el más grande incluso. Esa respuesta revela su identidad y nos coloca ante el «misterio de Jesús», que será defendido por la Iglesia contra todos los intentos llevados a cabo por la razón humana para reducirlo a sus puntos de vista, a sus ideas. Para proteger esta fe y mantener su impulso, los primeros concilios elaborarán una serie de fórmulas adaptadas a las necesidades: Jesús, nacido del Padre antes de los siglos, le es igual y consubstancial; verdaderamente hombre y verdaderamente Dios, sigue siendo una sola y misma persona en la «unión hipostática». En él se manifiesta a nosotros el misterio de la Santísima Trinidad y se hace accesible a los más humildes en la fe, introduciendo en los corazones la fuente de la vida divina por el don de la gracia. Toda la energía de la fe cristiana está reunida en la fórmula simple y densa de la confesión de Simón-Pedro: ésta es más explosiva que una bomba, pues hace saltar todas las categorías humanas en que nosotros quisiéramos encerrar a la persona de Jesús; las desgarra proyectándolas hacia esos dos extremos que nosotros no podemos captar juntos: es hijo de una mujer y es Hijo de Dios.

Una fe sobrenatural

El mismo Jesús precisa que un conocimiento de ese tipo no puede provenir «de la carne y de la sangre», es decir, del pensamiento del hombre, sea cual fuere su ingenio. No puede venir más que «de mi Padre que está en los cielos», por una revelación divina. No puede ser aprehendido fuera del acto de fe que mantiene nuestra razón y nuestro corazón abiertos al misterio de Jesús.

Esto es lo que expresará la teología diciendo que el objeto de la fe es sobrenatural y rebasa toda inteligencia, incluso angélica. La fe cristiana es, pues, mucho más que la convicción que personalmente podemos adquirir a través de la reflexión sobre nuestra experiencia humana y a través del estudio de los documentos de la Revelación, lo que la reduciría en último extremo a la fe en nosotros mismos, en nuestra ciencia, a una fe natural. La fe cristiana es la fe en Otro que está por encima de nosotros, en la Palabra de Cristo que nos revela al Padre como el origen de la Luz y a través del testimonio del Espíritu, que nos brinda la inteligencia del mismo. De este modo, la fe en Cristo es, si podemos hablar así, sobrenatural por naturaleza.

La fe de Pedro no es solamente un modelo para nosotros. Está situada en la fuente de la fe de la Iglesia y se convierte en su fundamento, firme como la Roca: «Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Te daré las llaves del Reino de los cielos». En adelante la fe ya no tendrá como fin una Tierra prometida, un reino de este mundo, como en el Antiguo Testamento, sino el Reino de los cielos, cuyas primicias formará la Iglesia. A través de nuestra fe, nosotros mismos nos volvemos piedras vivas que entran «en la construcción de un edificio espiritual... para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1 P 2, 5).

Con todo, el relato de la profesión de fe de Pedro contiene también una advertencia para nosotros. Diríase que el apóstol, habiendo recibido el poder de las llaves para atar y desatar, ha querido usarlo demasiado pronto aplicándolo al mismo Jesús. Sorprendido por el primer anuncio de la Pasión, se pone a reprender a su Maestro y se gana esta dura réplica: «¡Quítate de mi vista, Satanás!... porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres». Tras haberse elevado hasta la contemplación del Hijo de Dios e imaginándolo ya en la gloria, Pedro tropieza esta vez contra la humanidad de Jesús, contra el sufrimiento y la muerte, que constituyen el signo indubitable y el lote de la humanidad que Cristo ha asumido con su mismo pecado. La Cruz de Cristo es aún para Simón-Pedro un objeto de escándalo, antes de que pronto se convierta en el principal tema de su predicación.

Este episodio nos muestra que la Cruz de Jesús se mantiene en el centro y en el corazón de la fe cristiana, como la única vía hacia la Resurrección y hacia el Reino. Más allá de las promesas que la expresan, más allá de la misma confesión que la proclama, la fe no adquiere verdaderamente en nosotros su realidad y su fecundidad más que a través de la participación, por mínima que sea en apariencia, en los sufrimientos, en las humillaciones y en la muerte de Jesús. Ese es precisamente el lugar en que con mayor seguridad podemos experimentar la presencia de Cristo y conocer la fuerza de su amor (Ef 3, 17-19). «No quise saber entre vosotros sino a Jesucristo, y éste crucificado... para que vuestra fe se fundase, no en sabiduría de hombres, sino en el poder de Dios» (1 Co 2, 2-5). En la Cruz de Cristo es donde chocan con mayor violencia los pensamientos del hombre y los pensamientos de Dios, la naturaleza y la gracia divididas por el pecado, y donde se atan, a continuación, por la fuerza del amor, para dar nacimiento a una vida nueva, sobren ural. Esa es la raíz de toda espiritualidad auténticamente cristiana.

La fe de María

La Virgen María nos brinda el modelo más acabado de una fe semejante. El día de la Anunciación se hizo acreedora del título de «Madre de Dios» que le otorgará la Iglesia, al pronunciar el sí decisivo de la fe, que abría su corazón y su seno al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios. Como dirá san Agustín, concibió a Jesús en su fe antes de darlo a luz en su carne. Meditando y contemplando estas cosas en su espíritu, como una «humilde sierva» del Espíritu, María adquirió una comprensión sin par de la persona y de la obra de su hijo en virtud de los vínculos únicos que le unían a él.

Tal fue la fe que condujo a María al Calvario, al pie de la Cruz de su hijo. Allí, en el crisol de la prueba, recibió su fe una fecundidad nueva. Podemos ver, efectivamente, en las palabras de Jesús referidas por san Juan: «Mujer, he ahí a tu hijo», y al discípulo amado: «He ahí a tu madre», el don hecho a María de una «maternidad añadida» 3 respecto al discípulo que representa a la comunidad de los fieles, una maternidad que era la florescencia de su maternidad carnal y que iba a englobar a todos aquellos que creyeran en Jesús y se volvieran miembros de su «Cuerpo», la Iglesia. Así se cumplía la bienaventuranza de los creyentes dirigida por Isabel a María bajo el impulso del Espíritu Santo: «Bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de lo que le fue dicho de parte del Señor».

3. F.M. BRAUN, La Mére des fidéles, Tournai, 1954.

 

BIBLIOGRAFÍA

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