VI

LA INTERIORIDAD ESPIRITUAL

La dimensión interior de la vida espiritual constituye una cuestión capital para nuestro tiempo. Vivimos en un mundo en el que el hombre se ve arrastrado hacia el exterior con una fuerza cada vez mayor, en el seno de un universo que se transforma bajo el dominio de las ciencias y de las técnicas, a través del aflujo de noticias que nos llegan de toda la tierra y de la agitación de los problemas económicos, sociales y políticos que reclaman nuestra atención. Por otra parte, no obstante, se constata en muchas personas una sed cada vez mayor de interioridad bajo la atracción de los valores espirituales. En consecuencia, se ha vuelto indispensable reflexionar sobre esta cuestión: ¿cómo concebir la interioridad propia de la vida espiritual en este mundo en el que estamos llamados a vivir y a obrar como cristianos? Esta investigación es tanto más necesaria por el hecho de que el vocabulario de la vida espiritual ha envejecido. Necesitamos restablecer el contacto con la realidad que hay detrás de las palabras para devolverles a éstas su vigor.


1. La interioridad de la Ley nueva

La definición de la Ley evangélica por medio de la gracia del Espíritu Santo permite a santo Tomás conferir a esta ley una interioridad que la aproxima a la ley natural, inscrita en el corazón del hombre, y que la ahonda haciéndonos tanto participar de la interioridad misma de la vida divina, en una relación personal, como creer en Cristo y entrar en la amistad de Dios por la caridad. Observemos, por otra parte, que, en el lenguaje del Doctor Angélico, los términos «exterior» e «interior», aplicados a las relaciones entre el hombre y Dios, a la ley y a las virtudes, son convergentes y no implican separación. La interioridad es su punto de encuentro y algo así como su hogar en el hombre: el Espíritu, la gracia, la ley de Dios provienen del exterior, de más arriba de nosotros, es cierto, pero penetran en nosotros para convertirse en los principios de una vida interior que tiene su fuente en Dios y vuelve hacia él.

Esta doctrina se sitúa directamente en la línea de la enseñanza de san Pablo sobre «el hombre interior», que se complace en la ley de Dios y se renueva de día en día (Rm 7, 22; Ef 3, 16), a diferencia del hombre exterior, que va a la ruina (2 Co 4, 16). Evoca también el discurso de después de la cena en san Juan y la promesa: «Si alguien me ama, guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él». Esta obra se le atribuye al Espíritu Santo (Jn 14, 23-26). La interioridad de la vida con Cristo se expresa a continuación en la imagen de la viña: «Yo soy la viña, vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15, 5).

La experiencia de la vida producida en nosotros por la gracia del Espíritu fue expuesta a renglón seguido, de una manera digna de ser destacada, por los autores cristianos de los primeros siglos. Conviene consultarlos.
 

II. La vía de la interioridad según san Agustín
y en la época moderna

La interioridad se desplegó, en tiempos de los Padres, a través de la oración y de la vida contemplativa, a través de la búsqueda de la sabiduría y a través de la ascesis monástica. Tomaremos como ejemplo la experiencia típica de san Agustín, el más moderno de los antiguos, como alguien ha dicho. Su descripción de la búsqueda de Dios manifiesta bien la riqueza y la amplitud de la vía de la interioridad.

Agustín ha contado en muchas ocasiones su itinerario espiritual: en el libro de las Confesiones, especialmente en el relato de las dos visiones de Milán y de Ostia, y también en sus grandes obras como el De Trinitate, en sus Sermones al pueblo (sobre san Juan, tr. 20, 12), en su correspondencia (carta 147), y en el comentario al salmo 41 en particular. En cada ocasión describe su experiencia como si lo hiciera por primera vez, con unos rasgos originales. La línea principal se encuentra, no obstante, en todas partes; ésta incluye tres niveles: la contemplación del mundo exterior, el retorno a la interioridad, el paso hacia Dios. La atracción de la belleza: «Buscando por qué apreciaba yo la belleza de los cuerpos tanto celestes como terrestres...» (Conf., 1, VII, XVII, 23), el deseo espiritual y la experiencia del amor: «Pues bien, ¿qué es lo que amo cuando te amo?» (Conf., 1, X, VI, 8), tales son los móviles y los aguijones de la búsqueda de Dios. En el punto de partida está la admiración ante las criaturas que sorprenden y encantan los sentidos en la tierra y en el cielo: «Puesto que suspiro, como el ciervo, por los manantiales de agua, ¿qué haré para encontrar a mi Dios? Consideraré la tierra..., grande es la belleza de la tierra; mas la tierra tiene alguien que la ha hecho... Contemplo la inmensidad de los mares que rodean las tierras; me quedo estupefacto, admiro y busco al que los ha hecho. Levanto los ojos hacia el cielo, hacia la magnificencia de los astros...; todas estas cosas son maravillosas...; admiro estas bellezas, las alabo, pero tengo sed de aquel que las ha hecho» (Homilía sobre el salmo 41, n. 7). «En efecto, si se les pregunta, el mar, los abismos, los seres vivos y los astros responden: "Nosotros no somos tu Dios; busca por encima de nosotros"» (Conf, 1, X, VI, 9).

Esta reflexión conduce a Agustín a entrar en sí mismo. Se ve compuesto de un cuerpo y de un alma que le rige, con unos sentidos que perciben el mundo y son las ventanas del alma; por encima de los sentidos percibe una facultad de juzgar y de apreciar en relación con las sensaciones y los seres, que está ligada a la percepción de la Sabiduría y de la Justicia, propia del alma. «Por grados he subido al alma que siente a través del cuerpo; y, por encima, a su poder interior, al que los sentidos del cuerpo trasladan el mensaje de los objetos exteriores...; y de ahí subí aún al poder racional, que recoge para juzgarlo lo que recogen y aportan los sentidos del cuerpo» (Conf., 1, VII, XVII, 23). «¿Qué quieren decir las palabras: que yo vea interiormente? Algo que no tenga ni color, ni sonido, ni olor, ni sabor; que no sea ni caliente ni frío, ni duro ni blando. Que alguien me diga, por ejemplo, de qué color es la sabiduría. Cuando pensamos en la justicia, y dentro de nosotros mismos, en nuestro mismo pensamiento, gozamos de toda su belleza, ¿qué sonido impresiona nuestros oídos?... Sin embargo, está en nosotros, y es bella, y se le tributan alabanzas, y la vemos; y aunque los ojos del cuerpo estén en las tinieblas, el espíritu goza de ella por su propia luz» (Sobre el salmo 41, n.7).

Sin embargo, el hombre percibe distintamente, en lo más íntimo de su espíritu, que él no es el origen de la luz que le ilumina en sus juicios, que ha recibido el ser y que es cambiante, en una palabra: que no es Dios y, en consecuencia, debe buscar a su Dios por encima de él. Consulta sus sentidos, sus pensamientos y los «vastos tesoros de su memoria», y no encuentra ahí a Dios.

«Tampoco yo, cuando hacía estas reflexiones..., es decir, el poder por el que yo las realizaba, tampoco él era tú, pues tú eres la luz permanente a la que yo consultaba sobre todas las cosas, para saber si ellas eran, lo que ellas eran, qué valor había que darles; y yo te oía dar enseñanzas y órdenes» (Conf, 1, X, XL, 65).

«A buen seguro que no se puede ver a Dios sino por medio del espíritu; y, con todo, Dios no es lo que es nuestro espíritu... Pues el espíritu... busca una verdad inmutable, una substancia a la que nada altere. Así es nuestro espíritu; sufre la alteración y progresa; sabe e ignora; se acuerda y olvida; tan pronto quiere una cosa como no la quiere ya. Esta inestabilidad no existe en Dios... Buscando, pues, a mi Dios..., siento que mi Dios es algo que es superior a mi alma» (Sobre el salmo 41, n. 7-8).

Esa es la vía de la interioridad que hace descubrir a Agustín que Dios le es, al mismo tiempo, más íntimo que lo íntimo de sí mismo y superior a lo que hay de más elevado en él (cfr. Conf., 1, III, VI, 11). Siguiendo este camino fue como le advino percibir, en un instante privilegiado, la luz divina que se mantiene por encima de él «porque es ella quien me ha hecho», y a la que proclama: «¡Oh eterna verdad y verdadera caridad y querida eternidad!» (Conf. 1, VII, X, 16). Al cabo de esta búsqueda que constituye su placer, en la que reúne todas sus dispersiones para que nada le aparte de su Dios, sucede en ocasiones que «tú me haces entrar en un sentimiento totalmente extraordinario en el fondo de mí, hasta no sé qué suavidad, que, si se volviera perfecta en mí, sería un no sé qué que esta vida no será» (Conf., 1, X, XL, 65. Ver también la contemplación de Ostia: 1, IX, X, 25). Su búsqueda se apoya también en la Iglesia, tienda de Dios aquí abajo, en la vida de los santos en donde oye un eco de la melodía del cielo (Sal 41, 9), para elevarse hacia la morada de Dios, donde encuentra su «casa». «He expandido mi alma por encima de mí mismo, y ya no me queda nada por asir sino a mi Dios. En efecto, ahí, encima de mi alma es donde está la casa de mi Dios. Allí habita, desde allí me ve, desde allí me ha creado, desde allí me gobierna, desde allí provee para mis necesidades, desde allí me excita, desde allí me llama, desde allí me dirige, desde allí me conduce, desde allí me dirige al puerto» (Sobre el salmo 41, n. 8).

En esa gran obra que es el De Trinitate, la búsqueda contemplativa se va a desarrollar apoyándose en la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios en virtud de sus tres facultades espirituales: la memoria, la inteligencia y la voluntad, que se presentan, a la luz de la revelación, como un espejo de la Trinidad de las personas divinas. Nuestro Doctor traza en ellas las grandes avenidas que guiarán la contemplación y la mística occidentales (cfr. 1, VIII, 2-3).

Agustín lo anota con esmero: la ayuda de los neoplatónicos que le dijeron que volviera a sí mismo y siguiera la vía de la interioridad le resultó preciosa; mas su búsqueda de Dios no habría llegado a puerto, si no hubiera descubierto, a continuación, a la luz de san Juan, el único camino que podía conducirle hasta el fin percibido de lejos: la persona de Cristo, el humilde Jesús, el Verbo de Dios hecho carne, que «se edificó una humilde morada con nuestro barro, a fin de desatar, a través de ella, a aquellos mismos a los que debe someter y hacerlos pasar hasta él, curando su hinchazón y alimentando su amor» (Conf., 1, VII, XVIII, 24; ver también Sobre el salmo 41, n. 12). Del mismo modo, comentando el salmo 41, propone la humildad y la confesión del pecado como remedio a la turbación causada por el orgullo.

Nosotros vamos a añadir aquí una observación esencial: las tres etapas del itinerario hacia Dios descritas por san Agustín están separadas por dos rellanos de una importancia decisiva:

1. El primer rellano dirige el paso hacia la interioridad. El lector no puede acceder a la interioridad si no capta que Agustín le invita a entrar a él mismo en su propia interioridad, pues no existe otro medio para penetrar en esta vía y para comprender el testimonio dado, la experiencia contada. El lector no puede, por consiguiente, permanecer neutro ante el texto de Agustín y contentarse con interpretarlo desde el exterior, como un documento histórico entre otros, so pena de perderse la substancia de la enseñanza propuesta.

2. El segundo rellano determina el acceso a lo que está «por encima de uno mismo». Como el hombre no puede elevarse por sí mismo por encima de él, este paso presupone la intervención de «Alguien» que se manifiesta como radicalmente superior a través de una Palabra, a través de un Verbo que le revela bajo el velo del misterio, a través del don de una Luz interior que llama a la fe. La fe en el Verbo encarnado es aquí la llave que abre la puerta que da a ese nivel situado fuera del alcance de los filósofos.

No nos encontramos, pues, frente a un relato de un proceso simplemente intelectual, sino ante una experiencia espiritual profundamente humana y específicamente cristiana. Se trata de un testimonio compuesto para ofrecer a los lectores una descripción típica del itinerario del cristiano sometido al trabajo interior de la gracia y animado por el deseo de ver a Dios.

La tradición espiritual occidental ha seguido la vía de la interioridad que ha trazado Agustín, con una gran variedad por otra parte, según las personalidades y las vocaciones, en la sucesión de las escuelas que manifiestan la fecundidad de esta vía. El mismo santo Tomás, mucho más «extrovertido» en su orientación teológica y en su contemplación, se abastece ampliamente en el tesoro de las obras del obispo de Hipona, que releyó y explotó de una manera personal. La vía agustiniana sigue siendo para nosotros uno de los grandes modelos. Supera las diferencias de escuelas y de espiritualidades particulares.

La «vida interior» en la época moderna

Los tiempos modernos han traído consigo cambios profundos en lo que a partir de ahora se llamará la «vida interior». La espiritualidad evoluciona en conformidad con el pensamiento y la sensibilidad de la época, que se concentran en el sujeto, frente al mundo y la sociedad. Ya desde finales de la Edad Media, con la «devotio moderna», y especialmente en el Renacimiento, se vuelve la vida espiritual más individual y se la considera cada vez más como separada de las actividades de orden eclesial o social. Se trata de una vida sobre todo «interior», que se ejerce a través de las prácticas de piedad, de la oración y de la ascesis; se alimenta especialmente con las devociones, que florecen en la Iglesia católica tras el concilio de Trento. La vida espiritual sufre igualmente el contragolpe de las divisiones que se consuman, por esta época, en la teología. Se la separa de la teología moral, que a partir de ahora se consagra al estudio de las obligaciones impuestas a todos y a los casos de conciencia. Tiende a convertirse en patrimonio de una elite que se entrega a la búsqueda de la perfección y la convierte en su afán principal. Como medida de protección contra los excesos de la Reforma, se le retira el contacto directo con la Escritura; deberá tomar su alimento sobre todo en los autores reconocidos por la tradición católica y en la experiencia interior. A través de esta experiencia es como producirá, por otra parte, sus frutos más hermosos en la mística española y en las demás escuelas espirituales alimentadas por la oración y la meditación. Sin embargo, la vida interior no mantiene ya ahora sino unas relaciones limitadas con la liturgia, considerada especialmente como una especie de ceremonial regido por el derecho canónico y las rúbricas, y que apela más al espíritu del deber que al sentimiento religioso. Por último, la contemplación de la naturaleza y del cielo como un camino espiritual hacia Dios es contestado por los descubrimientos de las ciencias y por el pensamiento filosófico. La vida espiritual se ve así obligada a retirarse a un espacio interior que se va estrechando incesantemente. Se convierte en un recinto particular, de orden privado, claramente distinguido de la vida eclesial, regida por la moral y por el derecho canónico, así como de la vida social, sometida a la justicia y a la ley civil.

Para darnos cuenta de sus límites, basta con comparar este modo de ver con el itinerario espiritual de un Agustín, que comienza con la contemplación de la belleza de las obras de Dios en la creación, se ahonda mediante la memoria y la confesión de los beneficios de la gracia en la vida personal, se despliega, a continuación, a través de la consideración de la obra de la salvación en la historia de la Iglesia, la Ciudad celeste, insertada en la historia de este mundo, la Ciudad terrestre, para llegar, apoyándose en la imagen de Dios en el hombre, a la contemplación de la Santísima Trinidad revelada en Jesucristo. La vida interior de Agustín, tan personal y tan intensa, está abierta de par en par a la Iglesia y al universo. En él no existe separación, sino compenetración entre el autor espiritual y el teólogo, el obispo y el ciudadano, entre la vida interior, la vida moral o eclesial y las actividades desarrolladas en el mundo. ¿Seremos capaces de volver a encontrar esta concepción profunda y amplia de la vida interior?

Hay esperanzas, pues, desde comienzos de este siglo, se han ido produciendo varias renovaciones que han dado sus primeros frutos en la enseñanza del Concilio: renovación bíblica, litúrgica, espiritual, teológica, patrística. La vida espiritual de los cristianos ha sacado provecho de ello; pero, incontestablemente, queda aún mucho por hacer para que la Escritura y la liturgia especialmente vuelvan a ser de nuevo las fuentes principales de la vida cristiana según la magna tradición de la Iglesia. Uno de los obstáculos principales reside, como hemos mostrado, en el foso cavado, y quizás ahondado a lo largo de estos últimos años, entre la vida espiritual y la enseñanza de la moral. La renovación emprendida no podrá fructificar plenamente en tanto no hayamos comprendido que la espiritualidad no es un suplemento opcional a los imperativos morales, sino que constituye una dimensión esencial y específica de la moral cristiana.


III. La interioridad y sus diferentes niveles

Para aclarar las cosas, vamos a intentar ahora precisar cuál es la interioridad constitutiva de la vida espiritual. De hecho, hay diferentes niveles de interioridad. Dado que nuestra percepción de las cosas y nuestro lenguaje parten de la experiencia sensible, nuestra primera representación de la pareja interior-exterior se situará en el plano espacial. Hablamos del interior de una casa o de un coche, del interior de un árbol o de un cuerpo humano. Esta representación no nos proporciona empero, sino una interioridad relativa, ya que podemos abrir los objetos y los cuerpos y constatar que el espacio que allí hay es el mismo que el de fuera, está sometido a unas medidas idénticas. El espacio y la cantidad pueden ser los soportes de la interioridad, pero no la constituyen.

La interioridad no adviene verdaderamente más que con la vida. Es, efectivamente, la vida quien crea la interioridad al formar un organismo, una planta, un animal, un hombre, capaces de crecer y de obrar con una autonomía que se construye a partir del interior, mediante un continuo intercambio entre el interior y el exterior, como Ios pulmones inspiran el aire y lo expiran para oxigenar el cuerpo, como el estómago absorbe y asimila los alimentos para renovar nuestras fuerzas y sostener nuestra acción.

La interioridad se ahonda con el conocimiento sensible, que marca el despertar de la conciencia, provoca los sentimientos y suscita reacciones en relación con las necesidades y los apetitos. El contacto con el mundo exterior se extiende gracias a la percepción de los sentidos, y con la movilidad crece la autonomía.

La interioridad alcanza su extensión y su profundidad mayor en el hombre. El pensamiento hace de él un microcosmos: el hombre, gracias a su inteligencia, puede acoger en sí mismo todo el universo y procurarse una representación de las cosas con alcance universal, lo que le confiere el poder de cambiar el mundo de acuerdo con las ideas que él se ha formado.

No obstante, la razón podría acantonarse, en nombre del método científico, en el conocimiento de los fenómenos y concentrarse en la transformación del mundo exterior por medio de la técnica. En este caso, aun procediendo del hombre a través del pensamiento, la razón permanecería exterior a él por sus obras, ya que las máquinas que fabrica no poseen interioridad y no pueden aprehender directamente el movimiento interno de la vida.

La auténtica interioridad, de nivel espiritual, nos viene del compromiso simultáneo de la inteligencia y de la voluntad libre en el obrar moral. Pertenece en propiedad a la persona y pone en movimiento el corazón junto con el espíritu. Consiste en nuestra capacidad innata para recibir en nosotros y experimentar vitalmente toda verdad y todo bien para asimilarlos y ser fecundados por ellos, y en el consecuente poder de engendrar por nosotros mismos ideas y acciones que nos transforman, con los otros y con el mundo que depende de nosotros. La acción moral se puede comparar así con la generación humana y podemos aplicarle sus principales fases: es concebida en el seno de nuestra libre voluntad, a través de un contacto de amor y de deseo; se desarrolla en nuestro corazón durante un tiempo de gestación más o menos largo, antes de salir a la luz y entrar en el mundo como un fruto llegado a madurez. Tales son las acciones que nos hacen crecer interiormente y progresar a través de las edades de la vida.

La interioridad moral, tan manifiesta por sus obras, escapa, no obstante, a la investigación científica directa y sigue siendo difícilmente accesible a nuestra misma reflexión, porque es como la matriz de nuestros actos más secretos, porque por medio de ella ponemos en práctica nuestro poder único de dar forma y existencia a una acción que está «por hacer» y que «nos hace», mientras que la ciencia trata de «hechos» y la reflexión debe partir de lo que «está hecho», si quiere penetrar hasta lo que «se hace».

Así es la interioridad del espíritu de que habla san Pablo: «¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él?» (1 Co 2, 11). Es propia de la persona y donde mejor se revela es en la experiencia moral.

La experiencia cristiana nos introduce aún más adentro y refuerza nuestra interioridad. En efecto, el Espíritu Santo nos hace entrar en la intimidad misma de Dios. Ensancha nuestra interioridad abriéndonos a la interioridad divina a través de un intercambio, que se convierte en la fuente principal de la vida espiritual. La ahonda poniendo en comunicación lo «secreto», donde sólo el Padre nos ve, con el misterio divino, con la Trinidad de personas. Así va formando en nosotros «el hombre interior» del que habla san Pablo, capaz, mediante el discernimiento de la fe y la fuerza del amor, de producir obras que agraden a Dios y de dar los frutos del Espíritu.

Los niveles de interioridad y su comunicación

Tal es, pues, la interioridad espiritual. Aunque está localizada en el espacio de nuestro cuerpo, se extiende más allá de las percepciones y de las emociones de nuestros sentidos, y rebasa los conceptos y las construcciones de nuestra razón fabricadora. Se mantiene por debajo y en el interior de todo eso, como en el lugar escondido donde residen la inteligencia formadora y la libertad productora de nuestros actos, donde tienen lugar los impulsos del Espíritu.

La interioridad espiritual no nos encierra en nosotros mismos, como pudiera creerse; constatamos, por el contrario, que cuanto más profunda es, mayor se vuelve su poder de irradiación. En consecuencia, se juzga muy mal a las realidades espirituales cuando se opone, superficialmente, la interioridad a la exterioridad, cuando se ataca la «vida interior» con el pretexto de que es un obstáculo para el compromiso del cristiano en el mundo. No se comprende que la interioridad del hombre es el lugar donde se conciben las mejores acciones y las ideas más fecundas, tanto para la Iglesia como para la sociedad. ¿No es acaso en la profundidad de los corazones donde el Espíritu Santo teje los lazos que nos convierten «a los unos en miembros de los otros» en el Cuerpo de Cristo? (Rm 12, 5).

Si bien es cierto que se puede distinguir varios niveles de interioridad, según los grados de la vida y de la conciencia, no olvidemos, a pesar de todo, que están unidos en el hombre por el vínculo natural que une el cuerpo con el espíritu. Por esta razón, podemos trasladar al plano espiritual el vocabulario que nos proporciona la experiencia sensible. Por eso emplea san Pablo la distinción espacial entre el interior y el exterior, junto con las nociones de extensión, de ancho, de largo y de altura, para describir el conocimiento del amor de Cristo prometido al hombre interior (Ef 3, 16-18). De modo semejante, podremos hablar de sentidos espirituales, de los ojos y de los oídos del corazón. San Agustín echa mano de los cinco sentidos para definir el amor de Dios: «Me gusta cierta luz y cierta voz cuando amo a mi Dios; luz, voz, perfume, alimento, abrazo del hombre interior que hay en mí, donde brilla para mi alma lo que el espacio no capta...» (Conf., 1, X, VI, 8). Santo Tomás, por su parte, prepara, por medio de su tratado de las pasiones, el estudio de las virtudes, de los dones y de los movimientos espirituales que ellos engendran: como la mutua inhesión y el éxtasis en el amor, la alegría en la bienaventuranza. Describirá las evoluciones de la vida contemplativa con ayuda de los movimientos circular, rectilíneo y oblicuo (II-II, q. 180, a. 7).

De este modo se establece en nosotros un intercambio permanente entre los sentidos y el espíritu, entre la percepción y el pensamiento, entre la acción y la reflexión. Con este trabajo es como trazamos los caminos de la interioridad y llegamos a comprenderlos.


IV. La interioridad de
la conciencia según Newman

Para ayudarnos a delimitar mejor la interioridad espiritual, podemos referirnos a la descripción de la experiencia moral que nos propone uno de sus mejores testigos modernos, el cardenal J.H. Newman; éste la describe como una experiencia primitiva, simultáneamente personal y universal.

Sostiene Newman, en un sermón sobre la inmortalidad del alma 1 que esta doctrina, junto con el sentimiento de la vida futura que ella encierra, proporcionó al cristianismo la fuerza necesaria para vencer al paganismo del Imperio romano a pesar de su poder. Muestra, a continuación, cómo podemos percibir la existencia de nuestra alma y su distinción de este mundo a partir de la experiencia moral.

En nuestra infancia estamos sumergidos entre las cosas que nos rodean, pero pronto, cuando nos hacemos sensibles a las decepciones que nos producen los continuos cambios que las afectan, especialmente cuando nos golpea la desgracia, percibimos mejor la vanidad de la atadura a este frágil universo, «que flota como una vela ante nuestros ojos», y vamos comprendiendo poco a poco que tenemos una existencia propia en nuestra conciencia, y que en el fondo «no hay más que dos seres en todo el universo: nuestra alma y el Dios que la ha hecho (our own soul, and the God who made it)». La idea vuelve a ser retomada en la «Apología pro vita sua», en 1864, y afirmada con tanta certeza como «que tene-

1. J.H. NEWMAN, Sermons paroissiaux, Sermón 2, París, Cerf, 1993 (existe edición castellana en Rialp).

mos pies y manos»: la concentración «de todos mis pensamientos en los dos seres –y sólo en los dos seres–, cuya evidencia era absoluta y luminosa: yo mismo y mi Creador (Myself and my Creator) » 2.

El lector que no lo conozca podría pensar que Newman, al darle la espalda al mundo, se ha encerrado en una especie de solipsismo a dos: con un Dios del que nos preguntamos, en virtud de ello, si no se convierte en un ídolo, en una hipóstasis del yo. Sin embargo, la verdad es todo lo contrario.

En realidad, Newman nos expone en dos palabras, que expresan lo esencial, una verdad humana y cristiana fundamental. Expresa en términos sencillos y modernos una experiencia espiritual primera: la soledad radical del hombre ante la vida y ante Dios. A todo hombre le llega un momento –y a veces esta lucidez es mayor en la juventud– en que toma conciencia de que está solo en el fondo de sí mismo ante el sufrimiento, ante la muerte, ante los otros, y, más en particular, que está solo, en lo secreto de su corazón, ante Dios como Juez del bien y del mal, de la verdad y de la mentira, a quien debe responder de sus actos y hasta de sus intenciones, piensen lo que piensen de ellas los demás hombres. El lugar de este encuentro ineluctable es la conciencia, a la que llama Newman, en su famosa Carta al duque de Norfolk, «el primero de todos los vicarios de Cristo», cuyo poder se extiende sobre todos los hombres. El sujeto de este juicio es nuestra alma, hecha a imagen de Dios para convertirse en su interlocutor libre y responsable.

Newman ha probado suficientemente, por lo demás, que conocía el mundo y su siglo, un siglo que preparaba el nuestro, que poseía el sentido de la historia y de la Iglesia y que era un excelente observador de la sociedad ambiente, como para que pueda ser acusado de individualismo o de intimismo. La concentración de su fórmula en la relación del alma con Dios expresa, exactamente, la fuerza predominante del sentimiento de la presencia divina en el centro de la conciencia, hasta el punto de salir vencedora sobre la percepción sensible que nos invade, no obstante, en primer lugar y nos acapara frecuentemente.

Anotemos esta paradoja. El camino de la interioridad y de la soledad con Dios condujo a Newman hacia la Iglesia católica, a la que él consideraba como la más alejada del subjetivismo de su tiempo, y confirió a su pensamiento y a su vida una fecundidad que sigue obrando aún, ampliamente, después de más de un siglo. Por el contrario, constatamos muchas veces que los que otorgan la prioridad a las relaciones humanas, descuidando la relación con Dios, se encuentran, finalmente, encerrados en las murallas de su «ego» y se muestran impotentes para resolver los problemas de la comunicación. A lo que parece, no podemos alcanzar verdaderamente al otro, si no hemos aceptado el «estar a solas» con Dios.

La intuición de Newman plantea, en un lenguaje sencillo para quien sabe entenderlo, las primeras bases del universo espiritual. Esta intuición reposa sobre un fundamento metafísico, ya que nos sitúa ante nuestro Creador. Mostrándo-

2. Apologia pro vira sua, Textes newmaniens, Paris, 1967, 111 (existe traducción española en BAC).

noslo como Maestro, como Juez y como Redentor, nos descubre el mundo moral y espiritual: experimentamos que la Ley de Dios está inscrita en nuestro corazón y constituye una base natural para la acogida de la Palabra de Cristo, que lleva a cabo nuestra salvación mediante su gracia. Todas las riquezas de la vocación cristiana encontrarán su lugar en este recinto secreto de la conciencia «en el que sólo Dios nos ve».

La fórmula de Newman «Yo mismo y mi Creador» expresa, pues, de un modo digno de ser destacado la interioridad espiritual. Fundamenta sobre la relación única que le somete a Dios la independencia de que goza cada hombre en relación con el mundo y con la sociedad. «Comprender que tenemos un alma es sentir nuestra separación de las cosas visibles, nuestra independencia respecto a ellas, que tenemos en nosotros mismos una existencia diferente; supone también experimentar nuestra individualidad, nuestro poder de obrar de uno o de otro modo, nuestra responsabilidad respecto a lo que hacemos». Según la experiencia de Newman, no existe oposición entre la autonomía de la voluntad y la «heteronomía» divina. Al contrario, es mediante su libre sumisión al Dios que le habla a través de su Ley como el hombre recibe y conquista su íntima libertad respecto a todo poder exterior, sea el que sea: en la naturaleza, en la ciencia o en la sociedad humana. Newman dio suficientemente ejemplo, durante su vida, de esta independencia guiada por la Luz interior.

La defensa del alma

La primera fórmula de Newman: «No hay más que dos seres en todo el universo: nuestra alma y el Dios que la ha hecho», puede prestamos todavía un importante servicio: ayudarnos a restituir su significación cristiana a esa vieja palabra de alma, de la que tenemos necesidad para situarnos ante Dios en la interioridad de la vida que él nos da, pues el alma designa precisamente la fuente de la vida.

Hemos abandonado con excesiva facilidad este término de la lengua cristiana, so pretexto de que era de origen griego, y, por tanto, pagano, y connotaba un supuesto dualismo platónico. Newman, penetrando, a través de las palabras, en la realidad de las cosas, sostiene más o menos lo contrario, y tiene razón. Sea cual fuere su origen lingüístico, el alma ha adquirido un sentido nuevo al pasar al cristianismo. Designa el sujeto de la relación única establecida por Dios con cada hombre, que él ha creado a su imagen y llamado por medio de su Palabra. Es en nuestra alma donde tomamos conciencia de la fragilidad de toda carne, «como la hierba se seca y se marchita la flor cuando el soplo de Dios (cuando la rueda del tiempo) pasa sobre ella». También es en la intimidad de nuestra alma donde experimentamos la presencia de Dios y donde comprendemos, como en un relámpago, que «la Palabra de Dios subsiste para siempre», que nos invita a compartir su subsistencia en una vida de la que ya recibimos la primicias por el poder del Espíritu.

Desde esta perspectiva, Newman puede presentar la doctrina cristiana de la inmortalidad del alma como «una revolución fundamental». Desde Cristo, aquel que cree en él sabe verdaderamente que tiene un alma, de la que tendrá que responde ante Dios y en la que puede recibir la gracia de Aquel que «entregó su alma» por nosotros. En nuestra alma es donde podemos recibir la perla preciosa del Evangelio. Por eso conviene, en nuestra opinión, conservar la traducción antigua de esta frase de Cristo: «,De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si acaba perdiendo su alma?» (Mt 16, 26). La fórmula «si acaba perdiendo», o «arruinar la propia vida», reduce esta frase al nivel de un lugar común, pues no tenemos verdaderamente necesidad de la revelación para saber que la muerte reduce a la nada las ambiciones de un hombre. Al contrario, resulta esencial para nosotros comprender que poseemos un tesoro más precioso que todas las conquistas y las riquezas del mundo: nuestra alma, nuestra conciencia, nuestro corazón, receptáculo de la sabiduría y del amor de Dios. Por eso, ¿de qué le sirve al hombre, aunque viva mucho tiempo, dominar toda la tierra, como hicieron los emperadores romanos, si tiene que pagar el precio de la corrupción del corazón, con la mentira, la crueldad y verdaderamente la muerte del alma? Esta, en el sentido evangélico, es el recinto más profundo donde mana en nosotros la fuente de la vida eterna. Por eso, como añade el Señor, ¿qué podrá dar el hombre a cambio de su alma? El alma constituye, pues, el lugar propio de la vida espiritual.


V. El combate por la interioridad en un mundo «unidimensional»

La cuestión del alma no es una cuestión teórica para nosotros. Coincide con el combate que debemos entablar para salvaguardar la vida espiritual y la interioridad frente a una representación del mundo, que se nos insinúa desde todas partes y que podríamos llamar «un mundo unidimensional».

En efecto, estamos como envueltos por una visión del mundo limitada a la experiencia sensible, material, limitada a la sola consideración de la cantidad, sometida a la captación y al cálculo de las ciencias y de las técnicas, teniendo como objetivo predominante la utilidad de la mayoría, la satisfacción de las necesidades según las relaciones de producción y de consumo medidas con el dinero. Este modo de ver y de juzgar según las apariencias tangibles, los «fenómenos», aparta de nuestro campo de visión y nos hace correr el riesgo de descuidar las otras dimensiones y formas de la experiencia humana: la estimación de la calidad en función del bien y del mal, el sentimiento de la profundidad latente bajo la superficie de las cosas, la consideración del contenido bajo el continente, de la realidad bajo las apariencias externas, de la verdad por detrás de las opiniones, el afán de la conciencia y del corazón más allá de las obligaciones exteriores... en una palabra: la percepción de todas las cualidades que forman la riqueza moral y espiritual de un hombre o de un pueblo, que pertenecen a su alma y confluyen hacia la relación con Dios como su fuente primera.

Podríamos ver un símbolo de este mundo unidimensional en la pantalla de la televisión. La pantalla es una simple película de vidrio, pero nos trae cada día noticias y puntos de vista del mundo entero. Nos da la impresión de que mirándola podemos aprenderlo todo sobre lo que se dice, sobre lo que sucede, con un abundante alimento para la imaginación como suplemento. Ahora bien, la pantalla no tiene densidad; no hay más que el vacío detrás de la imagen, aunque ésta parezca profunda. La pantalla nos produce la ilusión de captar la realidad, pero no nos la puede dar. Con el hábito engendra incluso una mentalidad de espectador, que nos hace perder la costumbre de la reflexión y de practicar el esfuerzo necesario para aprehender la realidad humana y percibir la interioridad espiritual que contiene. Sólo aquellos que tienen una personalidad formada, que «saben que tienen un alma», como diría Newman, son capaces de usar las creaciones de la técnica sin dejarse someter, y pueden trazar su camino en este mundo «unidimensional», material, utilitario e «impresionalista», en el que nos arriesgamos a alienar nuestros bienes más preciosos. Es un verdadero combate por el hombre, por nuestra alma y por nuestra libertad interior, el que tenemos que entablar.

Nos encontramos situados así ante una opción decisiva y bien evangélica: o nos dejamos arrastrar con otros muchos por la vía ancha de la exterioridad, o tenemos el coraje de comprometernos personalmente por el estrecho sendero de la interioridad: éste pasa por nuestro corazón, hacia donde el Espíritu nos atrae para conducirnos a las fuentes espirituales.

La dimensión de la interioridad

Si queremos desprendernos de este mundo «unidimensional» que gravita sobre nosotros con todo el peso de la materia y de una difusa opinión pública, tenemos necesidad de recobrar una clara conciencia de las dimensiones propias del mundo espiritual: éste nos introduce en una interioridad rica, verdaderamente pluridimensional. En efecto, necesitamos hacer uso de varios términos para caracterizarla: profundidad, altura, densidad, longitud y anchura, mientras que una vida entregada a la exterioridad nos mantiene en la superficialidad, la mediocridad, la dispersión y la estrechez. Para esta descripción podemos recurrir a la experiencia de san Pablo cuando desea a los cristianos de Efeso: «...que seáis fortalecidos por la acción de su Espíritu en el hombre interior, que Cristo habite por la fe en vuestros corazones, para que, arraigados y cimentados en el amor, podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que os vayáis llenando hasta la total Plenitud de Dios» (Ef 3, 16-19).

La vía de la interioridad está al alcance de todos. El principio que la rige es simple y su proceso natural: para penetrar en la interioridad de las cosas, es preciso, antes que nada, abrirles la puerta y dejarlas entrar en nosotros. Para aprehender el sentido profundo de una afirmación o de un ejemplo, es preciso dejarse tocar y reaccionar frente a él a través de ese contacto directo, de persona a persona, que engendra la experiencia y forma en nosotros ese conocimiento especial que recibe el nombre de comprensión, y del que, como fruto suyo, procede la acción. El método que se impone aquí no es ya la observación a distancia, sino la reflexión sobre nuestra propia experiencia. Por consiguiente, para entrar en la interioridad, debemos abandonar la sede del observador científico, el banco o la butaca de espectador, y enfrentarnos a la realidad a través de la acción y la reacción. Así podremos experimentar la profundidad de las cosas, acceder a la interioridad de los otros y aproximarnos al misterio de Dios. La reflexión sobre nosotros mismos, lo mismo que el descubrimiento de las realidades espirituales, no es ciertamente fácil; exige un esfuerzo paciente y multiforme; tiene necesidad de madurar. Veamos ahora de modo más preciso cuáles son las principales dimensiones en que se despliega la interioridad.

a. La profundidad La profundidad designa la superación de las impresiones, de los sentimientos y de las ideas mediante una reflexión que intenta penetrar hasta el corazón de las cosas, hasta el centro oculto en que se forman y manan en nosotros el pensamiento y los actos. Esta penetración puede llegar, con la ayuda de la oración, hasta la intimidad de nuestra relación con Dios y descubrir, en el origen de los movimientos de nuestro espíritu, la ley de la gravitación espiritual causada por la atracción del bien, por la aspiración a conocer a Aquel que nos ha hecho.

Con san Juan en el episodio de la Samaritana (cap. 4 y 7, 39) y con Orígenes en su comentario al Génesis, también nosotros podemos ver en la perforación de los pozos en el desierto, por los siervos de Jacob, la imagen del trabajo en profundidad de la meditación cristiana en busca del agua viva del Espíritu. La perforación de un pozo exige la fijación del esfuerzo en un lugar concreto en el que se ha detectado la presencia de agua; de modo semejante, la meditación se tiene que concentrar en un texto, en un tema, en una experiencia, y volver sobre él de manera regular, a través de una especie de fijación móvil, para profundizar en su comprensión hasta que surja el agua espiritual. Aquí se recomienda, en particular, el uso de la Escritura, porque ella nos garantiza la presencia del Espíritu.

La idea de profundidad hace pensar también en las raíces de un árbol, que se hunden y se extienden bajo tierra. Mediante la meditación de la Palabra de Dios es como nos arraigamos espiritualmente en la tierra nutricia que Dios nos da, donde «florece el justo como la palmera, crece como un cedro del Líbano» (Sal 92, 13).

b. La altura. La idea de altura completa la de profundidad. Procede de un esfuerzo prolongado encaminado a progresar en la calidad moral, a la realización de un ideal espiritual, como se emprende el ascenso a una cima. Exige el desprendimiento de lo que es bajo, la superación de lo mediocre, la lucha contra la pereza y la pesadez interior, el combate del espíritu contra la carne y sus debilidades. Se la designa con expresiones como la elevación de pensamiento y de sentimientos o grandeza de alma. Podemos ver su símbolo en la montaña del Sinaí, a donde Dios llamó a Moisés para entregarle la Ley, y en la montaña de las bienaventuranzas, donde Jesús enseña a sus discípulos una justicia superior a cualquier otra. Jerusalén está edificada asimismo sobre un monte, cuyo acceso está reservado a los corazones puros: «¿Quién subirá al monte del Señor?... El hombre de manos inocentes y de corazón puro» (Sal 24, 3-4). También resulta significativo que nuestros lugares de peregrinación estén situados preferentemente sobre altozanos.

c. La densidad. La densidad es el fruto de la paciente acumulación, en nuestra memoria viva, de las reflexiones, esfuerzos y experiencias desarrollados de manera continua y con discernimiento. Es el resultado de una lenta asimilación, de una digestión, podríamos decir, de las adquisiciones de la vida, que constituyen la salud del pensamiento y el vigor del obrar. La densidad exige la fidelidad y el recogimiento. Literariamente se manifiesta en la concisión del estilo, en la justedad de las palabras y en la riqueza de su significación. Un escrito es denso cuando se presta a la relectura, a un estudio profundo, a la meditación. Así son, especialmente, los textos de la Escritura que la liturgia nos propone cada año como alimento inagotable, como el maná de Dios, siempre acorde con nuestras necesidades. Una vida es densa cuando todas sus líneas se armonizan y se concentran en el cumplimiento de una vocación, de un designio generoso, de una idea fecunda.

d. La anchura. El progreso en la profundidad, la altura y la densidad contribuye a la apertura del espíritu y del corazón. La capacidad de acogida, de comprensión y de ordenar las ideas, las acciones voluntarias y los sentimientos, crece y se fortifica. El espíritu adquiere especialmente el poder de reunir opiniones diferentes y compararlas para sacar de ellas verdades complementarias, a fin de formarse una idea verdadera y matizada. El corazón se ensancha también hasta remontar y apaciguar los sentimientos más contrarios y más violentos, como es el caso del perdón a los enemigos y la oración por los perseguidores, según la enseñanza del Señor. Esta anchura se muestra vigorosa y sabe mantener, con firmeza y flexibilidad, una línea de conducta justa y verdadera, que coloca, finalmente, al que la practica frente al más extenso horizonte espiritual.

e. La longitud La longitud puede designar la duración necesaria a todo crecimiento vital, al progreso espiritual o intelectual. Sean cuales fueren las circunstancias, hace falta paciencia y tiempo para formar a un hombre interiormente. Las estaciones de la vida son más largas que las de la naturaleza, y nuestra duración se prolonga aún cuando está conectada con el tiempo de Dios, que dispone de los siglos. Por esta razón las virtudes de la duración: la paciencia, la constancia, la vigilancia, la perseverancia, son tan importantes en la vida espiritual. San Pablo las menciona de manera regular junto con la caridad; sin ellas ninguna virtud, ningún don puede dar sus frutos en nosotros.

Para concluir este capítulo sobre la interioridad, volveremos sobre el pasaje de la carta a los Efesios que nos muestra todo su alcance. El Apóstol nos invita a entrar en el misterio del amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento por su Anchura, pues todos los hombres están llamados a él, por su Longitud, pues ocupa todos los tiempos, por su Altura, pues nos eleva a la dignidad de hijos de Dios con Cristo, que está sentado cabe el Padre, por su Profundidad, pues hemos recibido el Espíritu que «sondea todo, hasta las profundidades de Dios».


BIBLIOGRAFÍA

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